2. LA ORGANIZACIÓN DE LAS MASAS Y LA RECONSTITUCION DEL PODER

El primero de mayo de 1933, poco después de que empezó a luchar por la Presidencia de la República, Cárdenas observó plásticamente, en el desfile de los trabajadores por las calles de la ciudad de México, las divisiones y las pugnas, provocadas siempre por políticos corrompidos y sostenidas por líderes logreros y oportunistas, que los reducían a la impotencia frente a sus explotadores y frente al Estado mismo.

“La división de los trabajadores de la ciudad —escribía en sus Apuntes— y la presencia en el desfile de una Liga Campesina de escasas ramificaciones en pugna con otras, comprueban una vez más la necesidad de que se ayude a los trabajadores a no ser factores de las pasiones de personas que están en pugna, haciéndose necesario en bien de la clase trabajadora, de su cultura y mejoramiento económico, la formación del frente único de trabajadores para que en él se sumen las organizaciones de todo el país y evite este organismo que los organismos locales sigan siendo divididos por intereses políticos, debiendo el Gobierno, por obligación revolucionaria y propósitos de justicia, en favor del proletariado, estimular la formación del frente único, apoyándolo para que se cree con positiva autonomía y no esté sujeta su existencia a los vaivenes políticos. La organización de los trabajadores será la que pueda realizar el desarrollo de la economía nacional cuando logre que el trabajo tenga la participación que le corresponda en la producción”.19 Y unos días después acuñaba la que podría ser llamada la divisa del cardenismo: “La organización colectiva impulsa, obliga a hacer caracteres. El abandono atrofia, matando la fuerza individual”.20

Nathaniel y Sylvia Weyl escribieron que Cárdenas tenía muy arraigados dos principios políticos: “El primero de estos dogmas —decían— era el de los procedimientos democráticos y el respeto a la voluntad popular, axioma que era casi instintivo en un hombre que nunca había cortado los lazos que lo ataban con la gente del pueblo. El segundo consistía en el respeto hacia la autoridad gubernamental establecida, una reacción en contra de los estragos causados por el militarismo anárquico y la desolación que dejaba la guerra civil”.21 En realidad, los “procedimientos democráticos” le interesaban tanto a Cárdenas como le podían interesar a cualquier revolucionario mexicano. “Los conservadores de México —escribía a fines de 1935 el divisionario michoacano—, enemigos del programa social de la Revolución, quisieran en la política del gobierno la democracia que se practica en los estados capitalistas; es decir, libertad para sus intereses e imposición de su criterio; quisieran que se relegara a los trabajadores a una situación individualista, porque saben que la organización acabará con sus privilegios. Por esto le temen y la combaten; pero si los trabajadores usan inteligentemente su propia fuerza lograrán pronto una mejor distribución de la riqueza pública y privada”.22 Lo que a Cárdenas le interesaba, antes que ninguna otra cosa, era fortalecer el Estado de la Revolución, hacer de él una verdadera potencia social, que estuviera en condiciones de llevar a cabo la transformación que el país necesitaba; y esto se lograría unificando y organizando a las masas bajo la dirección del propio Estado de la Revolución. Y aunque nadie tiene derecho a afirmar que Cárdenas no pensara que los intereses de las masas coincidieran cabalmente con los propósitos del Estado, esto no tenía nada que ver con la democracia. Es justamente el papel que Cárdenas atribuía al Estado en la organización de las masas lo que explica su rechazo de la política individualista y, por lo mismo, el absoluto respeto a la autoridad gubernamental que él demandaba siempre a todos y cada uno de los revolucionarios. Este es, sin embargo, sólo un aspecto del problema. El otro, tal vez el decisivo, es que Cárdenas se proponía recurrir a las masas para desterrar la política personalista e imponer la unidad entre los revolucionarios y el respeto de los mismos a la autoridad gubernamental.

El 19 de diciembre de 1934, apenas iniciado su gobierno, Cárdenas dejó en sus Apuntes un testimonio esclarecedor de lo que ese tipo de política significaba para la estabilidad del régimen: “Al iniciarse mi postulación tomé en cuenta los problemas que podían presentárseme ya en la Presidencia; entre ellos el político con el general Calles por la intervención de sus amigos descontentos por sus aspiraciones presidenciales. Viví la época del Gobierno del ingeniero Ortiz Rubio y conocí lo que ellos influyeron para su renuncia como presidente de la República. Visité al general Calles en El Sauzal, Baja California, alojado en la casa del general Abelardo Rodríguez. Platiqué con él. Le manifesté mis preocupaciones por la actitud de quienes se decían sus amigos y que hasta la víspera de mi postulación habían tenido la dirección política del país, y le hice conocer no deseaba yo fuera a afectarse nuestra amistad por situaciones políticas. Que mi propósito era cumplir con los puntos del programa de la Revolución del que siempre había sido él uno de sus más fieles exponentes. Que había personas que ya se consideraban afectadas en sus intereses por el anuncio del programa de Gobierno que desarrollaría y que incluía la supresión de juegos prohibidos; intensificación del reparto de tierras; apoyo a las demandas obreras que fueran justificadas, etcétera”.23 Y probablemente en la misma ocasión Cárdenas escribía con profunda preocupación: “La situación económica del país; los problemas existentes de uno a otro confín de la República; el abandono en que viven numerosos pueblos; la criminal apatía de muchas autoridades y su falta de interés por resolver los problemas fundamentales que planteó la Revolución; la actitud de elementos que diciéndose revolucionarios sostienen un criterio conservador; la falta de comprensión de jefes militares que desconocen la finalidad social de nuestra Revolución; los grandes intereses creados por individuos que actúan en la política nacional; las concesiones sobre el subsuelo dadas en contra de los intereses del país; y por último los centros de vicio explotados con autorización de funcionarios federales y locales, me hacen comprender que mi labor será aldua, que encontraré fuertes obstáculos oponiéndome a un pro grama de moralización, de mejoramiento económico de los trabajadores y de reintegración de las reservas del subsuelo. Pero tengo fe en que podré resolver todo esto apoyado en el pueblo y en la confianza que sepa inspirar al país con mis propios actos”.24

