—Eres una lunática y deliras —dijo mamá.
Puede que no me creyera, pero igualmente se quitó los zapatos con los que había conducido. Recogió los zapatos de tacón bajo, pero no se los puso. Descalza, aferrando el Kelly al pecho, se entretuvo cerrando la puerta del coche antes de darme la mano para que la guiara. Una nube eclipsó la raquítica rodajita que era la luna mientras avanzábamos trabajosamente, pues a cada paso parecía como si pudiéramos caernos por el precipicio del fin del mundo.
—Los escorpiones se esconden en la arena —dijo mamá—. Esta hierba es la meca de las pulgas. Voy a romperme la pierna de tanto tropezar en la oscuridad de esas dunas. Será un milagro si sobrevivo a la infección de una picadura de escorpión en la pierna fracturada. Y tú te convertirás en una huérfana, una insignificante huérfana. Te alojarán en un orfanato hasta que seas lo bastante mayor para cuidar de ti misma, porque una garrapata tiene más posibilidades de sobrevivir a un huracán de las que tú tendrás de que te adopten. Santo Dios, ¿qué ha sido eso? ¿Un buitre? Parecía lo bastante grande para llevarse a un hombre adulto.
Me pareció que aquélla era la forma que tenía mamá de ahuyentar el miedo, como quien se pone a silbar.
Pero cuando llegamos a lo alto de la duna, mamá dejó de quejarse.
La luna reapareció en el cielo para verter su angosta luz en los rompientes y bañar de una tonalidad argéntea la hermosa playa.
sssssssSSSSSSSssssssSSSSSSssssss
Me quedé muda, igual que mamá.
Antes tan sólo había alcanzado a ver las dunas y la casa en las dunas, la luz en la ventana y luego la puerta, y la figura de la mujer que me había llamado. No el golfo de México que se extendía debajo, ni el agua
sssssssSSSSSSSssssssSSSSSSssssss
en la arena. No había escuchado al golfo de México, me refiero a la mayor parte de su ruido, al ruido del agua que alcanza la arena, y al ruido de la arena que despide el agua. Comprendí que antes los únicos sonidos que había escuchado eran los causados por mí, además de los suspiros y susurros de la vegetación. No se trata de un recuerdo de infancia revisitado y refinado. Insisto, no había escuchado al golfo. Lo digo porque debió guardar silencio. Puede que las olas no rompieran en la arena, porque a la distancia a la que se encontraba la casa, es totalmente imposible que hubiera logrado oír la voz de la hermana de Fennie.
Mamá se había quedado muda por otro motivo.
—Oh, Calley —susurró.
Temblaba de la cabeza a los pies. Le apreté la mano, pero no dejó de temblar.
—¿Qué sucede, mamá?
—Nada, no sucede nada, cariño. Pero ésa no es la casa de la hermana de Fennie.
—Sí lo es, mamá. Me ha llamado.
—Es mi casa, Calley. Es la casa de la abuela. Viví allí todo el tiempo que mamá y yo pasamos sin llevarnos bien. Ahí es donde fui feliz, Calley, el único lugar donde he sido realmente feliz. Quería mucho a mi abuela. La quería tanto, Calley, más de lo que tú puedas llegar a quererme.
Mamá nunca había mencionado a su abuela. Era la primera noticia que tenía de que mamá y Mamadee hubieran vivido separadas antes de que mamá se casara con papá, exceptuando el semestre que mamá pasó en el instituto. Aquella información me pareció tan sorprendente que sofocó el resentimiento que pudiese sentir por el hecho de que mamá hubiera afirmado que ella había querido más a su abuela de lo que yo la quería a ella.
—¿Viviste aquí?
Mamá rió.
—Claro que no. La casa de la abuela estaba en Banks. La abuela murió cuando se quemó la casa hasta los cimientos.
Mamá echó a andar duna abajo. Tuve que correr y deslizarme por la pendiente para alcanzarla. No la había visto moverse tan rápido desde la última vez que tuvo que ir de una tienda cara a otra.
—¡Ah, mira, Calley! —Mamá señaló la luz amarilla que se encendió de pronto en la misma habitación de la primera planta que antes—. ¡La hermana de Fennie va a alojarme en mi antiguo cuarto!
La puerta principal se hallaba abierta de par en par al fondo del espacioso porche. Había sido ella quien me había llamado desde la puerta de la casa, al borde mismo del golfo de México.
Donde las olas habían guardado silencio para que pudiera oír su voz.
—Sacúdase los pies —ordenó la mujer.
Mamá se sacudió los pies arriba y abajo en el felpudo, para librarlos de la arena que pudiera tener tras haber caminado descalza.
Nunca había visto a mamá obedecer una orden con tal prontitud y buena disposición, una orden como aquélla, tan cortante y directa, dirigida, además, por una extraña. También yo me sacudí los pies, lo que produjo cierto eco.
—Soy Roberta Carroll Dakin —se presentó mamá, intentando echar un vistazo al interior de la casa por encima del hombro de la mujer—. Usted debe de ser la hermana de Fennie, la amiga de Calley.
