El movimiento sindical que se desarrolló en el México de los años veinte respondía cumplidamente a la dinámica propia de la política individualista, a cuyos vaivenes y crisis estuvo siempre sujeto. Su fruto más conspicuo lo constituyó la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), bajo el liderazgo de Luis N. Morones, el principal dirigente sindical que surgió por entonces, y que, sobre todo en el periodo presidencial de Calles, llegó a gozar de una gran influencia. Aparentaba ser una organización poderosa y sólida, indudablemente hegemónica en el campo de las relaciones laborales; pero tras la apariencia se revelaba tan sólo el juego gangsteril de un grupo de dirigentes muy ligados al aparato del Estado, que consistía en mantener quietos y desmovilizados a los trabajadores o en manipularlos de acuerdo con la política del gobierno e impedir, muy a menudo mediante la violencia, que se diera un movimiento obrero independiente.
La podredumbre de la organización cromista afloró en toda su evidencia cuando a la muerte del general Obregón se operaron los rápidos reacomodos del poder entre los grupos revolucionarios que hicieron de Calles el árbitro de la política mexicana. Calles se había ligado muy estrechamente con la dirigencia cromista, haciendo de ella uno de los bastiones principales de su poderío personal. Su conversión en árbitro, juez de paz de las divergencias entre los grupos de la Revolución, exigió su renuncia al apoyo que le proporcionaba la CROM. Esta organización, como resultado de ello, inició un proceso de rapidísima descomposición que habló elocuentemente de su falso dominio de las masas trabajadoras y, también, de la endeblez del movimiento sindical prohijado por la política personalista.
La descomposición de la CROM se tradujo en una verdadera dispersión de las organizaciones sindicales que se fue agravando en la medida en que se agudizaba la crisis económica. Ya durante 1929 muchas de las organizaciones que pertenecían a la CROM salieron de la misma y en los años de la crisis la desbandada aumentó, sin que a la vieja central sindical sucediera otra que de algún modo volviera a reunir a los trabajadores. En 1932 Vicente Lombardo Toledano, antaño uno de los pilares de la CROM, rompió con Morones y en marzo de 1933 organizó la que se conoció como CROM depurada, que fue inicio de una corriente sindical independiente del poder público y que más adelante habría de entroncar con el cardenismo como el puntal de su política de masas en el frente laboral. En octubre de 1933 Lombardo y otros dirigentes obreros aliados suyos organizaron la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), antecedente inmediato y, en cierto sentido, verdadero laboratorio del gran frente unido del trabajo que fue luego la Confederación de Trabajadores de México (CTM).
Aparte de expresar un genérico propósito de lucha en contra del sistema capitalista que no podía faltar (era usual desde la época de la lucha armada y también constituía un pronunciamiento característico de la CROM de Morones), la CGO-CM nació manifestando con fuerza su independencia respecto de los grupos políticos de la Revolución Mexicana. En el artículo 2o. de su Declaración de Principios se asienta: “El proletariado mexicano preconiza como táctica de lucha el empleo de las armas del sindicalismo revolucionario, que consiste en la acción directa de los trabajadores en las disputas económicas entre capital y trabajo, y en la oposición constante a toda colaboración para evitar que lo someta a los órganos del Estado o lo limiten en sus posibilidades de elevación económica y de respeto social. La acción directa se entenderá como la supresión de todo intermediario entre trabajadores y patrones. En tal virtud, empleará la huelga, el boycot, las manifestaciones públicas, los mítines y todos los medios de coacción y de pública delación de toda clase de injusticias, hasta obtener el respeto a sus intereses que merece y exige”.59 La CGO-CM se dio de inmediato a levantar las demandas más importantes de los trabajadores asalariados, sobre todo aquellas que tenían que ver con sus salarios y sus condiciones de trabajo; promovió varios movimientos de huelga y en el mes de junio de 1934 organizó un paro general, tratando siempre de mantener su independencia con relación a los grupos políticos.60
Al terminar el año de 1934, Lombardo resumía así los logros políticos e ideológicos de la CGO-CM: “a) …la Confederación es la agrupación de trabajadores más numerosa que existe en el país; b) …es la que sustenta y practica el programa más avanzado dentro de la lucha sindical; c)…representa el renacimiento de la dignidad de la clase asalariada, olvidada o perdida en los últimos diez años; d) …es la primera central nacional de trabajadores que se organiza, trabaja y vive en México, sin la ayuda material, política y moral del Estado; e) …es, también, la única que ha renovado a sus directores, la única que trata de formar nuevos elementos capaces de conducir a las masas, y la única que carece de líderes profesionales que viven a expensas de los sindicatos, sin trabajar para subvenir a sus necesidades personales”.61
