Aunque Tomás Saraceno vivió en Argentina y en Italia, vive desde hace tiempo en Alemania y recorrió el mundo montando sus estructuras inflables, encontró la traducción visual más perfecta de su utopía de ciudades flotantes en Bolivia, en el Salar de Uyuni, el desierto de sal más grande del planeta. Cuando una fina capa de agua cubre el salar durante la época de las lluvias, los doce mil kilómetros cuadrados de superficie blanca reflejan el cielo y el horizonte se diluye en la ilusión óptica de un continuo móvil de tierra y aire que lo envuelve todo. El observador, de pie en tierra firme, cree estar flotando entre las nubes. Deleuze y Guattari dirían que el arte de Saraceno encontró allí un percepto, una visión anterior al hombre y al artista, no ya la percepción del paisaje envolvente de nubes que fotografían miles de turistas, sino el paisaje envolvente de nubes como continuo que vuelve sensibles las fuerzas que pueblan el mundo e inspira su propia utopía de una ciudad aérea, global y móvil. Como en el Salar de Uyuni, flotar entre las nubes e incluso volverse nube es posible en su Cloud City / Air-Port-City / Flying Cloud, un proyecto que avanza desde 2001, en el que las fronteras entre arquitectura, ciencia, técnica, teoría social y arte se diluyen como la línea del horizonte, hasta recomponerse en una práctica fluida y flexible que es su propia odisea en el espacio y quizás su definición del arte en el siglo XXI.
Para reproducir la experiencia, Saraceno filmó la visión del salar con treinta y dos cámaras y creó un panorama circular con una banda sonora de viento incesante, proyectado en 2006 en los ochenta metros de pared curva de la Barbican Art Gallery de Londres. Menos simulacro inmersivo en el paisaje natural del altiplano boliviano que déjà vu o anticipo de su propia utopía realizada, la instalación era una extensión real y metafórica de la muestra Ciudad futura: Experimento y utopía en la arquitectura 1956-2006, a gusto en el complejo retrofuturista del Barbican. El diálogo implícito entre su visión de Uyuni y medio siglo de utopías arquitectónicas anunciaba ya un proyecto de más largo alcance: combinando algunas de las fantasías futuristas más audaces del siglo XX y transformándolas con los avances de la investigación técnica y científica y la libertad de la imaginación artística, Saraceno venía a sumarse a una larga tradición de arquitectos y artistas visionarios que, como quedaba claro en el recuento del Barbican, imaginaron nuevos modelos de organización social, cultural y urbana, más allá de los límites de la sociedad y la arquitectura ancladas en tierra firme.
La expansión del espacio habitable hacia un continuo abierto alejado del plano terrestre fue un sueño recurrente en la imaginación urbanística del siglo XX. El arquitecto austríaco emigrado a Estados Unidos Frederick Kiesler lo resumió en la descripción de su «Ciudad Espacial» de 1925: «Paredes, paredes, paredes... Queremos: Un sistema de tensión en el espacio abierto. Una transformación del espacio en urbanismo. Sin cimientos, sin paredes. Alejamiento de la tierra, supresión del eje estático. Creando nuevas posibilidades de habitar el mundo, se crea una nueva sociedad.»43 Diseñador y artista activo en la vanguardia neoyorquina, Kiesler fue sin duda un adelantado en los veinte, cuando sólo un diez por ciento de la población mundial vivía en las ciudades y la vida urbana era todavía sinónimo de modernización y encuentro comunitario.
