Entre los muchos cataclismos que registran los mapas del argentino Jorge Macchi, el de Seascape parece, a primera vista, el más categórico: en un planisferio cortado al medio, el mundo ha perdido una mitad. Macchi imaginó pesadillas cartográficas más sinuosas en su Atlas (2007), por ejemplo, un enjambre de marcos de mapas antiguos entrecruzado por hilos horizontales y verticales, o en Liliput (2007), un montaje arbitrario de países recortados y pegados al azar, calibrado con una tabla absurda de distancias milimétricas entre las principales ciudades. Imaginó también una Ámsterdam acuática (2004) en la que sólo quedan canales, una Buenos Aires caótica en una guía Filcar con planos superpuestos de calles sin manzanas (Guía de la inmovilidad, 2003), y convirtió el río Sena en un rompecabezas de piezas rectangulares, seccionadas al arbitrio de los puentes y recombinadas en 32 morceaux d’eau (1994). Frente a esas intervenciones mayúsculas, abstractas o surreales, la de Seascape parece una cirugía menor, que sin embargo resulta en un cataclismo más prodigioso: sin el hemisferio norte, como por arte de magia, el Sur ha dejado de ser Sur.
La vocación performativa del gesto recuerda el Mapa invertido del uruguayo Joaquín Torres García, que en 1936, de vuelta en Montevideo después de cuarenta años en Europa y los Estados Unidos, decretó la autonomía del arte de América Latina con una simple inversión. «No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro Sur», escribió explicando la operación. «Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición (...) La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro Norte.»33 Grito de independencia del arte latinoamericano, el Mapa invertido fue símbolo de afirmación de una cultura local en diálogo con el mundo y manifiesto visual de la Escuela del Sur.
Ochenta años más tarde, la ambición de Seascape es más módica y reticente. Macchi corta un planisferio ya hecho por la mitad, en una intervención que no alienta las interpretaciones culturales y geopolíticas pero tampoco las descarta. En la estela de Duchamp, el mapa-ready-made-asistido no impone enunciados firmes, y se ofrece en todo caso como un instrumento óptico, una máquina de producir preguntas visibles, que activa diferentes respuestas según la ocasión y la dirección de la mirada. Desde el hemisferio sur en 2006, el blanco invita a imaginar un mundo descentrado sin la hegemonía radial del Norte, pero sólo unos años más tarde, tras las crisis de los Estados Unidos y Europa, se lee como una anticipación profética de un nuevo protagonismo del Sur. Mirado desde el Norte, en cambio, el blanco debe dar cierto escozor, como si después de siglos de pisar tierra firme, el primer mundo hubiese perdido asidero, y tuviera que recomponer el mapa, revisando las coordenadas, calibrando las distancias y las proporciones relativas entre Oriente y Occidente, Norte y Sur.
Hasta aquí lo que Seascape sugiere a primera vista. Pero el arte nunca habla de una vez y para siempre, y es preciso ir más allá de ese primer despliegue mudo ante la retina para que consiga decir algo que a primera vista nunca diría. El Hemisferio Norte no ha desaparecido en el mapa de Macchi, si se observa bien, sino que se ha derramado, por así decirlo, sobre el sur: las tierras de América, Sudáfrica y Oceanía están ahora bañadas por los mares y océanos del norte, en una superposición que trastorna la geografía conocida o, literalmente, la disuelve. El Pacífico Norte baña América del Sur, por ejemplo, el Mar de Japón baña el litoral brasilero, el Mar de los Sargazos, África, y el Mar Caspio, Centroamérica. Macchi ya había inundado el planeta en Blue Planet (2002) con un desborde oceánico que cubría todo el globo, pero en Seascape, por algún motivo, el cataclismo se acota al hemisferio sur, en un recorte que invita a apreciar los efectos topológicos de una nueva «territorialidad líquida» en la cultura y el arte –es el mapa de un artista– con un foco geopolítico.
