1. ORÍGENES, ESTALLIDO Y FASE INICIAL DE LA REVOLUCIÓN DE 1910

Luis XV, el último rey francés que terminara pacíficamente su reinado antes de la revolución francesa de 1789, tenía claros presentimientos de la tormenta que se avecinaba. La famosa frase, “après moi le déluge”, con la que transmitió tal legado a su sucesor, expresa un cierto malicioso regocijo.

Pero en México muy pocos miembros del gobierno de Porfirio Díaz, y él mismo menos aún, tenía algún presentimiento sobre la revolución mexicana de 1910 unos meses antes de su estallido; y nadie entonces podría haber adivinado la magnitud del diluvio que se avecinaba. Karl Bünz, ministro alemán en México, escribió a su gobierno, ya en vísperas de la revolución: “Considero, al igual que la prensa y la opinión pública, que una revolución general está fuera de toda posibilidad”.1 Es indudable que todavía en su ánimo pesaban los ostentosos festejos con que el gobierno mexicano acababa de celebrar el centenario de la independencia nacional, pero su opinión era compartida por la mayoría de los observadores extranjeros y nacionales. Incluso la pequeña minoría de disidentes que abrigaban esperanzas de derrocar a Díaz, entre ellos Francisco Madero, quien encabezaría la próxima revolución, tenían muy escasa noción de que estaban gestando una revolución social.

No se puede afirmar que todos estaban ciegos y sordos. Con muy pocas excepciones, ninguna de las innumerables “revoluciones” que habían caracterizado la política latinoamericana ante el resto del mundo desde que ese continente se independizó de España, había representado genuinas transformaciones sociales. Incluso cuando se produjo la revolución mexicana, siguió siendo durante muchos años un caso aislado de auténtica revolución social en América Latina. ¿Qué antecedentes fueron los que favorecieron acontecimientos tan inusitados e imprevistos en México? Hablando en términos muy generales: el impacto de ciertos procesos ocurridos hacia fines del siglo XIX, que de hecho modificaron el rostro de la mayor parte de América Latina, pero que además estaban llamados a tener un efecto muy especial en México, dadas las singulares características del panorama social mexicano.

En las décadas finales del siglo XIX y en los primeros años del siglo xx, los países latinoamericanos fueron absorbidos en grado cada vez mayor por el frenético desarrollo del capitalismo mundial. Hacia 1914, 7 567 000 000 dólares de capital extranjero habían inundado las economías latinoamericanas, y no se le veía fin a esta ola de inversiones.2 Pero esto en ningún sentido transformó a dichos países en sociedades industriales análogas a las de los Estados Unidos o Europa occidental. Por el contrario, ello sirvió para consolidar la dependencia respecto del extranjero y acentuar las características de subdesarrollo que aún quedaban como herencia del régimen colonial español y portugués. La exportación de materias primas baratas, la importación de productos industriales caros, el control por compañías extranjeras de algunos de los sectores más importantes de la economía, las enormes diferencias en los niveles de riqueza, la concentración de la tierra en manos de un pequeño grupo de latifundistas, un ingreso per cápita global mucho más bajo que el de los países industrializados, un sistema educativo rezagado que daba por resultado un alto grado de analfabetismo … todos estos factores, en diverso grado, prevalecían en la mayor parte de América Latina.

Una de las principales transformaciones que produjo la integración al mercado mundial fue el fortalecimiento del poder centralizado del Estado. El Estado tenía ya ingresos suficientes para organizar, sostener y comprar la lealtad de un ejército y una policía reforzados, así como una burocracia más eficiente. El poder del Estado fue enormemente fortalecido por la reciente revolución en el campo de las comunicaciones (construcción de ferrocarriles y carreteras, instalación de teléfonos y telégrafos) y por el suministro de equipo moderno a las fuerzas armadas. Las consecuencias de estas transformaciones fueron especialmente notorias en los países latinoamericanos gobernados por dictadores, que ahora disponían de los medios para mantenerse en el poder durante periodos mucho más largos que sus predecesores de la primera mitad del siglo XIX.

El más notable de estos dictadores, especialmente en cuanto a la longevidad de su régimen, era Porfirio Díaz, quien había gobernado a México durante 31 años.3 Pero, aunque la falta de democracia, aunada a los síntomas del subdesarrollo y la dependencia, dieron lugar a un profundo descontento en muchas partes de América Latina, la de Díaz fue la única dictadura latinoamericana que cayó víctima de una revolución popular en gran escala antes de la década de 1930.

Sería un error, en el caso de México, buscar la explicación de este hecho excepcional en las condiciones de un subdesarrollo extremo. Por el contrario, si se le compara con el resto de América Latina, se verá que su dependencia respecto de la exportación de materias primas era mucho menor que la de otros países: México, por ejemplo, no desarrolló una agricultura de monocultivo y se vio por lo tanto menos afectado por las fluctuaciones y movimientos cíclicos de los precios en el mercado mundial. Tampoco era Díaz más odiado que la mayoría de los dictadores latinoamericanos; por el contrario, Don Porfirio podía sentirse acreedor a una considerable popularidad debido a su muy celebrado valor personal durante la invasión napoleónica de México.

¿Cuál es, entonces, la circunstancia excepcional que, aparte los síntomas de subdesarrollo y dependencia que prevalecían también en la mayor parte de América Latina, explica la singular experiencia histórica de México?

La primera explicación que se nos ocurre es que la revolución mexicana fue parte de una tendencia más general que se estaba dando en las naciones latinoamericanas cuyo desarrollo progresaba a un paso más acelerado, tendencia que en otros países latinoamericanos sólo asumió formas diferentes. Esta tendencia o movimiento consistía en el rápido desarrollo de una clase media que comenzaba a buscar mayor poder político y económico a medida que aumentaba su número y su importancia económica.

En otros países latinoamericanos de tamaño y tasa de crecimiento comparables, las tradiciones parlamentarias les facilitaban mucho más a las clases medias el logro de sus objetivos con un mínimo de violencia, o sin ninguna. En la Argentina, en 1916, el Partido Radical encabezado por Hipólito Yrigoyen, la mayoría de cuyos miembros pertenecía a la clase media, llegó al poder como resultado de una victoria electoral. En el Brasil fue un poco más difícil obtener resultados semejantes. Allí fue necesario un golpe militar ejecutado por un ejército fuertemente influido por la clase media para transformar la estructura política del país en forma favorable a las clases medias. Sin embargo, las tradiciones de parlamentarismo y de la política de consenso eran tan fuertes en el Brasil que el golpe se efectuó sin violencia y sin derramamiento de sangre. Sólo en México, como consecuencia de su larga tradición de revueltas violentas, y debido a que el país era gobernado por una dictadura autocrática, fue necesaria una revolución violenta para lograr la incorporación de las clases medias al proceso político.

Si bien esta hipótesis tiene cierta validez, no basta de ninguna manera para explicar la singularidad de la revolución mexicana. La victoria de fuerzas políticas inspiradas por la clase media condujo a un periodo relativamente largo de estabilidad política y gobierno parlamentario tanto en la Argentina como en el Brasil. En México, en cambio, dio lugar a una de las más profundas revoluciones sociales en la historia de América Latina. Los motivos de tal transformación deben encontrarse, creo yo, en la convergencia, en vísperas de la revolución, de tres procesos, cada uno de los cuales se inició hacia principios del régimen de Díaz y casi se había complementado hacia el final: la expropiación de las tierras comunales de las comunidades campesinas en el centro y el sur de México; la transformación de la frontera con indios nómadas en una frontera con Estados Unidos y su consiguiente integración política y económica al resto del país así como a la esfera de influencia de los Estados Unidos; y el surgimiento de México como escenario principal de la rivalidad europeo-norteamericana en América Latina.

EXPROPIACIÓN DE LAS TIERRAS COMUNALES DE LAS COMUNIDADES CAMPESINAS EN EL CENTRO Y EL SUR DE MÉXICO

Una parte del legado del régimen colonial español en todas aquellas regiones de América Latina (México, Perú, Bolivia y el Ecuador) en las que había una población indígena demográficamente concentrada y socialmente diferenciada antes de la llegada de los europeos, eran las llamadas comunidades campesinas. Aunque una gran parte de las tierras de los indios habían sido expropiadas por los conquistadores y transformadas en grandes haciendas, una porción importante seguía bajo el control directo de la corona española. La opresión de los campesinos que habitaban estos pueblos era con frecuencia aún mayor que la que sufrían los peones en las haciendas.

A diferencia de los hacendados, los corregidores (que eran los funcionarios españoles encargados de gobernar a los indios) sólo ocupaban cargos temporales y la mayoría de las veces sólo se interesaban en exprimir lo más posible a sus “protegidos” mientras ejercieran la autoridad. A pesar de ello, las comunidades campesinas pudieron conservar algunas características de su organización tradicional y un grado de autonomía interna jamás conocido por los peones de las grandes haciendas. Sobrevivieron al régimen colonial y, en el periodo que siguió a la independencia y gracias al debilitamiento del gobierno central, pudieron incluso mejorar en cierta medida su situación política y económica.4

Con el fortalecimiento del aparato estatal durante el régimen de Díaz y la construcción de ferrocarriles que aumentaron enormemente el valor de la tierra, las comunidades campesinas, así como sus instituciones y propiedades, no tardaron en ser objeto de una serie de agresiones. En su esfuerzo por “modernizar” el país, el régimen de Díaz se embarcó en una política agraria radicalmente nueva. Cerrando filas con los hacendados locales lanzó una campaña de expropiación en gran escala de las tierras comunales y de sometimiento político de los pueblos.5

Las regiones más afectadas por esta nueva política fueron las del centro y el sur del país, en primer lugar porque en esas regiones el aumento de la producción para el mercado y los nuevos ferrocarriles habían hecho dispararse el valor de la tierra, y en segundo lugar, por supuesto, porque la mayoría de las comunidades campesinas se encontraban en esas regiones. Al principio esta campaña tuvo gran éxito ya que sólo dejó a los pueblos la posesión de un mínimo de tierras y de autonomía política. Se les permitió conservar algunas tierras, ya fuera como símbolo de su anterior categoría política o por motivos económicos muy concretos: para inducir a permanecer cerca de las haciendas a una fuerza de trabajo lo suficientemente numerosa y para que ésta pudiera sobrevivir en las temporadas en que los hacendados no requerían de sus servicios. También se les dejó conservar cierta autonomía política, pero sólo porque lograron aferrarse a ella con gran tenacidad.

Finalmente, sin embargo, esta campaña generó un amplio descontento. Al principio sólo había provocado rebeliones esporádicas en diversas partes del centro y el sur de la república, aplastadas con poco esfuerzo por el ejército federal. Sin embargo, cuando las expropiaciones comenzaron a afectar los estados de Morelos y Guerrero, se sentaron las bases de la mayor rebelión campesina de la historia del México independiente, ya que había muchas circunstancias especiales que hacían de estas regiones un semillero de agitación campesina. Una de ellas era su cercanía a la capital, que había evitado que sucumbieran al provincialismo, con su consecuente reducción de exigencias materiales y restricción del horizonte cultural. Otra era la facilidad para conseguir armas. La sierra favorecía la guerra de guerrillas y dificultaba los movimientos de las tropas federales; la densidad de la población impedía la fragmentación de las fuerzas campesinas, lo que con frecuencia había sido su perdición. Así, las experiencias no sólo engendraron rebeldía sino que lo hicieron en regiones donde resultaba especialmente peligrosa.

Mediante su política agraria, pues, el régimen de Díaz se había ganado la enemistad de sectores importantes de la población, pero es poco probable que esta política por sí sola hubiera podido destruir el gobierno de Díaz; otros países latinoamericanos sufrieron procesos análogos sin que desembocaran en una revolución nacional. En México, sin embargo, el problema agrario se combinó en forma explosiva con otros dos procesos independientes.

LA TRANSFORMACIÓN DE LA FRONTERA CON LOS INDIOS NÓMADAS EN UNA FRONTERA CON ESTADOS UNIDOS

Antes de que Díaz llegara al poder los estados de Sonora, Chihuahua y Coahuila gozaban de una existencia prácticamente autónoma. Remotos y aislados, no solamente del resto de la república sino del resto del mundo, virtualmente independientes en lo político y autosuficientes en lo económico, eran la columna vertebral de la “frontera” norte de México. Sin embargo, en el último cuarto del siglo XIX, con la llegada de Díaz al poder y un flujo sin precedentes de inversiones extranjeras, principalmente norteamericanas, hacia México, la zona fronteriza del norte de México se transformó radicalmente al imponer Díaz y los Estados Unidos respectivamente sus controles políticos y económicos sobre la región. La construcción de ferrocarriles, iniciada en la década de 1880, determinó en forma dramática el grado en que este antiguo enclave había de integrarse al resto de México y a la esfera de influencia norteamericana. Los ferrocarriles ilustraron de la manera más palpable que lo que anteriormente era una zona de colonización se estaba transformando en una frontera, y que lo que antes había estado más allá del alcance de cualquier país estaba ahora al alcance de dos países al mismo tiempo.

La transformación política se inició al comenzar Díaz a demoler sistemáticamente los feudos prácticamente independientes de caudillos regionales tales como Ignacio Pesqueira en Sonora y Luis Terrazas en Chihuahua. Como es lógico, esto resultó más fácil en unos estados que en otros. Fue necesaria una intervención mucho más agresiva, por ejemplo, para imponer el poder de Díaz en Chihuahua y en Sonora que en Coahuila, donde algunas décadas antes, Benito Juárez había minado gravemente el poder de la oligarquía local al romper el férreo control ejercido por Santiago Vidaurri sobre la región.6

La transformación económica fue principalmente obra de las inversiones norteamericanas que empezaron a volcarse sobre todo México a un ritmo sin precedentes durante la década de 1880. La parte que de este “hartazgo” de capital tocó a la región del norte de la república fue siempre especialmente grande. Hacia 1902, por ejemplo, más del 22% del total de las inversiones norteamericanas en México había correspondido a tres estados norteños: 6.3% a Chihuahua, 7.3% a Sonora y 9.5% a Coahuila, primordialmente en los ramos de minería, agricultura y transportes.7

Las repercusiones de esta doble transformación de la zona fronteriza golpearon en primera instancia y muy rudamente a las mismas gentes que más habían contribuido a hacer de la frontera una región habitable y eran su producto singular: los colonizadores militares. A mediados del siglo XVIII la corona española había fundado colonias militares a lo largo de la frontera del norte para ahuyentar a las bandas de apaches y demás nómadas que merodeaban por la región. El método utilizado era siempre el mismo: se dotaba de tierra en esta zona a cualquiera que estuviera dispuesto a tomar posesión de ella y defenderla con su vida. En el siglo XIX Benito Juárez siguió este ejemplo y estableció más colonias de este tipo.

Los habitantes de las colonias eran privilegiados en muchos sentidos en comparación con los habitantes de las comunidades campesinas del centro y del sur de la república. A diferencia de estos últimos, no habían sido pupilos de la corona durante el periodo colonial, sino que gozaron de derechos generalmente reservados a los españoles y a sus descendientes, los criollos. Eran propietarios individuales de sus tierras y tenían derecho a venderlas o a comprar tierras adicionales.8 Generalmente poseían más tierras y más ganado que los campesinos libres de las otras regiones de México. Sus comunidades tenían derecho a una mayor autonomía interna y los colonos militares tenían no sólo el derecho sino el deber de portar armas.

Hacia 1885, sin embargo, los apaches habían sido finalmente derrotados y la zona fronteriza se volvió notablemente más tranquila. Ni los hacendados ni el gobierno tenían ya necesidad del apoyo militar de los campesinos, pero lo que sí sentían necesitar era la tierra que estos campesinos habían hecho productiva con tanto esfuerzo, y no tuvieron el menor escrúpulo para volverse en contra de sus antiguos aliados y protectores.

