6. LA CONVERSION CORPORATIVISTA DEL PARTIDO OFICIAL

El proceso de organización y unificación de los trabajadores quedó concluido en 1938, por lo menos en sus líneas generales, con la transformación del partido oficial y la unificación nacional de los campesinos. A través de agitadas luchas los obreros se habían constituido en los años anteriores como fuerza social reconocida y respetada en el ámbito político mexicano. Con el Plan Sexenal se había recobrado la herencia ideológica reformista de la Revolución; con la trasformación del Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana se ligaba muy estrechamente a las masas trabajadoras al Estado de la Revolución, organizándolas como una fuerza política en cuyo nombre se iba a gobernar en adelante.

El reseñista de la gira electoral de Cárdenas escribía con todo acierto en 1934: “Quiere el general Lázaro Cárdenas que la organización se prosiga sin descanso, porque desea que la República presente una conformación definida política, social y económicamente. Quiere el general Cárdenas que todos los grupos sociales se organicen en sendos sectores de acción, no importa los choques que de éstos puedan sobrevenir. No sería posible que el burgués y el obrero formaran parte del mismo sindicato o de la misma unión aunque sí lo será que ambos coincidan en apoyar determinados puntos del programa gubernativo. Que los obreros se organicen de acuerdo con su matiz de pensamiento, de acuerdo con sus intereses profesionales, y que igual cosa haga el empresario industrial y el poseedor de la tierra: la lucha económica y social ya no será entonces la diaria e inútil batalla del individuo contra el individuo, sino la contienda corporativa de la cual ha de surgir la justicia y el mejoramiento para todos los hombres”.146 La institucionalización de la vida económica, política y social, o en otras palabras, la conversión de las relaciones sociales en relaciones permanentes y habituales, debía pasar en México a través de la organización de todos los sectores sociales, pero básicamente de las masas populares, y ello habría de conducir a la erradicación del juego individualista en las actividades sociales. Era la política individualista el escollo principal para que la Revolución cumpliera su programa y el pueblo pudiera participar de los beneficios del desarrollo. A través de la organización no serían ya los intereses individualistas, egoístas y disolventes, sino los intereses de los grupos, los que dictarían la política en México.

Ahora bien, la reorganización del partido oficial en 1938 fue el resultado del proceso de organización de los trabajadores que el cardenismo llevó a cabo desde 1933 a nivel nacional. No constituyó un hecho aislado ni mucho menos arbitrario de la política cardenista. Comenzó a gestarse desde los días de la campaña electoral y su consumación no fue sino la formalización institucional de aquel proceso más amplio. Es verdad que ninguno de los llamados cuatro sectores del partido, obrero, campesino, popular y militar, formaba un grupo social perfectamente integrado y con intereses unívocos, que lo distinguieran como un bloque bien definido en el contexto social; pero el cardenismo en el poder había logrado ya para 1938 que las fuerzas principales que habrían de constituir cada sector se independizaran por completo de los viejos grupos políticos que se fundaban en la política personalista y actuaran de acuerdo con la estrategia gubernamental en todos y cada uno de los actos en que ésta se traducía. En esas fuerzas se apoyó la constitución de los sectores: la Confederación de Trabajadores de México (CTM) para el sector obrero; la Confederación Campesina Mexicana (CCM) y de ahí a poco la Confederación Nacional Campesina (CNC) para el sector campesino; los burócratas y los maestros para el sector popular, y la oficialidad joven y las clases para el sector militar. Puede ponerse en duda el que, vistas en el conjunto de la sociedad, esas fuerzas hayan sido mayoritarias o adecuadamente representativas de cada clase social; lo que es indudable es que eran fuerzas hegemónicas y que habían llegado a serlo en virtud de su organización. Los llamados sectores tenían, pues, una base social indiscutible; representaban el pueblo organizado. Y el nuevo partido, el Partido de la Revolución Mexicana, no surgía precisamente como un partido de masas, sino como un partido de corporaciones, en el que sus unidades de base eran las organizaciones, mientras que los individuos resultaban elementos secundarios. Eran las organizaciones (o el pueblo organizado) las que constituían al partido: “Los sectores revolucionarios de México —dice el Pacto Constitutivo del PRM—, integrados por las agrupaciones campesinas y obreras, por los elementos militares y por los contingentes populares cuyos representantes firman al calce… constituyen solemnemente… el Partido de la Revolución Mexicana…”147 Justamente ha observado Moisés González Navarro, corrigiendo un señalamiento de Frank Brandenburg en el sentido de que la diferencia más notable entre el PNR y el PRM fue la manera de seleccionar sus candidatos, que la mayor diferencia, en cambio, estriba en el reforzamiento de su carácter de partido “indirecto”, formado por la unión de grupos sociales de base: sindicatos, cooperativas, etc.148 La elección de candidatos era más bien un resultado, y por cierto no el más importante, de la reorganización del partido sobre bases de carácter corporativo.

Por supuesto que la reorganización del PNR fue decidida y actuada “desde arriba”, pero no se dio en el vacío ni mucho menos. Fue preciso, por un lado, que el gobierno cardenista diera vía libre al movimiento obrero, que le permitiera librar sus batallas por conquistar mejores condiciones de vida y lo estimulara a organizarse y a unificarse; sin las movilizaciones de los trabajadores conducidos por la CTM, la política cardenista no se hubiera realizado, ni se habría transformado el partido oficial. La organización del movimiento obrero, como no podía ser de otra manera, se dio a través de la movilización y la lucha. Por otro lado, para que el PNR se reorganizara era indispensable que también los campesinos fueran puestos en movimiento; Cárdenas se preocupó, sobre todo, como hemos apuntado, de asegurar, para la posterior organización de los trabajadores del campo, la formación de un sector ejidal poderoso y económicamente eficiente que constituyera una fuerza indestructible con la que todo mundo tendría que contar, a querer o no, en el futuro; los ejidatarios, en efecto, fueron el grupo hegemónico del sector campesino, con las dos quintas partes de la tierra laborable en sus manos y además armados. Y en fin, a partir de 1936, el PNR comenzó a actuar como “partido de los trabajadores”, dándose una apariencia que le permitiera, en el momento oportuno, fungir como la maquinaria corporativa que paso a paso se iba construyendo.

