En la versión más célebre del entredicho, hay una pipa dibujada con esmero y debajo una frase en francés, escrita a mano con letra regular: Ceci n’est pas une pipe (Esto no es una pipa). La paradoja inquieta al espectador desde 1929, pero fue el propio Magritte el primero en señalar que entre la imagen inconfundible de la pipa que pintó en la tela y la frase categórica que escribió al pie no hay a decir verdad ninguna contradicción. «¿Quién podría fumar la pipa de uno de mis cuadros?», escribió. «Nadie. Por consiguiente NO ES UNA PIPA.»29 En la obra, es cierto, la pipa real brilla por su ausencia: sólo hay una figura que la representa y una serie de palabras que la nombran. Pero basta atender al «esto» que abre la frase, para descubrir un entrecruzamiento más inquietante y más rico, un espacio nebuloso que separa lo que se ve de lo que se enuncia y al mismo tiempo los pone en relación. «Entre la figura y el texto», concluyó Foucault en su Ensayo sobre Magritte, «hay que admitir toda una serie de entrecruzamientos o más bien ataques lanzados de una a otra, flechas dirigidas contra el blanco adverso, labores de zapa y de destrucción, lanzazos y heridas, una batalla...», «cataratas de imágenes en medio de las palabras, relámpagos verbales que jalonan los dibujos...».30
Setenta años más tarde, en la misma arena incierta del entre dos, el chileno Alfredo Jaar compuso una versión más insidiosa de la paradoja, reapropiada desde América Latina para interpelar al espectador con las tácticas de la comunicación de masas y las formas inmateriales del arte contemporáneo. La figura luminosa y neta de un mapa de los Estados Unidos aparecía de pronto entre los avisos del letrero más célebre de Times Square en Manhattan, para vaciarse enseguida en una silueta y alojar una frase, esta vez en inglés: This is not America (Esto no es América). El anuncio se complicaba unos segundos más tarde con otra imagen, la bandera de los Estados Unidos, y otra frase, This is not America’s flag (Esto no es la bandera americana), pero una tercera figura venía muy pronto a zanjar el entredicho: la «R» de «America» se transmutaba en el mapa completo del continente americano, que giraba como un trompo en el centro del letrero hasta amalgamarse con el texto. Cada seis minutos, durante un mes, Un logo para América (1987) sorprendió a los neoyorquinos que caminaban por Broadway para propinarles un sacudón análogo al del cuadro de Magritte, potenciado con una inesperada inflexión geopolítica. «Los Estados Unidos de Norteamérica no son “América”», venía a decir Jaar en cuarenta y cinco segundos, «“América” es el nombre de todo un continente.»
El «juego infinito de las semejanzas» que inspiró Esto no es una pipa y desveló a Foucault se complicaba en la versión de Jaar con nuevas mediaciones y sutiles pliegues visuales, lingüísticos, culturales y políticos. La imagen, para empezar, no era ya una figura dibujada con esmero para acercarse a la cosa real, sino un mapa, la representación gráfica convencional de los Estados Unidos, doblemente distanciada del «original» en la simplificación grosera del cartel luminoso y, por lo tanto, «Esto no es América» parecía apuntar a primera vista a la naturaleza singular del mapa como doble abstracto del mundo. Salvo en el mapa fantástico borgiano de un imperio que coincide puntualmente con el imperio, la representación cartográfica es una abstracción irreductible a su referente geográfico y está claro que el mapa de los Estados Unidos no es los Estados Unidos. Pero la «batalla» de Un logo para América se libraba en realidad desde la frase, más precisamente desde el nombre propio, «América», que el «esto» enlazaba arteramente con el mapa. A diferencia del nombre común que nombra en una pipa a todas las pipas, el nombre propio («príncipe de los significantes», según Barthes, que deber ser interrogado siempre «con cuidado»)31 no designa más que a un referente y es por lo tanto un signo cargado de un espesor que ningún uso puede reducir ni atenuar. Tanto más si nombra a la primera potencia mundial y la nombra con un «apócope» naturalizado por el uso, que coincide con el nombre de todo un continente. Por comodidad, desidia o jactancia, «United States of America» pasó a ser sencillamente «America» para los estadounidenses, sinécdoque abusiva del continente completo que la frase enlazaba no sólo con el mapa de los Estados Unidos sino con su proyecto expansivo, larvado en su mito fundacional de joven nación consagrada a encarnar un futuro de salvación para todo el mundo y a reformarlo a su imagen y semejanza. También el «sueño americano», acuñado con la misma sinécdoque, fue exportado al mundo entero y desmentido irónicamente en el célebre lema de la doctrina Monroe, igualmente equívoco, «América para los americanos». Cifrada en un signo mínimo, una batalla cultural más solapada se libraba al mismo tiempo entre «America» y «América», escrita así con acento en español, la lengua que hablan cuatrocientos millones de habitantes en diecinueve países del continente y cuarenta cinco millones de habitantes de los Estados Unidos.
La reacción indignada de muchos espectadores en Times Square ilustraba bien el poder alienante de la lengua, «ni reaccionaria ni progresista» en lo que calla y en lo que obliga a decir, como también observó Barthes, «sino simplemente fascista».32 El azoramiento lógico frente a la paradoja de Magritte («¿Cómo que esto no es una pipa?») se convertía en «cuestión de Estado» frente a la versión de Jaar («¿Cómo que esto no es “América”?»). De ahí que para minar la autoridad de la lengua y la prepotencia de los usos cristalizados, Jaar recurriera al espacio lábil del entre dos, arremolinando los signos en el centro mismo del nombre propio, con una nueva figura hecha de imágenes y palabras. Con la economía publicitaria de un logo (y, con suerte, sus efectos subliminales) le robó una letra a la palabra para restituir la imagen completa del continente. Realizaba a su manera el sueño imposible de isomorfismo entre dos formas irreductibles y anticipaba una inesperada reconfiguración geopolítica. En el siglo XXI, la hegemonía declinante de los Estados Unidos en el nuevo orden global y el desarrollo acelerado de algunos países de América Latina parecen estar devolviéndole a «América» la dimensión real del referente.