«Para poetas los de Francia», piensa Arturo Belano, álter ego de Roberto Bolaño, en el comienzo de «Fotos», un cuento de Putas asesinas (2001) escrito en una única frase serpenteante que dura casi nueve páginas.1 Es el homenaje irreverente de Bolaño a la poesía francesa, compuesto a partir de las fotos de poetas que ilustran La poésie contemporaine de langue française depuis 1945, un compendio crítico de casi mil páginas que Belano hojea sentado en la tierra rojiza de una aldea perdida de África. Relato de viaje estático, en el cuento sólo deriva la escritura: no hay más acción que el avance antojadizo de Belano por las páginas del libro y sus devaneos frente a las fotos. La clásica escena de lectura en que la literatura se vuelve sobre sí misma, trafica citas y nombres, es aquí una escena de lectura sin lectura. Porque Belano, en realidad, no lee sino que mira las fotos, con el libro casi pegado a la cara para poder apreciar los rostros, tratando de imaginar las vidas de los poetas de Francia, Bélgica, Canadá, el Magreb, África y Medio Oriente que desfilan por las páginas y el lector no ve, tramando entre ellos relaciones fantasiosas, colándose en las historias fraguadas, levantando la vista de vez en cuando para mirar el cielo, las nubes o la línea del horizonte. Ahí están por ejemplo Jean Pérol, «con cara de estar escuchando un chiste», o Gérald Neveu, «con cara como de estar deslumbrado por el sol», o Philippe Jaccottet, «flaco y con cara de buena persona», o Claude de Burine, «la encarnación de Anita la Huerfanita», o Dominique Tron, que escribió quizás para Claude de Burine sus muchos libros juveniles (un «ciclón adolescente», como el propio Belano en México, aunque «una cosa es México y otra cosa es Francia»), pero también poetas africanos como Tchicaya U Tam’si, árabes como Kateb Yacine o las bellas Vénus Khoury o Nadia Tuéni, con las que Belano «follaría hasta el amanecer» o «hasta las tres de la mañana».2
Atlas caprichoso de la poesía francesa contemporánea, «Fotos» compone el mapa errático de los poetas de una lengua, atraviesa fronteras, mezcla razas, culturas y tradiciones, cultiva la francofilia y a la vez la ridiculiza en una mitología irónica, hasta que las fechas, los rostros jóvenes o la belleza oriental de las poetas traen una meditación más honda, una iluminación fugaz sobre el paso del tiempo y la muerte. Teñidos por el deseo juvenil de la poesía francesa, los recuerdos de Belano en México se cuelan en la deriva, y de pronto hay «charros espectrales» y graznidos de zopilotes en la epifanía africana. La geografía y las lenguas se confunden en la forma misma del cuento que todo lo reúne en el río de la frase, hasta que Belano, conmovido, cierra el libro, camina en dirección a la costa y se despide de las ficciones de Bolaño, como un Rimbaud chilenomexicano que se pierde en África.