Después que los primeros ferrocarriles enlazaron al norte de México con las regiones centrales del país y con los Estados Unidos en 1885, el creciente valor de la tierra de los campesinos provocó una ola de expropiaciones. Las primeras en sufrirlas fueron las colonias más recientemente establecidas, pero ni siquiera las más antiguas y prestigiadas se salvaron. El resentimiento fue grande. “Vemos con profundo pesar que esos terrenos que estimamos en justicia como nuestros, porque los hemos recibido de padres a hijos y fecundado con el trabajo constante de más de un siglo, van pasando a manos de extraños mediante un sencillo denuncio y el pago de unos cuantos pesos”, escribieron los habitantes del pueblo de Namiquipa al presidente Díaz en 1908 (sin mucho éxito). “Si Ud. no se sirve impartirnos su valiosa protección, tendremos que abandonar nuestros hogares emigrando en busca del sustento.”9 Un emisario enviado a México en representación de la población de otra de las más antiguas colonias militares de Chihuahua, la de Janos, se quejó amargamente a Díaz (también sin éxito) en los siguientes términos: “A dos leguas de Janos se encuentra la Colonia ‘Fernández Leal’, próspera; pero cuyos dueños viven con toda comodidad, en los Estados Unidos, mientras nosotros, que hemos sufrido con las invasiones de los bárbaros a los que nuestros padres desterraron, no podemos obtener el terreno”.10

Las comunidades militares del norte no sólo perdieron sus tierras sino también sus preciados derechos políticos, el más estimado de los cuales era su autonomía municipal. El derecho de un pueblo a elegir sus propias autoridades municipales había sido otorgado oficialmente a muchos asentamientos en el siglo XVIII por la corona española. Después de la independencia fue confirmado y extendido a otros asentamientos de reciente fundación. Sin embargo, la mayor garantía de esta autonomía no era la autorización oficial concedida por cualquier régimen efímero, sino la atomización y el aislamiento de las colonias fronterizas, que persistieron hasta mediados del siglo XIX. Debido a que, después de la llegada de Díaz al poder, esto ya no era un factor, las autoridades estatales pudieron hacer caso omiso de estos derechos y tradiciones consagrados v usurpar para sí mismas el privilegio de nombrar funcionarios tales como los jefes políticos y presidentes municipales a su arbitrio.11

La pérdida de la autonomía municipal despertó casi tanta pasión como la pérdida de las tierras. El 16 de noviembre de 1910, cuando la población del antiguo pueblo fronterizo de Cuchillo Parado empuñó sus rifles y se unió a las fuerzas revolucionarias, la cuestión más candente era la destitución del presidente municipal que se les había impuesto.12 Y lo que impulsó a los habitantes del pueblo serrano de Bachíniva en Chihuahua a unirse a la revolución en 1910 fue el hecho de que las autoridades estatales habían despojado de su cargo a un presidente municipal popularmente electo y lo habían sustituido por el usurero del pueblo.13

Si bien el descontento campesino no alcanzó proporciones revolucionarias sino hasta 1910, la expropiación de las tierras y la supresión de los derechos tradicionales precipitó levantamientos esporádicos mucho antes de que se iniciara la revolución. En Chihuahua, por ejemplo, el gobierno perdió más de 500 hombres en una lucha que se prolongó dos años contra unos 60 campesinos insurgentes del pueblo de Tomochic, quienes en 1892 declararon que sólo estaban obligados a respetar la ley divina y se rebelaron contra los abusos del gobierno.14

Las repercusiones de la transformación de la zona fronteriza afectaron también a otro grupo de campesinos, constituido por las tribus indígenas que habían logrado conservar sus tierras y cierto grado de autonomía durante el periodo colonial español y el primer medio siglo de independencia. A diferencia de los colonos militares que estaban concentrados principalmente en el estado de Chihuahua, la tribu india más militante provenía del contiguo estado de Sonora. Ésta era la de los yaquis, que habitaban una de las regiones más fértiles del estado, el valle del Yaqui. Había habido varios intentos frustrados de despojarlos de sus tierras anteriormente, pero no fue sino hasta que Díaz llegó al poder cuando se montó una ofensiva militar concentrada con el objeto de expulsarlos de sus tierras. La campaña encontró una feroz resistencia. Hubo largas y cruentas batallas que costaron muchas vidas de ambos bandos y, aunque las tropas federales lograron finalmente derrotar al contingente más formidable de los yaquis y capturar a su jefe, Cajeme, jamás lograron extirpar totalmente la resistencia guerrillera.15

Estos dos grupos campesinos tradicionales —los colonos fronterizos y los indios— se encontraron, pues, indefensos ante las agresiones descaradas contra su propiedad e independencia hasta el final del siglo. Los únicos aliados que pudieron encontrar antes de 1900 fueron los antiguos caudillos, terratenientes que habían sido expulsados de sus posiciones de poder político. Luis Terrazas, el latifundista más rico de Chihuahua y ex-gobernador del estado, alentó secretamente a los rebeldes de Tomochic con la esperanza, plenamente justificada, de que podrían desacreditar a su principal rival, Lauro Carrillo, entonces gobernador de Chihuahua y protegido de Díaz, y provocar su caída política.16 De manera semejante José María Maytorena, próspero hacendado del sur de Sonora perteneciente a una prominente dinastía latifundista, cuyas aspiraciones políticas también habían sido frustradas por el gobierno de Díaz, brindó refugio a los rebeldes yaquis fugitivos.17

Los campesinos, sin embargo, no recibieron antes de 1900 el apoyo de ninguna clase no rural en esos estados. Esto se debió sencillamente a que la transformación de la región fronteriza tuvo efectos mucho más benéficos para las clases medias y para la clase obrera industrial que para los campesinos. Las inversiones extranjeras en proyectos tales como la construcción ferroviaria multiplicaron enormemente las oportunidades económicas de estas clases, y antes de 1900 produjeron un alza significativa en los salarios reales.18 Además, el derrocamiento por Díaz de las antiguas oligarquías políticas había creado vacantes que la clase media pudo llenar y desde cuyas posiciones pudo ejercer, cuando menos por un tiempo, algún poder real, hasta quedar una vez más desplazada por la nueva oligarquía que se fue formando.

No fue sino hasta 1900-1910 cuando la disposición favorable de estos grupos hacia el régimen se alteró, ya que en esos diez años las inversiones extranjeras comenzaron a revelar su lado negativo. Las inversiones se fueron acelerando a un ritmo vertiginoso: entre 1900 y 1910 la inversión extranjera en México se triplicó en relación con la cantidad invertida entre 1876 y 1900.19 Una de las consecuencias de este crecimiento fue una tasa de inflación altísima, que redujo en forma drástica los salarios reales de la clase media y la clase obrera industrial y limitó notablemente las oportunidades de inversión de los empresarios de clase media al hacer más difícil la obtención de créditos. El gobierno aumentó la carga soportada por estos dos grupos cuando se propuso elevar sus impuestos para compensar la reducción en el valor de los impuestos pagados por los inversionistas extranjeros y la oligarquía local. Otra consecuencia del aumento en la inversión extranjera fue una mayor vulnerabilidad al ciclo económico en los Estados Unidos, vulnerabilidad que se manifiesta en la forma más dolorosa durante la crisis económica de 1907. La carga soportada por las clases medias y las trabajadoras aumentó nuevamente a causa de un factor externo: la repatriación de miles de trabajadores mexicanos despedidos de las minas y fábricas norteamericanas durante cada recesión.

Para las clases medias la reducción de los ingresos y el aumento de los impuestos constituían sólo dos elementos de una situación social y económica en rápido proceso de deterioro. Entre 1900 y 1910 se redujeron dramáticamente sus oportunidades de ascenso en la escala social debido a las nuevas estructuras políticas establecidas por Díaz en el norte de México. En los últimos años de su régimen Díaz renunció a sus esfuerzos por separar el poder político del económico y limitar el poder político de las oligarquías regionales en sus estados. En consecuencia, las posiciones políticas y los empleos gubernamentales otorgados como premio a la fidelidad política, que en México siempre habían sido determinantes para la supervivencia de las clases medias, cayeron bajo el control exclusivo de las oligarquías estatales. Al mismo tiempo, estos poderosos grupos ejercían un grado creciente de dominio sobre las autoridades regionales y locales, que con frecuencia habían sido un feudo tradicional de las clases medias. Entre estas últimas empezó a surgir un profundo resentimiento contra las oligarquías estatales.

El descontento en el seno de la clase obrera industrial y de las clases medias se manifestaba en la intensificación de los sentimientos nacionalistas y en un creciente resentimiento contra los inversionistas extranjeros a quienes culpaban en general por su mala situación, y también contra el régimen de Díaz que se negaba a detener el avance de aquéllos. A fin de cuentas, pues, y a pesar de un principio alentador, la transformación de la región fronteriza fue desgastando el apoyo que tenía el régimen de Díaz entre la población urbana.

En este periodo surgieron también expresiones de descontento en un grupo rural que hasta entonces había sido pasivo y dócil tanto ante los grandes terratenientes como ante las autoridades gubernamentales estatales y nacionales. Éste era el que formaban los peones de la hacienda tradicional, sector de la población agraria que, desde la época colonial, estaba proporcionalmente mejor representado en el norte que en el resto del país. Pero antes de entrar en los motivos de su descontento, serán necesarias unas palabras de advertencia para disipar la idea de que la revolución mexicana fue una revolución de peones iniciada por los más pobres y en la cual pelearon los que más sufrían. Los hechos históricos no confirman esta apreciación. En el resto de este libro se hará evidente que la revolución no fue impulsada principalmente por los peones. Con algunas notables excepciones, es probable que Pablo Martínez del Río, heredero de una de las más distinguidas familias de hacendados de México, tuviera razón cuando observó que la guerra contra el hacendado casi nunca fue llevada a cabo por los habitantes de la hacienda (quienes en muchos casos se mantuvieron fieles a ella hasta el final) sino por los habitantes de los pueblos vecinos (que querían más tierra).20

Los hechos históricos tampoco confirman la idea de que la revolución se originó allí donde las privaciones espirituales y materiales de los peones eran mayores. De hecho, el norte “revolucionario” de México ofrecía a sus peones un nivel de vida notablemente superior al que tenían los peones en el sur comparativamente “no revolucionario”, en donde el sistema de “servidumbre por endeudamiento”* había degenerado hasta llegar a convertirse en una virtual esclavitud, pero en donde el estricto aislamiento y supervisión de los peones hacía extremadamente difícil organizar una revolución. En las haciendas del norte no prevaleció, durante la era de Díaz, ni la esclavitud ni el vasallaje. La servidumbre por endeudamiento, todavía muy ampliamente difundida a mediados del siglo XIX, había ido perdiendo vigencia en el norte de México y en el suroeste de los Estados Unidos gracias al desarrollo de la minería y la industria, que ofrecían oportunidades alternativas de empleo. Sólo persistía en un número limitado de haciendas en los estados de Durango, Chihuahua y Sonora. En la mayoría de las haciendas, el antiguo tipo de peón fue sustituido por un nuevo trabajador residente, altamente diferenciado y estratificado en cuanto a los derechos que podía ejercer y los salarios que podía obtener. Se desarrolló una escala social que ascendía desde los peones que aún quedaban hasta los arrendatarios ricos en algunas haciendas del estado de Chihuahua.21

En las haciendas del norte desempeñó un papel importante un grupo adicional, que sólo existía en forma muy limitada en el sur: el constituido por los vaqueros. Como es natural, la cría de ganado se convirtió en la principal industria en aquellas regiones del norte de México donde la falta de una provisión abundante de agua había impedido la expansión de la agricultura. Los vaqueros estaban bien armados y con frecuencia eran dueños de sus propios caballos; eran, de hecho, una clase privilegiada. Se les pagaba mejor que a los campesinos, muchos eran dueños de sus propias cabezas de ganado, que pastaban en las tierras de la hacienda, y sus oportunidades para ascender en la escala social eran mayores que las de los campesinos. Por cada siete u ocho campesinos había un capataz que recibía el doble del salario normal de un vaquero. Cualquiera que se quedara un tiempo suficiente en la misma hacienda tenía muchas probabilidades de llegar a esta posición.22 En términos generales, pues, la situación de los trabajadores residentes en las haciendas del norte era mejor que la de sus análogos en el resto del país, y sin embargo sus relaciones con los hacendados eran con frecuencia mucho más conflictivas.

Este antagonismo puede explicarse por el quebrantamiento de la relación patriarcal entre el peón tradicional (cuyos antepasados habían vivido en la mayoría de los casos en la misma hacienda durante siglos) y el hacendado, relación que había caracterizado tanto al norte como al centro de México durante la mayor parte del siglo XIX. Siguió caracterizando a la región central de la república incluso durante el periodo revolucionario, ya que allí muchos peones se habían convertido en una especie de empleados de confianza en las haciendas, en donde la mayoría de los trabajadores eran campesinos a quienes se había despojado de sus tierras. En Santa Ana Tenango, por ejemplo, en una hacienda morelense que pertenecía a la familia latifundista más rica del estado, los García Pimentel, la mayoría de los peones acasillados se negaron a unirse a los revolucionarios o a aceptar siquiera la tierra de las haciendas que se les otorgó durante las posteriores reformas agrarias.23 Esto no sucedía, en cambio, en el norte, ya que en vísperas de la revolución Luis Terrazas se quejaba amargamente: “Desde el principio de la situación estoy haciendo esfuerzos por armar gente de mis haciendas; pero con franqueza vuelvo a manifestar a usted que los mismos sirvientes están muy contaminados, y solamente se cuenta con un reducidísimo número que son leales. Armar a los desleales, como usted percibirá, sería enteramente contraproducente, porque se pasarían al enemigo armados y equipados”.24 Este quebrantamiento de las relaciones patriarcales en los estados del norte no se debió a ninguna falta de esfuerzo de parte de los hacendados por mantenerlas. Luis Terrazas procuraba visitar cada una de sus haciendas cuando menos una vez al año. En estas ocasiones se declaraba asueto, y los peones se formaban para darle la bienvenida y recibir los regalos que les traía. Él hacía grandes esfuerzos por recordar el nombre y la historia de cada uno de sus peones.25

Pero la transformación de la zona fronteriza tendía a viciar estos esfuerzos. En primer lugar, mantener la relación patriarcal tradicional era cada vez más difícil debido al enorme crecimiento de las propiedades de los Terrazas y demás latifundistas norteños, que hacía cada vez más problemático para los terratenientes establecer relaciones personales con cada uno de sus peones. En segundo lugar, esta relación había perdido gran parte de su sentido con la derrota de los apaches en 1884. Hasta entonces el hacendado, como el señor medieval europeo, había podido ofrecer a sus peones protección contra los ataques de los indios al darles un refugio seguro en su casco fuertemente fortificado (en el norte de México el casco de la hacienda había sido construido para servir de refugio y fortaleza) y al enviar a sus hombres a combatir a las bandas merodeadoras. Al cesar los ataques, tal protección dejó de ser necesaria. Es significativo que la única región del norte de México donde las relaciones entre los peones y los hacendados siguieron siendo estrechas —donde incluso muchos hacendados armaron a sus peones y los encabezaron, uniéndose a la revolución— fue el sur de Sonora, donde persistía el peligro de ataques por los rebeldes yaquis.26 En tercer lugar, la relación patriarcal fue debilitada por la creciente percepción de los peones de que en los ranchos de los estados vecinos de los Estados Unidos se pagaban mejores salarios y se ofrecían mejores condiciones de vida. Miles de ellos, sobre todo entre los vaqueros, se fueron a buscar trabajo en los ranchos del suroeste norteamericano. Los que regresaban a México volvían con nuevas dudas respecto a la bondad patriarcal de los hacendados mexicanos, que les pagaban una fracción de lo que recibían en los Estados Unidos.

Otro factor adicional de descontento parece haberse limitado tan sólo al caso de los peones que trabajaban en las enormes haciendas de los Terrazas, en el estado de Chihuahua. Allí, a diferencia de lo ocurrido en la, mayoría de las haciendas del norte, no habían desaparecido las restricciones a la libertad de movimiento de muchos peones, tales como la servidumbre por endeudamiento. La resistencia del viejo caudillo a romper con las formas tradicionales de servidumbre se combinaba con una singular capacidad para imponerlas. Debido a su enorme poder económico y político, Terrazas tenía los medios, compartidos por muy pocos hacendados norteños, de imponer por la fuerza un sistema cada vez más impopular de servidumbre por endeudamiento a sus trabajadores, la mayoría de los cuales lo aceptaba de mal grado.

En contraste con los peones “tradicionales” que se encontraban principalmente en Chihuahua, y en menor proporción en Sonora, comenzó a surgir un nuevo tipo de trabajador agrícola “moderno” en las haciendas, especialmente en un tercer estado norteño que había de proporcionar un sector importante del movimiento revolucionario del norte: Coahuila.

El término de “peón moderno” es quizá el más apropiado para designar a los miles de emigrantes de la región central del país, muchos de ellos campesinos despojados de sus tierras, que acudían en grandes números a las regiones norteñas de reciente explotación. La mayoría de ellos se asentaron en una zona reducida, en la cual tuvo lugar el crecimiento económico tal vez más acelerado del periodo porfirista: la zona de La Laguna en Coahuila y Durango. En sus campos algodoneros se pagaban los salarios agrícolas más altos de todo el país. Además, todas las formas de trabajo forzado, tales como la servidumbre por endeudamiento, habían prácticamente desaparecido de esta región. Hasta la tienda de raya era distinta en La Laguna de lo que era en la mayoría de las haciendas mexicanas. Se pagaba a los trabajadores en moneda y no en vales, con lo cual no se veían obligados a limitar sus compras a la tienda de la hacienda. Los hacendados, que con frecuencia cobraban precios más bajos en sus tiendas que los comerciantes vecinos, utilizaban la tienda de raya como incentivo adicional para atraer mano de obra escasa, en vez de como medio para aumentar sus ganancias o para obligar a los peones a quedarse en sus haciendas.27

A pesar de estas ventajas, la región en que se habían asentado dichos inmigrantes, especialmente La Laguna, se convirtió en abastecedora casi inagotable de tropas revolucionarias durante la década de 1910-20.28 El motivo fundamental de ello no fue primordialmente la oposición a los terratenientes locales. Al comparar su situación con la que habían tenido en el centro o en el sur de México, de donde provenían, muchos de los inmigrantes tendían a verla como positiva. Fue solamente veinte años y una generación más tarde (generación nacida ya en el norte) cuando los campesinos de La Laguna se volvieron contra los hacendados de la región.

De hecho, en la revolución de 1910-20 muchos de los peones que vivían en forma permanente en las haciendas no se rebelaron en contra sino junto con sus hacendados.29 Como los señores medievales europeos, algunos de los terratenientes de Sonora y de La Laguna llegaron a encabezar en la lucha a sus peones bien pagados y bien tratados.

