7. POLITICA DE MASAS Y CAPITALISMO

Desde cualquier ángulo que se le vea, Cárdenas es una criatura de la Revolución Mexicana, ideológica y políticamente. La idea central de su concepción en torno de la vida social lo es la idea del progreso de México, convertida muchas veces en una reducción pragmática del progreso como progreso material. Para Cárdenas el desarrollo de México no se daba ni como desarrollo capitalista ni como desarrollo socialista en el sentido marxista. La Revolución perseguía la construcción de una sociedad igualitaria, pero no debía desembocar en una organización comunista de la economía y de la política. Ni capitalismo ni comunismo: tal era la aspiración revolucionaria. Como revolucionario mexicano de buena cepa, jamás reparó en aclararse qué más, aparte de capitalismo o comunismo, podía resultar de la Revolución, pero en los hechos condujo su política como si el régimen de la Revolución pudiera contener tanto al capitalismo como al comunismo, es decir, como si fuera una síntesis de ambos.

Aceptada la sociedad mexicana como una sociedad dividida en clases, para Cárdenas el dilema revolucionario parecía planteársele como la necesidad de hacer convivir a todas esas clases en un proyecto común que resumía el ideario de la Revolución. El antiguo régimen se había caracterizado por ser un sistema político dedicado por entero a la promoción y a la protección de los intereses de una sola clase, la capitalista; era un régimen de privilegio. La Revolución, en cambio, buscaba la instauración de una sociedad en que las clases sociales no iban a desaparecer, pero en la que cada clase, obedeciendo al supremo objetivo de lograr el progreso material de México, tendría un lugar y una función que garantizaría y protegería el Estado revolucionario. El rechazo del aut-aut (o capitalismo o comunismo) se resolvía en un sistema de armonía y de conciliación de las clases sociales. Como era usual en la época de la lucha armada, el divisionario de Jiquilpan no se paraba a pensar en que las clases se dividían en explotadores y explotados y que conservarlas implicaba conservar el binomio mismo de explotadores y explotados, en que a la larga los que perdían eran los explotados; para él, la situación de los explotados se remediaba con una adecuada protección política y jurídica. Sencillamente las contradicciones sociales podían y debían ser controladas por el Estado, de modo que, siendo el abanderado de las masas trabajadoras, el propio Estado adoptaba como tarea esencial la protección de los intereses de aquéllas sin permitirles hacerse justicia por su propia mano y eliminar a sus explotadores. Evidentemente, Cárdenas consideraba que aunque la lucha de clases existía, ésta, para bien del país, no debía desembocar en la liquidación de uno de los contendientes. Y, ¿por qué para bien del país? Simplemente porque la lucha sin freno era para él sinónimo de anarquía y, además —y esto era decisivo—, porque consideraba que la clase capitalista era necesaria para el progreso de México.

Para Cárdenas el verdadero comunismo no podía existir, por muy justo que se le considerara. El verdadero comunismo era una asociación sin superiores ni inferiores, sin poder, realmente igualitario. Lo que el marxismo pregonaba no era sino un régimen en el que, es cierto, la propiedad privada sobre los medios de producción social desaparecía, pero en su lugar quedaba un Estado dueño de hombres y de haciendas, una sujeción inapelable del hombre y su esfuerzo a una potencia satánica e inhumana que un revolucionario mexicano no podía aceptar de ningún modo. El igualitarismo comunista (y la Rusia stalinista parecía dar la prueba más contundente) implicaba la esclavización de todos los hombres, como precio que había que pagar por la desaparición de las clases. Por lo demás, no estaba probado que un régimen semejante garantizara el progreso de una nación. En términos de pura eficacia productiva, la clase capitalista, debidamente controlada y dirigida, bien podía asegurar un funcionamiento adecuado del aparato económico del país: todo dependía del papel que el Estado se decidiera a desempeñar. México, por tanto, podía renunciar al capitalismo sin renunciar a la clase capitalista. El capitalismo al que se renunciaba, por supuesto, era ese tipo de economía que se cifraba en el privilegio de los poseedores de la riqueza, en la sujeción sin límites de la sociedad y de su Estado a los intereses de unos cuantos, que el porfirismo había personificado tan elocuentemente. ¿Qué sucedía al capitalismo? Una expresión lo resumía con toda satisfacción: la economía mixta, ni capitalista ni comunista, con los capitalistas, pero también con el Estado, dueño de su propio aparato económico y con su régimen tutelar de los derechos de los trabajadores, como condición de la existencia de los capitalistas; y entre los capitalistas y el Estado o, si se prefiere, junto a ellos, todas y cada una de las restantes clases sociales con intereses propios pero colaborando en la obra común. Ahora bien, de todos estos elementos o factores sociales el Estado venía a ser el rector, el director de la actividad común, la potencia que constituía a aquellos sectores, que los asociaba y les daba vida en razón de una sola empresa que todos debían tomar como propia, la encarnación del interés de todos. De tal suerte, Cárdenas venía a rematar en los hechos la línea autoritaria de Carranza y del Constituyente de Querétaro: la erección del Estado en el verdadero mortero de la conciliación social, el Leviatán que acababa devorando a la sociedad entera.

