Hacia el final de Lord, la séptima novela de João Gilberto Noll, el narrador, un escritor brasilero de visita en Gran Bretaña, comprueba mirándose en el espejo que se ha convertido en George, el ex estibador inglés con quien ha pasado la noche después de un encuentro fugaz en un pub de Liverpool. La ciudad es la misma, advierte a la mañana siguiente cuando sale del hotel, pero él se ha convertido en el otro, lleva su tatuaje en el brazo, y es «un hombre nuevo».52 Es el final fantasmagórico de un periplo vago por Londres –adonde el escritor ha sido invitado por un profesor inglés para cumplir una «misión» inciertay una huida repentina a Liverpool. El abandono último en el cuerpo de otro corona un lento proceso de amnesia, disolución y extravío, que acompaña la deriva ciega por la ciudad y se traduce en el avance errático de la escritura. Todo es confuso en realidad desde que llega al aeropuerto de Heathrow: la identidad del profesor que lo aloja en un departamento en Hackney, el motivo del viaje, las coordenadas geográficas de sus recorridos, los nombres reconocibles pero desvaídos de las calles y los museos que visita, las fantasías recurrentes de otra vida que disparan los encuentros sexuales imprevistos, los diálogos con otros profesores y otros extranjeros en las calles de Londres. Sin rumbo, carente de voluntad, de memoria y de propósito, el escritor brasilero que viene a representar a su país se vuelve nadie.
También se desvanece el escritor-narrador de Berkeley en Bellagio, la novela anterior de Noll con la que Lord podría formar un díptico, aunque aquí hasta los lugares se diluyen en el fluir de las frases, que funden en un único párrafo el recuento difuso de una estadía en la Universidad de Berkeley donde el escritor enseña literatura brasilera, y una residencia en Bellagio, Italia, donde podrá seguir escribiendo «sin mendigar de nuevo en su propio país», a expensas de una fundación extranjera.53 El avance descarriado de la escritura los reúne, como si el océano que media entre los Estados Unidos y Europa se hubiese diluido también, dejando en el recuerdo del que escribe un mismo espacio indistinto y desrealizado. La estadía en Berkeley y en Bellagio, como la de Londres, resulta así en una sucesión de escenas y diálogos inconexos con otros profesores y scholars, recorridos inconducentes, encuentros sexuales furtivos, paranoia y olvido. El escritor que dice no hablar inglés cuando llega a Berkeley como «emisario de perlas brasileras» y lee a Clarice Lispector o a Graciliano Ramos con sus alumnos americanos, asiáticos, o mexicanos, ya no habla portugués cuando llega a Porto Alegre a la vuelta de Bellagio, y tendrá quizás que volver a aprenderlo «en un curso de portugués para extranjeros».54
Todo es impreciso en los viajes de las dos novelas y sin embargo hay claras marcas autobiográficas. El narrador sin nombre de Lord ha escrito como Noll siete novelas, el João de Berkeley en Bellagio lleva su nombre, los dos –que quizás son el mismo– viven como él en Porto Alegre, y basta consultar cualquier reseña biográfica de Noll para comprobar que también él dictó cursos de literatura brasilera en Berkeley, fue escritor residente en el King’s College de Londres, en Bellagio y más tarde en otras universidades extranjeras. Aun así, las novelas se apartan insidiosamente de los cánones autobiográficos. Como el yo furibundo que escribe las autobiografías del colombiano Fernando Vallejo, el narrador de Lord y Berkeley en Bellagio es y no es el escritor que firma las novelas. Es, en todo caso, el doble bufo y desembozado del otro, el que financia su literatura con invitaciones de universidades y fundaciones del primer mundo, sumándose al contingente de escritores globetrotters, que anima el gran teatro del «diálogo de culturas» en campus académicos y residencias, o se entrega a los designios de la mercadotecnia editorial en festivales internacionales de literatura y ferias del libro.
