Capítulo 68

—Quiero unos minutos con papá.

Ford puso los ojos en blanco.

—Está más muerto que ella, Dumbo.

Pero me aguardó. Incluso se quitó el sombrero.

Caminé de lado hasta el lugar algo más bajo que me indicó correspondía a la tumba de papá. No sentí nada, no emanaba nada, y no percibía una sensación de paz.

—No está aquí —aseguré.

—Ya te lo he dicho. —Ford se alisó el cabello y se caló el sombrero en la cabeza del mismo modo en que lo llevaba, como inclinado hacia atrás—. Eso mejor se lo cuentas a San Pedro.

Ignoré a Ford y me dirigí al Cadillac. Me disponía a comunicarle a la señora Mank que iba a tomarme una copa con Ford, posiblemente a emborracharme, y que ella podía regresar a Massachusetts, pero no me molesté en decírselo a Ford. Ya estaba demasiado enfrascado en sus cosas.

No obstante, me siguió.

Doris se encontraba de pie junto al sedán, los ojos aún más abiertos de lo que los había abierto jamás. Al ver que me acercaba, se dispuso a abrirme la puerta.

Ford se interpuso entre la puerta y yo.

—Eh, tú —le dijo a la señora Mank en tono burlón.

Ella retrocedió.

—Así está mejor —dijo Ford—. ¿Por qué no sales de este Cadillac y te cavas en alguna parte un agujero en suelo sin consagrar, te cubres luego de tierra y te mueres, abuelita? No pienso levantar un dedo para ayudarte. Ni siquiera te arrojaré tierra a la cara, vieja.

Ella lanzó un gruñido, pero me pareció incapaz de pronunciar una palabra.

—Antes quiere hacer una confesión —dije.

La señora Mank me miró primero a mí, y luego a Ford, para acabar recalando de nuevo la mirada en mí. Le tembló tanto la mandíbula que pareció a punto de dislocársela. Al final logró encajarla.

—Me debía a Calley. Lo supe el instante en que me la encontré cara a cara en aquella tienda de Nueva Orleans. Deirdre me lo había prometido. Su insensatez me había costado la pérdida de esas dos chicas, Faith y Hope. Ambas no le llegaban a Calley a la suela del zapato, por supuesto, cosa que Deirdre no tuvo problemas en admitir. Ella creía que también obtendría el dinero de Joe Cane Dakin. Fennie lo arregló con ella en mi nombre. Deberías darme las gracias por ello, muchacho. No tenéis ninguna queja que hacerme. La vieja Cosima se había convertido en carbón antes de que nacierais. ¿Qué habría hecho ella por vosotros, aparte de ser un estorbo?

Ford cerró la puerta con tal fuerza que el coche tembló.

En el interior, la señora Mank cerró el pestillo. Clonk. Las puertas de los Cadillac siempre hacían clonk.

—Vamos a emborracharnos —dijo—. Ya no aguanto más esta mierda.

—¿Y ella?

—¿Ella qué? —preguntó Ford, molesto.

Se dirigió al Corvette y, tras dirigirle una fugaz mirada al rostro púrpura de la señora Mank, lo seguí. Supuse que no tenía por qué darle explicaciones de nada. No tenía que rendirle cuentas.

Ford no me abrió la puerta del coche. Saltó sobre la del asiento del conductor, por supuesto, de modo que ni siquiera se molestó en abrir su propia puerta. Yo hice lo propio con la del pasajero, mostrando sin duda mi ropa interior a Doris, la señora Mank, el de la funeraria y su ayudante. Aquellos dos aún tenían que bajar el ataúd. Se quedaron allí de pie, boquiabiertos, y ¿quién habría podido culparlos?

Me hundí en el asiento del pasajero y me quité el alfiler de la boina para librarme de ella; finalmente, opté por dejarla doblada bajo el culo.

Ford me miraba burlón.

—Es una Schiaparelli —expliqué.

—¡Vaya! Mamá, ¿has oído eso? —preguntó tras lanzar un bufido.

Condujo tal como esperaba que hiciera, como un idiota. Fue muy divertido, la verdad, y di alaridos y me reí y grité con él.