La existencia de un movimiento sindical independiente era indispensable para que la política de masas de Cárdenas tuviera garantías de aplicación en la realidad mexicana. Ninguna organización sindical sujeta a políticos facciosos o a dirigentes corrompidos podía ser capaz de movilizar eficazmente a los trabajadores por sus demandas y menos aún de controlarlos cuando se tratara de llevarlos a prestar apoyo al gobierno en sus proyectos de reforma. Lo que Cárdenas deseaba no era una organización servil que se limitara a corear o a aplaudir al gobernante, entregándole a la clase trabajadora atada de pies y manos, sino una organización combativa, capaz de defender a sus agremiados y lanzarlos con entusiasmo a la lucha por sus reivindicaciones. No quería esclavos, sino aliados, y sabía que para convertir a los trabajadores en aliados del gobierno revolucionario primero había que darles la oportunidad de sentirse dignos en la lucha y en la victoria contra sus enemigos de clase. Buscaba el acuerdo con ellos porque iba a necesitar de ellos; pero trataba de conseguir algo más que sería imposible de alcanzar si no se les liberaba de sus ataduras tradicionales: hacer de ellos unos socios en el poder a través de su organización. Los trabajadores debían tener la posibilidad real de crear a sus propios dirigentes, sin que en ningún momento volviesen a padecer influencias exteriores que los encadenaran a intereses que chocaban con los, suyos y con los del Estado mismo. Sólo ese tipo de dirigentes podría estar en condiciones de hablar a nombre de los trabajadores, con la total adhesión de éstos, y pactar, en la lucha reivindicativa, la alianza entre la clase que representaban y el gobierno de la Revolución. Lombardo Toledano pareció ser el primero de esta especie de dirigentes que el cardenismo necesitaba.
Las relaciones entre Cárdenas y Lombardo siguen siendo poco estudiadas, pero nadie duda ya de la importancia incalculable que tuvieron para el desarrollo del movimiento de masas de la década que siguió a la crisis. Es muy probable que ambos hayan mantenido una comunicación más o menos constante, por lo menos desde que el primero aceptó su candidatura a la Presidencia de la República, discutiendo, prácticamente como aliados, los problemas del país. En abril de 1934, casi ocho meses antes de que Cárdenas recibiera la Presidencia, Lombardo publicó un artículo en contra de los centros de juego;62 y él mismo recuerda que Cárdenas le comentó su artículo, prometiéndole que al llegar a la Presidencia haría desaparecer el juego en veinticuatro horas.63 Según Lombardo, su organización sindical mantuvo una actitud vigilante respecto del gobierno, después de lanzada la candidatura de Cárdenas, “porque ya el Calles de ese tiempo no era el Calles de los años anteriores, cuando él asumió el gobierno de la República, y como la clase obrera vio en Cárdenas una esperanza de justicia, hubo una gran cantidad de huelgas que yo mismo dirigí, reclamando mejores salarios y mejores prestaciones”,64 y siempre de acuerdo con Lombardo, “…el ala izquierda del PNR postuló a Cárdenas con el apoyo nuestro, del movimiento obrero, y el general Calles, que no tenía un candidato que le satisficiera de una manera plena… tuvo que aceptar a Cárdenas. Es decir, Cárdenas fue un candidato surgido del ala izquierda del PNR y del movimiento obrero, que nosotros dirigíamos en contra de las vacilaciones del general Calles”.65 El desarrollo de los hechos después de 1933 parece avalar sin reservas los recuerdos de Lombardo. La coincidencia de intereses produjo la colaboración, y la colaboración, la unidad permanente entre el Estado y las masas trabajadoras: tal fue el proceso que condujo en poco tiempo a la institucionalización de la política de la Revolución Mexicana.
Por supuesto, ni Cárdenas ni los dirigentes obreros esperaron de su aliado más de lo que prometió; ambos estuvieron siempre en el entendido de que su pacto no rebasaría jamás los marcos del régimen establecido, y ambos también fueron lo suficientemente claros como para que el pacto subsistiera aun sobre los malentendidos que por fuerza tenía que despertar en sus propios seguidores. Por lo demás, si bien jamás se preocuparon por disolver las dudas de los vacilantes ni las sospechas de los maliciosos, de hecho, el pacto y sus términos no fueron ningún secreto para quien deseara verlos sin hacerse ilusiones; en su momento y a su modo cada uno de los aliados los hizo públicos y desde el principio comenzó a actuar de acuerdo con lo que estipulaban.