Como muchos otros escritores de América Latina, Noll parece haberse integrado a esa red de relaciones más fluidas de la cultura mundializada del siglo XXI, tramada en universidades confortables y residencias idílicas para escritores periféricos. Pero la literatura que ha escrito a partir de esa experiencia es la irrisión dramática del escritor necesitado, que viaja de un lugar a otro y escribe subsidiado por el primer mundo. Las novelas son las misivas amargas de agradecimiento que envía a la vuelta del viaje, la cara oscura del crisol de razas y culturas que brilla en los campus y los falansterios globalizados. Si en las giras del globetrotter el nombre y la persona del escritor se agigantan hasta eclipsar la obra, en las novelas de Noll el escritor no tiene nombre y su yo se diluye hasta desintegrarse o fundirse en otro. Si lo que se espera de él es que represente su cultura, no tiene nada que representar más que el drama vacilante de su zozobra. Si se lo invita para que avive el diálogo de culturas, no tiene nada que decir porque lo ha olvidado todo, hasta su propia lengua, y sólo puede entregarse a relaciones carnales fugaces con otros profesores o empleados de las fundaciones, o sumirse en la abyección, el sinsentido o la parálisis. Las fantasías de exilio que disparan el bienestar y la seguridad económica que prometen las instituciones se desvanecen muy pronto en el letargo que lo enajena y congela su work in progress. Versión ácida y desencantada del «Borges y yo», la duplicidad de Noll no es la del que no sabe «quién de los dos escribe esta página», sino la del que escribe a sabiendas de la precariedad del otro a quien desnuda escribiendo.55 En el «trance» de la escritura afloran los trámites engorrosos para conseguir las becas, la maquinaria de las fundaciones, la evanescencia de los motivos que lo llevan de un lugar a otro, la imposibilidad de ser «emisario» de una cultura y el vacío que finalmente depara un multiculturalismo de superficie que se esfuma en la experiencia real y cotidiana del encuentro con el otro.
De ahí que, si debe alguna fidelidad en lo que cuenta, no es a los alumnos que en sus clases reciben sus «perlas brasileras» con la efusión conveniente para alcanzar mejores notas («y una vez formados, operar relaciones internacionales más productivas para que su país controle mejor el cosmos»), ni a las fundaciones que esperan que, «como un perro campestre que sale a la caza», vuelva «trayendo en la boca la carne inocente de su libro», sino a la experiencia más desgarrada del que escribe en un mundo que se agrega y se desagrega durante el viaje.56 La cultura globalizada no está en las mesas de breakfasts y lunchs de la «Catedral» americana que reúne a una chilena feminista de la ONU, una poeta checa, tres músicos coreanos y un filipino, sino en el segundo piso de un ómnibus inglés en el que se habla iraní, chino, español y turco. Está en las calles que se afean y se ensucian a medida que el ómnibus se interna en los barrios de inmigrantes y en el encuentro fugaz con un chileno, un africano, un suicida o un actor de Liverpool en las calles de Londres, o en el grupo de palestinos, hindúes o afganos que viajan buscando asilo «después del desastre» en el avión que lo lleva de vuelta a Porto Alegre.
Fieles a esa experiencia íntima, las novelas no ofrecen ningún destello del Brasil colorido que se imagina de lejos, ni tampoco la «acción» que reclama irritado un colega playwriter de Chicago en Bellagio («la historia que ellos quieren que escriba: cuente una historia, no complique»), sino más bien «un tartamudeo infantil, un simultaneísmo de todo lo que me llega en danza», montado cuadro a cuadro en una prosa que se compone y se descompone en la marcha, como se compone y se descompone la experiencia del que se entrega a la dispersión del viaje.57 Todo es inestable y precario en las novelas de Noll: un mundo donde «las entidades cobran siempre la forma de nubes de rasgos que de repente se organizan», resume Reinaldo Laddaga, «señales que se forman y se deshacen, apariciones inciertas y variables».58 La cultura mundializada en un plano de contornos nítidos, parecen decir, es apenas un efecto óptico, como en ese mapa animado de Rivane Neuenschwander, en el que cientos de hormigas componen un planisferio sobre un plato, con los fragmentos minúsculos de una fina lámina de carne.