«Cuando volvía a Buenos Aires, en abril del 66, estaba decidido ya a hacer, yo mismo, un happening: tenía uno en la cabeza. Y su título, “Para inducir el espíritu de imagen”, comentaba expresamente lo que había aprendido en La Monte Young. En papeles desordenados, y al margen de mi trabajo regular (“intelectual”), anoté tanto el esquema general como los pormenores de sus acciones. (...)
A las cinco de la tarde del día 26 de octubre, las primeras de entre las veinte personas contratadas comenzaron a llegar. A las seis de la tarde habían llegado las veinte. Hombres y mujeres de edad oscilando entre los cuarenta y cinco y los sesenta años (sólo había una persona joven, un hombre de unos treinta a treinta y cinco años). Esas personas venían a “trabajar” por cuatrocientos pesos: era trabajo a destajo, y suponiendo –por imposible– que consiguieran algo semejante para todos los días, no llegarían a reunir más de doce mil pesos mensuales. Me había enterado ya que el trabajo normal de casi todos era el de “crupíes” de remates de joyas de bajo valor, de valijería y de “objetos varios”, en esos negocios que siempre están por cerrar y que se los puede encontrar a lo largo de la calle Corrientes, o en algunas zonas de Rivadavia o de Cabildo. Me imaginé que por ese trabajo ganaban aún menos de lo que yo les pagaría. No me imaginaba mal.
Los reuní y les expliqué lo que debían hacer. Les dije que en cambio de cuatrocientos les pagaría seiscientos pesos: desde entonces me prestaron total atención. Me sentí un poco cínico: pero tampoco quería hacerme muchas ilusiones. No me iba a tomar por un demonio por este acto social de manoseo que en la sociedad real ocurre cotidianamente. Les expliqué entonces que exactamente no era teatro lo que íbamos a hacer. Que ellos no debían más que permanecer durante una hora, quietos, parados, la espalda contra la pared del salón; y que el “espectáculo” no se iba a realizar en la sala normal de representaciones, sino en una amplia sala del depósito que yo había hecho preparar expresamente. También les dije que había algo que sería incómodo para ellos: que durante esa hora habría un sonido muy agudo, a muy alto volumen, y muy ensordecedor. Y que ellos deberían soportarlo, que no había otra alternativa. Que si aceptaban o si estaban de acuerdo.
Alguno de entre los viejos pareció retroceder, pero se consultaron todos con la mirada, y al cabo, solidarios, contestaron que sí. Como comenzaba a sentirme vagamente culpable, pensé en ofrecerles tapones de algodón para los oídos. Lo hice, ellos aceptaron, y yo mandé a buscar el algodón. Se había ya creado un clima bastante amistoso entre ellos y yo. (...)
Pronto se hizo la hora en que el happening debía comenzar. Todo estaba listo, la cinta sinfín (que había preparado en el laboratorio de música experimental del Instituto), los matafuegos. Había preparado también un pequeño sillón, en el que me sentaría, de espaldas al público, para decir las palabras del comienzo. Subí entonces con todos al depósito y les expliqué de qué manera debían permanecer sobre la pared del fondo. Había también preparado las luces. Sólo faltaba pagar a los extras: para esto, comencé a repartir tarjetas, firmadas por mí, y con el nombre de cada uno, con las que ellos, después, cobrarían en la secretaría del Departamento de Audiovisuales del Instituto. Los viejos me rodeaban, casi asaltándome, y yo debía parecer un actor de cine repartiendo autógrafos. Reparé que habían llegado las primeras personas: dos de ellas parecían alegres. Seguí con las tarjetas; cuando volví a girar la cabeza el salón estaba lleno de gente. Algo había comenzado, y sentí como si, sin mi consentimiento, algo se hubiera zafado y que un mecanismo había comenzado a andar. Me apuré, distribuí a los viejos según la posición prevista, y ordené apagar las luces. Después pedí a la gente que había llegado que no se adelantara y que se sentara en el suelo. Había bastante expectativa y me obedecieron.
Entonces comencé a hablar. Les dije, desde el sillón, y de espaldas, aproximadamente lo que había previsto. Pero antes también les dije lo que estaba ocurriendo cuando ellos entraron a la sala, que les estaba pagando a los viejos. Que ellos me habían pedido cuatrocientos y que yo les pagaba seiscientos.
Que yo les pagaba a los viejos para que se dejaran mirar, y que la audiencia, los otros, los que estaban frente a los viejos, más de doscientas personas, habían pagado cada una doscientos pesos para mirar a los viejos. Que había en esto un círculo, no demasiado extraño, recorrido por el dinero, y que yo era el mediador. Después vacié el matafuego, y después apareció el sonido alcanzando muy rápidamente el volumen elegido. Cuando se apagó la luz del spot que me iluminaba yo mismo me acerqué a los focos que debían iluminar a los viejos y los prendí. Contra la pared blanca, el ánimo achatado y aplastados por la luz blanca, cercanos unos a otros y en hilera los viejos estaban tiesos, prestos a dejarse mirar durante una hora. El sonido electrónico daba mayor inmovilidad a la escena. Miré a la audiencia: ellos también, quietos, miraban a los viejos.
Cuando mis amigos de izquierda (hablo sin ironía; me refiero a personas que tienen la cabeza clara, al menos respecto a estos puntos) me preguntaron, molestos, por la significación del happening, les contesté usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito ahora, no fue sino “un acto de sadismo social explicitado”.»38
OSCAR MASOTTA (Buenos Aires, 1930, en Barcelona
desde 1975), «Yo cometí un happening» (1967)