También en «Últimos atardeceres en la tierra», otro cuento del mismo volumen, hay una antología y fotos de poetas. El protagonista aquí es B, Belano o el mismo Bolaño a los veintidós años, que sale de vacaciones a Acapulco con su padre desde el DF de México; el libro es la Antología de la poesía surrealista del argentino Aldo Pellegrini, que B lee durante el viaje y puntúa la peripecia sórdida y evanescente del relato. B lee los poemas de la antología esta vez («le gusta Desnos, le gusta Éluard»), pero también mira las fotos («la foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel»), y sobre todo la biografía y la foto de Gui Rosey, un surrealista menor que llega a Marsella en 1941 a la espera de un salvoconducto para América, pero desaparece sin dejar rastro.3 Desde el título y las coordenadas casi lógicas con que se pone en marcha el relato («La situación es ésta:...»), todo es inminencia de algo que podría suceder y no sucede durante el viaje. Un trayecto en tabla desde la playa hasta una isla cercana a la que cuesta llegar, una mujer enigmática en la terraza del hotel, un paseo en bote y una billetera que se cae al agua, una partida de cartas con unos tipos violentos en un bar-burdel de las afueras de Acapulco... La sombra de una amenaza abre puntos de viraje inconducentes en la historia, coronada por un final abierto que, como en «El sur» de Borges, deja a los personajes vibrando en el aire. Más que la relación tensa del hijo con el padre –chilenos emigrados a México–, el diagrama engañosamente arborescente de la anécdota narra en su misma forma la inminencia de catástrofe que amenaza al «extranjero» en tránsito, la posibilidad incierta de accidente o acontecimiento que define todo viaje.4 Porque si en el cuento clásico, según la conocida tesis de Ricardo Piglia, se cuentan dos historias, una en primer plano y una secreta que aflora en la superficie hacia el final del cuento y, en la versión moderna del género, se abandona el final sorpresivo y se cuentan las dos historias sin resolverlas nunca, en «Últimos atardeceres...» Bolaño encuentra una nueva variante: multiplica los puntos de viraje de la historia visible y alimenta la tensión narrativa con la promesa de que aflore en ellos la historia secreta, pero la expectativa se dilata y finalmente se frustra. No hay historia secreta sino pura inminencia del fin de la deriva, la catástrofe. Como en la vida real de Gui Rosey con quien B se identifica, el final queda en suspenso. «Los finales son pérdidas», escribe Piglia, «cortes, marcas en un territorio, trazan una frontera, dividen. Escanden la experiencia. En nuestra convicción más íntima, todo continúa.»5 Bolaño deja que todo continúe en el cuento: en la expectativa que se frustra a cada paso y el final abierto, encuentra una forma errante para acercarse a la dislocación perturbadora del viaje que, desde la promenade surrealista o la deriva del situacionismo, promete abrir el arte a la intensidad de la experiencia.
No es casual entonces que B lea la Antología de la poesía surrealista y el cuento transcurra en 1975, año en el que Bolaño junto con el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro (Arturo Belano y Ulises Lima en la hiperquinética Los detectives salvajes) fundan el grupo infrarrealista, los «real visceralistas» de la novela. «Lachez tout», «Partez sur les routes»,6 había escrito Breton en 1922, y el manifiesto del grupo que Bolaño redactó en 1976 es una clara invitación a reeditar el mandato bretoniano desde el título –«Déjenlo todo, nuevamente»– y a recuperar «las vanguardias descuartizadas en los 60». «El verdadero poeta es el que siempre está abandonándose», escribe Bolaño. «Nunca demasiado tiempo en un mismo lugar, como los guerrilleros, como los ovnis, como los ojos blancos de los prisioneros a cadena perpetua.»7 Y por si la matriz surrealista de la empresa no hubiese quedado suficientemente clara, insiste hacia el final en mayúsculas de imprenta: «DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE», «LÁNCENSE A LOS CAMINOS». Es la consigna inaugural de un arte de la errancia que hace del viaje y la movilidad sus principios compositivos, entregado a una fuerza cinética que lleva a borrar el origen para favorecer una multiplicidad de arraigos simultáneos o sucesivos, traducidos en proliferación desaforada de espacios y de relatos, matriz de sus «viscerales» sagas transatlánticas, Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004). Es también el salvoconducto para apartarse de las vanguardias institucionalizadas, de Octavio Paz, del boom latinoamericano y sus remanidas maravillas.
En los últimos años de su vida, recuerda Bolaño en un breve homenaje a Nicanor Parra escrito en los noventa, «Breton habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y las bibliotecas».8 «¿Pasó realmente el surrealismo a la clandestinidad?», se pregunta en otro texto breve. «¿En qué se transformó el surrealismo clandestino a partir del 65? ¿Hubo un surrealismo clandestino operativo en los últimos treinta años del siglo XX?»9 Las preguntas, por algún motivo, no se formulan en francés en los grandes centros del parnaso surrealista, sino en el español híbrido de un chileno transterrado a México y a España. En su propia literatura, hay más de una respuesta.