Hicimos una parada en un bar de carretera construido en cemento. Era bajo en todos los sentidos, tal como debería serlo cualquier bar sureño, dado que la bebida y todo lo demás relacionado con un lugar así es pecaminoso. Puestos a pecar, debía hacerse en el lugar más lamentable que pudiera encontrarse.

De hecho, no nos quedamos. Ford compró una botella de Wild Turkey al ciego que atendía tras la barra, y nos la llevamos al Corvette. Una limusina negra aguardaba en el aparcamiento, no muy lejos de allí. Doris me saludó con la mano sentada al volante. Las ventanillas estaban cerradas, y sin duda el aire acondicionado mantenía a la señora Mank fresca, de modo que no podíamos verla.

—¿Esto va contra la ley? —pregunté a Ford.

—Eso espero —dijo, escupiendo bien lejos el tapón.

Me ofreció la botella para dar el primer trago, y el gesto fue tan caballeroso e inesperado que podría haberme echado a llorar si hubiera provenido de otra persona.

—Vaya —exclamó, espesando el acento hasta un punto ridículo—. Si te han crecido las tetas. No es que las tengas muy grandes, pero era de esperar. ¿Vas a beberte toda la botella?

—No has cambiado nada —dije con desprecio, pero sin darle mucha importancia.

Dio un buen trago, se lo pasó de carrillo en carrillo como si pretendiese enjuagarse la boca y me devolvió la botella.

—Puede. —Se llevó la mano al bolsillo de la americana, de cuyo interior sacó una tarjeta que me tendió.

—Fred Hatfield. Coño —dije—, si me estoy poniendo cachonda sólo de leerlo. —Me guardé la tarjeta en el bolsillo del vestido.

—Papá abrió un concesionario para venderle Fords a la gente de color —dijo Ford—. Para Mamadee, ésa fue la gota que colmó el vaso. No es que importe mucho. Cuando alguien se ha propuesto matar a una persona, la motivación se convierte en una justificación, nada más. Así que cuando la tía se ofreció a ayudarla a librarse de papá y robarle el dinero, Mamadee se subió al tren sin pensarlo dos veces. Debió de prever que su hermana la iba a traicionar. Evarts y Weems y Mamadee le hicieron la cama a papá. Iban a robarles a él y a mamá todo el dinero. Y lo lograron. Esas dos locas que asesinaron a papá no fueron más que meros instrumentos. Instrumentos para Isobel Mank, que coincidía con Deirdre Carroll en todo lo que ésta pensaba de papá, pero que sobre todo y ante todo quería controlarte. ¿Qué vas a hacer con esa vieja bruja de Isobel?

Me encogí de hombros. Sinceramente, no tenía la menor idea.

—¿Qué fue de todos los Dakin? —pregunté de pronto.

Ford sonrió al tiempo que refregaba las yemas del pulgar y el índice.

—Aceptaron la amable ayuda del agente de Mamadee, el abogado Weems, para trasladarse a California. Te enviaré las direcciones de aquellos que siguen con vida.

—¿Cómo es que la conoces? —pregunté después.

—Pues igual que tú —respondió Ford—. Me compró a Lew Evarts. Él aceptó el dinero y huyó. Ella me contó de buenas a primeras que era la hermana de Mamadee y mi pariente más cercana, aparte de mamá, que había huido como la zorra que era. Me dijo que ya tenía tu custodia, y que te encontrabas recluida en algún lugar para retrasados. Me inscribió en la Academia Militar Wire Grass. Se encuentra a las afueras de Banks, Alabama, tan lejos de todas partes como se puede llegar sin haber muerto. La dirigen unos amigos suyos, los Slater, y se parece más a una cárcel que a una escuela. Tiene profesores de primera clase, no obstante. A todos ellos los han expulsado de otras escuelas por una u otra razón, como por ejemplo sonarse en la iglesia, ser ex nazis o algo socialmente mal visto.

—¿Había otros chicos en la escuela?

—Setenta y cinco, más o menos. Básicamente, delincuentes juveniles. —Ford sonrió—. Aprendí tanto de mis compañeros como de las clases a las que asistí.

—¿Le enviaste a mamá aquella carta, la que llevaba matasellos de París?

—Sí. De la Wire Grass pasé a Phillips—Exeter, y entonces obtuve el control del dinero y me di el piro a Francia.