Todavía a mediados de 1936 el Partido estaba lejos de ser un verdadero aparato corporativista. Sus relaciones con las masas eran limitadas y su referencia programática a las mismas era puramente demagógica. Emilio Portes Gil, que había asumido la presidencia del PNR por encargo de Cárdenas después de la crisis de junio, al rendir su informe correspondiente al primer año de labores de la dirección nacional encabezada por él, seguía definiendo al partido de acuerdo con el molde individualista que había inspirado a sus fundadores: “La organización del partido sigue, en sus diversos aspectos, la organización política del país. En la misma forma en que la representación básica política es el elemento ciudadano, y luego éste se considera como formando parte de un Municipio, de un Distrito, de un Estado, y, después, con la federación de estos Estados se constituye la República; el Partido considera como su elemento primordial básico el miembro del Partido, ciudadano mexicano en ejercicio de sus derechos y que reúna las condiciones que le señalan los estatutos; y de allí arrancan los órganos directivos, que son los Comités municipales, de Estado o Territorio —Subcomités y Delegaciones en el Distrito Federal—, Comité Ejecutivo de este mismo Distrito y Comité Ejecutivo Nacional, que es el gran órgano directivo del Partido. La reunión de un grupo de miembros del Partido pertenecientes a un mismo Municipio, constituye una Convención; pueden también reunirse los miembros del Partido pertenecientes a un mismo Distrito Electoral, y entonces se constituye la Convención del Distrito Electoral; o reunidos los miembros de un mismo Estado o Territorio forman la Convención Estatal o Territorial; y, finalmente, reunidos todos los miembros del Partido, constituyen la Convención Nacional. En los tres últimos casos, la reunión de los miembros del Partido se hace por medio de delegaciones o representaciones. Es, pues, un instituto de organizaciones representativas. La Convención Nacional es la autoridad suprema del Partido”.149 El avance que había registrado el PNR, desde que en la Convención de 1933 se habían disuelto los partidos que lo formaron en 1929, consistía en haber superado su función puramente electoral, “para convertirse en un instituto orientador, defensivo y colaborador eficaz de la política administrativa del Poder Público”.150

En la medida en que se desarrollaba el proceso de organización de los trabajadores y éstos se convertían en una fuerza social de apoyo efectivo para el gobierno, el cardenismo hacía esfuerzos por transformar la imagen del Partido Nacional Revolucionario, de partido elitario cuya misión básica había sido desde su nacimiento la del “amigable componedor” de las disputas entre los diferentes grupos revolucionarios y la del unificador eficiente de dichos grupos, en un “partido de los trabajadores” que en adelante se debería a los trabajadores mismos, de ellos derivaría su fuerza y en favor de ellos, sobre todas las cosas, sus elegidos a los puestos públicos habrían de gobernar. Sin imponer su organización a las que eran propias de las masas populares, el PNR fue combinando poco a poco su carácter de partido oficial, colocado por encima de los organismos laborales y campesinos, con el enrolamiento de éstos en sus filas, pero manteniéndolos como organizaciones de los trabajadores. Las funciones electorales del partido fueron aprovechadas al máximo para darle proyección real a la ficción del “partido de los trabajadores”. Los candidatos a puestos de elección comenzaron a ser ratificados por asambleas representativas de obreros y campesinos; se hicieron algunos experimentos a nivel estatal y local y en la segunda mitad de 1936 se decidió que los candidatos del partido oficial fueran electos por ese tipo de asambleas en todo el ámbito nacional.

El Comité Ejecutivo del PNR lanzó un manifiesto el 4 de septiembre de ese año, explicando la decisión.151 “La nueva democracia a que aspira el PNR —se dice— se concibe en los términos de una creciente influencia de los obreros y los campesinos organizados en la dirección política y económica de la comunidad. La ficción igualitaria —que sólo se ha empleado para justificar de modo convencional la opresión que las minorías poseedoras y sus aliados ejercen sobre las mayorías productoras— no puede ya servir de norma a un régimen que tiende a ser verdaderamente democrático, porque el pueblo —cuya voluntad se expresa en forma de opinión mayorita-ria— está preponderantemente compuesto por proletarios. De ahí que el CEN reconozca la importancia que tiene para el Partido la actuación de los miembros de sindicatos revolucionarios y de comunidades ejidales, pensando en su participación, no para subordinarlos, sino para propiciar el logro de sus aspiraciones de clase. El PNR sostendrá frente a todas las organizaciones de obreros y de campesinos una política de puerta abierta, considerando que el hecho de pertenecer a un sindicato de resistencia o a un centro de población ejidal presupone en la persona los requisitos necesarios para ser componente del PNR, y juzgando que la mera voluntad de actuar dentro de éste basta para reputar al trabajador miembro activo de nuestro Instituto Político”. En atención a estas consideraciones, la primera medida que se propone consiste “…en elevar a la categoría de general observancia dentro del Partido en toda la República, la aceptación del voto que emitan los contingentes de obreros y de campesinos organizados, que acudan a sufragar en las elecciones internas”.