Todo aquello que pudiera fundarse como un interés exclusivo de un solo grupo social, resultaba secundario. Para la Revolución no había más que intereses generales; tal venía a ser la raíz del autoritarismo y a través de ella se filtró la conservación de los antagonismos sociales y de su fuente, la propiedad privada, que dejaba de ser interés de unos cuantos para convertirse en un interés general. “Es fundamental —estimaba el presidente michoacano al tomar posesión de su cargo— ver el problema económico en su integridad y advertir las conexiones que ligan cada una de sus partes con las demás. Sólo el Estado tiene un interés general, y, por eso, sólo él tiene una visión de conjunto. La intervención del Estado ha de ser cada vez mayor, cada vez más frecuente y cada vez más a fondo”.171 El Estado no podía reconocer intereses particulares, pues ello equivalía a atarse las manos, a no actuar sus propósitos, en realidad a no gobernar: “…no se gobierna en interés de una sola clase, sino que se tienen presentes los derechos de todas ellas en la medida que la ley los reconoce”.172 El Estado se volvía la palanca del progreso, pero el requisito para ello era declarar que ningún elemento de la vida social podía quedar fuera de su alcance, al margen de su acción. En este sentido todos los intereses particulares perdían su privacidad y se hacían partes dependientes de un todo en el que cada uno tenía una tarea especial que cumplir: “La Revolución no ha establecido un régimen absolutista, dictatorial y totalitario que implique la esclavitud servil de las entidades privadas que la componen. La Constitución reconoce la libertad individual y garantiza su ejercicio productivo mediante el trabajo; respeta la libertad de creencias, la asociación pacífica y las actividades comerciales e industriales; pero lo mismo que todo Estado moderno, no asume la posición de simple observador pasivo ante la desleal lucha de los intereses privados”.173

Los intereses privados no desaparecían, pero dejaban de ser el sancta sanctorum de la sociedad; en adelante serían intereses privados “de carácter público”, sujetos a las necesidades del progreso del país. Si se les dejaba vivir era sólo para que colaboraran a la solución de esas necesidades, junto con el gobierno y con los demás elementos sociales: “…no solamente uno de los dos factores que concurren a la producción debe actuar con orden; hay que disciplinar a las dos partes y esto sólo puede hacerlo el Estado. Sumando los esfuerzos de todos los sectores que pueblan nuestro territorio, tendremos como resultado en los periodos venideros inmediatos, un más intenso aprovechamiento de sus recursos y un mayor desenvolvimiento de nuestras facultades y posibilidades en todos los órdenes”.174 Que la Revolución reconociera que los capitalistas podían colaborar al progreso de México era un principio aceptado desde la época de la lucha armada; formaba parte del ideario revolucionario. Cárdenas decía a un grupo patronal en mayo de 1939: “Invito a ustedes, cordialmente, a cooperar en la obra de construcción nacional. Considero muy apreciable su cooperación; estimo en lo que valen sus conocimientos, experiencia y espíritu de empresa; conceptúo a ustedes factores prominentes de progreso y propulsores de la cultura patria. Una vez más me complazco en manifestarles que los industriales que hacen escuela de acatamiento a la Ley, de buena voluntad, de comprensión y patriotismo, tienen de parte del Gobierno, completas y estimuladoras garantías para sus inversiones”.175 Y al rendir su informe el lo. de septiembre de ese año, el presidente afirmaba: “El Gobierno de la Revolución no desconoce la importancia de la ayuda que puede prestarle la inversión privada, y juzga que su actuación no es incompatible con la del Gobierno si se adapta a las exigencias de su programa de cuyos benéficos resultados a la postre disfrutará también”.176

Claro está que esa participación de los empresarios como factores de progreso en la vida material de la nación hacía legítimo el provecho propio de cada uno de ellos en lo particular. Esta era la razón de su actividad y en modo alguno podía pretenderse de ellos un altruismo que estaba en las antípodas de su manera de ser y de actuar. Pero es que eso mismo coincidía con el progreso del país: “…no hay patriotismo más grande —observaba Cárdenas— que aquel que asegura con el bienestar propio, la paz social de la colectividad”.177 Eso era, entre otras cosas, lo que la Revolución deseaba: “Todo mundo está dedicado a sus labores y no piensa más que en mejorar sus propias condiciones de vida impulsando a la vez la economía nacional”.178 Sólo que si la empresa privada quería progresar en lo particular, procurando con ello el progreso de México, debía atenerse a dos condiciones básicas: una, que quien dirigía la actividad económica era el Estado y debía someterse a él; la otra, que el Estado estaba comprometido a imponer la paz social y para ello debía realizar el programa de reformas sociales de la Revolución, acaso con cierto sacrificio momentáneo de algunos intereses privados.

