En una de las fotos incluidas en el dossier de imágenes con que se cierra Perros héroes, la novela del escritor mexicano-peruano Mario Bellatin, se ve un mapa. La foto es oscura, apenas encuadrada con la urgencia del registro, pero queda claro que el mapa es de México y está colgado en el mismo cuarto caótico y sórdido que aparece en otras fotos del dossier, en las que un hombre gordo y desarrapado sonríe mirando a cámara, inmóvil en un sillón, rodeado de perros, jaulas con aves rapaces y siniestros implementos de adiestramiento canino. Podría ser una de las pocas referencias geográficas precisas, quizás la única, que aparece en la obra completa de Bellatin, si no fuera porque el texto que precede a la serie de fotos se encarga de desmentirla. Todo indica que el paralítico de las fotos es el hombre inmóvil del subtítulo del libro, Tratado sobre el futuro de América Latina visto a través de un hombre inmóvil y sus treinta Pastor Belga Malinois. Pero no. O mejor dicho, sí pero no. Se dice en las primeras páginas del libro que el hombre inmóvil es uno de los mejores entrenadores de esa raza de un país sin nombre, recluido en una casa de los suburbios de una ciudad sin nombre, y se dice más adelante que en la habitación donde el hombre pasa los días inmóvil junto a los treinta perros, su madre, su hermana y un enfermero entrenador –presentados así sin nombre como en una alegoría medieval–, hay «un gran mapa de América Latina» donde con círculos rojos se encuentran marcadas las ciudades en las que está más desarrollada la crianza del Pastor Belga Malinois. «Sólo a ciertos visitantes», se dice también, «la presencia de este mapa los lleva a pensar en el futuro del continente.»39 El desarreglo geográfico es mínimo –una pequeña falla, un exceso, un desliz– pero resume bien el desarreglo mayor que inspira el libro y toda la obra de Bellatin. Los límites del país del mapa de la foto se desdibujan y se extienden en el texto, como se desdibujan y se extienden los límites del libro, en un artefacto complejo que sólo con muchas licencias podríamos seguir llamando novela y aspira más bien al espacio facetado del teatro o el arte de instalación. Ni los sesenta y dos fragmentos de prosa seca que se suceden, uno por página, con la serialidad mecánica de una sesión de diapositivas, ni la docena de fotos borrosas que se reúnen en el dossier representan estrictamente a la familia sórdida de los suburbios del DF que Bellatin dice haber visitado alguna vez, sino que la presentan en un montaje de textos e imágenes que invita al lector-espectador a incorporarse en los blancos que separan los fragmentos, a montarlos y confrontarlos con el doble engañoso de las fotos, a acercarse para observar gestos, detalles, breves escenas de crudeza helada, y a alejarse después para intentar recomponer el cuadro, atraído y a la vez expulsado por la violencia y la sordidez del conjunto. El mecanismo que articula y desarticula las piezas no se ajusta a las categorías convencionales de la representación –acerca y a la vez distancia, figura y desfigura la referencia, transparenta y a la vez oculta la presencia del autor–, pero el efecto es certero, casi mágico. Por obra de ese dispositivo oculto, la inmovilidad de un paralítico entrenador de perros guardianes, el drama malsano de su historia familiar y la violencia salvaje de unos animales capaces de matar a cualquiera «de un solo mordisco en la yugular» exceden al paralítico y la familia «reales», se extienden más allá de los límites del DF y de México, y se vuelven más abstractos en un tiempo sin tiempo, hasta alcanzar el presente y el futuro de todo un continente.