Un error muy difundido, que se finca en la ignorancia o en la más total incomprensión del carácter de la línea de masas del cardenismo, es el ver en la política del PNR una permanente tentativa por “competir” con la CTM y otras organizaciones populares en el terreno de cierto proselitismo de masas que estaba muy lejos del pensamiento de Cárdenas y de los dirigentes del partido. Estos tomaron como directriz fundamental la organización de los trabajadores por su propia cuenta, al lado o por debajo del propio partido; de tal suerte que la relación que luego se aspiraba a establecer no era con los trabajadores, individualmente considerados, sino con su organización. Incluso en el caso de los campesinos la mira en ningún momento fue “reclutarlos” dentro de las filas del PNR, sino simplemente asistirlos u obligarlos a organizarse, con una organización propia, profesional, de clase. Las auscultaciones que el PNR propone en su manifiesto de septiembre de 1936 no pretendían en absoluto usurpar la organización de los trabajadores; ellas debían darse en los marcos de las organizaciones que ya existían; ni tan siquiera sugería que dichas organizaciones se vieran como “partes” del organismo del partido. Los trabajadores, por el sólo hecho de serlo, se consideraban miembros del partido mismo, con todas las prerrogativas del caso. “El CEN —se dice en el manifiesto— evitará cuidadosamente todo acto que pudiera siquiera interpretarse como encaminado a producir perturbaciones intergremiales. Consecuentemente con las directrices dadas por el Jefe de la Nación, el Partido procederá dando igual tratamiento a todas las organizaciones revolucionarias de trabajadores y les proporcionará ayuda en vista de que son organizaciones, de que sus finalidades son revolucionarias y de que sus componentes son trabajadores, y no en atención a que pertenezcan o dejen de pertenecer a determinada central obrera. Entre los objetivos clasistas que los obreros persiguen y a cuyo logro el PNR contribuirá, debe señalarse expresamente, por su singular trascendencia, la formación del frente único. La cooperación que los órganos directores del Instituto Político entreguen a esa tarea a fin de no desvirtuarla, irá limpio de apetitos de hegemonía, pues toda unidad que no se logre por un movimiento dimanado de las organizaciones sociales de trabajo, resulta ficticia o espuria y tiene por efecto retardar la emancipación proletaria”.

Que en el caso de esta iniciativa se tratara precisamente de una ficción, lo demuestra el hecho de que la participación de los obreros y los campesinos en el proceso electoral de las candidaturas del PNR se limitó siempre a dar su aprobación a personas que les eran propuestas y en ningún caso determinaron, de manera independiente, la denominación de un candidato de su propia elección. Pero la ficción dio buenos resultados. Aparte el hecho de que las elecciones internas del PNR podían ofrecer como el mejor título de autoridad el apoyo que de antemano les daban los trabajadores, a partir de las elecciones de diputados de 1937 un gran número de dirigentes obreros y campesinos llegaron al Congreso de la Unión, e independientemente de la representación que ostentaban como dirigentes populares en las Cámaras, es decir, como una fuerza política que ellos encarnaban y que beneficiaba al Estado en su conjunto, el hecho mismo se convirtió de inmediato en un interés particular en aras del cual la corrupción se volvió un signo representativo del movimiento obrero y campesino oficial. “Los líderes obreros —escribía Vicente Fuentes Díaz—, a quienes la fuerza del movimiento sindical y una actitud estimulante de Cárdenas les había deparado la oportunidad de llegar al Congreso y a otros puestos públicos, no entendieron su papel en el parlamento y tomaron a éste como un modus vivendi que inició entre otras cosas, la subordinación sindical al Poder Público. Desde la campaña electoral de 1937 la mayoría de los dirigentes sindicales, y en especial los de la CTM, no han pensado en otra cosa que en llegar a las Cámaras, al precio que sea. Y ya en 1937, quienes fueron diputados, como Yurén, Amilpa y Fidel Velázquez, no llegaron a ser candidatos precisamente por el camino de una designación democrática en el seno de sus agrupaciones. Se les escogió desde arriba”.152

Hacia fines de 1937 el proceso de organización de los trabajadores había llegado a su etapa final. Las masas populares marchaban tras de Cárdenas como si se tratara de un solo hombre. Prácticamente el poder oligárquico en el campo ya había sido desmantelado, la clase patronal mexicana estaba encapsulada en un acuerdo de colaboración con el régimen que no daba lugar a titubeos o retrocesos de ninguna especie, y el presidente se aprestaba a dar la batalla decisiva por la reconquista del petróleo. El 18 de diciembre de ese año la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje produjo su laudo condenando a las compañías petroleras a satisfacer las demandas de los trabajadores de la industria.153 Ya desde la huelga petrolera de mayo y junio Cárdenas había decidido aprovechar el conflicto laboral para llevar a cabo la expropiación.154 El mismo día 18 de diciembre de 1937 el presidente lanzó un manifiesto llamando a la reestructuración del partido oficial de acuerdo con el grado de desarrollo que la organización de las masas había alcanzado. El motivo real, aunque no declarado, parece haber sido la batalla por el petróleo.155

