Una red global domina los interiores de Bajo este sol tremendo, la primera novela del chaqueño Carlos Busqued, a tal punto que el narrador le regala el primer plano en el comienzo, para que ilumine desde la primera página la esfera sórdida de un pueblo del interior argentino con los «prodigios naturales» del mundo entero:
–Los clavos se aferran al tracto digestivo del animal y así podemos traerlo a la superficie sin que en el esfuerzo por escapar se despedace. Son muy voraces y tienen hábitos caníbales, más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que tragó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente.25
Es el audio de un documental del Discovery Channel sobre la pesca nocturna del calamar Humboldt en el Golfo de México, una especie feroz que reaparece en las páginas de una revista insertadas sin mayores explicaciones más adelante en el libro, en las que el animal asesino triplica su agresividad y su tamaño. En vista de lo que viene después, no sorprende que Busqued tome cierta distancia, con el recaudo antiséptico de esos readymades truculentos de la cultura de masas. Para los personajes de Bajo este sol tremendo, no hay mucho más en el mundo exterior que ese bestiario salvaje de la televisión y las revistas de divulgación científica, que da vibración exótica o fantástica a la desolación de un interior derruido. Pero la serie bárbara que se abre con la voz en off del Discovery Channel, se comprueba enseguida, es apenas el doble virtual de la violencia animal que se despliega de ahí en más al otro lado de la pantalla. Sin los atajos conocidos de la sátira, la parodia o el género, sin las coartadas de la diatriba cínica o el coqueteo perverso, sin lirismo barroco ni mimetismo populista, sin malditismo y sin anestesia, Busqued compuso la representación más bestial de la Argentina y quizás de toda América Latina escrita en las últimas décadas, en casi doscientas páginas de una profusión apenas soportable de sordidez y violencia bruta. Contracara negrísima de los relatos de errancia, en Bajo este sol tremendo sólo hay reclusión forzada y asfixia.
Sentado frente al Discovery Channel está Cetarti, un desempleado que pasa los días en el torpor del porro y los documentales en un suburbio de Córdoba, hasta que la noticia de la muerte de su madre y su hermano, asesinados a escopetazos en un pueblo del Chaco que se hunde en el barro, lo pone en marcha. Ya en Lapachito, Duarte, el suboficial retirado que lo convoca, albacea del asesino suicida (ex militar también y, dicho muy al pasar, antiguo compañero de Duarte en la lucha contra la guerrilla tucumana), lleva los hilos de una estafa para cobrar el seguro del muerto, una «changa» que no lo distrae demasiado de los secuestros extorsivos con que alimenta sus negocios pornográficos o sus propias perversiones –nunca queda claro– junto con Danielito, el hijo del asesino suicida, una especie de doble tarado de Cetarti, aficionado también al porro y los documentales. Mientras Duarte y Danielito se dedican a los rituales infames de su trabajo, Cetarti, arrastrado en su letargo a participar en sus negocios, toma posesión de la herencia de la familia: los cadáveres destrozados, unas pocas pertenencias de su madre y la casa del hermano en Córdoba, un fenomenal depósito de despojos, que Cetarti ultima y clasifica entre nubes de marihuana. La prosa impertérrita elude los comentarios, la psicología y el morbo, pero no ahorra detalles gráficos de la escena del crimen, la morgue, el cementerio, los videos pornográficos de la colección de Duarte y otros pormenores igualmente sórdidos.