Muchos historiadores, pero sobre todo las personas que de una o de otra manera estuvieron ligadas a Cárdenas, han tendido siempre a interpretar la ascensión del divisionario de Jiquilpan al poder presidencial como una astuta lucha emprendida por un individuo que aparentaba estar en la pandilla del poder en contra del jefe reconocido de la pandilla, que sería el general Calles. En cierto momento, cuando el jefe de los pandilleros tuvo que “escoger” a un sucesor del presidente en turno, echó una ojeada a sus subordinados y “designó” al que le parecía “menos peligroso”, que sería el general Cárdenas. Cuando éste llegó a la Presidencia de la República resultó ser completamente diferente de lo que había aparentado ser hasta entonces o por lo menos comenzó a aparentar otra cosa. El caso fue que Cárdenas se volvió en contra de quien lo había “elegido” y lo echó del poder junto con sus acólitos. El fundamento de esta extraña versión de la historia del cardenismo consiste en la afirmación de que Calles se había vuelto un contrarrevolucionario y que por ello Cárdenas no tuvo más remedio que fingirle obediencia, en un primer momento, para, una vez llegado al poder, combatirlo y expulsarlo del campo revolucionario.

Se podría aceptar que Calles, personalmente, sobre todo después de la muerte de Obregón, se haya vuelto cada vez más conservador y, en esa medida, se haya alejado más y más de la tradición ideológica y política de la Revolución. De cualquier forma es algo que debiera ser tomado con mucho cuidado. Lo que no tiene fundamento, en primer término, es el poder que se atribuye a Calles; en segundo término, el que Cárdenas haya llegado al poder por designación exclusiva de Calles, y en tercer término, el que Cárdenas haya aguardado llegar a la Presidencia para descubrir su juego político. Calles, es verdad, después de la muerte de Obregón fue visto siempre como el jefe indiscutible de los revolucionarios. Pero el ser jefe no quería decir que tuviera los poderes absolutos que se le atribuyen. Era más bien un árbitro de grupos, que en ciertos momentos expresaba lo que los grupos acordaban dentro de la alianza revolucionaria o que manifestaba puntos de vista que tendían a equilibrar posiciones dentro de dicha alianza. Era la voz que unificaba hacia afuera a los revolucionarios, la de mayor autoridad, la de mayor prestigio. Como hizo notar con acierto Paul Nathan, “…a pesar de la gran cantidad de partidarios suyos, amigos y funcionarios, que habían llegado a ocupar puestos a través de su acción directa o de sus buenos oficios, Calles no fue otra cosa que el más hábil político del país, que tenía que echar mano más bien de la sagacidad que del puño de hierro para lograr sus fines. Era un hombre de buen criterio político a quien los funcionarios gustaban de consultar. Era también un amigo leal, capaz de inspirar confianza; muchos le querían por su enérgica pero simpática personalidad”.25

En realidad, Cárdenas no luchó en contra de Calles mientras éste supo cumplir sus funciones de árbitro, y cuando lo enfrentó no fue porque se hubiera vuelto un contrarrevolucionario sino porque adoptó una postura divisionista y apoyó a grupos minoritarios sin tomar en cuenta, como siempre lo había hecho, a la mayoría de los revolucionarios. Para junio de 1935, cuando se dio el rompimiento entre ellos, Calles ya no era un árbitro, jefe de todos los revolucionarios, sino cabeza de un grupo derrotado que no tenía ya nada que hacer en la política mexicana. El rompimiento fue extremadamente doloroso para Cárdenas, que siempre había visto en Calles a un verdadero jefe político y a un auténtico maestro ideológico.26 Para Cárdenas la jefatura revolucionaria de Calles fue un hecho positivo y siempre la vio como un instrumento adecuado y eficaz de unificación; pero no la consideraba, ni mucho menos, como algo insustituible o eterno. Para él fue necesaria mientras los grupos adquirían el sentido de la disciplina y el orden dentro de las filas de la Revolución. Y empezó a luchar en contra de dicha jefatura cuando se convirtió en escudo de intereses personalistas o sectarios; pero para ello no esperó a tener la Presidencia en sus manos. Como él mismo advierte en uno de sus pasajes últimamente transcritos, los grupos de políticos personalistas tuvieron la dirección del país hasta la víspera de su postulación como candidato (véase nota 23).

Como contrapartida indispensable a la política individualista, Cárdenas aspiraba a fortalecer la Presidencia de la República. Para él no había de ningún modo gobierno eficaz si el presidente se encontraba maniatado o impotente frente a un individuo o un grupo. Después de haber expulsado a Calles de México en 1936, Cárdenas escribía: “Los que pasan por la primera magistratura del país no deben aspirar a representar mayor autoridad política que el que tiene constitucionalmente la responsabilidad presidencial. Sin embargo, hay casos en que las sirenas, falsos amigos, gritan ‘tú eres el rey’ y ¡ cuánta ceguera llega a producir a los que se dejan adular! “27 Y en mayo de 1940, cuando estaba por expirar su periodo, anotaba: “En el Gobierno una sola fuerza política debe sobresalir: la del presidente de la República, que debe ser el único representante de los sentimientos democráticos del pueblo”.28 El corolario era sencillo: si había gobierno eficaz habría transformaciones sociales profundas, y si había transformaciones serias la Revolución habría triunfado. Este era justamente el espíritu del Constituyente de Querétaro; fue el espíritu con el que se impuso la institucionalidad del presidencialismo en la que acabó por volverse humo el poder personal.

