El Estado y las masas

Al terminar la segunda guerra mundial el Estado mexicano y las relaciones de clases y grupos adquirieron el carácter de un sistema. Desde entonces la correlación de fuerzas pareció reproducirse obedeciendo a atributos y funciones fijados por el poder establecido, las instituciones legales y las prácticas de gobierno. El poder de la nueva burguesía, forjado en un complejo proceso de luchas armadas y políticas, quedó claramente establecido en la legislación y la costumbre. La nueva clase gobernante había mostrado ya su autoridad sobre la antigua; le había quitado el poder y la idea de recuperarlo. Dominaba en forma innegable en todos los órdenes: político, militar, económico, ideológico. A lo largo del territorio nacional gobernaba una clase reagrupada en torno a los caudillos de la revolución mexicana. Muchos de los caudillos habían abandonado sus posiciones anticlericales y socialistas de épocas anteriores, se habían vuelto más civiles, liberales y burgueses. El perfil de una burguesía moderna, “americanizada” y “latina” caracterizaba la mentalidad y los “estilos de vida” de los nuevos gobernantes. Las formas autoritarias del pasado habían sido rehechas. Las estructuras de la dominación oligárquica anterior difícilmente se identificaban con un nuevo presidencialismo, que contaba con el Partido Revolucionario Institucional —inmenso partido del Estado—, así como con un sindicalismo oficial o gubernamental, y con organizaciones de encuadramiento y control de las masas populares y campesinas. Nada quedaba del antiguo ejército y de la antigua burocracia. El dominio de la nueva clase y de sus recién forjadas estructuras políticas asignaba al ejército el papel de un aparato especializado. El partido del Estado mediaba cualquier papel político del ejército. La burocracia civil se había formado con las jóvenes generaciones de clases medias en ascenso, venidas en gran parte del campo. Para entonces ya habían desaparecido, o estaban en proceso de extinción, los caudillos y caciques regionales identificados con la hacienda señorial y la economía de enclave —petrolera, minera, agrícola. Los sobrevivientes se unían a los advenedizos, los seguían en las empresas de explotación y dominación más modernas. Los campesinos pobres con tierras sembraban sus parcelas y ejidos en un amplio territorio arrebatado a la antigua oligarquía. Empezaban a convivir y competir con una empresa agrícola capitalista que contrataba a sus hijos y a los campesinos sin tierras, mientras concentraba créditos oficiales y privados, y empezaba a apoderarse de los mercados. El capital monopólico se había hecho a la idea de que ya no podría recuperar el petróleo, ni invocar antiguos derechos para volver a la situación anterior. Se preparaba para un nuevo sistema de negocios con inversiones privadas y préstamos gubernamentales, exenciones de impuestos, artículos subsidiados, contratos, concesiones, todo lo cual suponía nuevos tipos de asociación entre las burguesías del campo y la ciudad, la agricultura, la industria, la banca y el gobierno. Inversionistas y empresarios pensaban en negocios altamente redituables, parecidos a los de otros países latinoamericanos y a los que habían realizado en México con anterioridad. Su éxito sólo dependía de que reconocieran la nueva realidad política y social del país, y de que entraran en tratos con la clase gobernante. La posibilidad de esos negocios se presentaba en formas por demás alentadoras. La restructuración social del país no sólo había creado un nuevo mercado interno, más amplio y seguro, sino que había articulado el Estado y la economía de manera óptima para el desarrollo y la seguridad del capital. A la industrialización ocurrida durante la guerra, se había aparejado la formación de un obrero moderno y eficaz, educado en las escuelas primarias o técnicas, disciplinado en las fábricas, encuadrado en los sindicatos oficiales. La clase gobernante mexicana contaba con un Estado semicorporativo, con un partido del Estado firme, con un sindicalismo disciplinado. El país presentaba las características óptimas del desarrollo desigual. El trabajador sindicalizado pertenecía al partido del Estado, y sobre él se ejercían múltiples controles gubernamentales, patronales, y de líderes-asociados, capacitados en la negociación de la fuerza de trabajo. La clase obrera estaba fraccionada y no presentaba la menor oposición política como clase. De un lado existían los trabajadores organizados que con sus luchas habían impuesto sistemas de seguridad social, derechos laborales y derechos políticos a la vez reales y limitados. Las organizaciones de esos trabajadores eran parte del Estado. La efectividad de cualquiera de las prestaciones que recibían o de los derechos de que efectivamente gozaban cumplía un doble papel: de una parte los separaba de la inmensa masa de trabajadores pobres carentes de esos privilegios relativos, de otro los sujetaba a los límites impuestos por el sindicalismo oficial, ligado a la organización del Estado, del poder y la producción, y cuidadoso de no llevar las demandas obreras a puntos de ruptura. La tasa de acumulación de capital estaba asegurada. La negociación de prestaciones y salarios para la fuerza de trabajo se llevaba a cabo por los líderes en términos de responsabilidad compartida destinada a mantener él orden establecido y un nivel de costos “razonables”, capaces de redituar a las empresas de acuerdo con las normas de acumulación y las políticas diferenciales de un capitalismo dependiente y desigual, en que las altas tasas de utilidad podían ser compatibles con una gran variedad de salarios. Conciliado por el sindicato, el partido y el Estado, el obrero con más derechos, salarios y prestaciones advertía en su situación personal o de gremio ventajas innegables frente al resto de la masa trabajadora, marginada y superexplótada. Sus reflexiones y sentido común se forjaban en una matriz de seguridad limitada, y de temor legítimo a la pérdida del trabajo y del status alcanzados. En todo obrero rebelde —“irracional”— estaba la amenaza de un pobre, y el probable regreso al “agradecimiento” y “reconocimiento” por haber salido de la pobreza extrema, rural e incluso urbana. El conformismo obrero tenía bases objetivas sólidas, amplias.

En el campo, el fenómeno se daba con características aún más favorables para la empresa y el capital. Los compromisos de los gobiernos anteriores, hechos de caudillos del campo, habían derivado en un nuevo conjunto social que atomizaba y separaba nítidamente al campesinado. El Estado había logrado impedir toda asociación de obreros y campesinos. Las organizaciones de éstos estaban dirigidas de manera más directa por los funcionarios del Estado. Sus líderes en la CNC (Confederación Nacional Campesina) y el PRI (Partido Revolucionario Institucional) habían establecido jerarquías y mandas ligados a diferencias de clase: si un líder de origen campesino ocupaba un alto puesto fácilmente pasaba a formar parte de los funcionarios gubernamentales y de los nuevos empresarios. Los remanentes de la cultura autoritaria rural —forjada en la colonia, la hacienda y la plantación, por el “patrón”, el “caporal”, el “alguacil” y el cura llamado “padre”— reaparecían en los jefes revolucionarios ateos y en los propios líderes campesinos oficiales. Muchos campesinos habían obtenido tierras para sus pueblos y sus familias, en forma de ejidos y pequeñas propiedades. Todos ellos operaban como una amplia base social del Estado y como reserva de una fuerza de trabajo barata de las empresas agrícolas e industriales. Su situación de propietarios pobres, con hábitos inveterados de lealtad, y nuevos temores, los hacía a la vez cuidar la propiedad de su pueblo y familia, y el poder de sus superiores. Ellos mismos se encargaban de atemperar las ansias de los pobres sin propiedad, calmándolos e incluso enfrentándose a ellos. Constituían un vasto sistema social de mediación y apoyo a las fuerzas públicas. Los trabajadores agrícolas asalariados eran ya, a la vez, propietarios pobres y asalariados temporales, o asalariados migrantes que iban de unas a otras regiones del país, y que no tenían sede, ni tierra, ni arraigo, o empezaban a ocupar algunos puestos en la agricultura mecanizada, y en ella se arraigaban y adquirían derechos y prestaciones consentidos por los patrones-empresarios. En todos esos casos no presentaban problema, o porque eran propietarios, o porque estaban desarraigados, o porque estaban agradecidos e incluso orgullosos de su nueva condición.

En el extremo de la pobreza se hallaba el indio. Recluido en sus montañas, más que a una raza representaba, con sus lenguas y dialectos, a la comunidad y al trabajador de origen colonial, ejemplo vivo de la explotación límite. Muchos campesinos “salidos de indios” daban la espalda a sus padres, llamados “jefes”, de cuyo atuendo y hablar se avergonzaban. Comparaban con la suerte de ellos la de ser “blancos”, y hasta jugaban su papel de blancos. El conocimiento del castellano, el uso del traje de mezclilla, las prácticas de la cultura profana de la dominación hacían pensar al campesino más pobre que él no era indio, y que el indio no era campesino.

Con la reforma agraria, la nacionalización del petróleo y la industrialización, las clases medias crecieron considerablemente en número y expectativas. Frente a la situación canija del pasado las “familias decentes” mejoraron en puestos, negocios y oportunidades de educación para sus hijos. Las más tradicionales reconocieron cierta paz y encontraron acomodo. Sus refunfuños y remilgos perdieron los visos rebeldes, extintos por el empleo de oficina. el negocio de concesión, y el lento penetrar de la vida burguesa. Los metidos a agraristas y a sindicalistas se integraron. Los metidos a izquierdistas y comunistas se redujeron a la mínima expresión.

En el campo se desarrolló un comercio nacional y regional. Los pueblos y aldeas adquirieron relieve desconocido. Se convirtieron en centros de mercado e intercambio de productos industriales, o de artesanías y productos agrícolas que antes no circulaban, fuera de la hacienda. La supresión de las “tiendas de raya”, la liberación del trabajo servil, el aumento de los asalariados, vendedores de fuerza de trabajo y compradores de artículos de consumo, dio pie a un auge relativo de las burguesías pueblerinas, comerciantes y artesanales, que aumentaron sus papeles, funciones, ingresos y niveles de vida, al tiempo que aumentaban los burgueses rancheros —medianos y grandes— dedicados a la producción para el mercado urbano, o pioneros de la producción de frutas y granos para la “exportación a los Estados Unidos. Con ellos crecieron la administración y la burocracia rural, encargadas de los modernos servicios públicos, de las empresas para-estatales y estatales, de las cooperativas, de la política provinciana. Todos hallaron en sus vínculos y asociaciones el motor para la prosperidad de sus. negocios, y para la obtención de créditos, concesiones, o de beneficios derivados de las inversiones públicas en presas, plantas eléctricas, caminos, escuelas y servicios. Juntaron a las gentes de sus pueblos para obtener algunos beneficios de un Estado con recursos limitados. Como nuevos caciques, gobernadores, políticos, y de juntas de notables, integradas también por líderes sindicales y agrarios, movieron sus influencias y realizaron actos de solidaridad con el gobierno bienhechor. haciendo déla democracia un negocio a la vez público y privado, del poblado y sus dirigentes.

En las ciudades la pequeña y mediana burguesía industrial y comercial entró en una etapa de expansión coincidente con la de las clases medias de empleados públicos y privados, de técnicos, profesionistas y burócratas. En forma de organizaciones patronales o profesionales, o de asociaciones de vecinos obtuvieron prestaciones y servicios para sus integrantes adquiriendo la costumbre del nuevo juego político, sus reglas y sus prácticas.

La ideología del éxito y del arribismo se impuso en todos los niveles de la sociedad con una moral un poco crítica y un poco cínica, complaciente de los negocios públicos de beneficio privado. Las clases medias no sólo advirtieron su propia mejoría económica y social, sino la importancia de sus papeles políticos e ideológicos, de manejo y control de las masas, de intermediación de luchas, de gestión de obras y obtención de padrinazgos, de regulación de protestas, satisfacción de demandas, y apaciguamiento de rebeliones-presiones con rendimientos satisfactorios en la educación, la construcción, el trabajo profesional, administrativo y político; o la generación de ideologías que exaltaban al país progresista, a la libre empresa, al Estado, y que relegaban a la impotencia y el desprecio, las críticas “tendenciosas” al sistema, atribuyendo a virtudes y defectos innatos al “mexicano” cualquier virtud o defecto del gobierno, la sociedad y el Estado, todo ello con una reelaboración del nacionalismo que no topara con los intereses imperialistas ni con la nueva burguesía. Desde la filosofía, entonces en boga, del “mexicano”, hasta las películas rancheras se cubrieron todos los ámbitos de la producción ideológica a modo de ver y pensar en el país como algo esencialmente satisfactorio.

Los nuevos pobres, migrantes campesinos que empezaron a llegar a las ciudades, fueron vistos como candidatos a una vida ascendente en la que daban los primeros pasos. El México atrasado, marginado, indígena, fue visto como un residuo del pasado al que el desarrollo industrial, técnico y educativo del país, tarde o temprano habría de integrar, aculturar, desarrollar, superar.

El Estado tenía realmente una presencia general. Los símbolos del poder se renovaban constantemente con objetos y personajes de adoración profana, amenazadores y alegres, cívicos de fiesta. La disciplina política y cívica, libremente consentida, consciente de los viejos y nuevos fenómenos de la represión y la corrupción, dio pasos firmes como creencia realista y alegre complicidad. El conocimiento quedó a cargo del Estado, al menos como cultura de la “prueba”, de la derrota y el éxito. La alegría quedó también a cargo del Estado y fue una de sus nuevas prendas. Las canciones y bailes del pueblo llegaron a Palacio Nacional y de éste volvían a los poblados y al campo. El Estado no los monopolizaba. Los transmitía y recibía por la radio y el cine o los magnavoces, los gozaba con la iniciativa privada y el pueblo reunidos o separados.

La oposición se reducía a grupos insignificantes y a críticos circunspectos. Esos grupos no sólo eran realmente pequeños, sino que se imponían límites al rechazo, advertían puntos de unión en sus diferencias y discordias con el gobierno, o mostraban un comportamiento errático, pronto a la reconciliación. La extrema derecha encontró en el anticomunismo de la posguerra los elementos para atacar a los sectores más progresistas del gobierno, y a las debilitadas fuerzas socialistas y comunistas. Los comunistas vivieron una de sus crisis más profundas. Sin bases obreras, sin campesinos, sin estudiantes se reducían a un partido pequeñísimo, envuelto en constantes crisis que casi siempre terminaban con nuevas expulsiones. Dominados por el stalinismo y el “browderismo”, oscilaban entre posiciones dogmáticas, sectarias. burocráticas, y posiciones conciliadoras y oportunistas, que no sólo los llevaron en algún momento a apoyar al “alemanismo” y la política de la nueva burguesía, sino a declarar por muerto al imperialismo, todo mientras eran hostilizados y reprimidos por una y otro.

En cuanto a la oposición conservadora, se reducía a una formación integrada por una curiosa mezcla de liberales y católicos, en su mayor parte surgidos de los profesionistas y los empresarios ligados a la más antigua burguesía industrial y bancaria —regiomontana y europea— con clientelas en algunos núcleos confesionales de las clases medias y el pueblo. Parte de esa oposición había fundado el Partido de Acción Nacional, que constituía tal vez el grupo de presión y luchas electorales mejor y más ampliamente organizado, aunque sin ningún proyecto de gran alcance que significara una verdadera y real oposición. Los objetivos inmediatos de la oposición conservadora eran modestos, y sus objetivos a largo plazo eran poco prácticos, realmente remotos, con un modelo de gobierno en que se proponía un liberalismo económico y político y un humanismo católico, los ideales de la sociedad burguesa europea y de los tradicionalistas y clericales mexicanos.

Otra fuente de oposición estaba constituida por líderes obreros y campesinos desplazados en el último reajuste de cuentas con las organizaciones del sindicalismo oficial, industrial y agrario. Habían fundado el Partido Popular, apoyados por algunos núcleos de capas medias socializantes y por comunidades campesinas, de ejidatarios y trabajadores agrícolas, que en el noroeste y en algunos otros puntos del país mantenían vivo el espíritu revolucionario de la etapa anterior, expresando inconformidades parciales, prontos a la conciliación y al acuerdo con el Estado.

Pocas veces hubo un poder tan grande de una clase social y política apuntalada de arriba a abajo por las formaciones sociales y políticas, por las corporaciones obreras, campesinas, populares, por el sector público de la economía, y por las nuevas formas de expansión y desarrollo del capital monopolio. Ese poder se concentraba en el presidente de la República, y como estaba lejos de ser un poder meramente personal era un poder inmenso. Era el poder de una clase política representativa de amplios sectores de la clase obrera, de los campesinos y las capas medias encuadrados en sus organizaciones, y de una clase social, de una burguesía pública y privada en ascenso. La clase política mediatizaba a unos y otra. Con los “sectores”, mediatizaba a los obreros, a los campesinos y al pueblo y con la formación pluriclasista, a la burguesía y al capital monopólico.

Dentro de ese poder el presidente de la República y el partido del Estado jugaban papeles muy importantes y distintos, con la autonomía necesaria de decisión como para interpretar la correlación de fuerzas económicas y políticas y obrar en consecuencia. Y dentro del Estado, en caso de duda, el presidente siempre representaba la última instancia y pronunciaba la última palabra con una lógica de poder que todos compartían. Las orientaciones finales del presidente decidían la conducta de los aparatos estatales en una red de instancias y canales de mando a la vez institucionales y personales, de funcionarios y allegados. Éstos, para no equivocarse, en casos graves siempre consultaban. Su disciplina notable, civil y militar estaba hecha de una experiencia muy grande, revolucionaria y contrarrevolucionaria. No hacía del presidente un autócrata, sino un jefe político, enfrentado a presiones reguladas o irregulares que debía interpretar, y ante las cuales decidía finalmente en materia de concesiones y represiones. Entre los atributos presidenciales se halló siempre el saber atender, interpretar y encauzar las grandes presiones políticas y económicas con los buenos oficios de sus más fieles y eficaces colaboradores, insertos en puntos clave de los aparatos del Estado que dominaban un vasto campo de la sociedad civil.

EL PARTIDO DEL ESTADO Y SUS FUNCIONES

Dentro de un régimen cuya base de reproducción radica en invocar las elecciones populares para la asignación de una parte importante de los puestos de gobierno, el PRI, como partido del Estado, es el órgano especializado en todas las tareas relacionadas con la lucha política para mantener el monopolio o el predominio del gobierno en los puestos de elección popular. Estas tareas imponen los más distintos tipos de funciones al partido del Estado.

En primer lugar el partido tiene como misión consolidar el monopolio o predominio político e ideológico del Estado entre los trabajadores y los pobladores, entre los líderes y caudillos políticos y entre la iniciativa privada. A cada uno le da un tratamiento distinto para encauzarlo o anularlo. Con cada categoría opera en forma concreta, según la formación, fuerza y disposición de los distintos grupos que la integran, y siempre sobre la base de que el partido tiene que representar al pueblo.

En segundo lugar el partido tiene como misión el organizar, movilizar y encauzar al electorado.

En tercer lugar el partido se ocupa de auscultar la oponión y orientación de los grupos más activos en la formulación de demandas políticas y sociales, para seleccionar a sus representantes y hacerlos elegir como candidatos del partido a los puestos de elección popular.