Cárdenas era celoso en extremo de lo que con sorna don Jesús Silva Herzog llamaba la “originalidad originalísima de la Revolución Mexicana”,66 y que no es más que un falso neutralismo social del cual se reviste la ideología de la conciliación de las clases entre los dos grandes sistemas de la modernidad, el capitalismo y el socialismo. En esto Cárdenas tenía la gran escuela de la Revolución que entre nosotros había difundido la gran falacia de la generación espontánea del sistema nacional. “Despreciable por insensato —expresaba en una ocasión—, es atribuir al Estado y a sus dirigentes la intención suicida de introducir en México prácticas que pugnen con lo que de genuino y nacional tiene nuestra Revolución. La democracia social es la voluntad de formas que el pueblo ha manifestado a través de sus gestas, hasta lograr imponerlas con el triunfo de la Revolución. La democracia mexicana se identifica en su contenido con los programas universales de ideas avanzadas; pero su doctrina surge, con características propias del pasado histórico, de los problemas específicos de México y de las particulares soluciones que éstos reciben. Son por igual ajenos a la Revolución Mexicana, en lo que tienen de táctica, de programa, de política gubernativa, todos los movimientos que se originan en situaciones oriundas de otros países y extrañas por completo al nuestro”.67 Y aquel hombre que estaba a punto de convertir al Estado mexicano en un monstruoso Leviatán que habría de borrar definitivamente todo vestigio de democracia en el país, si es que alguno quedaba, todavía podía declarar: “En México se pugna por destruir, y se va destruyendo por medio de la acción revolucionaria, el régimen de explotación individual; pero no para caer en la inadecuada situación de una explotación del Estado, sino para ir entregando a las colectividades proletarias organizadas las fuentes de riqueza y los instrumentos de producción. Dentro de esta doctrina, la función del Estado mexicano no se limita a ser la de un simple guardián del orden, provisto de tribunales para discernir justicia conforme al derecho de los individuos, ni tampoco se reconoce al mismo Estado como titular de la economía, sino que se descubre el concepto del Estado como regulador de los grandes fenómenos económicos que se registran en nuestro régimen de producción y de distribución de la riqueza”.68
A Cárdenas no se podía ocultar el hecho, sabido de todo mundo, de que cuando el Estado se convierte en “titular de la economía” es porque se ha abolido la propiedad privada sobre los medios de producción, fuente de la explotación del hombre por el hombre, contra la que él decía luchar. Pero Cárdenas era hijo de la Revolución Mexicana. El no estaba luchando por la abolición de la propiedad privada; estaba luchando en contra de ella, aunque suene paradójico, para conservarla, y en esto no hacía sino llevar adelante el programa de la Revolución. Todo Estado capitalista acabado no hace otra cosa que defender la propiedad individual del egoísmo individual. En México se buscaba hacer lo mismo mediante la cómoda fórmula de la conciliación de las clases, a la cual se le llamaba, bárbaramente, socialismo (“mexicano”). Así, Cárdenas declaraba que “la principal acción de la nueva fase de la Revolución es la marcha de México hacia el socialismo, movimiento que se aparta por igual de las normas anacrónicas del liberalismo clásico y de las que son propias del comunismo que tiene como campo de experimentación a la Rusia Soviética. Del liberalismo individualista se aparta, porque éste no fue capaz de generar en el mundo sino la explotación del hombre por el hombre, al entregar, sin frenos, las fuentes naturales de riqueza y los medios de producción, al egoísmo de los individuos. Del comunismo de Estado se aparta, igualmente, porque ni está en la idiosincrasia de nuestro pueblo la adopción de un sistema que lo priva del disfrute integral de su esfuerzo, ni tampoco desea la sustitución del patrón individual por el Estado-patrón 69
Ahora bien, al imponerse como válida la política de la conciliación de las clases, cabe preguntarse, ¿qué ofrecía el sistema a la clase trabajadora que pagara la conservación de la propiedad privada sobre los medios de producción, fuente de la explotación? Por un lado, el cooperativismo; por otro, la aceptación de la lucha del proletariado por su mejoramiento económico en un nivel institucional, o sea, en los términos del artículo 123 de la Constitución. No más. Y a los dirigentes obreros, que nunca aceptaron como una verdadera solución el cooperativismo, les pareció que por lo menos lo segundo era justo y adecuado a las condiciones del país.