Los vínculos entre los numerosos trabajadores no residentes y los hacendados eran, por supuesto, menos fuertes que los que unían con éstos a quienes residían en las haciendas en forma permanente. Los trabajadores no residentes constituían un grupo más heterogéneo desde el punto de vista social y económico pero muchos de ellos también participaron muy activamente en la revolución, a veces con los hacendados y a veces contra ellos. Para la mayoría (aunque no para todos) lo que determinó principalmente sus acciones revolucionarias no fue el hambre de tierra —esto sólo fue cierto una generación más tarde— sino la necesidad de sobrevivir. Los trabajadores temporales ganaban salarios muy altos, en comparación con los que se pagaban generalmente en México, pero estaban sujetos a una extrema inseguridad en el empleo. Sólo encontraban empleo bien pagado en los campos algodoneros durante una parte del año, y el resto del tiempo tenían que arreglárselas en otra parte. En La Laguna algunos trabajadores (llamados “eventuales”) permanecían cerca de las haciendas algodoneras e intentaban encontrar empleos ocasionales, a veces en la industria o en la minería, a veces en haciendas que producían otras cosechas.30 Otros se convertían en migratorios permanentes, alternando su trabajo en la cosecha de algodón en La Laguna con trabajos agrícolas o no agrícolas en otras regiones de México y en el suroeste de los Estados Unidos. Era una forma de vida sumamente precaria, ya que cada una de estas fuentes de empleo estaba sujeta a continuas fluctuaciones cíclicas. En promedio, cada tercer año la falta de lluvias suficientes disminuía la corriente del río Nazas y desquiciaba la producción de algodón en la región de La Laguna,31 y en ocasiones las depresiones cíclicas afectaban no sólo a la minería mexicana sino a las fuentes de trabajo industrial y agrícola en los Estados Unidos.32 Cuando ocurrían estas recesiones, los primeros en ser despedidos eran los trabajadores mexicanos. Cuando sobrevenía una de estas pérdidas de cosechas o depresiones económicas la situación se volvía muy difícil para los trabajadores migratorios. Cuando coincidían todas, como en el periodo de 1907-1910, se hacía catastrófica.33 Agravaba la situación el hecho de que muchos de estos trabajadores migratorios no tenían pueblos o conexiones familiares del tipo que ofrece la familia extensa tradicional y que ayudaban al trabajador a sobrevivir, como en el caso de los campesinos del centro y del sur del país. Era precisamente su falta de raíces y su continua movilidad lo que hacía a estos peones más proclives que los tradicionales a unirse a los ejércitos revolucionarios que luchaban lejos de su suelo natal.

Para 1910 había sólo un grupo mexicano que en resumidas cuentas se había beneficiado con la transformación de la zona fronteriza: la clase de los nuevos caudillos en Chihuahua y Sonora, que había comenzado a surgir de las cenizas de la anterior en el último cuarto dei siglo XIX.

Esta nueva clase era una amalgama de dinastías “de sangre azul” con otras advenedizas. Algunas de las más antiguas, que habían sido eliminadas del poder durante el proceso de transformación efectuado por Díaz, pudieron regresar a su antigua posición. Entre ellas la más prominente era el clan de los Terrazas, que hizo las paces con Díaz en 1903: Luis Terrazas fue vuelto a nombrar gobernador de Chihuahua, cargo en que lo sucedió su yerno, Enrique Creel y. más tarde, su hijo, Alberto Terrazas.34 Otros miembros de la nueva clase de caudillos fueron reclutados por Díaz entre las capas inferiores de la vieja estructura gobernante, en el curso de su reorganización política de la región. Entre éstos, los más prominentes eran Luis y Lorenzo Torres, militares que habían encabezado la facción adicta a Díaz en Sonora durante la victoriosa revuelta de éste en 1876; éstos habían expulsado a Ignacio Pesqueira, quien había dominado al estado durante muchos años.35

Los avances económicos de estos grupos habían sido tremendos ya desde antes de 1900. Además de sus fuentes tradicionales de ingresos, pudieron aprovechar otras completamente nuevas, abiertas por la corriente de inversiones extranjeras; el papel de intermediarios para las compañías extranjeras que iniciaban operaciones en México; la venta y explotación de tierras públicas que antes de la llegada del ferrocarril eran consideradas carentes de valor; y, sobre todo, el control del sistema de crédito en sus estados.36

Después de 1900 su preeminencia económica fue aparejada con la preeminencia política. Díaz dio a los nuevos caudillos un control casi ilimitado de sus estados y colocó a muchos de ellos en puestos importantes dentro del gobierno federal. Es este punto el poder de los nuevos caudillos excedía a los más desorbitados sueños de sus antecesores de la época anterior a Díaz. Cualquiera que quisiera tener un cargo en el gobierno, ya fuera a nivel local no sólo había sobrepasado ampliamente a la tradicional en cuanto al de poder. Cualquiera que presentara una demanda tenía que apelar a jueces nombrados por ellos. Cualquiera que necesitara crédito tenía que recurrir a bancos controlados por ellos. Cualquiera que deseaba obtener empleo en una compañía extranjera probablemente tenía que depender de su mediación. Cualquiera que perdiera sus tierras por pasar éstas a ser propiedad de una compañía deslindadora, podía culparlos a ellos. La nueva oligarquía local no sólo había sobrepasado ampliamente a la tradicional en cuanto al poder que ejercía, sino que también se liberó de las restricciones y obligaciones que habían tenido que soportar sus antecesores. No le debía respeto a la autonomía municipal, ni tenía que dar protección contra los ataques de los apaches o contra las agresiones del gobierno federal. En consecuencia, no hay por qué sorprenderse de que las oligarquías chihuahuenses y sonorenses se convirtieran rápidamente en blanco de la oposición que unificó a los grupos más diversos de la población, si bien era poco lo que los unía fuera de su odio a la omnipotente oligarquía caudillista.37

Los caudillos de Coahuila fueron una excepción. A diferencia de lo sucedido en Sonora y Chihuahua, en Coahuila no hubo ninguna alianza duradera entre la nueva oligarquía y el gobierno de Díaz. De hecho, a comienzos del nuevo siglo ambos se hallaban en conflicto abierto.

En 1885 Porfirio Díaz había enviado a un hombre de toda su confianza, el general Bernardo Reyes, a los estados del noreste de la república, Nuevo León y Coahuila, en calidad de comandante militar, con el objeto de quebrantar el poderío de los caudillos locales de suerte que su poder pudiera ser asumido por el gobierno central. En un principio Reyes tuvo éxito, pero poco después de ser nombrado gobernador de Nuevo León en 1887, se alió estrechamente con los viejos círculos oligárquicos y se convirtió en uno de los caudillos más poderosos del país.38 Cuando le dieron la cartera del Ministerio de la Guerra, en 1900, pudo aumentar el apoyo ya considerable de que gozaba en el ejército. Se convirtió en el único de los nuevos caudillos que puso en entredicho el poderío de la oligarquía financiera y política mexicana conocida popularmente como “los científicos” por haber adoptado el positivismo de Augusto Comte y el darwinismo social de Herbert Spencer.39 Las ambiciones de Reyes y de los grupos nororientales vinculados con él despertaron la desconfianza de Díaz, quien en 1903 envió al general de regreso a Nuevo León y puso fin a su papel como Ministro de la Guerra.

Pero esta relegación de ninguna manera indujo a Reyes a abandonar su ambición de llegar a gobernar el país. En 1908 hizo saber que abrigaba la esperanza de que Díaz lo incluyera en su planilla como candidato a la vicepresidencia en las elecciones de 1910. Se suponía generalmente que Díaz, en vista de su avanzada edad, no llegaría al final del periodo presidencial, y que lo sucedería quien fuera el vicepresidente. Reyes esperaba obligar a Díaz a aceptar su candidatura movilizando a importantes sectores de las clases medias y altas en su favor.

El creciente entusiasmo que una parte de las clases altas del noreste (y en menor grado también algunos hacendados sonorenses), demostraban por Reyes desembocó en una creciente hostilidad hacia ellas de parte del régimen de Díaz. Expresaba esta animadversión el hecho de que, a diferencia de las élites de Chihuahua y Sonora, algunos de cuyos representantes Díaz había aceptado en su gobierno, los ricos y poderosos comerciantes y terratenientes de la región de La Laguna quedaron excluidos totalmente del gobierno federal. Díaz dio un paso más al obligar a renunciar al gobernador Miguel Cárdenas, que tenía el apoyo de grandes grupos de hacendados en Coahuila, y al impedir la elección de otro terrateniente del mismo estado, Venustiano Carranza, respaldado por la mayor parte de la clase alta coahuilense.40

Tanto la oposición de Díaz a este grupo de la élite nororiental como el creciente resentimiento de éste contra Díaz pueden haber sido agravados por el creciente conflicto de dicho grupo con los intereses extranjeros. El mejor conocido de los enfrentamientos de este tipo, aunque no el único, fue el que afectó a la familia más rica de La Laguna (y probablemente de todo el estado de Coahuila), los Madero. (Esta familia nunca había apoyado a Reyes, pero uno de sus miembros más destacados, Francisco Madero, había intentado durante algunos años establecer una oposición política al gobierno de Díaz.) A diferencia de las familias Torres y Terrazas, la de los Madero, que era la más rica y poderosa de la región nororiental de México, jamás había cooperado armoniosamente con las compañías norteamericanas, sino que ya había ganado fama entre estas compañías por sus abiertas tácticas de enfrentamiento. A finales del siglo, Francisco Madero había formado y encabezado una coalición de hacendados laguneros para oponerse a los intentos de la compañía anglo-norteamericana Tlahualilo por monopolizar los derechos sobre el agua en esa zona enteramente dependiente de la irrigación. Cuando los Madero cultivaron guayule, sustituto del caucho, se enfrentaron a la Continental Rubber Company. Otro conflicto se desarrolló antes de 1910 debido a que los Madero poseían el único horno de fundición del norte de México que era independiente de la American Smelting and Refining Company.41

Los Madero no se hallaban solos en su rebeldía. Muchos otros miembros de la clase alta nororiental estaban interesados en los derechos sobre el agua en La Laguna, en el cultivo del guayule y en la operación independiente de hornos de fundición en el norte de México.

Sin embargo, estos factores no bastarían a explicar por qué algunos de los hacendados norteños se decidieron finalmente a rebelarse. La región nororiental de México no era la única del país en donde habían surgido conflictos entre los terratenientes y el gobierno federal. También en Yucatán se había producido un enconado conflicto de tipo parecido. En un esfuerzo por hacer subir en el mercado mundial el precio del henequén, que era su cultivo básico, los hacendados de Yucatán habían llegado a un acuerdo con el Banco Nacional de México para que éste comprara grandes cantidades de henequén que serían retiradas del mercado a fin de que la demanda rebasara la oferta e hiciera subir el precio del producto. En vez de respetar este acuerdo, el banco, bajo la fuerte influencia del secretario de Fomento de México, Olegario Molina, quien mantenía estrechas ligas con el mayor comprador de henequén en el país, la International Harvester Company, puso súbitamente a la venta en el mercado todo el henequén que tenía almacenado. Hubo, en consecuencia, una caída sin precedentes del precio del henequén que casi arruinó a muchos hacendados. Pero por descontentos que estuvieran con la política del gobierno central del país, los hacendados jamás hubieran pensado en llamar a los campesinos a levantarse contra el gobierno federal. Les tenían un miedo mortal, pensando que sus peones, que vivían en condiciones muy próximas a la esclavitud y que habían sido despojados de una gran parte de sus tierras por los hacendados, los convertirían en el primer blanco de cualquier rebelión.42

En cambio, los hacendados revolucionarios de Coahuila, la mayoría de los cuales estaban situados en la zona de La Laguna, no tenían semejante temor. La mayor parte de las tierras de La Laguna habían estado deshabitadas antes de que los hacendados las explotaran. A diferencia de sus análogos de Yucatán, no tenían que enfrentarse a una masa de campesinos a quienes habían despojado de sus tierras. En vista del hecho de que los peones que trabajaban en sus haciendas recibían los salarios más altos y gozaban de la mayor libertad en todo el campo mexicano, había surgido un nuevo tipo de relación paternalista entre los terratenientes y los peones. Los primeros se esforzaban por fortalecer esta relación proporcionando escuelas y servicios médicos a sus trabajadores. Algunos de los más ilustrados, como Francisco Madero, incluso extendían estos servicios a los peones temporales, ganándose así su lealtad.43

A la larga, la confianza de los hacendados en la pasividad y lealtad de sus peones resultó ser completamente infundada. En la década de 1930, la segunda y tercera generación de peones laguneros organizaron el movimiento campesino más militante de México, y en consecuencia la reforma agraria más radical que hubo en México en esta década se llevó a cabo en La Laguna. Sin embargo, durante el periodo de 1910-20, y con algunas excepciones importantes, el optimismo del hacendado no resultó injustificado. En vez de rebelarse contra los hacendados, la mayoría de los peones de La Laguna prefirió unirse con ellos para rebelarse contra el gobierno federal. Por lo tanto, la clase alta nororiental, además de tener poderosos motivos para rebelarse, tenía un singular tipo de apoyo masivo que le permitía hacerlo.

CARACTERÍSTICAS DE LA ZONA FRONTERIZA DEL NORTE DE MÉXICO

Tales desarrollos desiguales nos plantean dos preguntas obvias: ¿ Por qué se convirtió el norte en el baluarte de la revolución mexicana, del cual surgieron tanto sus dirigentes como sus ejércitos victoriosos? ¿Por qué, entre todas las regiones fronterizas de reciente desarrollo en el continente americano fue la del norte de México prácticamente la única en donde tuvo lugar un victorioso movimiento revolucionario en gran escala?

La respuesta a la primera pregunta está, obviamente, ligada a la transformación económica tremendamente acelerada, y en gran parte inducida desde el extranjero, que tuvo lugar en el norte de México y que condujo a un grave desajuste económico y social en gran escala. Pero el norte de México no fue la única región que sufrió semejante cambio y desajuste. El crecimiento acelerado ligado a desajustes económicos y sociales se dio también en otras regiones, tales como Morelos, Veracruz y Yucatán. En todas estas regiones surgieron, efectivamente, movimientos sociales que buscaban un cambio radical, aunque no al mismo tiempo: la rebelión zapatista estalló en Morelos en 1910, pero en Veracruz y Yucatán estos movimientos no alcanzaron su apogeo hasta la década de 1920.

Lo que distinguió a la revolución en el norte de México de aquellos otros movimientos fue la diversidad de las clases y estratos sociales que se unieron a la revolución y la mayor facilidad que tuvieron los revolucionarios norteños para conseguir armas.

La característica singular de la región del norte consistió en que importantes porciones de todas las clases sociales participaron en la revolución. Fue la única parte del país, por ejemplo, que contó con un estrato relativamente numeroso de hacendados revolucionarios cuyo apoyo a los movimientos políticos contrarios a Díaz los llevó a aliarse con las clases medias, e incluso las bajas, de la sociedad.

Una clase media insatisfecha que resentía el hecho de que estaba excluida del poder político, de que parecía recoger sólo las migajas del auge económico mexicano y de que los extranjeros estaban desempeñando un papel cada vez más importante en la estructura económica y social del país, existía en la mayor parte de México. Sin embargo, en ninguna otra región había crecido esta clase media con tanta rapidez como en el norte, y en ninguna otra había sufrido tantas pérdidas en un lapso tan breve. No sólo afectaron profundamente a la clase media norteña las crisis cíclicas de 1907, que golpearon más fuertemente al norte que a ninguna otra región de México, sino que este grupo sufrió también las mayores pérdidas políticas. En el siglo XIX, debido al aislamiento de los estados fronterizos, había gozado de cierto grado de autonomía municipal y regional, sin igual en el resto de México. Al extenderse el poder del gobierno federal al norte del país, esta clase perdió la mayor parte de estos derechos tradicionales.

En un principio estas pérdidas se vieron compensadas por dos ventajas que les ofreció el régimen de Díaz: una de ellas fue el crecimiento económico acelerado y la construcción de ferrocarriles, que beneficiaron a muchos de ellos. La otra fue la introducción de lo que podríamos llamar un sistema bipartidista en algunos de los estados del norte. En Chihuahua, por ejemplo, después de su llegada a la presidencia, Díaz había eliminado del poder a la oligarquía tradicional e impuesto a sus propios hombres. Pero el presidente no era lo suficientemente fuerte para evitar que el viejo grupo gobernante formara su propio partido político y desafiara a los nuevos gobernantes del estado. El conflicto resultante movió a ambos bandos a buscar la ayuda y el apoyo de las clases medias, que ganaron así cierto grado de fuerza política y económica.

Cuando Díaz, en un profundo viraje político a comienzos del nuevo siglo, dio a estas oligarquías el control total dentro de sus propios estados, puso fin al sistema bipartidista y excluyó completamente a grandes sectores de las clases medias del poder político. Al mismo tiempo, la situación económica de éstas empeoró drásticamente. Los golpearon en primer lugar la inflación y los impuestos crecientes, y luego muchos de ellos fueron arruinados por la crisis cíclica de 1907-10, que afectó más al norte que a ninguna otra región del país.

Esta misma crisis afectó a la clase obrera industrial del norte en un grado sin precedentes dentro de su experiencia y sin paralelo en el resto de México. Con la posible excepción de la capital mexicana, era en el norte del país donde había mayor número de desempleados en vísperas de la revolución.

La población agrícola del norte de México también presentaba una serie de características que la distinguía profundamente de la del resto de México. La primera de estas características era su heterogeneidad. Había cuando menos cinco grupos muy claramente delimitados en las zonas rurales del norte y dentro de ellos numerosos subgrupos. Esta población rural se componía fundamentalmente de los ex-colonos militares, los miembros de tribus indígenas, los peones tradicionales, los vaqueros, y un proletariado “moderno” semiagrícola y semindustrial.

Debido a las luchas contra los apaches, tenían una mayor tradición guerrera y más armas a su disposición que los campesinos de cualquier otra parte del país. Debido a que tantos de ellos trabajaban en la industria y en la minería, eran muchos más los campesinos norteños que tenían vínculos con la población no agrícola que en ninguna otra parte de México. Un sector muy numeroso de los habitantes del campo del norte de la república, los vaqueros y los trabajadores migratorios, no tenían lazos fuertes de tipo tradicional con ninguna comunidad específica.