La jefatura callista fue necesaria mientras se mantuvo un equilibrio inestable entre los grupos revolucionarios; pero dejó de ser necesaria, por lo menos al nivel político, cuando uno de ellos se convirtió en el grupo hegemónico. Y las fuerzas que encabezó Cárdenas de hecho habían conquistado ya la hegemonía para comienzos de 1933. La famosa “designación” de Cárdenas por Calles fue pura fórmula, un acto de consagración, no tanto del nuevo amo, como del antiguo jefe, con el que se quería sellar la unidad del campo revolucionario después de que los reformistas habían impuesto su hegemonía. El nuevo dirigente de la Revolución no necesitaba de tales actos; sus objetivos eran otros, su perspectiva diferente y sus medios mucho más eficaces.

Las fuerzas reformistas hicieron pública su victoria política con la aprobación del Plan Sexenal y la elección de Cárdenas como candidato a la Presidencia de la República en la Segunda Convención Nacional Ordinaria del Partido Nacional Revolucionario celebrada en Querétaro a principios del mes de diciembre de 1933. Allí daba inicio la verdadera y definitiva consolidación del régimen institucional de la Revolución y allí se cavaba la tumba del régimen personalista y de la política individualista. Como dijera Froylán C. Manjarrez, el diputado que había propuesto en el seno del Constituyente que las relaciones de trabajo ocuparan un capítulo especial en el texto constitucional, “…llegamos al momento en que culmina el movimiento revolucionario. Si nosotros glosamos lo que es esta campaña electoral, desde su iniciación hasta la Convención a que asistimos, tenemos que declarar, con justicia, que en este proceso histórico ha triunfado el sentido radical de la Revolución”.29

El Plan Sexenal, antes que como instrumento de gobierno, de cuya eficacia muy pronto comenzó a dudarse, aparecía como la reivindicación triunfante de los principios reformistas de la Revolución Mexicana, hechos ley, letra muerta hasta entonces, en la Constitución de 17. En torno suyo las fuerzas que llegaban al poder con Cárdenas se aglutinaron y se organizaron para dar la pelea a todo lo viejo y carcomido que había anidado en las filas revolucionarias. El Plan Sexenal, en el fondo, no era un programa de gobierno, pese a que así se le presentara siempre: era esencialmente un programa ideológico y, sobre todo, era un programa reivindicativo.

Lo primero que se proponía, a través del Plan, era rescatar el derecho del Estado de la Revolución a regimentar la vida social, restaurando su capacidad jurídica y política para intervenir en las relaciones sociales de producción. En relación con ello se decía: “…la tesis en que se funda el plan de gobierno… es unánimemente, la de que el Estado Mexicano debe asumir y mantener una política de intervención reguladora de las actividades económicas de la vida nacional. Es decir: franca y decididamente se declara que en el concepto mexicano revolucionario, el Estado es un agente activo de gestión y ordenación de los fenómenos vitales del país; no un mero custodio de la integridad nacional, de la paz y del orden público”.30 Con esta tesis no se inventaba ningún principio novedoso; la época de las invenciones había quedado muy atrás; esa había sido la época heroica de la Revolución: ésta era la hora de las reivindicaciones. La Constitución, decía en la misma ocasión Manjarrez, “…todavía es un programa y seguirá siéndolo hasta que no se haya cumplido integralmente su cuerpo de doctrina”,31 y lo que por principio de cuentas había que reivindicar como un proyecto todavía ausente de la realidad nacional era el derecho del Estado revolucionario a intervenir en la vida social como rector inapelable.

Que aquí se trataba de una auténtica herencia revolucionaria era un hecho que, tal y como acaecía en los tiempos de la lucha armada, avalaba una renovada y constante referencia a las masas trabajadoras como el componente esencial de la política de la Revolución. “El Partido Nacional Revolucionario —se dice en el texto del Plan Sexenal— reconoce que las masas obreras y campesinas son el factor más importante de la colectividad mexicana y que, a pesar de la postración en que han vivido, conservan el más alto concepto de interés colectivo, circunstancia que permite radicar en el proletariado el anhelo de hacer de México un país grande y próspero, mediante la elevación cultural y económica de las grandes masas de trabajadores de las ciudades y del campo”.32 Si las masas volvían al escenario de la política nacional como el factor más importante, el intervencionismo estatal no necesitaba de nada más para justificarse, pues aparecía como el derecho del Estado a intervenir en la vida social que se ejercía en nombre de las masas. La lucha contra los privilegios, contra la gran propiedad agraria, por el desarrollo económico del país, resurgía como una lucha querida por las masas, que se hacía por las masas y que antes que a nadie iba a beneficiar a las masas. “La Constitución de 1917 —se dice en el Dictamen sobre el Proyecto de Plan Sexenal— mantiene el respeto a los derechos e iniciativas individuales, pues no quiso llegar a un régimen de absorción y nulificación del individuo por el Estado. Unicamente se propuso abandonar la organización jurídica anterior, dentro de la cual, abusándose de la libertad individual, por falta de medios de acción pública reguladora, se creó una situación de privilegio para las minorías poseedoras de la riqueza, con grave daño de las grandes masas de población, relegadas a una condición de miseria y servidumbre”.33

