A punto de cumplir cincuenta años, de paso en una ciudad del sur de Brasil que no conoce, el narrador de Mis dos mundos (2008) despliega un mapa sobre la cama del hotel y busca el camino hacia una gran mancha verde que domina el plano. Lo alienta la promesa de un parque solitario donde sumergirse, olvidar el motivo del viaje, olvidarse incluso de sí mismo y caminar. Cultiva el hábito de la caminata desde la infancia y caminar se ha convertido en una especie de «sintaxis» de la experiencia; de ahí que la materia misma del relato sea apenas la deriva digresiva del pensamiento que acompaña la observación y el movimiento. Es la décima novela del argentino Sergio Chejfec y, aunque las marcas autobiográficas no abundan en sus ficciones, todo lleva a pensar que es él mismo el caminante, de visita por unos días en Brasil para la feria del libro local, dispuesto a recomponer la experiencia de un recién llegado a una ciudad desconocida, que se resume en la caminata hasta la mancha verde y el recorrido sinuoso por el parque. No es la primera vez que los paseos urbanos o los viajes dan forma a sus relatos –basta pensar en El aire (1992), Los planetas (1999) o Baroni: un viaje (2007)–, pero las ciudades han cambiado o ha cambiado el caminante: el trayecto sencillo que dibuja el mapa hacia la mancha verde se complica en la marcha con viaductos, rampas y avenidas de tránsito rápido que obligan a desviarse, y la ilusión de un espacio abierto que lo lleva al parque se desvanece en un laberinto de senderos teñidos de abandono y desamparo. Nada más distante de la experiencia real de las ciudades del sur del mundo, comprueba Chejfec, que la geometría perfecta de los planos. Con las pocas referencias precisas que va deslizando durante la caminata, el lector curioso podrá quizás identificar la ciudad y el parque que no se nombran, asomarse incluso al lugar en Google maps, pero ni siquiera así podrá recomponer el recorrido laberíntico del paseante, que se extravía en los caminos como un zombi, tramando relaciones ocasionales e inconexas, sin más revelaciones ni sorpresas que las que depara una paradójica «arqueología superficial», alejada de cualquier idealización romántica o moderna de la caminata.26 «No ha sido en mi caso como en el pasado», confiesa el narrador, «cuando los caminantes sentían reencontrarse con algo que sólo se ponía de manifiesto en el trance de andar, o creían descubrir aspectos del mundo o relaciones en la naturaleza hasta ese momento ocultas. Yo nunca encontré nada, sólo una vaga idea de lo novedoso o lo diferente, por otra parte bastante pasajera. Pienso ahora que caminé para sentir un tipo específico de ansiedad, que llamaré ansiedad nostálgica, o nostalgia vacía.»27
Réquiem impasible del paseante urbano clásico, Mis dos mundos viene a clausurar una larga tradición literaria de caminantes iluminados, con la «nostalgia vacía» del que camina «para nada» en las ciudades informes y remanidas del mundo globalizado, más informes y más caóticas en el paisaje latinoamericano. Sin los tesoros botánicos con los que Rousseau preservaba los encuentros naturales ni la «botánica en el asfalto» de la flânerie baudelairiana, sin la gracia generativa del azar de las promenades surrealistas ni los pasajes benjaminianos, sin las epifanías del Dublín de Joyce ni la tensión entre el afuera y el adentro de la Nantes natal en la que Julien Gracq vio la forma de una ciudad de recorridos infinitos, sin la línea recta del que sabe adónde va que inspiró La ciudad del mañana de Le Corbusier ni las ruinas que reviven la historia en los trayectos de G. W. Sebald, del paseo urbano sólo ha quedado un «mecanismo básico, una suerte de tic físico y social a la vez, que es la caminata».28 Si hay alguna huella viva de los caminantes del siglo XX en Mis dos mundos, en todo caso, es del paseo antirromántico de Robert Walser, con su abandono del yo, su inacción y su errancia sin esfuerzo («No necesitamos ver nada fuera de lo ordinario», escribió en El paseo, «Ya hemos visto demasiado»), pero despojado del «supremo cariño y atención» con que Walser quería observar hasta las más pequeñas cosas vivientes.29 Hay también un eco de la psicogeografía situacionista y su insubordinación militante a los recorridos trillados del hábito o el turismo, pero privada ya de cualquier utopía revolucionaria. Como los situacionistas, Chejfec quiere registrar los efectos específicos del entorno geográfico en una nueva cartografía imaginaria, pero no espera nada a cambio, «como si la caminata fuera la última experiencia que puedo