En relación con lo primero, Cárdenas hacía notar que “…no se explicaría jamás que un régimen cuya dinámica tiene por norte la realización de un programa de transformación de las condiciones económicas y sociales, consintiera en que las empresas privadas, que deben ser sujetas a la aplicación de las leyes, adquirieran capacidad suficiente para sustraerse a esas mismas leyes”.179 Y en otra ocasión afirmaba: “No es deseo del Gobierno que empresario alguno renuncie a sus derechos y entregue los elementos de producción que posee. Pero debe considerarse que, si bien esos elementos se encuentran bajo el dominio de personas determinadas, que los administran para su provecho, en un sentido amplio y general, las fábricas, la propiedad inmueble, incluso el capital bancario, integran el cuerpo de la Economía Nacional; y el interés social se lesiona cuando los propietarios se abstienen de ejercer correctamente sus funciones, escudados en un concepto anacrónico de la propiedad”.180

La segunda condición estaba íntimamente ligada a la primera y en cierto sentido resultaba crucial para la existencia no sólo del’ poder revolucionario sino hasta de los intereses privados y de la posibilidad del progreso como lo entendían los exponentes de la Revolución. Desde luego que eran razones morales las que impulsaban la realización del programa de reformas sociales; pero no sólo. La Revolución misma había sido un levantamiento popular en contra de un régimen cuya injusticia brotaba de un individualismo exacerbado. Para extirpar el mal debía, ante todo, someter a determinados límites la iniciativa y la libertad de los privados: “Si una parte de las fuerzas productivas del país —hacía notar el divisionario michoacano— se retrae y no participa u opone resistencia a esta grande empresa nacional; si para algunos elementos no existe otra mira ni propósito que obtener de sus inversiones el máximo de utilidades para beneficio propio exclusivamente, no sería concebible que la Revolución nacida de una protesta del país entero en contra de un sistema económico estrictamente individualista y utilitario, y habiendo mantenido este espíritu durante veintiocho años, detuviera su marcha ante la consideración de que sus actos pudieran provocar momentáneos trastornos, contribución insignificante cuando se trata de alcanzar una organización económica que, descansando sobre bases humanas y de justicia, provoque permanente bienestar y un robustecimiento sano y fecundo de la explotación de los recursos del país”.181 Si la colaboración de los empresarios se podía precisar en algún sentido, éste no podía ser sino el de la aceptación incondicional de las reformas sociales que el gobierno de la Revolución estaba urgido de realizar: “…esa colaboración debe consistir en una actitud comprensiva, limpia de segundos fines del proceso evolutivo que se opera, por imperativo histórico, en las condiciones económicas y sociales de nuestro país; en una acción que concurra con la del Poder Público, encaminada a resolver el máximo problema que tiene ante sí: redimir de la miseria en que viven, a las grandes masas de trabajadores, colocándolas además en condiciones de civilización y cultura; en obrar con verdadero patriotismo y con interés sincero de contribuir al desarrollo de la economía en beneficio de todos los que contribuyen a la producción”.182

Cárdenas dedicó buena parte de sus esfuerzos a convencer a los empresarios de que las reformas sociales eran la única base seria para estabilizar política y económicamente al país. En otras condiciones tal vez el desarrollo de México no habría exigido un paso de esta naturaleza; pero su punto de vista, acertado por lo demás, fue que la situación se había vuelto de tal manera urgente que no había más remedio que buscar una salida lo más pronto posible. “La política del Gobierno —decía—, está dirigida a mantener el equilibrio entre los factores que intervienen en la producción, que son el trabajo y el capital. Para que su equilibrio sea estable, es necesario que repose en una ancha base de justicia social y en un elevado espíritu de equidad que presida las relaciones obrero-patronales”. 183