Pero lo que resultaba decisivo en este cambio operado en la concepción de la política revolucionaria no era únicamente reconocer a las masas trabajadoras como el elemento central de la misma, sino sobre todo el disponerse a convertirlas una vez más en un elemento activo al servicio de la Revolución, por supuesto, del mejor modo que era posible imaginar: organizándolas, y organizándolas por algo que las tocaba de cerca: sus demandas. “El Estado —dice el Plan Sexenal—protegerá la contratación del trabajo humano, con el objeto de garantizar los derechos de los asalariados: fundamentalmente, las relativas al salario mínimo, que sea bastante para satisfacer sus necesidades y placeres honestos, considerándolos como jefes de familia; a la estabilidad del trabajador en su puesto, y a las demás compensaciones y garantías que les conceden la Constitución y las Leyes”. Y en seguida establece: “Frente a la lucha de clases inherente al sistema de producción en que vivimos, el Partido y el Gobierno tienen el deber de contribuir al robustecimiento de las organizaciones sindicales de las clases trabajadoras; y en caso de conflictos intergremiales, las diferencias serán resueltas dentro de un régimen de mayorías. El Estado velará, asimismo, porque los sindicatos desempeñen lo más eficazmente posible, la función social que les está encomendada, sin que puedan salirse de sus propios límites y convertirse en instrumentos de opresión dentro de las clases que representan”.34

Y en lo relativo a la situación de los trabajadores del campo el documento del partido oficial afirma: “El Partido Nacional Revolucionario reconoce, y lo declara enfáticamente, que la redención económica y social de los campesinos mexicanos no se logrará con sólo proveerlos de tierras y de aguas para que trabajen aquéllas, sobre todo una vez que el reparto se haya efectuado en toda su extensión, sino que es indispensable organizar en todos sus aspectos el sector campesino y capacitarlo económicamente para asegurar la mayor producción agrícola del país. Llevada a cabo la repartición de la tierra, se debe buscar la mejor forma de alcanzar el aumento de la producción agrícola, mediante la conveniente organización de los ejidatarios y agricultores, la introducción de los más adecuados cultivos, las rotaciones y cambios que en ellos aconseje la técnica agrícola, la adopción de sistemas de selección de semillas, la industrialización de los productos del trabajo del campo, el empleo en la forma más generalizada posible de maquinaria destinada a aumentar el rendimiento o a hacer más rápidas las labores, el uso de fertilizantes, el aprovechamiento integral, comercial e industrial de todos los productos y subproductos de la tierra, etc.”.35

No cabe duda de que los revolucionarios habían encontrado nuevamente la llave maestra de la política de masas: la organización. Los demás postulados del Plan Sexenal resultaban un derivado y dependían de aquél en lo que tenían de realizable. Pero aquí, como es evidente, incluso el que fueran realizables o menos no tenía la menor importancia. Vicente Lombardo Toledano tenía mucha razón cuando escribía: “consta el Plan de 272 párrafos y se refiere a la obra de las ocho Secretarías y de los dos Departamentos del Ejecutivo Federal, a la de los Poderes Judicial y Legislativo de la Unión y a la de las autoridades de los Estados, durante seis años, y sólo tiene catorce resoluciones concisas, catorce acuerdos de ejecución visible; los demás párrafos, o se dedican a hacer teorías económicas, políticas y morales, o afirman actos gubernativos futuros, pero sin señalar número, calidad, fecha y métodos para su realización, o se deslíen en recomendaciones curiosas que se apoyan en la ignorancia completa de las leyes sociológicas”.36 Pero en última instancia lo que se buscaba era reivindicar la herencia ideológica de la Revolución y dotar a las fuerzas reformistas de una bandera que todo mundo pudiera identificar.

Al rendir su protesta como candidato del Partido Nacional Revolucionario en la Convención de Querétaro, Cárdenas hizo profesión de fe y de unidad revolucionarias, presentando a la Revolución como un proceso único y total, como la obra colectiva de todos los revolucionarios, a la cabeza de las masas, que aún no terminaba y cobraba ahora nuevos ímpetus y se abría nuevos horizontes. “La Revolución y las instituciones dimanadas de ella —afirmó—, son obra de las distintas generaciones que, en 1906, gestaron las grandes jornadas democráticas; en 1910, sacudieron la dictadura de treinta años; en 1913, reivindicaron la soberanía nacional e iniciaron las reformas sociales, y, en 1928, instauraron el régimen institucional a cuyo influjo estamos aquí reunidos. Es por lo mismo de elemental justicia declarar categóricamente —en ocasión de esta función cívica y para el caso de merecer el sufragio popular— que me considero unido, en acción y en responsabilidad, a todos los viejos luchadores que con su esfuerzo contribuyeron y siguen contribuyendo a crear un estado social nuevo y un régimen de orientación salvadora”.37

