A la serie de encuentros fortuitos célebres que abrió Lautréamont y poblaron los surrealistas, habrá que agregar el de un pingüino de plástico y un salero, que debemos a los desvelos de la argentina Liliana Porter en los mercados de pulgas. Es sólo uno de los muchos diálogos insólitos que Porter registró sin salir de su estudio de Nueva York, donde vive desde hace más de cuatro décadas, pero ella misma lo eligió por algún motivo para explicar por qué reúne cosas tan diversas, más diversas que el paraguas y la máquina de coser o el hombre de bombín y la manzana verde, y las pone a dialogar «sin ningún problema» en un espacio vacío, más vacío que la mesa de disección y los paisajes surreales. «Alguien podría protestar», escribió anticipándose a los agnósticos de los prodigios del arte, «¡¿cómo van a dialogar si no existen?! Pero entonces... ¿con quién estoy hablando ahora? ¿Cómo es posible que yo le esté hablando a usted si en este preciso momento en el que escribo usted no está (todavía) conmigo? Sin embargo, esta conversación, y la del pingüino con el salero, existen en un tiempo que no tiene antes ni después, que se mide de otra manera.»14
Es el tipo de preguntas que inspiraron a Magritte, que complicó la respuesta con imágenes y textos que a primera vista se contradicen, más tarde al belga Marcel Broodthaers, que con humor más ácido y ataques más incisivos al mundo del arte montó su propio museo ficticio de águilas, más tarde a los artistas conceptuales, más secos, autorreflexivos y cerebrales, y entretanto a Michel Foucault, que se interesó por el antagonismo perpetuo entre la imagen y el texto que esconde el «Esto no es una pipa», y se preguntó en Las palabras y las cosas por la incongruencia inquietante de lo heteróclito. «Es necesario entender este término lo más cerca de su etimología», escribió, «las cosas están ahí “acostadas”, “puestas”, “dispuestas” en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de unas y otras un lugar común.»15 No sorprende entonces que Magritte sea una figura recurrente en los fotograbados tempranos de Porter y que su obra y la de Broodthaers, vistas en perspectiva, se reúnan en un diálogo posible y sin embargo inexistente como el del salero y el pingüino de plástico (* p. 153).16 Encontrar el lugar común del que habla Foucault, alojar lo diverso y observar sus relaciones en el espacio ampliado del arte es el impulso que anima la obra de Porter desde sus comienzos. La reunión de lo heteróclito ha inspirado sus grabados, serigrafías, fotograbados, collages, assemblages e instalaciones, pero sobre todo las «situaciones» que crea y retrata desde los noventa, pobladas por una colección de figuras que fue recolectando en ferias y mercados de pulgas de todas las latitudes.
A primera vista, las miniaturas del mundo de Porter parecen juguetes o simples adornos, pero a menudo tienen una doble vida y son también saleros, lámparas, perfumeros, relojes, velas, alfileteros, cascanueces, platitos, porta-lápices, floreros o abrebotellas, de preferencia de los años cuarenta o cincuenta. Son figuras humanas o animales, con una expresión particular en la mirada, por la que parecen desconcertadas o absortas cuando se encuentran con otras que no corresponden ni a su tiempo, ni a su cultura, ni a su especie, y con las que sin embargo «dialogan». Porter las reunió a veces en conjuntos más o menos numerosos, como si se tratara de «elencos» de su teatro inanimado del mundo, que abandonan por un momento sus diálogos o monólogos privados, miran al público y posan para la foto. ¡Por favor no se muevan! o simplemente No se muevan se llaman con ironía esos retratos, y revelan desde el título el mecanismo interno de la obra, que dispone a los personajes en una especie de set bien iluminado y desnudo, sin ninguna referencia contextual ni temporal más allá de las que traen a cuestas. En ese limbo atemporal son invitados a convivir con otros de otras especies, otros tiempos, otras geografías, otras culturas, e incluso de otra naturaleza semiótica (una figura puede conversar con otra figura pero también con una foto, con su reflejo en el espejo, con la ilustración de un plato, una azucarera o un jarrón chino), en una suerte de escenario beckettiano despojado, donde sólo cuentan los personajes y los diálogos. El realismo crudo de los objetos y el documentalismo fotográfico garantizan la «verdad» de lo que sucede y el espectador es llamado a dar por cierto el encuentro e imaginar el resto.