«Quizás todo comenzó cuando tenía diez años. De buenas a primeras se me ocurrió hacer un libro de perros.»40 «La historia comenzó cuando contesté un aviso del diario de artículos de segunda mano en el que se anunciaba la venta de cachorros de pastor belga malinois.»41 Hay dos escenas opuestas y quizás complementarias en el origen de Perros héroes, según Bellatin. En la primera, recuerdo de infancia o escena mítica de iniciación literaria, el niño Bellatin, nacido en México pero emigrado a Perú a los seis años, amonestado por la familia por distraerse de las tareas escolares, «hace» un libro de historias de perros, una especie de «tratado», ilustrado con figuras recortadas en diarios y revistas. En la segunda, el escritor Bellatin, radicado en México después de una estadía en Cuba y autor ya de una decena de novelas, visita a un paralítico entrenador de perros llevado por un anuncio. Bellatin dice que escribe Perros héroes «sin pensar en la experiencia» de la visita, pero un año y medio más tarde vuelve a la misma casa y se sorprende con el «retrato de la realidad» de su libro de ficción. Saca algunas fotos al azar y, sorprendido con la ficción que componen las imágenes, decide incluirlas en el libro y presentarlas como una instalación.42 Las dos escenas se combinan con sorprendente elocuencia formal. En la maraña deliberada del mito personal, ficción y realidad se funden en una materia incierta hecha de textos e imágenes que sólo deja en pie la composición, género escolar que los libros de Bellatin traducen en disposición y montaje. El acting infantil vira a teatro distanciado, la pegatina de figuritas, a instalación multimediática, y la módica insurrección familiar de la infancia peruana, a audacia formal del escritor mexicano transterrado.
Recorte, encuadre, interrupción, distancia. No hay crónica documental ni protocolo de la ficción realista, parece decir Bellatin, que pueda dar cuenta del sufrimiento, la opresión y la violencia del mundo próximo, ni traducir el vértigo de la experiencia inmediata. Más que representarlos, por lo tanto, se trata de encontrar una forma capaz de recuperar la extrañeza de lo vivido y el desconcierto de la visión fragmentada. Los breves cuadros verbales separados por blancos que presentan al hombre inmóvil magnifican detalles de la casa, rutinas cotidianas y restos de la historia familiar, en un puro presente de retablo macabro: un ave de cetrería amarrada de las patas para que no devore a una media docena de pericos de Australia, el auricular de un teléfono atado a la cabeza del paralítico mientras habla, perros pastores mordiendo los barrotes de unas jaulas hasta romperse algún diente, mujeres que clasifican bolsas de plástico vacías. La lógica con que se suceden los fragmentos es incierta pero el efecto es inmediatamente claro: el montaje no muestra sino que dispone, no las cosas mismas sino sus diferencias, sus choques, sus tensiones; descompone y recompone el orden del mundo, que así dispuesto y distanciado se vuelve aún más extraño. La escritura de los fragmentos –una prosa parca en adjetivos, rica en objetos y acciones– parece resultar también del montaje de un texto anterior que borra al narrador o lo aleja, como si se tratara de la edición de una voz grabada, ajena a la del autor, que lee el texto. El efecto del conjunto es paradójico: los personajes y las escenas se aplanan como estampas, pero el libro, facetado por la distancia, gana en espesor y en inmediatez siniestra.
Todos los libros de Bellatin operan por montaje, pero si en los primeros los cortes apenas dan un respiro en la pesadilla compacta que prolifera y a la vez se concentra en cada interrupción (la opresión envolvente de la enfermedad y la muerte en Efecto invernadero y Salón de belleza, el extravío alucinado de familias desquiciadas que deja al lector sin aliento en Damas chinas), a partir de Flores el montaje se traduce más francamente en disposición gráfica, blancos que recortan, encuadran y anudan las historias, como si un texto lineal anterior se recompusiera según una lógica más opaca y arbitraria. El autor se enmascara en narradores copistas, antólogos, traductores, investigadores, filólogos, régisseurs, hasta borrar