El 13 de agosto de 1918, en vísperas de embarcarse rumbo a Buenos Aires en el SS Crofton Hall, Marcel Duchamp dibuja un mapa. Es un regalo de despedida para su amiga neoyorquina Florine Stettheimer, de ahí el itinerario ilustrado de la travesía y el dejo romántico del título, Adieu à Florine. Junto a la silueta imprecisa de América, traza una línea zigzagueante hacia el Cono Sur, consigna entre flechas de direcciones opuestas la duración estimada del viaje –«27 días + 2 años»–, y resume el futuro incierto con un signo de interrogación mayúsculo en Buenos Aires. Del viaje marítimo a Sudamérica sólo se conoce una carta enviada a sus amigos Louise y Walter Arensberg, desde la única escala técnica del recorrido en Barbados: el mar parece calmo a pesar de los rumores de un petrolero bombardeado, el barco navega a oscuras por las noches por temor a los ataques de submarinos, no ha encontrado contrincantes para el ajedrez y ocupa el tiempo ocioso de la vida de altamar en ordenar sus papeles.1 El 9 de septiembre, con la precisión del itinerario anticipado, Duchamp llega por fin a Buenos Aires. Lleva en el equipaje las notas para El Gran Vidrio y una obra extraña de tiras de goma que puede ser instalada en cualquier parte, la Escultura de viaje.
Casi ochenta años más tarde, el 1 de junio de 1997, otro expatriado europeo, el belga-mexicano Francis Alÿs, emprende una travesía más curiosa en la dirección contraria y dibuja también el itinerario en un mapa. Viaja desde Tijuana a San Diego, invitado a participar en inSITE, la muestra internacional que organizan las dos ciudades para afianzar las relaciones interculturales entre México y Estados Unidos, pero complica espectacularmente la dirección del recorrido para llegar a destino sin atravesar el límite (uno de los más conflictivos y controlados de América) ni cruzar el paso fronterizo (uno de los más transitados del globo). Las escalas y las fechas precisas del viaje se consignan en un planisferio impersonal impreso en una tarjeta postal y el plan se resume al dorso, bajo la imagen de un océano de aguas encrespadas: «Para viajar de Tijuana a San Diego sin cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos, tomaré una ruta perpendicular a la barda divisoria. Desplazándome 67º SE, luego hacia el NE y de nuevo hacia el SE, circunnavegaré la Tierra hasta llegar al punto de partida. Los objetos generados por el viaje darán fe de la realización del proyecto, que quedará libre de cualquier contenido crítico más allá del desplazamiento físico del artista.»2 La obra presentada en inSITE, The Loop, es el viaje mismo por dieciséis ciudades y tres continentes, que Alÿs recorre bordeando el Océano Pacífico en vuelos sucesivos (Ciudad de México, Panamá, Auckland, Sidney, Singapur, Bangkok, Rangún, Hong Kong, Shanghai, Seúl, Anchorage, Vancouver y Los Ángeles), hasta llegar finalmente a San Diego, veintinueve días más tarde. Una serie de dibujos, tarjetas de embarque, recibos, fotos, postales y restos diversos del vertiginoso recorrido se exhiben en el Centro Cultural de Tijuana junto con los epigramáticos mensajes que Alÿs envía al curador y amigo Olivier Debroise por correo electrónico. Multiplicando al absurdo la extensión de un trayecto mínimo, The Loop es una versión global e hiperbólica de la caminata, un nuevo género de acción-ficción urbana que Alÿs ya ha convertido en matriz de su arte portátil, en los alrededores de su casa en Ciudad de México (* p. 95). Pero ¿qué «contenido crítico» podría tener el simple «desplazamiento físico del artista» por dieciséis ciudades?