En relación con el cooperativismo, Cárdenas expresó bien lo que pensaba: “El Plan Sexenal de nuestro Instituto político —decía—, que establece en diversos de sus postulados la supremacía del sistema cooperativista, organizando socialmente a los trabajadores del campo y de la ciudad como productores y consumidores a la vez, irá transformando el régimen económico de la producción y distribuyendo la riqueza entre los que directamente la producen. Pero no se trata aquí del pseudo-cooperativismo burgués instituido entre nosotros desde las épocas de la Dictadura, sino de un cooperativismo genuino, constituido por trabajadores, dentro del cual puedan colaborar, sin excepción alguna, todos los elementos de trabajo y de consumo, hombres y mujeres, que deseen prestar su contingente para realizar la obra social de la Revolución, acabando así la explotación del hombre por el hombre; la esclavitud del hombre al maquinismo y sustituyéndola por la idea de la explotación de la tierra y de la fábrica en provecho del campesino y del obrero. Es de esperarse que mediante este sistema, técnicamente dirigido y ayudado económicamente por el Estado, juntamente con el movimiento sindicalista y con un régimen adecuado de distribución, se logre una eficiente explotación de todas las riquezas naturales, para satisfacer e intensificar el consumo interior y aumentar nuestras exportaciones para la pronta liberación de nuestro crédito. Podrá objetarse que en algunos casos el sistema cooperativista no ha respondido a sus fines y ha producido resultados adversos; pero si analizamos serenamente estos fracasos, debemos convenir en que son de atribuirse a causas circunstanciales, como son: la poca preparación de los directores de las masas y aun la falta de disciplina de los miembros que las constituyen, más bien que a defectos del sistema y del fin económico en que se fundan”.70
Es posible que por momentos el divisionario michoacano pensara que en México se podría dar una verdadera conversión de la economía nacional hacia el socialismo mediante una especie de “revolución cooperativista”. Lo que está fuera de duda es que él creía con firmeza que en nuestro país, brindándole la ayuda necesaria, el cooperativismo podía coexistir con la economía privada y, lo que es más importante, que podía devenir un eficaz auxiliar del sector público. Para él la forma más aceptable, viable y realista en que el proletariado podía acceder al dominio de los medios de producción era la cooperativa, sobre todo porque estaba claro que no entraba en contradicción con otras formas de propiedad. Luego pudo verse que las cooperativas por lo regular se establecían en empresas deficitarias e ineficientes que, lejos de significar un mejoramiento real para los trabajadores, venían a agravar su situación material y a pesar sobre la economía del Estado.71
Por lo pronto, la mayoría de los dirigentes sindicales se mostraron renuentes a aceptar el sistema. En noviembre de 1937 Lombardo hizo una crítica demoledora del mismo, así como de las ilusiones a que daba lugar: “La CTM sustenta el principio de la lucha de clases, como la mayor parte de las organizaciones de importancia en el mundo capitalista. En consecuencia, está en contra del sistema cooperativista como una solución del problema de la lucha de clases planteada: es la posición de los trabajadores frente al problema… los que consideran que el Estado debe intervenir para llegar a una sociedad más justa que la de hoy, no podrán pensar en una transición de la propiedad privada a la colectivización, mediante esfuerzos de los particulares: sería absurdo… ¿Qué es el cooperativista en el mundo? Es un simple aliado de la gran producción capitalista. Creer que se puede reemplazar la gran producción de la industria por la producción cooperativista de la misma industria, de una manera pacífica, coadyuvando el sindicalismo con las huelgas, para que se cansen los propietarios o fracasen, y entregen los centros de trabajo a los obreros para que éstos se organicen en cooperativas, es un error, una ilusión”.72
Como un trasunto de la misma concepción del cooperativismo, pero con una finalidad política muy particular Cárdenas también puso en acto lo que se denominó “administración obrera” en las empresas y cuyos casos más espectaculares los constituyeron las administraciones de los Ferrocarriles Nacionales y de la industria petrolera después de la expropiación. Aparte de ser una medida demagógica que se mostró ineficaz y antieconómica desde el punto de vista técnico, Cárdenas buscaba con ella simplemente el apoyo de los trabajadores para mantener las empresas en poder del Estado, dando al mismo tiempo un motivo estupendo para evitar que se desarrollaran en tales empresas movimientos reivindicativos y, sobre todo, posibles huelgas. El Partido Comunista vio bien el problema cuando denunció sus consecuencias políticas: “En términos generales —dice la resolución del Pleno del Comité Central del PCM de 23 y 24 de octubre de 1938— la administración directa de las empresas por los sindicatos no es aconsejable, pues pone en peligro la independencia y la libertad de acción de los sindicatos en la realización de las funciones verdaderas, que consisten en el mejoramiento y el control de las condiciones de trabajo, en la defensa de los intereses de clase del proletariado”. Y en su informe al VII Congreso del Partido, Hernán Laborde, secretario general del mismo, afirmaba muy justamente: “…la administración de una empresa por el sindicato suprime o restringe la función principal del sindicato, que es la de defender los intereses de clase de los trabajadores. O, en el mejor de los casos, desdobla la personalidad del sindicato, que viene a ser al mismo tiempo defensor de los trabajadores y administrador, es decir, defensor de la empresa. Inevitablemente una función entra en conflicto con la otra, y el sindicato tiene que escoger entre la empresa y los trabajadores. Y es muy probable que abandone los intereses de los obreros, empeñado en hacer tirunfar la administración. Esto es particularmente inadmisible en un régimen capitalista… Y es más peligroso aún en condiciones de crisis económica, cuando uno de los dos factores, la empresa o sus obreros, deben resentir las consecuencias”.73
El arma más eficaz y poderosa que en todo tiempo el capitalismo ha puesto en juego contra la subversión de las masas trabajadoras y, en particular, contra la revolución proletaria, ha consistido siempre en reconocer el derecho de los trabajadores a su mejoramiento económico en la medida en que se desarrolla la producción. Fue a lo que Lenin llamó lucha económica del proletariado, que bien dirigida puede y debe convertirse en lucha política, es decir, lucha por el poder político y por el socialismo. Pero la lucha económica puede convertirse en lucha simplemente economicista, sin perspectiva política, y entonces deviene el alma de la contrainsurgencia capitalista; de hecho, fue el alma, el núcleo, la esencia de ese gigantesco movimiento de contrainsurgencia que es la Revolución Mexicana, y Cárdenas ha sido hasta la fecha su más consumado realizador y, a la vez, su más inspirado profeta.