los rastros de la voz propia. También la obra completa de Bellatin se somete a esa operación en reediciones y compilaciones que desordenan la cronología de las obras particulares, hasta llegar a Lecciones para una liebre muerta, montaje explícito de 260 fragmentos numerados, que abisma la empresa total en un rompecabezas de nuevos y viejos relatos seccionados, apuntes biográficos y epigramas lapidarios. Bellatin descree de las leyes convencionales que dan forma a la biografía y la ficción, y prefiere entregarse a una fuerza entrópica que entrevera los relatos y los restos autobiográficos hasta volverlos distantes y quizás por eso más porosos, más abiertos a asociaciones inesperadas. Todas las ficciones someten la experiencia vivida a un proceso análogo, pero Bellatin transparenta los mecanismos y los extrema, como si combinara los procedimientos del procesador de textos con un menú de efectos para procesar la imagen: cut, paste, slice swirl, blur. La geografía variada a la que aluden los relatos también se disloca en el conjunto móvil, hasta componer un planisferio mutante de identidades y fronteras flexibles en el que las referencias vagas a Perú y México se alternan con las de China, El Cairo, Rusia, el antiguo imperio austrohúngaro o Japón. Por obra del montaje que distancia, el mundo todo se vuelve extranjero. O mejor: la mirada siempre doble del extranjero desfamiliariza el mundo, lo vuelve extraño, inquietantemente extraño incluso, unheimlich, siniestro. Pero por extraño no debe entenderse raro, anómalo, freak, aunque los personajes a menudo tengan algún rasgo extraordinario. Enfermedad, muerte, violencia, opresión estatal o familiar son los males universales que la mirada dislocada de Bellatin revela en todas partes. «Los dialécticos más agudos son los emigrados», escribió Bertolt Brecht, «de los menores indicios deducen los mayores acontecimientos.»43
Insatisfecho con los poderes de la palabra, Perros héroes se cierra con una exhortación a mirar. «Fíjense: el hombre inmóvil mantiene inalterable su peculiar sonrisa.»44 Sigue el dossier de fotos a modo de apéndice documental, como si la naturaleza indicial de la fotografía diera estatus de verdad a la historia que los fragmentos acaban de presentar. Pero ¿qué leer en esa serie incongruente de instantáneas que reúne al paralítico sonriendo en su silla de ruedas, rincones del cuarto abarrotados de objetos y un avión en un cielo despejado? Engañosas, equívocas como el mapa de México, las fotos no guardan ninguna relación estable con el montaje verbal pero tampoco la descartan; no ilustran, no afirman, ni niegan, sino que se instalan por contaminación en el mismo tiempo sin tiempo de los fragmentos. La casa, el paralítico, el interior abarrotado son imágenes reconocibles de un suburbio mexicano pero el montaje las desrealiza en un continuo más amplio. El típico tiempo pasado de la fotografía (el «Esto ha sido» de Roland Barthes) se desvanece en el presente de un compuesto autónomo e inestable en el que los textos remiten a las fotos, las fotos reenvían a los textos, mediante un diálogo descentrado que invita al lector a sumarse. Agregando planos y distancia, la ficción cobra volumen, gana en variedad de perspectivas y aspira a la inmersión teatral, ficcional, activa, del arte de instalación, un arte que recurre a otras artes para desplegarse en el espacio y hacer lugar al espectador.
Desde Shiki Nagaoka: una nariz de ficción casi todos los libros de Bellatin incluyen fotos pero se niegan a la correspondencia tautológica de la mera ilustración. A veces, como en Shiki Nagaoka, las imágenes fingen esa relación en dossiers fotográficos que simulan documentar la ficción, pero muy pronto la frustran con todo tipo de ardides, juegos, engaños, que alteran las correspondencias (empezando por la foto de Nagaoka, dañada en el lugar preciso de la nariz extraordinariamente grande) y dejan al lector girando en falso. En otros, la relación con el texto es todavía más oblicua. El escándalo de la no correspondencia se cifra en los pies de fotos, deícticos enloquecidos que ya no señalan ninguna dirección sino que se suman al espacio ampliado del teatro de la ficción. El mundo paralelo de la literatura, entretanto, adquiere más consistencia, no como espejo de una realidad exterior perfeccionado con las imágenes, sino como espacio conceptual que modifica lo visible, el modo de percibirlo y presentarlo. «El medio», dice Jacques Rancière, «no es un medio o un material “en sentido estricto”. Es una superficie de conversión: una superficie de equivalencia entre las diferentes formas de hacer de artes diversas.» Y también: «El arte está vivo en la medida en que sale de sí, hace algo diferente de sí, se mueve en un teatro de visibilidad que es siempre un teatro de desfiguración.»45