Toda narración es el relato de un viaje, la puesta en marcha de un movimiento que avanza en el tiempo y en el espacio. Pero ¿y los mapas? ¿Qué historias cuentan los itinerarios de estos mapas? Cada uno a su manera, Duchamp y Alÿs parecen recuperar la cualidad narrativa y teatral que alguna vez animó la representación cartográfica. Bitácoras de peregrinos medievales, trofeos de expediciones marítimas glosadas en pequeños barcos y animales dibujados en los mares, los mapas supieron ser verdaderos teatros de operaciones, antes de que la ciencia borrara definitivamente las huellas de las rutas que los hicieron posibles, y los convirtiera en descripción muda, geométrica y abstracta del mundo.3 Pero a comienzos y a fines del siglo XX, los itinerarios de Adieu à Florine y The Loop cuentan otra clase de relatos. Como en la historia de las proyecciones cartográficas, el contraste deja ver transformaciones e invariantes. Para Duchamp en 1918, Buenos Aires es una ciudad remota, auspiciosamente alejada de los grandes centros, donde sentirse a resguardo del fantasma de la guerra que lo ha empujado al exilio en Norteamérica, y alejarse de la escena internacional del arte para concentrarse en los experimentos ópticos con los que transformará la historia del arte moderno. Arrebato antinacionalista, huida hacia la neutralidad, retiro voluntario, el viaje de Duchamp es un corte con el resto del mundo, una nueva expresión del «espíritu de expatriado» que lo ha llevado a cortar raíces una y otra vez, y a adaptarse a un nuevo medio y a un nuevo espacio, como la Escultura de viaje que lleva en el equipaje.4
También Alÿs es un exiliado voluntario, ex arquitecto y ex Francis de Smedt, transterrado a México en 1986 y afincado en el DF con un nuevo nombre, después de abandonar la Bélgica natal huyendo del servicio militar obligatorio. Pero el mundo y el arte son otros a finales del siglo, cuando emprende el viaje. Entre un itinerario y otro media el siglo de las grandes guerras, el Holocausto, las migraciones forzadas, las deportaciones masivas y las diásporas. Median los efectos del capitalismo neoliberal que se internacionaliza en los flujos financieros globales y el fin de las utopías revolucionarias universalistas que despuntaban en 1918. Las distancias se han acortado y las fronteras se diluyen en un mundo de intercambios, redes de transporte y comunicaciones globales: casi en el mismo lapso en que Duchamp llega a Buenos Aires por barco, Alÿs aterriza en dieciséis ciudades. Mientras los desplazamientos se multiplican en el turismo de masas y en contingentes cada vez más nutridos de migrantes que abandonan el campo empobrecido de los márgenes hacia los suburbios de las grandes capitales desarrolladas, la cultura parece haberse mundializado en un movimiento paralelo de hibridaciones, mezclas y diálogos. El dramatismo del exilio y la diáspora que marcó la experiencia moderna, sin embargo, parece haberse transmutado en desarraigo estratégico o errancia voluntaria: en la era posmoderna se celebra el nomadismo planetario. Entretanto, por caminos que mucho le deben a los experimentos solitarios de Duchamp, el arte ha avanzado hacia el fin de los medios específicos, investiga nuevas formas de espacializarse, desmaterializarse y volverse portátil. El posminimalismo y el conceptualismo no sólo han inspirado una nueva relación con el espacio, sino también la movilidad del artista que abandona el estudio y hace arte en sitios específicos, en recorridos urbanos o trayectos de más largo alcance. El arte latinoamericano –periférico, exótico y «subalterno» hasta las últimas décadas del siglo– parece haber entrado finalmente en la escena del arte globalizado: los artistas de la periferia recorren el mundo en un circuito expandido de bienales, galerías, museos e instituciones culturales internacionales.
