Al terminar los años veinte muy pocas personas parecían albergar dudas acerca de la definitiva consolidación del régimen de la Revolución Mexicana. Al menos por lo que todo mundo podía ver o intuir, la fortaleza del poder revolucionario era incontrastable. Es posible que todavía entonces se concibiera a los dirigentes del Estado de la Revolución como un grupo de aventureros que seguía imponiéndose sólo mediante la fuerza de las armas, lo que les hacía aparecer particularmente repugnantes a los ojos del ciudadano común, aislado; lo cual, como es evidente, podía tomarse muy bien como una prueba suficiente de que la hegemonía política del grupo gobernante no acababa de constituirse como una verdadera soberanía política. Pero era ya un hecho aceptado que el poder que aquel grupo turbulento y atrabiliario representaba envolvía todas las esferas de la vida social, penetrando hasta lo más recóndito e imprimiendo su sello hasta en las manifestaciones más simples de la actividad de los mexicanos. México se había transformado y no habría de retroceder un solo paso. Todos los intentos por hacerlo cambiar de ruta habían fracasado sin remedio, y algunos de ellos muy recientemente (la rebelión escobarista y el movimiento democrático del vas-concelismo), de modo que había ya poco lugar, si alguno quedaba, para las ilusiones o los buenos deseos.
Sin embargo, la fuerza del Estado de la Revolución, con ser tan grande, tenía mucho más de apariencia que de realidad efectiva. Es cierto que su existencia seguía estando garantizada por el apoyo que proporcionaban a los grupos revolucionarios las masas trabajadoras, principalmente del campo. Con ellas habían llegado al poder y por ellas se mantenían en él. El presidente Obregón había impedido que los mismos revolucionarios se disgregaran o se devoraran entre sí, eliminando a los más ambiciosos y peligrosos; así se conjuró la recaída del país en el militarismo y el caudillismo. El presidente Calles fortaleció el régimen revolucionario, dotándolo del aparato institucional mínimo indispensable para que pudiera sobrevivir como un verdadero Estado. Bajo la dirección de los dos presidentes sonorenses los revolucionarios adquirieron experiencia en el arte de gobernar a una sociedad de masas que, como la mexicana, había surgido de una revolución, y buena parte de ellos comenzaron a cobrar una conciencia cada vez más clara de lo que esto significaba y, sobre todo, de las perspectivas que se les deparaba y de los peligros que les acechaban. Su determinación de sostenerse en el poder estaba ya fuera de duda; era esa determinación la que los mantenía unidos. Pero fueron justamente los resultados de la política de los presidentes del Grupo Sonora lo que por aquellos días comenzó a dividirlos.
Los revolucionarios se habían convertido en una fuerza hegemónica indiscutible y tenían a la sociedad bajo el más absoluto control. Su predominio después de la Revolución se había mostrado con toda claridad en el hecho de que las principales luchas que desde entonces había presenciado el país se habían protagonizado entre ellos mismos, por supuesto, con la importante excepción de la rebelión cristera. Pero su poder había demostrado también ser ineficaz para llevar a término el programa de la Revolución. Hasta los últimos años veinte no había hecho otra cosa, en la práctica, que pugnar por mantenerse en pie, pero estaba muy lejos de convertirse en el poder rector, soberano y aceptado por la sociedad que la Revolución había postulado.
La. Revolución había sido ante todo una gigantesca movilización de las masas trabajadoras, un movimiento que, sin renunciar a los principios de la sociedad individualista, se había propuesto del modo más claro la conquista del poder con el apoyo de los trabajadores. El programa de reformas sociales había sido la palanca que había impulsado esa movilización y que había procurado, a través de ella, la toma del poder. La década de los veinte trajo consigo la experiencia, por lo menos para un gran sector de los revolucionarios, de que, para sostenerse en el poder y transformar al Estado, no bastaba con haberlo conquistado, sino que era indispensable seguir contando con el apoyo de las masas. En realidad, éste nunca les llegó a faltar, pero durante aquel tiempo se dio casi gratuitamente, sin que a cambio las masas recibieran sino muy poco. Era en este renglón que el balance fallaba, entrañando peligros de la mayor gravedad para el Estado de la Revolución. Lo que en la Revolución había sido esencial, su política de masas, era lo que en los hechos se había paralizado después de concluida la lucha.