Y en seguida Cárdenas expuso el modo en que él entendía que la Revolución podía seguir desarrollándose, cumpliendo de una vez por todas sus postulados más importantes, y el papel que en la empresa tocaba desempeñar a los verdaderos revolucionarios: “El sentido íntimo de la evolución social nos llama a impulsar la acción revolucionaria de las masas; a aprovechar el entusiasmo y el dinamismo de los ciudadanos que ayer, que hoy y que mañana signifiquen y encarnen las tendencias nuevas y señalen el rumbo a que se dirija nuestra nacionalidad en el porvenir, y a fomentar el generoso impulso de la juventud, haciendo que se prepare para sucedemos en nuestras posiciones de lucha y para regir en el futuro los destinos de la República. Lo esencial para que puedan realizarse en su integridad los postulados sociales de la Constitución General de la República y las fórmulas de coordinación social, contenidas en el Programa de Gobierno del Partido Nacional Revolucionario, que acaba de aprobarse, consiste en que se verifique una plena interpretación revolucionaria de las leyes, por hombres que sinceramente sientan la Revolución; que sean cabalmente conscientes de su responsabilidad; que tengan verdadero cariño a las masas proletarias, y que perciban con amplitud el espíritu y las necesidades históricas que inspiraron las normas y las doctrinas que se ha dado el pueblo en sus generosas luchas, para que de esta manera las ejecuten con resolución y honradez, a fin de lograr el progreso colectivo. Porque, si en el seno de una administración pública, los hombres llamados a colaborar en ella actuaran con divergencias de criterio, sin ideología común y sin disciplina, llevarían indiscutiblemente al fracaso a la mejor de las ideas y al más bien meditado plan de gestión. Hay, pues, que insistir —y nunca será bastante— en que todo programa de acción social, para convertirse en realidad palpable, requiere a su servicio hombres de carácter disciplinado, de voluntad pronta y personalidad definida”.38

Por si a alguno podían quedarle dudas acerca de lo que su política de masas debía significar para el Estado de la Revolución y para el desarrollo mismo de México, el dirigente michoacano insistió en que se proponía “… atender a la organización agraria, cooperativa y sindical del trabajador, protegiéndolo decididamente en sus intereses y necesidades; para que el desenvolvimiento de la economía nacional se efectúe bajo la dirección del Estado y, bajo este control, se encauce el juego de todas las fuerzas económicas, para conseguir orientarlas hacia la más completa solución de las necesidades nacionales”.39

Cárdenas y sus colaboradores utilizaron la campaña electoral para difundir y popularizar los postulados del Plan Sexenal, en un recorrido por el país que no tiene precedentes en toda la historia política de México. Poca gente supo, a buen seguro, lo que era realmente el Plan Sexenal; pero todo mundo pudo entender que los hombres de la Revolución por fin se aprestaban a cambiar la situación de estancamiento en que el país se debatía. El modo como Cárdenas trataba los problemas de las masas no podía dejar dudas en el ánimo de los trabajadores sobre su decisión de resolverlos en cuanto llegara a la Presidencia. Su estilo se hizo proverbial y constituyó una enseñanza vital para los revolucionarios. “Las relaciones de Cárdenas con la gente del pueblo —recuerdan los Weyl— son directas y sencillas. Escucha paciente las largamente hilvanadas y balbucientes palabras de las delegaciones de campesinos y arregla las disputas con unas cuantas palabras bien meditadas de consejo. Su actitud semeja la del hombre más anciano del pueblo a quien se toma como maestro, y es aceptado como árbitro final de todas las disputas. Cárdenas, en discursos improvisados, expresa ideas esenciales en palabras sencillas; que contrastan con los de la mayoría de los políticos mexicanos que disfrazan el vacío intelectual de sus discursos con galanuras del lenguaje”.40

Durante su gira electoral Cárdenas se convirtió en el más encendido propagandista de la organización de las masas y, como él mismo recordara, a menudo intervenía directamente en los conflictos entre los trabajadores para imponer la paz y unificarlos. Una y otra vez les recordó la importancia vital de su organización como base indispensable y, en realidad única, para que su situación material y cultural pudiese mejorar en algo.41 “El sindicato —decía en una ocasión— es la mejor arma de los obreros y vale mucho más que la protección misma de las leyes y de las autoridades, porque ni el Presidente de la República, ni el Gobernador del Estado, ni cualquier otro funcionario, pueden encontrarse eficaz y oportunamente en el lugar de los hechos, como lo están los trabajadores, para seguir las vicisitudes de la lucha”.42 Pero no sólo. La organización de los trabajadores, si se quería, podría incluso llevar a un cambio sustancial en las relaciones económicas, de modo que los mismos trabajadores dejaran de ser un elemento dependiente de otros: “…la unificación sindical y el cooperativismo —estimaba— son los dos vehículos fundamentales para conseguir la capacitación del proletariado, preparando su arribo al dominio integral de los instrumentos de producción”.43 Y aunque como se demostró a la larga ésta era una posición demagógica, en el proceso de movilización de los trabajadores llegó a cobrar una importancia fundamental.

Los llamamientos de Cárdenas a las masas proletarias para que se unificaran y se organizaran venían también a modificar una tradición dentro de las filas revolucionarias que había consistido siempre en ver a los trabajadores como una clientela fácilmente manipulable, pero de ningún modo una fuerza capaz de actuar por sí misma, a la que se manejaba por medio de la promesa de un mejoramiento indeterminado e indefinido de susituación material. Para Cárdenas el mejoramiento no habría de venir como un regalo del gobernante, sino como una conquista que los propios trabajadores debían realizar y mantener una vez obtenida. “No queremos —afirmaba— masas aprovechadas solamente para las contiendas políticas. Queremos que las masas aprovechen su organización en mejorar su economía, queremos que la misma organización sea un factor de convencimiento que ayude a cambiar la estructura moral y económica que aún sigue rigiendo en muchos lugares de la República, en donde los trabajadores tienen en las utilidades una participación muy reducida. Queremos, en concreto, que los trabajadores eleven su nivel de vida, pero para todo esto, es indispensable que no actúen aisladamente y menos que se presten a registrar en su seno divisiones que les traen serios perjuicios, con gran beneplácito de sus explotadores”.44 No basta, diría luego, complementando sus anteriores razonamientos, “…la buena intención del mandata rio, ni una legislación acertada, para llevar e progreso al pueblo; es indispensable un factoi colectivo que representan los trabajadores. S éstos no se organizan, creo difícil cumplir total mente sus aspiraciones durante el próximo sexe nio no obstante el propósito inquebrantable que habrá de animarme al ser llevado por ellos a la Primera Magistratura de la República”.45 Pero Cárdenas sabía que la condición había de realizarse. De hecho, ofrecía a las masas trabajadoras algo más que promesas: estaba poniendo en sus manos, por primera vez, un eficaz instrumento de lucha, la organización, que aparecía como una garantía bajo su total dominio y control. De la prédica y del llamamiento, el futuro presidente de México muy pronto pasó al convencimiento de que la demanda había prendido en la conciencia de los trabajadores. En marzo de 1934 declaraba satisfecho: “El pueblo quiere organización para resolver sus problemas políticos y educativos”.46