En su manifiesto Cárdenas expresa así lo que hasta entonces había sido una ficción demagógica: “Hasta ahora se consideran miembros activos del Partido a los campesinos, a los obreros manuales, a los empleados públicos y a los miembros del Ejército Nacional tomando en cuenta que estos últimos son el pie veterano y los sucesores de los primitivos ciudadanos que, con un espíritu civil ejemplar, se declararon defensores de la Constitución y del honor nacional haciendo triunfar un movimiento unánime del país en tal sentido. Se pensó que deberían considerarse incluidos en él a todos los sectores, porque unos y otros formaron la masa de la opinión y constituían los objetivos de la reforma social involucrada en la defensa de nuestras instituciones, y porque esta masa tenía que ser adicta a una causa que es la gubernamental que para ellos es la clave de su seguridad laborante y garantía no sólo de sus libertades ciudadanas, sino de sus conquistas sociales. Sin embargo de esta doctrina, la mecánica del Partido no ha correspondido totalmente a la teoría de su composición; y, si ha tenido funciones electorales claras e indiscutibles y posturas societarias insospechables, en distintas ocasiones su masa no fue tomada en consideración, ni todas sus resoluciones se inspiraron en las tendencias expresadas en el acto de su fundación”. En consecuencia, Cárdenas propone que se transforme el partido, haciéndose de él un partido de trabajadores en el que hagan finalmente su ingreso, como colectividades con derecho y opinión propia, los campesinos, los trabajadores manuales, las mujeres, los intelectuales, los jóvenes y los militares. ¿Hacía falta aclarar que no se trataba de un partido fundado en los antiguos módulos individualistas? Los trabajadores entraban al Partido como trabajadores organizados, no como individualidades. Esta era la consecuencia de las grandes movilizaciones populares, su remate, su conclusión. “Interpretando el sentir de los dirigentes del Partido —terminaba diciendo el presidente michoacano— quiero expresar que la transformación que se indica lleva como mira fundamental la de vigorizar el organismo creado para la defensa de la Revolución, dándole nuevos rumbos más de acuerdo con el progreso de nuestras masas populares; depurado de ciertas características para poder así consolidar en la conciencia del pueblo la defensa de la Revolución, dándole nuevos rumbos más de acuerdo con el progreso de nuestras masas populares; depurado de ciertas características para poder así consolidar en la conciencia del pueblo la verdad incontrastable de que el proletariado de México sigue un mismo rumbo en su ruta constante y forma un solo grupo apretado y consciente para disputarle el poder a la reacción, garantizándolo para el ideal revolucionario y de ninguna manera para el interés egoísta”.

El manifiesto del 18 de diciembre rubricaba la fuerza que el Estado de la Revolución había llegado a cobrar gracias a las movilizaciones populares; la identificación entre los intereses de las masas y los intereses del Estado era algo que ya nadie se atrevía a discutir. Cárdenas aprovechó su tradicional mensaje de año nuevo para reiterar su iniciativa y, en cierto sentido, para justificarla, lo cual era necesario en la medida en que la misma aparecía como un acto de verdadera prepotencia. “Al renunciar el Ejecutivo —dice en la parte relativa a este punto— a las facultades extraordinarias y al señalar la nueva organización que debe darse al Partido Político de la Revolución, fue precisamente para que el pueblo pueda hacer uso de su derecho cívico, interviniendo en los asuntos de interés nacional y en la designación de los hombres que habrán de servir los puestos de elección popular. La Revolución quiere que México se gobierne por la democracia, pero ésta no podrá perfeccionarse mientras el pueblo no esté organizado para ejercerla. Y es por ello por lo que se trata de reunir, dentro del Partido, a todos los sectores que están interesados en el programa social que habrá de transformar a nuestro pueblo, sectores que forman la gran mayoría de los ciudadanos de la República”.156 Lo de que México se gobernara por la “democracia” era algo que ni el mismo divisionario michoacano tomaba en serio. La función de la organización de las masas era el problema real, que Cárdenas se sintió en la necesidad de explicar en los siguientes términos: …no debe extrañar que el régimen facilite la unión de las clases trabajadoras, así manuales como intelectuales, alrededor del Partido. La Administración actual que es consecuencia del movimiento revolucionario de México, reconoce su obligación de reunir a los grupos dispersos para que no actúen anárquicamente”.157 Todo lo que oliera a democracia, como puede apreciarse, corría el riesgo de confundirse con la anarquía, cosa que era justamente lo que se trataba de conjurar. La reorganización del partido iba a hacer imposible el resurgimiento de la anarquía y, de paso, también la democracia.

Cuando en marzo de 1938 el PNR se convirtió en PRM se contaba ya con todos los elementos para que sus nuevas funciones fueran un éxito completo. Las organizaciones básicas, hegemónicas en cada sector social, un espíritu corporativo que informaba toda la política mexicana y cierto lustre popular del partido, habrían de garantizar la definitiva institucionalización del régimen de la Revolución. La política individualista pasó a un segundo plano, precisamente como elemento de la política corporativista. Los sectores devenían los verdaderos sujetos del juego político; los individuos que lo representaban y las instituciones y los órganos del Estado, de golpe, se convertían en criaturas de los sectores mismos.

Durante años los revolucionarios habían sido incapaces de demostrar convincentemente que el poder implantado por ellos expresaba la voluntad del pueblo trabajador de México, de manera que de inmediato pudiera interpretarse como mandato que el propio pueblo había conferido para la solución efectiva de sus problemas; los muertos de la Revolución hablaban sólo por los cañones de las armas de quienes gobernaban al país; por ello su dominación aparecía como un fenómeno arbitrario. A pesar de que el gobernante hablaba a nombre de la Revolución y decía gobernar para los trabajadores que la habían hecho, su poder seguía siendo un asunto privado suyo, mantenido por la violencia, para provecho suyo y no de la sociedad. La conjunción entre pueblo y Estado no acababa de darse. La organización de los trabajadores y la trasformación consecuente del PNR operó el milagro y el Estado, finalmente, encontró al pueblo que necesitaba para legitimarse en la sociedad mexicana. El pueblo se organizaba y, a su vez, organizaba al Estado: he aquí la síntesis a que daba lugar el esfuerzo político del cardenismo.