La reforma agraria, particularmente, se había convertido en un simple instrumento de manipulación de las masas campesinas, mediante limitados repartos agrarios, muchas veces sólo de terrenos nacionales, que de ningún modo habían contribuido a transformar las relaciones de propiedad en contra de las cuales se había llevado a cabo el movimiento revolucionario. La Revolución había sostenido el principio de que era necesario destruir el monopolio de la propiedad de la tierra en unas cuantas manos, como requisito indispensable del progreso de México; los gobiernos revolucionarios no sólo echaron al olvido este principio, sino que intentaron por todos los medios a su alcance conservar la vieja clase dominante y asimilarla a la nueva que se iba organizando. En medio de cada vez más frecuentes manifestaciones de descontento por parte de los trabajadores del campo, aunque a nivel local o regional, el país conoció, a través del censo agrícola de 1930, el hecho de que un grupo de 13 444 terratenientes monopolizaban el 83.4% del total de la tierra en manos de privados; que los ejidatarios, en número de 668 mil, tenían la posesión de tierras que representaban apenas un décimo de la que estaba en manos de los hacendados, y que junto a ellos había 2 332 000 campesinos sin tierras;1 en otras palabras, que desde este punto de vista la Revolución había sido prácticamente inútil. Y todo ello mientras menudeaban las declaraciones oficiales dando por concluida la reforma agraria o los llamados a liquidarla en cuestión de meses.
La Revolución también había preconizado la defensa de los derechos de los trabajadores urbanos y los había establecido como garantías políticas en el artículo 123 de la Constitución; se trataba de hacer llegar los beneficios del progreso económico a la gran masa de mexicanos que vivían en las ciudades, no sólo por razones de orden moral y político, que también eran fundamentales, sino además para asegurar, mediante la ampliación del consumo popular, el futuro desarrollo industrial de México. Probablemente en ningún momento se tuvo una idea exacta de lo que esto, en los hechos, podía representar para los trabajadores. De cualquier forma, las garantías constitucionales para el trabajo y la posibilidad de un mejoramiento gradual de su situación material fueron suficientes para impulsar y mantener la adhesión de los trabajadores al nuevo régimen. Los gobiernos que siguieron a Carranza, sobre todo el del presidente Calles, se apoyaron ampliamente en el movimiento organizado de los trabajadores. Sin duda, éstos gozaron entonces de mejores condiciones económicas que en épocas anteriores; pero ello, aparte de que fue cierto sólo en el caso de muy pocos núcleos laborales, se dio siempre a través de la sujeción más absoluta del movimiento obrero a los designios de los grupos políticos en que se apoyaban los gobernantes y de la manipulación más descarada de las demandas de los trabajadores para conseguir su fidelidad irrestricta a los mismos grupos. La división del movimiento obrero y una desvergonzada demagogia de parte de los políticos oficiales fueron hechos permanentes en la escena social del México de los años veinte.
La Revolución había sugerido con la mayor claridad la conversión de la adhesión de las masas al nuevo régimen, por las reformas sociales, en motor de las transformaciones económicas que ella planteaba. Sólo el Estado podía asegurar que desaparecieran los antiguos privilegios y sólo él podía rescatar para la nación las riquezas naturales en manos de extranjeros. Pero ello se daría a condición de que se movilizara a las masas y se las lanzara contra la vieja clase dominante. Las transformaciones no podían venir por decreto ni llevarse a cabo sin una justificación adecuada. Por eso la política de masas de la Revolución era esencialmente una verdadera política de desarrollo, que había dejado de cumplirse desde el momento mismo en que la manipulación de los trabajadores del campo y de la ciudad se apartaba de los objetivos de transformación social o se decidía que estos últimos quedaban aplazados para mejores tiempos. Así, mientras que por un lado se perdía la posibilidad de que el Estado se convirtiera en un verdadero agente del cambio social y económico, por otro lado se prohijaban nuevas condiciones de rebeldía por parte de los trabajadores sin que se hubiera liquidado cuentas con los antiguos enemigos, en el cobarde intento de llegar lo antes posible a una conciliación con ellos. En otros términos, el Estado no acababa de ser el agente del desarrollo material y espiritual del país, porque los grupos revolucionarios seguían siendo incapaces de actuar la política de masas de la Revolución.
En esa situación los sorprendió la peor catástrofe que jamás haya conmovido al mundo capitalista, la crisis mundial de 1929, que hacia la segunda mitad del año comenzó a hacer estragos en la débil economía dependiente de México. Los montos de la producción bajaron bruscamente, el intercambio estuvo a punto de paralizarse y en general las actividades económicas tendieron a desarticularse.
