«La mayoría de las grandes urbes dependen del deseo de pasar de un lugar a otro; sin embargo, trasladarse es un desafío tan severo que las obras públicas se conciben con frecuencia como una metáfora de la vialidad y no como una forma real del desplazamiento.»1 La ironía es de Juan Villoro, que nació en Ciudad de México y escribió más de una crónica filosa para describir el vértigo de la experiencia de vivir en la ciudad más populosa de América Latina. En los «rituales del caos» de la vida en el DF, asegura Villoro citando a su maestro Carlos Monsiváis, la figura del flâneur que pasea en pos de una sorpresa fue sustituida por la del deportado que ansía volver a casa, y el automóvil, sinónimo de movilidad en el imaginario clásico de la ciudad moderna, se ha vuelto un vehículo casi sedentario: «La única manera de volver tolerable un recorrido agotador consiste en suponer que el auto no es un medio de transporte sino una vivienda.»2
Nacido también en México, Gabriel Orozco concibió un doble perfecto de esa paradoja, pero la materializó con ironía multiplicada lejos del DF. En 1993, seccionó un Citroën francés original de los años sesenta en un taller parisino, lo redujo con precisión quirúrgica a dos tercios de su tamaño real y lo transformó en icono irrisorio del culto burgués europeo al automóvil. «¿Quién podrá hacer algo más bello que esto?», se dice que le preguntó Duchamp a Brancusi frente a una hélice en una feria de aeronáutica en 1912; Orozco llevó la pregunta más lejos. Bella como un ready-made a gran escala o un pájaro acerado de Brancusi, La DS se ofrecía desde el título (diosa, según la pronunciación francesa de la sigla) como una deidad pagana del movimiento, pero liquidaba cualquier gesto celebratorio o pretensión escultórica sublime con la reconfiguración absurda de sus líneas futuristas. Impropia en su interior claustrofóbico para cualquier fantasía de confort familiar o intimidad romántica, exacerbada en su promesa aerodinámica de velocidad pero vuelta inerte, la déesse se convirtió en monumento contemporáneo a una de las pesadillas más recurrentes de la vida urbana: el movimiento estático.
Ese mismo año, Orozco había ocupado el espacio asignado en el Aperto de la Bienal de Venecia con una caja de zapatos vacía (Empty Shoe Box) y había instalado sus esculturas lábiles de objetos cotidianos en espacios impensados del MoMA –arreglos geométricos de naranjas frescas en las ventanas de un edificio lindante (Home Run), una hamaca paraguaya que no consiguió colgar de dos rascacielos pero coló en el jardín entre esculturas de Giacometti y Picasso (Hammock Hanging between Two Skyscrapers)–, y en 1994, para su debut en la galería neoyorquina Marian Goodman, colgó cuatro tapas de yogur Danone, una en cada una de las paredes del cubo blanco. Como la caja vacía de zapatos, Yogur Caps no se contentó con reducir al absurdo el ready-made, sino que en la línea de los 4’ 33’’ de silencio de John Cage reduplicó el vacío de las salas con simples contenedores descartables, sin descuidar la disposición precisa de los objetos en el espacio y la elegancia sutil de las formas industrializadas.
Pero el arte de Orozco no se limitó a esas audacias, claros dobles institucionales de lo que hizo a cielo abierto en todas partes. Los círculos, cada vez más abundantes en su obra, buscaron metáforas más ambiciosas del movimiento urbano en diálogo con el cosmos. Mucho antes de redefinir los espacios de la galería, el museo o las bienales, Orozco derribó las paredes del estudio y llevó el arte literalmente a la calle. Viajero vocacional, recolector voraz, coleccionista, fotógrafo, escultor, instalador, artesano, pero por sobre todo paseante urbano incansable, trastocó las fronteras geográficas y las definiciones de los medios, alterando el paisaje conocido con intervenciones muy variadas. Con pequeños gestos o lazos en los intersticios que dejan las personas y las cosas, activó espacios, conexiones y nuevos sentidos, extrañando la percepción anestesiada por la costumbre. Basta ver la figura evanescente que compuso con naranjas en las mesas vacías de una feria brasilera (Turista maluco, 1991), las huellas circulares que dibujó con una bicicleta entre dos charcos (Extensión del reflejo, 1992), los desechos urbanos con los que replicó en miniatura el skyline de Manhattan (Isla dentro de una isla, 1993) o la serie de encuentros con otras motos Schwalbes, iguales pero no idénticas a la suya, que registró en sus recorridos por Berlín (Hasta encontrar otra Schwalbe amarilla, 1995, * p. 185), imágenes sin ningún subrayado exótico o geográfico preciso que distinga las grandes capitales del mundo de Mali, Tombuctú, Ecuador o Costa Rica. Orozco reemplazó la localización fija del taller del artista por el vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, Ciudad de México y la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas in situ, con resonancias claras de su cultura o del posapocalipsis urbano que empezó a registrar en la capital mexicana tras el terremoto de 1985 –una escena elocuente de comienzos–, pero sin ningún apego folclórico al legado de la tradición