En el principio hay una polilla. La silueta negra de una polilla, en realidad, clasificada como apamea.ai versión número 12 en la carpeta moths, incluida a su vez en la carpeta insects que, junto con las carpetas birds, dogs, elephants, horses, lobos, monkeys, sharks y snakes, conforma el rubro 03. Animales. Los otros rubros del archivo son: abecedario, abstractas, árboles, aviones, blood drippings, cabello, elementos urbanos, explosiones, fondos, goteados, manos, mapamundi, máscaras, monitos, nodos, objetos, palabras, personas, rorschach, skulls, y spider web.
La clasificación disparatada no corresponde al idioma analítico de John Wilkins, ni a la enciclopedia china Emporio celestial de conocimientos benévolos, ni al Instituto Bibliográfico de Bruselas, ni a ninguna de las invenciones estrafalarias con las que Borges demostró que no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural, sino al archivo líquido del artista mexicano Carlos Amorales, que desde fines de los noventa clasifica el universo en un repertorio de cientos de figuras virtuales, creadas a partir de fotografías del entorno urbano, la iconografía popular, el cómic, los videojuegos, el grafiti o Internet, y después rotoscopiadas, reinterpretadas y archivadas como vocabulario lábil de un lenguaje personal. Con ese repertorio expandible, Amorales recompuso el mundo en paisajes sombríos, en los que las figuras del archivo se recrean en nuevas formas, se hibridan, se combinan, y cobran vida migrando de un medio a otro, de la imagen virtual al óleo, el dibujo, la animación, la escultura o la instalación. Aviones y lobos feroces se recortan bajo la luz de la luna llena en ciudades desiertas, calaveras con lentes rojos penden de árboles desnudos, figuras inciertas mitad-humanas mitad-animales y bandadas de pájaros negros pueblan paisajes posapocalípticos: un espejo negro, a veces negrísimo, de las ciudades de hoy (Dark Mirror se llamó una muestra de 2007), que sin embargo vibra con la potencia seductora de las siluetas compactas y los colores netos. En la fluidez proverbial del archivo, el arte de Amorales encontró un lenguaje maleable con el que dinamizar las tensiones de la pertenencia cultural (Amorales se crió en una familia de artistas mexicanos, pero se instaló desde muy joven en Ámsterdam y hasta representó a Holanda en la Bienal de Venecia antes de volver a México) y un modelo topológico, inmaterial y apropiable, capaz de desplegarse con la imaginación pero también con las intervenciones y traducciones de otros artistas, y atravesar incluso los límites del arte. En su estudio del DF, diseñadores gráficos y músicos colaboran en la construcción del archivo, lo traducen y lo expanden en nuevos formatos, o en proyectos inclasificables como el sello Nuevos Ricos, una pequeña empresa discográfica que durante años se dedicó a la producción, difusión y consumo de música independiente en la web.
Basta seguir la cadena vertiginosa de copias, versiones y perversiones que puso en marcha la discográfica para comprobar la potencialidad expansiva del archivo en las redes virtuales y reales del mundo globalizado. Nuevos Ricos empezó por ofrecer descargas gratuitas de discos de nuevas bandas latinoamericanas y europeas ilustrados con imágenes surgidas del archivo líquido, un arco musical inclasificable y transcultural que va del neogótico infantil a la «cumbia lunática y experimental». La gigantesca industria pirata de México se encargó muy pronto de reproducirlos con sus correspondientes versiones pirateadas de las gráficas originales, difundirlos entre un público sin acceso a medios digitales y convertirlos en hits en muchos casos, al punto de despertar el interés de importantes sellos como EMI, que produjeron algunos de los discos en ediciones legales. Después, invirtiendo la dirección de los flujos económicos y culturales del mercado por medio de una ingeniosa «piratería de la piratería», Nuevos Ricos usó las gráficas piratas («las nuevas portadas tenían modificaciones que me atrevo a calificar como mejoras a mis propios originales», asegura Amorales), y capitalizó el toque cool de las copias pirateadas para introducirlas en el sofisticado mercado progresista europeo, comprándolas al por mayor y exportándolas, resarciéndose así de las pérdidas económicas resultantes del saqueo pirata. Las distinciones cada vez más difusas entre originales y copias, autoridad y apropiación, creación y posproducción, copycontrol y copyleft estaban en el centro mismo del circuito abierto por Nuevos Ricos, utopía virtual de un arte de la dispersión y la distribución, el uso y la traducción, sin localización geográfica precisa ni marcas identitarias nacionales, que sin embargo reunía indiscriminadamente música de aquí y de allá, se nutría de las peculiaridades estéticas, culturales y económicas de una empresa local, y hasta conseguía invertir la dirección clásica de los intercambios entre la periferia y los centros.