Estos tres factores propiciaban, obviamente, su ingreso en los ejércitos revolucionarios.

Sin embargo, el primer factor, o sea su heterogeneidad, podía, como en muchas otras partes del mundo, convertirse en un obstáculo a la actividad revolucionaria. No fue así mientras grandes segmentos de los revolucionarios no campesinos, con los cuales muchos campesinos tenían vínculos estrechos, estuvieron unidos en sus esfuerzos. Una vez que estos grupos comenzaron a disgregarse, los campesinos norteños los siguieron y, a diferencia de la población rural de Morelos, fueron incapaces de organizar un movimiento agrario autónomo.

Hay que añadir a todas estas características, que distinguían a la mayoría de las clases sociales del norte de las del resto de México, una tradición de colaboración entre todas las clases de la sociedad, nacida durante las guerras contra los apaches y que se renovó durante la revolución. Si bien se produjeron levantamientos de campesinos, de obreros y de miembros de las clases medias en distintas partes de México, fue sólo en el norte donde todos pudieron unirse entre sí y combinar sus fuerzas con las de un grupo de hacendados revolucionarios.

El último elemento necesario para transformar el descontento de casi todos los sectores y clases de la sociedad fronteriza en actividad revolucionaria, fue la proximidad con los Estados Unidos.

La transformación de la zona en una auténtica frontera hizo más que transformar a los colonos fronterizos en revolucionarios. También les dio los medios para llevar a cabo la revolución. La cercanía con los Estados Unidos les permitió resolver con facilidad el eterno problema de todos los revolucionarios: la obtención de armas. A pesar de sus leyes de neutralidad, los Estados Unidos fueron utilizados como un santuario por los revolucionarios que preparaban su movimiento en México. Las consecuencias ideológicas de la simbiosis económica entre la zona fronteriza mexicana y el suroeste norteamericano fueron tan extrañas como las prácticas. Un nacionalismo antinorteamericano muy exacerbado se combinó con el deseo de las clases medias y trabajadoras mexicanas de obtener derechos y libertades de los cuales gozaban sus homólogos en los Estados Unidos.

Todos estos elementos nos dan una explicación de por qué el norte mexicano desempeñó un papel tan distinto del resto del país durante la revolución. También ayuda a explicar por qué el norte mexicano fue la única región fronteriza latinoamericana de reciente colonización que se convirtió en centro de actividad revolucionaria en gran escala.

Ninguna de las vastas regiones fronterizas en proceso de desarrollo en América del Sur tenía el fácil acceso a armas que tenía el norte de México. Debido a que la zona fronteriza mexicana era contigua a uno de los países más desarrollados del mundo, el crecimiento económico fue más acelerado y unilateral y produjo más desajustes que en ninguna otra zona latinoamericana recién abierta a la explotación.

Había también allí una corriente muy singular de inmigración extranjera. Los inmigrantes fueron importantes para el desarrollo de muchas regiones fronterizas recién pobladas de América Latina. Así, por ejemplo, los alemanes que trabajaban principalmente como agricultores desempeñaron un papel importante en el crecimiento y desarrollo del sur del Brasil y el sur de Chile. Pero siempre estuvieron subordinados a las autoridades nacionales. Debido a la vecindad del norte mexicano con los Estados Unidos, los inmigrantes norteamericanos solían ser más ricos y mucho más privilegiados y poderosos que los inmigrantes que llegaron a poblar regiones fronterizas sudamericanas en proceso de colonización. Los norteamericanos traían con ellos, además, el espectro de la anexión al poderoso vecino del norte y provocaron por lo mismo un grado de resentimiento nacionalista mucho mayor que en las regiones fronterizas de América del Sur.

La integración extremadamente rápida del norte de México a la estructura política del régimen de Díaz y a la economía norteamericana excluyó súbitamente a las clases medias y bajas del acceso a sus vastos recursos territoriales. Su resentimiento se intensificó por el hecho de que muchas de estas tierras seguían prácticamente despobladas y muchas veces no eran cultivadas sino utilizadas principalmente con fines de especulación. Estos procesos debilitaron al mismo tiempo al escaso campesinado libre que se había podido desarrollar en el norte de México en los días en que ésta era una zona abierta a la colonización. La desaparición del campesinado libre condujo a la desaparición concomitante de una serie de instituciones democráticas que eran producto de un siglo de evolución en la región fronteriza del norte mexicano. Estos cambios políticos afectaban a su vez a todos los pobladores, fueran o no campesinos.

LA RIVALIDAD ENTRE EUROPA Y LOS ESTADOS UNIDOS

El régimen de Díaz no fue derrocado únicamente por las múltiples fuerzas cuya hostilidad suscitó dentro de México, sino también debido a las muy poderosas fuerzas cuya oposición despertó fuera del país: las de importantes grupos económicos en los Estados Unidos. En su esfuerzo por detener lo que llegó a considerar como una invasión de inversionistas norteamericanos, Díaz comenzó a volverse hacia las potencias europeas, invitándolas a invertir en su país y a desafiar en él la supremacía norteamericana. Cuando esta invitación fue atendida se convirtió en uno de los principales escenarios de la rivalidad europeo-norteamericana en América Latina.

Si Díaz esperaba fortalecer su propia autoridad al desafiar la influencia norteamericana, cometió un gran error de cálculo. Los intereses norteamericanos, al sentirse agredidos, le retiraron su apoyo y comenzaron a buscar un aliado más amable entre sus enemigos. Al provocar el resentimiento norteamericano antes de obtener apoyo suficiente entre los europeos para contrarrestar sus efectos negativos, Díaz puso en marcha otro proceso que a la larga le costaría caro.

La posición de Díaz frente a los Estados Unidos no siempre había sido renuente a la colaboración. Después de un agudo conflicto en torno al derecho de las tropas norteamericanas a cruzar la frontera mexicana para perseguir a bandidos e indios nómadas, que se produjo a principios de su régimen, Díaz se había comportado con notoria benevolencia hacia las inversiones norteamericanas en México. Su actitud cambió cuando se fue dando cuenta cada vez más claramente de la actitud propietaria que los hombres de negocios norteamericanos, convencidos de su propio “destino manifiesto”, habían llegado a adoptar hacia su país. Esta actitud fue expresada sucintamente por James Speyer, cuyo banco era uno de los principales inversionistas en México, en una conversación que tuvo con el embajador alemán en México: “En los Estados Unidos —dijo Speyer— existe la convicción generalizada de que México ya no es sino una dependencia de la economía norteamericana, de la misma manera que toda la región desde la frontera de México hasta el canal de Panamá es vista como parte de América del Norte”.44

La actitud de Díaz, que ya empezaba a modificarse, fue afectada más profundamente por la victoria norteamericana en la guerra contra España en 1898, por la subsiguiente política del “gran garrote”, y por las múltiples intervenciones norteamericanas en Panamá, Haití y Cuba. Pero lo que más contribuyó a transformar su actitud fue el cambio operado en la naturaleza de las compañías norteamericanas que empezaron a entrar entonces en México. Éstas ya no eran las empresas medianas que habían predominado hasta fines del siglo, sino más bien los grandes trusts que, al tiempo que iban apareciendo en los Estados Unidos, llegaban a hacerse de un lugar en el escenario mexicano. Eran las grandes empresas, tales como la Mexican Petroleum Company, que tenía estrechas ligas con la Standard Oil, las que dominaban cada vez más el campo de los negocios.

El mismo Díaz manifestó su alarma ante esta invasión monopólica en varias ocasiones. En 1908, por ejemplo, le expresó a Edward Doheny, director de la Mexican Petroleum, el temor de que esa compañía cayera en manos de la Standard Oil, y obligó a Doheny a prometerle que le informaría con anticipación sobre cualquier plan para la fusión de ambas compañías.45 Ésta no era la primera vez que Díaz expresaba su preocupación. “El gobierno mexicano ha tomado ya formalmente una posición contraria a los trusts formados con capital norteamericano”, informaba a sus superiores el ministro de Austria en México. Y luego añadía: “Ha aparecido una serie de artículos en periódicos semioficiales en que se señala el creciente peligro que representan para los productores mexicanos las actividades intensivas de los trusts. Los productores mexicanos pronto serán esclavos de los mercados financieros norteamericanos. El desarrollo económico del país está creando una dependencia respecto de la poderosa Unión del Norte, y las consecuencias políticas de semejante dependencia son evidentes”.46 El representante francés indicó a su vez, en una carta al ministro de Asuntos Extranjeros de Francia, Delcassé, lo palpable y contagiosa que se estaba haciendo la preocupación del gobierno mexicano respecto de los trusts norteamericanos: “Nos conviene tan poco a nosotros permanecer indiferentes ante estas actividades —insistió—, como a los gobernantes mexicanos, preocupados por la independencia de su país”.47

Toda la élite gobernante mexicana comenzó a contagiarse de esta alarma. Después de todo, los “científicos” nunca habían visto con buenos ojos el predominio norteamericano en la actividad inversionista. En primer lugar porque tenían ligas tradicionales más estrechas con los círculos financieros europeos que con los norteamericanos. En segundo lugar, y esto era más importante, porque las compañías europeas, menos sólidamente establecidas, solían aceptar de mejor grado sus propuestas que las norteamericanas, y con frecuencia aceptaban como socio a un “científico” cuando las compañías norteamericanas se habían negado a ello. En tercer lugar, y esto era lo más importante de todo, el predominio norteamericano era incompatible con el concepto que tenían los “científicos” de lo que debía ser el desarrollo económico de México.

El ministro alemán en México, Feiherr von Wangenheim, expresó esto con gran claridad en un informe a sus superiores sobre las metas y la organización de la élite “cosmopolita” (es decir, los “científicos”) :

En opinión de ellos el futuro político del país depende enteramente del desarrollo de la economía. Sin embargo, para lograrlo, el país requiere ayuda del extranjero, incluidos los Estados Unidos. México está, pues, destinado a convertirse cada vez más en un campo de actividad para las empresas capitalistas de todos los países. Sin embargo, los cosmopolitas, aunque parezca paradójico, ven precisamente en esta dependencia económica la garantía de su independencia política, ya que dan por supuesto que los grandes intereses europeos que inviertan aquí constituirán un contrapeso al apetito anexionista norteamericano, y prepararán el camino para la completa internacionalización y neutralización de México. Tras bambalinas, pero encabezando al grupo de los cosmopolitas, está el señor Limantour, ministro de Hacienda. Sus aliados son los altos círculos financieros, así como altos funcionarios gubernamentales que tienen participación o intereses en compañías nacionales y extranjeras, senadores y diputados y, finalmente, los representantes locales del capital europeo invertido en México.48

En un esfuerzo por garantizar la neutralidad e independencia del “campo de lucha” mexicano, los científicos se volvieron con diverso éxito hacia Francia, Alemania, Gran Bretaña e incluso, después de 1905, el Japón. El 28 de abril de 1901 el ministro francés informó acerca de una conversación que había tenido con el presidente de la Cámara de Diputados de México, José López Portillo y Rojas:

[López Portillo] habló largamente de los serios esfuerzos que en los últimos años habían llevado a cabo los Estados Unidos por realizar una invasión general de México con capital, industria y ferrocarriles norteamericanos. “No cabe duda de que no podemos responder a esta invasión en forma extremista, ya que los Estados Unidos han contribuido al desarrollo de nuestro país y siguen haciéndolo, y contribuirán aún más en el futuro. Debemos mantener a tan poderoso vecino en un estado de ánimo favorable y evitar cualquier cosa que provoque su enemistad. Por otra parte, tenemos el derecho y también el deber de buscar en otras partes un contrapeso a la influencia continuamente creciente de nuestro poderoso vecino. Debemos volvernos hacia otros círculos, de los cuales podamos obtener apoyo en ciertas circunstancias, para preservar nuestra independencia industrial y comercial. Ese contrapeso sólo podremos encontrarlo en el capital europeo, y sobre todo en el francés”. El señor López Portillo resumió así la opinión que me expresaron muchos dirigentes que no están hipnotizados por el poderío norteamericano y se sienten preocupados por los intentos norteamericanos de controlar la vida económica de México.

Y el representante francés le recordó a su propio ministro de Asuntos Extranjeros que: “Debemos apoyar con todo nuestro poder los esfuerzos de los mexicanos por lograr financiamiento francés para compañías mexicanas importantes que, sin nuestra ayuda, serían pronto dominadas o adquiridas por los norteamericanos”.49

Sin embargo, la influencia francesa en México nunca fue un contrapeso importante a la norteamericana. Las inversiones de capital francés en México se destinaron predominantemente a la deuda pública y el resto al sistema bancario y a la industria. En estas áreas la influencia francesa constituyó en efecto un obstáculo a la expansión norteamericana. Pero en las áreas decisivas de ferrocarriles y materias primas la influencia francesa tuvo poca importancia y no pudo enfrentarse en absoluto a la presencia norteamericana. La parte que del comercio correspondía a los franceses también era mínima.

Se puede decir lo mismo respecto al papel económico de Alemania durante el porfiriato, con una importante diferencia. Los alemanes habían invertido mucho en la deuda pública mexicana, sólo un poco en el sector de materias primas, y algo más en el de ferrocarriles. El único campo de la economía mexicana en el cual Alemania había incursionado en forma importante, tal vez incluso espectacular, había sido el comercio. Hacia 1910 las importaciones alemanas sólo cedían el primer lugar en volumen a las norteamericanas, aunque todavía se quedaban muy atrás; mientras que el 55% de todos los productos importados a México provenía de los Estados Unidos, sólo el 12.3% provenía de Alemania.50 La importancia de la presencia económica alemana en México no se debió a que constituyera un contrapeso de algún tipo a la influencia norteamericana, sino a las bases que sentó para su posterior participación, mucho más importante, durante el periodo revolucionario (véase el capítulo 2).

La única potencia que desafiaba seriamente el predominio norteamericano en México era la Gran Bretaña. Su interés económico y su presencia en este país tenían una larga historia. Principal inversionista y socio comercial de México durante la mayor parte del siglo XIX, había sido desplazada de ese puesto por los Estados Unidos después que se construyeron los ferrocarriles que enlazaron a México con su vecino del norte. Durante algún tiempo los británicos parecieron incluso resignados a perder su influencia y el ministro alemán en México informó a su gobierno que corrían rumores según los cuales la Gran Bretaña estaba considerando seriamente cerrar su consulado en la ciudad de México y concentrar todos sus esfuerzos en el intento de retener su supremacía en América del Sur. Sin embargo, esta tendencia se invirtió hacia 1900 con el descubrimiento en México de grandes depósitos de petróleo y con el ascenso vertiginoso de una de las mayores compañías británicas que había en México, la Pearson Trust, relacionado precisamente con el auge del petróleo mexicano.51

Weetman Pearson, quien más tarde sería Lord Cowdray, fue por primera vez a México en 1889 como director de una compañía constructora británica. Realizó en México extensas obras de irrigación y construcción de puertos y llegó a una posición de gran importancia cuando su compañía compró y reconstruyó el Ferrocarril de Tehuantepec, que antes de la construcción del Canal de Panamá representaba un enlace estratégico y económico crucial entre ambas costas del continente americano. Pero la verdadera importancia de Pearson reside en el hecho de que fundó la que llegó a ser la mayor productora de petróleo en México, El Águila Oil Company, que para 1910 controlaba el 58% de la producción petrolera del país.52 Posteriormente esta compañía adquirió una crucial importancia para el imperio británico, ya que su flota estaba justamente entonces sustituyendo el carbón por el petróleo como su combustible principal y sus propias reservas no le bastaban para satisfacer sus crecientes necesidades de petróleo. La compañía de Pearson también llegó a ser de decisiva importancia para México cuando Díaz decidió convertirla en la punta de lanza de su campaña para limitar la influencia norteamericana e incrementar la de sus competidores europeos.53

Los esfuerzos de Díaz se concentraron primordialmente en el monopolio norteamericano de los ferrocarriles, un caso de predominio norteamericano que los mexicanos resentían muy especialmente. A principios del siglo xx la mayor parte de la red ferroviaria mexicana estaba en manos de dos compañías: la Standard Oil y la casa bancaria norteamericana de Speyer. En una conversación sostenida con el ministro alemán en 1903, Díaz ya había expresado su temor de que “México llegara a encontrarse en la misma situación que los Estados Unidos, donde las compañías ferroviarias han demostrado repetidas veces que tienen más poder que el gobierno”.54 El propio ministro alemán, Heyking, expresó también temores similares: “Incluso desde el punto de vista estrictamente económico, parecería problemático dejar cuatro de las vías de comunicación de México con el resto del mundo en manos de dos compañías norteamericanas, cuando hay que tomar en cuenta la probabilidad de que estas dos compañías, cansadas de la competencia, podrían unirse o fusionarse para explotar las tarifas de fletes y monopolizar todo el tráfico”. Y siguió diciendo: “Ya la Standard Oil Company, después de comprar el ferrocarril que une a Tampico con Monterrey, está cobrando fletes tan altos que el petróleo que se ha descubierto recientemente cerca de Tampico no se puede transportar por tren. Puesto que la Standard Oil también controla las líneas navieras que conectan a Nueva York y Nueva Orleans con Veracruz, debe temerse que esta compañía, junto con el consorcio Speyer, intente desviar todo el tráfico mexicano hacia los Estados Unidos sobre la base de las tarifas que han establecido, interrumpiendo así el comercio mexicano con Europa”.55 Su sucesor en el cargo, Wangenheim, opinó en el mismo sentido: “De esta manera, las tarifas ferroviarias mexicanas dependen por completo del gran capital norteamericano, y las consecuencias efectivas de esto es que estas tarifas se ajustan a lo que conviene a los intereses norteamericanos. En consecuencia, para subsidiar este sistema, las tarifas que se cobran por todos los embarques en el interior de la república son tan superiores a las que se cobran por las importaciones, que los productos nacionales no pueden competir con los norteamericanos debido a los costos de transporte. En otras palabras, los ferrocarriles están, en efecto, promoviendo el comercio, a saber, el comercio norteamericano, pero impidiendo al mismo tiempo que se desarrolle la industria nacional”.56 El cónsul alemán en Chihuahua se quejaba de los efectos que tenía el trato preferencial para los productos norteamericanos a expensas de los europeos en los ferrocarriles mexicanos: “Si ya es extremadamente difícil para el hombre de negocios alemán obtener un margen mínimo para los productos alemanes en la frontera con los Estados Unidos, llegará a ser prácticamente imposible para él competir con los productos norteamericanos si se sostienen las actuales tarifas ferroviarias para el transporte de carga”.57