Pero bien miradas las cosas hay que decir que Cárdenas estaba muy lejos de pensar que la realización de las reformas implicara un verdadero sacrificio; más bien estaba convencido de que en cuanto se pusieran en acto se desencadenarían como un torrente incontenible los impulsos renovadores de la nación. Si el comercio y la industria no se desarrollaban, si la agricultura permanecía en un crónico estancamiento, era porque el pueblo no podía participar en esas actividades; la pobreza del país era generada por el atraso de las masas populares; había que redistribuir la riqueza para que ésta pudiera aumentar. Como los viejos revolucionarios, el dirigente michoacano se aferraba al principio de que si hay quien compre la economía progresa, y se estaca o se hunde cuando faltan compradores. “En representación de los intereses superiores del pueblo —decía en su citado informe de 1939—, el Gobierno ostenta como esencial contenido de su programa, un propósito inequívoco de mejoramiento económico y social de las masas. Su marcha se ha ajustado fielmente a los principios señalados por la Revolución y su máximo esfuerzo ha sido dedicado a completar la distribución de las tierras, y a promover y facilitar la organización de los trabajadores del campo y de la ciudad a fin de que, mejor capacitados para la defensa de sus derechos, estén en condiciones de elevar su nivel de vida. Persiguiendo dichos objetivos, el actual Gobierno ha tenido presente que los recursos del país no deben constituir reservas especiales en provecho de intereses personales, nacionales o extranjeros, sino ser explotados en beneficio de la colectividad. La lucha por alcanzar tales fines ha ocasionado desajustes que tenemos que considerar como pasajeros, ya que al lograr una mejor distribución de las riquezas se obtendrá un rendimiento más fecundo de la producción”.184

En un importantísimo discurso pronunciado en Chilpancingo el 20 de febrero de 1940, Cárdenas hacía un balance de lo que las reformas sociales habían dejado de provechoso para la economía mexicana: “Las reformas que se han emprendido —afirmaba— obedecen a la necesidad imperativa de remediar el atraso técnico, industrial y agrícola, y adaptarse a los requerimientos de la maquinaria moderna, de las nuevas formas de racionalización del trabajo, de los transportes y de la coordinación industrial. Los esfuerzos para mantener el valor de la moneda, elevar el salario y contener el alza de los precios, procuran en lo esencial asegurar la vida misma de los trabajadores, sus recursos de alimentación, vestidos y vivienda, sin lo cual no pueden operarse mejores rendimientos de trabajo ni la rehabilitación material y moral de la mayoría de la población. Todo esto no puede llamarse doctrina intolerante o destructora. La transformación de los sistemas de propiedad por medios legales, no es obra de desquiciamiento, sino de adaptación a los cambios de vida social y de técnica de la producción. Y si esto se hace de acuerdo con las necesidades peculiares del país, y afianzando las conquistas ganadas por la Revolución, no se hace con ello obra de destrucción, sino, por el contrario, se evitan para lo futuro los desequilibrios que producen inquietud popular, descontento, ansias de rebelión y lucha permanente entre las clases separadas por la desigualdad injusta. Y muy al contrario de que en nuestras tendencias se encuentre la más leve intención de olvidar los sentimientos de Patria y de solidaridad nacional y racial, esto es precisamente la base de nuestro programa, nuestra bandera y el motivo de nuestra devoción entusiasta. Tratar de obtener hasta donde sea humanamente posible la mejoría de nuestras clases obreras y campesinas, que han sufrido las consecuencias de largos años de miseria y opresión, es hacer patria para todos los mexicanos; es fortificar los lazos de solidaridad nacional y elevar las condiciones de la raza. Y para ello no es necesario ampararse con ideologías ni con banderas de otros países, sino más bien apegarse más hondamente y con más sentido de justicia, de igualdad y de libertad, a la propia tierra, y a las necesidades vivientes de nuestra realidad mexicana”.185 Tal vez en este tiempo nadie, ni el propio Cárdenas, pudo imaginarse con cuanta profundidad habían actuado las reformas sociales en la pacificación de las contradicciones sociales que habían venido acumulándose desde que la lucha armada había terminado. Habían de pasar casi treinta años para que el gobierno de la Revolución volviera a sentir la necesidad de dar un nuevo impulso a las reformas sociales. Por lo pronto, Cárdenas había comprobado que eran un arma poderosísima para remover los obstáculos que se oponían al desarrollo del país: “…las reformas sociales fruto de la Revolución… han cristalizado en nuestras leyes y …han dado la tierra al campesino, han preparado al obrero para defenderse de la explotación indebida del capital y han recuperado para el pueblo de México las riquezas del subsuelo…”186

