Papá tenía a su disposición cualquier vehículo que quisiera conducir; siempre era el último modelo. Cada año, sentaba a mamá al volante del coche que quería promocionar. Verla al volante podía inducir a otros maridos a imaginar que, si compraban un vehículo como ése, quizá también sus esposas se parecerían más a mamá. Incluso a las esposas podía darles por pensar que se parecerían un poco más a ella.
A esas alturas de la vida, mamá no sólo era la mujer más atractiva de Alabama, sino la señora de Joe Cane Dakin, lo cual equivalía a decir que era rica. Su aspecto le había proporcionado la posición; se lo merecía. Ser la señora de Joe Cane Dakin y conducir un Ford era lo máximo que estaba dispuesta a trabajar en la vida.
En 1958, papá promocionaba el Edsel, de modo que mamá conducía un Edsel Citation de cuatro puertas, que tenía un enorme motor y una imponente carrocería, pintado en una combinación de dorado metálico, amarillo pajizo y negro azabache, con tapicería de oro salpicada de vetas de oro metalizado, y acabados de cuero color malvavisco. Papá sabía que como producto aquel Edsel era algo desvaído, y también mamá era consciente de ello, pero el caso era que papá le debía lealtad a la Ford Motor Company. Solía decir que la Ford Motor Company pagaba las facturas.
A ese respecto, mamá ni se molestaba en dar voz a su opinión. A ella le bastaba con que Joe Cane Dakin pagara las facturas. Lo mínimo que podía hacer mamá era fingir que le gustaba el Edsel. Siempre le satisfizo representar un papel. Mamá creía que el hecho de tener la belleza de una estrella de cine le confería también el talento de una, claro que, por supuesto, jamás se hubiera degradado hasta el punto de ejercer de actriz de verdad, con todo el esfuerzo que eso le hubiera supuesto.
Cuando papá quiso acudir a Nueva Orleans con motivo de una convención de vendedores de la Ford, nos llevó en el Edsel de mamá a más de cuatrocientos kilómetros de distancia desde Montgomery. Mamá fue en el asiento delantero, y Ford y yo, en el trasero. La convención se inauguraba un viernes catorce, y duraría hasta entrada la semana siguiente, lo que permitiría a los vendedores disfrutar del carnaval del día dieciocho. El día siguiente, miércoles de ceniza, era mi séptimo cumpleaños. No sólo me prometieron un pastel de cumpleaños, sino también la specialité du maison del hotel Pontchartrain: un plato al que llamaban el «pastel de una milla de alto».
Ford pudo acompañarnos en el viaje porque la convención coincidió con las vacaciones escolares de febrero. Yo podría haber ido de todos modos, puesto que mi asistencia al curso de primer grado de la señorita Dunlap no era tan imprescindible como lo era la de Ford al curso de sexto grado de la señorita Perlmutter. Siempre que papá quería que lo acompañara durante un viaje en coche a Birmingham, a Mobile o a donde fuera, me permitían hacer novillos. La señorita Dunlap nunca dijo esta boca es mía. Puesto que mamá fingía que papá nunca tomaba una decisión por voluntad propia, sin consultarla con ella o sin que ella le moviera a ello, cuando papá se me llevaba de viaje siempre se las apañaba para apropiarse de la idea; aseguraba que si no se libraba de mí un tiempo, Joe Cane Dakin acabaría encerrándola en el sanatorio mental.
Si mamá y papá se hubieran marchado a Nueva Orleans sin nosotros, Ford y yo nos hubiéramos quedado con Mamadee en Tallassee. Sin embargo, papá era de los que piensan que todo el mundo tiene que acudir al menos una vez en la vida al Mardi Gras. Algo que no era necesario decir, pero que todos entendíamos así, era que papá quería estar conmigo cuando celebrase el cumpleaños. Si tenía que ausentarse, me llevaría con él. A mamá no le hacía mucha gracia llevarnos de remolque, claro que de todos modos se las habría apañado para dar con algo que no le gustara del viaje, cosa de la que mi padre era consciente.
En el coche, mamá comentó que ya había ido al Mardi Gras, y que si tenía que volver, prefería hacerlo sin tener niños cerca que pudieran sacarla de sus casillas. Fumaba Kool, alrededor de uno cada media hora, y ojeaba el último ejemplar de Vogue mientras le repetía a papá todo lo que ya le había dicho antes. Él fumaba Lucky Strike, más o menos uno cada quince minutos, y no hizo grandes comentarios.