Pero conviene volver a la polilla, punto de partida de un periplo más sinuoso por las redes de la cultura global, una verdadera plaga negra con la que el arte de Amorales atravesó todo tipo de fronteras, hasta convertirse en una entidad flotante, proteica, espectral. La obra en cuestión, Black Cloud Aftermath, escapa a cualquier definición convencional del arte para convertirse en un puro trayecto, el recorrido fortuito de una obra, la historia de su errancia y su dispersión; una obra sin género y, en términos literales, sin autor.
En el recuento de Amorales, la historia empieza a fines de 2006, durante un viaje al norte de México para despedirse de su abuela o, más precisamente, una noche en la casa de la abuela, en la que el insomnio o la inminencia de una muerte próxima dispararon la imagen de una nube de mariposas nocturnas que cubrían el techo del cuarto. De vuelta en el DF, la imagen prosperó en las figuras líquidas del archivo. La visión fugaz de la duermevela se tradujo en miles de mariposas que desde la silueta virtual de la polilla se desplegaron en un abanico de formas variadas, se materializaron en decenas de cartulinas negras recortadas y plegadas, y se multiplicaron durante ocho meses hasta cubrir las paredes blancas del estudio. Fue la primera metamorfosis de la nube –su momento clásico en la ontología de la creación– y el primer desplazamiento de sentidos múltiples: de la imagen mental disparada por una experiencia íntima a la liquidez gráfica del archivo, del ámbito privado de la casa familiar en el norte de México al taller del artista en el DF, de la imagen virtual plana a la materialidad tridimensional de la instalación en el estudio, de la metáfora arraigada en la cercanía de la muerte al imán de referencias y la deriva del sentido en la obra consumada. Una amenaza sombría vibra en el avance obstinado de las polillas (un video de banda sonora ominosa registra la invasión), pero el significado cierto se escurre en la marcha. ¿Aleteo fúnebre? ¿Belleza terminal? ¿Espejismos del apocalipsis? Vienen a la mente las diez plagas de Egipto con sus ecos bíblicos de advertencia y castigo, pero estamos en México a comienzos del siglo XXI, y al devaneo fugaz del sentido más le sientan otras plagas contemporáneas, como el desempleo masivo o las redes del narcotráfico.39 Antes de que el sentido las fijara en un tiempo y un espacio, sin embargo, las mariposas se sacudieron el polvo de las metáforas y siguieron su marcha.
Volátil por naturaleza, la nube no tardó en abandonar el estudio, atravesar una de las fronteras más candentes de la geografía americana y entrar a la escena del arte contemporáneo en la muestra Black Cloud, montada en Nueva York en el otoño de 2007. Amorales cubrió el cubo blanco de la galería Yvon Lambert con 25.000 mariposas nocturnas de 36 formatos distintos, y hasta invadió las oficinas, ignorando las distinciones institucionales entre espacio administrativo y salas de exhibición, burlando incluso la jactancia con que los galeristas exhiben un par de obras elegidas de sus artistas más cotizados como trofeos privados fuera de las salas. En vista del recorrido futuro de la nube, fue una transgresión menor. Ese mismo año Black Cloud viajó hacia el sur, al Moore Space de Miami, justo a tiempo para los fastos mercantiles de la feria Art Basel, y en la primavera del año siguiente volvió al norte, para invadir el Philadelphia Museum of Art, donde no sólo cubrió pasillos centrales y áreas de acceso, sino que se coló en algunas salas y entabló imprevistos diálogos con los Mondrians y Duchamps que el museo atesora en Filadelfia. Se diría por las fotos que con Mondrian el diálogo fue breve pero intenso y versó sobre el color, la geometría y la contundencia de las formas netas; con Duchamp, en cambio, el intercambio fue más nutrido, una conversación animada sobre la reproducción, las copias, la agonía lenta pero firme del autor, que quedó aleteando en el aire. Fue una especie de desvío voluntario de la nube, un remanso, como si algunas obras del siglo XX la hubiesen arrestado por un momento de la marcha ciega hacia un futuro sombrío, y la invitaran al diálogo con el arte del pasado, en una suerte de intercambio gratuito o de homenaje, antes de que la ley del mercado la condenara a reclusión forzada en un espacio privado suntuoso, la casa de un coleccionista, destino previsible de cualquier obra que brilla en el arte contemporáneo. Black Cloud se permitió sin embargo un último trayecto voluntario, un viaje transoceánico, antes de recluirse en la colección privada. En 2009 sobrevoló el Atlántico y fue a parar a Murcia, España, a la Sala de Verónicas, un espacio de arte alojado en una iglesia conventual del siglo XVIII, en donde las mariposas nocturnas