Al principio casi nadie lo quería creer, pero las reformas fueron también un estupendo negocio para los empresarios. Y no hubo que esperar mucho para que así fueran. Como recuerda Townsend, ya para fines de 1936, “…hasta los capitalistas principiaron a demostrar aprecio por el general Cárdenas. Llegaron a la conclusión de que era más lo que les ayudaba el Gobierno que lo que estorbaba con su política obrerista. Cuando el movimiento huelguístico llegó al cenit y la gente de la ciudad de México, especialmente la colonia norteamericana, decía que iba a arruinar al país, resultó interesante conocer la declaración que el gerente general de una gran empresa siderúrgica hizo a un amigo: “No obstante la inestable situación obrera, éste ha sido nuestro mejor año de negocios”.187 Y esto era apenas el comienzo; muchos buenos años estaban todavía por venir. El enorme programa de obras públicas puesto en marcha por el gobierno cardenista procuró trabajo a una gran masa de mexicanos, muchos de ellos expulsados de los Estados Unidos; hizo necesario el empleo de máquinas, de herramientas y materiales que comenzaron a producirse en el país. Las fábricas trabajaban a toda su capacidad. Fueron modificados los aranceles a fin de aumentar los impuestos a las importaciones y a las exportaciones. El tipo de cambio fue devaluado. El gasto deficitario fue usado para promover la demanda efectiva, sobre todo en las ciudades. La época del “crecimiento sostenido” había comenzado.188 Como señala con acierto Vernon, para fines de la década de 1930 la economía mexicana había adquirido ya sólidamente la estructura bisectorial que la iba a caracterizar en adelante, con un sector público atendiendo como asunto preferente los servicios públicos básicos y la ampliación de la infraestructura, y un sector privado encargado del grueso de la industria y de la agricultura de exportación; incluso comenzaba ya a darse esa forma de asistencia típica a la economía por parte del Estado que consiste en abrir empresas donde el capital privado se muestra reacio o timorato; se daba también ya el sistema estatal de apoyo financiero a la empresa privada que iba a fundamentar el mismo acuerdo político y económico entre ambos sectores.189 Aunque no se reconociera, el Estado era ya al terminar el periodo cardenista un potente sistema económico puesto al servicio del desarrollo capitalista de México, con la empresa privada como la base de ese desarrollo y con el Estado desbrozándole el camino e interviniendo oportunamente para corregir sus desviaciones.

Por supuesto que Cárdenas no se anduvo con contemplaciones para someter a los empresarios a la política de su gobierno cuando tuvo que lanzar a las masas a la movilización para realizar el programa de reformas sociales. En este sentido se mantuvo firme aun en contra de los mismos revolucionarios temerosos de las masas. En ocasión de su informe de 1937, cuando las movilizaciones tocaban su punto más alto, Cárdenas clamaba amenazadoramente: “…a pesar de los deseos del Gobierno y de los nobles anhelos del pueblo, se dejan sentir [actividades y factores] en forma de insidiosa labor y de descontento contra las conquistas populares, traduciéndose en sordos rumores que inquietan a las masas de trabajadores por anunciar agitaciones en proyecto; o porque se exteriorizan en murmuraciones demagógicas de que se falsean las instituciones, de que el régimen social se derrumbará hasta el caos si no se pone coto y valladar a las actividades de las masas que demandan la tierra, o de las que piden un justo mejoramiento del exiguo salario, o de las que luchan por la renovación del taller o la reapertura de la fábrica que se mantiene en estado estacionario o clausura en ímpetus de venganza y de irreflexión. A estos emboscados insidiosos debemos recordarles que la Nación necesita ver realizados de una vez los más trascendentales postulados de la Revolución, cumplidos satisfactoriamente los mandatos de la Ley del país y creados y robustecidos los organismos adecuados para que la paz sea una realidad orgánica y la prosperidad de las colectividades laborantes, entidad palpable que les permita disciplinarse y depurarse. Mientras esto no suceda, tendremos enfrente un estado de inquietud permanente. Y queremos declarar una vez más que el pueblo desea el imperio de la democracia si se le coloca en condiciones de igualdad social y económica, con los que ambicionan suplantarlo en el poder a base de tradiciones y privilegios consagrados a los que llaman pomposamente ‘garantías y orden’ … mientras el pueblo mismo no las desapruebe con la falta de asistencia, la política y actividades que el Gobierno ha emprendido para su mejoramiento, seguiremos adelante con firmeza y sin temor a la insidia y la mala fe de que hacen gala los oportunistas defensores de una Nación a la que juzgan ultrajada, aunque sensiblemente la vean progresar”.190