El mecanismo ha consistido siempre en comenzar por definir los intereses de los trabajadores en las condiciones del capitalismo: salario, régimen de trabajo, jornada de trabajo, seguro contra enfermedades profesionales y contra accidentes de trabajo, vivienda, deportes, como el derecho del trabajo. Todo lo que vaya más allá significa “rebasar”, “desbordar” el “derecho”. Podemos imaginarnos lo que puede resultar de una situación política y social en la cual el mencionado “derecho” es prácticamente inexistente y salta a la palestra un gobernante que lo primero que hace es convertirse en paladín del “derecho” de los trabajadores. Eso fue lo que hizo Cárdenas y eso le bastó para inflamar de entusiasmo los pechos proletarios y arrastrar a las multitudes en pos de su “derecho”. “No es verdad —decía Cárdenas en febrero de 1936— lo que ha venido propalándose para hacer creer que una vez organizada la masa trabajadora puede ésta representar una amenaza para la República. Mientras mejor sea su organización mayor será la conciencia que tengan los trabajadores de sus responsabilidades; ahora mismo los obreros saben que, en el medio económico en que se desenvuelven y dentro de las posibilidades de nuestra industria, tienen un límite y ese límite no será rebasado jamás, en consecuencia, los movimientos que llevan a cabo en la actualidad las organizaciones de trabajadores no tienen otro carácter que el de una lucha social que se ajusta a los términos de la ley y que no alarma al país ni al Gobierno, porque todos sabemos que el objetivo de los trabajadores se reduce a lograr las conquistas que son compatibles con la capacidad productora y financiera de las empresas”.74
Ciertamente la lucha económica de los obreros se justificaba, como se justifica siempre, como una lucha legítima, como la única arma de que podían disponer para mejorar su situación económica; y se justificaba sobre todo como una medida sana que no podía ser sino benéfica para la economía nacional. Cárdenas era el primero en entenderlo, pero cada vez que se vio obligado a tocar el asunto su tono, generalmente grave, se volvía amenazador, sin dejar escapatoria alguna. A raíz de su rompimiento con Calles, Cárdenas trató el problema en los siguientes términos: “Refiriéndome a los problemas de trabajo que se han planteado en los últimos meses y que se han traducido en movimientos huelguísticos, estimo que son la consecuencia del acomodamiento de los intereses representados por los dos factores de la producción, y, que si causan algún malestar y aun lesionan momentáneamente la economía del país, resueltos razonablemente y dentro de un espíritu de equidad y de justicia social, contribuyen con el tiempo a hacer más sólida la situación económica, ya que su correcta solución trae como consecuencia su mayor bienestar para los trabajadores, obtenido de acuerdo con las posibilidades económicas del sector capitalista. Ante estos problemas, el Ejecutivo Federal está resuelto a obrar con toda decisión para que se cumpla el programa de la Revolución y las leyes que regulan el equilibrio de la producción, y decidido asimismo a llevar adelante el cumplimiento del Plan Sexenal del Partido Nacional Revolucionario, sin que le importe la alarma del sector capitalista. Pero al mismo tiempo considero de mi deber expresar a trabajadores y patronos, que dentro de la ley disfrutarán de toda clase de garantías y apoyo para el ejercicio de sus derechos, y que, por ningún motivo, el Presidente de la República permitirá excesos de ninguna especie o actos que impliquen transgresiones a la ley o agitaciones inconvenientes. A tal efecto, declaro que tengo plena confianza, en las organizaciones obreras y campesinas del país y espero que sabrán actuar con la cordura y el patriotismo que exigen los legítimos intereses que representan”.75