cubrieron las naves barrocas, desde las capillas laterales y los balconcitos a las altas bóvedas. De México a la «madre patria», tienta pensar mirando las imágenes de la instalación, la plaga negra invirtió el recorrido de Hernán Cortés con un eco de las extrañas apariciones en el cielo en las que los aztecas vieron presagios de la llegada del conquistador español y, con justicia poética centenaria, hizo llegar a la iglesia reciclada un avatar oscuro del oro de Moctezuma, cuyo paradero, a pesar de las matanzas, sitios y torturas, Cortés nunca descubrió. La Sala de Verónicas, en cualquier caso, fue el último destino de las mariposas en el itinerario consentido por el autor. Con la invasión apoteótica de Murcia, la nube negra completó el circuito áureo de la obra en la era del arte global: de la imaginación del artista al estudio, de ahí a la galería prestigiosa, luego a la feria, más tarde al museo y por fin a la colección privada. O, en estrictos términos geográficos: del norte de México al DF, del DF a los Estados Unidos, de los Estados Unidos a Europa. La coincidencia feliz de tema y forma, se diría, amplió el arco del recorrido: la volatilidad de las mariposas y la potencialidad invasora de la plaga encontraron su traducción perfecta en una instalación liviana y portátil, adaptable a cualquier espacio. Pero ¿cómo leer la marcha sostenida de la nube negra por los espacios blanquísimos del arte contemporáneo? ¿Qué final podría estar presagiando que el arte del siglo XX, profuso en fines y relatos terminales, no hubiese anticipado ya?
A modo de respuesta provisoria o clave, Amorales recibió una imagen curiosa enviada por un curador amigo, sorprendido por la aparición de la nube en un espacio insospechado: la casa matriz de Dior Homme de París cubierta de mariposas negras casi idénticas a las suyas, motivo promocional de la presentación de la colección de invierno de 2008, «Dior chasse les papillons». De la migración de las mariposas a la meca de la alta costura parisina, por supuesto, Amorales no tenía ni noticias. Fue sólo el comienzo de una serie imparable de copias, versiones y traducciones de Black Cloud a los espacios y formatos más impensados, que extendió la marcha de la nube y la llevó a atravesar todo tipo de fronteras, geográficas, disciplinarias y materiales, con total independencia del consentimiento del autor: vestidos con estampados de mariposas negras de Diane Von Furstenberg, modelos exclusivos con mariposas negras de Dolce & Gabbana, empapelados con mariposas negras a la Warhol en las vidrieras de la tienda, modelos populares con mariposas negras para los más diversos públicos –para jovencitas y señoras, para el mercado asiático y para «gorditas»– y hasta una remera en la popularísima versión de Dickies a doce dólares. De Diane Von Furstenberg a Dickies, las mariposas negras cubrieron el arco completo del mercado de la moda en versiones para todos los gustos y bolsillos. Y más: agotado el circuito de la prenda exterior, la nube se ciñó al cuerpo femenino y reapareció en exclusivos sets de ropa interior de Dolce & Gabbana y Victoria’s Secret, en corpiños, tangas, medias de seda y, por fin, eternizándose en la piel, en una galería variada de tatuajes de piernas y brazos. De Dior a Dickies y de Dolce & Gabbana a la piel, la nube se aplanó literalmente en el mundo del pret-à-porter y el consumo: la sombra ominosa de la plaga se esfumó entre las maripositas inofensivas del animal print o en el inconformismo dark light de los tatuajes.
Hasta aquí, los avatares conocidos de la nube o al menos los que el artista, convertido en sabueso virtual, alcanzó a rastrear en Internet. En el inesperado aftermath de Black Cloud, el arte de Amorales entró en su dimensión más paradojal. La obra, surgida del archivo líquido, acabó por independizarse por completo del artista y, como por un efecto boomerang, fue saqueada espectacularmente por la piratería del diseño internacional. ¿Plagio? ¿Robo? ¿Apropiación? Que la cultura y el arte contemporáneos tienden a abolir la propiedad en un nuevo «comunismo de las formas» no es novedad.40 El mismo Amorales creó su archivo con imágenes apropiadas y hasta incorporó la copia pirata en la cadena productiva de la disquera Nuevos Ricos. Pero ¿cabe equiparar la apropiación del arte que redirecciona viejas formas en nuevos usos y la piratería discográfica mexicana que se apropia de bienes culturales y los redirecciona a los consumidores informales, a la piratería industrial de grandes firmas del diseño que se apropia de una obra artística y la redirecciona a la esfera del lucro y el consumo? En el reino sin ley de la piratería, ¿existen el bien y el mal? ¿Hay héroes y villanos? ¿Hay crimen y castigo? ¿Quién arbitra el comunismo de las formas?