Ciertamente Cárdenas no podía pretender que un patrono viera con indiferencia o con tranquilidad la ola de huelgas que se multiplicaban por todas partes. Es verdad que él siempre aseguraba que en ningún momento habría de dejar que los obreros se extralimitaran en sus demandas. “Cuando rebasan el marco de la ley y de la capacidad económica de los patrones —decía—, entonces se consideran perjudiciales los movimientos de huelga”.191 Pero acostumbrados a medrar con la tradicional indefensión de los trabajadores, los empresarios fueron presa del pánico. Muchos buscaron en el paro de sus negociaciones una respuesta a la política del gobierno; mas éste les respondió expropiándolos y entregando las fábricas a los trabajadores. “El negocio no está en la producción —afirmaba el presidente—, sino en el mercado, en la demanda de bienes y de servicios. Si bancos e industrias existen, es porque el mercado permite lucrar. Una abstención, un boycot patronal, cualquiera que fuese su magnitud, reclamarían la intervención del Estado, por vías perfectamente legales, para impedir que la vida económica se perturbara. Y lo más que podría acontecer sería que determinadas ramas salieran del interés privado para convertirse en servicios sociales”.192 Cuando los patronos vieron que el paro no era una salida, su recurso se limitó a implorar la intervención del Estado en atención a la alarma que las huelgas producían en el país. Cárdenas exigió implacable que los empresarios aceptaran satisfacer las demandas de los trabajadores, en la medida, claro está, de sus posibilidades. “Es cierto —observaba— que las agitaciones y las huelgas son molestas y causan alarma en el país; pero no puede esperarse que el Poder Público, dentro de sus facultades, contribuya a temperarlas, mientras no tenga pruebas suficientes de que el sector patronal se apreste a respetar la ley”.193

Muchos patronos debieron pensar que el presidente Cárdenas no era sino uno más de aquellos gobernantes prepotentes y atrabiliarios que la Revolución había dado por racimos y que lo único que estaba procurando era que la violencia se impusiera definitivamente como norma de gobierno. Es verdad que Cárdenas estaba enteramente dispuesto a aplicar la violencia contra cualquiera que se opusiera en el camino de las transformaciones que estaba llevando a término. Pero estaba convencido que sus reformas eran, justamente, el mejor remedio contra la que consideraba la peor de las violencias: la violencia revolucionaria de las masas. Desde este punto de vista, era su propia experiencia la que hablaba. “Es cierto —les decía a los patronos— que un movimiento de violencia que desquiciara el orden establecido, sería funesto. Precisamente porque conozco, como revolucionario, en qué circunstancias se incuban las explosiones del sentimiento popular, recomiendo que la clase patronal cumpla de buena fe con la ley, cese de intervenir en la organización sindical de los trabajadores, y dé a éstos el bienestar económico a que tienen derecho dentro de las máximas posibilidades de las empresas; porque la opresión, la tiranía industrial, las necesidades insatisfechas y las rebeldías mal encauzadas, son los explosivos que en un momento dado podrían determinar la perturbación violenta tan temida por ustedes”.194

Empero, después de realizada la expropiación petrolera, Cárdenas sintió que había que aflojar las riendas. Se había avanzado lo suficiente como para consolidar económica y políticamente al régimen y las reformas se habían vuelto en lo esencial un fenómeno irreversible. Apenas tres días después de la expropiación, Cárdenas hizo público un documento, contra “la tarea de desorientación que ciertos grupos realizan en el país”, en el que entre otras aclaraciones, pone en paz los ánimos de los empresarios manifestando, a propósito de la expropiación petrolera: “…por las condiciones peculiares del caso en que se agotaron todas las medidas de conciliación, el Ejecutivo de mi cargo se vio en la imperiosa necesidad de decretar la expropiación aludida como una medida totalmente excepcional, y, por lo tanto no se extenderá a las demás actividades del país, las que el Gobierno ve con simpatía y considera necesarias para el desenvolvimiento nacional… En consecuencia, las medidas que el Gobierno irá tomando gradualmente con relación al decreto de expropiación de los bienes de las compañías petroleras serán aquellas relacionadas íntimamente con la explotación, administración y venta de los productos del petróleo. Por lo tanto ningunas otras disposiciones van a dictarse que puedan afectar la confianza del país sobre otros negocios, sobre la propiedad, sobre los depósitos, sobre los valores, y demás inversiones, que el Gobierno está dispuesto a proteger conforme las leyes respectivas… El Gobierno empleará igualmente los medios necesarios para proteger y alentar las inversiones en valores mobiliarios, en el mejoramiento urbano, así como aquellas de otro orden que signifiquen un desarrollo económico para el país o un beneficio de carácter social”.195

En nombre de los “intereses generales”, que sólo el Estado encarnaba y que inopinadamente venían a favorecer por completo a los empresarios, comenzó a frenarse el proceso de reformas sociales. Las agitaciones se paralizaron, se impuso un alto a la movilización de las masas, empezó un periodo de normalización que todavía hoy no tiene término; se había dado a las masas lo que les correspondía. Como dijo el diputado Martínez Sicilia, en contestación al último informe presidencial de Cárdenas: “…así como la prohibición de toda lucha de clases es absurda, contraria a la realidad y provocadora de miseria e injusticia, un estado de permanente y sistemática agitación, revela carencia de sentido de responsabilidad, y determina la adopción de medidas enérgicas, para la conservación de la tranquilidad, de la estabilidad del régimen y de la normalidad social; pues es indiscutible que… por encima de los intereses de los grupos económicamente diferenciales, se encuentran los más altos intereses de la colectividad y de la Patria”.196 Nuevamente les tocaba perder a las masas. Y como era ya típico en la joven historia de la Revolución Mexicana, los que parecía que habían perdido la batalla, los privilegiados, resurgían al final del camino como los auténticos triunfadores.