A la historia del arte del siglo XX le gustan los finales y las resurrecciones periódicas. Algo muere para que nazca otra cosa o resurge de las cenizas transformado, según la lógica dialéctica o recursiva de los posts y los neos que ordena la historia de las vanguardias y el arte moderno. Pero basta pensar en la interminable agonía de la modernidad, sus embates con la posmodernidad y su eterna resurrección, para entender que no es la modernidad lo que ha muerto, ni tampoco en términos prácticos la pintura, ni el autor, ni los medios, sino los sucesivos relatos con los que hemos intentado traducir el arte moderno. La historia del arte es por definición anacrónica y se reescribe en presente. Porque ¿dónde, cuándo, en qué relato, por ejemplo, murió el surrealismo? ¿Y cuándo, si vamos al caso, murió en América? «Cada época tiene sus surrealistas», dijo alguna vez Man Ray, y es probable que los efectos de muchos finales forzados estén a la vista. Lo reprimido retorna.
Relegado en las cruzadas formalistas de los modernos y en el bazar irreverente de los posmodernos, convertido en cadáver exquisito o antigualla kitsch, banalizado por el idealismo ingenuo o el esoterismo pueril, el surrealismo consiguió probar su resistencia en obstinados retornos, como si a pesar de los muchos esfuerzos por encauzarlo en la historia del arte del siglo XX, dejara siempre un resto irracional –elusivo, informe, proteico– que escapa a sus sucesivos intérpretes. «Dando vida a la poesía ciega a través del desorden impersonal y el azar», escribió Georges Bataille en 1947, «el surrealismo sobrevivió a las muchas ordalías que atravesó.»10 El surrealismo retorna en las últimas décadas del siglo XX, sin duda, ineludible en la genealogía de la impureza de los medios, imperativo en la indagación de las relaciones del arte con el deseo, el azar y el misterio, referencia obligada en la obra de Marcel Duchamp o de Bataille, sus figuras más aviesas, más pródigas y quizás más certeras.11 En los recuentos retrospectivos del arte y la literatura latinoamericanos de las últimas décadas, sin embargo, sólo ha despertado desdén, sospecha o incomodidad, como si con la misma velocidad con que floreció a comienzos del siglo, hubiese borrado sus lazos con el presente, para ser exhumado de tanto en tanto como objeto histórico, profilácticamente clausurado en el pasado. Ese destino no parece ajeno a la relativa pobreza de sus herederos locales más ortodoxos, pero sobre todo a una batalla defensiva más reciente que intentó liberar al arte y la literatura de América Latina de los estereotipos de «exotismo», «primitivismo» e «irracionalidad» que, por debajo de los fatigados conceptos de lo fantástico, lo real maravilloso, el realismo mágico y sus relaciones contenciosas con el surrealismo, habían definido su singularidad estética desde afuera y desde dentro del continente. Es cierto que la familiaridad conceptual entre el surrealismo esencial que Artaud y Breton descubrieron en México, y la maravilla con que Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez definieron la realidad desaforada de América derivaron en una definición equívoca de la identidad cultural y estética latinoamericanas, pero la condena defensiva de ese esencialismo reductor, mirada en perspectiva, parece haber funcionado como acta de defunción del surrealismo.12 De la reacción surgió un relato alternativo de la modernidad en América Latina que borró sus huellas contaminantes y privilegió estratégicamente otras peculiaridades estéticas, saneadas de todo contacto con lo primitivo, lo exótico y lo irracional: la abstracción geométrica de los cincuenta, por ejemplo, o el conceptualismo político de los sesenta y los setenta. La empresa crítica fue oportuna en los noventa cuando no sólo Frida Kahlo y García Márquez sino también sus sucedáneos degradados seguían monopolizando las visiones del Otro latinoamericano, pero ese movimiento defensivo parece haber sepultado el legado todavía vivo del surrealismo y sus reapropiaciones más inesperadas.