En cuarto lugar el partido, a través de sus funcionarios, se ocupa de una política de concesiones y castigos, de disciplina y premios a los líderes y grupos que actúan en la política nacional y local. Al efecto utiliza los más variados recursos políticos, legales, administrativos para aumentar o disminuir el prestigio de los líderes entre las masas, reconociendo la efectividad de su representación, o procurando que ésta deje de tener validez, mediante pruebas reales y artificiosas de inefectividad en el liderazgo.

En quinto lugar el partido asume un papel activo en la lucha ideológica preparando a las masas para aceptar la política del ejecutivo, o apoyando las medidas de éste, en particular las del presidente de la República. Al efecto invoca tres fuentes principales: la ideología de la revolución mexicana. la Constitución de la República y el pensamiento del presidente expresado a través de sus discursos. La variedad, ambigüedad o generalidad de la ideología oficial y de la constitución son ilustradas con el pensamiento presidencial, y dejan siempre al Ejecutivo un amplio margen de libertad para definir la política en los hechos. También permiten interpretar las medidas presidenciales y gubernamentales como acordes con la revolución mexicana y el código fundamental.

En sexto lugar el partido elabora planes y programas destinados a las campañas electorales, dejando por lo común que sea el ejecutivo quien los precise con medidas concretas formuladas en discursos, consignas, decretos y leyes. En esta función programática es visible el margen de libertad que se deja al ejecutivo. Hay todo un arte para formular planes sin medidas excesivamente precisas y sin calendarios de aplicación. Hay todo un arte de olvidar y relegar propuestas y planes.

En séptimo lugar, el partido se ocupa de enfrentar a la oposición en las contiendas electorales, ideológicas, sociales, ya sea a través de sus voceros, ya como partido. Al efecto toma posiciones contra la oposición, más agresivas que las del propio ejecutivo, sancionando la conducta de éste, en forma que su acción o sus palabras encuentren un punto de acción arbitral entre el partido y los grupos de oposición, o adquieran las características de una acción objetiva no partidaria, sino de justo medio, de sentido común nacional.

Las funciones del PRI se pueden considerar en términos más generales desde el punto de vista del reclutamiento de cuadros, de la mediación en problemas sociales y políticos, y de la integración o anulación de la oposición. Entre los estudios que han tratado de explicar las funciones del PRI, tal vez uno de los más exactos es el de Richard R. Fagen y William S. Tuohy. Para estos autores: “El PRI no es un lugar de decisión o de responsabilidad, sino que provee servicios críticos que permiten a las élites gubernamentales mantener y ejercer su capacidad de decisión. Funciona como recluta, intermediario e integrador de las instituciones ejecutivas del gobierno centralizado”.1

El reclutamiento no sólo significa atraer a individuos capaces o talentosos, sino consiste en captar (cooptar) a individuos peligrosos para la hegemonía del aparato invitándolos, independientemente de sus antecedentes, a formar parte del gobierno o del propio PRI, donde se les dan facilidades que contrastan con las dificultades de lograr cualquier tipo de carrera pública “desde fuera”.

Como mediador o como intermediario el PRI se ocupa primordialmente de los estratos socioeconómicos más bajos, y selecciona, impulsa, atrae a los representantes de los mismos, que ayudan a los altos dirigentes y a los funcionarios del gobierno a regular los conflictos, a modular las demandas, y a satisfacer las más apremiantes de ellas en formas “realistas”. Por realista se entiende aquella política que fortalece al sistema sin llevar las exigencias populares a puntos de ruptura, sin desatender las exigencias costeables, y sin acordar a las masas demandantes ni más ni menos de lo necesario en opinión de los funcionarios del gobierno y el partido. “El PRI se orienta frecuentemente a los estratos socioeconómicos más bajos. Son éstos precisamente los que necesitan más trabajos, bienestar y mejoras en sus barrios o localidades, y el partido les sirve como bolsa a través de la cual pueden articular sus demandas, a sabiendas de que a veces son atendidas. Los que se encuentran en una mejor posición económica y social… no sólo no necesitan por lo general empleos, servicios de seguridad social o mejoras locales que el partido pudiera ayudarles a obtener, sino que por regla general tampoco necesitan al partido como intermediario que actúe para vincularlos con los empleador y funcionarios del gobierno; ellos tienen sus propios contactos.”2

Las medidas políticas suavizan o aminoran los efectos de las leyes y tendencias generales de un desarrollo desigual. De esas medidas se benefician los grupos populares —de vecinos, campesinos, trabajadores, empleados— que manifiestan sus insatisfacciones políticamente, siempre y cuando se unan para luchar, y después lleguen a acuerdos que involucren compromisos políticos, emocionales e ideológicos con los mediadores-benefactores del PRI y del gobierno.

La función mediadora del PRI tiene dos efectos, uno que consiste en “el control del ambiente político relevante”, y otro que deriva en la aplicación y el desarrollo de un espíritu pragmático. “Es clara la regla para actuar: cuando se espera una participación masiva en el proceso político, y en especial un gran clamor de demandas, es mejor que las actividades correspondientes se filtren a través del aparato político en lugar de que resuenen afuera. El partido tiene como responsabilidad el que así ocurra”.3

El pragmatismo, por otra parte, se convierte en una filosofía, en un sentimiento y en una ideología. Ser “creador” o “hábil” como político consiste en resolver los problemas particulares de grupos políticamente significativo con actos de gobierno o acuerdos que “obtienen” los líderes oficiales de funcionarios o empleados. También consiste en desanimar —por ilusorias, idealistas, o indebidas— las demandas a reprimir.

La función de “integración” y “conciliación” del partido presenta importantes modalidades. “En cualquier conflicto, ya sea un conflicto de clase o económico entre obreros y empresarios, o entre facciones y grupos de interés, se supone que el partido constituye una arena en la que los antagonistas pueden resolver sus diferencias, si no en un plan de igualdad, al menos en un terreno común.”4 Cuando el conflicto no puede ser ventilado en el partido éste remite a los quejosos a “la autoridad competente”.

El partido tiene como función general el que una parte importante de la lucha de clases y facciones se libre en su interior. Busca que en los procesos electorales una parte de los trabajadores o ciudadanos pobres se entienda con una parte de los ciudadanos acomodados por la intermediación de sus órganos, y que los grupos políticos que aspiran a los mismos puestos y posiciones diriman sus diferencias en el interior del partido. Institución de “influyentes” ante los “poderosos” —gobernantes y patronos—, el PRI es también foro donde quienes aspiran a un puesto de elección popular libran a menudo la lucha principal o la más ostensible. En aquel caso los jefes, patrones y desamparados forman una comunidad de mediaciones; en éste, los mediadores luchan dentro de un mismo grupo y disciplina, sin que sus “facciones” o “parcialidades” rompan al partido como totalidad superior, como “familia”, nación o Estado. Intermediación e integración vinculan viejas creencias en el santo patrón y el político-padrino con otras nuevas de civismo y negociación; las de la suerte y el milagro con las de la fuerza y la realidad.

El PRI tiene otra función general. Dentro del partido y fuera de él cumple la función de fortalecer al Estado en su política de masas y con los representantes de las masas. Para algunos autores, esta función aparece por encima del Estado y del gobierno. Y hay quienes piensan que es mero apéndice del gobierno.5 En realidad ninguna de las funciones del PRI se puede comprender al margen del Estado y de su política de masas.

EL PODER DEL PRI Y EL PODER DE LAS MASAS

El poder del PRI es el del Estado. Los partidos de la oposición luchan contra el Estado que se presenta como partido. Ello ocurre desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario (1928) hasta nuestros días. “…El Partido Nacional Revolucionario —escribía Luis Cabrera en los años treinta— corrompido y todo, es sin embargo un grupo unificado por sus intereses bajo la jefatura del general Calles; rico con la riqueza del erario; fuerte con la fuerza del ejército; disciplinado con la disciplina obligatoria, pero efectiva, de la amenaza de cese, y que cuenta además con la pasividad integral de las masas obreras y campesinas, aletargadas con la marihuana del Plan Sexenal…”6

El poder del PRI varía de acuerdo con la correlación de las fuerzas que se expresan en el Estado. Esta correlación cambia después del análisis de Cabrera por el empuje inusitado de las masas obreras y campesinas, que él veía aletargadas, y que obligaron a Cárdenas a rehacer el partido del Estado, transformándolo en Partido de la Revolución Mexicana (1938). En el PRM tuvieron mucho mayor peso que nunca las organizaciones obreras y campesinas. Después, el partido del Estado cambia como el Estado mismo: ambos administran regularmente una política de masas con organizaciones de masas. El partido se ocupa de la administración electoral de la política de masas; el Estado de la administración económica, social y coercitiva de la política de masas. La creciente influencia de la burguesía en el Estado no acaba ni con la política de masas del partido ni con la política de masas del Estado. Ambos articulan los intereses de una gran cantidad de organizaciones de masas que forman parte del PRI o del sector público de la economía, mediando la lucha de clases con concesiones, arbitrajes, negociaciones y represiones que dan al Estado el monopolio de la elección para los puestos más importantes de representación popular, mientras el Estado establece el monopolio de la represión y de los órganos represivos, y domina una parte importante de la economía, que corresponde a la propiedad pública, al gasto público y a la inversión social. El PRI nace y se desarrolla como parte de un Estado autoritario, negociador y concesionario que forma una inmensa corporación de masas, inserta en las leyes de un desarrollo capitalista en que el capital monopólico tiende a incrementar su poder y su influencia propias. y en el interior del Estado, pero sin lograr que lo que éste tiene de poder corporativo y de poder de masas organizadas, integradas y administradas llegue a quebrantarse o romperse. La gran corporación mantiene su fuerza económica, política e ideológica con una organización autoritaria y negociadora, represiva y concesionaria, oligárquica y popular, representativa de funcionarios, líderes o jefes políticos, y de masas.

La fuerza del PRI no puede ser medida por el número de sus miembros; el análisis de los procesos electorales no basta para conocerla. En todo caso la membresía del PRI y los votos que obtienen sus candidatos carecen del significado que tendrían en un sistema clásico de partidos políticos que alternan en el poder. La membresía del PRI es poco conocida, difícil de definir, generalmente ocultada, y burdamente alterada cuando se ha pretendido hacerla pública. Robert Scott7 afirma que hacia 1958 el PRI contaba con más de 6.5 millones de miembros. Divididos en sectores, de acuerdo con la organización del partido, el autor presenta las siguientes cifras:

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El total es apenas inferior a los votos que alcanzó en ese mismo año el candidato del PRI a la presidencia de la República (8 768 000); En caso de ser exacto, los miembros del PRI habrían representado el 90% del total de electores (7 473 000). La cifra es sospechosa en términos generales; pero en cada sector tiene un significado distinto. El carácter de los miembros del PRI se puede distinguir según el recuento sea automático o “inflado”, y la afiliación compulsiva o activa. Aunque es difícil contabilizar las diferencias, puede afirmarse que el sector agrario tiene un mayor número de miembros contabilizados automáticamente: se trata en particular de los ejidatarios, a los que de manera automática se considera miembros del PRI con base en el censo correspondiente. Hay también contabilización automática en el caso de los empleados del gobierno, que están adscritos al sector popular. En cuanto a los obreros, los propios líderes de las organizaciones sindicales que pertenecen al PRI proporcionan cifras con las que aparentan fuerza y representación de masas. “Inflan” los números. Cualquiera de los dos procedimientos obedece a un mismo objetivo de simulación, aunque en un caso la cifra tenga una base censal y en otro corresponda a un “tanteo”, a un “bluff”. En todo caso, el cálculo resulta siempre discutible. El número de miembros que dijo tener el PRI en 1962 fue más alto en varias provincias de la República al número de votos emitidos a favor del partido.8

En 1966 el PRI realizó una campaña para el registro de sus miembros. Calculaba que se habrían de registrar de siete a ocho millones de ciudadanos, esto es, aproximadamente “un 50% de la población con derecho a voto en las elecciones a diputados de julio de 1967”.9 El fracaso y la inutilidad de la empresa no impidió el que pocos años después se intentara un nuevo recuento. En 1972 el PRI volvió a informar del número de sus afiliados. Nuevamente éstos resultaron superiores a los ciudadanos que votaron por sus candidatos en dieciocho de las entidades federativas.10 Difícilmente de tales cifras se puede sacar una conclusión sobre la realidad. Comparando los afiliados en 1962 con los de 1972, las tasas de crecimiento parecen erráticas, sin que se pueda encontrar una explicación consistente. Apenas se advierte que las tasas más altas de crecimiento se dieron por lo general en los estados con índices de subdesarrollo más altos. Esta observación parece contraria a la de Furtak quien dijo haber observado una correlación positiva entre el nivel de vida. el nivel educativo, y la afiliación en el PRI. De comprobarse ambos hechos, en análisis más cuidadosos, se tendría que el PRI ha ganado un mayor número de afiliados en los estados donde menos tenía. Pero todo ello significaría relativamente poco.

La membresía del PRI es incalculable. No se trata de un partido de ciudadanos individualmente asociados para las luchas electorales. (Al menos éstos constituyen la inmensa minoría.) Su fuerza se mide por los activistas que manejan organizaciones de masas y conducen el Estado. Es la fuerza del Estado, de sus formaciones y políticas y sociales, y de las masas que se expresan en ellas, de las clases sociales, que luchan en su interior y que en su interior se concilian como “sectores”. Por eso, para comprender el carácter activo o compulsivo de los miembros reales del partido, o para comprender el significado de la fuerza del PRI en las elecciones, resulta necesario comprender antes que nada la fuerza del Estado en las formaciones políticas y sociales. El PRI sólo es un instrumento de la política de masas del Estado, y el Estado cuenta con muchos instrumentos más.

KL PODER, EL PRESIDENTE Y EL PRI

En México el gobierno y el Estado forman un todo constitucional. La lucha por el gobierno y la lucha por el poder están mucho más estrechamente ligadas que en otros sistemas políticos. El gobierno no se separa del poder del Estado, y éste tiene una autonomía relativa frente a la burguesía aunque tienda a perderla. El Jefe del Estado es el jefe del gobierno, y es el jefe del partido del Estado. El PRI agrupa en “sectores” a campesinos, obreros y clases medias. Los sectores no sólo separan al trabajador agrícola del industrial, y a uno y otro de las clases medias. También separan a cada clase. El sector obrero del PRI comprende a la mayoría de los obreros organizados y los separa de los no organizados; el sector campesino comprende a la mayoría de los campesinos pobres y medianos organizados, y a la mayoría de los trabajadores agrícolas organizados, y a los jefes y caciques de los no organizados; el sector popular comprende a la mayoría de los empleados públicos, de los pobladores y vecinos de los suburbios urbanos, y de los profesionales organizados, y los separa de los no organizados, de los marginados o “liberales”. Cada sector está encuadrado en una o varias confederaciones. La mayoría de los obreros pertenece a la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y a los grandes sindicatos nacionales (petrolero, electricista, ferrocarrilero). Ésas y otras centrales y sindicatos están adscritos al PRI. Los campesinos, en especial los ejidatarios, los pequeños y medianos propietarios y los trabajadores agrícolas pertenecen a la Confederación Nacional Campesina (CNC). En la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) se encuentran los funcionarios y empleados civiles y militares de la burocracia federal, estatal, municipal ; se encuentran también los gerentes, funcionarios y empleados de las empresas del Estado; los pobladores y vecinos de los suburbios urbanos, y algunos miembros de la burguesía política: industriales, empresarios, caciques. La burguesía política se halla por una parte, vinculada a la CNOP y por otra a las cámaras y confederaciones de empresarios que no tienen representantes directos o institucionales en el PRI. aunque muchos de ellos ayuden y asistan a sus campañas.

Cada sector y confederación tiene al frente a líderes-funcionarios o a simples funcionarios que administran y representan la política de las masas, ejerciendo sus cargos con un sentido de disciplina política de distintas raíces culturales? burocrática, militar y obrera. En el caso de los empresarios y representantes del capital esta disciplina se manifiesa en sus aspectos formales o simbólicos, por lo menos frente al jefe del ejecutivo o sus representantes.

La formulación de demandas y presiones varía de un sector a otro hasta llegar al funcionario que ejerce los papeles de mediador, conciliador o ejecutor, en soluciones de consenso y represión. Los funcionarios y los líderes-funcionarios forman un todo para la solución de los problemas políticos del Estado. Operan sobre dos bases principales: las demandas y fuerzas del sector y las demandas y fuerzas de las clases. Sus puntos de referencia política son: a] la estabilidad y funcionamiento del Estado, cuyo representante máximo es el jefe del ejecutivo, b] el apaciguamiento de las masas por concesión, c] la acumulación y reproducción ampliada del capital (esto es, el “Aliento a las inversiones privadas” y el desarrollo del “sector público”). tomando en cuenta la fuerza de los grupos empresariales, del Estado y de las masas para decidir niveles de concesión y represión.

El presidente de la República concentra un poder enorme jurídico, político y económico. Está envuelto en los máximos símbolos de poder que conoce un presidente latinoamericano: institucionales, modernos y tradicionales. Representa el poder del Estado como administración civil y militar, como política e ideología oficial, y como economía estatal. Sus limitaciones son las del desarrollo de un capitalismo tardío y periférico, y las que las clases y la lucha de clases le imponen a los sectores del Estado, al sector obrero, campesino y popular que operan dentro del PRI, y al sector público de la economía, correspondiente a la intervención del Estado en las finanzas, el crédito, la producción, distribución y comercialización.

La inmensa burocracia —con sus funcionarios y líderes-funcionarios— se mueve al unísono bajo la guía del poderoso presidente. El presidente de la República es el jefe del gobierno y el jefe del Estado. Posee facultades ejecutivas, legislativas y judiciales. Se halla al frente de un gobierno en que el poder legislativo es débil, en que es débil el poder judicial. A sus ministros (secretarios) los puede nombrar y remover sin taxativa alguna. Es jefe nato de las fuerzas armadas, sobre las que ejerce un mando supremo y a las que divide en mandos paralelos bajo sus órdenes. Posee facultades para determinar la política exterior sin intervención del legislativo, facultades para determinar la política fiscal, de empréstitos, de deuda pública sin intervención del Congreso.11 Desde 1951 goza de facultades para “aumentar, disminuir o suprimir las cuotas de las tarifas de exportación e importación, expedidas por el propio Congreso, y para crear otras; así como para restringir y para prohibir las importaciones, las exportaciones y el tránsito de productos, artículos y efectos cuando lo estime urgente, a fin de regular el comercio exterior, la economía del país, la estabilidad de la producción nacional, o de realizar cualquier otro propósito en beneficio del país…”12

A este poder se añaden fuertes controles e influencias en los medios de. comunicación de masas, y la dirección del sector público de la economía con 124 organismos descentralizados y 387 empresas de participación estatal, que participan en el 40-50% de la inversión nacional y abarcan el petróleo. la electricidad, los ferrocarriles y los aviones, los telégrafos, buena parte de los transportes colectivos, de la industria de la construcción, de las industrias de fertilizantes, siderúrgicas y de alimentos, de los ingenios azucareros, del café, y de la seguridad social.