Si Cárdenas se hubiera limitado a esta constante esgrima política con los empresarios mexicanos, acaso su intento de disciplinarlos y de plegarlos a la dirección del Estado se hubiera visto limitado o incluso habría fracasado por completo. Pero aquí volvió a imponerse su genio estratégico, por la vía que le permitió en todo momento fortalecer el poder del Estado y consolidar la institucionalidad revolucionaria: la organización. Sólo que esta vez el material humano era diferente y no se podía permitir que los hechos desarrollaran desde el principio su juego espontáneo. En una sociedad anárquica y deshilvanada la unión de todos los sectores sociales era un remedio contra el desorden y el egoísmo. También los empresarios precisaban de la organización. Hasta entonces casi no existían como una verdadera clase social y su tendencia natural era también el desorden; tal vez por eso habían sido hasta ahí presa de la arbitrariedad estatal y el Estado se había visto privado de su poderoso concurso para llevar adelante la reconstrucción de México. Había que organizarlos. Pero como eran más fuertes que los demás sectores sociales, el Estado debía intervenir más de cerca en la mecánica de su organización, de suerte que no pudieran escapar a su control y vigilancia. Cárdenas declaró como asunto de interés público la organización patronal y, sobre esa base, primero estableció como obligatoria e indispensable la organización y a renglón seguido le hizo acatar sus funciones como asunto de eminente responsabilidad política. Era demasiado importante, se dijo, como para dejarla en manos de privados. La organización obrera podía quedar a cargo de los propios obreros; pero visto que los patronos eran los dueños de los medios de producción y su actividad como agentes económicos era vital para la vida de la nación, el Estado no podía permitir de ninguna manera que ellos se comportaran como les viniera en gana. Debían unirse para que no actuaran anárquicamente, pero debían hacerlo en estrecha ligazón con el Estado.

Sólo seis meses después de que tuviera su primera rendición de cuentas con la clase empresarial, a raíz del conflicto suscitado por la huelga de los trabajadores de La Vidriera de Monterrey, Cárdenas produjo el 18 de agosto de 1936 un decreto ley que se denominó Ley de Cámaras de Comercio e Industria y que sustituía, por obsoleta, a la Ley de Cámaras de Comercio de 1908.197 En su artículo primero la Ley define a las cámaras de comercio e industria como “instituciones autónomas de carácter público y con personalidad jurídica, integradas por comerciantes e industriales residentes en la República”. En el primer punto de la Exposición de Motivos se aclara que, “entre los dos extremos: ‘Institución Pública’ o ‘Institución Privada’, se adoptó la denominación de ‘carácter público’, a efecto de ahuyentar el temor de que las Cámaras se convirtieran en organismos gubernamentales, pero sin dejar, como en leyes anteriores, a las mismas Cámaras, abandonadas a la iniciativa privada”. El artículo 4o. impone como objetivos de las cámaras: representar los intereses generales del comercio y de la industria, fomentar su desarrollo, coadyuvar a la defensa de los intereses particulares de sus asociados y, lo que resultaba decisivo, “ser órgano de colaboración del Estado para la satisfacción de las necesidades relacionadas con la industria y el comercio nacionales”.

Cada una de las cámaras agruparía a los comerciantes e industriales de una región o rama económica determinadas; el conjunto de ellas integraría la Confederación Nacional de Cámaras de Comercio e Industria. Cada cámara tendría un órgano ejecutivo, el consejo directivo, entre cuyas funciones se comprendían las siguientes: estudiar anualmente el problema económico de cada región y proponer a la Secretaría de la Economía Nacional las medidas que estimara convenientes para el mejoramiento de las actividades comerciales e industriales; formar estadísticas anuales del movimiento comercial e industrial de su jurisdicción; recopilar los datos de las actividades que dentro de su jurisdicción constituyeran o tendieran a constituir un monopolio y enviarlos a la Secretaría de la Economía Nacional; propugnar porque se perfeccionara la técnica industrial y comercial en general y especialmente por lo que tocaba a artículos tipificados que tuviesen demanda en el exterior; establecer relaciones directas con los mercados de consumo, principalmente extranjeros; organizar exportaciones en común, evitando la competencia perjudicial entre los productores y comerciantes nacionales; restringir las importaciones que compitieran con productos nacionales (artículo 18). La Confederación, por su parte, tenía también un consejo directivo que aparte de las funciones requeridas respecto de los consejos de las cámaras, tenía entre otras las siguientes: mantener las relaciones necesarias a los objetos de su instituto con los poderes de la República; editar publicaciones periódicas relacionadas con las actividades comerciales e industriales del país; fomentar por todos los medios, de acuerdo con la Secretaría de Economía, las exportaciones de productos nacionales (artículo 25). El artículo 30 establece: “La Secretaría de la Economía Nacional tiene facultad de hacer sugestiones a las Cámaras de Comercio y a la Confederación y solicitar la colaboración de las mismas, cuando, a su juicio, lo requieran las necesidades económicas del país, o alguna región del mismo. Igualmente podrá designar representantes en el seno de dichos organismos, cuando lo estimare conveniente; quienes tendrán las facultades que, de acuerdo con las leyes, sean necesarias a juicio de la misma Secretaría”.