Es en ese marco de aparente diversidad y movilidad ampliada que el nomadismo superlativo de The Loop cobra un sentido irónico sutilmente crítico. Aunque desde sus primeros recorridos urbanos por el DF el paseo es la matriz de su arte portátil, Alÿs renuncia esta vez a la caminata. La defección en una escena clave del diálogo norte-sur, oficiado en un límite que lejos de disolverse se fortifica en las bardas y los controles cada vez más severos de las patrullas fronterizas, invita a preguntarse por las posibilidades del arte en ese «sitio específico» y enseguida por las bondades del mundo globalizado. Alÿs se resiste a atravesar el mismo paso que millares de latinos cruzan legalmente a diario tras largas horas de espera, o a estetizar la odisea de los indocumentados que atraviesan la frontera tras días de caminata entre arbustos de mezquite, guiados por «coyotes» armados a un precio cada vez más alto. Las distancias se han acortado sin duda para quienes como Alÿs pueden acortarlas, pero, como queda claro en el paso de San Isidro, esos pocos metros que separan Tijuana de San Diego pueden multiplicarse en un calvario de cientos de kilómetros para los desposeídos y los migrantes forzados; las fronteras no sólo son espacios de cruce y de diálogo sino también imanes de conflictos, escenarios de procesos complejos de segregación, integración y negociación de identidades, que a menudo se simplifican en la celebración banal de los estereotipos de la diversidad cultural. En esa misma frontera, si vamos al caso, se dirimen diferencias culturales entre mexicanos y estadounidenses, pero también entre mexicanos del sur y mexicano-americanos que apoyan a las patrullas fronterizas y segregan a otros mexicanos por su raíz indígena.5 Las fronteras del mundo del arte no son mucho más porosas. La globalización ha abierto y acelerado la circulación cultural, pero a distintas velocidades según las rutas y la dirección de los intercambios económicos. Y aunque las teorías culturales poscoloniales han promovido la ampliación del mapa global para incluir a las culturas periféricas, el multiculturalismo institucionalizado fetichiza al Otro de los márgenes sin alterar las estructuras de los poderes centrales. La corrección política ha llevado al reconocimiento del Otro, es cierto, pero al precio de aplanar las diferencias, domesticar lo minoritario y normalizar las singularidades en una variedad inocua que alimenta la expansión voraz del mercado del arte.
De ahí que Alÿs abra un signo de interrogación mayúsculo en el paso fronterizo y, mucho antes de que las sospechas sobre los efectos de la globalización de la cultura se traduzcan en pensamiento crítico articulado, se pregunte por las posibilidades de atravesarlo. El itinerario es en ese sentido elocuente: Alÿs responde a la convocatoria a una intervención site-specific, con una obra deliberadamente non-site, o en todo caso time-specific, que se aparta de la tradición del sitio específico de los sesenta y espacializa el tiempo en el trayecto dilatado del viaje.6 Sobreactúa la ausencia, más bien, mediante un tour global que mima irónicamente el nomadismo turístico de los artistas en los circuitos internacionales, con una prescindencia que se traducirá muy pronto, durante la inauguración de la Bienal de Venecia de 2001, en delegación farsesca. Un pavo real, Mr. Peacock, se paseará por los Giardini en representación del artista (una postal anuncia que Alÿs estará representado por el pavo, The Ambassador), ausente con aviso en la feria de vanidades del epicentro del arte bienalizado.
Pero el teatro de operaciones de The Loop es más ambicioso y ambiguo. Alÿs no sólo burla el contrato institucional, invirtiendo todo el presupuesto asignado en un recorrido solitario de miles de kilómetros, sino que se somete a la experiencia vertiginosa de un viaje al ritmo del turismo de masas –dieciséis ciudades, en su mayoría exóticas, en veintinueve días–, en una suerte de «turismo exponencial», como él mismo llama a un juego que practica en los «Puntos Kodak» de las ciudades que visita, colándose en las fotos de los turistas para transportar su propia imagen exponencialmente a todas partes. The Loop es así un relato sintético de los efectos más inmediatamente visibles de la cultura mundializada, registrados