Cada vez resultaba más evidente para el gobierno mexicano que su deseo de orientar más hacia Europa su política comercial jamás tendría éxito sino hasta que se rompiera el control norteamericano sobre los ferrocarriles. Mediante una serie de manipulaciones financieras se formó, en 1907-1908, una nueva compañía, la de los Ferrocarriles Nacionales de México, obteniendo así el gobierno mexicano el control de la mayoría de las vías férreas. Los puestos más importantes en la junta de directores de esta nueva compañía les fueron confiados a algunos de los más altos miembros del Pearson Trust.58

Con la bendición de Díaz, pero probablemente por iniciativa de la Pearson Trust, Ferrocarriles Nacionales de México tomó entonces su medida más antinorteamericana: canceló inmediatamente un contrato que sus antecesores habían firmado con la Mexican Petroleum Company, de propiedad norteamericana, para que le abasteciera de petróleo.59 Sin embargo, en todas las demás áreas, Ferrocarriles Nacionales procedió con cautela. De hecho, algunas medidas destinadas a debilitar la influencia norteamericana sobre los ferrocarriles parecen no haber sido llevadas a la práctica. En 1909 la compañía decidió disolver el monopolio norteamericano sobre la venta de equipo ferroviario, pero, en la práctica, poco fue lo que cambió.60 En 1911 se anunciaron cambios de precio que favorecían a los productores europeos, pero no se puede determinar con certeza si de hecho se introdujeron las nuevas tarifas.61 La junta de directores de la nueva compañía solicitó que los empleados norteamericanos aprendieran español, pero después de una protesta del embajador norteamericano se hizo caso omiso de esta disposición.62 En forma por demás característica, las tremendas posibilidades que se ofrecían de consolidar la independencia económica mexicana mediante la “nacionalización” de los ferrocarriles, jamás fueron aprovechadas por el gobierno de Porfirio Díaz.

El principal beneficiario del nuevo control mexicano de los ferrocarriles fue el Pearson Trust; la principal perdedora fue la Standard Oil. Mientras que algunas compañías norteamericanas apenas fueron afectadas por los nuevos acontecimientos, otras llegaron incluso a aprovechar el hecho de que se hubiera evitado una súbita alza en los fletes, pero la Standard Oil definitivamente había perdido ante el Pearson Trust. A este último le daba ahora el gobierno mexicano una marcada preferencia respecto de la Standard Oil y de todas las demás compañías petroleras. Se le otorgaron grandes concesiones de tierras propiedad del gobierno en los estados de Veracruz, San Luis Potosí, Chiapas, Tamaulipas y Tabasco, excluyendo de las mismas a todas las demás compañías petroleras. Como resultado inicial de estas medidas, Pearson obtuvo importantes contratos para abastecer a Ferrocarriles Nacionales. La fundación en 1908 de una nueva compañía petrolera, la Compañía Mexicana de Petróleos El Águila, fue una nueva prueba de las fuertes ligas que unían a Pearson con el gobierno mexicano. Entre los socios de esta compañía, a la cual se traspasaron todas las propiedades y bienes petroleros del Pearson Trust, se contaban Pearson y algunos de los principales “científicos”, tales como el ministro de Relaciones Exteriores, Enrique Creel, y el hijo de Porfirio Díaz.63

Todo esto produjo, como era de preverse, un creciente resentimiento de parte de los norteamericanos, que fue exacerbado por el hecho de que México, entre 1905 y 1911, empezó a convertirse en un país petrolero de primera línea. En 1910 era el séptimo productor de petróleo en el mundo (3 352 807 barriles) ; al año siguiente la producción se cuadruplicó con creces (14 051 643 barriles), con lo cual México pasó a ser el tercer productor mundial de petróleo. Algunos observadores estaban convencidos de que las mayores reservas del mundo estaban situadas en México.64 En vista de oportunidades tan vastas, los intereses comerciales norteamericanos en México estaban cada vez menos dispuestos a tolerar la colaboración antinorteamericana del gobierno mexicano con el Pearson Trust, y muy pronto prevaleció la opinión de que la única manera de ponerle punto final a esa colaboración era mediante un cambio de gobierno en México.

LA DEBILIDAD DEL EJÉRCITO MEXICANO

Otra característica que diferenciaba al México porfiriano de la mayoría de los grandes países sudamericanos tales como el Brasil, la Argentina, Chile o el Perú, y que podría ayudar a explicar no tanto el estallido de los movimientos revolucionarios como su victoria, era la relativa debilidad y aun el atraso del ejército mexicano. Las fuerzas armadas porfirianas fueron uno de los pocos ejércitos latinoamericanos derrotados por tropas revolucionarias en una guerra convencional y de guerrillas.

A diferencia de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, el México porfiriano hizo muy poco por modernizar su ejército. Aunque se estableció una academia militar moderna que adiestró a algunos buenos oficiales, se seguía reclutando a los soldados mediante el sistema de leva, o sea el reclutamiento forzoso de los elementos más pobres y renuentes de la sociedad por un ejército en donde se les sometía a las peores condiciones posibles. A diferencia de los países sudamericanos, México no importó instructores extranjeros para que enseñaran técnicas modernas de organización y de combate. De hecho, Díaz redujo constantemente la parte del presupuesto que correspondía al sector militar.65 En vista de la larga historia de pronunciamientos militares temía, evidentemente, más al ejército que a los levantamientos populares (que, con excepción de la revolución de independencia de 1810, jamás tuvieron alcance nacional en México), y sentía que un ejército relativamente débil era lo suficientemente fuerte para sofocar las rebeliones locales.

Tales temores y actitudes no se restringían a México. Muchos países sudamericanos tenían una historia parecida de golpes militares. Pero, a diferencia de México, esos países se enfrentaban a la posibilidad de que estallaran guerras con países vecinos. La Argentina, el Brasil y el Uruguay habían tenido una larga y sangrienta guerra con el Paraguay, en la que este último país perdió la mayor parte de su territorio. En la guerra del Pacífico, Chile se había apropiado partes importantes de Bolivia y el Perú. Existía una rivalidad permanente entre la Argentina y el Brasil. Chile y la Argentina tenían disputas territoriales. En cambio México no temía el ataque de ningún país latinoamericano. Sus vecinos centroamericanos eran repúblicas tan pequeñas y divididas que jamás podrían amenazar a México.

En el siglo XIX México había sido víctima de dos agresiones extranjeras: la guerra con los Estados Unidos y el desafortunado intento de Napoleón III y Maximiliano por conquistar México. Después de la derrota de Maximiliano y el establecimiento de relaciones excelentes con el viejo continente, la posibilidad de un ataque europeo quedó descartada. Sólo quedaba, pues, un peligro potencial: los Estados Unidos.

Como he señalado, cabe poca duda de que Porfirio Díaz y los “científicos” no sólo estaban conscientes del peligro potencial que representaban los Estados Unidos para la independencia de México, sino que les preocupaba muchísimo. Lo que no creían ni Porfirio Díaz ni la oligarquía reinante era que fortalecer al ejército fuera la mejor manera de contrarrestar ese peligro. Muchos de los dirigentes mexicanos daban por supuesto que había dos circunstancias que podrían conducir a una intervención norteamericana en su país: conflictos internos que pusieran en peligro las inversiones norteamericanas o la idea norteamericana de que México podría representar un peligro por comprometerse demasiado con una potencia extranjera.

Un ejército fuerte podría aumentar el riesgo de golpes militares y guerras civiles, precipitando así en vez de alejar el peligro de una intervención norteamericana.

El tipo de modernización que requería un ejército fuerte habría exigido la presencia de instructores europeos y estrechos vínculos con potencias europeas. Tales vínculos militares habrían suscitado fácilmente las sospechas norteamericanas.

Para Porfirio Díaz y los “científicos” la mejor manera de limitar la influencia y evitar la intervención norteamericana en México era la penetración económica mas no militar, de Europa en su país. Serían las potencias europeas y no las fuerzas armadas mexicanas quienes disuadirían con mayor eficacia a los Estados Unidos de cualquier intervención.

Si se suma a estas consideraciones el hecho de que el único desafío serio a la oligarquía gobernante en México antes de la revolución provenía supuestamente del sector militar, es fácil comprender el abandono en que el grupo gobernante tenía a las fuerzas armadas.

Porfirio Díaz había tratado de compensar esta debilidad del ejército y oponerle al mismo tiempo un contrapeso, estableciendo una fuerza policiaca nacional profesional y bien organizada: los rurales.

A diferencia de los soldados regulares, que provenían de las capas inferiores de la sociedad y eran reclutados forzosamente por muchos años y en condiciones pésimas, los rurales eran profesionales bien pagados. Muchos de ellos eran ex-bandidos. Eran las tropas más eficientes con que contaba México, pero sólo sumaban unos cuantos miles de hombres, número demasiado reducido para compensar las deficiencias del ejército.66

MÉXICO EN VÍSPERAS DE LA REVOLUCIÓN

La creciente oposicio;n al régimen porfiriano que surgió a todo lo largo del espectro social después de iniciarse el siglo xx, especialmente en los estados del norte de la república, engendró movimientos de oposición a nivel nacional por primera vez desde el establecimiento de la dictadura de Díaz. El más radical de estos movimientos fue el Partido Liberal, encabezado por los hermanos Flores Magón. Éste fue fundado en 1902 por un grupo de intelectuales de fuerte tendencia anarcosindicalista. Perseguidos por las autoridades, los principales dirigentes fueron obligados a ocultarse y finalmente huir a los Estados Unidos en donde establecieron una junta revolucionaria en la ciudad de Saint Louis.67

El Partido Liberal se pronunció por el derrocamiento de Díaz y desempeñó un importante papel en la organización de huelgas y de varios levantamientos abortados contra el régimen. Llegó a tener cierta influencia entre los intelectuales, miembros de la clase media y obreros. Aunque estaba prohibida la circulación de su periódico, Regeneración,éste tenía más de 25 000 lectores. La mayor debilidad de este partido fue que nunca logró ejercer una influencia importante en el campesinado.

Lo mismo puede afirmarse del Partido Democrático, otro movimiento de oposición que surgió en el mismo periodo. A diferencia del Partido Liberal, éste no hacía ningún esfuerzo por movilizar a los campesinos y era, en lo esencial, el partido de aquellos miembros de las clases altas mexicanas que estaban fuera del poder. No postulaba ningún cambio de importancia en las relaciones socioeconómicas y políticas existentes. Su principal objetivo era sustituir al anciano Díaz con su propio dirigente, Bernardo Reyes, y romper el monopolio que sobre el poder ejercía la oligarquía agrupada alrededor de Díaz, o sea los “científicos”. Con este fin se demandaba un mayor grado de democracia y una participación más amplia en la vida política. También se advertían en él ciertos rasgos de nacionalismo antinorteamericano. Mediante esta política, el movimiento reyista intentaba unificar la oposición de la clase alta con la de los grupos descontentos de la clase media.68

El surgimiento de estos partidos políticos no era de ninguna manera el único indicio de la creciente oposicio;n al régimen de Díaz después de 1900, cuya manifestación más dramática fueron dos huelgas, una en Río Blanco, en 1906, y la otra en Cananea, en 1907; la feroz represión gubernamental que se desató contra los huelguistas intensificó enormemente el descontento popular.

En la fábrica de textiles de Río Blanco, en la región central de México, los obreros tuvieron choques sangrientos con los dueños de las fábricas, quienes habían establecido reglamentos que aseguraban nuevas formas de control sobre la fuerza de trabajo. Los obreros recurrieron a Díaz solicitando su mediación; él aceptó interceder, pero apoyó a los propietarios de las fábricas en casi todos los puntos. Los obreros, negándose a aceptar las propuestas de “conciliación” de Díaz, se lanzaron a la huelga. El ministro alemán en México, Wangenheim, describió la situación con las siguientes palabras: “A la delegación de Patronos de Orizaba, que había pedido ayuda federal para aplastar a los obreros, [Díaz] contestó, sollozando: ‘Gracias a Dios, todavía puedo matar’. La matanza había empezado desde antier, bajo la supervisión del comandante Ruiz, que tiene una gran reputación de hombre cruel y despiadado y que ha sido nombrado sucesor del jefe de distrito, herido en el enfrentamiento”.69

Wangenheim, que no sentía ninguna simpatía por los huelguistas, informó varios días después:

Se están divulgando más y más detalles de la forma sencillamente bárbara en que el comandante Ruiz ha tratado a los obreros insurgentes de Río Blanco. Todavía ayer se podía oír desde Orizaba el continuo tiroteo en las montañas a medida que las tropas iban encontrando y matando a obreros fugitivos que se habían escondido. Más dé cuatrocientos indios han sido fusilados. Tan sólo el Ferrocarril Mexicano ha traído nueve vagones atestados de cadáveres desde Orizaba.70

En Cananea, en el estado fronterizo norteño de Sonora, los mineros en huelga exigían el mismo pago para los trabajadores mexicanos que para los norteamericanos. Esta huelga fue aplastada con parecida crueldad.71 Estas grandes huelgas empezaron a dar nuevo carácter a las fuerzas de oposición contra Díaz.

Cuando la tensa situación fue exacerbada por el casi simultáneo comienzo de una crisis económica, política e internacional, sonó la hora de la revolución. La crisis económica de México fue el resultado del enorme crecimiento de las inversiones extranjeras después de 1900, agravado por malas cosechas que afectaron de la manera más aguda a los estados del norte. El gran flujo de inversiones extranjeras después de 1900 había hecho al país más y más dependiente de las naciones industriales avanzadas; la adopción del patrón oro por México en 1905 había frenado el crecimiento económico, y la crisis cíclica que ocurrió en los Estados Unidos durante 1907-1908 tuvo un efecto devastador sobre México en general y sobre los estados norteños en particular.

Chihuahua fue uno de los estados más afectados. El cónsul alemán allí informó en 1909: “La situación económica ha sido particularmente mala debido a los aumentos en los precios de los alimentos básicos y los frijoles. La mayoría de los precios de los alimentos se han duplicado, y los frijoles han subido de 6 a 15 pesos por hectolitro. El poder adquisitivo del público se ha visto seriamente reducido […] El consumo de la población ha quedado reducido a los alimentos más esenciales. Los ingresos de los trabajadores se han reducido más aún, y los salarios han descendido hasta 75 centavos o un peso diario”.72 Esto quiere decir que los aumentos de 200 a 300 por ciento en los precios se vieron acompañados por rebajas salariales.

Aunque la clase trabajadora fue la más afectada por la crisis, la clase media no se libró de sus efectos. Los bancos y las dependencias estatales que se hallaban controlados por los científicos intentaron descargar el peso de la crisis tanto sobre la clase media como sobre la clase trabajadora. Los bancos cancelaron sus préstamos pendientes y concedieron créditos casi exclusivamente a las compañías de propiedad oligárquica. En los raros casos en que otras empresas recibieron créditos, tuvieron que pagar intereses exorbitantes que promediaban un 12 por ciento. El cónsul alemán añadió en su informe: “Aun cuando los bancos han sido un tanto más liberales en sus créditos, el costo del dinero ha seguido siendo muy alto y ha dificultado los negocios. Incluso las compañías de primer rango han podido obtener fondos a un interés menor del 10%, mientras que las tasas de interés cobradas por los bancos han sido del 12% anual y las de los prestamistas particulares oscilan entre el 18 y el 24%.73

La situación de la clase media se vio agravada por los numerosos escándalos que sacudieron a las instituciones financieras más prestigiosas de México, tales como el Banco Minero de Chihuahua, propiedad del grupo Terrazas; y estos escándalos pusieron en peligro los fondos que dicha clase había podido acumular en tiempos mejores.74 El gobierno tampoco hacía nada por aliviar la situación. No se concedía a las compañías medianas y pequeñas ninguna reducción de impuestos; por el contrario, con frecuencia se les exigían impuestos mayores precisamente cuando menos podían pagarlos. En cambio, los grandes terratenientes y las compañías extranjeras seguían gozando las más de las veces de las exenciones de impuestos que se les habían otorgado en el anterior periodo de auge económico.

Lo que agravaba la crisis en los estados del norte era, por supuesto, el regreso de miles de trabajadores mexicanos que habían sido despedidos de sus empleos en los Estados Unidos. Tan sólo en Ciudad Juárez cruzaron la frontera en 1908 rumbo a su patria aproximadamente 2 000 trabajadores cuyo pasaje hasta ese punto había sido pagado por las compañías norteamericanas.75 La presencia de esas personas tendió a dar un cariz especialmente militante al descontento que se estaba gestando.