Justo el día antes, la costa del golfo se había enfriado lo bastante para que nevase en ese mango de sartén que es Florida, la cual, si las líneas del mapa se dibujaran rectas, formaría parte del sureste de Alabama.
Puesto que habíamos subido las ventanillas para protegernos del frío, me resultaba más difícil escuchar el mundo que había fuera del Edsel, pero ello me permitía estar más atenta no sólo a los esfuerzos del propio vehículo sino también a los de sus ocupantes. Puesto que los conocía bien, hice lo posible por aislarlos de mi mente.
Paramos en el concesionario de papá en Mobile. Era incapaz de atravesar Mobile sin pararse ahí. Mamá me llevó apresuradamente al servicio de señoras, y luego me llevó con el mismo garbo de vuelta al coche, no porque le preocupara que pudiera mojarme ni que pudiera entretenerme, sino porque me utilizaba como excusa para no tener que hablar demasiado con la gente que trabajaba para papá.
Ford salió del coche el tiempo justo para procurarse una Coca—Cola, bebida que papá solía llamar cola. Cada vez que lo hacía, mamá le recordaba que «cola» era una simplificación, y que alguien de su posición debería saber que simplificar demasiado las cosas le hacía parecer un paleto.
Salió el tío Lonny Cane Dakin, vestido con un peto grasiento y con un tremendo manchurrón de grasa en la mejilla izquierda. Lonny Cane hubiera guardado un gran parecido con papá si a papá lo hubieran puesto a la venta en una tienda de objetos de segunda mano.
A pesar del frío, papá bajó todas las ventanillas antes de entrar en el concesionario, decidido a ventilar el interior del Edsel. Cuando el tío Lonny Cane hizo ademán de inclinarse sobre la ventanilla abierta, junto a mamá, ésta dio un respingo, mirándole las uñas con los ojos muy abiertos.
—Dios santo, Lonny Cane Dakin, ¡no toques el coche con esos dedos! —le soltó—. Vas a esparcir esa grasa por todas partes.
El tío Lonny Cane se quedó inmóvil con las palmas de las manos extendidas hacia arriba, antes de echarse atrás y llevárselas a la espalda como haría un crío que no quisiera admitir que no se las había lavado antes de comer. Se puso rojo como un tomate. Sonrió incómodo, sonrió de tal modo, con tanta generosidad, que pude verle todos los huecos que tenía entre los escasos dientes de niño pobre que le quedaban.
—Perdóneme, señora Roberta —dijo entre dientes. Luego estiró el correoso cuello y miró con ojos bizcos el asiento trasero, donde nos encontrábamos Ford y yo.
Ford era quien estaba más cerca de Lonny Cane, de modo que me arrojé sobre él y solté un grito salvaje por la ventanilla de Ford. De nuevo mamá dio un respingo. Ford estuvo a punto de atragantarse con la Coca—Cola. Me echó al suelo. La carcajada de tío Lonny Cane me sonó a música de circo en los oídos; poseía el ofensivo descaro de la bocina de un payaso.
—Me está entrando jaqueca —se quejó mamá—. Cierra ahora mismo la boca, Calley Dakin. ¡No quiero oírte más en toda la vida! Ford, ve a decirle a tu padre que se apresure. ¡Y que me traiga una aspirina!
Ford no perdió la ocasión de pisarme la mano cuando salió de nuevo del vehículo.
Mamá se tapó los ojos con la mano y lanzó un gemido quejumbroso.
—Mamá, ¿quieres que te cante una canción? —pregunté a la espalda de mi madre, en el asiento trasero.
Ella hundió el codo en el respaldo, con lo que quiso decir que no estaba para canciones. Podía cantar tan bien como cualquiera, pero a ella le traía sin cuidado mi voz, lo hiciera bien o mal.
Ford regresó y se sentó de nuevo en el asiento trasero.
Papá abrió la puerta del conductor y asomó la cabeza en el interior del vehículo.
—Te he traído una aspirina, Bobbie Ann, y una cola. —Llevaba tres botellas abiertas, cogidas del cuello con los enormes dedos de una mano.
—No me llames Bobbie Ann —le dijo mamá—. Y no abrevies las palabras ni hables en jerga, Joseph. ¡Procura que esa cría se siente y se esté quieta de una vez! Ya te dije que tendríamos que haberla dejado en casa.
—¿Con tu madre? Por encima de mi cadáver. Y como no quisiste ni oír hablar de dejarla con Ida Mae… —replicó papá.
Mamá se envaró como si acabara de darle un golpe en la espalda. Mi antigua niñera, Ida Mae, seguía siendo un tema delicado entre ambos, a pesar de los meses que hacía que mamá la había despedido.