Así contada la novela podría pasar por un avatar tardío del realismo sucio bukowskiano o una versión extrema del policial duro. Pero no. Sobre ese esqueleto que nunca descansa en los resortes del género ni se conforma con el avance rápido de la trama, se crea una atmósfera irrespirable que resulta de la proliferación y el exceso, administrados con un cálculo preciso del efecto contaminante de los materiales. (Busqued, no parece casual, es ingeniero industrial, profesor de Cálculo de Avanzada.) La corrupción física y moral y la violencia infunden todos los planos hasta fundirlos en un mismo magma de degradación y anomia. Basta recomponer el bestiario que se despliega a un lado y al otro de la pantalla, desde las moscas que se incineran en la trampa de tubos fluorescentes de una parrilla de camioneros, los insectos que revientan contra el vidrio del parabrisas, la elefanta de circo que no para de mover los pies porque le enseñaron a bailar parándola sobre una chapa electrizada, los escarabajos venenosos y los dogos asesinos de Lapachito, hasta los elefantes feroces de Mal Bazaar, las invasiones de cangrejos herradura en Molucas y los cangrejos predadores del Golfo de México, que Cetarti o Danielito miran hipnotizados en Animal Planet. Es ése el paisaje real o virtual que espeja o contamina el parque humano de la novela. Si la marihuana abunda hasta la náusea (muy lejos quedó el gesto rebelde y libertario de la droga en la contracultura), la comida es igualmente malsana (pizzas que duran dos días, litros de Coca-Cola tibia) y la televisión, otro narcótico. Pero es en el recuento pormenorizado de la basura que Cetarti clasifica en la casa del hermano, donde la novela radiografía un paisaje arrasado más amplio. Aleph del desecho posindustrial, la enumeración de los despojos compone una acumulación caótica, que transforma el acopio azaroso del ciruja en arte de instalación verbal: chatarra informática, electrodomésticos obsoletos, todo tipo de envases descartables nunca descartados, basura inclasificable (* p. 59). El resto del inventario es todavía más llano: toneladas de papel en los pasillos, videos porno de títulos gráficos en el garaje (Cum Scouts, Fire Hole, Flesh Mountain), insectos resecos y cadáveres de pájaros en diversos grados de descomposición en una mesa de cemento adosada a la parrilla del patio cubierto de yuyos.
Pero si la acumulación y el exceso desbordan la narración y abren líneas de fuga, una serie de fisuras en el espejo del verosímil realista –mínimas anomalías en el punto de vista o la estructura– dejan claro que la confianza en los expedientes verbales del realismo es relativa. Sin ningún alarde experimental, la superficie compacta de la novela se rasga de tanto en tanto y la literatura ensaya algunas licencias del cine que extrañan la percepción e imponen distancia. Como en una de esas tomas artificiosas de los hermanos Coen, la mirada de una mosca reporta pormenores de una escena, Cetarti se ve a sí mismo «en el reflejo convexo» del ojo de un cebú muerto, y Danielito ve caer el agua de una canilla y se la imagina «bajando por el sifón de la pileta y después hacia las alegres profundidades de la tierra».26 La narración se despliega con linealidad clásica (apenas interrumpida por la inclusión inesperada de alguna pesadilla), pero cuando ya muy avanzada la novela Cetarti y Danielito finalmente se conocen, la escena se cuenta dos veces, un mínimo toque tarantinesco que señala sutilmente el motivo del doble que los reúne. Con esos y otros recursos casi invisibles, la novela no atenúa el efecto de realidad del infierno verosímil que registra, pero cobra un leve espesor alegórico que invita a mirar el todo mayor desde el margen. Es ésa la lección que Busqued dice haber aprendido de un profesor suyo de ingeniería: «La tensión está en los bordes.»27 Con esa convicción, Busqued ensaya una variable contemporánea de lo que todavía y sin demasiada suspicacia podemos seguir llamando realismo, que no promueve la lectura alegórica pero tampoco la desalienta: difícil imaginar la convivencia narrativa con un mundo como ése sin otro móvil oculto. Sin forzar demasiado las correspondencias, el inventario que la novela compone es el condensado posapocalíptico de una geografía social más amplia que podría extenderse al interior empobrecido de muchos países de América: el desempleo, la degradación física y moral, la herencia perversa de la dictadura, la supervivencia atada a la basura, la violencia salvaje, la anomia.
El corolario sombrío es que no hay demasiada salida. Sólo se respira un poco de aire fresco en la ruta y en la frontera más próxima, dobles abstractos de las pocas perspectivas realizables de huida. Antes de seguir caminando hacia Brasil, apoyado en la baranda de cemento en la mitad del puente fronterizo entre Ciudad del Este y Foz do Iguazú, Cetarti arroja al agua una lata de Coca-Cola vacía, que tarda más de un minuto en llegar abajo, toca el río y es arrastrada por la corriente. El país, como conviene a un mundo animal, es una jaula.