La crisis internacional de México fue consecuencia de dos gestos tímidamente provocadores que se permitió el anciano Díaz frente a los Estados Unidos. El primero no fue más que la recepción amistosa que dio a José Santos Zelaya, ex-presidente de Nicaragua que había sido derrocado por los Estados Unidos debido a su política decididamente antinorteamericana. El segundo gesto, un poco más grave, fue la negativa de Díaz a prorrogar el contrato de arrendamiento de una estación abastecedora de carbón para la Marina norteamericana en Baja California.76 Que estos incidentes, relativamente insignificantes, hayan irritado de tal manera a los Estados Unidos, sólo ilustra las tensiones que ya se habían acumulado como consecuencia del trato preferencial concedido por México a los rivales europeos de los Estados Unidos durante la última década.

La crisis política era el resultado de la sostenida renuencia de Díaz a nombrar un sucesor. La confusión resultante fue lo que hubo de inclinar la balanza en favor de la revolución. Dicha confusión se empezó a manifestar por primera vez en 1908, cuando Bernardo Reyes, cuya relación ambivalente con la élite de los “científicos” ya hemos comentado, se propuso competir por la postulación para vicepresidente en las elecciones de 1910. El vicepresidente sería el sucesor de Díaz en caso de que éste falleciera, hecho que todos esperaban que ocurriera durante el siguiente periodo presidencial.

Reyes había intentado promover su propia candidatura recurriendo a nuevas tácticas. Para compensar su posición poco favorable dentro del grupo gobernante, intentó obtener mayor apoyo de la población en su conjunto y logró formar cierta base de apoyo en la clase media. En opinión del ministro alemán, el movimiento reyista se componía principalmente de “jóvenes entusiastas de las clases cultas, oficiales jóvenes y abogados”.77 En muchos lugares del país se realizaron tormentosos mítines de apoyo a su candidatura. Un factor que lo favoreció en este periodo fue que su partido, con la excepción del Liberal anarcosindicalista, era el único partido de oposición que existía en México a nivel nacional. Sin embargo, aunque su movimiento combatía a los “científicos”, no atacaba al presidente ni al sistema que éste había creado.

En ese mismo año Díaz concedió una entrevista a James Creelman, periodista norteamericano, posiblemente con la intención de dividir a la oposición. Declaró que en su opinión México estaba ya maduro para la democracia. Él ya no tenía el propósito de presentarse como candidato a la presidencia en 1910 sino que deseaba dejar a otro en el puesto. Aseguró a Creelman que, de ese momento en adelante, no sólo toleraría a los partidos de oposición sino que los ayudaría en todas las formas posibles.

El deseo de Díaz de dividir a la oposición, y probablemente su subestimación del descontento que existía en el país, dieron a sus adversarios cierto margen para maniobrar a nivel local y nacional en el periodo de 1908-1909. Este margen de libertad, por supuesto, no daba a la oposición oportunidad de ganar, pero sí le permitía organizarse.

La entrevista con Creelman y las medidas subsecuentes dieron por resultado la politización de grandes sectores de la población que en el pasado apenas habían participado en la vida política. El movimiento recién fundado incluía no sólo a miembros descontentos de la clase media sino también, por primera vez, a campesinos, que antes habían expresado su amargura y desesperación a través de movimientos locales. En las elecciones para gobernadores de 1909 y 1910 votaron masivamente en el estado de Morelos y en el de Yucatán.78

El más importante de los nuevos grupos que surgieron en este momento fue uno que rápidamente adquirió importancia nacional: el Partido Antirreeleccionista, encabezado por Francisco Madero, nacido en el estado de Coahuila, miembro de una de las familias más acaudaladas de México. Después de estudiar derecho en Francia había regresado a México en 1892 para hacerse cargo de una de las haciendas de su padre. Soñador y espiritista por una parte, combinaba por la otra un enfoque económico práctico con ideas filantrópicas explícitas. Comenzó por aumentar los salarios de sus trabajadores agrícolas, los sometió a exámenes médicos periódicos e introdujo la educación obligatoria, de manera que el nivel de vida que se gozaba en su hacienda era muy superior al que prevalecía en las haciendas vecinas. Madero combinó esta actitud hacia sus trabajadores con la introducción de métodos nuevos y más productivos de cultivo, lo cual incrementó muy pronto sus ganancias en forma notable e hizo de su hacienda una especie de empresa modelo, tanto en términos sociales como económicos. Esos años pasados en la hacienda conformaron su actitud respecto a la cuestión agraria: la situación de los campesinos podía mejorarse, no mediante una reforma agraria, sino gracias a la atención patriarcal e ilustrada del hacendado a sus problemas.

Algunos de los principales factores en el desarrollo del papel político de la familia Madero ya han sido presentados al lector: el hecho de que Díaz no lograra integrar a la familia a su sistema político y el creciente conflicto entre los Madero y las compañías norteamericanas. Es difícil calcular con precisión el impacto que tuvieron dichos factores en Francisco Madero en particular. Es indudable que influyeron en él. Su hostilidad a los intentos monopólicos norteamericanos se expresaría tanto en sus escritos como en sus posteriores actividades como presidente de México.

Madero se convirtió en una figura nacional en 1909, cuando publicó un libro sobre el tema de la sucesión presidencial. En este libro afirmó que los problemas fundamentales de México eran el absolutismo y el poder irrestricto de un hombre. Sólo la introducción de la democracia parlamentaria, un sistema de elecciones libres, y la independencia de la prensa y los tribunales serían capaces de transformar a México en un Estado democrático moderno. Este libro fue escrito con gran cautela. Aunque criticaba acerbamente al sistema porfirista, alababa las cualidades personales del dictador. Se pronunció en contra de las concesiones excesivas a los extranjeros y reprochó a Díaz su blandura con los Estados Unidos. Sin embargo, apenas rozaba el tema social. Madero sí presentó argumentos en contra de ciertos subproductos del sistema agrícola, tales como el analfabetismo, el fomento del alcoholismo por los terratenientes y la deportación de indios rebeldes, pero no contra el sistema mismo. El libro no tocaba en absoluto el tema de la reforma agraria. Aunque apenas rozó el de las malas condiciones de vida de los obreros industriales y la forma en que se les perseguía, Madero se expresaba más concretamente y con menor ambigüedad respecto a este tema que cuando hablaba del campesinado. La diferencia en su actitud frente a ambos problemas reflejaba el carácter primordialmente agrario de la mayoría de la burguesía mexicana.

El libro de Madero era más que un análisis de la situación; era un programa que llamaba a formar un nuevo partido antirreeleccionista. El cuidado en las formulaciones, cierto relajamiento de la censura en los últimos años del porfiriato, la propia posición social de Madero, y la subestimación de éste por el gobierno hicieron posible la publicación del libro. Éste tuvo un considerable impacto porque, a pesar de sus reticencias, era la primera publicación que atacaba abiertamente al sistema político, y facilitó enormemente la formación del nuevo partido de Madero, la mayoría de cuyos miembros y simpatizantes eran intelectuales o miembros de la clase media.79

Aunque el programa de Madero expresaba esencialmente los deseos de la burguesía opositora, sus miembros se agruparon en un principio en torno a Reyes, más ampliamente conocido que Madero y con mayores posibilidades en apariencia, de alcanzar el éxito político. La misma familia de Madero apoyó hasta cierto punto las opiniones de éste, pero consideraba infundada su estrategia y temía perder sus bienes si él rompía con Díaz.

En 1909 el nuevo partido anunció su participación en la próxima campaña electoral y postuló a Madero como su candidato presidencial. El gobierno de Díaz no tomó en serio el movimiento. Todo lo contrario: mientras existió el partido reyista, el gobierno acogió la aparición de Madero pensando que serviría de contrapeso a Reyes y dividiría así a la oposición.

La posición de Madero cambió repentinamente hacia fines de 1909. A principios del año el apoyo al movimiento reyista había crecido considerablemente. Se habían organizado grandes manifestaciones en favor de Reyes en muchas ciudades, y en Guadalajara y Monterrey hubo choques sangrientos entre sus partidarios y la policía. Fue entonces cuando Díaz decidió actuar. Le hizo saber a Reyes que se opondría a su candidatura y a su elección como vicepresidente con todos los medios a su alcance. Al dársele a escoger entre rendirse o encabezar una insurrección revolucionaria contra Díaz, Reyes escogió lo primero. Aceptó que Díaz lo enviara a Europa con la explicación oficial de que se trataba de un viaje para estudiar las instituciones militares del viejo continente. Sin embargo, desterrado Reyes, el movimiento maderista adquirió dimensiones que nadie había previsto. Cuando Madero recorrió el país el año electoral de 1910, fue recibido en Guadalajara por más de 10 000 personas; casi el mismo número participó en un mitin de su partido en Monterrey, a pesar del hostigamiento de las autoridades locales y de la policía. En la capital fueron más de 50 000 los que salieron a la calle a manifestarle su apoyo.

El movimiento encabezado por Madero logró hacerse de una base tanto en las clases bajas como en las altas y, aparte del Partido Liberal, constituía la única oposición real a Díaz. A diferencia de Reyes, Madero jamás había ejercido ningún cargo en el gobierno de Díaz, y esto contribuyó a la creciente popularidad de su partido entre los obreros y campesinos, a pesar de su falta de un programa de reformas sociales y económicas. La fuerza del movimiento también logró atraer a un ala de la burguesía opositora después de la retirada de Reyes. El creciente apoyo para Madero movió al gobierno de Díaz a tomar medidas más drásticas. Se intensificó la persecución contra Madero, se declararon ilegales las reuniones de su partido, y Madero mismo fue detenido poco antes de las elecciones.

Éstas se realizaron como de costumbre, y Díaz fue declarado vencedor. El gobierno consideraba tan fuerte su posición que dejó a Madero salir de la cárcel bajo fianza. Madero aprovechó, sin embargo, la oportunidad para huir a los Estados Unidos, donde reapareció con un programa y dirigió al pueblo mexicano la declaración conocida como el Plan de San Luis Potosí. Este plan, como el libro de Madero y el programa electoral de su partido, reflejaba esencialmente los deseos y aspiraciones del ala de la burguesía mexicana hostil a Díaz: la ampliación del poder político, la introducción de la democracia parlamentaria y la limitación de los derechos de los extranjeros. En su plan Madero declaraba depuesto a Díaz, se declaraba a sí mismo presidente provisional de México y elaboraba el principio de no reelección del presidente y del sufragio libre y secreto.80 Nuevamente hacía caso omiso, o poco menos, de las cuestiones sociales, pero el plan mostraba una diferencia importante respecto a todos los anteriores programas maderistas: contenía un párrafo en que se prometía la devolución de todas las tierras injustamente expropiadas a las comunidades campesinas; sin embargo, nada se decía respecto a la forma de llevar a la práctica tal compromiso.

LA REVOLUCIÓN MADERISTA

Para algunos de los partidarios de Madero, sobre todo aquellos miembros de su familia que se habían unido a él cuando su movimiento comenzó a mostrar ciertas posibilidades de éxito y después de que Díaz tomó medidas contra la familia, la revolución no debía ser otra cosa que una especie de golpe de Estado de la clase gobernante y el ejército contra Díaz. El padre de Madero declaró en una entrevista de prensa que “veintiséis senadores mexicanos esperan […] Ésta no es una revuelta, sino una revolución, en la que los vastos intereses de México están tomando una parte activa”.81 Sin embargo, el proceso que de hecho se desarrolló fue algo muy distinto. Aun el programa de Madero, en que apenas se mencionaban las demandas sociales bastó para provocar la cristalización de los movimientos de oposición de campesinos obreros y miembros de la clase media.

Madero había llamado a sus seguidores a rebelarse el 20 de noviembre de 1910, pero sólo logró suscitar unos cuantos levantamientos dispersos en esa fecha. El más espectacular de éstos fue el de Aquiles Serdán, su mujer y algunos seguidores en Puebla, pero fue fácilmente aplastado por las tropas del gobierno. Pero la verdadera tormenta, el levantamiento a nivel nacional que estalló poco después, ya no fue posible aplastarlo. Surgieron movimientos revolucionarios en los lugares más inesperados. Muchos de ellos, por supuesto, carecieron de consecuencias posteriores e incluso de resonancia. Sólo se generaron movimientos revolucionarios de gran envergadura en los estados fronterizos del norte y en el estado de Morelos, en el sur del país.

Muchos de los movimientos que así surgieron sólo tenían un contacto limitado, si es que alguno tenían, con la dirección nacional del Partido Antirreeleccionista. Algunos dirigentes locales, tales como Toribio Ortega, que encabezó la revolución en el pueblo chihuahuense de Cuchillo Parado, habían sido jefes locales del Partido Antirreeleccionista. Otros, como Pancho Villa, carecían de filiación política pero mantenían relaciones personales con importantes dirigentes maderistas. Otros más, de quienes Emiliano Zapata era el mejor ejemplo, no tenían tales ligas políticas o personales.

A los pocos meses de haber entrado Madero en México, la dirección de su partido había logrado controlar de una u otra forma a la mayoría de los revolucionarios (sobre todo a los del norte de México).

La popularidad tanto de Madero como de algunos de sus dirigentes regionales, así como las armas y municiones que éstos podían proporcionar, contribuyó a su creciente dominio sobre los movimientos revolucionarios. Sin embargo, las profundas diferencias que había entre sus dirigentes y su diversa composición social se hicieron cada vez más evidentes. Estos movimientos no eran de ninguna manera todos del mismo tipo. En Coahuila el movimiento estaba firmemente controlado por la vieja oposición terrateniente, cuya principal ambición, la de alcanzar el poder a nivel nacional, estaba a punto de cumplirse. Los dirigentes, Madero y aliados ex-reyistas tales como Venustiano Carranza y Felícitas Villarreal, deseaban encauzar la revolución por conductos exclusivamente políticos e impedir de antemano cualquier reforma social profunda. Sus adeptos comprendían a un grupo bastante heterogéneo de hacendados, miembros de la clase media, trabajadores desempleados, campesinos despojados de sus tierras, y peones de haciendas (¡fieles a sus patrones!)

En Sonora el movimiento maderista se parecía, pero no era idéntico, al de Coahuila. También allí estaba en manos de los hacendados, aunque en este caso se trataba de un grupo más débil cuya ambición se limitaba a apoderarse del control de su estado.82 Los hacendados sonorenses, como los coahuilenses, querían reformas políticas pero se oponían a las sociales. Gozaban del apoyo de grupos similares, pero con la importante añadidura del grupo constituido por los indios yaquis. El dirigente del movimiento maderista en Sonora, José María Maytorena, heredero de una vieja dinastía terrateniente a quien había desplazado del poder el grupo Torres-Corral, apoyado por Díaz, era un antiguo protector de los yaquis. Cuando hacia 1900, y con el fin de aplastar su movimiento guerrillero, las autoridades mexicanas decidieron deportar a todos los yaquis de Sonora a Yucatán y a otros estados remotos, Maytorena, que había empleado a muchos de ellos y que siempre había asumido el papel de protector de los yaquis que vivían cerca de sus haciendas, se opuso a la orden de deportación. Se sucedieron enfrentamientos entre Maytorena y el gobierno del estado de Sonora, que culminaron en su detención y encarcelamiento temporal. A cambio de su valerosa actitud, podía contar ahora con el apoyo ferviente de sus protegidos yaquis.

A diferencia de lo sucedido en Coahuila y Sonora, los movimientos revolucionarios surgidos en Morelos y Chihuahua no fueron controlados y dirigidos por los hacendados. En Morelos esto no resultaba sorprendente, dado que se trataba de un movimiento exclusivamente campesino por principio de cuentas. Además, a diferencia de lo ocurrido en otros estados, sus participantes se habían organizado ya mucho antes de que Madero se presentara como candidato a la presidencia, y habían intentado elegir a un candidato favorable a los campesinos, Patricio Leyva, como gobernador del estado, con la esperanza de que detuviera el despojo despiadado de sus tierras que sufrían las comunidades campesinas a manos de los hacendados azucareros. Al ser derrotado Leyva por el aparato electoral porfirista, los campesinos decidieron apoyar al hacendado Madero, que era el candidato de oposición más prometedor para ellos después de Leyva. Pero para encabezarlos eligieron a uno de ellos mismos, un campesino de Anenecuilco llamado Emiliano Zapata.83

El movimiento revolucionario más fuerte del país se desarrolló en Chihuahua. Éste tampoco estaba dirigido por los hacendados, por la sencilla razón de que casi no había hacendados de oposición en Chihuahua: Luis Terrazas y su grupo dominante habían logrado forjar, de una u otra manera, alianzas con todos los grandes terratenientes del estado mediante ligas económicas o matrimoniales.84 El movimiento revolucionario chihuahuense, que era una coalición de la clase media, los obreros y los campesinos, reclutó a sus dirigentes políticos y militares casi exclusivamente entre la clase media.