En ¡Por favor no se muevan! (con fondo rojo) (2002), por ejemplo, un grupo animado de guardias de la revolución maoísta convive con un chanchito-alcancía y un pájaro-costurero, un Mickey minúsculo de vidrio y una Minnie gigante de plástico, un Elvis aplanado en un retrato, un bailarín flamenco, un niño playmobil y una novia, un payaso violinista y un monito acordeonista, un tótem africano, un ciervo descabezado, una niña con tapadito, conejos, patos, cerditos y toda suerte de animales no incluidos en esta enumeración, contagiados al parecer por la euforia maoísta que domina al grupo y tiñe el fondo de rojo. El título, a su vez, da por sentado que las figuras podrían moverse, que vienen o van a alguna parte, y que quizás protagonizaron otros encuentros, ya capturados por Porter en otras fotos. El niño playmobil, de hecho, viene de conversar con el joven de Retrato de un hombre de Giovanni Bellini en Diálogo con una postal (1998); la novia se enfrentó cara a cara con el cerdito subido a una tarima en Diálogo con cerdo blanco (2001); la misma novia se contempló pensativa en un espejo en Azul con ella (2001), y el pájaro costurero dijo algo en Decir algo (2001), cuando las hojas de su tijera-pico se cerraron y se abrieron. Las figuras humanas del mundo de Porter, como se ve, pueden ser célebres o anónimas, icónicas o genéricas, occidentales u orientales, latinoamericanas o del «resto del mundo» (el Che, Elvis Presley, el médico José Gregorio Hernández del culto popular venezolano, un gaucho argentino, un soldado nazi, una niña, un monaguillo), y los animalitos pueden ser «reales» o ficticios (el ratón Mickey, Minnie, el pato Donald, un bulldog, un cervatillo), pero las categorías con las que sería posible clasificarlos se multiplican a tal punto que finalmente no hay nada que los reúna más que el set, las poses estáticas y la sorpresa en la mirada. Es más: a veces las mismas figuras complican las cosas y el médico sanador venezolano puede ser una estatuilla made in china con ojos rasgados y Mickey es apenas un remedo del «original» de Walt Disney, en una figurita de vidrio soplado veneciana. El elenco de personajes estables que reaparecen y otros muchos que renuevan los diálogos en cada obra va componiendo una estructura compleja de redes de relaciones invisibles que los reúnen y esferas de encuentros privados que los separan. La realidad de las figuras se esfuma en la cadena de «reproducciones de reproducciones» de las fotos y sin embargo hablan en una especie de esperanto imaginario.
Pero si lo heteróclito reina en el mundo de Porter es también porque no hay un principio estético unívoco que guíe las elecciones y el casting de los diálogos. El inveterado coleccionismo de miniaturas convive con el gusto pop por los objetos comunes, los clisés, las copias y la distancia y, aunque a primera vista la recurrencia de lo démodé, la acumulación, la teatralidad y el ser impropio de las cosas le dan un leve aire kitsch al conjunto, se descubre enseguida que se trata de otro anacronismo, otra acumulación, otra teatralidad y otra forma de ser una cosa y otra cosa.17 Más que volver al pasado, los objetos quieren estar fuera del tiempo; más que al frenesí del abarrotamiento y a la recarga de emociones tienden a la selección y al afecto distanciado, y si son una cosa y otra cosa (chanchito-alcancía, pájarocosturero, perro-alhajero) Porter, con su «exasperante objetividad»,18 los toma al pie de la letra, los deja llevar su doble o triple vida, y los pone a trabajar literalmente.
Como el coleccionista, el creador de mundos en miniatura se enfrenta a la dispersión y el desorden de lo real con un nuevo orden que es a la vez una versión a escala reducida del mundo. Pero ni siquiera ese principio que define al miniaturismo –la escala reducida– organiza la colección de Porter. Basta ver el grupo reunido en ¡Por favor no se muevan! para comprobar que el suyo es un mundo sin escala. Las ampliaciones y encuadres de las fotos desbaratan la referencia cierta de los tamaños, pero es la variedad impropia de las escalas sobre todo –el bulldog más grande que el soldado nazi en Beso (2001), el pingüino minúsculo frente al Cristo lámpara en Diálogo con pingüino (1999) (* p. 153)– lo que mueve al diálogo en el encuentro insólito y extraña la mirada, en versiones humanizadas del «Esto no es una pipa»: «Esto no es un soldado nazi», «Esto no es un pingüino», «Esto no es un beso», y sin embargo...