ofrendar al paisaje de ruinas por donde me muevo, sin fuerzas para remontarlo o destruirlo.»30 En las antípodas de la transparencia engañosa que hoy ofrecen las vistas aéreas satelitales, el espacio que se despliega en Mis dos mundos es el mapa psicogeográfico de una ciudad del Sur a comienzos del nuevo siglo: la ciudad genérica y fractal que ha reemplazado la forma por la proliferación y repite en todas partes los mismos elementos estructurales, con su despliegue sin fisuras de lo urbano generalizado que alcanza a los parques mancillados. Imposible discernir el mapa, que ha quedado oculto tras lo residual («lo que resta después de que la modernización ha cumplido su ciclo o lo que coagula mientras la modernización está en marcha», anota Rem Koolhaas), y obliga a caminos erráticos y desvíos no deseados.31
Pero ¿qué queda entonces para el relato de la caminata? Sólo una sucesión de imágenes confusas del narrador extraviado entre viaductos y paradas de autobuses superpobladas, la promesa fugaz de una gruta vegetal en el sendero de la entrada al parque, caminos de gravilla dañados por el tiempo, aves de rapiña confinadas en un aviario, un jardín-laberinto de ligustros, una alameda con una gran fuente, un lago con enormes cisnes a pedal, un café de arquitectura racionalista junto al lago, jirones del recorrido que el hilo serpenteante de la narración va tramando con digresiones vagas, introspección desafectada, recuerdos arbitrarios de otras ciudades, encuentros intrascendentes o imaginarios con otros paseantes. Pero la psicogeografía de Chejfec no resulta de esas imágenes circunstanciales y accesorias que a veces registra en fotos que no muestra (y apenas ha conservado como mementos de la caminata), sino de la naturaleza vacilante y resignada de lo que se escribe, una deriva que parece difuminarse en el avance para que la palabra escrita no fije lo existente y preserve «la condición insegura del relato de un relato» (la observación precisa es de Enrique Vila-Matas).32 Mis dos mundos quiere traducir más bien la percepción difusa, cambiante y finalmente incomunicable del caminante, que es también la experiencia fragmentaria e imprecisa de la ciudad contemporánea, más próxima a las conexiones caprichosas y evanescentes de la web (o al continuo antojadizo de las novelas del argentino César Aira) que a la gramática generativa clásica del paseo urbano: una forma errante hecha ya no de trazos firmes sino de líneas punteadas que se hacen y se deshacen, se enmarañan o se abren en múltiples direcciones, en sintonía con la sensibilidad «flotante» del caminante. Sin nostalgia, sin dramatismo, sin revelaciones trascendentes, el paseante avanza entregado al vértigo horizontal de la vida urbana, conectando indicios superficiales, eslabones de una cadena sin secuencia ni sentido fijos.
De ahí que Chejfec encuentre la forma ideal de figurar esa percepción entrecortada y volátil de la caminata no en la literatura sino en las artes visuales, un deseo de expandir los lenguajes y los campos típicamente contemporáneo. Hacia el final del paseo, el caminante, sentado en la terraza del Café do Lago mientras se siente observado por uno de los grandes cisnes a pedales, recuerda haber visto una forma versátil de entramar la experiencia cambiante en un relato, en los dibujos del artista sudafricano William Kentridge, y más precisamente en las animaciones precarias que protagoniza Félix, su proteico álter-egopersonaje. Kentridge da vida y movilidad a sus dibujos y relatos animados con líneas punteadas que señalan las direcciones sucesivas de la mirada –«la mirada en proceso de renovación continua»–33 y cuenta sus historias con mutaciones vertiginosas de las figuras dibujadas en grafito, que la narración somete a continuas metamorfosis. «No hace falta decir», confiesa el narrador hermanándose con el artista sudafricano, «que cada vez con mayor frecuencia me siento como un personaje de Kentridge, en especial Félix, ese ser errabundo, alguien versátil a la deriva de la historia y el curso de la economía, pero al mismo tiempo exageradamente indolente ante aquello que lo rodea, cosas o individuos, hasta el punto de sucumbir sin sobresaltos a las consecuencias, en ocasiones definitivas, de sus acciones.»34
Con esa misma versatilidad, Chejfec, que nació en Buenos Aires y vive desde hace tiempo en Nueva York después de más de quince años en Caracas, parece haber encontrado una forma de fidelidad a la experiencia urbana en la abstracción de esa marcha indolente vuelta relato. Dice un proverbio latino: Solvitur ambulando.