Abraham González, dirigente del Partido Antirreeleccionista en el estado, descendía de una de las principales familias chihuahuenses y era un exranchero que no había podido sostenerse contra la competencia de las grandes haciendas, sobre todo las pertenecientes al clan Terrazas-Creel.85 Uno de los dirigentes militares del movimiento revolucionario de Chihuahua, Pascual Orozco, era dueño de recuas de mulas de carga y su resentimiento contra el gobierno del estado se había originado en las importantes concesiones que éste había otorgado a un rival.86 Silvestre Terrazas, el principal precursor intelectual y mentor de la revolución en Chihuahua, era pariente lejano del clan Terrazas y obviamente la oveja negra de la familia, ya que había publicado durante años el periódico de oposición más influyente, y por mucho tiempo el único, del estado El Correo de Chihuahua y había sido encarcelado varias veces por el gobierno estatal dirigido por sus parientes.87

Uno de los motivos de que semejante dirección de clase media fuera aceptada por los demás grupos participantes en las coaliciones revolucionarias, o sea, los campesinos, era que las relaciones entre la clase media urbana y los campesinos libres de Chihuahua eran probablemente mejores y más estrechas que en ninguna otra parte de México. Muchos de los excolonos militares habían pertenecido, después de todo, a lo que podríamos llamar una clase media agraria, y eran más ricos que la mayoría de los campesinos libres del centro y sur de la república. El hecho de que la mayoría de ellos fueran mestizos impidió que surgieran las barreras culturales o raciales que con frecuencia provocaban antagonismos entre los campesinos, indígenas en su mayoría, y la clase media urbana mestiza en otras partes del país.

Ello no obstante, la dirección local de los campesinos quedó en manos de sus propios hombres. Toribio Ortega, quien encabezó a los habitantes de su pueblo de Cuchillo Parado cuando éstos se rebelaron el 18 de noviembre, había actuado durante años como vocero de esos campesinos.88 Heliodoro Arias Olea, el vocero de los campesinos de Bachíniva, había estado intentando durante mucho tiempo hacer destituir al alcalde corrupto, nombrado para el cargo por el gobierno del estado. Dirigente campesino de tipo clásico, Arias Olea pudo encabezar a los habitantes de su pueblo en la lucha.89

Hubo un solo gran dirigente del movimiento revolucionario de Chihuahua de quien se puede decir que surgió de las filas de este campesinado: Francisco “Pancho” Villa.90 Ciertamente, su vinculación o su relación de descendencia respecto de este grupo no está del todo clara. Sus antecedentes eran sumamente diversos, ya que había sido peón de hacienda, minero, bandido, comerciante… y mucho de todo ello envuelto en la leyenda. Todavía se discute la autenticidad de la versión según la cual se convirtió en bandido porque mató a un hacendado que había violado a su hermana, pero su trayectoria como ladrón de ganado no se discute. El abigeato no era mal visto por un gran sector de la población prerrevolucionaria de Chihuahua porque, hasta 1885, todos tenían acceso a las innumerables cabezas de ganado sin dueño que pastaban en las vastas tierras públicas del estado. Después de ese año, cuando cesaron las guerras contra los apaches y los ferrocarriles enlazaron a este estado norteño con los Estados Unidos y con el resto de México, los hacendados comenzaron a exportar ganado y a apropiarse las tierras públicas. El derecho tradicional del pueblo de disponer del ganado “salvaje” fue abolido, pero a los ojos de muchos campesinos chihuahuenses Villa estaba sencillamente restableciendo un privilegio que les había pertenecido.91

El abigeato, sin embargo, no era el único vínculo entre Villa y esos campesinos militantes. En los años inmediatamente anteriores al estallido de la revolución Villa se había establecido cerca del pueblo de San Andrés, excolonia militar envuelta en una prolongada disputa sobre tierras e impuestos con la oligarquía y el gobierno del estado. En 1908 el pueblo se había rebelado contra los impuestos. El levantamiento (en el cual no participó Villa) fue aplastado, pero muchos de los insurgentes se unieron dos años más tarde a Villa cuando éste se levantó en armas para apoyar a Madero.

A pesar de estas ligas con la comunidad de un pueblo particular, Villa no se convirtió en un dirigente campesino tradicional, como Emiliano Zapata en Morelos. Muchos de los hombres que se le unieron —compañeros de sus días de blindaje como Tomás Urbina; administradores de haciendas como Nicolás Fernández; y capataces de ranchos ganaderos como Fidel Ávila, que más tarde fue gobernador de Chihuahua— difícilmente podrían llamarse campesinos.

Esta heterogeneidad era característica de un gran segmento del ejército revolucionario de Chihuahua, que no sólo estuvo formado por campesinos y miembros de la clase media sino también por obreros (fundamentalmente ferrocarrileros), mineros y un gran número de desempleados, con frecuencia los más fácilmente reclutables. Fue este ejército, comandado por Pascual Orozco y Pancho Villa, el que ganó la batalla decisiva de la revolución al capturar la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez en 1911.92

Madero, que se había trasladado de los Estados Unidos a Chihuahua para dirigir la revolución, encontró allí su más importante base de poder. El débil ejército de Díaz, cuyos generales eran ya demasiado viejos y cuyos recursos humanos y materiales estaban muy por debajo de sus niveles nominales debido a la corrupción generalizada, era cada vez menos capaz de dominar la situación. En esta etapa de la revolución se hicieron sentir las consecuencias de la tercera circunstancia especial que distinguía a México: la rivalidad entre los Estados Unidos y Europa por la hegemonía en el país. El gobierno norteamericano, y probablemente también sus hombres de negocios, le presentaron a Díaz la cuenta que había que pagar por sus políticas pro-europeas. Aunque la actitud oficial de los Estados Unidos era la neutralidad, en muchos respectos era desfavorable para Díaz. Durante meses el gobierno norteamericano había permitido a Madero, residente en Estados Unidos, hacer sus preparativos para la lucha armada sin interferencias importantes; tampoco habían opuesto obstáculos importantes al envío de armas norteamericanas a los revolucionarios.

En marzo de 1911, sin embargo, los Estados Unidos concentraron grandes unidades militares en la frontera mexicana y enviaron barcos de guerra a puertos mexicanos. Estos pasos fueron en extremo perjudiciales para Díaz. Por una parte, expresaban claramente el hecho de que el gobierno norteamericano ya no lo consideraba capaz de controlar al país; por otra parte, daban a muchos mexicanos la impresión de que Díaz deseaba la intervención norteamericana. También hay indicios, aunque por el momento no se puede demostrar nada al respecto, de que la Standard Oil Company proporcionó importante asistencia al movimiento maderista.

La actitud de los Estados Unidos, la victoria de las fuerzas de Madero en Ciudad Juárez, y la incapacidad del gobierno para sofocar los levantamientos que se producían ya en muchas partes del país, demostraron la debilidad del ejército de Díaz y la fragilidad de su dominio sobre México. En este punto la oligarquía se mostró dispuesta a abandonar a Díaz con tal de salvar el sistema. Encontró oídos receptivos en el ala conservadora del movimiento maderista, que tenía temores cada vez mayores de que la revolución creciera y cuya actitud conciliadora se fortaleció a medida que la revolución se propagaba. La influencia de este grupo fue indudablemente un factor decisivo para la firma del Tratado de Ciudad Juárez en 1911.

En mayo de 1911 la situación era especialmente favorable para los revolucionarios. Todo el país estaba en conmoción después de que las tropas de Madero tomaron Ciudad Juárez. El gobierno de Díaz no podía durar más de unas semanas —cuando mucho unos meses— antes de hundirse por completo. Pero esto no era lo que quería Madero. En vez de emprender la destrucción definitiva del sistema, inició negociaciones para llegar a un compromiso con los porfiristas. El ala radical del movimiento revolucionario le advirtió enérgicamente en contra de cualquier componenda. “Las revoluciones son siempre operaciones dolorosísimas para el cuerpo social”, le escribió Luis Cabrera, uno de los intelectuales revolucionarios más prominentes. “Pero el cirujano tiene ante todo el deber de no cerrar la herida antes de haber limpiado la gangrena. La operación, necesaria o no, ha comenzado; usted abrió la herida y usted está obligado a cerrarla; pero guay de usted, si acobardado ante la vista de la sangre o conmovido por los gemidos de dolor de nuestra Patria cerrara precipitadamente la herida sin haberla desinfectado y sin haber arrancado el mal que se propuso usted extirpar; el sacrificio habría sido inútil y la historia maldecirá el nombre de usted.” Cabrera conminó a Madero a resolver los problemas económicos y sociales de México, puesto que “las necesidades políticas y democráticas no son en el fondo más que manifestaciones de las necesidades económicas”.93

Pero Madero no hizo caso de estas advertencias, y el 21 de mayo de 1911 firmó el Tratado de Ciudad Juárez. Aunque éste exigía la eliminación de Díaz y de su vicepresidente, Ramón Corral, también aceptaba dejar en pie instituciones esenciales del régimen porfirista, principalmente el ejército federal, y dejaba en posiciones clave del nuevo gobierno provisional a porfiristas y no a revolucionarios. Francisco León de la Barra, que había sido embajador del gobierno de Díaz en los Estados Unidos, fue nombrado presidente interino. Además, se había de licenciar a las tropas revolucionarias tan pronto como fuera posible. La principal tarea del gobierno provisional era la de organizar las elecciones en el menor tiempo posible.

Visto en conjunto, el Tratado de Ciudad Juárez implicaba el fin de Díaz, pero también conservaba el viejo aparato estatal, incluido el ejército, el sistema judicial y el Congreso. No decía una palabra acerca de cambios sociales de ningún tipo, de reforma agraria, o de la abolición del sistema de servidumbre por endeudamiento. Muchos de los seguidores de Madero vieron al tratado como el principio del fin del movimiento revolucionario en México.

Madero siguió obstinadamente el camino que había elegido. Durante cinco meses, sin presentar la menor objeción, permitió al gobierno provisional de De la Barra hacer casi todo lo posible por destruir la revolución. El ministro alemán Paul von Hintze, que estaba muy cerca de De la Barra, describió su política en las siguientes palabras: “De la Barra quiere acomodarse con dignidad al inevitable avance de la influencia ex-revolucionaria, mientras acelera al mismo tiempo el colapso generalizado del partido maderista, poniendo así, con el tiempo, sobre una base más firme la autoridad del gobierno legal. A grandes rasgos su proyecto ha sido, hasta ahora, un éxito”.94

LOS PRIMEROS MESES DEL RÉGIMEN DE MADERO

Después de las elecciones, que constituyeron una clara victoria para Madero, éste asumió la presidencia. Siguió sin embargo usando a las antiguas fuerzas porfiristas como su base de poder, dejando al aparato estatal en sus manos y permitiéndoles retener puestos clave en su gabinete. Reclutó como secretarios a muchos miembros de su propia familia: su tío Ernesto fue nombrado secretario de Hacienda; su primo Rafael Hernández, secretario de Fomento; su pariente por matrimonio, González Salas, secretario de Guerra y Marina; y su hermano Gustavo fue su mano derecha y comodín extraoficial. También invitó a formar parte de su gabinete a algunos prominentes dirigentes del movimiento revolucionario como Abraham González, a quien nombró secretario de Gobernación, y Miguel Díaz Lombardo, que fue su secretario de Instrucción Pública. Carteras tan importantes como la del secretario de Relaciones Exteriores siguieron, sin embargo, en manos de porfiristas empedernidos, tales como Manuel Calero.

Muchos observadores contemporáneos y, más tarde, algunos historiadores, han visto en la actitud de Madero una expresión de ingenua falta de realismo. Su declaración: “Si tenemos libertad, todos nuestros problemas están resueltos”, se cita como demostración de que, en realidad, no tenía ningún programa para asegurar la estabilidad o resolver los males sociales y económicos que agobiaban al país. Sin embargo, si uno examina más de cerca su política e intenta remontarse a sus antecedentes, resulta claro que no era de ninguna manera un soñador ajeno a este mundo movido por influencias espiritistas abstractas sino más bien un político perfectamente coherente que reflejaba en su visión del mundo la ideología de la clase terrateniente, teñida de una buena dosis de filantropía.

La visión del mundo de Madero compartía dos convicciones fundamentales con la de los “científicos” porfiristas: en primer lugar, que sólo un flujo continuo de nuevos capitales extranjeros permitiría a México modernizarse, aunque, por supuesto, era imperativo reglamentar mejor ese flujo que en el régimen de Díaz, con el fin de evitar los abusos de los monopolios norteamericanos; segundo, que para modernizar la agricultura mexicana eran indispensables las grandes propiedades agrarias. Las haciendas, por supuesto, debían ser administradas por hacendados progresistas, justos y generosos, y medios de explotación tan poco liberales como la servidumbre por endeudamiento tendrían que ser abolidos. Así, pues, Madero estaba de acuerdo en lo esencial con los “científicos” al pensar que el sistema socioeconómico existente era el único racional y que había que conservarlo. En lo que se distinguía de ellos era en su creencia de que, para conservar el sistema, era necesario integrar a la clase media en el proceso político en un grado mucho mayor que antes. La introducción de la democracia política era un paso en esa dirección. Permitía a la clase media compartir el ejercicio del poder tanto a nivel local como estatal, aunque no tanto a nivel nacional. También ponía fin a aquellas medidas económicas que, como los impuestos desiguales, habían perjudicado notoriamente a la clase media en ascenso. La preservación del sistema existente también exigía que se desviara a los diversos movimientos obreros de los caminos revolucionarios y se les encaminara por vías evolucionarias mediante la legalización de las huelgas y los sindicatos. Pero la preservación del sistema existente también requería que se parara en seco a los movimientos campesinos radicales que exigían la reforma agraria inmediata. Parece ser que fue primordialmente esta consideración la que decidió a Madero a dejar intacto el viejo ejército federal.

Esta decisión, sin embargo, fue la que más irritó incluso a aquellos miembros de las clases medias y altas que en los demás aspectos estaban de acuerdo con él. Muchos de los maderistas venían del norte del país y no se sentían amenazados ni se veían afectados en mayor medida por las demandas campesinas; no entendían la tenacidad con que Madero se aferraba al viejo ejército federal y le advirtieron repetidas veces sobre el peligro mortal que implicaba su conservación. “Dejar en pie al ejército federal en los momentos en que entran en acción los elementos no desaparecidos del antiguo régimen y hacer desaparecer las fuerzas revolucionarias, es tanto como abrir el camino y la victoria a la reacción.”95 Pero Madero se negó a escuchar estos consejos. Hasta el último día en que se mantuvo en su cargo, cuando fue asesinado por oficiales de ese mismo ejército, Madero lo consideró como piedra angular de su régimen. Con su ayuda había tratado de librar una batalla en dos frentes simultáneos, contra los revolucionarios radicales que exigían cambios sociales, por una parte, y contra los conservadores que intentaban recuperar el poder absoluto que habían detentado durante tanto tiempo, por la otra.

La primera y más ruda confrontación que tuvo Madero en esta batalla fue con el campesinado revolucionario. Su política respecto a la cuestión campesina se expresó con la mayor claridad en sus relaciones con el ejército libertador del sur encabezado por Emiliano Zapata. Cuando se reunió con este último por primera vez, el 7 y 8 de junio de 1911, Zapata formuló tres demandas: la restitución de las tierras expropiadas a los campesinos; el establecimiento de una administración gubernamental revolucionaria en el estado de Morelos; y la retirada de las tropas del viejo ejército de Porfirio Díaz. Madero le explicó que el problema de devolver la tierra a los campesinos exigía serios estudios y exhaustivas investigaciones y que no podía ser resuelto de inmediato. Sí cedió, sin embargo, en dos puntos, a condición de que Zapata disolviera su ejército: se nombraría a un maderista, ajeno al estado, como gobernador de Morelos —la sugerencia de Zapata para el cargo ni siquiera se tomó en cuenta— y se acuartelaría en Morelos a tropas revolucionarias integradas al ejército federal. Pero ni los hacendados, ni el gobierno provisional, ni el ejército federal estaban dispuestos a respetar siquiera estos acuerdos. Las tropas federales entraron en el estado y pronto se enfrascaron en enfrentamientos con los zapatistas. Madero, aunque protestó contra las acciones del gobierno provisional, no podía o no quería refrenar a las tropas federales, y pronto estalló una verdadera guerra en el estado. Los combates continuaron incluso después de que Madero ocupó la presidencia.96

Zapata, amargado y decepcionado por las acciones del gobierno de Madero, se levantó contra él el 25 de noviembre de 1911, proclamando el Plan de Ayala. En él exigió la restitución de todas las tierras expropiadas a las comunidades indígenas, la distribución de la tercera parte de las tierras de las haciendas entre los campesinos sin tierra y la expropiación y repartición de todas aquellas haciendas cuyos dueños hubieran combatido a la revolución. Este plan se convirtió en el programa de la lucha campesina revolucionaria en el sur de México durante la siguiente década.97

A pesar de que Madero no había llevado a cabo ningún cambio social importante, se veía obligado a enfrentarse a la oposición cada día mayor, de las fuerzas porfiristas, que urdían un complot tras otro contra él. Para los porfiristas, el puñado de rostros nuevos en el viejo aparato era ya demasiado. También consideraban que la campaña de Madero contra Zapata era demasiado moderada. Madero mismo no había propuesto una sola ley referente a la reforma agraria, pero la fuerte ala radical de su partido, que se autodenominaba “los Renovadores”, abogaba entusiastamente por tales reformas. En el discurso que Luis Cabrera, uno de los principales renovadores, pronunció ante el Congreso el 3 de diciembre de 1912, y que fue ampliamente comentado, describió a grandes rasgos la penosa situación en que se hallaban los campesinos y pidió enérgicamente una reforma agraria.98 Los porfiristas temieron que Madero siguiera ese camino.

Sin embargo, el principal objetivo de los “científicos” era recuperar la omnipotencia de que habían gozado en todo el país bajo Díaz. Con ese fin libraron una lucha cada vez más enconada contra Madero, con medios tanto legales como ilegales, ayudados, en gran medida, por las libertades democráticas fomentadas por Madero.