—Soy Merry Verlow —La mujer pronunció con énfasis el «soy».
—Llámala señora Verlow —me dijo mamá, al tiempo que me daba una leve colleja en la nuca.
Como si no supiera que había que llamar señora a todas las mujeres, a menos que las «señoritas» la corrigieran a una.
—Bienvenidas a Merrymeeting[3]
—¿Merrymeeting? —preguntó mamá.
La señora Verlow extendió los brazos para abarcar la casa.
—Mi hogar.
Mamá estaba como aturdida mientras miraba a su alrededor.
—Me alegro tanto de que no sea una Dakin —comentó en tono travieso tras sobreponerse.
—Admito que sólo conozco a los Dakin de oídas, a través de Fennie, claro —comentó la señora Verlow—, pues está emparentada con ellos de algún modo. Usted es la primera a la que conozco, y debo decir que me siento agradablemente sorprendida.
El menosprecio hacia los parientes de papá, sobre todo viniendo de alguien que no los conocía más que de oídas, le pareció muy bien a mamá.
—Pues si conociera a alguno de los otros, la agradable sorpresa se convertiría sin duda en desagradable, porque no me parezco a ellos en nada. Después de todo, soy una Carroll de nacimiento.
—¡Ah! —exclamó la señora Verlow—. Pasen, pasen. Supongo que los pies deben estar a punto de salírseles de los tobillos y cavar una fosa donde descansar en la arena. —Calló al pasar yo por su lado—. Calley, puedes dejar las playeras justo ahí.
En el reflejo del espejo que había encima de una mesita en el vestíbulo vi el brillo de la lágrima que le surcó el rostro a mamá. Qué provocó esa lágrima fue algo que mamá no había esperado y no podía de ningún modo esperar: encontrar en la casa de Merry Verlow los mismos muebles, el mismo menaje, las mismas litografías descoloridas, la misma grieta en el pasamanos, junto al escalón de arranque que mamá recordaba haber visto tantas y tantas veces en casa de su abuela. Sin embargo, estaba tan cansada que ni siquiera intentó reconciliar la existencia allí de un duplicado, a más de doscientos kilómetros de distancia, en pleno golfo de México, de la casa de su abuela, una casa que hacía tiempo había quedado reducida a cenizas en Banks, Alabama.
—¿Qué ha sido ese ruido? —fue todo cuanto dijo.
—Las olas en la playa —respondió divertida la señora Verlow—. Es la pleamar.
Mamá se movió casi a ciegas en dirección a la escalera. Me sentí algo incómoda porque éramos las invitadas de la señora Verlow, y la señora Verlow no nos había invitado a subir. Mamá no le había dado siquiera las gracias a la señora Verlow por su hospitalidad.
Debí de parecerle cohibida, porque la señora Verlow me tiró con aire juguetón de una coleta.
—Señora Dakin —le dijo a mamá—, voy a pedirle que me dé las llaves del vehículo. Tendré que moverlo a primera hora de la mañana, para despejar el camino.
Mamá se detuvo en la escalera, rebuscó en el bolso y depositó las llaves en la palma extendida de la señora Verlow.
—¿Están apagadas las velas? —preguntó mamá, ausente.
—Yo misma me encargo cada noche —respondió la señora Verlow.
Mamá se apoyó en el pasamanos y empezó a subir la escalera, tan lenta y ceremoniosamente como la novia que se dirige al altar. Igual que si su novio la estuviera esperando en lo alto.
—Ve a ayudar a tu madre a quitarse la ropa, niña —me pidió la señora Verlow, señalándome a mamá con la cabeza.
—Pero…
—Ya sabe qué habitación le pertenece. Esta noche, y de momento, dormirás con ella.
—Gracias, pero…
—Encontraréis el equipaje de Elba en la habitación. He guardado todas las cosas. Tu madre sabrá dónde encontrarlas. Ambas compartiréis el baño que hay al final del vestíbulo con otros dos huéspedes. Siempre dejo una luz encendida.
—Me gusta el sonido de las olas —balbuceé.
La señora Verlow sonrió.
—A veces tienes la impresión de que es lo único que oyes, y a veces a duras penas alcanzas a oírlas.
Apagó la luz del vestíbulo de entrada.
—Mamá me ha dicho que esta casa era la de su abuela en Banks, Alabama. Luego dijo que se quemó.
—Sólo tienes siete años, niña. ¿Has oído alguna vez que vemos como a través de un cristal opaco?
—Sí, lo he oído. —Recordé las ventanas del almacén de la estación de ferrocarril—. Mamá dijo que fue muy feliz en casa de su abuela.
—¿Roberta Ann Carroll Dakin feliz? A ti, a mí y a los ángeles del cielo nos gustaría vivir para verlo.
Puede que la señora Verlow lo supiera todo.
O puede que la señora Verlow respondiera con sinsentidos a los sinsentidos de una niña pequeña que hacía horas que tenía que estar en la cama, desorientada tras el largo viaje, desorientada, también, tras haber escuchado las asombrosas declaraciones de su madre.