Como no podía ser de otra manera, la labor política de Cárdenas debió despertar hondas preocupaciones y viva inquietud en todos aquellos sectores que de algún modo habían medrado con la permanente división y sojuzgamiento de las organizaciones proletarias y campesinas. Y en primer término ello era cierto respecto a los propios grupos políticos que hasta entonces habían gobernado a México, sea nacional sea localmente. “En mis recorridos por diversas partes de la República —decía poco después de comenzar su campaña— he encontrado, desgraciadamente, divisiones entre los trabajadores, debidas en gran parte, a la circunstancia lamentable de que algunos funcionarios de los Estados no han tenido la inteligencia necesaria para administrar los intereses de sus pueblos y se han convertido en gobernantes de facción”.47

Para lograr la organización de los trabajadores y con ella su mejoramiento, Cárdenas proponía “…moralizar, unificar y dignificar el movimiento social, poniendo fin a las rencillas que provocan las divisiones; a la deshonestidad que causa el desprestigio y a la admisión de individuos que persiguen fines exclusivamente personalistas, dentro de las colectividades revolucionarias”.48 Para el divisionario de Jiquilpan era un hecho que el movimiento obrero y campesino estaba dividido principalmente a causa de la manipulación nefasta que del mismo habían hecho los políticos corrompidos de la Revolución. En un memorable discurso pronunciado ante la ciudadanía guerre-rense, el general Cárdenas expresó: “…si las bajas pasiones siguen dividiendo a los hombres y, por intereses bastardos continúan destrozándose las agrupaciones sociales, el sentimiento revolucionario no podrá enraizar firmemente en las masas trabajadoras… En efecto, nada podrá justificar que, por diferencias de criterio en política, se derrame la sangre entre los elementos que forman nuestro propio Partido. Los grupos antagónicos que vienen militando desde hace mucho tiempo, amparados por el prestigio que disfrutan sus respectivos directores, a quienes profeso mi estimación personal, tiempo es ya de que se fusionen en un solo organismo, tanto más respetable, cuanto mejor sea la labor social que desarrolle. A ellos va especialmente mi recomendación… para que eleven su pensamiento a una altura mayor que los capacite para entregar sus ímpetus tradicionales a una empresa que beneficie positivamente a los acaparadores de infortunios”.49

Cárdenas sabía que estos llamados a la unidad dirigidos a los verdaderos causantes de las pugnas intergremiales no iban a significar gran cosa para ellos y que el problema habría de terminar solamente cuando les echara de la arena política la misma fuerza de los trabajadores organizados. Por lo pronto, se empeñó en crear en los propios trabajadores un sentido de la petición pública que en México resultaba enteramente nuevo y que si se alentaba podía convertirse en una palanca para estimular la adhesión de las masas para con el gobierno revolucionario. “Deben ustedes organizarse —les repetía el futuro presidente—, para que estén en aptitud de exigir a las autoridades de todo el país, de exigirme a mí mismo, el cumplimiento del Plan Sexenal y de las promesas de la Revolución a las clases proletarias”.50 Y, en realidad, si ha habido un tiempo en que el derecho de petición se haya ejercido en este país ese fue el periodo en que Cárdenas fue presidente. Por supuesto que operó a favor de las masas; pero Cárdenas siempre encontró en él un arma formidable para disolver las resistencias en contra de su política, y no sólo en relación con las que provenían de los viejos grupos de políticos personalistas, sino con respecto también a las que le oponían fuerzas más poderosas, tradicionalmente enemigas de la Revolución, cuya forma de lucha más eficaz, por cierto, había consistido por sistema en promover la división y el desorden entre los trabajadores, en perjuicio de un acercamiento entre las masas proletarias y el Estado de la Revolución.

Como explicaba el reseñista de la gira electoral de Cárdenas, “el capitalismo, nacional y extranjero, los propietarios de latifundios, el clero posesionado de la escuela, todos aquéllos, en fin, que tienen un privilegio que conservar, atizan —han atizado siempre— las diferencias surgidas entre las organizaciones de los trabajadores y se valen de ellas para debilitar el derecho obrero y para hacer nugatorias las conquistas de la Revolución. En tanto que la conciencia de clase de los trabajadores y su poder de lucha se amenguan, el capitalismo mantiene en tensión sus fuerzas y promueve la solidaridad de todos los elementos capaces de ayudarlo”.51 No habría mejor defensa de la Revolución, por consiguiente, por lo menos en aquel momento, que la que se hiciese de los intereses de los trabajadores. Era un viejo principio revolucionario que estaba a punto de ser olvidado. Los revolucionarios habían sido maestros consumados interpretándolo y aplicándolo cuando habían tenido que enfrentar enemigos de la talla de Zapata y de Villa y desde el inicio habían aprendido que, lejos de ir en contra de sus designios políticos, se había convertido en el más decisivo apoyo para los mismos. Si el problema era claro cuando se trataba de las fuerzas que se les oponían a nivel nacional, lo era más todavía cuando se trataba de los enemigos de fuera. Volviendo al espíritu del 17, el reseñista de la gira electoral escribía: “La defensa del salario se convierte en una ingente causa nacional, sobre todo en las explotaciones manejadas por capitales extranjeros y afectos en su mayor parte a los yacimientos minerales y a la producción de materias primas que van fuera del país. En cambio de la caudalosa riqueza que extrae de la tierra, ese capitalismo sólo nos deja salarios miserables y modestos impuestos fiscales. Es, en consecuencia una reivindicación profundamente patriótica la que se haga del patrimonio de los proletarios mexicanos al servicio de empresas extranjeras”.52 Como puede apreciarse, se trataba ya de una verdadera declaración de guerra que anunciaba lo que había de venir en 1938.