El presidente de la República es también el jefe nato del partido. Cuenta con la disciplina de éste y la delega en el presidente del PRI y en órganos colegiados altamente centralizados, que desde 1946 y, sobre todo, desde 1948 operan mediante funcionarios y líderes-funcionarios, cuya disciplina y conocimiento profesional de la política laboral, agraria y popular son constantemente probados y experimentados.

Todo este inmenso poder, redoblado por una disciplina que parece innata, aunque sea, producto de una sólida cultura del poder, está a disposición del presidente del PRI. Éstos operan en las luchas políticas y electorales atendiendo con su criterio las demandas que —dentro de esa disciplina— presentan los sectores del partido gubernamental, o las presiones que formulan las masas en acciones concertadas o espontáneas, o las que por encima del partido y el Estado expresan las clases en correlaciones de fuerza cada vez más favorable al gran capital. Con esas limitaciones, la fuerza del PRI, del presidente y del Estado dan al sistema político sus características más significativas. El partido en el poder es el partido del poder del presidente, del gobierno, de los sectores, y de la burguesía pública. El presidente y sus colaboradores tienen un margen de juego muy amplio en la política de sectores y de masas; cuentan con la disciplina de los sectores y con las organizaciones de las masas; con la posibilidad de enfrentar unos sectores a otros para fines de control, o de enfrentar las masas organizadas a las no organizadas, a las oligarquías y las burguesías, amén de todos los elementos de concesión-represión que les permite el manejo del presupuesto, de las inversiones públicas, de las facultades legislativas y de las fuerzas públicas. El sistema funciona con la expresión mediatizada de las masas organizadas, de las clases trabajadoras y medias reducidas a sectores, de la burguesía mediatizada por la autonomía relativa del sector público, del gobierno y el Estado. La lucha de clases no aparece sin una política de masas. El Estado, como gran corporación, es un Estado de masas, aunque sujeto a la dialéctica y las tendencias de la lucha de clases, en particular al proceso de concentración del capital nacional y transnacional. La contradicción entre el Estado, como formación político-social corporativa de masas, y las corporaciones monopólicas es la contradicción principal del sistema dominante, aquélla que desde dentro tiende a romper lo que en el Estado queda de inserción de las masas y las clases trabajadoras.

LA CARRERA POLÍTICA Y EL RECLUTAMIENTO DE CUADROS

El presidente y el partido usan su fuerza para aumentarla, como si ésta fuera poca y necesitara constante renovación. La política de reclutamiento de cuadros, así como las características de la carrera política no son aleatorias. Revelan una lógica sistemática de renovación y captación de elemento-nuevos y representativos que se suman a los ya experimentados, sustituyéndolos. En un sistema institucional de mediaciones y conciliaciones, la selección, elección y renovación de los mediadores y los líderes es también institucional. Constituye la esencia misma de la lucha por los puestos de “representación popular” con sus dosis variadas y combinadas de lógica autoritaria y paternalista, democrática y negociadora, oligárquica y burguesa. Esa política de renovación de cuadros es efectiva, y efectivamente beneficia a los mediadores, a los grupos que representan, y a los hombres en el poder. Combinada con la selección de profesionales y técnicos, destinados a las tareas administrativas que requieren conocimientos especializados, genera un gobierno particularmente sólido, cuyas variantes principales obedecen al desarrollo dé la sociedad civil y del capitalismo. La sociedad civil evoluciona segregada de obreros, campesinos, pobladores y capas medias organizados en y por el Estado, y la empresa capitalista evoluciona sin la propiedad de un amplio sector público. De ese modo surgen formaciones sociales y políticas de mediación, en las que destacan los representantes de las mismas, seleccionados-elegidos por una “clase política” que se renueva, mientras calcula y determina la renovación y la representación, así como las formas de unir o enfrentar a los elementos separados para fines de control social y político, y la de someterlos para mantener la tasa de acumulación de capital, o asegurar con inversiones sociales y productivas, al propio sistema político y al Estado.

La renovación de cargos de representación popular tiene una importancia crucial para el Estado en su política de masas, y en su política con la sociedad civil y el capital. Sus efectos son varios. Primero. Multiplica el número de puestos disponibles al ponerlos en movimiento. Segundo. Cada puesto de representación pone en movimiento al beneficiado, a sus allegados y representados, incluido el personal técnico y sus clientelas colectivas. Tercero. Los elegidos toman providencias para cambiar de puesto, o dedicarse a los negocios personales en caso de que termine el periodo de su elección. Cuarto. Los perdidosos luchan por una nueva oportunidad con presiones, protestas y rebeldías limitadas. Quinto. El sistema asegura la continuidad y variación de cuadros de acuerdo con la coyuntura y las variaciones concretas que reviste la lucha de grupos, facciones y clases.

La política de renovación de cuadros obedece a la historia de la política de masas, de la sociedad civil y el capitalismo. La irrupción de las masas en el siglo xx, su control y encuadramiento en el Estado, da a la sociedad civil, al capitalismo y al Estado perfiles muy concretos en que la renovación de cuadros afecta todos los elementos del sistema de masas-corporaciones-clases. Corresponde a las rupturas y a la institucionalización de esa historia.

Peter H. Smith ha realizado un estudio sobre la “circulación de las élites” en México, que abarca casi todo lo que va del siglo XX.13 En su trabajo Smith analiza la continuidad y renovación de los cargos públicos de nivel nacional desde 1904 hasta 1971. El autor incluye a presidentes, miembros del gabinete, directores y gerentes de empresas estatales, líderes del partido oficial, gobernadores y senadores. Algunas de sus conclusiones son impresionantes en lo que se refiere al sistema político, aunque resulten precarias —como ocurre generalmente con este tipo de estudios— para el análisis del sistema y las estructuras sociales.

Comparando la continuidad de la “élites” de México, la URSS y los Estados Unidos afirma: “En términos generales la continuidad ha sido mucho más alta en Rusia que en México”.14 En efecto, mientras en la URSS la continuidad ha fluctuado entre el 65 y el 80%, en México, sólo alcanza el 35% a partir de 1920. En cuanto a los Estados Unidos, cuando cambia el partido en el gobierno, como promedio, sólo conserva al 10% de los funcionarios. México tiene una tasa de continuidad más baja que la URSS y una tasa de continuidad más constante que la de Estados Unidos. Dos tercios de sus altos funcionarios son recién llegados, y cambian con cada nuevo presidente. Cada tres periodos presidenciales se renueva el 90% de los dirigentes políticos de México. Esa variación de personal hace del sistema político mexicano un sistema “atípico” pues siendo “autoritario” renueva considerablemente a sus “élites” políticas en forma institucional, sin necesidad de cambios bruscos o violentos, únicos que en general permiten la renovación de élites en los sistemas autoritarios, particularmente en los latinoamericanos. La especificidad del sistema político mexicano, en éste y otros terrenos, no le permite ciertamente escapar a las tendencias más generales del desarrollo de un capitalismo dependiente. Lo que le permite es darle características concretas muy significativas para la comprensión del Estado y de la lucha por el poder, ya sea que ésta se libre en el seno de una misma clase o entre clases antagónicas.

Las variaciones en las tasas de continuidad, y en el carácter de los cambios obedecen a la historia del México revolucionario y posrevolucionario. A la caída de Porfirio Díaz los dirigentes “experimentados” bajaron del 70 al 14%. Durante el gobierno de la Convención sólo eran el 7%. La revolución de 1910 constituyó el ascenso máximo de nuevas carnadas: subió al poder toda una pequeña burguesía revolucionaria joven, poco escolarizada y armada, cuyo origen rural era predominante, y con ella obtuvieron puestos de gobierno y poder numerosos líderes obreros y campesinos. Muchos años después, con Miguel Alemán (1946-52), se dio un cambio generacional. Alemán no sólo sustituyó a los viejos por los jóvenes, sino a muchos revolucionarios molestos —cardenistas y precardenistas— por jóvenes “desarro-llistas”. Desde entonces apareció otra tendencia, que destaca David E. Stand-field en un estudio sobre los gabinetes presidenciales.15 Hasta 1946 no había hombres de negocios o empresarios en el gabinete presidencial, y desde 1946 no deja de haberlos. Como señala Stanfield, hasta antes de Alemán “muchos ministros dejaron sus cargos convertidos ya en prósperos hombres de negocios con grandes intereses comerciales e industriales […] Al terminar la presidencia de Miguel Alemán, un grupo pequeño pero significativo de hombres de negocios profesionales se encontraba en las filas del gabinete”. Y comenta: “Esta forma oficial y abierta, en que se involucró una parte de la comunidad de los negocios (“business community”) con el gobierno, marca un punto de quiebre en la historia de la revolución, hasta entonces los empleadores de trabajo en gran escala habían sido formalmente excluidos del partido revolucionario y de los círculos gubernamentales oficiales”.16

Hay otro cambio importante. De 1952 a 1970 —durante los gobiernos de Ruiz Cortines, de López Mateos y de Díaz Ordaz— los “políticos experimentados” alcanzaron respectivamente las siguientes proporciones: 39, 31, y 34%. Con Echeverría sólo fueron el 26%. Tras el gran movimiento estudiantil-popular, la masacre de Tlatelolco y la crisis ideológica del Estado, Echeverría buscó renovar los cuadros del gobierno, “abrir cauces a la juventud”, “llamarla a los puestos de responsabilidad” y “hacerla copartícipe” de la solución de los “problemas nacionales”. Esa política de captación de “jóvenes rebeldes” coincidió con una serie de medidas destinadas a satisfacer las demandas postergadas de las clases medias, y con la captación “masiva” de ideólogos e intelectuales.

A los cambios anteriores se añaden otros de profesiónalización y desmilitarización de los puestos públicos. De acuerdo con el estudio de Standfield, desde el gobierno de Ávila Camacho (1940-46) todos los militares con cargos de responsabilidad ya habían ido a la escuela y eran profesionales, mientras que con anterioridad la inmensa mayoría no eran “militares de banqueta”, sino antiguos jefes de partidas y de campañas armadas. Es más, de 1920 a 1940 el 39% de los miembros del gabinete eran militares. Después, los militares por lo general empezaron a ocuparse sólo de los ministerios de su especialidad. Al mismo tiempo, de Ávila Camacho a Echeverría los universitarios ocuparon más del 70% de los puestos del gabinete. La profesión alización y el predominio de los civiles aumentaron con el poder central.

La influencia de la ciudad de México aumentó también desde los años cuarenta frente a otras regiones del país, como el noroeste, que en etapas anteriores ocuparon una proporción de puestos mayor a la de cualquier otro grupo regional. Desde entonces no sólo tendieron a prevalecer los “chilangos” sino los universitarios, y precisamente los egresados de la Universidad Nacional Autónoma de México, forja principal de la clase política del gobierno, aunque también centro fundamental de crítica al poder establecido y escuela de amplios cuadros de la oposición. En un estudio sobre las carreras políticas en México, Eilfred Gruber señala que de un total de ochenta y ocho miembros de la “familia revolucionaria” que incluyó en su estudio y que van de Ávila Camacho a Díaz Ordaz, cuarenta y ocho fueron a la Universidad Nacional Autónoma de México. De ellos treinta y cinco eran graduados de la facultad de derecho.17

En términos generales puede afirmarse que la mayoría de los dirigentes políticos que ocupan cargos de representación popular, o que son funcionarios, provienen de las capas medias. Los dirigentes de origen campesino u obrero ocupan un lugar secundario en la administración y la representación nacional. “Resulta —escribe Standfield— que el gabinete ha salido, en gran medida, del amorfo grupo de la burguesía […] Los miembros del gabinete que provienen de los grupos de bajo ingreso o de bajo status son muy pocos y esporádicos, aunque parecen haber sido más comunes en los años veinte y los años treinta que en los últimos tiempos.”18 Gruber, por su parte, llega a la misma conclusión: del sector campesino y del sector obrero no surge una carrera política que lleve a los más altos puestos.19 A lo sumo contribuye a integrar a los antiguos líderes obreros y campesinos a las capas medias, y sólo excepcionalmente a la nueva burguesía.

El predominio de los universitarios y de las clases medias en las carreras políticas, corresponde a su predominio en el gobierno, en el PRI y en los “sectores” del PRI, excluido el “Sector Obrero”, que como contrapartida nunca ha alcanzado la presidencia del Instituto Político. Este predominio de universitarios y “clasemedieros” no sólo se debe a las funciones ideológicas que los universitarios cumplen en el gobierno y el partido, ni sólo a sus funciones profesionales o técnicas, sino al papel de intermediación y mediación que como dirigentes desempeñan para una formación política extremadamente sutil, cuyos efectos y recursos sólo se explican por una política concreta de masas y clases.

Los individuos —dirigentes y élites políticas— llevan a cabo una carrera en que la pequeña burguesía acomodada y profesional, y en general las clases medias que forman parte de la clase política, son incapaces de romper los grandes procesos de concentración del capital, de desigualdad y dependencia que caracterizan el desarrollo de México. Los organismos del gobierno y los sectores del PRI que buscan representar y regular los intereses de compesinos, obreros pobladores y capas medias, no pueden romper las leyes del desarrollo capitalista de un país dependiente y desigual. Lo que sí pueden es orientar y dirigir el proceso natural apoyando a los trabajadores organizados de los grandes sindicatos y a los campesinos mejor organizados —siempre que colaboren a la estabilidad del sistema— en la misma forma que apoyan, por iguales razones, a los colonos organizados, a los empleados, a los gremios profesionales, sobre la base de salvaguardar las tasas de acumulación de capital, las tasas de utilidades del capital privado, los “incentivos a la iniciativa privada”, y bajo el supuesto imperativo que cada negociación o concesión social asegure y reafirme los aparatos del Estado y del gobierno, incluido el PRI. Para todo ello la captación de cuadros dirigentes es fundamental, como lo es el renovarlos de acuerdo con las variaciones en las demandas y organización de las masas, o de las propias clases gobernantes, incluidas las burocracias gubernamentales. Y en este terreno el Estado y el partido del Estado disponen de todos los recursos necesarios para su renovación. El relevo ocurre en gran escala cada seis años regulado por la constitución.

El principio de “No reelección”, aplicable por ley al presidente de la República, a los gobernadores de los estados y a muchos otros puestos representativos, es la garantía máxima para la renovación de cuadros. Permite al Estado y al partido del Estado reclutar cuadros en clases, sectores y regiones. de manera regular, con las variantes concretas necesarias. Es la base de una política de cuadros del Estado mexicano, a través de la cual realiza su política de masas.

La política de cuadros coloca al partido del Estado en una superioridad poco común frente a los demás partidos. El PRI es un partido de elegidos. No es un partido de electores, sino un partido de candidatos a puestos de representación popular. Esos candidatos se apoyan en sus propias fuerzas, en sus clientelas, “valedores”, “cuates” y “achichincles”, así como en los funcionarios del partido para alcanzar los puestos de elección popular. Nadie mejor que el PRI para su ascenso. Ningún partido puede competir en este terreno con el PRI-Gobierno, con el PRI-Sector Público, con el PRI-Presu-puesto.

La política de renovación de cuadros sirve para regular la política de masas y clases, para hacerla variar de individuos y representantes, según los cambios objetivos del poder. Esa política desalienta la lucha de los cuadros fuera de las organizaciones de masas que no están en el PRI, y hace que entren al PRI los cuadros y masas más organizados y combativos, usando para ello otros recursos relacionados con los bienes de este mundo, y con la propaganda de desaliento en un mundo mejor, de desmoralización, seguida de consignas triunfalistas aplicables a cuadros y masas.

INTERMEDIARIOS, MEDIADORES Y MEDIATIZADORES

La fuerza del Estado se expresa también en la política de mediación, intermediación y mediatización de las demandas populares. Esta política tiende a regular la conducta de las masas, de sus organizaciones y líderes. Quien media para la solución de un conflicto, quien actúa como intermediario o valedor para la satisfacción de una demanda, quien disminuye las exigencias y aleja los peligros de una ruptura con las masas, ya sea como líder u organización de líderes, transmite y aprende las reglas del éxito propio y de sus validos. Ambos se integran al sistema y le dan legitimidad. En cualquiera de sus funciones, el mejor intermediario o mediador es el que pertenece al partido del Estado, el que está apoyado por los funcionarios del Estado, y el líder o representante oficial que cuenta con el aval simbólico del sufragio popular; o el que incluso desde la “oposición” establece acuerdos con los funcionarios del partido y el Estado. A las masas políticas y a los líderes de las masas se les educa, en la práctica, para pensar que el intermediario o mediador político mejor es el Estado, o el del partido del Estado. Esta educación práctica —hecha de sobrentendidos, experiencias y discursos— opera en los límites y variaciones del sistema y dentro de sus limitaciones de intermediación. En la lucha por los cargos de representación popular, el partido del Estado obedece a los límites y variaciones de sus intermediarios. Donde hay intermediarios, mediadores y mediatizadores opera el partido y domina fácilmente a la oposición. Donde se da la inmediación de la violencia se retira el partido, y otros funcionarios persiguen a la oposición. Donde existen y pueden actuar los mediadores e intermedios oficiales éstos son mucho más eficaces que los de la oposición; donde no existen o se retiran, porque el sistema no gobierna, los partidos de oposición sólo pueden crecer en la clandestinidad, y sólo se imponen con todos sus derechos cuando el sistema ha agotado otros recursos —incluida la violencia— y no ve más camino que reconocerlos a reserva de penetrarlos y captarlos.

Los intermediarios y mediadores políticos son de distintos tipos según el cargo que ocupan. Unos son funcionarios políticos de elección popular, otros son funcionarios y burócratas; otros ex-funcionarios y patrones-caciques a cuya influencia se apela; otros más son políticos o funcionarios del PRI y líderes relacionados con las organizaciones del PRI, con la Confederación Nacional de Organizaciones Populares, la CTM, la CNC. Hay grupos de notables-advenedizos que eventualmente operan como intermediarios para obras y servicios públicos en una región o comunidad; líderes de la base —de fábricas, pueblos, barrios, ejidos—; líderes y organizaciones de “oposición” usados esporádicamente por los obreros, campesinos o vecinos para la solución de sus problemas; líderes y organizaciones de oposición usados permanentemente para presionar al sector público para la solución de problemas colectivos, o por grupos económicos fuertes que fintan y transan. Los gremios profesionales, los de pequeños propietarios, los curas y profesores desempeñan antiguos papeles de mediación y complementan los de las organizaciones más modernas. Todos expresan el poder, son símbolo del poder multiforme de influyentes-oficiales, líderes-padres, patrones generosos, abogados hábiles, expertos “que se las saben”, curas-compadres, magistrados-valedores. A través de ellos se formulan las más variadas demandas de mediación. El ordenamiento de las mismas existe a lo largo de todo el sistema. Hay demandas “personales” al gobierno; demandas regionales —de Estados, zonas, pueblos—; demandas de gremios —profesionales, estudiantiles, obreros, de pequeños propietarios, campesinos—; demandas de instituciones —de escuelas y universidades—; demandas de empresas —con sus patrones y trabajadores.