A pesar del ímpetu pionero de Aldo Pellegrini y con algunas notables excepciones las poéticas más declaradamente surrealistas no consiguieron apartarse en América de un epigonalismo sin herencia perdurable, pero en las lecturas de Julio Cortázar de fines de los cuarenta y en su obra narrativa de los sesenta, el surrealismo revivió transfigurado y puede que radique ahí, finalmente, la distancia insalvable que lo separa de su otro en los enfrentamientos canónicos: Borges miró con desdén al surrealismo, ajeno a su nominalismo filosófico y al intrínseco rigor que demandaba al arte narrativo. En una de las típicas dicotomías vernáculas, la crítica argentina dirimió el enfrentamiento en los ochenta con la supremacía de Borges y el progresivo descrédito de Cortázar, reduciéndolo junto con su fe en el azar objetivo y sus figuras –su irracionalismo– a «episodio fundamental de la iniciación literaria».13 Rayuela, su novela bretoniana y duchampiana por antonomasia, se archivó en el canon argentino como novela «inane para convertirse en modelo de la narrativa futura», «suma y divulgación de lo acumulado por las vanguardias, sumada ella misma a las utopías revolucionarias», «voluntarista y juvenil» como lo habían sido muchas vanguardias.14
Los efectos de esa sentencia lapidaria perduran hasta hoy. Aunque el argentino César Aira ha hecho explícita su filiación surrealista en ensayos y entrevistas, y ha hecho del azar, la escritura automática y el ready-made los centros fulgurantes de su imparable «continuo» de novelitas, el surrealismo brilla por su ausencia en las lecturas críticas, como si la sola mención empañara su maravilla. «El movimiento surrealista», ha dicho Aira entretanto, «dio pocos escritores de primera línea, pero fue una formidable empresa de recuperación de libros y autores, y de relecturas enriquecidas, desde la novela gótica a Raymond Roussel, pasando por los románticos alemanes, y por Lautréamont, que es en definitiva mi escritor favorito. El tesoro de lecturas que me propuso el surrealismo fue incomparable. Aunque debo decir que mi verdadero maestro de lectura fue Borges, que se espantaría de verse citado en el mismo párrafo junto al surrealismo.»15 Fue Borges, sin duda, el mayor artífice del descrédito del surrealismo en la tradición argentina y quizás latinoamericana, funcional a la creación de sus prodigiosas ficciones que, en un movimiento doble que alguna vez habrá que estudiar en detalle, abrieron nuestra tradición a «todo el universo», pero a la vez la limitaron a los mandatos implícitos de sus propias elecciones.
En América Latina, en cualquier caso, el surrealismo es un episodio histórico cerrado, confinado a los anaqueles del archivo. Pero basta atender a los comienzos de algunos de los escritores y artistas más renovadores de las últimas décadas para descubrir que la historia podría contarse de otra manera, recomponiendo las redes de un surrealismo clandestino, movido todavía por la pasión de lo real que marcó a las grandes revoluciones estéticas del siglo, germen de un arte errante, desarraigado y portátil que quiere volver a conjugar el presente y la intensidad de la vida mediante la gracia generativa del azar, y disolver a su paso las fronteras políticas. «Se trata», así define Alain Badiou la búsqueda de Breton, «de saber cómo puede la vida real asegurar con su fuego la combustión creadora del pensamiento.»16 La historia de ese legado se trama subterráneamente al margen de los «ismos» oficiales, ajena a la magia exótica del boom pero también a la magia simpática de Borges, y podría empezar, de hecho, con las dos frases de Breton de 1922: Lachez tout. Partez sur les routes. O mejor: «Déjenlo todo. Láncense a los caminos.»
Mirado a través del arte y la literatura latinoamericanos de las últimas décadas, el surrealismo se revela como un llamado a volver al desarraigo que vertebró sus sucesivos avatares y se potenció en los exilios forzados de las grandes guerras, inspiradores de formas lábiles que desestiman la pureza de los medios, atraviesan las fronteras y desdibujan las identidades nacionales. Del internacionalismo dadá y la promenade bretoniana al readymade de Duchamp o las between forms de Picabia, el surrealismo se nutrió de un profundo sentido de dislocación traducido en azar objetivo, objetos móviles y encuentros insólitos, cintas de Moebius que permiten atravesar los límites conocidos y las oposiciones a primera vista infranqueables. Empeñado en desfamiliarizar la percepción cotidiana mediante una práctica consecuente del extrañamiento (el no hogar literal del unheimlich freudiano), el surrealismo intentó bloquear toda posible vuelta al amparo hogareño, por la vía del shock, el montaje, y los desdoblamientos. Basta pensar en los recorridos de Nadja, en la Escultura de viaje con la que Duchamp se embarcó a Sudamérica en 1918, en su Ready-made infeliz, en el que «la seriedad de un libro lleno de principios» (un libro de geometría a ser colgado en un balcón) se aniquila en París por escrito desde Buenos Aires, o en su museo portátil, la Boîte-en-valise. El mismo Duchamp diseña la tapa del número 2-3 de la revista de los surrealistas exiliados en Nueva York, VVV (1943), con una ilustración enigmática que es casi una profecía.17 En la imagen del mundo asolado por la muerte destaca por algún motivo un rincón remoto del globo: Sudamérica.