en los breves mensajes que envía por correo electrónico y hacen las veces de diario virtual, convenientemente adaptado a la movilidad del viaje. Si Duchamp, a comienzos del siglo, se sorprendía con la chatura provinciana de Buenos Aires y la calidad de la manteca –«fantástica», «inhallable en Columbus Avenue»–,7 en el viaje vertiginoso de Alÿs todo, a primera vista, parece haber perdido las particularidades singulares. «Tijuana es un invento norteamericano», escribe, «Singapur no es más que un gran shopping center», y los mismos 7-ELEVENs y McDonald’s, las mismas minifaldas y salas de aeropuertos occidentalizados se repiten en Hong Kong, Shanghai o Anchorage.8 Pero promediando el recorrido, la experiencia se transforma. Los motivos originales del viaje se esfuman y, en el descalabro temporal y espacial, la «broma superficial arty» vira a «búsqueda sentimental de redención». Alÿs abandona la mímica farsesca del turista alienado y recupera la experiencia más genuina del viaje, cuando por detrás del esperanto del mundo globalizado empieza a percibir los signos intraducibles de las culturas locales. «A esta altura», escribe desde Shanghai, «tanto si viajo hacia el este o hacia el oeste, me llevaría una semana llegar a casa (homeland). A medida que me voy volviendo incapaz de interpretar los códigos locales, pierdo felizmente el conocimiento de mí mismo. A la noche, caigo rendido, vacío.» La desestabilización y el descentramiento voluntarios de The Loop liquidan la ilusión de que el mundo entero se ha vuelto familiar, reconocible y cercano, al tiempo que disuelven la identidad raigal del homeland, abandonada como un lastre en el puro presente del viaje. Si Duchamp en 1918 se retiraba de la escena del arte en un estudio de la remota Buenos Aires para sumergirse en sus experimentos ópticos, Alÿs extrema su propia forma de intervención –la acción/ ficción, el paseo– en un torbellino de movilidad que es una ironía sobre el turismo del viajar sin ver y la superficialidad mundana de la vida del artista globalizado, pero también una inmersión total en la experiencia del viaje como vaciamiento del yo y apertura a lo intraducible del Otro.9 El 5 de julio llega por fin a San Diego, a escasos metros de Tijuana, un «máximo esfuerzo para un mínimo resultado», condensación literal del gasto batailleanamente improductivo que para Alÿs define el viaje y el arte. Ese axioma, precisamente, inspira la performance colectiva con la que participará en la Bienal de Lima de 2002, Cuando la fe mueve montañas. Burlando una vez más la lógica racional de la representación cartográfica, conseguirá que quinientos paleadores voluntarios desplacen una duna de las afueras de Lima unos centímetros, cargando palas de arena durante una jornada de trabajo.10
También el viaje de Duchamp, curiosamente, acabó por convertirse en una travesía transoceánica, que extendió el recorrido anticipado del mapa en un loop imprevisto hacia el otro lado del Atlántico. En junio de 1919, Duchamp abandona Buenos Aires en el SS Highland Pride con destino a Southampton y El Havre. Después de casi un mes en altamar y tres días en Londres, llega a Francia tras cuatro años de ausencia y viaja directamente a Ruán a visitar a sus padres. La estadía en París es breve, apenas unos meses para rever a los amigos que han vuelto del campo de batalla. A fines de diciembre parte a Nueva York en el SS Touraine, pero poco antes de la travesía compra un souvenir del largo viaje para sus mecenas, los Arensberg. En una farmacia de la calle Blomet, elige una ampolla de suero de curvas graciosas y le pide al farmacéutico que tire el suero y vuelva a sellarla. Dentro de la ampolla transparente va el regalo que da título a la obra: Air de Paris. Como los Arensberg lo tienen todo, explicará después, les lleva cincuenta centímetros cúbicos de aire parisino. Es su último ready-made, una coda lúdica a la serie en la que se permite un juego de palabras (la pronunciación de air en francés juega con «arte» y «errancia»), una ironía sobre la nacionalidad y la identidad artística, pero sobre todo una muestra sintética de su arte móvil («Soy un respirador», dijo alguna vez para definirse como artista),11 capaz de atravesar fronteras con una mezcla evanescente de visualidad, pensamiento y palabra.