La mediación clasificada e institucionalizada, en toda la malla social, es parte del Estado. El partido y sus organizaciones son parte de la mediación. Los mediadores vienen de instituciones antiguas y modernas, familiäres, coloniales y electorales. Hay parientes, emparentados y padrinos. Hay intermediarios naturales, “eternizados” en sus papeles, como de nacimiento. Hay alquilados (llamados “coyotes”), abogados, prácticos y valedores sin título. que llevan el nombre de ese carnívoro, “especie de lobo, o perro grande”, “dotado —según Motolinia— de mucho instinto y astucia”. Los “coyotes” o “huisacheros” son tinterillos “que trafican en negocios curialescos” y los enredan. De una manera más general se ocupan en toda clase de transacciones. Operan por comisión, porcentaje o participación, tengan o no puestos de representación popular o de burócratas. Todos estos intermediarios cumplen viejos papeles que vienen de la colonia y que se han adaptado a las instituciones republicanas. A ellos se suman, confundiéndose, los “advenedizos”, “arribistas”, “juniors” y políticos que buscan hacer una carrera en el gobierno y que juegan el doble papel de intermediarios y “representantes”. de “procuradores de indios” y “candidatos” o “diputados”, en el sentido tradicional del término. Hay también los comisionados para desempeñar esos mismos papeles en representación de sus superiores del PRI, del gobierno, de los altos funcionarios y gobernadores, y en representación de sus clientelas, allegados, vecinos, sindicatos, ejidos.

La forma en que una persona o un grupo se convierte en intermediario varía en función de su clase, de su raza, de su sexo. Tienen más posibilidades de ser intermediarios los miembros de las capas medias, los ladinos y los hombres. Tienen más posibilidades de ser intermediarios de alto nivel los nacidos en pueblos y ciudades, y los que han hecho estudios. Pero esto no ocurre de manera mecánica. Los proletarios, los indios, las mujeres, en ciertos momentos, han cumplido papeles de intermediación. Ha habido momentos en la historia del país en que el campo y ciertas regiones o provincias alcanzaron un peso político inusitado en la intermediación.

En la selección de intermediarios operan reglas y tendencias parecidas a las que determinan la renovación de las élites gobernantes, como que unas y otras juegan frecuentemente ambos papeles. La selección de los intermediarios se hace por razones dé familia, entre paisanos, compadres, allegados; por padrinos, maestros universitarios, jefes políticos. Empiezan a su lado la lucha, poco a poco, y aprenden con ellos las reglas, las prácticas, el lenguaje de la mediación. En el caso de las asociaciones —obreras, campesinas, de colonos— la intermediación se alcanza por acuerdos y pactos con los gobernantes, que reconocen en esas asociaciones la representación de grupos significativos del campesinado, el proletariado, las clases medias.

Dobles representantes del gobierno y las masas, los intermediarios expresan a la masa como parte del poder. Satisfacen y moderan las demandas populares como representación del poder con la masa y del poder de la masa, del poder que es arbitro y concede o niega a la masa, acercándose y separándose de ella, integrándola y rechazándola según el poder de uno y otra.

El sistema presenta formas de gestión y conciliación variadas. Unas siguen sólo los procedimientos legales y son relativamente ineficaces. Otras cubren las apariencias legales necesarias y usan los recursos efectivos de la influencia y el dinero. Otras más olvidan toda apariencia de legalidad y arreglan los asuntos con despliegue de fuerzas, de influencia: la autoridad aparece arbitraria hasta cuando favorece a la masa. Pero ello ha de ocurrir en forma excepcional, y sólo a modo de recordatorio del poder del jefe, del arbitro, un poder personal, que se supera en formas institucionales, a modo de concesión con amenaza de retorno a violencias e injusticias “superadas”.

La función general de los intermediarios gubernamentales consiste en “atender el menor número de demandas con el menor grado de violencia posible”.20 También con el menor costo. Lograr la satisfacción de una demanda y moderarla no sólo equivale a lograr la satisfacción de la demanda y a moderar el monto y el costo de la misma, sino a moderar la formulación de la demanda. Equivale a transformar la protesta en demanda. La demanda en solicitud, la solicitud en ruego. Disminuir la violencia o impedir la violencia equivale a impedir que la autoridad se vea en la necesidad de ejercer la violencia; pero también consiste en impedir que los demandantes ejerzan la violencia.

Tras la disciplina, la cortesía, el respeto y la solidaridad está la violencia viva, expresada como antiviolencia de gobierno y masa. El mediador busca la expresión de la antiviolencia, reflexionando con las partes sobre los peligros de la violencia. En todo caso una demanda satisfecha con el mínimo de violencia y el mínimo de costos ha de proponerse renovar la confianza en los gobernantes temibles y legítimos, ha de buscar la solidaridad de los gobernadores calmados y agradecidos.

El control de los intermediarios se ejerce por disciplina y lógica política, ambas ampliamente extendidas en el ámbito gubernamental y social, e instintivamente identificadas por los intermediarios. También se logra por vínculos personales de compadrazgo, parentesco, lealtad al jefe, o poniendo a competir a dos o más grupos, líderes o caciques que juegan el papel de intermediarios, y a los que se da apoyo según su comportamiento, según “hagan méritos”. El control se logra también por un sistema de complicidades, y por un sistema práctico de estímulos y sanciones. Los intermediarios tienen intereses —algunos “inconfesables”—, incurren en actos que caen en el terreno del derecho penal, a veces de acuerdo con sus jefes (o incluso por orden de sus jefes), otras por su cuenta e iniciativa propias (que encubren sus jefes mientras les conviene). Los intermediarios logran mejorar sus posiciones económicas y políticas con base en el ejercicio eficaz de sus funciones de lealtad, disciplina y eficacia para satisfacer las demandas populares al menor costo, con la menor violencia y con el mayor grado de legitimación de sus jefes. Esta regla se rompe cuando el jefe exige lealtad a sus “negocios” o el ejercicio de actos de violencia que muestren que él tiene el poder, a reserva de que después muestre también que tiene la “autoridad”, incluso la moral, y desde luego la ideológica, la revolucionaria. En el México moderno algunos de estos mecanismos antiguos tienden a desaparecer y sobre todo a expresarse de manera más impersonal.

Los intermediarios pierden su posición y prestigio (excepcionalmente su libertad, sus bienes y su vida) cuando no cumplen el conjunto de funciones asignadas. El cese o la renuncia forzada de funcionarios públicos; su “congelación” y la pérdida de su carrera política (el “no te quemes” alude al peligro) ; su consignación a las autoridades penales en casos extremos, aparecen como la consecuencia de protestas y acusaciones populares de sus representados, a veces alentadas o simplemente permitidas por los funcionarios superiores.

En el caso de intermediarios que no son funcionarios se siguen iguales procedimientos —salvo el cese—, procurando que sean los mismos representados quienes “desconozcan” a sus representantes, los acusen de palabra o por escrito —con o sin pruebas— de deshonestidades y prevaricaciones reales o ficticias, los acusen, con o sin pruebas, de ladrones, asesinos, y aprovechados, hasta acabar con tcdo su prestigio. La acusación de que son contrarrevolucionarios o comunistas, etcétera, es menos favorecida. A ella se recurre en último extremo. En general se prefiere demostrar que los apóstoles son criminales, que los insumisos y rebeldes, sólo buscan intereses personales, y que sean repudiados por aquéllos a quienes dicen representar, que los acusen de tener casa de rico, automóvil, mujeres. Los representados que denuncian a un intermediario al que han tenido que respetar, sienten en esos momentos que viven un margen de libertad “autorizado”, no peligroso; les permite criticar al sistema criticando al intermediario caído en desgracia. La prensa vive ese mismo aire de libertad provisional, de fiesta. Los periodistas participan de los beneficios de la campaña (en el ataque o la defensa) con un sentido lúdico del sacrificio, otro ético de la sanción, y otro más de realismo político o lógica del poder: “¿Te fijas qué bonito se está poniendo?”; “Eso le pasa por…”; “Ya se lo fregaron y era natural que así sucediera…”; “Así son las cosas…”. Aplicando métodos de embrollo y deshonra a los líderes genuinos de las masas indóciles se provoca un teatro de juegos y violencia que les hace sentir la humillación con la burla, la amargura con la impotencia, la desesperación con la apariencia de ser rijosos y desequilibrados, sospechosos morales y tontos políticos.

Los intermediarios tienen relaciones jerárquicas y de coordinación, formales e informales, que les permiten conocer la estructura y el funcionamiento del sistema de dominación y del sistema social en que actúan. Estas relaciones son tanto más extendidas y profundas cuanto más cerca se encuentran de los centros de decisión y más estrechamente colaboran con ellos. Como existe una movilidad entre el funcionario que “gestiona” y el funcionario que decide, el conjunto conoce los problemas del gobierno y la oposición, tal y como éstos se hallan articulados.

La vinculación de los intermediarios políticos con los económicos (particularmente con los comerciantes, prestamistas y empresarios subcontratantes de mano de obra) les permite a aquéllos conocer la estructura y el funcionamiento no sólo del gobierno sino del Estado, en lo que tienen de conflicto y conciliación de clases en lucha desigual, diferencial, que combinan las formas más antiguas y modernas del enfrentamiento, el sometimiento y la concesión.

El sistema de mediadores rebasa los límites de lo político. Sale de ellos y regresa. Aparte de los intermediarios formales e informales, que relacionan a la población con el gobierno municipal, estatal o federal, existen amplísimos sistemas de mediación económica y social, que constituyen el reducto más profundo del poder en las empresas de producción, distribución, servicios, comercialización y créditos. La relación de éstos mediadores sociales —individuales y colectivos— con los mediadores políticos, sindicales y agrarios presenta características funcionales complementarias. Hay el obrero intermediario, el campesino intermediario, el indio intermediario. Con algunos privilegios de que no gozan sus representados realizan los mismos papeles de moderadores de demandas, gestores de empleos, tierras, agua. Entre ellos se encuentran los “trabajadores de planta” que disponen de dos o tres empleos “eventuales” (o de “cuijes”) para sus familias o validos; los ejidatarios y pequeños propietarios pobres que regulan las demandas de sus hijos y parientes sin tierra; los jefes indios, reconocidos como autoridades y caciques pobres entre las poblaciones más desamparadas. Sobre todos se levanta el gran intermediario sindical, agrario, indigenista, popular, con la amenaza subyacente del desempleo, el hambre y la violencia, o la más general de que no se resuelva nada, de que todo se quede en palabras o en dar vueltas (“No-más dice y dice”; “Nomás me trae de acá para allá”, “Nomás me anda dando vueltas”.)

El control y el papel de los mediadores obreros varía según se trate de grandes, medianas o pequeñas empresas. En las grandes empresas los trabajadores están sindicalizados, y aunque existan distintos grados de opresión fabril, los recursos legales y los líderes mediadores de la CTM y el Congreso del Trabajo —organismos oficiales— no dejan de existir como realidad o posibilidad. En las empresas que ocupan de diez a cincuenta personas, los obreros trabajan entre la ilegalidad y el total desamparo. Hay talleres “clandestinos” donde los obreros trabajan en “estado de servidumbre común y corriente”, y “núcleos familiares”, semiclandestinos, que operan como maquiladoras de las grandes empresas. En ellos los jefes-padres-empresarios “no pasan de ser capataces extramuros de las empresas fabriles o de las cadenas comerciales”.21

La población marginada de las zonas urbanas está controlada por un vasto sistema de intermediarios administrativos y de líderes de la CNOP. La población marginada del campo tiene en general menos intermediarios: el control de la misma es más jerárquico y represivo que el de la población marginada de las ciudades. Entre los pobladores urbanos y rurales se pasa de las representaciones colectivas y oficiales, con sistemas de clientela, hasta los cacicazgos de tribus, comunidades, familias grandes y pequeñas, con formas tradicionales de representación, o de autoridad nata. En cualquier caso los intermediarios de la población marginada pueden abandonar y traicionar a sus “gentes” con mucho mayor facilidad. El ascenso político de los representantes de los marginados consiste en una mayor impunidad al abandonar y manipular las demandas sociales. La violencia es también mayor y más frecuente, aunque ceda el paso al sistema de la intermediación cuando los marginados logran sostener y reproducir sus organizaciones, tras la defección o eliminación de sus líderes. Esto ocurre sobre la base de demandas mucho más pobres en el campo que en la ciudad, en los pueblos de indios que en los de ladinos o mestizos.

El sistema de mediadores políticos no sólo se ve redoblado de un sistema de mediadores sociales, con obreros que contratan obreros, con pequeños empresarios que son contratados por grandes empresas para que asuman los riesgos de la contratación y explotación de trabajadores eventuales, con líderes de colonos urbanos que obtienen beneficios personales en el ejercicio de su liderazgo, con ladinos que manipulan a los indios. El sistema de mediadores políticos y sociales está también constituido por los sectores obrero, campesino y popular que se benefician del tipo de desarrollo altamente desigual, de las prestaciones y concesiones diferenciales que obtienen. Esos sectores mediatizan las demandas de los obreros, campesinos y pobladores marginados, ante los que aparecen como escalón superior de una movilidad y un ascenso posibles.

El sistema político de la mediación tiene así un fuertísimo respaldo social, de individuos y sectores. Ello explica en gran parte su notable funcionamiento.

Bo Anderson y Manuel Carlos observan que “el apoyo al intermediario político debe venir tanto de sus comitentes cómo de sus contratos políticos para que aquél mantenga su posición de poder y su condición de intermediario”.22 Esa doble misión obliga al intermediario a pensar en gobierno y pueblo. De ahí surge un sistema político aparentemente moderno y que en realidad es un híbrido del sistema colonial y republicano. No se trata de un sistema democrático que tienda a desarrollar la vida de los partidos que llevan al poder. Por sí sola, la vasta red de intermediarios del gobierno y las clases gobernantes es la negación de un sistema de partidos políticos y democracia parlamentaria. Ni se da de acuerdo con el esquema clásico de los ciudadanos organizados, que en función de una ideología y un programa luchan por la opinión pública para la elección de un candidato, a fin de que éste en el gobierno busque cumplir con el programa y en el parlamento exija el que éste sea cumplido, ni se da con el esquema más próximo a la realidad de la lucha de clases y facciones de clase que se organizan con esos mismos criterios. El sistema de elección de mediadores es una combinación de las ideas tradicionales sobre la autoridad, propias de las sociedades patriarcales y autoritarias, feudales o semifeudales, señoriales y semicapiíalistas. o de los sistemas de gremios y asociaciones precapitalistas. y de los procesos de elección y negociación más característicos de la democracia sindical y partidaria.

El sistema político de mediadores tampoco corresponde a las características de un gobierno absoluto, o de una tiranía. “Por muchos defectos que el sistema político mexicano tenga —escriben los autores citados— no se puede decir que no es democrático. En cierto sentido el sistema representa una alternativa a la política electoral pluripartidista de Norteamérica y Europa Occidental.” Y añaden: “Hasta ahora es imposible afirmar que el sistema mexicano, basado en relaciones e intermediarios [ … ] satisface en forma menos eficiente que los sistemas multipartidarios los intereses organizados”.23.” Estas afirmaciones son relativamente ciertas. Hay actitudes paternalistas que parecen democráticas; presiones populares que expresa el intermediario, demandas que ayuda a resolver, aunque las mediatice y modere. Y en países parecidos a México, los sistemas multipartidistas no han sido garantía de una democracia más efectiva, ni de más libertad o justicia social. Piénsese en Colombia, para citar el caso de un país dependiente y subdesarrollado. en donde la oligarquía domina con dos partidos, en un juego aparentemente más democrático y en un país casi tan desigual como México, pero mucho más incapaz de integrar y captar a sus ciudadanos y trabajadores organizados.

Todo lo anterior no oculta un hecho claro. El sistema político mexicano obliga a que los ciudadanos elijan intermediarios, reconocidos y seleccionados por el Estado y el partido del Estado. Y ello obstaculiza considerablemente el desarrollo de cualquier partido de oposición, coloca en una debilidad extrema a los partidos de oposición. Es cierto que el sistema tiene límites en materia de mediadores. Éstos no existen o no logran beneficios para una gran parte de la población, marginada y superexplotada. Pero a-í como no hay partidos de oposición donde no hay mediadores, así donde hay mediadores ningún partido puede ser más fuerte que el PRI.

Cuando el sistema funciona en su plenitud toda elección es de mediadores, o de jefes de mediadores, de influyentes o de poderosos. Desde antes de elegir, el elector está cautivo. Puede escoger en el santoral oficial a su santo patrón, en el Olimpo revolucionario-institucional a su dios o semidiós preferido.

Para que un elector elija fuera del mundo oficial se requiere una mentalidad liberada del círculo oficial de las elecciones. Esta mentalidad puede ser muy moderna, democrática o revolucionaria, y puede también corresponder a una fe ciega, a una visión milagrosa o fantástica alentada por “autoridades” en rebelión. En esos casos, la experiencia de los fracasos fácilmente induce a regresar al sistema de mediación, que a veces resuelve problemas, aunque en forma limitada, regulada. Érente a la oposición, el PRI cuenta con todas las estructuras de poder de la mediación.

La acumulación de fuerzas autónoma, democrática, revolucionaria, encuentra obstáculos inmensos, acosada por los flujos de las explosiones mediadas y por la ideología “triunfalista” o “realista” que llega a imponer el espejismo de que toda asociación oficial implica triunfos —aunque éstos a menudo sólo sean sumisiones—, y que toda lucha independiente implica fracasos, aunque éstos a menudo deriven en concesiones antes diferidas, en reconocimientos y negociaciones antes negados, y a veces hasta en embriones de un nuevo poder democrático, popular, revolucionario.

“COOPTACIÓN” O CAPTACIÓN DE LA OPOSICIÓN

Donde existen y luchan los partidos de oposición o florecen otros grupos de oposición, el partido del Estado dispone de varios recursos más entre los cuales se encuentra la captación de la oposición. A las formas más usuales de captación de cuadros entre allegados, amigos, partidarios, se añade otra más sutil: la captación de intermediarios del gobierno y las masas en la oposición.