El mundo se ha vuelto más navegable, sin duda, en el siglo XXI, no sólo del Sur al Norte sino también del Norte al Sur, una vez que la cultura y el arte globalizados ya no coinciden con los límites precisos de estados y continentes, sino que se abren a todo tipo de corrientes que arremolinan las aguas, dinamizan la dirección y el efecto de los cruces entre culturas locales. Pero ¿qué podría insinuar esa irrupción de los mares del norte en el sur? ¿Una invasión solapada? ¿Una periferia «lavada» por la onda expansiva de la cultura mundializada? ¿O apenas la pesadilla posapocalíptica de un planeta sumergido tras un gran naufragio? El mundo es otro bajo los efectos de una suerte de «calentamiento cultural global», arriesga el mexicano Cuauhtémoc Medina mirando el mapa, traslapado por un trastorno gráfico que, más allá de la voluntad del artista, deja ver «cómo la geografía bajo la globalización ha adquirido un carácter fantasmal», en «un territorio continuamente dislocado donde la tensión entre centro y periferia, si no ha desaparecido, sí se ha complicado».34 A la fijeza del territorio y las coordenadas precisas de la localización geográfica, es cierto, Seascape le imprime el dinamismo de corrientes marinas desbocadas, una variación casi imperceptible en su transparencia –un «escape», un desliz–, que ilumina el haz de fuerzas encontradas que operan en la cultura contemporánea. La parábola visual dispara una red de asociaciones que expanden la metáfora: como los movimientos oceánicos que responden a la interacción de causas variadas –la rotación terrestre, los vientos, la configuración del relieve submarino y las costas–, la interacción cultural en el mundo globalizado es un proceso de configuración compleja, que afecta los patrones de circulación, la dirección del movimiento y la influencia mutua entre las corrientes. Y más: si las masas de agua se desplazan en el planeta empujadas por fuerzas de naturaleza diversa –corrientes superficiales y profundas, cálidas y frías, constantes y periódicas–, también la cultura y el arte mundializados responden a una variedad dinámica de flujos que desdibujan las oposiciones territoriales tajantes –norte/sur, local/global, internacional/nacional–, y desestiman las versiones engañosas de la globalización como escenario de un diálogo pacífico de culturas reconciliadas o un nuevo universalismo que opera por mera yuxtaposición. El mapa inundado de Macchi sugiere que nos engañamos –como nos engañamos ante Seascape a primera vista– si seguimos atados al pensamiento arraigado en identidades fijas y no atendemos a la erosión solapada de los límites establecidos que persigue el arte que crea en la marcha y en la dispersión. Pero nos engañamos también si no vemos que la fluidez del intercambio puede ser una forma enmascarada de inclusión condescendiente, un nuevo exotismo que hace de los Otros y sus diferencias fetiches coleccionables. En la dinámica más compleja de Seascape, a la corriente de superficie del multiculturalismo, por ejemplo, que arrastra lo minoritario en una sola dirección y encauza lo subordinado en el mainstream internacional, se oponen movimientos más profundos, que trafican tradiciones y genealogías culturales, con intermitencias imprevisibles y contracorrientes subterráneas. Como modelo sintético del mundo del arte contemporáneo, la liquidez confusa del mundo según Seascape mueve a pensar que no se trata de exaltar o abjurar de la fluidez del mundo globalizado ni de celebrar o condenar la hibridación cultural, sino de detectar el arte que no se deja llevar por las corrientes estacionales que encauzan lo diverso en una única dirección, sino que nace, como propone la brasilera Suely Rolnik, de la turbulencia de las marchas y contramarchas, tensiones y fricciones, que implica la construcción del mundo globalizado en cada geografía y en cada situación.35
Pero hay todavía otro detalle crucial en el mapa que no se aprecia a primera vista y traiciona sutilmente el aparente silencio del autor. El planisferio de Seascape no está cortado a la mitad, si se observa bien, sino un poco más al norte, a 12º 27’ 30’’ del Ecuador, para que la línea de corte toque el punto extremo norte del continente, y por lo tanto seccione el mundo a la medida de América del Sur. La oposición categórica Norte-Sur que signó las revoluciones estéticas latinoamericanas del siglo XX (e inspiró el Mapa invertido de Torres García) se diluye con ese mínimo corrimiento, al tiempo que le da un marco preciso y un foco a la reflexión. ¿Cuál es el lugar del arte latinoamericano en el siglo XXI? ¿Qué corrientes y flujos bañan y arrastran al artista del Sur? ¿Quién lo lleva y quién lo trae? ¿Qué significa la circulación y la inclusión? Puede que Macchi no se haya planteado ninguna de estas preguntas y su planisferio cortado se inunde por azar, como en el resto de su obra se inunda un cuarto con un ropero, se sumerge un abecedario en los escalones de una piscina, o naufraga el barco de una cajita de fósforos Fragata, hundido por puro accidente gráfico en un mar de tinta azul. Seascape bien podría ser simplemente el planisferio de un cartógrafo extraviado o el resultado de un ejercicio delirante de cut and paste. Pero no parece casual que Seascape esté fechado en 2006. Entre 1993 y 2005, Macchi viajó por el mundo en breves residencias de artistas que lo llevaron a París, Róterdam, Londres, San Antonio (Texas) y a pequeñas ciudades de Italia y Alemania. «Estas experiencias fuera de mi país», confesó no hace mucho, «me dieron una sensación de levedad.»36 Ir liviano en el tránsito, se diría, le dio fluidez a la expansión de las formas y los lenguajes: el arte de Macchi parece flotar en las aguas de tradiciones y genealogías móviles, que no anclan en los territorios fijos de la identidad nacional o continental, ni en los casilleros ya asignados en los nuevos mapas del «diálogo de culturas» oficializado. Debe ser por eso que, levemente a contracorriente de los neoconceptualismos que inundan las bienales internacionales de hoy y las corrientes periódicas que fijan la primacía de un medio, su arte abreva más bien en el surrealismo o en el Duchamp más surrealista, y se abre al diálogo con la música, la arquitectura o el cine. Después de ocho años de «lecciones de natación en Europa», la estadía en América fue como «bañarse en un mar calmo», dijo alguna vez Duchamp; liberado de las tensiones de la tradición propia, en América podía «nadar libremente».37 Las aguas del Norte que ahora inundan el Sur parecen haberle dado a Jorge Macchi la misma libertad.