Tampoco el recorrido de Alÿs que empieza en Tijuana termina en San Diego, después del largo viaje. En dos obras todavía más ambiciosas, La línea verde (2004) y Bridge-Puente (2006), vuelve al blanco que había dejado en The Loop –el trecho mínimo del itinerario no recorrido–, para intentar convertir la ausencia en presencia y llevar la obra y el relato al espacio mismo de la línea divisoria. El teatro de operaciones en 2004 es una de las fronteras más álgidas en la historia del siglo XX, el límite imprecisable entre Israel y Jordania. Los viajes de varios días que los palestinos de Gaza deben emprender para llegar a Israel o Cisjordania, a una hora de camino de Gaza, guardan un parecido insidioso con el loop absurdo de Tijuana. «Para llegar a destino», cuenta la periodista israelí Amira Hass, «había que cruzar la frontera egipcia en Rafah (que seguía bajo el control de los israelíes), ir hasta El Cairo, tomar un avión hacia Ammán, en Jordania, para luego viajar en automóvil hasta el puesto fronterizo del Puente Allenby (también controlado por Israel), sobre el Jordán, y pasar a Cisjordania con papeles palestinos. Era cuestión de una semana y de algunos cientos de dólares.»12 Pero en Jerusalén Alÿs no sobrevuela las fronteras. Esta vez camina, chorreando una línea de pintura. Mientras Israel avanza en la construcción de un muro de separación con Jordania y reclama la recuperación total de la ciudad, vuelve con La línea verde (A veces hacer algo poético se vuelve político y a veces hacer algo político se vuelve poético) a la línea divisoria que Moshe Dayan dibujó con lápiz verde en un mapa después de la guerra de Independencia de Israel en 1948, y partió Jerusalén en dos durante el armisticio hasta 1967. Recupera así una obra suya de 1995, The Leak, en la que había recorrido las calles de San Pablo chorreando una línea de pintura azul, pero dibuja una línea verde esta vez, caminando por Jerusalén durante dos días a lo largo de un límite que ya no existe en la práctica, pero es el último acuerdo en una disputa territorial irresuelta, que sigue alimentando la violencia armada del enfrentamiento. Trasladando el gesto poético de la deriva paulista al epicentro del conflicto árabe-israelí, busca respuestas políticas a un nuevo repertorio de preguntas y llega a un nuevo axioma que da título a la obra:
¿Una intervención artística puede hacer surgir un modo inesperado de pensamiento, o crea más bien una sensación de «sinsentido» que muestra lo absurdo de una situación? ¿Puede un acto absurdo generar una transgresión que lleve a abandonar las presunciones comunes sobre las raíces de un conflicto? ¿Pueden esta clase de actos artísticos abrir una posibilidad de cambio? En todo caso, ¿cómo puede el arte seguir siendo políticamente significativo sin asumir un punto de vista doctrinario ni aspirar a convertirse en activismo social?
Por ahora, exploro el siguiente axioma:
A veces hacer algo poético se vuelve político
Y
A veces hacer algo político se vuelve poético.13
En el video que registra la caminata, Alÿs avanza a paso sostenido chorreando la línea verde con una lata de pintura perforada, siguiendo una demarcación abstracta que la historia política de la ciudad ha desplazado, amurallado o atravesado con topadoras durante años de enfrentamientos armados.14 Camina por avenidas y rutas, atraviesa barrios precarios, rodea controles militares, sube y baja cuestas, impasible ante el desconcierto de israelíes y palestinos, que lo ven pasar absorto en su tarea ridícula. Va dejando una línea irregular que se afina o se engrosa según el ritmo del paso y la textura del suelo, un dripping minimalista, obstinado, improvisadamente poético. La línea, no mucho más arbitraria que la de Dayan, invita a preguntarse borgianamente por la correspondencia entre la geografía real y la abstracción geométrica del mapa y, enseguida, por el sentido de una frontera cambiante y errátil, confusa desde sus orígenes. Porque ¿de quién es el espacio por el que pasa la línea que Alÿs vuelve a dibujar en la caminata? Y antes todavía, ¿de quién es el límite que separa dos espacios en el preciso lugar en que se reúnen? «Un lápiz grueso traza líneas de un grosor de tres a cuatro milímetros», razona Meron Benveniste en una historia de Jerusalén que Alÿs recupera en la muestra del Museo de Israel un año más tarde. «En la escala de 1/20000, esas líneas representan una banda de terreno de sesenta a ochenta metros de ancho. ¿A quién le correspondía “el grosor” de la línea?»15 Sin ningún enunciado político más allá del gesto, La línea verde habita esa línea ambigua de separación y contacto, mediando entre un lado y el otro con un relato. Porque más que el registro en video de la caminata, más que las entrevistas grabadas con palestinos, israelíes y británicos que improvisan un foro de discusión en la muestra, más que la línea misma que el viento, la lluvia y los pasos de otros habrán desdibujado muy pronto, el medio privilegiado de la obra es el relato. Una historia mínima, sencilla, poética como una de esas fábulas de Augusto Monterroso que Alÿs ha descubierto en México, abierta a la interpretación incierta de testigos y espectadores, que quiere infiltrarse en la historia oral local y propagarse como un rumor, un mito urbano: Un hombre alto y flaco, un extranjero, caminó por Jerusalén chorreando una línea verde con una lata perforada de pintura. El relato se apropia del blanco de la frontera y lo habita con la ambigüedad de las metáforas, último refugio inmaterial de una línea que alguien trazó en un mapa. «Aquello que el mapa corta el relato lo atraviesa», escribe Michel de Certeau en unas páginas esperanzadas sobre el poder del relato de atravesar fronteras, como un teatro miniaturizado de operaciones prácticas.16 El espacio que elige Alÿs es inmoderadamente político pero la caminata-relato elude el enunciado: el gesto ambiguo puede entenderse como una invitación a la negociación pacífica de un límite o como un llamado de atención sobre la naturaleza arbitraria, fatalmente efímera de cualquier frontera.17 Sólo dice: Atiendan. He aquí una línea verde. ¿Qué une? ¿Qué separa?