Para 1930 el producto interno bruto había descendido en un 12.5% y sólo hasta cinco años después volvió a los niveles de 1928. El valor de las exportaciones bajó en 1932 en un tercio respecto de las de 1929, y las importaciones se redujeron hasta ser inferiores a las de comienzos del siglo; las primeras bajaron un 48%, de 590 a 304 millones de pesos, mientras que las segundas descendieron en un 52%, de 382 a 180 millones de pesos. El ingreso público bajó en los mismos años de 322 a 212 millones de pesos; la inversión pública se redujo de 103 a 73 millones, afectando sobre todo los renglones de comunicaciones y transportes. El peso fue devaluado año tras año y de 2.648 por dólar en 1931 pasó en 1933 a 3.498 por dólar. La producción de cereales cayó en 1932 en un 14% respecto de la de 1929, mientras que la producción de cultivos industriales, básicamente de exportación, descendió en un drástico 48%, reflejando el primero de estos casos el peso que debió soportar la población trabajadora, ya mal alimentada, y el segundo la dependencia de la exportación mexicana respecto de los mercados imperialistas en crisis. La minería experimentó una caída peor aún que la agricultura de exportación: la producción de plomo bajó de 248 500 toneladas en 1929 a 118 700 en 1933; la de plata descendió de 3 381 toneladas a 2 118 en 1933. La contribución de las manufacturas al producto interno bruto disminuyó en un 7.3%, pese a ser el sector que resistió mejor los embates de la crisis. Los ingresos de los Ferrocarriles Nacionales—siempre una empresa deficitaria—por concepto de fletes descendieron de 112 a 73 millones de pesos entre 1928 y 1932. Sin duda alguna, y los mismos exponentes del gobierno comenzaron muy pronto a reconocerlo públicamente, la economía nacional estaba sufriendo un verdadero colapso.2
Los resultados en lo que a la situación de las masas trabajadoras se refiere no podían ser más desastrosos. Según datos de la Dirección General de Estadística, los sin trabajo eran en 1929 en número de 89 690; en 1931 alcanzaron un promedio mensual de 287 462, que en 1932 fue de 339 378, para descender en 1933 a 275 774.3 En el segundo trimestre de 1932 las evaluaciones de los presidentes municipales arrojaban una cifra promedio de 354 040 y en el mismo trimestre de 1933 la media era de 284 995.4 “La clase obrera—escribe Fuentes Díaz- resentía la crisis por el cierre de las empresas y el reajuste de personal y de salarios. Hubo despido de obreros en las minas de San Rafael y Real del Monte (Estado de Hidalgo) y de San Luis de la Paz (Guanajuato); cese de 7 000 mineros en otros centros de trabajo; reajuste en la fábrica El Buen Tono; cierre del Centro Industrial Mexicano de Puebla; reajuste de personal en las fábricas de botones del Distrito Federal; suspensión de labores en el mineral de Concepción del Oro (Zacatecas); cierre y reajuste en varias fábricas textiles; reajuste de personal y salarios en la compañía petrolera El Aguila; cese de 4 000 trabajadores en los Ferrocarriles Nacionales de México; suspensión de labores en los minerales de Matehuala (San Luis Potosí); en los de El Boleo (Baja California Sur); en CIDOSA de Orizaba y en otras negociaciones de importancia”.5
En 1929 la reforma agraria pareció dar pasos decisivos en el desarrollo de su programa, después de cerca de quince años en que los repartos de tierras se habían venido ostentando como meras medidas marginales en la dirección de la economía agraria. En sólo ese año el gobierno provisional del presidente Emilio Portes Gil repartió 1 853 589 hs. entre 126 603 beneficiarios. Para calcular la importancia del hecho bastará recordar que el general Calles, en los cuatro años de su periodo presidencial, repartió 3 186 294 hs., entre 302 539 beneficiarios. Pero a partir de 1930, ya con el gobierno de Pascual Ortiz Rubio, el ritmo de los repartos se contuvo bruscamente; en ese año se repartieron 584 922 hs. a 60 666 beneficiarios; en el siguiente año se repartieron 976 403 hs. entre 41 532 beneficiarios, aumentando el total de hectáreas pero bajando de nuevo el de los beneficiarios, lo que tal vez es indicativo del tipo de tierras que se dieron, para caer ambas cifras todavía más en 1932, año en el que se repartieron 249 349 hs. a 16 462 beneficiarios; en diez años de reforma agraria los repartos no habían descendido a semejantes niveles.6
La respuesta de las masas no se hizo esperar mucho tiempo y ella fue, por así decirlo, el hecho culminante del impacto que la crisis produjo en la estructura económica del país. A pesar de las persistentes divisiones en que se debatían, la mayoría de las cuales eran alimentadas por las rencillas entre los mismos grupos directores de la política mexicana, los trabajadores comenzaron a insurgir cada vez con mayor fuerza en contra del orden de cosas establecido. Las luchas de los campesinos por la tierra siguieron dándose, muchas veces en forma violenta, aunque a nivel regional, en la medida en que el gobierno de la Revolución intentaba paralizar la reforma agraria; pero esta vez, y el hecho tuvo una trascendencia política de la mayor importancia, fueron los trabajadores asalariados los que se pusieron a la cabeza del movimiento espontáneo de las masas populares. Las luchas eran sistemáticamente reprimidas antes de que pudieran calificarse ante los tribunales del trabajo, lo que como es sabido daba la apariencia de que en México reinaba la paz social, no obstante los efectos destructores de la crisis; pero solamente por reclamaciones obreras contra despidos o reajustes los conflictos de trabajo aumentaron de modo extraordinario de un año a otro: en 1929 hubo 13 405 de tales conflictos; en 1930 fueron 20 702, para aumentar a 29 087 en 1931 y alcanzar la cifra de 36 781 en 1932.7 Ni siquiera las organizaciones laborales oficialistas pudieron escapar a las continuas y crecientes agitaciones de los trabajadores contra los efectos de la crisis que por todos los medios se trataba de descargar sobre sus espaldas; muy por el contrario, en poco tiempo esas organizaciones comenzaron a ser desgarradas como una consecuencia directa de las propias agitaciones de los obreros.