Muy pronto los llamados cardenistas a la organización de los trabajadores y, por medio de la misma, a la participación de los propios trabajadores en la propiedad y en la dirección de la economía nacional fueron desviando los ímpetus hacia posturas demagógicas que luego habrían de actuar trágicamente en contra del proletariado mexicano. Al organizarse, fue ésta la esencia del vuelco demagógico, los trabajadores se convertirán en la fuerza política más poderosa del organismo social mexicano, y no sólo impondrán el más absoluto respeto de sus derechos y de sus reivindicaciones, sino que en poco tiempo estarán en condiciones de tomar la dirección de la economía en sus manos y establecer, por ese conducto, el régimen socialista, la república de los trabajadores. Naturalmente que esto entraba en la política de masas que el cardenismo estaba montando como especie de corolario que cualquiera podía deducir según le viniera en gana. Era algo que entraba en la cuenta. Y al mismo tiempo, Cárdenas no se cuidó mínimamente de disolver los malentendidos. Muy por el contrario, los estimuló cuanto pudo, seguro como estaba de dar curso fácil y limitado al entusiasmo despertado en las masas trabajadoras, siempre dispuestas y amigas del gobernante que comprendiera sus problemas; por ejemplo, en cierta ocasión Cárdenas dirigía a una cooperativa de carboneros el siguiente discurso:

“Uno de los candidatos a la Presidencia de la República insinuó recientemente su deseo de que los trabajadores vayan al Gobierno. Esta no es una novedad para mí. Siempre he querido que los obreros y campesinos organizados tengan el Poder en sus manos, a fin de que sean los más celosos guardianes de la continuidad de la obra revolucionaria, exigiendo el cumplimiento de las leyes avanzadas y combatiendo, si es necesario, a los malos funcionarios que se aparten de ella. Siempre encontrarán en mí los trabajadores de mi país un amigo y un defensor. Cuando tuve el honor de dirigir los destinos del Estado de Michoacán, la inmensa mayoría de las autoridades municipales y de los puestos representativos en la Legislatura local fueron entregados a los trabajadores organizados, y asimismo, se impuso el cooperativismo en contra de los intereses creados… Uno de mis mayores anhelos es que las clases trabajadoras tengan abiertas francamente las puertas del Poder, pero para ello es necesario que se organicen, disciplinen e intensifiquen su acción social, no dentro de una esfera limitada, sino abarcando todas las actividades de la colectividad y contando con la cooperación de la mujer y de la juventud, puesto que sólo así las clases trabajadoras compartirán las responsabilidades que se les han señalado y es sólo así como lograrán su emancipación integral”.53

Bien miradas las cosas, Cárdenas no estaba prometiendo nada que no pensara cumplir, pero esto, que entonces todo mundo interpretó como una verdadera toma del poder por parte de los trabajadores, o como una promesa en el sentido de que el poder les sería entregado, cosa que, repetimos, Cárdenas en ningún momento se preocupó por aclarar, tenía en realidad un alcance muy preciso y limitado. Se puede afirmar que en aquellos días, y aun mucho después, nadie lo entendió o fueron muy pocos, tan pocos que no se les distingue, los que supieron hacia dónde se encaminaba la política mexicana. Cárdenas, en efecto (y examínense con cuidado las palabras últimamente transcritas), quería que los trabajadores llegaran al poder, cierto, a condición de que se organizaran y se disciplinaran como clase; pero él no admitía que esto pudiera significar la posibilidad de que se adueñaran del poder mismo; semejante posibilidad ya quedaba fuera de su proyecto de reforma institucional, como alimento de la demagogia de sus adláteres. Cárdenas no sólo no veía ningún peligro en el hecho de que los trabajadores entraran en el poder, sino que había llegado al convencimiento de que el poder revolucionario no podría sostenerse mucho tiempo si no se asociaba a los trabajadores al Estado, si no se les convertía en una fuerza gobernante, también a ellos, junto con otras que por igual debían estar asociadas en la tarea de ejercer el poder. Era la forma novísima que revestía una conciencia clara del papel que desempeñaba en México el principio de la conciliación de las clases; la demostración más evidente de que la Revolución entraba en su mayoría de edad.