Dos años más tarde, el relato es todavía más sencillo, inspirado en otra frontera candente y un límite indecidible. Aunque la legislación migratoria de los Estados Unidos establece claramente que las patrullas fronterizas deben deportar a los balseros cubanos arrestados en el mar, pero se les permite permanecer y tramitar la residencia si se los arresta en tierra, a principios de 2006 el caso de unos migrantes detenidos en un puente abandonado de los cayos de Florida abrió el debate sobre la legislación aplicable. La paradoja inspira Bridge-Puente (2006), una obra colectiva en la que la cualidad poética del relato es todavía más inseparable de su vocación política. Basta ver las fotos y videos que registran el «milagro profano» que hizo posible que ciudadanos estadounidenses y cubanos «caminaran» sobre las aguas que separan los dos países. Una línea serpenteante de barquitos de colores se extiende sobre las aguas turquesas del Caribe hasta perderse de vista en la línea del horizonte. Para la «construcción» del «puente», Alÿs alistó una flota de unos 150 barcos de pesca en Santa Fe, La Habana, y en Cayo Hueso, Florida, y pidió a sus dueños que los dispusieran uno junto a otro formando una línea en dirección a la otra ciudad, para que luego pescadores de ambos puertos caminaran de un barco a otro hasta llegar al último. La línea poéticamente abierta entre los dos países pero irrealizable en su extensión completa y políticamente inviable condensa bien la fragilidad asumida de la empresa (mucho menos exitosa, dicho sea de paso, en Cayo Hueso que en La Habana), relato espacial fantástico más que utopía de la realpolitik, cifrado en las dos palabras homónimas del título, BridgePuente, que el guión une y separa en una distancia lingüística (y luego cultural y política) en algún punto insalvable. Alÿs desafía las definiciones convencionales de frontera mediante la «construcción» colectiva de un puente, efímero pero perdurable en un relato que dice: Cubanos y americanos caminamos sobre el agua que nos separa. ¿De quién es este puente flotante? Durante un tiempo fugaz, dos pueblos enfrentados «caminaron sobre el agua» (la literalidad del milagro es crucial) hasta acercarse, ajenos al enfrentamiento que separa los Estados.
Pero es quizás en una obra más reciente, Watercolor (Acuarela, 2010), donde la palabra literal del mapa se presta con mayor economía y eficacia a la ambigüedad del arte, en un relato que podría cerrar provisoriamente el loop que se abrió en Tijuana. En un brevísimo video (1,19 min), Alÿs realiza una acción igualmente absurda que explica la «Acuarela» del título. Una cámara fija lo registra mientras entra a cuadro en una playa de Trabisonda, Turquía, y junta agua del Mar Negro en un balde, y luego ocho días más tarde, mientras la arroja con el mismo balde en las aguas del Mar Rojo, en una playa de Aqaba, Jordania. En Acuarela, a diferencia de otras acciones/ficciones, sólo deja que hablen los nombres del mapa, que el Mar Negro y el Mar Rojo compongan por él la acuarela imaginaria, con ecos imprecisables del confuso Medio-Oriente. Del viaje de un mar a otro esta vez no dice nada.