Es probable que muchos de los dirigentes revolucionarios consideraran que estos hechos en el fondo no eran sino resultados pasajeros de la crisis, que habrían de pasar en cuanto amainara la tormenta. El mismo general Calles, que desde la muerte de Obregón se había convertido, por derecho propio, en el jefe indiscutible de todos los revolucionarios, pensaba que el desastre económico era un efecto natural del desarrollo insuficiente del país, que México no había sufrido menos que otros países igualmente poco desarrollados, y no se sentía preocupado en lo más mínimo por el descontento que privaba entre las masas trabajadoras. Su preocupación fundamental tenía que ver más bien con el atraso económico de México y la incapacidad de nuestro país para enfrentar la crisis exitosamente; el problema de la economía mexicana, para él, era esencialmente de orden técnico. Los días en que el principal problema “técnico”, pero técnico-político, consistía para los revolucionarios en saber cómo conducir a las masas trabajadoras de acuerdo con los objetivos de la Revolución, parecían perderse en la bruma de los tiempos, aunque en realidad no se tratara sino de una docena de años. En el mes de junio de 1930, cuando la crisis estaba ya desatada con toda su furia, Calles declaraba, según se afirma, “a un grupo de amigos”: “Si queremos ser sinceros tendremos que confesar, como hijos de la Revolución, que el agrarismo, tal como lo hemos comprendido y practicado hasta el momento presente, es un fracaso. La felicidad de los campesinos no puede asegurárseles dándoles una parcela de tierra si carecen de la preparación y los elementos necesarios para cultivarla… Por el contrario, este camino nos llevará al desastre, porque estamos creando pretensiones y fomentando la holgazanería. Es interesante observar el elevado número de ejidos en los que no se cultiva la tierra y, sin embargo, se propone que ellos se amplíen. ¿Por qué?; si el ejido es un fracaso, es inútil aumentarlo. Si, por otro lado, el ejido es un éxito, entonces debiera disponerse del dinero necesario para comprar las tierras adicionales necesarias y así librar a la nación de hacer mayores gastos y promesas de pago… Hasta ahora hemos estado entregando tierras a diestro y siniestro y el único resultado ha sido echar sobre los hombros de la nación una terrible carga financiera… Lo que tenemos que hacer es poner un hasta aquí y no seguir adelante en nuestros fracasos… Lo que se hizo durante la lucha en nombre de la suprema necesidad de vivir, debe dejarse tal como está. El paria que se apoderó de un pedazo de tierra debe conservarla. Pero al mismo tiempo tenemos que hacer algo sobre la situación presente… Cada uno de los gobiernos de los Estados debe fijar un periodo relativamente corto en el cual las comunidades que todavía tienen derecho a pedir tierras puedan ejercitarlo; y, una vez que haya expirado este plazo, ni una palabra más sobre el asunto. Después debemos dar garantías a todo el mundo, tanto a los agricultores pequeños como a los grandes, para que resuciten la iniciativa y el crédito público y privado”.8
En otra ocasión, cuando ya la crisis se encaminaba hacia su desenlace, dejando tras de sí una verdadera ola de inconformidades entre las masas trabajadoras, Calles hacía las siguientes declaraciones: “Los obreros necesitan de las lecciones de la experiencia. Es necesario que choquen entre sí. Si antes se pretendiera unificarlos, sería inútil. El solo convencimiento les parece a veces resistencia y no orientación, porque el sentido de la realidad sólo se adquiere con la experiencia propia. Por eso considero necesario que los obreros prueben en la ruda práctica, lo que es asequible y lo que es utópico e inconveniente. Es útil que los obreros choquen entre sí. De allí resultará en breve tiempo una fecunda lección: la de que nada es posible sin la unificación de las masas”. “Estoy convencido—agregaba, siempre en referencia a los obreros—de que en cada hombre la codicia, el egoísmo, son irreductibles”.9 ¿Por qué estaban divididos los obreros? Porque eran unos codiciosos y unos egoístas… En realidad, nunca como entonces fueron tan inseparables en el pensamiento de algunos revolucionarios la mala fe y la incapacidad para entender el verdadero desarrollo de las cosas. La mala fe, porque les parecía muy cómodo tratar de ocultar el sol con un dedo: todo mundo sabía que la Revolución no había ni siquiera empezado su obra de renovación. La incapacidad para comprender, porque estaban olvidando el papel que las masas habían jugado en la lucha revolucionaria y que todavía tenían que seguir jugando en la construcción del nuevo Estado. Era tal la extensión que cobraba esta incapacidad, que El Nacional Revolucionario, por ejemplo, en uno de sus primeros números como órgano del Partido Nacional Revolucionario, inscribía el siguiente epígrafe en su página editorial: “El pueblo tiene vientre y ojos miopes; si te ama, págale con algo de pan y con algo de luz” (y para que no hubiera equivocaciones firmaba: El Nacional Revolucionario).10