No se puede desconocer que se trataba de una ficción más, de una mentira que de pronto todo mundo aceptaba como verdad y, en primer término, aquellos que resultaban directamente afectados: los trabajadores. Pero no hay que olvidar que a lo largo de toda la historia moderna los procesos a través de los cuales el Estado legitima su poder son siempre ficticios. Se trata de justificar, ante todo, la procedencia social del Estado y su representatividad también social. Admitido que ni la divinidad ni la naturaleza tienen ya nada que hacer como rectoras de la vida social, la justificación del poder político hay que buscarla en el seno mismo de la sociedad y a través de ella demostrar que se constituye como una potencia a la par necesaria y querida por la propia sociedad. La experiencia mexicana de 1933 a 1938 no hace sino exhibir la forma en que aquí se cumple con este requisito de legitimación social que es inmanente a todos los Estados modernos.

Desde luego, la imagen del pueblo organizado es excluyente y discriminatoria de otro “pueblo”, la “masa anónima” no organizada; pero ella simplemente se limita a exponer el atraso político y cultural del país, derivado del atraso económico que, por lo demás, se reconocía como sustancial de México desde antes de la Revolución. Resultaba ya un avance extraordinario el que el Estado pudiera legitimarse plenamente en razón de su ascendiente social y no más por la mera fuerza de las armas, aunque por supuesto éstas seguían contando en todo lo que podían valer.

Ahora bien, los responsables de esta transformación institucional jamás ocultaron el hecho de que la organización de los trabajadores representaba, no sólo el instrumento más adecuado para que éstos dejaran de ser juguete de los grupos políticos, sino sobre todo el medio insuperable, y en el fondo único, para ligarlos indisolublemente a la estructura del Estado y ejercer sobre ellos el más absoluto control. La verdad es que era el Estado el que los había organizado o, en todo caso, procurado su organización; y ello había ocurrido, cosa que resultaba decisiva, al mismo tiempo que y con base en la realización del programa de reformas sociales de la Revolución. La solución corporativista, en pos de la cual se canalizó el proceso de organización de las masas trabajadoras, denota la forma específica que cobró en México la dominación política y económica de las propias masas y es un fenómeno sobre el cual descansa todo el armazón institucional del país.

Las cláusulas segunda y tercera del Pacto Constitutivo del PRM consagran la autonomía de todas y cada una de las organizaciones que integran el Partido: “…Las Ligas de Comunidades Agrarias y Sindicatos Campesinos de los diversos Estados de la República, y la Confederación Campesina Mexicana, se regirán por sus respectivos Estatutos y conservarán su autonomía y la dirección y disciplina de sus afiliados, en cuanto al desarrollo de su acción social y realización de sus finalidades específicas… La Confederación de Trabajadores de México (CTM), la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), la Confederación General de Trabajadores (CGT), el Sindicato Industrial de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República y el Sindicato Mexicano de Electricistas que, como organismos representativos de los obreros del País, ingresan al nuevo Instituto Político, conservarán su autonomía y la dirección y disciplina de sus afiliados, en cuanto al desarrollo de su acción social y realización de sus finalidades específicas”.158 Pero la autonomía de las distintas organizaciones se convierte en franco aislamiento cuando la cláusula séptima impone que “…en sus actividades de carácter social, las Agrupaciones Campesinas se comprometen a no admitir en su seno a los contingentes que a la fecha pertenezcan a cualquiera de las Organizaciones Obreras, y éstas, a su vez, se obligan a no admitir en su seno a elementos que pertenezcan a las Agrupaciones Campesinas. Ambas fijarán el radio de acción y la cooperación que deban prestarse recíprocamente las Organizaciones Campesinas y Obreras tan pronto como quede constituida la Confederación Nacional Campesina”.159 Evidentemente, en mayor o en menor grado y en una forma o en otra, el aislamiento se reproducía dentro de cada unión de sindicatos o de comunidades agrarias, entre un sindicato y otro o entre una y otra comunidad. El individuo, en sí mismo, dejaba de tener valor, en sí no era nada; todo lo que era se lo debía a su organización. Para crear un poder diferente de éste o antagónico al mismo no se podía ya partir de los individuos aislados, pocos o muchos que fueran, pues no tenían ya poder alguno. El poder residía en la organización. Se comprende por qué Cárdenas impidió que las organizaciones tuvieran otro contacto que no fuera con el Estado. Las alianzas entre obreros y campesinos siempre han dado lugar a movimientos autónomos que se radicalizan con rapidez y se vuelven sumamente destructores; mientras que aislados unos de otros los obreros y los campesinos pueden ser combatidos y, tarde o temprano, reducidos a la impotencia. Para quien se había formado en la lucha revolucionaria, como sucedía con Cárdenas, esto no podía ser un misterio en lo absoluto. De ahí el cuidado siempre extremo en garantizar la existencia de la organización como un todo perfectamente aislado, como no fuera respecto del Estado.