Si en otros aspectos de su política de masas Cárdenas puede aparecer como un demagogo, como en el caso del cooperativismo, sin dejar de ser paternalista con los trabajadores, sin embargo, cuando se trataba de definir el lugar y los límites de la lucha económica de las masas populares dentro del sistema político, era absolutamente sincero y no dejaba lugar a equívocos. Si la lucha económica era benéfica para los trabajadores y para el orden establecido, la cosa cambiaba automáticamente cuando se convertía de algún modo en lucha contra el sistema. Lo que llamaba “agitaciones inconvenientes” las denominaba también “agitaciones políticas”, con sorprendente exactitud, por lo demás; y en este sentido era terminante: “Estoy cierto que los obreros y los campesinos de la República no se están entregando a una labor de agitación política. Sus movimientos son de carácter social y se desarrollan dentro del marco de la Ley, para obtener las ventajas económicas, dentro de las posibilidades de las empresas productoras y al amparo de un Gobierno, que ha venido pugnando porque se establezca el equilibrio social sobre la base de relaciones justas entre el capital y el trabajo, que es el fundamento único de un buen entendimiento”.76
Estas fueron las bases del pacto y la dirigencia obrera las aceptó sin problemas, pacíficamente. Sobre ellas se desarrolló el movimiento laboral durante el cardenismo, con una pujanza y una intensidad que aún hoy siguen sorprendiendo. De la lucha reivindicativa surgieron la unidad y la organización de los trabajadores; en ella se plasmó la alianza entre las masas y el Estado de la Revolución. En febrero de 1936 se fundó la Confederación de Trabajadores de México (CTM). No fue sino el comienzo de una larga serie de transformaciones que al cabo de dos años cambiaron por completo el panorama político, económico y social del país. El acuerdo fue total, justamente porque el proceso se condujo dentro de los límites que se le habían marcado.
La CTM nació inscribiendo en su Declaración de Principios su adhesión el régimen nacionalista de Cárdenas. Como fin mediato se decidía la abolición del capitalismo en México, cosa que nada tenía que ver con la Revolución Mexicana, de la que Cárdenas había devenido el mayor exponente; pero como fines inmediatos postulaba el mejoramiento de la clase trabajadora, la ampliación de las libertades democráticas, la liberación política y económica de México y la lucha contra la guerra y el fascismo, fines que también eran los que preconizaba el cardenismo: “…la etapa de la evolución histórica en que nos encontramos —se dice— tiene la característica de un régimen individualista semicolonial y semidemocrático, contrariamente agitado por las fuerzas populares que tienden hacia la liberación nacional y el socialismo, y por los sectores reaccionarios que lo impulsan hacia la dictadura burguesa. Esquemáticamente expuesto el régimen que prevalece se caracteriza por: a) Propiedad privada de los medios de producción económica, controlada por una minoría y cuya explotación no está sujeta sino a muy limitadas restricciones, b) La clase trabajadora sujeta a un régimen de salarios de hambre, c) No intervención del trabajador en la dirección del proceso económico y como consecuencia, el poder social verdadero en manos de la burguesía. El proletariado de México luchará fundamentalmente por la total abolición del régimen capitalista. Sin embargo, tomando en cuenta que México gravita en la órbita del imperialismo, resulta indispensable, para llegar al objetivo primeramente enunciado, conseguir previamente la liberación política y económica del país. La guerra imperialista y el fascismo significan terror y empobrecimiento general de las condiciones de vida del proletariado. Contra ellos luchará con todas sus fuerzas, oponiendo a la primera, la guerra de liberación nacional en caso de una agresión a nuestro país, y al segundo, la defensa y la ampliación de las libertades democráticas”.77 Mientras la CTM se guiara por estos principios, lejos de representar un peligro para el régimen de la Revolución Mexicana, no podría más que fortalecerlo, en realidad, como ningún otro factor o elemento de poder lo iba a hacer.
Esta especie de contrato social representa un hecho absolutamente insólito en la historia nacional anterior. Se trataba del primer pacto establecido entre un movimiento de masas que se había prestigiado en la lucha y que en ésta había ganado su independencia, por una parte, y un gobierno que al fin podía poner en acto su línea política de masas sin rémoras de ningún tipo, por la otra. Al principio se mantuvo como un trato parcial, en cierta forma como un acto privado, mientras no llegó la oportunidad de imponerlo a los demás sectores sociales y, sobre todo, a los grupos revolucionarios mismos que se mostraban renuentes y temerosos. En ambos casos fue la propia movilización de los trabajadores organizados el ariete que derribó toda oposición.