Durante muchos años ése fue el típico modo como la mayoría de los revolucionarios vieron los problemas políticos de México. Pero para aquellos tiempos la situación dentro del campo revolucionario estaba cambiando por completo. De hecho jamás dejó de existir un sector que desde los días del Congreso Constituyente mantuvo vivos los postulados de la Revolución y que en ningún momento cejó en el empeño de dirigir al régimen revolucionario hacia sus objetivos de reforma social. Al fin de los años treinta ese sector estaba a punto de convertirse en la fuerza hegemónica de la Revolución y en poco tiempo daría lugar al movimiento político más importante de la época posrevolucionaria: el cardenismo, que apareció, al principio, simplemente como una especie de conciencia crítica de la Revolución y con gran rapidez se convirtió en el elemento director de la política nacional.
Frente al coro de políticos que afirmaban que la Revolución había realizado ya su obra o, peor aún que había fracasado en su empresa, muy pronto comenzaron a dejar oír su voz los revolucionarios que, por el contrario, sostenían que la Revolución no había terminado. Uno de los que por entonces supo exponer mejor este espíritu autocrítico de la Revolución fue el economista Jesús Silva Herzog, que había desempeñado el puesto de embajador de México en la Unión Soviética y que tenía en su haber largos años de militancia al servicio de la Revolución. En un artículo publicado en el órgano oficial del PNR en julio de 1929, Silva Herzog escribía: “Complicados, graves y difíciles son los problemas de la patria; problemas de producción y distribución, problemas de comunicaciones, raciales y de difusión cultural. Nuestra producción agrícola en muchos de sus renglones no satisface las necesidades de nuestro consumo. Se usan métodos retardados, no por causa de la reforma agraria como los ignorantes y los perversos afirman, sino por una herencia secular de incapacidad. Algunos ejidos están mejor cultivados que las haciendas de los latifundistas impreparados. Muchos de estos señores viven todavía en el siglo XVIII, lo mismo en la acción que en el pensamiento. Su egoísmo llega a veces hasta la imbecilidad. La producción minera y petrolera de México, adelantada sobre el punto de vista técnico, está en manos de empresas extranjeras que exportan sus utilidades y aumentan así la capitalización de otras naciones, dejándonos solamente salarios de hambre e impuestos mezquinos, es decir, las cuentas de vidrio que dieron a los indígenas de las costas veracruzanas los audaces conquistadores de Cortés. Las industrias de transformación, con raras excepciones, son industrias que se han quedado con medio siglo de retraso tanto en la organización como en la técnica, industrias que, lógicamente, no pueden resistir el pago de altos salarios ni lanzar al mercado productos baratos que compitan con los similares de otros países. Además, estas industrias, pertenecen también al extranjero. Y lo mismo ocurre con el comercio en grande. Impreparación y tanto egoísmo en todas partes. Al mexicano le había quedado el estanquillo y el comercio de los mercados; pero hasta allí ha llegado últimamente una parvada de rusos y polacos que le están disputando el campo y desalojándolo poco a poco. ¿Qué acaso estamos destinados a ser eternamente mendigos en nuestro propio territorio, a ser siempre, como lo hizo notar un escritor, mineros y petroleros hambrientos?” Y haciéndose eco de un sentir que era de muchos revolucionarios, Silva Herzog denuncia el carácter limitado, inconcluso, de las realizaciones revolucionarias y proclama la que de ahí a poco sería la enseña del cardenismo: la conducción de la Revolución hasta su fin. “La distribución de riquezas—escribe—es todavía, a pesar de algunas conquistas estimables realizadas por la revolución, de una desigualdad impresionante. Mientras una minoría privilegiada disfruta de todos los goces, la inmensa mayoría del pueblo recibe jornales mezquinos que ni siquiera le permiten satisfacer sus más apremiantes necesidades. Jamás las naciones donde las mayorías son miserables y desventuradas han desempeñado papel importante en la historia de la civilización… La Revolución Mexicana no ha terminado todavía y ya hay muchos de sus hombres que la han traicionado. Algo se ha hecho pero hay mucho más que hacer. Mientras no sean realidades todos los principios de los artículos 27 y 123 constitucionales, es necesario luchar obstinada y valientemente para que lo sean”.11