El partido resurgía como un administrador de corporaciones, más que como un administrador de masas. Y sus funciones como tal consistían ahora en cuidar que cada organización mantuviera su autonomía y su aislamiento, en atender las disputas o las dificultades que se dieran entre ellas, en coordinar sus movimientos, sobre todo en época de elecciones, y mantenerlas unidas, en su aislamiento, bajo la égida del Estado. Como afirmara el general Cárdenas en un famoso discurso ante los militares: “El Partido de la Revolución Mexicana sólo representa un órgano de coordinación, el nexo de los distintos sectores que necesitando salvar la teoría de la Revolución, no podrían unificarse sin aquel instituto auxiliar”.160 En lo que toca en especial a la lucha electoral, el citado Pacto Constitutivo establecía en su primera cláusula: “…Todos y cada uno de los miembros de los cuatro sectores que suscriben este pacto se obligan, de manera expresa y categórica, a no ejecutar acto alguno de naturaleza político-electoral, si no es por medio del Partido de la Revolución Mexicana y con estricta sujeción a los Estatutos, Reglamentos y acuerdos emanados de los órganos superiores correspondientes”.161

Es verdad que el nuevo partido aceptaba la lucha de clases como una condición de la sociedad mexicana. El Partido de la Revolución Mexicana, dice la Declaración de Principios, “reconoce la existencia de la lucha de clases, como fenómeno inherente al régimen capitalista de la producción, y sostiene el derecho que los trabajadores tienen, de contender por el poder político, para usarlo en interés de su mejoramiento, así como el de ensanchar el frente único, con grupos que, sin pertenecer al trabajo organizado, tengan, no obstante, objetivos afines a los de éste. Las diversas manifestaciones de la lucha de clases, sujetas a los diferentes tiempos de su desarrollo dialéctico, estarán condicionadas por las peculiaridades del medio mexicano”.162 La aceptación de la lucha de clases, empero, no era una excepción en el ideario de la Revolución Mexicana, sino un elemento distintivo del mismo desde los días de la lucha armada. Por lo demás, ni Cárdenas ni sus subordinados inmediatos ni los dirigentes laborales o campesinos pretendían agudizar la lucha de clases, sino exactamente lo contrario; como señaló con acierto Paul Nathan, “…una federación de grupos de intereses dentro de un partido no puede ‘facilitar’ la lucha de clases, sino suavizarla”. 163 Está claro que no se trataba de que los sectores protagonizaran entre sí la lucha de clases, como imagina este autor; más bien la iban a desarrollar, puesto que no podían evitarla, contra los enemigos, clases o no, ajenos al sistema corporativista. Se suponía, y esto no era sino un efecto de la ficción, que dicho sistema enrolaba únicamente a los trabajadores y que representaba tan sólo los intereses de los propios trabajadores; con ello se suponía también que el “enemigo de clase” fundamental lo era la clase capitalista. Por esto mismo el flamante partido de los trabajadores no podía renunciar a hacer profesión de fe socialista. El punto cuarto de la Declaración de Principios afirma, a propósito, que el PRM “considera como uno de sus objetivos fundamentales la preparación del pueblo para la implantación de una democracia de los trabajadores y para llegar al régimen socialista”.164

Hasta qué grado hablar de lucha de clases y del régimen cardenista como de una antesala del socialismo era una impostura, lo demuestra el hecho de que los mismos dirigentes de la clase obrera rechazaban por demagógicas esas posiciones. La dirigencia obrera no se hacía ilusiones en este sentido. Para ella ni siquiera se trataba de luchar por el socialismo. Se trataba más bien de defender a la Revolución Mexicana adoptando la estrategia del frente popular como forma específica en que el proletariado mexicano plantearía su actividad política. Ahora bien, los programas de frente popular coincidían con el Estado de la Revolución en que antes de pasar a una sociedad igualitaria, comunista o no, era preciso construir económicamente al país y asegurar su independencia frente al exterior. Por lo tanto, la lucha de clases por el socialismo quedaba aplazada; persistía, en cambio, una lucha de clases limitada o, si se quiere, moderada, que tenía como finalidad inmediata consolidar el Estado de la Revolución como el interventor y el rector de la vida social, para, por su conducto, realizar la reforma agraria, garantizar los derechos de los trabajadores y llevar a término la independencia económica de México. Todo esto significaba que al “enemigo de clase” no se le iba a destruir, “por ahora”, sino que se le obligaría a plegarse a los mismos objetivos. Era difícil que alguien pudiera imaginar una lucha de clases más provechosa para el Estado e incluso, dado que por el momento se le dejaba en paz, para la clase capitalista misma.

En un discurso pronunciado en el seno de la CTM para someter a discusión el carácter del nuevo partido y la integración de la central obrera en él, Lombardo explicaba muy claramente la posición de la dirigencia laboral en este sentido: “Hay veces —afirmaba—, de muy buena fe, en que determinados elementos revolucionarios sinceros, tienen la creencia de que en determinados momentos históricos el proletariado es autosuficiente; pero es un error; el proletariado no es autosuficiente para combatir a la reacción y al fascismo internacional; el proletariado es el nervio de un pueblo, como que es la clase que produce la riqueza humana, como que es el sector que hace posible la existencia de todos, como que es el sector con mayor conciencia de clase, con mayor conciencia de su destino, con mayor calidad humana; pero no es el proletariado el único que ha de decidir de los destinos de un país frente a los intereses comunes de un pueblo; han de venir con el proletariado otros sectores; y precisamente la idea del frente popular, y ahora la idea de la trasformación del PNR, es una excelente idea tal como la ha planteado el Presidente Cárdenas y como nosotros la concebimos, porque no se trata de una cosa exclusiva del proletariado, porque se trata de asociar con el proletariado al campesino, a los trabajadores intelectuales, al artesano, al pequeño comerciante, al agricultor en pequeño, a todos los sectores de la clase media y del Ejército, a todos estos sectores que en alguna forma cooperen al desenvolvimiento de nuestras instituciones y que hacen posible la vida de la nación”. En seguida, contradiciendo los alardes demagógicos de que luego hicieron ostentación los organizadores del PRM, Lombardo formula las siguientes declaraciones: “…si no ha de ser sino un partido popular, es inconcuso, en consecuencia, que no estamos tratando de sovietizar al país, de establecer o de organizar los soviets de obreros, campesinos y soldados. Los soviets, para que puedan realizar su tarea, deben descansar necesariamente, en una previa revolución que transforme el régimen de la propiedad; de otra manera es hacer demagogia pura. En México no vamos a sovietizar al Gobierno; en México vamos a hacer una simple alianza popular para defender los intereses de la Revolución mexicana, los intereses mexicanos; no los intereses mexicanos contra las ideas extranjeras, ni contra la alianza de todos los pueblos democráticos del mundo, porque eso es colocarse en la actitud opuesta, en la extrema derecha nacional socialista, chauvinista, fascista; nosotros luchamos por un país mejor porque mientras mantengamos el régimen democrático en todas las naciones del mundo, haremos imposible el triunfo del fascismo. Vamos a hacer, pues, un partido popular dentro del cual el proletariado tendrá un sitio de importancia, colaborará de un modo decidido y orientará la política nacional cuidando de manera preferente los intereses del pueblo mexicano”.165