Las jornadas de junio y diciembre de 1935 y enero de 1936 en contra del callismo, no sólo conjuraron de una vez y para siempre toda oposición dentro de los círculos del poder al movimiento laboral, consolidando la unidad entre los grupos revolucionarios, sino que sirvieron para acelerar la cohesión y la organización nacional de los trabajadores.78 Desde entonces, éstos, a través de su organización y mediante su dirigencia, se convirtieron, como Cárdenas quería, en socios del poder, en una fuerza constitutiva del Estado revolucionario. Por otra parte, y casi al mismo tiempo, Cárdenas tuvo la oportunidad de medir la potencia que su gobierno había adquirido de esa manera, para enfrentar la resistencia más eficaz que podía oponerse a su política y que provenía del sector empresarial.
A principios de febrero de 1936, uno de los grupos patronales que gozaban de una mayor fuerza económica y política, y al mismo tiempo el que mayor independencia había logrado mantener frente al Estado, el Centro Patronal de Monterrey, decidió probar su fuerza en contra del movimiento obrero organizado que el gobierno apoyaba. Tiempo atrás el Sindicato Unico de la Vidriera de Monterrey había obtenido una resolución favorable a un movimiento de huelga en contra de la empresa por diversas reivindicaciones laborales. El Centro Patronal organizó un paro, en respuesta al movimiento de los trabajadores de La Vidriera, los días 5 y 6 de febrero, y lanzó el guante al gobierno, desencadenando una furibunda campaña anticomunista cuyas víctimas expresas eran el gobierno y las organizaciones obreras. Cárdenas, seguro de la fuerza con que ahora contaba, aceptó el reto y se presentó de inmediato en la ciudad de Monterrey. Su respuesta no podía ser más contundente: sostuvo el derecho de los trabajadores a organizarse y a luchar por sus reivindicaciones, reafirmó el principio del intervencionismo estatal, rechazó como ilegal y provocadora la intervención de los patronos en las organizaciones obreras y, a la intimidación empresarial de que podían abandonar sus negocios, Cárdenas contestó con resolución que si querían lo hicieran, el Estado los sustituiría sin miramientos.79
El presidente aprovechó el conflicto para formular públicamente su política de masas e imponérsela a los sectores empresariales del país, teniendo buen cuidado de aclarar con toda precisión que se trataba de un interés del Estado y que por ello no daría en este sentido ni un paso atrás. Esta función tuvieron sus famosos “Catorce Puntos”, que son una verdadera liquidación de cuentas con el elemento patronal y, a la vez, la legitimación del papel del Estado como director de la sociedad. Dicen así:
“1. Necesidad de que se establezca la cooperación entre el Gobierno y los factores que intervienen en la producción, para resolver permanentemente los problemas que son propios de las relaciones obrero-patronales, dentro de nuestro régimen económico de derecho.
“2. Conveniencia nacional de proveer lo necesario para crear la Central Unica de Trabajadores Industriales, que dé fin a las pugnas intergremiales nocivas por igual, a obreros, patrones y al Gobierno.
“3. El Gobierno es el árbitro y el regulador de la vida social.
“4. Seguridad de que las demandas de los trabajadores serán siempre consideradas dentro del margen que ofrezcan las posibilidades económicas de las empresas.
“5. Confirmación de su propósito expresado anteriormente a los representantes obreros, de no acordar ayuda preferencial a una determinada organización proletaria, sino al conjunto obrero representado por la Central Unitaria.
“6. Negación rotunda de toda facultad a la clase patronal para intervenir en las organizaciones de los obreros, pues no asiste a los empresarios derecho alguno para invadir el campo de la acción social proletaria.
“7. Las clases patronales tienen el mismo derecho que los obreros para vincular sus organizaciones en una estructura nacional.
“8 El Gobierno está interesado en no agotar las industrias del país, sino en acrecentarlas, pues aun para su sostenimiento material, la Administración pública reposa en el rendimiento de los impuestos.
“9. La causa de las agitaciones sociales no radica en la existencia de núcleos comunistas. Estos forman minorías sin influencia determinada en los destinos del país. Las agitaciones provienen de la existencia de aspiraciones y necesidades justas de las masas trabajadoras, que no se satisfacen, y de la falta de cumplimiento de las leyes del trabajo, que da material de agitación.
“10. La presencia de pequeños grupos comunistas no es un fenómeno nuevo ni exclusivo de nuestro país. Existen estas pequeñas minorías en Europa, en Estados Unidos y, en general, en todos los países del orbe. Su acción en México no compromete la estabilidad de nuestras instituciones, ni alarma al Gobierno ni debe alarmar a los empresarios.
