«La zona canta.
Abierta al sudario de la noche, lejos de la discordia propulsora del crecimiento económico, de las leyes nutricias, la zona lanza a la oscuridad tarareos absortos de novia que se peina. O de novio. Tiene varias voces.
Cada voz lleva a la cumbre del zigurat una frase musical diferente.
Justín ha abierto las puertas del Peugeot y la furgoneta, y el tubo que los une, cuando una ráfaga lo llena, brama como una enorme garganta. Es música grave, y de tanto en tanto la desbarata un berrido de armónica. Un rru-uoooouuu y un briiich. Un uoouuu y nada.
La garganta se calla. En el silencio chilla un murciélago. Desde otro punto, un lugar entre las viviendas sociales, llegan opacas tiradas de drama televisivo, desconocemos qué piensa hacer Gallagher con las acciones de la empresa, junto con, más alto, una queja verdadera dirigida a alguien que no contesta: me lo vas a decir o no, quiero que me lo digas, quiero que. Se apaga.
Después el arroyo, su apacible chapoteo. De pronto el responso de un grillo en el baldío, oculto entre arbustos que susurran como velámenes, insistiendo, hasta que los sustituye una borrasca: la voz de Manisito Vango desgranando un gurubel, acompañado por su instrumentista, guiando el clamor de las parejas en la pista del Salpicca.
También se desvanece. Resuena un poco al cabo de un rato, sólo para morir más, y entonces sobrevienen bufidos y traqueteos, estrépitos de plástico y vidrio en el supermercado Kum Chee Wa. Periódicamente maúlla un gato. Parece que ha terminado la serie, porque hay una larga calma.
Pero enseguida renace el gurubel, maúlla el gato, truenan carcajadas en el baile, lame cemento el agua del arroyo, y Dainez se da cuenta de que está en el centro de una música aleatoria cuyo discreto director es un viento arremolinado. No es que el viento elija el orden de los instrumentos, porque no tiene voluntad; pero en la entrega a sus veleidades administra los segmentos de sonido y entre un descanso y otro ofrece una serie completa.
Rayan el aire los crótalos del grillo, que ese maldito bastardo ha dilapidado la herencia de Candy. Aterrizan cajas en un camión. Rumor de cordajes en las matas. Uuuoooou y briiic en los dominios de Justín. me lo tenés que decir, con todo lo que pasó entre nosotros. Gurubel. Gato. Grillo.
Gurubel. Ruoooouuu. me lo digas por favor favor quiero que. Chapoteo. Briiich. Maullido. Plástico, vidrio y chapa. Gurubel. Aplausos, risotada general en el bailongo. Publicidad en la tele: ¿cuándo va a darse ese gusto? Grillo. Gato. Chillido de murciélago. Los segmentos cambian de orden, se permutan, se transpolan, se desplazan, nunca se confunden. No hay dos series iguales, y, aunque la dirección del viento parezca fortuita, en el rocío que moja los objetos del zigurat, y moja a Dainez, el conjunto reverbera con la parsimoniosa autoridad de un mantra. Tele. Garganta eólica. Maullido. Rumor. Chillido. Clamor. Siseo. Ruego de voz humana real. Chapoteo. Ejecutando la música que ha compuesto, la zona afianza la trivial autonomía de los vencidos.»11
MARCELO COHEN (Buenos Aires, 1951,
en Barcelona entre 1975 y 1996,
desde entonces en Buenos Aires),
«Un hombre amable»
«Al anochecer, la ciudad de los cincuenta retrocedía a los tiempos de la colonia, lo que allí equivalía a finales del siglo XIX. Ensayos musicales detrás de ventanas abiertas, prácticas de pianos desafinados, pero sobre todo el tambor, la densidad de los toques de santo, el devenir negro congo, el color que nombraba su origen, lo pintoresco que trajeron los barcos de esclavos, más oscuro aún y más remoto, extremo del ultramar que ya no se dejaba ver. Los sonidos se adherían unos a otros también como láminas componiendo la partitura de las horas del día, para ese pueblo que había olvidado los relojes. Nadie llevaba reloj. Nadie hacía el menor caso de la hora.