Un siglo más tarde, el crecimiento demográfico amenaza con tapizar el globo en una explosión urbana de consecuencias inimaginables. Más de la mitad de la población mundial vive hoy en las ciudades y se prevé que la cifra trepará al setenta y cinco por ciento en 2050, con megaciudades de ocho millones de habitantes e hiperciudades de veinte. Tokio era la única en haber atravesado ese umbral hacia fines del siglo XX; en 2025, sólo Asia podría tener diez ciudades de ese tamaño, aunque nadie sabe si semejantes concentraciones urbanas son biológica o ecológicamente sustentables. No sorprende entonces que, a principios del siglo XXI, Saraceno crea que ha llegado el momento de materializar las utopías de nuevos espacios habitables con realizaciones prácticas. Su proyecto Ciudad Nube / CiudadAero-Puerto / Nube Voladora no sólo es profuso en la imaginación del detalle según la tradición utópica, sino que aspira a dar realidad material a un nuevo espacio aéreo de estructuras livianas, neumáticas, moleculares y ecológicas, que se expanden y flotan a fuerza de energía solar como nubes en el aire. La descripción pormenorizada del proyecto se lee como un manual de instrucciones para la puesta en escena de un film de ciencia ficción o un protocolo auspicioso de la NASA:
La Ciudad Nube imagina un territorio aéreo sustentable creado por una comunidad glocal. (...) La Ciudad-Aero-Puerto crea un espacio aéreo más eficiente en términos energéticos y más globalmente interactivo. (...) La Nube Voladora transforma esa visión en realidad: una estructura en forma de nube ultraliviana, inflable y orgánica que utiliza materiales ecológicos como el Aerogel y ETFE, cuyo tamaño, forma y dimensión varían según el flujo de interacción física y digital. Es un espacio interactivo accesible que puede flotar en el aire o anclarse en tierra según la ubicación (...) Cada esfera tiene 25 metros de diámetro, un volumen de 9.000 m3 y capacidad para alojar a 35 personas, con compartimentos presurizados alternos de aire y helio que les permiten circular por el interior flexible o rígido. La Nube Voladora es una plataforma amarrada que puede instalarse en el agua o en la tierra. Puede amarrarse a la tierra con un cable controlado por un cabrestante hidro-eléctrico y elevarse hasta una altura de 150 o 300 metros, según la reglamentación local. (...) Es una interfaz nómade, digital y física, que une y extiende las redes entre las esferas públicas y privadas, ampliando la comunidad glocal.44
La construcción de espacios aéreos experimentales no es nueva (el propio Saraceno remite a varios proyectos de la NASA), pero su Ciudad-Aero-Puerto quiere extender los alcances de esos módulos aéreos habitables para ampliar la comunicación inalámbrica en zonas remotas sin conexión satelital, alentar el cultivo de plantas sin raíces en un espacio sustentable y renovable, y sobre todo crear una plataforma activa de interacción comunitaria global que, como Linux o Wikipedia, diluya las fronteras geopolíticas: «Air-Port-City es una especie de aeropuerto flotante. Podremos viajar legalmente por todo el mundo bajo la legislación internacional de los aeropuertos. La estructura busca desafiar las restricciones políticas, sociales, culturales y militares para establecer nuevos conceptos de sinergia.»45 La empresa parece quimérica o ingenuamente impracticable, pero basta ver las imágenes que documentan sus instalaciones de estructuras flotantes en Mineápolis, Génova, Estocolmo, Berkeley, Barcelona, Londres y Berlín para comprobar que la Ciudad-Aero-Puerto no es mera especulación social, experimento técnico o escultura cinética, sino una práctica porosa que recompone saberes y formas en una nueva entidad inclasificable. Sin trucos digitales, sin trompe-l’œil, sin fotomontajes, la ciudad de Saraceno surca el aire como una nube. Flota.