El que se ligara a las masas trabajadoras a los objetivos que históricamente se había planteado la Revolución Mexicana no podía sino tener consecuencias fatales para su independencia ideológica y política. De nuevo, como en los tiempos de la lucha armada, las masas se veían uncidas al carro de la Revolución a cambio de que se satisficieran sus necesidades inmediatas, de modo más o menos plausible, pero renunciando a una transformación radical de la sociedad, mediante la lucha por la abolición de las relaciones de propiedad privada que las mantenían como masas sojuzgadas y explotadas. La “defensa de los intereses mexicanos” no podía más que equivaler a la defensa del capitalismo en nuestro país, como bien lo demostraron los años que siguieron, con la particularidad de que los trabajadores ni siquiera alcanzaron a comprender que muy pronto la tal defensa se iba necesariamente a transformar en la exigencia de que sacrificaran incluso sus demandas más limitadas, es decir, su salario o la productividad de su parcela. Primero se les impidió seguir adelante, luego se les hizo retroceder sobre el breve tramo de la historia que habían recorrido en aquellos años. Pero si únicamente se les hubiera obligado a aceptar intereses que no eran los suyos, los trabajadores tal vez hubieran podido dar una respuesta; pero ésta se hizo imposible desde el momento mismo en que sus organizaciones pasaban a formar parte del organismo estatal a través del partido oficial. Las organizaciones populares habían cobrado vida en virtud de la lucha reivindicativa, de las movilizaciones de los trabajadores por sus demandas inmediatas; esa lucha las hacía aparecer como entidades que se movían con entera libertad, sin más límite que la mole del Estado, que se interponía cuando amenazaban con ir demasiado lejos. De pronto se encontraron con que el Estado se las había engullido casi sin que se dieran cuenta, y lo que antes, su lucha reivindicativa, había aparecido como acción libre en un espacio despejado, ahora se convertía en acción prescrita dentro de un campo limitado en el corazón mismo del Estado. La lucha de los trabajadores por sus demandas no dio lugar, como podía haber sido, a que los trabajadores mismos adquirieran una ideología política propia y a que forjaran su propio programa de transformación social; las movilizaciones se dieron cobijadas por la ideología oficial e impulsadas por los proyectos reformistas del Estado; la falta de independencia ideológica y política generó la organización dependiente, impuesta y, al final del camino, convertida en una prisión para las masas trabajadoras.

Resulta extraño que todavía alguien haya podido escribir que “el sueño de Cárdenas sobre un partido político compuesto de una masa rural coherente, de los obreros y de la clase media, respaldado por un ejército ajeno a los intereses de casta, compuesto además por políticos que tan pronto como se convirtieran en funcionarios olvidaran la política y que todos juntos trabajaran al unísono por el bienestar nacional, estaba predestinado al fracaso … Cárdenas había obrado dictatorialmente al imponer al organismo político de México un molde idealista, creyendo que en tal forma impediría el liderato de un solo hombre y que garantizaría para el futuro, que la voz de todas las gentes de pensamiento revolucionario sería oída en el manejo de los asuntos políticos del Partido. Fue grande su decepción cuando la nueva estructura de este organismo demostró ser sólo un castillo de naipes en lugar de un indestructible templo a la libertad”.166 Aparte el hecho de que el nuevo partido no resultó ser ningún “castillo de naipes”, a Cárdenas la libertad le tenía sin cuidado. Lo que a él le interesó siempre fue encontrar el modo de imponer el orden en una sociedad anárquica que, a sus ojos, era víctima del egoísmo de los individuos, principalmente los revolucionarios, y de la agresión de cuantos podían aprovecharse de ella; “reunir a los grupos dispersos para que no actúen anárquicamente”, tal era su divisa y a ella se atuvo mientras ejerció el poder. Por lo demás, fue al propio Townsend, según relata, a quien Cárdenas dijo: “Hay muy pocas gentes en México que quieran realmente la democracia. Cada quien trata de imponer su voluntad a los otros. Un político quiere mandar a otro; el capital quiere enseñorearse del trabajo; los trabajadores quieren manejar al capital; las compañías se esfuerzan por establecer monopolios, y los líderes quieren controlar a tantos compañeros como les sea posible, para su propio engrandecimiento. Es un cuadro muy egoísta y lamentable, pero vamos a obrar todo lo mejor que podamos para frenar esa tendencia”.167