“11. Más daño que los comunistas, han hecho a la Nación los fanáticos que asesinan profesores; fanáticos, que se oponen al cumplimiento de las leyes y del programa revolucionario y, sin embargo, tenemos que tolerarlos.
“12. La situación patronal reciente no se circunscribió a Monterrey, sino que tuvo ramificaciones en otros centros importantes de la República, como La Laguna, León, el Distrito Federal, Puebla y Yucatán.
“13. Debe cuidarse mucho la clase patronal de que sus agitaciones se conviertan en bandería política, porque esto nos llevará a una lucha armada.
“14. Los empresarios que se sientan fatigados por la lucha social, pueden entregar sus industrias a los obreros o al Gobierno. Eso será patriótico; el paro no”.80
La política de masas del presidente Cárdenas muy pronto demostró que era también una eficaz política de desarrollo. Por entonces, justamente en términos de política de desarrollo, el régimen de la Revolución tenía planteados dos grandes problemas, que eran, por un lado, la disolución del poderío económico que en algunos centros estratégicos del país mantenían los antiguos grupos terratenientes, como un freno para la economía del país y para el mejoramiento de las masas trabajadoras que dependían de ellos; y por otro lado, el rescate para la nación de los recursos naturales que permanecían en manos de los capitalistas extranjeros, principalmente el petróleo, sobre cuyo dominio persistía como un cáncer el enclave imperialista más peligroso para la independencia de México. En todos estos casos el método de Cárdenas consistió puntualmente en lanzar las masas movilizadas contra sus explotadores, identificando siempre su lucha reivindicativa con los propósitos del gobierno de la Revolución. Movilización y expropiación iban de la mano dondequiera que se levantaba un centro de poder mantenido por los explotadores tradicionales que aún se oponían a la consolidación del nuevo régimen.
Así ocurrió en La Laguna, donde un grupo de empresarios extranjeros rivalizaba con los políticos revolucionarios en el monopolio de la tierra y en la explotación despiadada de los trabajadores asalariados; en los campos henequeneros de Yucatán, asiento de una oligarquía retrógrada y parasitaria, la famosa “casta divina”, que seguía esclavizando a los trabajadores yucatecos, muy a pesar de veinte años de Revolución; o en Lombardía y Nueva Italia, en el estado de Michoacán, para no citar sino los casos más importantes.81 En todos ellos la movilización de las masas desembocó en la destrucción del poderío económico y político de los terratenientes. Pero ciertamente el ejemplo principal, en el que la política de masas se combina magistralmente con la política de desarrollo lo es la expropiación petrolera; Cárdenas demostró que, apoyado en las masas, también era posible enfrentar al imperialismo y, además, derrotarlo.82
La adhesión de las masas a la política cardenista fue permanente y entusiasta; en ninguna otra etapa de la historia del México revolucionario el apoyo de los trabajadores al Estado ha sido tan libre, tan espontáneo y tan combativo. Pero el movimiento obrero se ligó entonces de tal manera a los objetivos económicos y políticos del régimen de la Revolución, que cuando estos objetivos fueron alcanzados o los círculos gobernantes consideraron que habían ido demasiado lejos, la política de masas experimentó un cambio. La movilización fue permanente mientras no se consiguió consolidar la organización obrera y, principalmente, mientras no se logró asestar el golpe decisivo al poder de los terratenientes y del enclave petrolero. Después de marzo de 1938, los grandes movimientos huelguísticos y las gigantescas manifestaciones que venían conmoviendo al país desde 1935 cesaron como por ensalmo, y comenzó a apoderarse de las conciencias la idea fraguada de antemano, de que una vez hechas las conquistas había que defenderlas y conservarlas. La época de las movilizaciones había pasado. El régimen revolucionario había conseguido destruir a sus enemigos y la principal riqueza natural estaba ahora bajo su control; para las masas aquello no era sino el comienzo de un nuevo calvario. En el entusiasmo de las movilizaciones y de la lucha reivindicativa, habían conocido palpablemente las dimensiones colosales de su fuerza irresistible; habían sabido, por primera vez en su historia, lo que es el triunfo sobre sus enemigos de clase y la solidaridad en la lucha; sus niveles de vida se habían elevado; sentían que habían transformado al país bajo el huracán que habían desencadenado; pero apenas si se dieron cuenta de que con sus mismas movilizaciones iban forjando, paso a paso, irremediablemente, un grillete que, echado al cuello de la pasajera y limitada independencia con que se les había dejado actuar, acabaría por estrangularla: su organización.