A menudo la oposición lleva al gobierno a grupos y personas que articulan demandas populares y que llegan a un acuerdo con el propio gobierno, ya sea directamente o a través del PRI. El destino de una parte importante de la oposición es el PRI. Los líderes y grupos de la oposición que llegan a acuerdos (que “entran en razón”) pueden iniciar una brillante carrera política (“limpios ya de toda culpa”). Los cargos y acusaciones de que fueron objeto cuando estaban en la oposición, se entienden como ataques naturales y falsos, propios de una lucha u hostilidad que ya no existe, dada su nueva posición. Si esos cargos son reales y probados se olvidan, no se mencionan (“se les echa tierra”, “se les da carpetazo”). El líder reintegrado es el bienvenido y recibe todo género de atenciones y muestras de amistad, de seguridad. Lo que es más, el que un líder de la oposición se pase al gobierno (y al PRI) no necesariamente significa el que se le exija que traicione a sus representados y abandone sus demandas. Significa que se incorpora al gobierno para regular las demandas de sus representados, que abandona por tanto los métodos violentos o semiviolentos de lucha (ataques verbales, manifestaciones de protesta, invasiones de tierras, huelgas “ilegales”) y desde el gobierno o con él logra el “máximo posible”, con “sentido realista”. El nuevo representante regulariza la situación (consigue que no se apliquen sanciones, consigue la titularidad de tierras, aumentos o prestaciones que “no son ilusorios”, o “descabellados”, “contrarios a nuestra realidad”). Todo ello lo logra porque se ha adherido al PRI o a sus organizaciones comprometiendo a sus gentes a guardar una actitud “sensata”, leal, de masas representadas. El siguiente paso del líder integrado consiste en organizar actos de apoyo al gobierno para lograr más dentro del gobierno, en el futuro.

La oposición integrada repite a niveles de pequeñas y grandes instancias el mismo proceso de la revolución mexicana, que se vuelve Gobierno y se vuelve institucional. En ese sentido ni la “oposición” ni la “protesta” son meramente simbólicas, ni meramente “subversivas”, ni meramente institudónales, ni meramente personales, ni meramente legales, ni meramente violentas. El gobierno, el líder e incluso las masas (“mi gente”, “mis representados” dice el líder) conocen el procedimiento de integración de la oposición. En algunas regiones y grupos existe la cultura y la psicología muy generalizada (y “familiar”), de una oposición que presiona antes de integrarse, antes de incorporarse y adherirse, con conciencia del ciclo completo de la oposición-integración. La historia de los múltiples movimientos de oposición efímera (de partidos, centrales campesinas, centrales obreras, organizaciones de clase media) obedece a este procedimiento institucional de absorción de demandas, grupos y líderes. La historia del PNR, el PR M, el PRI, es la historia de la adopción de la oposición.

El proceso de captación y absorción de los grupos disidentes presenta múltiples variantes. Corresponde a las más distintas tácticas de disuasión y atracción, fríamente combinadas. Una de ellas consiste en hacer insistentes llamados e invitaciones a los opositores para que encuentren puntos de identidad con el gobierno. Otra, en hacerles ofrecimientos personales para que hagan su carrera política en el gobierno. La norma del buen político es unir, “unir fuerzas”. La captación de líderes, grupos y partidos se realiza acordándoles “ciertas concesiones por un apoyo limitado”. Ejemplo: algunas diputaciones a los líderes y algunas prestaciones a sus “representados”. En este último caso el apoyo de los líderes al gobierno tiene que ser más abierto, más directo, e implica ciertas lealtades políticas claras, que van acercando más y más a los antiguos oposicionistas y a los funcionarios oficiales.

Cuando los intentos de cooptación fallan con los líderes y los grupos, se usan métodos de fuerza que llegan a privar de la fortuna, la honra e incluso la vida a los opositores. “Si la cooptación fallaba se usaban métodos duros” señalan Bo Anderson y James D. Cockroft en un interesante artículo sobre “Control y cooptación en la política mexicana”. Y añaden: “Muchos de los caudillos y caciques locales fueron asesinados por orden del régimen”.24 Los autores no mencionan la represión de las masas que se da cuando fallan las negociaciones, a la que suceden nuevos intentos de negociación, a menudo con nuevos líderes, y pactos más o menos abiertos de adhesión y amistad.

En cualquier caso hay líderes de la oposición, o líderes de masas, que están dispuestos a ejercer presiones políticas, personales o sociales, sin la menor intención de romper con el aparato estatal o con los gobernantes en tumo. Se proponen presionarlos para resolver problemas personales y sociales, e incluso para fortalecer ciertas posibilidades progresistas del aparato. El caso de los líderes de izquierda durante el gobierno de Cárdenas es sin duda el más característico de este patrón de conducta. En mucho menor escala se repite después. De antemano, quienes presionan con este tipo de movimientos de oposición están dispuestos a abandonar su actitud cuando se resuelven los problemas sociales planteados, o incluso cuando sin haber sido éstos resueltos, temen que al acentuar la oposición se rompa el sistema mismo del gobierno y se le lleve a posiciones más antipopulares, antiobreras, antinacionales. Es toda una lógica.

En cuanto a la política de integración de los líderes y grupos que se resisten a abandonar una posición abierta, de oposición sistemática, consiste en demostrarles que no resuelven ningún problema personal ni social, y que se exponen a aumentar los problemas personales y sociales “si insisten en su actitud”, poniendo en peligro incluso su libertad y su vida, todo lo cual se demuestra con hechos, con resoluciones desfavorables a los líderes, grupos y poblaciones, con persecuciones y vejaciones legales e ilegales, con encarcelamientos, riñas de provocadores y adhesiones pretendidamente populares, de otras “facciones del pueblo” (las auténticas) que son amigas del gobierno. Estos fenómenos se dan al mismo tiempo que se hacen ofrecimientos a líderes y grupos de resolver sus problemas si se llega a un arreglo, si hay una conciliación, si se vuelve a un compromiso, en cuyo caso se cumple y a veces se cumple con creces, sobre todo por lo que a los líderes respecta. En cuanto a los ofrecimientos no siempre son verbales. Mientras puede, el alto funcionario guarda silencio. Observa impasible las desgracias de su opositor. No le dice nada. Espera que se lo digan sus propios amigos y consejeros, e incluso sus representados. Es un problema de “aguante” y de medir el “aguante”, la resistencia.

En los casos de líderes y grupos de oposición que han dado muestras consistentes, prolongadas, coherentes, de una ideología oposicionista, sin concesiones (sin “transas”), y de un comportamiento que tiene altas probabilidades de mantenerse en la oposición sin conciliación o acuerdo posibles, de antemano y con toda claridad se les niega cualquier posibilidad de participación legal en las luchas sindicales o electorales, mediante argumentos fundados, o arbitrarios. Los argumentos arbitrarios se usan como prueba inequívoca de que se conocen sus propósitos rebeldes, y de que ese problema no es legal ni racional, no consiste en algo que se pueda dirimir por la razón o el derecho, sino por la fuerza, sin que importe quién tiene la razón, sino quién tiene la fuerza. La fuerza se expresa con argumentos irracionales. La idea del chiste sangriento representa la realidad anunciada.

La razón de un grupo de oposición sólo se acepta como válida si el grupo y sus líderes tienen antecedentes ideológicos o personales que permitan pensar en un acuerdo. En el caso de líderes nuevos, generalmente jóvenes, se les da la “oportunidad” de demostrar que son razonables, que están dispuestos a llegar a un acuerdo, y a resolver los problemas sociales que defienden, considerando las “posibilidades”, es decir, obrando de una manera sensata determinada por “la situación”. Lo cual una vez hecho puede ser indicio de que son personas abocadas a una carrera política, personas que tienen “madera de líderes”.

La negación de registro de sindicatos o partidos, y el rechazo de cualquier tipo de demanda, combinados con las distintas formas de fundamentación legal y de ejercicio arbitrario del poder frente a los líderes “intransigentes”, tienen como función generar divisiones en el interior de esos grupos. A los líderes de oposición se les crea su propia oposición. Si son líderes de oposición popular se les crea una oposición más popular. Si son revolucionarios, la oposición es más revolucionaria. Todo tiende a demostrar que esos líderes no resuelven ni los problemas personales, ni los problemas sociales, y que como líderes son muy malos líderes, cobardes y convenencieros, ineptos y reformistas, demagogos y habladores.

Los procedimientos de ablandamiento con un grupo o un líder, mediante la combinación de invitaciones a cooperar y de amenazas (de palabra o de hecho) por no cooperar, se realizan a dos niveles: en el curso del desarrollo de un conflicto con un grupo o un líder, y en un periodo más largo, de “ablandamiento”, que corresponde a la vida política del grupo o líder. Así, no se toma como juicio definitivo sobre la conducta de un grupo o líder lo ocurrido en un conflicto, pues el grupo o el líder pueden “madurar” y volverse “razonables”, “responsables”, “realistas”, tras varios conflictos. En cada caso, una vez más, se presenta la posibilidad del acuerdo y la cooperación; se le da una “nueva oportunidad” al rejego, quizás con exigencias crecientes para que muestre su decisión de cooperar y rechace abiertamente las ideas y actitudes de su pasado remiso. El integrado o cooptado hará un elogio de su nueva forma de actuar cooperando, y una autocrítica de la vieja forma de actuar alzada, bronca, “que no conduce a nada”. Pero incluso en esos casos extremos, al líder integrado no se le exige una autocrítica excesiva. La “autocrítica” es para los de la oposición, sobre todo la desagradable y tremenda. Ahora todo es mucho “más suave”. En esta etapa de reconciliación lo que importa es que el líder integrado muestre su solidaridad con el gobierno (en discursos, reuniones, manifestaciones) y critique con dureza —y con mucha dureza— mezclada con sorna, con seguridad (pontificando, detractando, ninguneando) a los grupos y líderes que siguen las mismas prácticas que él siguió con anterioridad, aunque sin hacer demasiada referencia a ellas, sino más bien a los que las siguen usando. Un sistema de honores y elogios al integrado lleva a antiguos “presos políticos” a merecer los máximos galardones nacionales. Post-mortem se integra a los muertos ilustres, se graban sus nombres con letras de oro, se les levantan monumentos, y se les pone en la lista del panteón nacional y la familia revolucionaria.

Cuando falla la integración o la represión de líderes y cuadros dirigentes, y continúan las demostraciones de las masas, existe otro recurso, de integración popular. Se atienden las demandas de las masas, a veces con creces, a veces dándoles más de lo que pedían sus líderes. En estos casos hay distintas formas de operar. Una de ellas consiste en castigar a los antiguos dirigentes y a un número variable de la población alzada. Se les aplican las más distintas sanciones y se les somete a las mayores penalidades. Al mismo tiempo se establece contacto con las masas a través de los líderes y organizaciones del gobierno. Éstos emplean un lenguaje simultáneo de amistad-amenaza, realista-paternalista, revolucionario y de poder. El objetivo es resolver los problemas planteados por las masas con la adhesión-sumisión de las masas, y sólo en esas condiciones. Logrados los primeros acuerdos, los líderes gubernamentales van consolidando el sistema de poder, mediante estímulos y castigos a quienes destacan en la cooperación y a quienes colaboran contra la insubordinación. A otros se les deja tranquilos siempre que permanezcan sin poder, hablando en privado o guardando silencio.

Hay casos en que se atienden las demandas de las masas, particularmente aquéllas por las que buscan derrocar a un funcionario o autoridad y poner a un nuevo funcionario o autoridad. En tales casos se da término a los movimientos persistentes de las masas dejando que caiga el funcionario o la autoridad; pero sin dejar nunca que las masas pongan a su candidato. Para suplir al caído se piensa en alguna persona que merezca el respeto de las masas y que por designación superior ocupe el cargo vacante. El nuevo funcionario o autoridad resuelve los problemas más apremiantes de las masas, mientras reconstruye todo un sistema de controles e intermediarios.

Algunos de los procedimientos de integración son analizados por Anderson y Cockroft en forma bastante aproximada al funcionamiento del sistema dentro de la lucha de clases. “El PRI —escriben— se ha preocupado más de cooptar la disidencia de izquierda que la de derecha. La razón que hay para eso es que el PRI se ve a sí mismo como el único heredero legítimo de la revolución mexicana. Esta revolución se hizo para llevar a cabo un cambio social en gran escala. Los grupos conservadores y clericales que se opusieron encarnizadamente a la revolución no tenían lugar en el partido revolucionario. Se les podía tomar en cuenta pero no tenían que ser cooptados. En cambio, los disidentes de izquierda podían amenazar al PRI en su propio terreno”.25

Esta afirmación es cierta en parte, es una verdad a medias. El PRI teme a la oposición de izquierda, a la oposición revolucionaria, pues él mismo se quiere revolucionario. Ésa es una de las razones de que tienda a cooptar más a los líderes y grupos de izquierda que a los de derecha. Pero el PRI no es el gobierno, ni menos la clase gobernante. Éstos realizan un trabajo de integración de la derecha y la burguesía al margen del PRI, en el campo de los negocios. Cuando los hombres de negocios presionan por meterse al PRI o por poner a sus hombres en los puestos públicos, se da un proceso relativamente distinto, linas veces corresponde a fenómenos de captación, pero otras corresponde a fenómenos de dominación. No es un proceso por el cual el PRI o el gobierno controlen a líderes y grupos, sino el de grupos y líderes de la clase gobernante, que exigen pasar y pasan al frente político.

En todo caso la integración de la oposición política y sindical hace difícil el triunfo y la existencia misma de una oposición genuina, política y sindical. Pero la integración de la oposición al gobierno no desalienta a toda la oposición. Incluso alienta a una parte de ella para organizarse y entrar al gobierno. Es un sistema de renovación permanente de la oposición con esperanzas de oposición al gobierno entre las masas, y de integración al gobierno entre los líderes. En cuanto a la oposición real, política o sindical, sólo se prueba a lo largo de durísimas y renovadas pruebas.

LA LUCHA IDEOLÓGICA

La lucha ideológica del Estado y el partido es absorbente. Éstos buscan cubrir todos los campos del concepto y la argumentación política. Hay un pasado y un futuro oficial, una derecha y una izquierda gobernantes. Los héroes y proyectos populares, el sentido común y los ideales son del Estado si en verdad son héroes, populares, sentido común arraigado, ideales genuinos. Ninguna historia real, programa válido, filosofía progresista o revolucionaria, o experiencia de luchas populares deja de ser acogida por un Estado que se. quiere heredero de las luchas del pueblo mexicano. El Estado se presenta como defensor e intermediario natural de los ideales del pueblo. abierto a las corrientes del pensamiento universal con una perspectiva propia. nacional, que es obra de su arraigo en esa historia y ese pueblo del que forma parte, con el que lucha y con el que busca seguir luchando por la independencia, la libertad y la justicia social hasta la instauración de “un nuevo orden mundial” y una “nueva sociedad”. El Estado es depositario de todos los ideales nacionales y humanos, pero entiende las voces disidentes auténticas, receptivo, abierto, sin caer en totalitarismos ideológicos. La prueba: libertad de prensa, de cátedra, de investigación, de crítica partidaria, que efectivamente se dan por contradictorias y limitadas que sean.

El origen de esta retórica profunda, versátil, imperiosa, se halla tal vez en la larga historia de vinculaciones de las clases medias con los movimientos populares, y quizás encuentra su origen más remoto en la propia vida colonial. La Nueva España fue la más rica colonia del imperio hispánico. Ahí se desarrollaron como en ninguna otra las fuerzas productivas y crecieron considerablemente las clases medias. Las clases medias se sintieron lo suficientemente fuertes para enfrentar a las oligarquías con el apoyo del indio y el pueblo. Exaltaron al indio y al pasado indígena, como propios. Iniciaron. desde entonces, un proceso de sueño y retórica que los unió cada vez más a los grandes movimientos populares. Con ellos, aprendieron a morir, a moderarlos, e incluso a traicionarlos. La historia se repitió en las guerras de independencia contra España. En México se dio la máxima movilización popular del Nuevo Mundo en su lucha contra España. El mismo hecho se repitió en la guerra del pueblo contra las oligarquías criollas, y los invasores yanquis y franceses. En la revolución nacional contra el imperialismo y la burguesía terrateniente, México hizo una de las primeras revoluciones de masas del siglo xx. Al frente de la misma, la pequeña burguesía revolucionaria ocupó el liderazgo. De ese modo surgió y se fortaleció una historia ideológica hecha de hazañas reales, de ilusiones y demagogia, que adiestró a los líderes nacionales en la adopción de ideas populares, e impuso una lógica de mimetismo y mediatización de todo pensamiento rebelde. Desde 1917 el habitual estilo de adopción, adaptación, expropiación y mediación de las ideas populares y revolucionarias se aprestó para incluir a las socialistas, que cobraban impulso con. la revolución bolchevique. El destacamento invasor estuvo encabezado por Plutarco Elias Calles —futuro artífice del partido del Estado. Calles, de acuerdo con el entonces presidente y Jefe Máximo de la revolución Venustiano Carranza, apadrinó a los fundadores del Partido Comunista Mexicano. Él mismo, socialista en un tiempo, procuró hasta donde le fue posible arrebatar las banderas populares y revolucionarias a sus opositores. Cuando dejó de hacerlo cayó estrepitosamente derrotado. Se fue al exilio. En el cardenismo, el carácter quimérico de las ideas socialistas pareció ceder ante una política efectivamente popular y antimperialista. Las ilusiones y la retórica más revolucionaria fueron después acalladas por la “guerra fría” y durante el “desarrollo estabilizador”. Pero incluso entonces el Estado mantuvo una pequeña oposición ideológica de izquierda oficial —de izquierda identificada con la revolución mexicana—. Conservó en sus reservas retóricas la lógica de la expropiación de las ideas contrarias, y el arte de gobernar mediante la confusión ideológica del enemigo y el pueblo. El enemigo fue alternativamente identificado con el clero reaccionario, el “liberal trasnochado”, el entreguista y traidor al servicio del imperialismo, el comunista al servicio de Moscú, y el ultraizquierdista. Del interior de México, destacó como enemigos a la oposición clerical y a los viejos ricos porfinstas, o a los políticos que “les hacían el juego”, y reservó a un origen externo —imperialista o comunista— cualquier otra fuente de oposición. Buscó defender así —contra viento y marea— el dogma del Estado mexicano, su carácter de representante del pueblo de México, un pueblo que no podía ser naturalmente ni extranjero, ni capitalista, ni agente de otro pueblo II otro Estado.

El múltiple argumento se volvió una forma sólida de pensar. Un Estado que se identifica ideológica, real, sentimentalmente con el pueblo no puede encontrar oposición sino en los enemigos del pueblo, o en quienes no lo saben interpretar, representar, expresar. Además, un Estado así está obligado a representar a la oposición; a cualquier oposición que venga del pueblo o sirva al pueblo, negándose en cambio a aceptar en el orden de la lógica política cualquier oposición ideológica que tienda a desconocer esa realidad sustancial, ese dogma. Lo cual implica dejar que se expresen las ideas, de acuerdo con la constitución liberal que se ha dado el pueblo, viendo el Estado cuáles son de atender, e incluso de adoptar.