Se trata, en cualquier caso, del último eslabón de una empresa colectiva alentada durante casi un siglo de sueños visionarios. La genealogía más inmediata de la nube proteica reúne arquitectos y artistas de culturas distantes que Saraceno fue conectando en el ir y venir de su formación cosmopolita e interdisciplinaria. La Ciudad Hidroespacial del argentino Gyula Kosice (Kosice, 1924) fue quizás el primer motor de sus conexiones tentativas entre arquitectura y arte, durante sus años en la Universidad de Buenos Aires y la Escuela de Artes Ernesto de La Cárcova. «El hombre no ha de terminar en la Tierra», escribía Kosice ya en 1944, y auguraba en el «Manifiesto Madí» futuros «ambientes y formas desplazables en el espacio».46 Sus esculturas hidráulicas encontraron en el agua un principio energético y estético, pero fue en el manifiesto de La Ciudad Hidroespacial del 71 (un conjunto de hábitats aéreos alimentados con energía hídrica) donde sentaba las bases filosóficas de la empresa, que hoy se leen como ur-text de la Ciudad Nube: «La premisa es liberar al ser humano de toda atadura, de todas las ataduras. (...) Proponemos concretamente la construcción del hábitat humano, ocupando realmente el espacio a mil o mil quinientos metros de altura, en ciudades concebidas ad hoc, con un previo sentimiento de coexistir y otro diferenciado modus vivendi.»47 La Ciudad Hidroespacial no alcanzó realidad material más allá de un conjunto de maquetas, estructuras lumínicas, fotomontajes y dibujos, pero durante sus años de formación europea Saraceno reunió el legado de Kosice con las visiones de una constelación de arquitectos y utopistas urbanos de las tradiciones más dispares. Los precursores de su Cloud City se mezclan en sus módulos aéreos con la misma irreverencia de la biblioteca borgiana, en una red proliferante que recuerda sus propias estructuras de esferas conectadas con cuerdas elásticas (* p. 128): las utopías sesentistas del grupo británico Archigram (la Plugin-City de Peter Crook, la Walking City de Ron Heron, la Instant City de Crook y Heron), La Ville spatiale (1958) y la Paris spatiale (1959) del arquitecto israelí Yona Friedman, la New Babylon (1957-1974) del artista holandés Constant Nieuwenhuys, el Continuous Monument de Superstudio (1969) y la NoStop City de Archizoom (1969-1972). Pero es sin duda el ingeniero y diseñador estadounidense Richard Buckminster Fuller el precursor más directo de Saraceno (* p. 178). Inventor y visionario, Fuller materializó muchas de sus ideas futuristas –la casa nómade Dymaxion, que podía transportarse desmontada en helicóptero e instalarse en un par de días en cualquier parte, o la cúpula geodésica capaz de cubrir grandes superficies con una estructura liviana y transparente–, pero concibió también un proyecto más ambicioso, Cloud Nine, sustentado en construcciones geodésicas ultralivianas que flotarían en el aire con energía solar y podrían albergar varios miles de habitantes. Aunque nunca llegó a realizarlo, el sueño de la ciudad nube perduró en una serie de principios activos que Saraceno recupera en sus propias invenciones: la interdependencia entre tensión y compresión (tensegrity, según el neologismo de Fuller), la levedad (lightful), la geometría sinérgica, la utilización eficiente de recursos de la «nave espacial tierra» (spaceship earth). Perdura también en la actualización de una práctica que, en sintonía con la expansión del arte contemporáneo y en una versión propia de la estética relacional, alienta el pensamiento abierto y la colaboración en la red global por sobre la especialización y los límites geopolíticos. La misma vocación por la «comprehensión» disciplinaria («No soy una categoría», dijo Fuller) lleva a Saraceno a combinar experimentación técnica, racionalidad científica, espacialización arquitectónica y preocupación ecológica, en la red más fluida y arbitraria de la imaginación del arte.
Es en esa trama donde el percepto de su Cloud City, antes que su viabilidad real, ilumina y vuelve visibles figuraciones más abstractas del pensamiento contemporáneo. Inspirada también en parte por Fuller, la esferología de Peter Sloterdijk imagina una nueva intensidad en espacios de participación y simpatía, concibe el paisaje urbano como una espuma (una estructura amorfa de células individuales en torno a centros colectivos) y propone la estación espacial como único modelo posible de hábitat futuro, condenado a la artificialidad y al control eficiente del entorno, una vez que hemos destruido el equilibrio natural mediante el uso descontrolado de los recursos. «El arte de instalación», escribe Sloterdijk, «es la meta-profesión que todos estamos obligados a practicar. Hemos perdido para siempre la inocencia del hábitat tradicional. Después de la destrucción real de tantas cosas y la prueba de la destructibilidad de todo, cada habitante, en su departamento, su ciudad o su país, se ha convertido o ha sido forzado a convertirse en una suerte de planificador de su propio espacio.» En el ámbito privado como en el público estamos obligados a «dejar el espacio en el mismo estado en que lo encontramos», como reza el profético cartel de los baños en los trenes de Eurocity.48
Adelantado de ese arte de instalación comunitario y global, Saraceno ha dado entidad real a un modelo de hábitat artificial y controlado que quiere cumplir a su manera la profecía del cartel del Eurocity. Sus plataformas inflables que flotan en el aire son un signo del tembladeral del presente urbano y una anticipación material del porvenir. «El futuro ya está aquí», suele decir William Gibson, «sólo que está mal distribuido.»