Más o menos por entonces, Julio Cortázar publica en Buenos Aires su primer ensayo, «Rimbaud», y prepara su arsenal estético y crítico para la ambiciosa empresa de revitalizar la búsqueda surrealista al margen de los «ismos» oficiales. No parece casual que en 1948, mientras Alejo Carpentier anuncia su distanciamiento definitivo del movimiento, Cortázar gesta su propio fantástico, abriendo los engranajes metafísicos del cuento borgiano a la vida cotidiana sin ningún asomo de lo real maravilloso y publica en Sur un ensayo señero, «Muerte de Antonin Artaud», un homenaje que es también un llamado a la «conquista de la realidad». Un año más tarde, «Un cadáver viviente» es una defensa encendida del surrealismo –«vivísimo muerto»– contra cualquier signo aparente de defunción a pesar de los cismas, la domesticación de su revolución en el museo y en los «ismos» de los académicos.18 En 1951 Cortázar se afinca definitivamente en París y convierte la experiencia del exilio insuflada de búsqueda surrealista en artefacto novelístico vanguardista. Y aunque en su flânerie parisina la novela es un claro homenaje a Nadja, al modo de la Escultura de viaje o la Boîte-en-valise duchampianas, Cortázar concibe en Rayuela un ingenioso dispositivo narrativo (cifrado en el «Tablero de dirección» que abre la novela) y una biblioteca portátil miniaturizada en los «capítulos prescindibles» que permiten desplazarse de París a Buenos Aires en el relato, y de una cita de Musil o Malcolm Lowry a otra de Lezama Lima o Eugenio Cambaceres: un principio de ars combinatoria con el que el escritor puede conectar los materiales y las tradiciones más diversas, sin anular la tensión de sus polaridades.19 Eficaz versión performativa del pasaje entre dos culturas, dos espacios y dos tiempos discontinuos, el desplazamiento, la fragmentación y el azar permiten estar de este lado y también del otro lado. El «lector cómplice» es invitado a perderse en el descalabro espacial, temporal y cultural que, en la peripecia o en la biblioteca, lo lleva de aquí para allá, y a poner en acto durante la lectura la contingencia de la nacionalidad y la identidad. Promenade, azar objetivo, belleza convulsiva, máquina célibe, laberinto batailleano: Rayuela, la obra narrativa más ambiciosa del surrealismo latinoamericano, amplió definitivamente los límites del género con un relato espacial que transformó las fronteras en pasajes,20 reavivó la conexión del arte con la intensidad del presente y abrió para el arte de América una vía alternativa a los esencialismos, los nacionalismos y los latinoamericanismos estratégicos.