Estado y pueblo forman una unidad indisoluble, necesarias para la lucha nacional contra las amenazas externas, y base de solución pacífica de cualquier disputa interna a fin de que no sea utilizada por aquéllas. La unidad no es monolítica. Reconoce la diversidad de corrientes de opinión c ideologías, de inquietudes y carencias. El Estado se mueve en la unidad de la diversidad. Se desplaza de un punto a otro en la amplia gama ideológica, según lo imponen las circunstancias, con conocimiento, responsabilidad y eficiencia por parte de los mandatarios.

La unión ideal de Estado-pueblo no actúa en un mundo ideal, ni en un país ideal sino en uno lleno de desigualdades, de injusticias, de violencia, de carencias, asediado por potencias de “Mistinto signo”. El revolucionario-gobernante enfrenta la necesidad histórica. El mandatario-representante asume sus funciones como “siervo de la nación” y revolucionario, en dos sentidos: Primero. Que siendo “siervo de la necesidad, del destino (del capitalismo y el mundo de aquí y ahora) […] Segundo […] hace todo lo que puede para servir a la nación, y dentro de ella al pueblo y a los trabajadores […]” Y eso es lo revolucionario. Lo revolucionario es hacer lo más que se puede dentro de “las realidades dadas”. Todo lo que intente escapar a esa necesidad normativa es “sospechoso”. Es tanto más sospechoso cuanto el gobernante revolucionario cumple más abnegadamente con las normas. Y las cumple —claro— de acuerdo con las necesidaddes del desarrollo capitalista “sin desestimular la inversión” —privada—, sin “matar las fuentes de trabajo” que dependen de la inversión privada, de los estímulos que se le concedan y de la prudencia nacional e internacional con que se obre. Esa prudencia no significa amedrentamiento. Incluso puede significar presiones adecuadas —específicas— contra los grupos patronales y los países imperialistas que se “excedan” más allá de lo razonable. El gobernante toma medidas particulares (locales o singulares, que él entiende como concretas) que resuelven problemas (locales, singulares) de justicia social, de empleo, de educación. Cuantas más realiza en más sitios y más veces, más revolucionario se siente, y llega a pensar seriamente que “vamos caminando”, “vamos progresando para una mejor distribución de la riqueza”. Como no ve los conjuntos ni los datos globales, se aferra a su práctica particular generalizada. Cuando los ve, los olvida, los desvincula de ésta; los considera como otro hecho, como el programa final a alcanzar mediante el programa revolucionario que realiza en acciones cotidianas, de sentido social. Con ellas se avanza.

Si México es así y si humanamente no es posible hacer más dentro de “nuestras rcalidades”, sólo un “revolucionario falso” puede hacer críticas, basado en una “pureza” aparente y en una realidad “dudosa”. Estas críticas son “sospechosas”. Le dan armas a los enemigos de la revolución. Llevan a “fenómenos de provocación”. De hecho quienes las hacen o son “tránsfugas de la revolución”, o son “reaccionarios”, o son “resentidos”, o son “comunistas” y “ultraizquierdistas” que no conocen “nuestro México”.

La lucha del “gobierno revolucionario” y la lucha obrera “tienen buenos resultados como lo estamos viendo”. Entonces, resulta muy “sospechosa” la crítica a una lucha que tiene éxito y que se realiza “dentro deja ley”. ¿Qué puede buscar esa crítica? Sólo “fenómenos de provocación para desprestigiar y socavar lo que se está realizando”.

La conclusión es clara. El presidente Echeverría lo dijo ante los integrantes del Congreso del Trabajo que fueron a invitarlo a Los Pinos para que encabezara el desfile del lo. de Mayo: “Nadie, ningún sector es poseedor de la verdad absoluta, o de la pureza absoluta. Todos estamos en un proceso de progreso, de autodepuración, de mejoramiento, y cuando ante los progresos alcanzados en la lucha social, ante lo que se va logrando penosamente con muchas dificultades, sin cancelar las fuentes de trabajo que necesitamos, dentro de nuestro régimen de economía mixta, fortaleciéndolo por lo que respecta a la iniciativa privada, y sin destruir las industrias que son propiedad del pueblo mexicano, que administra el Estado con sentido revolucionario en su dirección y con respeto a los trabajadores, se trata de socavar con la provocación, nosotros pensamos que hay algo detrás muy sospechoso, que no es revolucionario, sino que es profundamente contrarrevolucionario”.26

La ideología del Estado-pueblo no sólo representa los ideales de la revolución, de que es intermediario y portaestandarte, ni constituye sólo su más auténtica posibilidad de acción. La ideología oficial es también el justo medio, el instrumento idóneo para avanzar hacia metas más altas. Y como no es una ideología dogmática, como está abierta a otras corrientes de pensamiento, incluido el pensamiento válido de la oposición, representa una forma de avanzar con la propia experiencia y con la de los opositores que reconoce. que adopta y adapta.

El PRI como partido del Estado-pueblo no acepta ser de centro, no busca el equilibrio entre la derecha y la izquierda. Expresa el pensamiento constitutivo del pueblo. “El PRI —escribe Furtak— se defiende frente a los que pretenden etiquetar su ideología como una de derecha o de izquierda; invoca el vago argumento de que su ideología, contenida en su Declaración de Principios, es la ideología de la revolución mexicana.”27 El PRI es un partido que busca un equilibrio móvil. Se mueve entre la revolución y la constitución. Con López Mateos es “la izquierda dentro de la constitución”, con Echeverría va de abajo hacia arriba, de aquí hacia adelante. Con López Portillo rechaza las “geometrías políticas”. No tiene un “centrismo confortable y conformista”. Busca el equilibrio moviéndose de un lado a otro, entre los extremos. En la realidad histórica, su nacimiento coincide con el abandono de las ideologías socializantes de la época de Cárdenas, con la supresión de la “educación socialista” del texto constitucional y su remplazo por una educación democrática, nacionalista y científica. {Artículo 3o. de la constitución.) Defiende desde entonces una ideología que sustituye el ideal socialista por el de una democracia tras la que queda como una constante indiscutible la propiedad privada de los bienes de producción, con las limitaciones que la propia constitución impone a la propiedad en aras de los intereses sociales, y con las que representa el capital del Estado-pueblo que con las empresas privadas se mueve en una “economía-mixta”, “ni socialista ni capitalista”. Esa ideología tiene por antecedente a la revolución y como programa a la constitución. Dentro de ellas busca el desarrollo, la estabilidad política, y más recientemente una “nueva sociedad” más justa y libre. y un “nuevo orden mundial”, ambos vagamente definidos.

Este no ser ni de izquierda, ni de derecha, ni de centro, este no ser socialista ni capitalista, como “características” del Estado, el partido y el país cumplen múltiples funciones. Son formas de no adquirir compromisos ideológicos, de luchar contra las clasificaciones de la izquierda o la derecha para moverse al arbitrio propio, con la propia lógica del poder y el pragmatismo, la oportunidad, o el oportunismo necesarios. Son invocaciones del derecho a la especificidad, a la necesidad de conocer y vivir en la “realidad propia”, mistificada. También son formas de luchar contra los juicios calificativos típicos de las polémicas brutales, tribales.

Pero son, especialmente, nuevas manifestaciones para ocupar todo el espacio político de lo que es valioso como revolucionario e idealista, conservador y experimentado, centrista y equilibrado, desarrollado y progresista.

El intermediario del pueblo busca representar todos los valores del pueblo. “EI PRI —escribe Marte R. Gómez— se muestra muy hábil para hacer propias las ideas constructivas de otros partidos, o, expresado de otra manera, no hay nada entre lo que propugnan los partidos minoritarios que el PRI no pudiese incorporar a su programa.”28 Y esta receptividad envuelve muchas y muy obvias funciones. Tiende a dejar a los partidos de oposición sin “ideas constructivas”; tiende a aumentar “la resignación e indiferencia políticas alimentadas por la improbabilidad de un cambio de poderes”, demostrando que realmente no vale la pena luchar por la dudosísima sustitución del grupo gobernante (comprobada en los hechos) y menos en favor de otro opositor, ya que el grupo gobernante tiene las mismas ideas que el opositor. La receptividad del PRI es además una forma de captar ideas y experiencias, para enriquecer su propia ideología, su propia práctica, y para dejar ayunos de ellas a sus adversarios. Es una forma de confundir la lucha ideológica, de impedir que crezcan formaciones pol-ticas orientadas por ideo« logias. De impedir que se legitime la lucha con ideologías.

En último extremo, sin ideologías, la lucha es siempre por razones personales, de ambiciones, de frustraciones, de incomprensión, de falta de madurez, de ingenuidad, de abstracciones. Y el PRI —pueblo, partido, Estado— se reserva el derecho a definir las “ideas constructivas” de la izquierda y la derecha. La oposición ideológica de la izquierda es descalificada porque se basa en “ideas destructivas” está hecha de “críticas malsanas”, de “teorías disolventes”, de “ideas exóticas” de “símbolos extraños”, de “esquemas ajenos a nuestra realidad”. Aquí la argumentación permite atacar las ideas de izquierda cuando afectan la hegemonía de las clases gobernantes, y de! bloque en el poder. Lo destructivo, lo malsano, lo exótico, lo extraño, lo que no corresponde a nuestra realidad, es lo que muestra algún signo efectivo —político e ideológico— anticapitalista, o dañoso a la estructura actual y móvil del Estado dominante. En cambio son “constructivas” las ideas que viniendo de la izquierda mantienen o renuevan al sistema social y al Estado, contribuyendo a un “desarrollo sano” del mismo.

La oposición ideológica liberal es descalificada como oposición ideológica de derecha. Se le acusa de trasnochada, de contrarrevolucionaria, de reaccionaria, de vende-patrias y de fascista. Es la derecha del pasado y la actualidad, de los ultramontanos y los “iniciativos”. Lo que en parte resulta cierto en el caso de estas fuerzas, reales y peligrosas para el Estado-pueblo. Pero de la ideología liberal también se aceptan las ideas constructivas, las que la acercan al PRI. las que permiten avances en el ideal democrático y ciudadano.

El Estado-pueblo y el PRI cumplen otra función ideológica: conciliadora. También en ese campo son intermediarios y mediadores, también en la ideología son arbitros y se ocupan de “limar diferencias”. “El Estado —escribe Berta Lerner— debe conciliar y con ello, atenuar conflictos. Ha de favorecer a los desposeídos sin perjudicar con ello a los privilegiados […]”29 Esa función expresa en la ideología un trasfondo esencialmente paternalista, tutelar. El Estado es conciliador y benefactor de todas las clases sociales. Concibe el nuevo orden social y la nueva justicia, como lucha “en favor de los derechos, aspiraciones y demandas ‘legítimas’ de los más diversos y heterogéneos sectores sociales: ejército, jóvenes, mujeres, obreros, campesinos, clases medias e iniciativa privada”.30 En esas condiciones Estado y partido se oponen a cualquier alianza en su contra. La de la izquierda y los liberales sólo le hace el juego a la derecha. La de los liberales y la derecha es una prueba más de que los liberales sólo representan a la derecha.

La lucha ideológica de la oposición resulta así particularmente difícil, tal vez más que en otros países parecidos.

LA REPRESIÓN

La represión es un recurso permanente contra todo movimiento popular y obrero que lucha fuera de la coalición gubernamental. Es el último recurso. Y también el primero. Se usa cuando han fallado todas las demás instancias, y como forma de recomponer las fuerzas y reiniciar los procesos de captación, conciliación, arbitraje. Sus antecedentes tienen hondas raíces, que Vasconcelos quiso encontrar en Huichilobos. Se entienden más bien en relación a una cultura oligárquica que se recompone a lo largo de las luchas populares.

La represión del periodo poscardenista gira en torno a un eje central, la cultura autoritaria y paternalista, que concede y acuerda a partir de posiciones de poder que renueva. Esa cultura puede ser heredera de la violencia prehispánica. Lo es sobre todo de la colonialista y neocolonialista. En ellas funda muchas artes de gobierno que adoptan el caudillo popular y el presidente republicano, el líder político, sindical, campesino y de poblaciones marginadas. Como éstos no sólo heredan la cultura de los antiguos opresores, sino la de los rebeldes y revolucionarios, conservan la decisión de fusilar a los príncipes invasores, la lógica de poder que sujeta a la política, la conciencia de que en la revolución no pueden respetarse las leyes de tiempos de paz, y el apotegma de Cabrera: “La revolución es la revolución”, por el que dan a entender precisamente que en la revolución “todo se vale”, que si las leyes operan en tiempos de paz otra es la lógica de guerra, sea ésta total o limitada, colectiva o individual. Tú te lo quieres, tú te lo tienes. Es Hobbes más que Huichilobos.

La represión poscardenista, en particular la del periodo del desarrollo estabilizador, hereda también las experiencias de gobierno de la familia revolucionaria, las que le han servido para enfrentar a universidades y estudiantes, a obreros y comunistas, a campesinos cristeros, líderes y grupos liberales, y a caudillos y militares golpistas o insurrectos. En ese sentido la represión opera como cultura del poder y de la negociación, es parte de una lógica de poder, que negocia a partir de posiciones de fuerza, y que las reconstruye combinando represión y negociación.

Cultura oligárquica, popular y negociadora dan el perfil de una extraña clase gobernante, a la vez señorial-de-colonia-y-popular, burguesa-y-rebelde, que se mueve de un punto a otro según la correlación de fuerzas se lo indica, y según las necesidades políticas, retóricas y económicas la llevan a hacer énfasis en uno de sus instrumentos a reserva de usar los demás. Lo que esa cultura móvil y variante no supera a lo largo de la historia es su ánimo posesivo. Cualquier movimiento independiente reinstala al colonialista, cualquier movimiento revolucionario convoca la retórica del ex-revolucionario, cualquier negociación lleva a hacer cálculos sobre tasas de utilidades y acumulación de capital. Por más progresista que parezca, el gobernante es paternalista. y su política principal consiste en impedir, en lo que puede, todo movimiento autónomo, sea democrático o sindical. Para que ello no ocurra se necesita que fracasen, desde Tlatelolco (1968) hasta antes de la Reforma Política (1978). una serie de medidas que no logran contener las protestas de las masas, y que revelan la necesidad de acordar a algunas de sus organizaciones la autonomía política impostergable.

El desarrollo poscardenista se inicia con una ideología democrática y con ia creación de partidos institucionales que representan al gobierno y la oposición. Parte de un momento histórico en que la oposición real ha sido vencida, y permite una oposición institucional remotamente parecida a la de las democracias de los países capitalistas más avanzados. En ese sentido parece adquirir, con el proyecto democrático, la disposición de un juego real de partidos políticos autónomos. El proyecto adquiere su verdadero sentido cuando se plantean los problemas de poder. En caso de peligro salta a la represión. Sistemáticamente, los grupos y partidos de oposición que logran posiciones de poder se enfrentan, tarde o temprano, a la represión. No amenazan al Estado en su conjunto, en lo inmediato. No tienen la posibilidad de sustituir al gobierno en las Suchas partidarias, electorales. Pero si qanan una plaza fuerte, o logran un apoyo importante de poder popular, de inmediato sufren el asedio, hasta la derrota.

La etapa poscardenista se abre con una amplísima represión sindical contra todos los líderes que quieren actuar al margen del Estado. Quienes luchan dentro del Estado, por conveniencia o convicción, quienes de alguna manera manifiestan su adhesión al Estado, quedan a salvo. Los otros son duramente castigados e integrados, o eliminados, como líderes y aún físicamente. Y sus “bases” son objeto también de represiones. Desde 1948, los líderes oficiales son de dos tipos: los integrados y los comisionados, los que renuevan los vínculos de la cultura oligárquico-popular-burguesa, y los que instauran por la fuerza un sindicalismo oficial entre los trabajadores que han querido llevar la independencia sindical a la forja de un partido político propio, o que en el campo de las relaciones de trabajo no han aceptado los términos de un desarrollo que supone la contención de salarios y prestaciones. El sindicalismo oficial reformista-paternalista se dobla de un sindicalismo oficial, hecho de líderes-empleados y grupos de choque. Ambos se entienden bajo la égida del Estado. Y es éste el que con ellos decide los términos de la negociación-represión.

En el orden legal, de 1941 a 1970, el gobierno dispone de un delito llamado de “disolución social”. El presidente Manuel Ávila Camacho logra su inclusión en la Carta Magna con el pretexto de defender al país de la 5a. columna nazi. En la práctica, sirve para fortalecer la política de control y sometimiento de las organizaciones democráticas y de las organizaciones obrejas que mantienen o cobran una vida autónoma.

Originalmente, el delito de disolución social castiga con penas de tres a seis años de cárcel y multas de mil a diez mil pesos “a todos aquéllos que de palabra, por escrito o por cualquier otro medio propaguen ideas, programas o conductas que tiendan a producir rebeliones, sediciones, motines, desórdenes, y a obstruir el funcionamiento de las instituciones legales”. Durante el auge de la “guerra fría”, en 1950, Miguel Alemán amplía las penas hasta doce años de cárcel para que los inculpados por el delito de disolución social no puedan disfrutar de la libertad bajo caución. El delito, en su versión constitucional y en la ley correspondiente, aumenta las facultades represivas del Estado en forma prácticamente ilimitada. Se trata de un arma que implanta la arbitrariedad como forma de represión contra el pensamiento. Cualquier líder obrero o democrático puede ser acusado de propagar ideas que tienden a producir rebeliones. Es un delito que busca regular el poder hegemónico del Estado, limitando la lucha ideológica. Se aplica al intelectual y al ideólogo buscando encarcelarlo mental o físicamente. Se aplica sobre todo para frenar cualquier movimiento independiente. (Entre sus víctimas se encontraron Demetrio Vallejo y Othón Salazar, líderes de los movimientos ferrocarrilero y del magisterio de 1958-59 en lucha por la autonomía sindical; los dirigentes del movimiento médico de 1964-65, los profesores y estudiantes de octubre de 1968. Y muchísimas víctimas más, entre otros el gran pintor David Alfaro Siqueiros.)

Criticado e impugnado por las fuerzas progresistas y democráticas desde su promulgación, el delito de “disolución social” jamás fue aplicado ni tuvo nada que ver en la supuesta lucha contra el “nazismo”, ficción jurídico-política de un gobierno que se volvía conservador tras el cardenismo, y qué se sirvió de él y de sus vanos argumentos para ocultar las verdaderas intenciones de someter los impulsos autónomos de la clase obrera y de otras fuerzas populares. Entre las demandas del movimiento estudiantil del 68 la derogación del delito de disolución social fue uno de los objetivos principales. En 1970, tras múltiples presiones quedó al fin borrado de la constitución.