Sólo el temor a las masas pudo haber impedido, como de hecho sucedió, que los revolucionarios se las asociaran en la delicada tarea de desarrollar una nueva forma de poder político. Cárdenas hizo el experimento en Michoacán y le resultó: no sólo las masas no desbordaron el programa de la Revolución, sino que colaboraron prodigiosamente a que aquél se cumpliera tal y como lo deseaba el gobernante. Habían sido, después de todo, excelentes compañeras de trabajo. Y el mecanismo, aunque había levantado ámpula, por el atraso ideológico de los mismos revolucionarios, había sido sencillo en extremo: se les había organizado y mediante la organización se les había dotado de una dirigencia dispuesta a colaborar con el gobernante, naturalmente, entregándoles todos los puestos públicos desde los que esa colaboración se volviera un hecho y una necesidad, una necesidad sobre todo para los mismos dirigentes de los trabajadores. Y si en su Estado Cárdenas había encontrado dirigentes listos para emprender la aventura, podía estar seguro que no le faltarían cuando se tratara de llevar la empresa al ámbito nacional. La organización reunía y disciplinaba a las masas, pero al mismo tiempo generaba la representación, la dirigencia que hablara a su nombre; llevar las masas al poder significaba proveerlas de dirigentes que pudieran ejercerlo por ellas, junto con los representantes de otros sectores sociales. Ni en broma significaba que se les entregara el poder. Simplemente se les hacía socios. Así era como se ligaba la demanda de la organización con la reconstrucción y la reconstitución del poder revolucionario. Es verdad que todo debía empezar, cosa que también había demostrado la experiencia michoacana, con una amplia movilización de las masas trabajadoras; pero también para esta tarea Cárdenas estaba perfectamente bien dotado, como lo demostró ya siendo presidente.

En una situación de estancamiento material, político e ideológico, la movilización de los trabajadores no podía de ninguna manera constituir un peligro, a condición, claro está, de que se la condujera adecuadamente. El régimen de la Revolución, antes bien, la necesitaba, como un poderoso torrente que limpiara sus establos de Augías de un solo golpe. “La unificación y la organización de los trabajadores —decía Cárdenas— son la base de todo progreso revolucionario, y es preciso insistir en esta idea hasta que quede profundamente grabada en la conciencia y en la realidad de nuestra patria”.54 En otra ocasión había dicho: “…toda Administración requiere ese factor poderoso que es el elemento trabajador, para hacer cumplir las leyes, porque si no cuenta con la fuerza ni con el apoyo de éste, su labor será nula a causa de que los distintos intereses egoístas que existen en el país oponen resistencias cuando se trata de cumplir una ley radical o cuando se trata de modificar otra para el mejoramiento de las condiciones de vida del proletariado. Por otra parte… sólo organizándose estarán los trabajadores en condiciones eficaces para exigir, a mí o a cualquier otro ciudadano que ocupe el Poder, la satisfacción de las necesidades del pueblo”.55

Desde este punto de vista, Cárdenas ponía mucho énfasis en el verdadero significado que debía cobrar la movilización, poniendo en guardia a sus subordinados en contra de los simplistas métodos electoreros a que estaban acostumbrados los revolucionarios: “La cooperación que la Revolución solicita de los obreros y los campesinos —aclaraba—, no consiste en la celebración de manifestaciones y en el lanzamiento de vítores entusiastas, sino en una preocupación constante por agruparse en un solo frente, por despojarse de los prejuicios que estorban su marcha ascendente, por arrollar todos los obstáculos que se opongan al triunfo de los postulados de renovación social”.56 La movilización debía encauzarse por los senderos trazados en el Plan Sexenal y debía conducir a la realización de las reformas que se estaban postulando, haciendo que las masas tomaran el programa reformista como su propio programa. De tal suerte, su acción no caería en el vacío ni se convertiría en una fuerza ciega y destructura. Esto significaba reivindicar en los hechos el espíritu con que se había llevado a cabo la toma del poder para consolidarlo permanentemente.

“En la política —expresaba el dirigente michoacano— tendremos como norma el Plan Sexenal aprobado en la Convención Nacional de Querétaro. Su programa es el producto de las necesidades sociales que ha hecho sentir el mismo pueblo, y tendrá que activarse en el próximo periodo constitucional. Pero para cumplir con este programa en el que están considerados: impulsar la educación del pueblo; explotar las riquezas naturales por nuestros nacionales mismos; elevar el poder adquisitivo de los obreros; la distribución de las tierras a los pueblos que carecen de ellas; y desarrollar la industria del país por medio de la organización cooperativa de los trabajadores; es indispensable que los pueblos se organicen para que las mismas organizaciones sean el más firme sostén de sus propios intereses. Existe en toda la nación un profundo deseo de que el pueblo trabaje, de que el país progrese y de que se mejoren moral y económicamente las masas obreras y campesinas de la República; pero para esto y para cualquier otra tendencia que quiera el pueblo ver realizada, se hace necesario que se organice, porque toda idea impulsada aisladamente hace nulos sus esfuerzos y es por esto que vengo insistiendo en que todos los trabajadores de la República se organicen, desprendiéndose de cualquier pasión”.57

Las masas populares de México estaban a punto de abandonar la condición de sujetos pasivos en que habitualmente se les había mantenido para convertirse en agentes políticos del régimen revolucionario. Como tales habían de dar batallas memorables de ahí a poco. Y de ellas se esperaba esto, ya desde el momento mismo en que se las volvía a considerar como un elemento indispensable en la organización económica y política del país. “Juzgo muy difícil realizar los postulados del Plan Sexenal —afirmaba Cárdenas en mayo de 1934— si no cuento con la cooperación de las masas obreras y campesinas organizadas, disciplinadas y unificadas”.58 En realidad, Cárdenas quería decir que la obra no podía llevarse a cabo sin el concurso de los trabajadores. La conciencia de esta condición imprescindible le allanó todos los caminos. Las masas se pusieron nuevamente en movimiento, llevando una vez más a la Revolución sobre sus hombros, como en los años de la lucha armada.