El general Lázaro Cárdenas era ya para el año de 1929 una de las personalidades más relevantes de la política mexicana, contándose sin duda alguna entre los tres principales dirigentes de la Revolución, junto con el propio general Calles y el general Joaquín Amaro; Cárdenas, además, constituía ya el mayor dirigente revolucionario empeñado en rescatar y hacer triunfar la herencia ideológica y política de la Revolución. En septiembre de 1928 asumió la gubernatura del Estado de Michoacán y, sin desligarse de la política nacional en la que siguió desempeñando diversas funciones, se propuso hacer del gobierno de su Estado natal una avanzada de la Revolución y, al mismo tiempo, un experimento innovador, que hasta entonces había faltado en todo el país, de la política revolucionaria, sobre todo en el renglón que había sido más descuidado, esto es, su política de masas.
Cuando aceptó su postulación al gobierno de Michoacán, el joven divisionario adelantó sin tapujos lo que pensaba en torno a la cuestión agraria, el principal problema del país: “Soy un partidario de la política agraria, porque es fundamental para la Revolución y porque la resolución del problema de la tierra es una necesidad nacional y dará impulso al desarrollo agrícola. Creo que esta tarea debe llevarse a cabo sin vacilación, con un plan ordenado que no haga disminuir la producción… He sido y soy ferviente admirador de hombres como el Presidente Calles y el Gral. Obregón, que han atacado valientemente los problemas de nuestro pueblo”.12 Muy poco tiem po después de su elección Cárdenas comenzó a demostrar que en él estaban vivas las mejores tradiciones de la Revolución. En el fondo, lo importante no era únicamente que aceptara la necesidad de llevar a cabo la reforma agraria con determinación y celeridad, convencido como estaba de que la reforma, de realizarse, no podía ser sino benéfica para el nuevo sistema político y económico; sino además el instrumento que de inmediato se avocó a poner en pie para asegurar el éxito de la propia reforma: la organización de las masas.
En enero de 1929 el general Cárdenas convocó a una asamblea a los dirigentes obreros y campesinos de todo el Estado en la ciudad de Pátzcuaro, instándolos a unificarse en una sola organización. De la asamblea surgió la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo, que fue sólo el comienzo de un amplio proceso de unificación de las masas trabajadoras del Estado. Con ello Cárdenas no sólo estaba echando los cimientos más sólidos para las transformaciones que se disponía a llevar a término, sino que estaba reivindicando el verdadero concepto del Estado revolucionario que tan claro había parecido a los constituyentes de 1917. Como explicó el mismo Cárdenas al final de su gestión: “En una etapa del devenir de la humanidad en el que el giro de la evolución oscila fatalmente entre el egoísmo individualista y un concepto más amplio y más noble de la solidaridad colectiva, no es posible que el Estado como organización de los servicios públicos permanezca inerte y frío, en posición estática frente al fenómeno social que se desarrolla en su escenario. Es preciso que asuma una actitud dinámica y consciente, proveyendo lo necesario para la justa encauzación de las masas proletarias, señalando trayectorias para que el desarrollo de la lucha de clases sea firme y progresista. La Administración que hoy concluye no quiso limitarse a ejercer una intervención ocasional para dirimir los litigios obrero-patronales, los problemas intergremiales y las manifestaciones todas del derecho industrial, para discernir la justicia social dentro de un formalismo abstracto de las leyes, sino que, penetrando derechamente en la profundidad misma del problema, adentrándose en las realidades, puso todos sus empeños en la polarización de las energías humanas, antes dispersas y en ocasiones antagónicas, para formar con ellas el frente social y político del proletariado michoacano”.13
Apenas creada, Cárdenas puso en movimiento a la flamante Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo para forzar la reforma agraria en el estado, combatir el fanatismo religioso y el alcoholismo y promover la educación bajo la dirección del Estado. “…Con ayuda del gobierno, se organizaron sindicatos obreros en todas partes. La Confederación organizó conferencias de carácter antirreligioso en diversos centros regionales agrícolas. Encendidos de entusiasmo, los delegados que asistían a dichas conferencias regresaban a sus aldeas para persuadir al pueblo a que convirtiera sus templos en escuelas, bibliotecas o graneros. Sin temer ya la venganza divina, los campesinos en algunas ocasiones sacaron de los templos las imágenes de los santos y públicamente las quemaron. La Confederación estableció dependencias agrarias para luchar por la distribución de la tierra y defender al ejido contra la violencia del terrateniente. Se formaron organismos femeniles para combatir el alcoholismo y la religión. Habiendo sido siempre un feminista incondicional, el gobernador Cárdenas viajó a través de los poblados organizando personalmente a las mujeres para que lucharan por sus derechos. Impresionadas por el éxito de la distribución de la tierra, las mujeres de los agraristas ingresaron al organismo”.14