En la genealogía del artista errante que cultiva un arte que quiere «salirse de sí» están sin duda el poeta-pintor surrealista peruano César Moro, a quien Bellatin dedica su segunda novela sin nombrarlo («El personaje del libro Efecto invernadero llevó toda su vida una existencia de artista errante»),46 el arte portátil de Marcel Duchamp, invocado en la referencia inconducente de una de las últimas, El Gran Vidrio, y sobre todo las esculturas sociales del alemán Joseph Beuys, precursor del arte de instalación y la performance, aludido desde el título en Lecciones para una liebre muerta. Los diálogos más nutridos de su ficción, admite Bellatin, se entablan con creadores de otras artes, desde Beuys, Peter Brook y Tarkovski, a Matthew Barney o Renzo Piano.47 Como Moro, que fue de Lima a París, de París a Lima, de Lima a México, de México a Lima y materializó los saltos en el collage, la pintura y en juegos de palabras en una lengua sin fronteras fijas, Bellatin busca una identidad más lábil producto del montaje y de la «traducción» de la voz propia. Como Duchamp, que se expatrió con su Escultura de viaje y su Boîte-en-valise, también él miniaturiza y recompone fragmentos de su obra pasada en nuevos conjuntos móviles. Como Beuys, se recrea en un relato originario que la obra compone, cita y expande. El mito de origen de Beuys, de hecho, no desentonaría entre los relatos-montaje de Bellatin: el propio Beuys contó una y otra vez cómo fue rescatado después de un accidente aéreo en Crimea durante la Segunda Guerra Mundial, por una tribu nómade de tártaros que lo salvó del congelamiento cubriéndolo con grasa animal y fieltro –materiales esenciales de su arte futuro– y documentó el relato con fotos de origen incierto. También la obra de Bellatin se compone de restos y rastros de un relato, un texto o una acción anterior, y propone un enigma, cuya solución –siempre parcial– el lector-espectador es llamado a descubrir recomponiendo los fragmentos. Como en Beuys, el arte no se agota en un medio sino que es el laboratorio de una nueva pedagogía (las «lecciones» de Beuys, el «tratado» de Bellatin), un ejercicio en el que la investigación y la acción compartida reemplazan a la forma. Si Beuys crea la Universidad Libre Internacional, una institución sin sede en la que todos podrían ser artistas, Bellatin funda la Escuela Dinámica de escritores, «obra de arte en sí misma», donde la escritura quiere atravesar la frontera que la separa de otras artes y convertirse en «acción artística».
«Una vez que el libro estuvo terminado quise inventar una suerte de concepto perros héroes.»48 En 2003, después de la publicación de la novela, Bellatin organiza un simulacro de adaptación teatral, fraguado con anuncios en las marquesinas de un teatro, avisos y críticas en los diarios. La ficción se extiende a la presentación del libro poco más tarde, convocada en el templo de San Jerónimo, donde los supuestos responsables de la puesta en escena –escenógrafo, productor, diseñador de iluminaciónreconstruyen frente al público la experiencia de la representación teatral como si efectivamente hubiese sucedido. El juego inmaterial de la ficción se combina con un experimento vivo, con el que el efecto perturbador del libro se vuelve amenaza real y experiencia próxima: un perro belga malinois entrenado para la presentación irrumpe en el altar del claustro y permanece inmóvil durante veinte minutos mirando fijamente al público, mientras una voz femenina lee fragmentos del texto. La novela se desmaterializa en la ficción conceptual y a la vez se corporiza en el espectáculo colectivo de la performance.