Pero la canción de la ciudad tocaba sobre todo en la noche. Los muros transpiraban vida hogareña. Con las ventanas de par en par, abiertas a un horno más que al fresco, prevalecía el rumor humano que en cualquier ciudad es acallado por el tránsito, incluso en las ciudades tropicales, de ventanas abiertas como ésa. La intimidad poblaba la calle de conversaciones, el noticiero, la cena, la despedida de los niños, el cierre de las alacenas, aunque estuvieran vacías, a la legión de cucarachas cloacales, el goteo de las canillas en el silencio y, ya en medio de la negrura, la ocasional descarga del water-closet, el siempre escuálido torrente que se llevaba la mierda de los cubanos mar adentro. De madrugada, apagados ya los pasos de los últimos abrazadores que volvían del malecón, cuando ella caminaba al hotel envuelta en esa seguridad contra la violencia privada que sólo ofrece la violencia pública, el rumor humano era reemplazado por otras señales de vida, el paseo de los animales domésticos que patrullaban veredas en busca de alimento, sólo que allí no había desperdicios sino rellenos de cocciones milagrosas, porque la basura guardaba el recetario de una cocina de posguerra –bifes de trapo molido, ropavieja hecha con ropa vieja, se repetían los secretos culinarios con verdadero masoquismo. Su amigo Fontaliz había escrito aquel ensayo contra el realismo que resumía en una sola frase, una promesa imposible de cumplir, más que una invitación, una mentira: Una mesa servida en La Habana (...)
Un museo sonoro, la canción de todas las canciones o quizás la canción primera que ella quería atesorar.»12
MATILDE SÁNCHEZ (Buenos Aires, 1958),
La canción de las ciudades
«Son paisanos y son gabachos y cada cosa con una intensidad rabiosa; con un fervor contenido pueden ser los ciudadanos más mansos y al tiempo los más quejumbrosos aunque a baja voz. Tienen gestos y gustos que revelan una memoria antiquísima y asombros de gente nueva. Y de repente hablan. Hablan una lengua intermedia con la que Makina simpatiza de inmediato porque es como ella: maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes y luego entre otros dos, y luego entre otros dos, nunca exactamente los mismos, un algo que sirve para poner en relación.
Más que un punto medio entre lo paisano y lo gabacho su lengua es una franja difusa entre lo que desaparece y lo que no ha nacido. Pero no una hecatombe. Makina no percibe en su lengua ninguna ausencia súbita sino una metamorfosis sagaz, una mudanza en defensa propia. Pueden estar hablando en perfecta lengua latina y sin prevenir a nadie empiezan a hablar en perfecta lengua gabacha y así pueden mantenerse, entre cosa que se cree perfecta y cosa que se cree perfecta, transfigurándose entre dos animales hasta que por descuido o por clarísima intención de pronto dejan de alternar lenguas y hablan esa otra. En ella brota la nostalgia de la tierra que dejaron o no conocieron, cuando usan las palabras con las que nombran los objetos; las acciones las mientan usando un verbo gabacho que es ejecutado a la manera latina, con la colita sonora de allá.
Al usar en una lengua la palabra que sirve para eso en la otra, resuenan los atributos de una y de la otra: si uno dice Dame fuego cuando ellos dicen Dame una luz, ¿qué no se aprende sobre el fuego, la luz y sobre el acto de dar? No es que sea otra manera de hablar de las cosas: son cosas nuevas. Es el mundo sucediendo nuevamente, advierte Makina: prometiendo otras cosas, significando otras cosas, produciendo objetos distintos. Quién sabe si durarán, quién sabe si sus nombres serán aceptados por todos, piensa, pero ahí están, dando guerra.»13
YURI HERRERA (Actopan, México, 1970),
Señales que precederán el fin del mundo