Por primera vez en la historia del México posrevolucionario, aunque fuera a nivel local, Cárdenas estaba convirtiendo al Estado en un verdadero líder de masas, procurando su organización y haciendo coincidentes sus intereses con los intereses más generales del Estado; no podía imaginarse mejor y más brillante manera de llevar a los hechos, de una vez por todas, el postulado del intervencionismo estatal y del desarrollo dirigido por el que se habían batido los reformistas del Constituyente. El modo como concebía este problema lo expresó Cárdenas en un manifiesto al pueblo michoacano que publicó el 17 de octubre de 1929, al reincorporarse al ejercicio del gobierno estatal, después de haber dirigido uno de los ejércitos que combatieron la rebelión escobarista: “…considerando como principales asuntos de resolución inmediata: procurar la mejor organización de los obreros y campesinos, impulsar el cultivo de las tierras que hasta hoy permanecen ociosas y el funcionamiento de las empresas industriales abandonadas por diferentes causas, es oportuno reiterar el concepto que sustento sobre estas materias, para que sirva de norma y cooperen todos los hombres bien intencionados, conscientes de la necesidad de normalizar lo más pronto posible la situación de estas actividades, que deben resolverse de acuerdo con el espíritu social y humanitario indicados por el esfuerzo moral de las colectividades que luchan por su mejoramiento económico, estimando indispensable para el mejor entendimiento y solución de estos problemas una poca de buena voluntad de parte de todos los interesados. En tal virtud, mi propósito es proseguir la obra de organización de las agrupaciones agrarias y obreras, para que en forma satisfactoria y dentro de la ideología revolucionaria, hagan uso de los derechos que les conceden las leyes; dar facilidades a los agricultores e industriales para que pongan en actividad sus negociaciones; continuar el impulso de la Instrucción Pública; emprender con especial empeño la apertura de carreteras y todo cuanto se pueda aprovechar del estado económico de la Hacienda Pública y de la cooperación entusiasta que en estos momentos manifiestan los habitantes del Estado”.
El gobernante michoacano estaba muy lejos de pensar que los problemas del desarrollo nacional se redujesen a minucias de carácter técnico o que un grupo de funcionarios más o menos hábiles pudiese sustituir el complejo de las relaciones políticas. El desarrollo material del país tropezaba con obstáculos que era necesario derribar. Era ésta una constatación sencilla y clara que cualquiera podía hacer. Mientras no se salvaran dichos obstáculos el progreso era imposible y no había otra manera de abatirlos que lanzando a las masas contra los mismos; así se había hecho la Revolución, después de todo. Para obtener la cooperación de las masas, proseguía Cárdenas en su citado manifiesto, “es indispensable que las Autoridades sepan aprovechar en forma inteligente, esa gran voluntad que los pueblos están poniendo a nuestra disposición para impulsar el progreso; siendo urgente que los miembros de la Administración Pública, conscientes de su papel de laborar para todos, se alejen de pasionalismos sectaristas que vienen negando a determinados grupos el derecho de tomar parte en la reconstrucción nacional. Las poblaciones que hasta hoy permanecen en completo abandono, están pugnando por colocarse entre los pueblos más avanzados y es necesario y urgente desarrollar una obra constructiva en el orden social y reconstructiva en lo material, para así hacer frente a la responsabilidad moral que como Autoridades hemos contraído con el Estado. La mujer es un factor necesarísimo para lograr con mayor éxito el progreso de los pueblos. Organicemos agrupaciones femeninas que nos presten su poderosa ayuda tomando parte en las actividades deportivas, en la campaña antialcohólica, en la desfanatización, en las obras de beneficencia, en fomentar la Instrucción Pública y en todo aquello para lo cual esté capacitada la mujer, seguros de que con la cooperación de este decisivo elemento lograremos dar un verdadero impulso a los pueblos que están trabajando por su bienestar”.15