La pirámide que formó el partido oficial después de su transformación estaba concebida para que funcionara como una organización típicamente burocrática. Por debajo del aparato los sectores no hacían política, sino que se limitaban a promover los intereses profesionales, corporativos, en base a los cuales se definían como sectores. La política la hacía el partido, o los sectores sólo a través del partido. Era el mejor modo para excluir a las masas de la política y al mismo tiempo para despolitizarlas. Sobre ellas se imponía la estructura burocrática, autoritaria. Como escribían los Weyl: “El debate sobre los principios políticos básicos tiene lugar en la intimidad de los despachos del partido, y al público no se le da oportunidad de oír a ambas partes, expresar su veredicto e imponer su voluntad”.168 La burocra-tización del juego político hizo que las organizaciones se convirtieran en grupos de poder sólo mediante la representación de sus dirigentes; eran éstos, en efecto, quienes devenían socios en el poder. Como tales tenían todos los caminos abiertos; bastaba con que mantuvieran a sus representados firmemente organizados bajo la autoridad del partido. Para ello se convirtió a la lucha reivindicativa en un método institucional de administración de las masas dentro de cada organización, mientras que las movilizaciones fueron sustituidas por la negociación que en representación de las masas los líderes asumían como un asunto exclusivo de ellos. Su poder se fundaba aquí y sobre esta base se mantenía y progresaba. Este es el único sentido que tiene la corporativización de las organizaciones de los trabajadores: su profesionalización en razón de los intereses especiales de cada una y su separación de la política para que ésta sea ejercida por sus dirigentes. La política, como actividad de poder, quedaba representada única y exclusivamente por el partido y al partido, como vértice de la pirámide, sólo los dirigentes tenían acceso.

Naturalmente, esto sigue siendo pura ficción. Tal vez el lado oscuro de la ficción. La verdad es que el partido no era otra cosa que la antesala del verdadero poder, aquella por donde los grupos dirigentes de los trabajadores hacían su ingreso a la élite de la Revolución. El partido no era más que el instrumento a través del cual se ejercería el poder, el intermediario entre las organizaciones de los trabajadores y el Estado; era también, como en los viejos tiempos del PNR, el “amigable componedor” en las disputas entre los círculos gobernantes. Hacia afuera el partido representaba a las masas organizadas adheridas a la Revolución; hacia adentro no era más que un juzgado de paz que se encargaba de conducir las negociaciones entre los grupos gobernantes y arreglar los pleitos entre ellos. Los revolucionarios, una vez que habían logrado el control definitivo de las masas, no tenían ya por qué dirimir sus diferencias en la vía pública, del modo anárquico e individualista en que lo habían venido haciendo. Este no era sino uno de los muchos buenos resultados que les venía a procurar la política de masas del cardenismo, impecablemente dirigida.

En ocasiones, Cárdenas se sintió obligado a explicar públicamente que la organización de las masas bajo el control del Estado no menoscababa el derecho de los opositores de la Revolución a organizarse y contender por el poder. Pero cuando él mismo había enseñado que el verdadero poder lo dan las masas organizadas, sus explicaciones eran una simple fórmula incapaz de ocultar el hecho de que en México la oposición sencillamente no puede existir. “La formación del Partido de los Trabajadores —decía por ejemplo—, no impide organizarse a los elementos antagónicos; cuando éstos hayan logrado tener a su alrededor elementos suficientes de opinión, podrán, seguramente, dominar al Partido contrario; sin embargo debe tomarse en cuenta que en México no podrá tener arrastre de opinión ningún partido que no incluya en su plataforma programas que tiendan a liberar a los trabajadores de la miseria y del oscurantismo en que los han mantenido las clases privilegiadas a través de varios siglos”.169 Aun suponiendo que las masas organizadas hubiesen sido una minoría en el conjunto de la sociedad, no podía negarse que su fuerza era incontrastable; quien quisiera competir con el Estado de la Revolución se encontraba en una doble desventaja: por un lado, las masas no organizadas lo eran en virtud de que eran las más atrasadas política y económicamente y, por lo tanto, resultaban ser fuerzas de difícil cohesión y debilitadas por naturaleza que no podían competir con la solidez y el empuje de las organizaciones controladas por el Estado; mientras que por otro lado la potencia del Estado, multiplicada por la adhesión de las masas organizadas, hacía imposible la competencia, dentro de los marcos sociales y económicos establecidos, para ganarse a las masas con la simple promesa del mejoramiento de su situación económica. En otros términos, la fuerza del Estado de la Revolución volvía inútil, por imposible, cualquier oposición verdadera que tendiera a cambiar el régimen dominante. Se llegaba a una situación, típica de los Estados altamente desarrollados, en que sólo la rebelión de las mismas masas organizadas podía operar una transformación de la sociedad.

Acostumbrados a ver simples membretes demagógicos en las pseudo-organizaciones obreras y campesinas de antaño, los mexicanos fueron incapaces de percibir el gigantesco proceso de corporativización que el cardenismo estaba llevando a término. En cierto sentido, fueron las mismas reformas sociales de Cárdenas, avanzadas y progresistas, sin duda, para el momento que se vivía, las que empañaron la visión del enorme campo de concentración en que se estaba convirtiendo el país. Y no fue necesario que Cárdenas se fuera o que pasara mucho tiempo para ver sus efectos en el desarrollo de las luchas sociales. Después de marzo de 1938, a mitad de camino de la gestión cardenista, las movilizaciones terminaron; la reforma agraria bajó su ritmo; la lucha reivindicativa se estancó. Comenzaba a funcionar el nuevo sistema. Las elecciones de 1940 fueron la primera prueba general en la que las masas organizadas servían como plataforma para el cambio institucional del poder presidencial. Se vio entonces cómo, sin posibilidades de decidir nada, eran las que soportaban, como un Atlas colosal, al nuevo régimen institucional.170