propia. Su obra se acerca a la cultura de México tan pronto como se aparta con genuina vocación cosmopolita (el damero de ajedrez dibujado sobre una calavera comprada en el Soho, Papalotes negros (1997), es un buen ejemplo de ese doble movimiento), en busca de objetos que condensen la tensión entre lo local y lo universal, la intervención y el registro, el modelo tecno-industrial de la escultura y la artesanía. No son las únicas tensiones que animan su obra: orden y caos, campo y ciudad, mundo orgánico y geometría se debaten en las imágenes que Orozco encuentra o crea a su paso, e invitan al espectador a sumarse a la experiencia. «El hecho de no trabajar con una técnica específica en un estudio fijo», dice, «me permite enfocar el momento y el lugar en que estoy viviendo, y luego tratar de incorporarlo a la obra.»3 Y también: «Más que representar mi cultura, mi raza o mi género, trato de generar un espacio vacío que pueda ocupar el que mira y le permita encontrar su propia identidad en la experiencia.»4 Y más: «Sentirse vulnerable como extranjero fue muy importante para mi obra [...] exponer la vulnerabilidad y convertirla en fortaleza.»5 De ahí que las obras hayan intentado a menudo integrar el entorno literalmente, como esa pelota de plastilina construida con su propio peso, Piedra que cede (1992), que Orozco hizo rodar por las calles de las ciudades hasta moldearla con marcas y detritos, curioso autorretrato móvil con ecos de la cultura maya, que es también correlato estético de un recorrido abierto por el mundo, que no impone sino que recibe y cede, ni quiere ocultar los restos y las diferencias sino que los alberga. Contracara rudimentaria de La DS, la pelota grasienta, sucia, porosa, que hace de la labilidad su fortaleza, es su versión auspiciosa del movimiento en la vida de las ciudades: una escultura móvil que se hace en la marcha y es el movimiento.6
Una cita de Cortázar copiada junto a una imagen del sistema solar en su primer cuaderno de notas («buscar era mi signo», «soy de los que salen de noche sin propósito fijo») condensa la centralidad del movimiento en su obra que, en sintonía con el cosmos, abunda en esferas, elipses y círculos. Los trayectos fueron gestando un arte desarraigado, que encuentra materiales y formas en moradas transitorias antes que en raíces exclusivas y excluyentes, una invitación a atender a la vibración del presente y una respuesta categórica a los nacionalismos obtusos, los nomadismos banales o la estandarización forzada del mundo globalizado. También una negativa a la autoindulgencia en el estilo propio.
No hay un estilo Orozco, en realidad, sino una constelación de objetos e imágenes que fuerzan los límites de los medios para que puedan contener el espacio y el tiempo, y albergar la tensión de las contradicciones. Con la misma versatilidad de sus trayectos, el artista vaga de un medio a otro o, más precisamente, deambula entre los medios: fotografías que evitan la fijeza de la composición artística y son un puente con la realidad y documentación de acciones concretas; esculturas que se originan en un accidente; pinturas que avanzan en expansión centrífuga siguiendo el movimiento del caballo de ajedrez. De ahí que la palabra «estela» se repita a menudo en sus cuadernos de notas como un deseo implícito de movimiento y como una definición implícita de su arte: «el espacio abierto después de la turbulencia temporal que provoca un vacío para que otros lo crucen».7
Una obra más reciente da un nuevo giro dialéctico a la tensión entre arraigo y desarraigo, homeness y homelessness, estasis y movimiento, cifrada en piezas y proyectos que juegan con la escala y el desplazamiento. Los límites del espacio figurado en su obra se amplían hasta abarcar el cosmos en Galaxy Pot 2 (2002), un miniobservatorio en el que se han grabado una serie de marcas que evocan el movimiento celeste. La pequeña escultura cobra dimensión arquitectónica en la Casa observatorio (20052006) que Orozco construyó en Oaxaca –un lugar de la costa mexicana del Pacífico asociado a sus vacaciones de infancia–, que se inspira y reproduce el observatorio de Jantar Mantar de Nueva Delhi, una construcción abandonada del siglo XVIII que Orozco visitó en 1997. La obra resume bien la ambición de Orozco de derribar fronteras múltiples: el carácter doble e inestable de las tensiones que la animan –emplazamiento/desplazamiento, casa/observatorio, Oaxaca/Nueva Delhi, mundo/cosmos, escultura/arquitectura– se corresponde con la movilidad de la obra dentro y fuera de los espacios institucionalizados del arte, su inespecificidad genérica y su identidad estética lábil. La monumental obra privada y autorreferencial acuerda con su «desterritorialización del estilo», en términos de galaxia. «El estilo de un artista o el mundo de un artista», explica Orozco, «se puede convertir en un territorio único y fijo, con un cierto tipo de trabajo de estilo o de marca. El estilo del trabajo se vuelve un tipo de fortaleza y no creo en eso. No quiero marcar un territorio. La constelación del mundo que el artista genera, que yo quiero generar, está en constante movimiento.»8 La cinta de