Los resultados que Cárdenas obtuvo durante sus cuatro años de gobierno, siguiendo una adecuada política de masas, fueron todo un acontecimiento en la historia de Michoacán y constituyeron un anuncio de lo que en los años posteriores se iba a dar a nivel nacional. De 1917, año de la Constitución, al 15 de septiembre de 1928, día en que Cárdenas se hizo cargo de la gubernatura de Michoacán, se habían repartido a 124 pueblos 131 283 hs. de tierras para 21 916 ejidatarios; Cárdenas dotó a 181 pueblos con 141 663 hs., para 15 753 ejidatarios, y cuando hizo entrega de su gobierno se seguían tramitando en la Comisión Local Agraria 152 expedientes de dotación.16 Por otro lado, mediante una ley especial que hizo aprobar el 19 de junio de 1931, el gobernador michoacano restituyó a las comunidades indígenas las tierras, bosques y aguas de que habían sido despojadas por contratos anteriores a la Constitución y las asesoró para que se organizaran en cooperativas. En lo que se refiere a la política educativa, baste recordar que cuando Cárdenas llegó al gobierno del Estado funcionaban solamente 357 escuelas con 29 mil alumnos que atendían 685 maestros. Dos años después había 988 escuelas con tres veces más profesores y alumnos. En el segundo año de gobierno el 47% del presupuesto del Estado se dedicaba a educación.17 Para llevar a cabo todas estas transformaciones, que eran al mismo tiempo exigencias materiales y espirituales del desarrollo, Cárdenas no había hecho otra cosa que convertirlas en principios de la política de masas y encargar a las propias masas su realización.
Fue tal la importancia que tuvo en este proceso la Confederación Revolucionaria Michoacana del Trabajo que en su último informe de gobierno el general Cárdenas, con evidente satisfacción, hacía el siguiente comentario: “Es a este organismo, fuerte por su número, por su disciplina y representación de clase, a la que debió en buena parte, el Gobierno que he tenido el honor de llevar, el respaldo que siempre tuvo entre las mayorías revolucionarias michoacanas, y merced al cual pudieron cumplirse las Leyes Revolucionarias del Estado, particularmente en materia Agraria, de Trabajo, de Cultos y de Educación Pública, y en general de toda acción que pudo envolver interés esencial para el trabajador”.18
Se puede decir que el cardenismo representa, en su esencia, la reconquista de la conciencia del papel que las masas juegan en la nueva sociedad, como motor del progreso. En realidad, todos los revolucionarios lo reconocieron siempre después de 1913. Pero lo notable en la experiencia del cardenismo es que a las masas ya no se las ve como una materia inerme que el dirigente político puede usar, transformar o deformar a su antojo, sino como una fuerza que tiene sus cauces naturales que, o se respetan y se toman en cuenta, o son desbordados con una potencia destructora que nadie puede ser capaz de controlar. No se trataba únicamente de satisfacer (o pregonar que se satisfacían sin hacerlo) los intereses propios de las masas que resumía el programa de reformas sociales; se trataba, más bien, de acabar de constituir a esa fuerza social, organizándola bajo la égida del Estado de la Revolución. De ello dependía el futuro del propio Estado. Por lo demás, se había llegado a la convicción de que si se dejaba a su natural impulso la actividad de los grupos políticos de la Revolución, éstos no habrían dado jamás al país ni las instituciones ni el orden institucional prometido desde los días de la lucha armada; encumbrados en el poder, por encima de las masas, casi siempre aislados de ellas, no se ocupaban de otra cosa que de enriquecerse cuanto podían y de entramparse mutuamente en el sucio juego de la política individualista y elitaria. Constituir políticamente a las masas: tal era para el cardenismo la forma natural que adquiría la reivindicación del papel que aquéllas jugaban. Las tendencias institucionales de la Revolución, esto es, el establecimiento permanente y definitivo del nuevo orden, no se volverían una realidad presente y actuante hasta que las masas trabajadoras no se convirtieran en un sujeto con derechos propios y respetados en la política mexicana.
El cardenismo surge como la conjunción de toda una serie de corrientes inconformes con los mezquinos resultados que la lucha revolucionaria había dado y deseosas de liquidar rápidamente los problemas aún no resueltos y que la propia Revolución había heredado. La crisis mundial trajo como consecuencia inevitable la quiebra y el desprestigio de la política personalista que había campeado en los años veinte, mientras que el descontento de las masas trabajadoras volvió a poner a la orden del día la necesidad de dar un impulso decisivo al programa de reformas sociales de la Revolución. La contienda electoral de 1933-1934 dio a los grupos reformistas la oportunidad de emprender la ofensiva y de imponer, de una vez por todas, el programa de reformas sociales como el compromiso que debía ser prioritario en la gestión del gobierno de la Revolución.