—¿Cómo lo hiciste? Me refiero a recuperar el dinero.

Chantajeé a Mank. Puedo relacionarla con Fennie Verlow, la mañana en que vosotras os marchasteis. Oí el Edsel subir por el camino y a mamá, que estaba a la greña con Mamadee. Así que bajé la escalera y ahí estaba la buena de Fennie charlando con Tansy. Tansy se guardó el dinero rápidamente para evitar que pudiera verlo, pero lo vi. Entonces, Mamadee empezó a gritar pidiendo café y tostadas. Un par de horas después, Mamadee tenía algo raro en el cuello y enloquecía por momentos. Tansy fingió tener un recado que hacer y desapareció, lo que me hizo sospechar. Eché un vistazo en la cocina y encontré la mantequilla nueva en la basura; apenas habían cortado una porción, lo suficiente para untar la tostada de Mamadee. No olía a mantequilla. Tenía un olor gracioso, como al típico jarabe. Poco después de haber ido a la ciudad a por paraguas, Mamadee se metió en el dormitorio y no salió. Me asomé un momento; a esas alturas, lo que tenía en el cuello era visible. Santo Dios, era asqueroso. Metí la vara del paraguas en el ojo de la cerradura. Se presentó Lew Evarts y logró abrir la puerta. Lo vi tocar esa cosa y entonces explotó. Mamadee se convulsionó como un pescado recién arrojado en cubierta, y al poco murió. No vi que Lew Evarts moviese un dedo por parársela. Me refiero a la hemorragia. Tan sólo me dio la impresión de que todo aquello le daba asco.

Ford hizo una pausa antes de continuar.

—En fin, eso no es lo único que tengo relacionado con madame Mank. Entre otras cosas, juega con el cambio de la moneda, ya sabes; lo que pasa es que olvida hacer la mayoría de las transacciones por la vía legal. Soy un investigador de cojones, lo que no son buenas noticias para ella, y también soy un ladrón excelente. —Se frotó de nuevo las yemas del índice y el pulgar—. Si bien no tengo tu capacidad para escuchar, Calley, llegué a dominar las últimas técnicas en escuchas telefónicas durante mi estancia en Phillips—Exeter. Algunos de esos críos ricos han adoptado una honestidad deshonesta. ¿Has fumado hierba alguna vez?

Negué con la cabeza como si lo lamentara.

Ford me observó largamente.

—Vas a pasártelo en grande en la universidad. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Dejarás que la Mank te pague los estudios, y luego te las ingeniarás para que tenga su merecido?

No había dejado de pensar en ello.

—¿De cuánta libertad dispongo en este momento?

—De la suficiente para negarte. Yo te costearé los estudios, Calley. Seré un ladrón, pero también soy tu hermano. La mayor parte del dinero que tengo perteneció a papá, o a Mamadee, y ambos deberíamos haberlo heredado. Te daré la mitad. Te llevaré ante un abogado hoy mismo y firmaremos los papeles.

Aquella oferta me dejó perpleja.

—Tengo el rescate —confesé.

—Vaya, veo que después de todo hay algo de Carroll en ti —dijo Ford tras guiñarme un ojo.

Me estuvo observando mientras tomaba un trago de la botella para devolvérsela a continuación; luego no dejé de rebullirme en el asiento mientras calibraba la situación.

—¿Te crees capaz de vencer a la Mank en su propio juego?

—Tú lo hiciste —dije—. Y quizá puedas ayudarme.

Le tocó el turno de beber, rebullirse en el asiento, mirar de reojo a la limusina, echar otro trago y pasarme la botella.

—Andaré cerca —dijo con una nota de tristeza en la voz—. Tengo que pensarlo. Estamos hablando de tu alma.

Cedí al impulso de darle un beso en la mejilla. Mientras él se reía y se la limpiaba con el dorso de la mano, me bajé del Corvette.

Doris me vio acercarme y, para cuando llegué a la altura de la limusina, ya había salido del coche para abrirme la puerta. Antes de sentarme en el asiento trasero, me volví hacia Ford. Me dio la impresión de que inclinó brevemente la cabeza en mi dirección, antes de arrojarme una doble águila[4]