La impugnación del delito de disolución social une desde el principio hasta el fin a todas las fuerzas democráticas, liberales, socialistas y comunistas.”31 Aunque aparente y efectivamente se haya aplicado sobre todo contra obreros y comunistas, el delito de disolución social fue el recurso jurídico más poderoso del sistema paternalista-autoritario-negociador. Su eliminación es parte de un proceso de deterioro y crisis del sistema aunque constituya también un triunfo de las fuerzas democráticas. Por sí solo no implica ni una disminución de la represión ni la mejor comprehensión de que el país y las nuevas fuerzas surgidas en él exigen cambios mucho mayores. Durante los primeros años del sexenio 1970-1976, la represión continuó mientras el gobierno intentaba una política paternalista-populista, negociadora y autoritaria. La “apertura democrática” de ese periodo buscó acentuar los rasgos populistas frente a los puramente represivos del periodo anterior, y en parte lo logró. Pero el sistema continuó manifestando una enorme resistencia a la democratización y a la autonomía incipiente de la clase obrera y de las organizaciones políticas de izquierda. Los partidos políticos de la oposición y los grupos políticos autónomos subsistieron en la semilegalidad sin la menor concesión formal, aunque empezaron a ser privilegiados frente a los movimientos guerrilleros y terroristas en auge. El movimiento obrero llamado de “La Tendencia Democrática” fue acosado y atraído hasta que se vio envuelto en grandes contradicciones que acabaron eliminándolo. El movimiento estudiantil e intelectual fue objeto de la principal política de captación y atracción, con crecientes concesiones a intelectuales y universidades que acercaron a éstos al Estado hasta hacerlos perder sus papeles contestatarios y autónomos de la etapa anterior. Todos los reajustes fueron sin embargo insuficientes para rehacer las reglas de un juego político que no se basara puramente en la represión. La represión continuó con características de crisis. La búsqueda del juego político derivó sin embargo, tras seis años de esfuerzos neopopulistas, en la reforma política que da libre acceso al PCM y otras organizaciones de la izquierda autónoma a los procesos electorales. La reforma política permitió nuevos márgenes para la expresión y organización de las fuerzas democráticas opositoras y sus organizaciones. Precedida y sucedida por la represión, constituyó sin embargo un cambio muy significativo en la sustitución creciente del paternalismo populista por nuevas formas de lucha inscritas en una ideología más liberal y democrática. Aunque los procesos de represión-negociación continuaron, se impuso una nueva forma de expresión autónoma y legal, que constituye tal vez el más importante avance de las fuerzas democráticas en varias décadas.

A lo largo del periodo poscardenista la represión mantiene esencialmente el mismo sentido, y se sigue ejerciendo con parecidos mensajes. A la represión legal, basada en leyes y procedimientos penales se añade el uso y abuso de medidas “extralegales”. El predominio de unos u otras corresponde a un esquema de poder que emplea todos los campos de autoridad, el paternalista, el represivo, el negociador. El uso y aplicación de los procedimientos penales se realiza con sentido autoritario, patriarcal y de transacción. No corresponde sólo a una lógica moderna, ciudadana, democrático-burguesa de aplicación del derecho. La acción extralegal tampoco queda en ese marco de interpretación y dominación. Ambas son instrumento del mismo tipo de gobernante que hereda la cultura patriarcal anterior y la combina con la represión y negociación burguesas, dentro de un proceso neocolonial, en que los libertadores se vuelven caudillos, y los caudillos se vuelven patrones, jefes y funcionarios.

Desde 1917 México ha vivido bajo un régimen constitucional, y pocos gobernantes han invocado la constitución tanto como los mexicanos. Con ella justifican su pasado, su situación actual, sus acciones futuras. En la constitución no existe el estado de sitio, ni el estado de, excepción o emergencia. El gobernante no cuenta con esos recursos legales, ni los necesita. En la constitución existe la “suspensión de garantías individuales”, pero ésta no se aplicó ni siquiera en 1968. El ejecutivo no la necesita.32 Como dice Stevens en un estudio sobre “La legalidad y la ilegalidad en México”: “en los últimos cuarenta años el recurso a una serie de técnicas extralegales para manejar las realidades sociopolíticas informales ha sido un mecanismo compensador que ha mantenido el sistema mexicano en situación de equilibrio durante las épocas de tensión”.33 Según este autor en México la “violencia no se emplea gratuitamente” ni ha sido impuesto “un sistema de terror”, pero a menudo “se prefieren las medidas extralegales a las legales […] “,34 En realidad se combinan unas y otras, según la ocasión, el lugar y las víctimas, para fortalecer la imagen paternalista-legal, autoritaria-represiva, racional-negociadora del gobernante. El gobernante se transmuta de una a otra en la misma persona en el mismo minuto, o de unas personas a otras en distintos tiempos. Ése es el poder. Se expresa con un lenguaje del derecho y la arbitrariedad, de la cortesía y la amenaza, a menudo manteniendo un mismo tono de voz —baja— y una misma cara —de ternura— mientras, en los hechos, a esos gestos y a ese lenguaje indiferenciado corresponden las acciones más represivas. Es el poder, con su dosis de irracionalidad. Ejercido, viene el “entendimiento”, (el “vamonos entendiendo” amenazador y dulce, basado en sobrentendidos prácticos con su saldo de víctimas). Y otra vez, la sonrisa, la contención, el efecto que salta en amenaza. Hay una representación de la violencia con fines preventivos de recuerdo y escarmiento. Sucede, acompaña y precede a los actos de cortesía. La “representación” de actos reales de violencia extralegal coincide con la cortesía y el uso de innovaciones legales, morales y conciliadoras. Coincide con la ocultación formal y la negación verbal de la violencia. La representación de la ilegalidad comprende la acción ilegal, la detención ilegal, el secuestro ilegal, la tortura ilegal, la muerte ilegal. También comprende la negación formal de esos hechos. El gobernante los realiza y no los reconoce. Se comunica mediante ellos y los oculta. Controla con ellos y niega haberlos usado; así usa todos sus aparatos de dominación formal. La representación busca a menudo ocultar el verdadero “delito” de la víctima. Al preso político se le encausa como preso del “orden común”. No se le persigue por sus ideas, acciones ciudadanas o sindicales, sino porque es un “delincuente común”, ladrón, asesino, saboteador y para colmo mal padre de familia, mujeriego, borracho y cobarde. La representación de la violencia suplanta al rebelde. Pone en escena a un rebelde sin autoridad, a un provocador de delitos individuales, con la contraparte de policías que reprimen a meros delincuentes, y de jueces que los sancionan. La representación también oculta al policía. Utiliza cuerpos militares y paramilitares que provocan acciones ilegales para justificar la represión.

En la ilegalidad se habla el lenguaje de lo ilegal con ’el ilegal. También el de la ley. La transición de un lenguaje a otro depende de la decisión del gobernante, que conoce la cultura dé la violencia, el derecho y la negociación. Y que las aplica en la lucha por el poder y en la lucha partidaria. El autoritarismo del conquistador se dobla con sus invocaciones de una guerra justa, moral y legal, y termina con sus ofertas de negociante paternalista.

La forja de grupos autónomos, sindicales o ciudadanos se enfrenta a toda esta cultura combinada paternalista-autoritaria-negociadora. El sentido de la represión de huelgas, manifestaciones, asambleas, sindicatos y partidos no es el del Estado colonial tradicional ni el de un neocolonialismo militar, ni el de un Estado burgués moderno. Es la combinación de todos ellos. Los partidos de oposición denuncian y luchan contra una represión que no siempre entienden en su complejo significado, y que padecen con la sencillez de la víctima y la frecuente derrota de los movimientos populares o sindicales autónomos.

Sólo en los últimos años las fuerzas democráticas y revolucionarias han comprendido la necesidad de librar una lucha que utilice las formas legales sin quedarse en las formas, que utilice las formas políticas sin descansar sólo en ellas, y que combine las luchas por el derecho y la constitución —políticas, agrarias y sindicales— con la lucha por el poder, en particular por el poder de las masas, sin el cual ningún cambio profundo es previsible. Tras la lucha legal y política se encuentra siempre la lucha contra las simulaciones sutiles y las farsas burdas, contra lo declamatorio y teatral en la política de masas, y a un nivel más profundo, la lucha entre las distintas clases y organizaciones por una política de masas, ¿Cómo se da esa política en el México de hoy, y qué relaciones guarda con la lucha de clases como proceso de acumulación de capital? El problema es esencial para el desarrollo democrático, pacífico o violento, de la nación mexicana.

LA LUCHA POR UNA POLÍTICA DE MASAS

En México toda lucha política real está directamente relacionada con la lucha por el poder. La extrema derecha lo sabe bien, y hacia el poder encamina sus pasos. El capital monopólico busca implantar en México una política de acumulación a la sudamericana. Quiere más utilidades y nuevas fuentes energéticas. Las quiere con mentalidad conquistadora. Basta leer las declaraciones de sus principales voceros para darse cuenta de ello. Unas veces en los centros hegemónicos, otras en la periferia, los reclamos se suceden día a día. Presidentes, gerentes, políticos-patronales proponen dos tipos de medidas: unas implican represión y otras explican la represión; unas suponen crecientes mermas de salarios, de gastos públicos, de ingresos reales de la mayoría de la población, y otras justifican regímenes militares y medidas militares, inversiones de guerra, intervenciones armadas, desestabilización de gobiernos democráticos, golpes de Estado. Las argumentaciones económicas se hacen en nombre de la eficacia, de la libre empresa; las argumentaciones militares, en nombre de la “seguridad nacional”, de la “amenaza comunista”, de la lucha contra los movimientos populares definidos como “terroristas”, de la crisis del petróleo y los alimentos, de la explosión demográfica. Las grandes empresas y potencias imperialistas proclaman el derecho natural a sobrevivir a costa de los demás pueblos y naciones, cueste lo que cueste. Más que la lógica de la represión despliegan la lógica del exterminio. Aparece ésta en la economía de la escuela de Chicago, en la biosociología, en la geopolítica de las “zonas de influencia”, en la demografía, en la ciencia militar. Las tasas de acumulación neocolonial implican una represión neocolonial. No hay duda al respecto, ni existe más recato en la expresión de los propósitos violentos que una división del trabajo en que el economista no habla de la necesidad de la represión a que sus medidas inducen, y el experto en seguridad nacional no habla del abandono de la teoría de los derechos del hombre y la soberanía de los pueblos a que sólo se refiere, aunque cada vez menos, el publicista de la “Civilización Occidental”. La extrema derecha del capital monopólico norteamericano, con todos sus asociados y empleados, armados y desarmados, imprime a la política mundial sus rasgos más primitivos y violentos, contrarios a la solución pacífica de los problemas internos e internacionales. Prepara la tragedia de los Estados Unidos y del mundo. Las fuerzas democráticas y progresistas parecen incapaces de contenerlo, de forjar instrumentos mínimamente eficaces para un nuevo orden económico mundial, y para la preservación de una paz cuya única alternativa parece el gigantesto holocausto. En todo caso fuerzas reaccionarias del capital monopólico constituyen el enemigo más serio de la humanidad. Para enfrentarlas lo primero es definirlas, exhibirlas, separarlas en su nítida existencia, con sus proyectos amenazadores. En México esas fuerzas, necesitan aumentar sus bases sociales. Se enfrentan a un Estado en el que existen —mediatizados y todo— grandes núcleos sociales, inmensas bases populares. Para la privatización de ese Estado requieren la privatización de esas fuerzas; para su libertad económica irrestricta necesitan crear y aumentar sus propias bases sociales, privar al Estado de las bases sociales que aún conserva, de las que captó a lo largo de varias décadas del proceso iniciado con la revolución de 1910-17. Es cierto que el Estado obedece cada vez más a sus designios, que sigue a menudo sus dietados. Medidas económicas, fiscales, financieras, de concesiones en precios, subsidios y propiedades al gran capital indican hasta qué punto es falso el supuesto de que el Estado mexicano actúa por encima de las clases. Pero de cada concesión con que el Estado incrementa la fuerza económica, política e ideológica del capital monopólico y sus adiáteres éstos hacen una plataforma para formular nuevas y crecientes exigencias con la idea de que la formación económica óptima es la que han logrado establecer en Sudamérica. y que para alcanzarla necesitan librar lo que otros llaman una guerra de posiciones que ellos practican, en que mientras aumentan su propia fuerza quitan al Estado la que conserva en sus bases sociales, y la que de un modo u otro impide todavía la liberalizaeión cabal de los precios, la privatización completa de las empresas públicas y de la economía, la supresión de la política exterior de coexistencia pacífica, o la de apoyo a los movimientos democráticos revolucionarios —como en Nicaragua. Acabar con la política social del Estado mexicano, con la estructura de gastos en educación general y superior, con la estructura de seguridad social, con los sistemas de defensa de salarios reales como la CONASUPO; privatizar y militarizar, desnacionalizar y monopolizar la economía, la nación y el derecho son objetivos que requieren por parte del capital monopólico una política que le permita organizar sus propias bases sociales, sunúcleos de poder estatal en ciudades y campos, en la opinión pública, en los gremios, en los complejos económico-políticos, industriales y rurales. Por eso, si el objetivo final de los monopolios más reaccionarios y sus grupos político-ideológicos es de tipo económico-lucrativo, especulativo, y de formación de un Estado de exterminio militarista o neofascista, su objetivo a corto plazo consiste en tomar constantemente posiciones económicas, políticas e ideológicas que le permitan acrecer, con sus utilidades y sus propiedades, la fuerza necesaria para tomar directamente las riendas del gobierno, de la economía y el Estado. Al efecto, se ha trazado múltiples líneas de acción con que lia logrado mejorar su posición de fuerza. Entre ellas se encuentran, a más de una serie de medidas económicas y financieras —como el endeudamiento externo creciente, la vulnerabilidad alimenticia del país, el acaparamiento y ocultamiento de bienes de consumo popular—. varias medidas que le permiten aumentar su fuerza en la opinión pública y en la construcción de sus bases sociales.

El capital monopólico ha iniciado su propia política de masas. Dos medidas destacan al respecto, la creciente privatización de los medios de comunicación masiva, en particular la televisión, y la legalización de complejos agroindustriales en que se puedan forjar el tipo de núcleos de poder que caracterizan al Estado oligárquico sudamericano, núcleos de poder económico-social doblados a menudo de una capacidad de represión propia, privada, como ocurre desde Guatemala hasta Chile. El Estado sudamericano está constituido por los órganos del gobierno y por los que manejan los hacendados y terratenientes, precioso auxiliar de aquél para la represión general.

En México, la televisión (Televisa ha sido acusada de actividades monopólicas en los propios Estados Unidos) está empeñada en una gigantesca campaña ideológica acorde con la política monopólica más reaccionaria, base de una explicación general de los fenómenos sociales y políticos nacionales e internacionales, que liquide los remanentes de la ideología populista, liberal y nacionalista heredados por el Estado mexicano. Auxiliada por la radio y por una gran cantidad de periódicos y de grupos ultramontanos, la televisión ha empezado a generar, con sus plumíferos más agresivos, y sus intelectuales arrendados, una campaña anticomunista y antidemocrática de enormes alcances. En la misma, exige la colaboración de funcionarios públicos y universitarios, que de buen o mal grado contribuyen a la sacralización del nuevo proyecto elitista, desnacionalizador y antipopular, usando los más distintos argumentos e imágenes, siempre con el cuidado de que el yanqui aparezca como el bueno, y los hombres y mujeres rubios como inteligentes, hermosos y nobles; los patronos y los ricos, como supuestamente refinados y aristocráticos, bebedores de linaje, y elegantes y discretos. El ladino, el indio y sobre todo el demócrata (demagogo) y el comunista (terrorista) son pintado3 en cambio con los más negros colores. En la pantalla de la televisión, México no aparece. El país real, sus habitantes, sus problemas, son sistemáticamente borrados. Sólo se habla de ellos en los programas más aburridos, en las horas peores, por obligación. La campaña desnacionalizadora y elitista alcanza una magnitud colosal de la que apenas hay conciencia. Busca cambiar los hábitos de consumo, la moral, los ideales, las prácticas de todo un pueblo, que reniegue de la política, del poder popular y la democracia, de las demandas del pueblo y sus victorias, de la nación protectora, patricia, y hasta del propio color de su piel, todo ello condimentado con música, juegos y chistes de apariencia tan inocente como los que permitieron a Hollywood forjar la política que hoy gobierna en Washington. En los medios de masas se forja un nuevo proyecto de cultura. La televisión mexicana se propone demostrar que México no existe. Los paisajes son nórdicos, los habitantes rubios, los mensajes de una sociedad de consumo agresiva y reaccionaria, burdamente sofisticada. La información que se da al pueblo, el modelo de vida que se le propone, las fobias políticas que se le transmiten, la cultura que se le impone son profundamente reaccionarias. Últimamente tienen hasta un cierto cinismo aristocratizante que unos años atrás no se habrían atrevido a mostrar. Toda una ideología, un lenguaje y una información, que se transmiten y repiten con persistencia, buscan acabar con los dos lenguajes progresistas remanentes, los que le permiten a la nación hablar y comunicarse, el de la cultura liberal juarista, y el del nacionalismo revolucionario con sus esbozo.; socializantes y sus gestos populistas.

Las bases ideológicas del Estado, las que dan unidad a las acciones masivas del pueblo, están sometidas a una bien planeada campaña de erosión cuyos efectos se harán sentir en poco tiempo. Es una guerra transnacional contra un país al que no se puede ocupar de inmediato, que requiere un tratamiento calculado.

La paz que logró el Estado, entregando prácticamente toda la televisión a la iniciativa privada, es una paz precaria. Su habilidad para concertar, conciliar, calmar, está siendo usada para alcanzar nuevas y más importantes posiciones, y para forjar una política de masas de los monopolios, precursora de la desestabilización y la represión.

Una guerra silenciosa, hecha con medidas de fuerza e institucionales, se libra también en las bases sociales de ese Estado que pudo eliminar a la antigua oligarquía terrateniente tan útil al dictador colectivo sudamericano, tan necesaria para el desarrollo de las políticas de saqueo impuestas en Sudamérica.

El Estado proyectado por los monopolios requiere una base social de empresas agrícolas. Y el Estado actual, creyendo mantener la paz social con concesiones al capital monopólico-terrateniente-ganadero lo ha tranquilizado a corto plazo mejorando sus posiciones de poder. Tras la Ley de Fomento Agropecuario puede organizar legalmente sus bases sociales. Las empresas monopólicas quieren contar con ejidos sometidos, colonizados, arrendados e integrados. Buscan aumentar con ellos sus negocios, su eficiencia en la producción, en el mercado, en el acaparamiento y la especulación. Buscan sobre todo aumentar su poder.