El artículo 38 señalaba las bases que debían establecer los estatutos de las cámaras y de la Confederación. Los artículos 37 y 40 imponían la aprobación de los estatutos por la Secretaría de Economía, hecho lo cual se volvían obligatorios para las organizaciones patronales; al respecto, el último de tales artículos ordenaba: “Cuando el proyecto de Estatutos que reciba la Secretaría de la Economía Nacional no esté de acuerdo con las disposiciones de la Ley, será devuelto a la Cámara de su procedencia con las observaciones pertinentes para que lo modifique y lo remita de nuevo a la Secretaría para su aprobación. Cualquiera modificación a los estatutos, para que surta sus efectos, deberá ser previamente autorizada por la Secretaría de la Economía Nacional”. En caso de que una cámara o la Confederación no llenaran los objetivos impuestos por la Ley, incurrieran en violación de ésta o se dedicaran a actividades diversas de las por ella señaladas, se ordenaba la liquidación de las mismas bajo la vigilancia de la Secretaría de Economía (artículo 42). El artículo 43 disponía que, en caso de duda, la misma Secretaría quedaba facultada para fijar la interpretación que debiera darse a los preceptos de la Ley.

Como puede verse, la integración de la organización patronal al aparato del Estado y el control que éste ejercía sobre ella eran absolutos. Para evitar que los patronos pudieran rehuir su inclusión en esta formidable maquinaria organizativa, se establece la inscripción forzosa en la misma, esto como un requisito para poder dedicarse a los negocios. El artículo quinto ordena: “Todo comerciante o industrial, que, al hacer manifestación de su negocio, afirme tener, como capital comercial o industrial, no menos de 500 pesos, está obligado a inscribirse como socio de la Cámara, en el Registro Nacional de Comercio e Industria, de la jurisdicción a que pertenezca, a cuyo efecto, este registro se llevará por las Cámaras y sus delegaciones, y en defecto de unas y otras, por la Presidencia Municipal”. El artículo sexto establece que se reputan comerciantes a quienes la Ley reconoce esa calidad o carácter; mientras que el artículo séptimo impone: “Son requisitos indispensables para que puedan ejercer la industria y el comercio, los comerciantes e industriales a que se refiere el artículo 50. de esta Ley, registrarse anualmente en los términos establecidos en el mismo artículo y cubrir las cuotas sociales correspondientes con toda regularidad. Las oficinas públicas encargadas de autorizar, conforme a las leyes y reglamentos en vigor, las actividades comerciales e industriales, exigirán previamente, al interesado, la comprobación de haber cumplido con los requisitos de que habla el párrafo anterior”.

La organización patronal, aunque por lo pronto más parecía una verdadera camisa de fuerza para los empresarios, quería ser una auténtica organización de clase, a través de la cual aquéllos pudieran representar sus intereses ante el Estado y ante los trabajadores. Pocos empresarios entendieron entonces que, con ello, de lo que se trataba era de acabar de constituirlos a ellos mismos como clase. Como los hechos vinieron a demostrar luego, nadie salió ganando tanto en este colosal proceso de organización emprendido por el cardenismo como los propios capitalistas.

El 9 de julio de 1933 Cárdenas había escrito en sus Apuntes: “…si el estado organiza la producción basándose en el consumo nacional y en la exportación necesaria podremos ver a México con situación privilegiada. La producción dispersa e ignorando la cantidad que podemos consumir agotará más nuestra economía. Urge… que el Estado intervenga en fijar lo que el país debe producir y organizar la distribución comercial. Esto indudablemente que traerá beneficio enorme al país, porque en la misma organización económica del Estado se fijará el interés que debe percibir el capital, lo que deberá participar al trabajador y la contribución que corresponda al mismo Estado”.198 Dos años antes de terminar su gobierno, podía observar con satisfacción que la dispersión había terminado. Finalmente, México era un país organizado.