El campo de batalla legal lo constituyeron la prensa y el Congreso. Madero, efectivamente, había instituido la plena libertad de prensa en el país. Sin embargo, ni Zapata ni los sindicatos pudieron hacer uso de esta libertad porque carecían de medios para publicar sus propios periódicos. El mismo partido maderista no tenía sino un solo periódico, La Nueva Era. Aunque el gobierno había comprado la mayoría de las acciones de El Imparcial, órgano propagandístico del viejo régimen de Díaz, no había cambiado el cuerpo de redacción.99 Todos los demás periódicos seguían en manos de los porfiristas y diariamente atacaban con gran ferocidad al nuevo presidente. Pero no bastaba que casi todos los antiguos periódicos estuvieran unidos contra Madero; surgió toda una ola de nuevas publicaciones, subsidiadas por los porfiristas, que dejaban muy atrás a las demás por la virulencia de sus ataques contra el nuevo gobierno.

El sistema parlamentario, introducido por Madero, también obró principalmente en beneficio de las fuerzas porfiristas. Ni Zapata ni los sindicatos estaban representados en el Congreso. Aunque los maderistas estaban en su mayoría, sólo un reducido número de ellos, los Renovadores, eran verdaderos revolucionarios que exigían cambios radicales en la estructura social. Los demás “maderistas” tenían fuertes ligas ideológicas y sociales con el sistema de Díaz. El equilibrio de fuerzas entre los delegados facilitaba las acciones de los porfiristas, que equivalían aproximadamente a la quinta parte de los delegados. En el Congreso perseguían fundamentalmente tres objetivos: 1] el completo descrédito, mediante discursos propagandísticos agresivos, del régimen de Madero; 2] la prevención de cualquier viraje hacia el cambio social; y 3] la parálisis del aparato gubernamental, que contribuiría al triunfo de los conspiradores.

Las conspiraciones fueron el segundo, e ilegal, terreno en que operó la oposición. Facilitaban estas actividades el funcionamiento prácticamente inalterado del antiguo ejército porfirista y la desmovilización gradual de los ejércitos revolucionarios.

La primera conspiración fue el golpe intentado en diciembre de 1911, cuando el general Bernardo Reyes trató de tomar el poder. Reyes cruzó la frontera desde los Estados Unidos el 13 de diciembre y llamó al pueblo a levantarse contra Madero. Su golpe fue un total fracaso. La victoria de Madero todavía estaba fresca y aún tenía demasiado apoyo popular para que la conspiración tuviera éxito. Además, las antiguas fuerzas porfiristas todavía no se recuperaban de su derrota y muchos de ellos no confiaban en Reyes. Por otra parte, Madero parecía gozar todavía del apoyo norteamericano. El 25 de diciembre Reyes se rindió al ejército mexicano y declaró: “Para efectuar la contrarrevolución llamé a los revolucionarios descontentos, al Ejército y al pueblo, y al entrar al país, procedente de los Estados Unidos ni un solo hombre ha acudido a mi demanda. Esta demostración patente del general sentir de la Nación, me obliga a inclinarme declarando la imposibilidad de hacer la guerra”.100

Mucho más grave fue la insurrección de Pascual Orozco, el ex-general revolucionario del norte de México cuyas ambiciones había frustrado Madero cuando no apoyó su candidatura para gobernador de Chihuahua. Pascual Orozco se negó a darse por satisfecho cuando Madero lo nombró comandante de la milicia estatal de Chihuahua y le otorgó una generosa compensación de cien mil pesos por sus servicios a la revolución. Orozco respondió organizando su propio ejército, con muchas de sus propias tropas y otros maderistas desilusionados. El suyo fue un programa revolucionario que le ganó el apoyo de muchos antiguos revolucionarios, sobre todo campesinos zapatistas que estaban muy disgustados con la postura política moderada de Madero. Curiosamente, su movimiento fue financiado por grandes compañías norteamericanas y terratenientes conservadores del estado de Chihuahua.101 Tal tipo de alianza entre los terratenientes más poderosos del norte y los rebeldes que exigían reformas agrarias no carecía de precedentes. Veinte años antes, en 1892, Luis Terrazas alentó a los habitantes del pueblo de Tomochic en su lucha contra el gobierno del estado dirigido por su rival, Lauro Carrillo. Sin embargo, cuando en parte debido a este incidente, Terrazas pudo deshacerse de Carrillo y remplazarlo, no tuvo ningún escrúpulo en apoyar la acción del estado que terminó con la muerte de casi todos los habitantes de Tomochic. Tanto Terrazas como las compañías norteamericanas probablemente esperaban utilizar la rebelión orozquista de manera parecida, como medio para desestabilizar al gobierno existente y sacar ventajas de la confusión resultante.

La rebelión orozquista se inició el 3 de marzo de 1912 y logró alcanzar algunas victorias, pero al cabo de cuatro meses fue derrotada por las tropas gubernamentales y su ejército dispersado. La insurrección fracasó porque porciones importantes del ejército porfirista, por mucho que quisieran el derrocamiento de Madero, no querían permitir que unos ex-revolucionarios, por conservadores que se hubieran vuelto, tomaran el poder.

El 16 de octubre la guarnición de Veracruz se levantó contra el gobierno de Madero al mando de Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz. Féliz Díaz llamó al ejército federal a unírsele. Muchos generales y oficiales del ejército porfirista estaban dispuestos a levantarse en armas, pero no veían en Félix Díaz al hombre adecuado para encabezarlos y llevarlos al éxito. Hintze, el ministro alemán, que tenía buenas relaciones con oficiales destacados del ejército mexicano, lo describió con bastante exactitud:

El general Félix Díaz admite él mismo que apoyó su revolución en el descontento dentro del ejército. Es su propia debilidad personal, lo que explica su total derrota una vez que se enfrentó a las tropas del gobierno. En vez de tratar de negociar inmediatamente con el puñado de federales que había en las afueras de Veracruz, se demoró en la ciudad, organizando festivales y procesiones. El más mínimo éxito que hubiera tenido en el periodo inmediatamente posterior a su rebelión, hubiera estimulado a importantes sectores del ejército a unírsele. Fundo esta opinión en las declaraciones confidenciales de muchos de los más importantes generales; ahora esta opinión se ha difundido mucho. La revolución de [Félix] Díaz se vino abajo por la incompetencia de su jefe.102

Madero desplegó una blandura fatal frente a los jefes de estos intentos de golpe. Después de que Reyes dio su palabra de honor de que no huiría, lo puso inmediatamente en libertad. Más tarde lo recluyó en la cárcel de Santiago Tlatelolco, donde gozaba de privilegios especiales y tenía, por lo tanto posibilidades de organizar nuevas conspiraciones desde su celda. Félix Díaz fue condenado a muerte después de su derrota. Pero la Suprema Corte, compuesta de jueces nombrados por Porfirio Díaz, anuló la sentencia del tribunal militar y Félix Díaz fue trasladado a la misma prisión donde estaba Reyes. Como se le otorgaran los mismos privilegios que a éste, también él pudo conspirar casi sin interrupción. Madero declaró que: “Estaría dispuesto a conceder la amnistía a aquellos conspiradores que, como Orozco y Díaz, pudieran demostrar que habían actuado por motivos patrióticos”.103

Un nuevo revés para la revolución de Madero fue el viraje total de la actitud norteamericana hacia México. En sus fases iniciales el movimiento maderista había gozado tanto de la simpatía del gobierno norteamericano como del apoyo de algunas de las principales compañías norteamericanas en México. Corrían rumores de que la Standard Oil había prestado servicios valiosísimos al movimiento, rumores que aún no se han refutado del todo.104 Pero esa buena relación comenzó a agriarse en marzo de 1912 debido a una serie de confrontaciones cada vez más ásperas entre Madero y el gobierno y los intereses comerciales norteamericanos.

Una gran parte del apoyo inicial que recibió Madero en los Estados Unidos provenía de aquellos elementos que esperaban que mantendría el sistema de Díaz pero favorecería al capital norteamericano sobre el europeo. Tales opiniones las expresó muy claramente Henry Lane Wilson, el embajador norteamericano, quien escribió a raíz de la victoria de Madero: “Tengo ahora la opinión de que el señor Madero cambiará sus ideas de gobierno y que a medida que el tiempo pase se verá obligado por la fuerza de las circunstancias a volverse más y más hacia el sistema impuesto por el general Díaz”. Expresó además la firme convicción de que Madero y su gabinete harían “justicia a los intereses norteamericanos”.105

Para 1913 la actitud norteamericana hacia Madero había cambiado por completo, de simpatía velada, o al menos tolerancia, a hostilidad cerrada. Actualmente se sostiene una opinión muy difundida de que la hostilidad norteamericana hacia Madero se puede atribuir a la personalidad del embajador Wilson. Se ha afirmado que éste había recibido sobornos de Porfirio Díaz y que Madero se negó a sostener esa práctica. Otros señalan las estrechas ligas financieras de Wilson con el grupo Guggenheim, que participó vigorosamente en la lucha contra Madero y ejercía una influencia importante sobre el gobierno de Taft.106 Otros más han señalado las profundas diferencias de temperamento y actitud entre Wilson y Madero. Es indudable que algunos de estos factores desempeñaron un papel en el asunto, pero no fueron decisivos. En última instancia, tanto las grandes compañías norteamericanas en México como el gobierno norteamericano estaban detrás del embajador Wilson, y es allí donde hay que buscar las raíces de la oposición norteamericana a Madero.

Si se consideran las políticas financiera y exterior de Madero, parece en un principio incomprensible la extrema y virulenta oposición norteamericana a Madero, puesto que éste no llevó a la práctica casi ninguna medida antinorteamericana. En el campo de la política exterior, se apartó de la orientación probritánica de fines de la era porfiriana. Incluso parece haber intentado sustituir esta política con una orientación provisional favorable a Alemania, pero este experimento fracasó. Con respecto a las compañías norteamericanas, las medidas antinorteamericanas tomadas por Madero fueron mínimas. Anunció un pequeño impuesto al petróleo crudo y tomó medidas para despedir a los empleados norteamericanos de los ferrocarriles nacionales que no hablaran español.107 La importancia de estas medidas para los norteamericanos residía menos en sus efectos prácticos que en su potencial como precedentes de futuras acciones. Como Díaz, también Madero intentó obtener préstamos, principalmente en Europa; pero no tuvo éxito. Los bancos europeos se negaron en 1911-12 a manejar bonos mexicanos y hubo que confiar el asunto al banco Speyer en los Estados Unidos.108

Lo más significativo para el gobierno y las compañías norteamericanas no fue lo que hizo Madero sino lo que no hizo. El representante diplomático alemán, que tenía estrechas relaciones tanto con el gobierno mexicano como con la embajada norteamericana, escribió a principios de 1912:

El cambio en la política mexicana de los Estados Unidos, de simpatía por el gobierno de Madero a una virtual hostilidad abierta, se debe a varios factores:

1. La negativa de Madero a satisfacer las demandas norteamericanas de que otorgue compensación por pérdidas de vida y propiedades sin pasar por los canales normales, id est, sin una investigación legalmente definida de la comisión establecida con este fin.

2. Su demostrada intención de alentar la inmigración europea.

3. Su resuelta negativa a ceder a las presiones norteamericanas respecto al tratado de reciprocidad.

4. Su esfuerzo por despertar y cultivar sentimientos patrióticos en la población mexicana, que ha culminado en su intención de introducir el servicio militar obligatorio. Éstos son los motivos generalmente conocidos: ocultos, pero tal vez más importantes, existen los siguientes factores:

5. Madero aparentemente obtuvo el apoyo efectivo de los Estados Unidos para su revolución prometiendo entregar la industria petrolera mexicana a la Standard Oil Company y el ferrocarril del istmo (británico) a los ferrocarriles mexicanos (en realidad norteamericanos). Yo no creo que el actual presidente se haya comprometido personalmente a hacer tal cosa, ya que es demasiado honrado y recto para ello. Pero los man-goneadores de su partido y su familia, a saber, su hermano, Gustavo Madero, pueden haber manejado este aspecto de la revolución. Sin embargo, es un hecho que Francisco I. Madero no ha cumplido con ninguno de estos compromisos. Ello no obstante, ha recibido repetidas advertencias, y advertencias del famoso [Sherburne] Hopkins, el abogado profesional de las revoluciones latinoamericanas inspiradas por los Estados Unidos. También —o al menos eso me han dicho— ha recibido advertencias indirectas de Dawson, promotor de estas revoluciones. Hopkins ha estado aquí durante tres semanas; puede haber recibido la negativa final del presidente. El cambio de actitud de la embajada norteamericana y el viraje en la actitud del gobierno norteamericano datan, efectivamente, del mismo periodo.109

La burguesía industrial, que estaba en el poder con Madero, y la clase media, que formaba su base de apoyo más fuerte, estaban todavía menos dispuestas que los “científicos” bajo Díaz a conceder a los norteamericanos una hegemonía irrestricta en México. Pero fue la política interior de Madero la que resultó aún más decisiva para las compañías y el gobierno norteamericanos.

La legalización de los sindicatos y la gran ola de huelgas de 1911-12 tuvieron un impacto tremendo en las compañías norteamericanas. La libertad de prensa y de palabra que, en comparación con el grado de libertad que se permitía bajo el régimen de Díaz, eran bastante amplias, permitió la, expresión, por primera vez, de actitudes antinorteamericanas previamente ocultas. El movimiento zapatista en Morelos tuvo, por supuesto, muy poco efecto sobre las compañías norteamericanas, pero la impotencia de Madero para acabar con él, que muchos norteamericanos interpretaron como una falta de deseo de hacerlo, levantaron repetidas veces el espectro de una insurrección general en el campo. La existencia de un ala radical en el partido de Madero que pedía abiertamente cambios en la estructura agrícola del país, daba sustancia a estos temores. Se hacía cada vez más evidente que Madero, a pesar de sus tendencias conservadoras, no era el hombre indicado para “regresar al sistema implantado por el general Díaz”.

En opinión de Hintze, la oposición norteamericana a Madero cobró plena fuerza en marzo de 1912. Esta oposición tenía fundamentalmente cuatro aspectos:

1. Enviar notas de protesta cada vez más hostiles al gobierno mexicano en las que se aprovechaban todos los incidentes, hasta los más triviales.

2. Evacuar norteamericanos de muchas regiones de México y dar armas a un sector de la colonia norteamericana en México, mediante lo cual la embajada norteamericana intentaba crear una atmósfera de histeria contra el gobierno de Madero y sentar las bases para una intervención norteamericana en México.

3. Organizar una amplia campaña de prensa en los Estados Unidos en la cual se presentaba a Madero como incapaz de imponer “la ley y el orden” en México.

4. Apoyar intentos de golpe contra Madero.

Mientras que la conspiración reyista (diciembre de 1911) tuvo lugar en un momento en que el gobierno norteamericano todavía tenía sus esperanzas puestas en Madero, varios meses más tarde grandes compañías norteamericanas parecen haber proporcionado armas a Orozco. Según el ministro austriaco en México, Orozco recibió ayuda importante de compañías mineras y huleras norteamericanas, así como del grupo Hearst.110 Más evidente, sin embargo, fue el apoyo de los hombres de negocios y diplomáticos norteamericanos al intento de golpe de Félix Díaz.

A principios de 1912 Félix Díaz había ido de La Habana a Washington, en donde se proponía obtener el apoyo del gobierno norteamericano para su proyectada insurrección. Llevó consigo una carta de recomendación de Brooks, representante de la American Banknote Company en Cuba, para el general Leonard Wood, jefe del estado mayor norteamericano, en que se declaraba:

Díaz puede ser el “hombre montado en un caballo blanco” de México si los Estados Unidos lo ayudan a llegar al poder. Con el apoyo moral de los Estados Unidos podría cambiar de tal manera la situación en México que ya no sería necesaria una intervención. Naturalmente, sus posibilidades dependen de los deseos y las acciones de los Estados Unidos. Use esta carta como le parezca conveniente. Si yo estuviera en Washington la haría llegar al Departamento de Estado y trataría de asegurar que al menos se escuche a Díaz. Le recomendaré a Díaz ponerse en contacto con usted para que pueda usted servir de intermediario.111

No hay pruebas documentales de las gestiones de Díaz en Washington. Sin embargo, la actitud de los diplomáticos norteamericanos durante su insurrección indicaría que sí las hubo y que no fueron en vano. Hintze informó:

Al estallar la revolución de [Félix] Díaz en Veracruz [16 de octubre] la embajada norteamericana, sin notificar a las otras embajadas, informó oficialmente al gobierno mexicano que el gobierno norteamericano se opondría a un bombardeo de Veracruz por las tropas federales. El comandante Hughes, del crucero Des Moines que llegó a Veracruz el 20 de octubre, comunicó el mismo mensaje. En sus tratos con las autoridades mexicanas, este oficial manifestó una altanería que ofendió profundamente a los mexicanos. En consecuencia, en la embajada norteamericana, la gente está diciendo: “Es un demonio de hombre”.112

Es evidente que semejante actitud de parte del gobierno norteamericano constituía una injerencia directa en la insurrección en favor de Félix Díaz. El encargado de negocios norteamericano, reportó Hintze, “me informó sobre la forma en que recibieron las autoridades mexicanas el anterior mensaje. El presidente Madero le había recordado a él personalmente el derecho de México, dentro del marco de la ley internacional, a hacer lo que quisiera. Después de una acalorada discusión de aproximadamente una hora, Madero había estallado en lágrimas, reconociendo la imperturbabilidad de la posición norteamericana y su propia impotencia”.113

El fracaso de la insurrección no desalentó ni a los norteamericanos ni a los “científicos”. Se organizó una nueva conspiración para derrocar a Madero. Los conspiradores dieron su golpe en febrero de 1913. En esta ocasión el apoyo norteamericano a los antimaderistas alcanzó tales proporciones que cambió el equilibrio de fuerzas en favor de los conspiradores.