Los efectos liberadores de esa novela-artefacto-portátil, que no hibrida culturas sino que crea formas capaces de mantener en tensión las tradiciones, los materiales y los medios más diversos, pueden recuperarse en muchos escritores y artistas latinoamericanos, pero es quizás en la obra de Bolaño donde anidan de modo más transparente y se transmutan en formas inesperadas. No hace falta listar sus muchas referencias solapadas y explícitas a Cortázar («para nosotros Dios nuestro señor», dice en una carta)21 para descubrir en ese lazo una vía privilegiada del surrealismo clandestino del que hablaba Bolaño. Basta recordar el nombre de la revista que publica con Bruno Montané en Barcelona en los ochenta, Berthe Trépat (un claro homenaje al personaje de Cortázar), que la primera novela escrita por entonces (más tarde Monsieur Pain) es, a juicio de Bolaño en carta a Enrique Lihn, «lo que Crevel no alcanzó a hacer»,22 o que el real visceralismo es en Los detectives salvajes la «Sección Mexicana Surrealista», Arturo Belano «el André Breton del Tercer Mundo» y Ulises Lima «el hermanito menor de Vaché». «Decir que estoy en deuda permanente con la obra de Borges y Cortázar es una obviedad», escribe Bolaño a propósito de Los detectives salvajes, una obviedad singularísima, si se piensa que ningún otro escritor latinoamericano, y ni siquiera ningún escritor argentino, ha conseguido afiliarse a ese doble linaje y amalgamarlo con igual soltura en sus relatos.23
Bolaño recupera la pasión libresca de Borges –la biblioteca infinita, los escritores excéntricos, la traducción y el apócrifo– y recrea sus operaciones conceptuales, pero, como el joven lector de la Antología de Pellegrini, cifra el misterio poético menos en las obras que en las vidas de escritores (aunque casi todos sus personajes son poetas o escritores, casi nunca sabemos qué escriben), y encuentra una forma en sus alucinados recorridos por el mundo: la novela-caja-valija-de-relatos. Multiplicando hasta el vértigo las historias de vidas errantes, documentando el azar de las derivas, los encuentros y desencuentros, interpolando con el relato de los sueños las peripecias diurnas, espera alcanzar ese punto supremo en que el arte se funde con la experiencia vivida, la vida real asegura con su fuego la combustión creadora del pensamiento y las fronteras, cortazarianamente, se diluyen.
Dobles especulares de esas postales que le envía a Enrique Lihn desde Blanes –pequeños artefactos estéticos portátiles con noticias de la vida transida por la poesía y el arte– (* p. 122),24 las novelas de Bolaño son máquinas narrativas que multiplican al infinito los relatos, descentran la arquitectura y el espacio novelísticos, y acentúan la contingencia de la identidad en la experiencia intersticial, relativa, sin localización segura de la errancia, con la ilusión de que la vida se cuele en el flujo.
Más coral, autobiográfica y latinoamericana en Los detectives salvajes, más facetada, metafísica y universal en 2666, la novela-caja-valija-de-relatos de Bolaño embarca al lector en un torbellino narrativo que lo deja girando en falso de un lado al otro de Atlántico, saltando de un género a otro, de una tradición a otra, de una voz y una variedad del español a otra, atando cabos de enigmas inconducentes, empujado por una fuerza entrópica que se consume en el puro movimiento. En 2666, sin embargo, el movimiento encuentra un vórtice en el que confluyen las cinco partes descoyuntadas de la novela, que sólo a primera vista es el paradero del escritor Benno von Archimboldi. El infierno de los 109 asesinatos de mujeres irresueltos de Santa Teresa, la irracionalidad del mal inventariada con precisión forense en un ready-made macabro de 352 páginas, sacuden el artefacto y aniquilan cualquier intento racional de ordenar el caos de la experiencia (* p. 117). El libro de geometría que, siguiendo los pasos de Duchamp y su Ready-made infeliz, un profesor chileno exiliado en Santa Teresa ha colgado en el tendedero de ropa «para ver si aprende cuatro cosas de la vida real» cobra sentido.25 Duchampianamente, Bolaño ha tendido su artefacto novelesco a la intemperie de la literatura para que el viento del presente lo sacuda y liquide de una vez la fe de Occidente en la razón. La flânerie bretoniana, el ready-made y el laberinto de Cortázar se transforman en un laberinto narrativo real visceralista que quiere asediar lo real con relatos, hasta que muestre su descalabro arcimboldiano de vísceras.
«Creo que la esencia del surrealismo», dijo Bataille hacia el final de su vida, «es una especie de ira.» «[Ira] contra el estado actual de las cosas. Contra la vida tal como es...»26 Es una buena definición de la literatura de Bolaño y de un surrealismo subterráneo (¿un infrarrealismo?) que, por qué negarlo, sigue vivo en un arte errante que orada y amplía las fronteras de América Latina.