Llegamos al descansillo, donde una ventana con forma de diamante miraba hacia la infinita superficie que dibujaba la playa, iluminada a la luz de la luna. Más allá, el golfo de México fluía negro e insondable como el cielo del que aún colgaba la luna encerada.
—Veo la luna —me susurró la señora Verlow—, y la luna me ve a mí.
Mamá me llamó desde arriba.
—Aquí está, señora Dakin —respondió la señora Verlow con la misma suavidad que había utilizado mi madre para llamarme—. No tardará nada en subir. Voy a darle algo para los pies.
—Ah, eso estaría muy bien. —Una puerta se cerró casi sin hacer ruido.
Yo seguía disfrutando de la vista desde el descansillo.
—¿Va a venir la señorita Fennie Verlow?
—¿A ti qué te parece?
Negué con la cabeza.
—¿De dónde sacan las niñas pequeñas que tienen que ser felices? Hay otras cosas que para las niñas son mucho más importantes que la felicidad.
Ignoro cómo supuso que la ausencia de su hermana Fennie arruinaría mis perspectivas de felicidad. No comprendí hasta años después la extraña naturaleza de lo que acababa de decir. Sin embargo, comprendí entonces que no se refería a todas las niñas. Se refería a Calliope Dakin, y nadie más.
—Como decir las cosas adecuadas —aventuré.
—Eso mismo.
—Y cuidar de mamá.
—Así es.
—Y no hacer demasiadas preguntas.
La señora Verlow me tiró de nuevo de la coleta.
—Roberta Carroll Dakin tiene una hija muy, pero que muy lista.
Negué de nuevo con la cabeza.
—Mamá no cree que yo sea lista.
—La opinión de Roberta Carroll Dakin no nos importa un comino a mi hermana Fennie o a mí.
Me mostró el baño y sacó un tubo de dentífrico, cepillo de dientes y una pastilla de jabón, además de dos toallas, una para el cuerpo y otra para las manos. Me dio un tarro de crema aromática para los pies de mamá y se despidió de mí con un despreocupado, buenas noches.
Me cepillé los dientes con ganas, más de las habituales, y me lavé la cara, el cuello y las orejas con cuidado. La señora Verlow tenía que comprobar que yo era una niña decente, exigente y obediente, o yo sería la única culpable de que nos echara de la casa. Pensé en Ford, encallado en Alabama con Mamadee. Más tarde descubrí que no se debió tanto a una elección propia como en aquel momento me lo pudo parecer. En ese momento, no obstante, él se había marchado igual que papá. Me pregunté si lo echaría de menos como echaba de menos a papá. Probablemente no, pensé.
Me senté en la cama de mamá, dispuesta a masajearle los pies a la luz de las velas. Le quité con cuidado los granos de arena que se le habían alojado en las uñas. La arena le había rallado el esmalte rojo, y por eso parecía como si hubiera pisado un charco de sangre. Intenté distinguir las formas de los muebles que había en la habitación, preguntándome qué colores aparecerían de día en las cortinas, la alfombra, el entapizado, el papel de la pared y los cuadros que colgaban de ella.
Afuera el océano no dejó de suspirar. Escuché una voz que me llegó, o tuve la impresión de que me llegaba, desde bajo las olas. Puede que cantara, o puede que estuviera haciendo preguntas. Se me empezaron a cerrar los ojos y moví la cabeza para sacudirme el sueño de encima.
Oí otros ruidos procedentes del interior de la casa: los pasos de Merry Verlow en el vestíbulo, una puerta interior que se abrió y cerró, probablemente la de la habitación de la señora Verlow, que se marchaba a la cama. Pero no estábamos solas en aquella casa con la señora Verlow. Capté el acompasado aliento de quienes dormían, una tos casi imperceptible, ronquidos, el gruñido de los muelles de una cama cuando alguien cambió la postura, el susurro de las sábanas, alguien reposando la cabeza en la almohada de plumas… No reconocí aquellos sonidos como característicos de la gente a la que conocía.
Ida Mae Oakes se inclinó sobre mí para murmurarme al oído, a ambos a un tiempo, algo mágico que ella era capaz de obrar; su lenta canción de cuna era el fluido arrrruyo y murrrrmullo del oleaje en la arena. Estaba. Tan. Cansada…
—Puedes dejarlo —me susurró finalmente mamá, que apagó la llama de la vela—. Ven aquí y pon la cabeza en mi hombro.
Dejé a un lado el tarro de crema y me metí en la cama con mamá. Se me clavó la parte dura de Betsy McCall que llevaba en el bolsillo del peto, así que la saqué de ahí y la metí debajo de la almohada.
Volqué toda mi atención en Ida Mae y en su
murmuraryarrullarynuncadejesdemurmuraryarrullarcariñotusomnolientacabecita
que provenía del golfo. Otra nota se introdujo en la melodía.
—He oído a alguien en la habitación de al lado, mamá —susurré—. He oído moverse a alguien y hablarle a alguien. He oído alas.
—Claro, tontaina. Es tu bisabuela. Nunca se duerme antes de las dos de la mañana, y mientras lo intenta mantiene a todos despiertos en la casa.