Antes de que alcanzara a formularse estas preguntas, Amorales encontró una imagen todavía más perturbadora en el aleph de la web: una nube de mariposas negras casi idéntica a la suya instalada en una biblioteca, obra de una artista australiana, Jayne Dyer, exhibida en la Universidad Lingnan de Hong Kong en 2007, casi en la misma fecha de la primera versión de Black Cloud. La simultaneidad de las instalaciones no sólo descartaba el plagio sino que volvía a poner en entredicho la noción misma de originalidad y disparaba una vez más las preguntas que trastornaron el arte del siglo XX: ¿dónde está el original y dónde las copias? ¿Dónde está el autor?
El Aftermath de Black Cloud, sin embargo, invita a pensar otras respuestas en la economía inmaterial de la red. La obra de la era de la reproductibilidad técnica enloquece en la era de la ontología clónica y se abisma en el site (in)specificity de la reproductibilidad electrónica.41 La diferencia infinitesimal entre copias aparentemente idénticas que Duchamp investigó en la noción de «infraleve» y Borges ilustró en su «Pierre Menard, autor del Quijote» se complica en el tiempo sin tiempo de la web, puro flujo espectral de e-imágenes, por definición efímeras, ubicuas, infinitas, que se suceden sin ninguna secuencia lineal. El intervalo entre las copias, crucial en el relato de Borges y en la noción de Duchamp, se evapora en el espacio sin espacio y sin tiempo de la comunidad virtual, como se evaporan los protocolos de la propiedad y la autoridad. El mundo, como en el cuento borgiano, es fatalmente Tlön, un universo en el que «no existe el concepto de plagio» y «todas las obras son de un solo autor, que es intemporal y es anónimo».42 El archivo líquido del que surgió la mariposa es apenas una sinécdoque artesanal de un archivo inconmensurable más arbitrario y más conjetural. Y más: Amorales, que entró en la escena del arte oculto tras las máscaras de los luchadores de su Amorales vs. Amorales, que clasificó el universo en un archivo de imágenes apropiadas y apropiables, que hizo «piratería de la piratería» y que incluso cambió su nombre por un seudónimo (fraguado con la inicial del apellido paterno, Aguirre, y el apellido materno, Morales), acabó por perder cualquier rastro de identidad local, perder su nombre original y hasta su nombre fraguado, en la cadena desautorizada de copias de Black Cloud dispersa en la red global.43 Del Amorales-autor-de-la-nube sólo quedó un relato, una secuencia lineal de imágenes arrestadas de la red según la lógica ya vencida de la lectura del texto, una road movie en los caminos laberínticos del hipertexto. Es su memento mori del relato y del autor en la era digital, su meditación celebratoria y a la vez nostálgica de la nueva economía global del arte y las e-imágenes. Burlador burlado, él mismo va contando la historia por el mundo con un Power Point de imágenes, como una reencarnación del siglo XXI del narrador popular.
No sorprende, por lo tanto, que la historia que empieza en el norte de México termine o vuelva a empezar en un libro o, más precisamente, en la imagen impresa de un libro que Amorales recuperó por azar dos años más tarde. Cuando el Aftermath parecía haber quedado duchampianamente inacabado en la abundancia inconsumible de Internet, su mujer descubrió una foto y un fragmento dedicado a las polillas leyendo Austerlitz, la última y gran novela de W. G. Sebald, que Amorales recordó haber leído poco antes de que la imagen apareciera en el techo de la casa familiar. En la página 96 de la edición de Austerlitz en español, junto a la foto de una polilla que parece un closeup de Black Cloud, se lee:
A pesar de no haberme dedicado luego a la historia natural, dijo Austerlitz, muchas de las observaciones botánicas y zoológicas del tío abuelo Alphonso se me han quedado en la memoria. Hace sólo unos días consulté el pasaje de Darwin, que me mostró una vez, donde se describe una bandada de mariposas volando sin interrupción durante varias horas a diez millas de la costa suramericana, en la que era imposible, incluso con el catalejo, encontrar un trozo de cielo vacío entre las tambaleantes mariposas.44
El azar del reencuentro con un origen posible de la nube le regaló a Amorales un final para la historia, e inspiró un objeto capaz de aunar el hallazgo y la creación, como los hrönires del Tlön de Borges, «hijos casuales de la distracción y el olvido». Él mismo fabricó dos ejemplares de Austerlitz, un libro de artista convenientemente clonado, un atlas de imágenes que cuenta el Aftermath de su (?) Black Cloud. En el libro de tapas negras con el nombre de otro en letras plateadas, su relato de la nube negra se cierra y, como en las Mil y una noches, vuelve a empezar. Si cabe la paradoja, es su obra más autobiográfica y más personal.