La fotografía, con todo, no es el único camino que Porter encontró para «legitimar documentalmente» sus diálogos insólitos.19 Convocando y expandiendo su elenco de figuras, dio tiempo real y espacio concreto a los encuentros en assemblages sobre tela, en pequeñas instalaciones y en películas de 16 mm filmadas por ella misma. En breves secuencias precedidas por títulos lacónicos en los dos idiomas que su biografía reúne («Gaucho», «Kisses», «I love you», «Coro chino»...), dispuso a sus personajes en dúos o conjuntos mínimamente «animados» por movimientos de cámara o montaje, y extrañó aún más las miniescenas con la musicalización incongruente o irónica de Sylvia Meyer. El teatrillo de fábulas mudas cobró vida y sonido con el ejercicio cinematográfico rudimentario (las tomas son fijas y los carteles con títulos recuerdan al cine mudo), que dio entidad real (sin efectos especiales) a las fantasías, los dramas, o las peripecias absurdas de los personajes. En Solo de tambor (2000), por ejemplo, un gaucho parece bailar al compás de un God Save the Queen irreconocible, un Hava Nagila en versión china acompaña un paneo por estatuillas orientales, Daisy besa a un Che Guevara estampado en un plato, o el soldado nazi se aleja con mirada melancólica después de besar al bulldog de porcelana. Y es que, como en la obra de Broodthaers, la ficción es el único «medio maestro» de Porter20 y sus personajes se liberan de los usos e identidades fijas con los que los ha cargado la cultura, y entablan diálogos que el espectador es invitado a recomponer, en sintonía feliz con un mundo liberado de los órdenes convencionales y sin embargo reconocible y próximo. «Los animalitos», escribió Inés Katzenstein resumiendo la ética fantástica de Porter, «aparecen aquí como viajeros solitarios que cruzan desiertos magníficos sin comunidad, sin itinerario ni meta. La aventura consiste en atravesar ese espacio de pura posibilidad, encontrarse con un Otro siempre sorprendente, casi extravagante de tan distinto, e intentar establecer un diálogo.»21
Pero ¿de qué hablan finalmente los personajes de estas fábulas sin palabras? No faltan en las escenas las tragedias, los daños y las catástrofes, pero el paisaje de Porter es el de un mundo auspiciosamente reconciliado. Teatro sintético de las diferencias –naturales, culturales, históricas y hasta ideológicas–, deja ver sin embargo que las divergencias y los contrastes ocultan a menudo las analogías y las semejanzas, sin borrar por eso la mutua impenetrabilidad insalvable que conserva lo diverso. La banalidad y el prosaísmo de los personajes los vuelve impropios y por eso mismo inesperadamente adecuados para el contrabando metafísico y la «sociología experimental» (la fórmula precisa es también de Katzenstein), actores fortuitos de una poética de la relación que deja ver la variedad inagotable de lo diverso, preservado de la asimilación que lo disuelve. Más que de la violencia oculta de las filiaciones y las determinaciones del territorio, parecen decir las «situaciones» atópicas de Porter, la identidad surge en la marcha, en la red caótica de las relaciones.22
Con sus espacios lisos y ordenados, observó Foucault, las utopías consuelan; las heterotopías, en cambio, enmarañan los nombres comunes y fatalmente inquietan. La obra de Porter ha reunido utopía y heterotopía, alojando la «casa con más habitaciones» que le abrió el desarraigo23 y el resto utópico que seguramente guarda de los sesenta, en un mundo heterotópico «portátil y atemporal» que maravilla e inquieta. Si como dice un personaje de Wim Wenders en Alicia en las ciudades «El mercado de pulgas es el subconsciente del capitalismo»,24 Porter ha puesto en escena sus sueños no realizados y sus lapsus.