Un año más tarde, la serie proteica de los perros héroes reaparece en otro libro. Dieciséis fotos del hombre inmóvil y sus pastores malinois, algunas incluidas en el librito y otras inéditas, se reproducen en una edición antológica francesa de fotografía mexicana, México, D.F., en la que Bellatin participa como fotógrafo. Los detalles sórdidos de la casa y el paralítico cobran nitidez en la serie fotográfica, esta vez en colores, que incluye el mapa de México: el lugar es sin duda el DF, pero el realismo del conjunto se enrarece con el título y el subtítulo de la serie, los mismos de la novela. La referencia local y urbana de la serie fotográfica, en cualquier caso, se desvanece al año siguiente, cuando Bellatin participa en una mesa de escritores latinoamericanos en Buenos Aires y vuelve a tomar distancia en una performance multimediática. De espaldas al público, con su brazo ortopédico apoyado sobre la mesa, acciona con el otro brazo un viejo reproductor de casetes y un proyector de diapositivas y, mientras se oyen fragmentos de la novela leídos por él mismo, se suceden diapositivas con figuritas escolares que muy de vez en cuando refieren oblicuamente al hombre inmóvil de la novela. Por obra del nuevo montaje, la nostalgia retro de las ilustraciones infantiles y la melancolía de los aparatos de reproducción obsoletos, el texto pierde consistencia real, se transforma en una fábula ingenuamente siniestra, que evoca al niño escritor que aparece en uno de los fragmentos de Perros héroes, «un niño que se dedicaba a escribir historias de perros héroes».49
El ciclo parecía cerrado con ese final que se anuda con el origen, pero aún le espera a Perros héroes una nueva y quizás última metamorfosis. Como el resto de la obra, la novela tendrá su versión en formato pequeño, cien ejemplares numerados con la huella digital del autor estampada en la contratapa, que irá a sumarse a «Los cien mil libros de Bellatin», un proyecto de autoedición que Bellatin lanzó en 2010, para reeditar artesanalmente toda su obra ya publicada y editar la futura por canales alternativos a los de la industria editorial. «Este libro no es gratuito», dicen los libritos en la primera página como una declaración de principios, y aclaran en la siguiente: «Los derechos de este texto pertenecen al autor.» El propio Bellatin los acomoda en una pequeña valija y los vende en las ciudades que visita, después de anunciar el lugar de venta en las redes sociales y acordar el precio de cada ejemplar con el comprador. Es su versión siglo XXI de la Boîte-en-valise: como en la valija duchampiana llevará allí toda su obra miniaturizada, con total prescindencia, de las instituciones literarias.
De la escena mítica de iniciación literaria a «Los cien mil libros», Bellatin ha expandido la literatura hasta volverla performática y portátil. A fuerza de confundir los planos y facetarlos en el espacio inespecífico de un nuevo arte, logró construir ya no un mundo de ficción sino «un espacio paralelo de la realidad sometido a reglas propias» del que el libro es apenas una plataforma, un espacio de inmersión virtual del que se sale con un desasosiego perdurable, como se vuelve a la vigilia después de una pesadilla. Alegorías versátiles, las novelas-instalaciones se resisten a fijar una referencia concreta, una geografía y un sentido, pero dejan restos y rastros que nos confrontan con el mundo próximo. «A pesar de la vida tan dispersa que he llevado, ahora estoy feliz. Sin pesos emocionales, de familia, de nación, de identidad», se dice hacia el final de El Gran Vidrio, Tres autobiografías.50 Y Bellatin, sin la máscara de la autoficción en una entrevista: «No me siento peruano ni mexicano; quisiera sentirme más mexicano que peruano, pero soy más peruano que mexicano.»51 La identidad nacional se arroja como un lastre y las raíces se entreveran hasta perderse, pero aun así el descalabro de los restos es elocuente. Porque ¿qué hay finalmente en el presente inmóvil de ese paralítico entrenador de perros que lleva a pensar en el futuro de América Latina? ¿Por qué esa familia sórdida remite sin ninguna duda a la vida urbana del DF, Lima, Buenos Aires o cualquier otra metrópolis del continente? Liberado del peso de la tradición propia, distante ya de los colectivos forzados del boom latinoamericano, Bellatin deja que sea el lector, componiendo las piezas de su artefacto sintético, quien reponga la geografía de Perros héroes. En el mapa de México sembrado de entrenadores de perros custodios de las diferencias, que es y no es el mapa de América Latina, Bellatin concibió una cartografía más imprecisa pero más certera de la violencia y la miseria endémica del continente.