Ya desde principios de los setentas el Estado renunció al monopolio de la represión en el campo. Permitió a ganaderos y hacendados organizar guardias blancas. Permitió que los ganaderos convirtieran sus grandes fundos en centros de producción agrícola, agropecuaria, agroindustrial. Ahora, con la idea de que la única forma de resolver el problema de la producción y de la productividad en el campo es formar complejos agroindustriales privados (olvidado ya totalmente del proyecto de ejidos colectivos que no pudo imponer), el Estado ha propuesto y aprobado una nueva ley que transforma a una de sus más importantes bases sociales y políticas nacionales —el ejido— en parte de un sistema emergente de colonos y peones de las compañías terratenientes, nacionales y transnacionales. Los voceros del gran capital, por unanimidad, han festejado esa ley. aprobada por el Congreso con la resistencia de casi todos los representantes de las organizaciones obreras, campesinas y populares del PRI y de la oposición progresista. El capital monopólico no sólo está satisfecho de que haya sido aprobada la ley. Sabe que un acto de disciplina y control como el que ejerció el ejecutivo sobre el legislativo para lograr la aprobación de esa ley es antecedente inevitable de rupturas entre líderes populares y funcionarios gubernamentales, elemento sustancial que con la crisis política de los aparatos estatales servirá para la instauración del nuevo Estado.

La crisis del Estado mexicano actual tiene que pasar por la crisis de sus organizaciones de masas, por enfrentamientos de líderes y funcionarios y bases. La crisis del Estado tiene que ser crisis de la lógica de la unidad y la disciplina. Unos la seguirán sosteniendo con el argumento de que sólo con unidad y disciplina se puede triunfar, y otros las rechazarán con el argumento de que esa unidad y esa disciplina sólo sirven para renunciar a una política nacional, popular y democrática y constituyen actos de complicidad para un mal mayor que uno contribuye a preparar, en vez de luchar a tiempo, cuando todavía hay fuerzas para ello.

La división y tribalización de las organizaciones de masas serán la base de una futura crítica a la política desde posiciones reaccionarias: las luchas en el Congreso se presentarán como luchas de locos, irresponsables, desaforados; las elecciones populares, como fraudes que no se deben atajar en lo que tienen de fraudulento sino en lo que tienen de expresión popular, y por inútilmente costosas. Así se planteará la exigencia de un orden empresarial-militar.

Sin la tribalización no es posible para el capital monopólico neofascista eliminar a las organizaciones de masas que presentan demandas por salarios, por prestaciones, contra la inflación y la especulación. El capital monopólico necesita la división de las organizaciones de masas oficiales, y necesita captar al mayor número de funcionarios públicos-empresarios para su nuevo esquema de poder. A este fin, unas veces emplea proyectos “inocentes”, supuestamente técnicos y productivista, otras atractivos negocios comunes, otras fobias antipopulares, o los tres juntos. Lucha contra los políticos de las organizaciones de masas del Estado —mediante su corrupción o congelación—, a reserva de luchar más abierta y directamente contra los remisos.

Los líderes oficiales de las organizaciones de masas han querido oponerse al proyecto de ley agropecuaria. Todos sus intentos, o la mayor parte de ellos, han sido anulados. Los propios líderes oficiales han aceptado finalmente acabar con sus objeciones, plegar banderas populares, obreras y campesinas, esto es, abandonar aquellas posiciones desde las que intentaban preservar (o aumentar) el poder social del Estado y de las propias organizaciones oficiales de masas. Los líderes oficiales han aceptado debilitarse a sí mismos. Han aceptado ceder y conceder con una lógica que los coloca en condiciones de inferioridad creciente. Su destino es el mismo, a largo plazo, que el de los líderes y organizaciones populistas sudamericanos. Aquéllos también colaboraron en su propia destrucción a largo plazo, con tal de conservar sus posiciones a corto plazo. Cuando vino la crisis y tuvieron que librar la batalla frontal, inevitable, lo hicieron con menor fuerza, y fueron eliminados con la máxima fuerza. Es difícil prever un camino distinto.

El futuro de la CTM, del Congreso del Trabajo y de otras organizaciones de masas parece ser el mismo que el de las organizaciones sindicales del Brasil de Goulart o la Argentina de Perón. Les hacen lo mismo y responden en igual forma. Aceptan debilitarse sin desesperarse. Cuando se desesperen —porque les van a seguir pidiendo más y más, como es obvio— serán más fácilmente eliminados, como ocurrió allá tras los golpes de Estado de los años sesenta y setenta. La respuesta puede ser sin embargo relativamente distinta. Hay en México otra correlación de fuerzas en el Estado, y otra correlación de fuerzas en el campo.

El Estado sigue manejando una ideología democrática y liberal a la que ha integrado —con base en viejas tradiciones-— la ideología nacionalista y popular que antes ocupaba el primer plano. El cambio de acento no ha significado renuncia a ciertos objetivos nacionales e internacionales que impone el pueblo a través de las organizaciones mediatizadoras insertas en el Estado. El gobierno actual ha llevado a un principio político irrenunciable el apoyo a los movimientos democráticos centroamericanos, a la política de no intervención, de autodeterminación y soberanía de los pueblos. Ha acentuado de manera clara su política de coexistencia pacífica y de buenas relaciones diplomáticas y económicas con la URSS y los demás países socialistas, incluida China. Con un lenguaje y una lógica sólo equiparables a los que usara de Gaulle en la Francia de la posguerra, y que representan los propios intereses de una parte importante de la burguesía mexicana, va mucho más lejos en la comprehensión de la necesidad de cambios democráticos en los países del tercer mundo, en particular en Céntroamérica y el Caribe, dispuesto a jugar riesgos que considera menores a los de una intervención imperialista, de consecuencias graves para su propia hegemonía en el territorio nacional, y para la preservación de la paz mundial. Sabe que una intervención militar en América Latina es un problema de política mundial, que expone la paz del mundo. Esto es, sabe que ya no se pueden hacer guerras limitadas, y que la idea de intervenciones limitadas es cada vez más peligrosamente ilusoria. Conoce que hay riesgos en los movimientos populares y de liberación, pero prefiere esos riesgos a la alternativa intervencionista, golpista, y a la política de exterminio.

Por el seno del Estado mexicano todavía atraviesan fuertes corrientes populares, que con todo y estar mediatizadas, son las únicas que nos permiten explicar un apoyo a la revolución cubana de más de dos décadas (recientemente renovado, con el viaje del presidente a La Habana en el momento de las máximas presiones de Carter), y el apoyo sostenido económico-político a Nicaragua. Ésa es una verdad evidente. Quien no la vea no quiere ver el país en que vive. Ni la presencia del capital privado ni su gran influencia han impedido tomar ciertas medidas políticas en relación a la economía (como el rechazo del ingreso al GATT, o el lanzamiento del SAM) que buscan defender el mercado interno, y otras en relación a los energéticos —en particular el petróleo— que no existirían en caso de ser éstos propiedad de las transnacionales. Esas políticas —populares, nacionales e internacionales—se llevan a cabo en forma contradictoria. Pero son un hecho. Lo que es más, las organizaciones oficiales de masas tienden a radicalizar sus programas, al menos como lenguaje y proyecto, y es incluso de prever un aumento en sus posiciones ideológicas nacionalistas y antimperialistas en caso de que los Estados Unidos acentúen, con la nueva administración y la crisis económica, sus medidas intervencionistas. Y aunque en el campo, las organizaciones de masas oficiales hayan sido reducidas en general a aparatos administrativos altamente dependientes del Estado, y hayan crecido las fuerzas de las unidades monopólicas agroganaderas y transnacionales, éstas no tienen aún el control de las masas en el campo, ni el poder represivo correspondiente. Más bien siguen presionando para que el aparato público use cada vez más a las fuerzas armadas contra los campesinos que ellos pretenden a la larga encuadrar y controlar. En esas condiciones, y con motivo de la próxima sucesión presidencial es posible que las organizaciones de masas no esperen pasivamente a que con los procedimientos habituales, el ejecutivo designe al candidato presidencial. Es posible que impongan un programa mínimo y concreto (por lo demás nada difícil de elaborar desde el punto de vista técnico y teórico, puesto que ya ha sido ampliamente estudiado) que comprometa al candidato y la elección del mismo, sin que esta vez “le madrugue” el candidato al programa.

El Estado, con una lógica “realista”, ha aceptado el yugo de las contradicciones en que está inserto, y ha denunciado como ilusorias las demandas de una política efectivamente nacionalista y popular. En la práctica, a lo largo de varias décadas, ha tomado medidas que acentúan los procesos inflacionarios, ha permitido la especulación con terrenos, viviendas, alimentos, medicinas, ha facilitado la explotación irracional de los recursos naturales, y las que derivan en crisis urbanas; ha dejado impunes los ataques a las comunidades indígenas y a los campesinos pobres, y en general ha permitido e incluso alentado la concentración creciente de la propiedad y el ingreso, al tiempo que afecta los ingresos reales, las condiciones de vida, los derechos sociales e individuales de las poblaciones “marginadas”, superexplotadas, sin garantías económicas, sociales, políticas o personales.

Las contradicciones son hoy de tal magnitud en el orden de la dependencia financiera del Estado que apenas ha sido ésta contrarrestada con las inmensas ventas de petróleo. Sin cesar, crecen el endeudamiento externo y la proporción que se destina a pago de intereses, servicios, capital. Las transferencias, las altas utilidades, los subsidios, las concesiones a las grandes compañías, afectan cada vez más a los propios miembros de las organizaciones de masas y a los sectores medios. El proceso de desigualdad y dependencia es persistente, con amenazas cada vez mayores para un desarrollo soberano del pueblo y una vida jurídica del Estado y la sociedad civil.

En esas condiciones las organizaciones de masas del Estado y sus líderes enfrentan una alternativa: debilitarse hasta su crisis y extinción final, o presentar un programa mínimo que preserve su fuerza y la de las masas. La izquierda mexicana se divide y dividirá casi necesariamente en torno a esta posible alternativa. Una parte de ella —en la que es pionero el Partido Popular Socialista, pero de la que forman parte muchos otros grupos y partidos— seguirá presionando por concretar una política progresista, de creciente intervención del Estado en la economía, y democratización de las organizaciones estatales y populares, mientras la otra —nucleada en torno al Partido Comunista Mexicano y a la Coalición de Izquierda— verá con sumo escepticismo ese camino y habrá de continuar su lucha autónoma por una política de masas, democrática y revolucionaria.

No es posible descartar de manera mecánica y fatalista una posible acción de las organizaciones de masas del Estado y de las que han establecido alianzas y ligas con ellas. Por difícil o improbable que sea, dadas las tendencias persistentes que han revelado una política opuesta, esas organizaciones pueden enfrentarse en un momento dado a la política más reaccionaria del gran capital. En todo caso, cualquier medida política democratizadoa, nacionalista, popular, o en defensa de la no-intervención, de la autodeterminación de los pueblos y la paz deberá ser necesariamente apoyada —así sea con apoyo crítico— por las organizaciones de la izquierda autónoma, sin que éstas renuncien a continuar su propia política de masas, pero conscientes de que ésta, en el México actual, y dado el tipo de estructura del Estado mexicano, implica una acción a largo plazo antes de que se avizore la toma del poder que hoy se ve particularmente lejana. Toda, política de la izquierda implica a corto plazo la acumulación de fuerzas para una verdadera política de masas.

Con todas sus divisiones y diferencias tácticas, la izquierda mexicana requiere una política relativamente distinta a la de países cuyos Estados no se encuentran tan profundamente atravesados por las contradicciones de otras luchas populares. La táctica principal es la clásica desde 1810 hasta 1968: demostrar que la constitución no siempre se cumple o no en todo se cumple, y luchar porque se cumpla. Demostrar que las organizaciones oficiales no practican las medidas que preconizan —sociales, nacionales— y exigir que las concreten, que las realicen. Poner en evidencia a quienes defienden en lo general y lo abstracto principios y políticas de libertad, democracia, soberanía nacional y régimen jurídico, que contradicen y deterioran en la práctica. Dirigir y encauzar las demandas económicas y sociales de las masas y vincularlas a la lucha por el poder nacional, popular, democrático, y por el poder en sindicatos, pueblos, centros de enseñanza, centros de producción, con una lógica de poder que ni se quede en el economicismo, ni deje de apoyar las medidas de nacionalización e incremento del sector público y social de la economía. No acometer acciones que estén por encima dejas fuerzas reales confundiendo supuestos núcleos de poder popular y su asalto aventurado con la toma del poder del Estado, ni limitar su actividad a denunciar las contradicciones del sistema, sino proponer y luchar por soluciones democráticas, populares y nacionales a corto y largo plazo; luchar por la democratización en todas las organizaciones e instituciones, a la vez que se lucha por la autonomía de sindicatos, municipios, pueblos, ligas, coaliciones y partidos, sin olvidar que uno es el poder central y su democratización —o a más largo plazo la toma del mismo y su restructuración de clase, autónoma, revolucionaria— y algo bien distinto el incremento de las fuentes del poder popular y democrático en zonas periféricas, locales, parciales. Esto es, sin cometer el error de la ultraizquierda que cree que en forma lineal y acumulativa, sin proyecto concreto y práctico de un Estado popular, democrático y revolucionario, puede estar indefinidamente tomando pueblos, barrios o fábricas sin provocar medidas contrarrevolucionarias, peligro que se aleja cuando las propias organizaciones autónomas de la izquierda practican la política de presión-negociación, en que a la presión suceden las concesiones y negociaciones mutuas, que no restan fuerza a la autonomía emergente, única que se preserva en forma irrenunciable con el derecho a continuar una intensa labor de educación política profunda. Es esta educación política profunda, esta propaganda de lo racional político, con la difusión o divulgación del sentido de la historia del mundo contemporáneo que desentraña la sustitución del capitalismo por el socialismo, en un complejo proceso cuya esencia interna e internacional es la lucha de clases, y que pugna por una sociedad más justa en que el trabajo no esté mediado por el capital ni la producción por las utilidades, la que consituye la más sólida garantía de acumulación ideológica entre las masas, frente a una perspectiva pragmática, urgida de satisfacer sólo las necesidades inmediatas, las demandas sindicales o democráticas, interpretadas en términos consumistas y triunfalistas, que desmoralizan, desaniman y quitan esperanzas en los triunfos que no son inmediatos. Sólo una perspectiva histórica socialista y democrática puede enfrentar a la ideología oficial que domina y anula la fibra revolucionaria del pueblo y de las masas trabajadoras, una vez que controla sus movimientos espontáneos, esporádicos, intermitentes. En las condiciones actuales de la izquierda mexicana, que forja un movimiento autónomo y revolucionario, la educación política tiene un peso mayor del que la izquierda generalmente le concede. El anarquismo fue una ideología que no planteó la educación del pueblo trabajador para la lucha por el poder; el sindicalismo y el reformismo lograron evitar la limitación de ese planteamiento, pero sin defender o lograr el poder autónomo de la clase obrera como objetivo esencial de sus luchas, y el radicalismo de apariencia leninista y revolucionaria, planteó la toma del poder siempre como inminente, y siempre sin organizaciones de masas para enfrentar a un Estado de masas. Todas esas tradiciones —combinadas— siguen siendo un obstáculo para que las fuerzas de la izquierda autónoma y revolucionaria den cabida principal a la educación ideológica, política y moral de la clase obrera y el pueblo trabajador, y las que inducen a repetir en el presente el mismo tipo de acciones inmediatistas —económicas, políticas— que difícilmente constituyen una política de acumulación de fuerzas entre las masas y por las masas.

La lucha de la izquierda es una lucha por lo concreto. En ese sentido no sólo es una lucha crítica, no sólo es contestataria. Requiere enseñar a las masas que con su acción pueden alcanzar triunfos, y enseñarles que esos triunfos serán insuficientes mientras ellas mismas carezcan de la fuerza para detenderlos. Al respecto, enseñarlas a alcanzar victorias parciales —en la política nacional, democrática, popular— y enseñarles el carácter incompleto de las victorias, es la doble línea de educación y propaganda política que corresponde a su más lúcida conciencia. Enseñarles que la verdadera radicalización no es verbal, sino de fuerza del pueblo, de organización, conciencia, sagacidad y capacidad de lucha, de voluntad y hegemonía, es la clave de una acción a corto plazo. Dentro de la acción a corto plazo obviamente, en el porvenir inmediato —entre 1981 y 1982— se planteará la participación de la izquierda —en especial de la Coalición de Izquierda-— en la campaña electoral. Esa acción necesaria, hará que cobren nuevo giro y que se especifiquen cada vez más las discusiones internas sobre si debe darse prioridad a la lucha en las fábricas o el parlamento, entre los trabajadores o entre lociudadanos. Forzosamente, al menos durante ese tiempo, prevalecerá la lucha electoral, y en torno a ella aparecerá el problema de combinar campaña electoral y campaña fabril, campaña ciudadana y campaña de clase, campaña de clase y campaña de pobladores marginales. Al respecto se planteará un problema clásico cuando un partido, o una coalición de partidos minoritarios, se lanza a una campaña electoral. “¿Cómo ganar cuando se va a perder?” La respuesta es conocida: aumentando la fuerza de la organización, aprovechando la campaña para la organización del partido y de la coalición, de sus vínculos con los centros de trabajo y las colonias populares. Pero no sólo se plantea la campaña-demandas económicas inmediatas, o la campaña-derechos y garantías individuales y sociales, o la campaña-política de acumulación de fuerzas y núcleos de poder en fábricas, centros de educación, producción y comunicación, o la campaña-visión del mundo y de los problemas nacionales dentro de la amplia perspectiva de la lucha por el socialismo y por la paz, con clara idea de las fuerzas en pugna, y del importante papel que en ella juegan los países socialistas. Aparte de esas campañas, fundamentales dentro de la propia campaña-educación, se plantea la lucha por la democracia y por una cultura democrática creciente y generalizada, la lucha por la autodeterminación de los pueblos, por la coexistencia pacífica y la no intervención imperialista, y con ellas la defensa e incremento del poder nacional y de las fuerzas populares dentro del propio Estado, en lo que éste tiene de potencialmente antimonopólico. La alternativa de México en 1981-1982 no es entre capitalismo y socialismo, sino entre democracia y terror generalizado, ni es por “acabar con la propiedad privada de los medios de producción”, o por conservarla. La lucha concreta del momento es por acrecentar y refundonalizar al sector público de la economía, es por la vida democrática y coustitucional, es por un doble frente de fuerzas populares, las que están dentro del Estado y las que están fuera de él, éstas destinadas a asumir cada vez más la dirección de una lucha revolucionaria que reclama su autonomía, sin concesiones para una política de masas de la clase obrera. Tal es el verdadero problema hoy, aunque se le oculte desde posiciones conservadoras o izquierdistas. Entre 1981 y 1982 se decidirá el camino.

Febrero de 1981