Papá titubeó. Tuve la impresión de que estaba a punto de decir algo. Sin embargo, guardó silencio.
Ford enarcó las cejas burlón mientras tomaba un largo sorbo de Coca—Cola. Entonces tenía once años, era todo piernas y malo como la tiña. Mamá sentía debilidad por Ford porque era un auténtico Carroll, tanto que Ford ya miraba por encima del hombro a papá por ser un Dakin. No obstante, Ford había llevado el carácter Carroll un paso más allá, porque de hecho también miraba a mamá por encima del hombro por haberse casado con un Dakin. Debido a esto, mamá aún sentía más debilidad por Ford.
Papá se sentó al volante y me ofreció una de las botellas abiertas.
—Te he oído gritar, Rayo de Sol. Te se habrá quedado la garganta seca.
Hasta entonces, no era consciente de lo sedienta que estaba. El caso es que la Coca—Cola me hace eructar, y así lo hice. Mamá volvió a quejarse, y Ford se rió con disimulo.
Cuando mamá se quejaba de dolor de cabeza, aún había menos posibilidades de que pudiéramos escuchar música. Si papá y yo nos embarcábamos en uno de nuestros viajes en coche, podía sentarme en el asiento delantero, y él me daba permiso para cambiar la emisora de radio y escuchar lo que quisiera, a un volumen tan alto como la radio pudiera dar de sí. Pero cuando nos acompañaba mamá, apenas podíamos encenderla. Yo canturreaba sin que un solo sonido escapara de mis labios, canturreaba mentalmente, y poder hacerlo era para mí una bendición. Ida Mae Oakes me había enseñado a dar gracias por ese tipo de cosas.
Aunque me habían dado permiso para llevarme una caja de zapatos con las muñecas recortables, tenía cerca a Ford y no podía jugar con ellas en el asiento trasero del Edsel. Las llevaba en la maleta, en el maletero, junto al gramófono autografiado por Elvis que me había regalado papá por Navidad, y algunos de mis discos de cuarenta y cinco revoluciones, así como la tarjeta de San Valentín que le había hecho a papá en la escuela. Deseaba sobre todo poder jugar con mi muñeca recortable Rosemary Clooney. A mamá no le hacía mucha gracia que cantase las canciones de la auténtica Rosemary Clooney cuando jugaba con la muñeca, así que solía tararearlas entre dientes.
Dado que a Ford le daba repelús tocarla, me había llevado al coche la muñeca Betsy McCall. Era pequeña, tenía el tamaño justo para que me cupiera en la palma de la mano. Si lo tocaba con ella, se encogía pegado a la puerta mientras me amenazaba con arrancarle las extremidades una a una.
Mamadee era suscriptora de la revista McCall. Después de examinarla, se la dejaba a mamá. «Examinarla» era la palabra que utilizaba. Mamá no quería la revista, razón por la que Mamadee se la dejaba. Mamá la aceptaba porque no estaba dispuesta a dejar que Mamadee pensara que hacía algo que tuviera la suficiente importancia como para irritarla. Se las apañaban mejor para insultarse con gestos educados que con un diccionario entero de blasfemias e insultos, si lo hubieran tenido.
Las muñecas recortables Betsy McCall aparecían en todos los números de McCall. El rostro de Betsy McCall era algo ordinario y dulce, como una galleta, con los ojos grandes y muy abiertos, como el fruto de la zarzaparrilla. Tenía también una sonriente boca de piñón, aunque la barbilla brillaba por su ausencia. Llevaba el pelo como era propio de una niña decente, con ricitos, y en las escasas ocasiones en las que asomaban, se le veían unas pequeñas orejas de duende. Betsy McCall hacía algo cada mes. Iba de Picnic, o Empezaba la Escuela, o Ayudaba a su madre a Hornear Galletas. Lo que hacía tenía nombre y apellidos, aparecía impreso en mayúsculas y siempre exigía de un conjunto de ropa distinto.
Cada mes, recortaba a Betsy McCall, a su perro, a sus amigos y parientes, y jugaba con ellos delante de Mamadee y de mamá. Mamá le dijo a papá que, puesto que yo adoraba de ese modo a Betsy McCall, debía comprarme por Navidad una muñeca Betsy McCall. Y él lo hizo porque ignoraba que mamá sabía que yo quería un muñeco bebé. Ya le había escogido incluso el nombre: Ida Mae. Consciente de que mamá había sido tan mezquina, aún le di más importancia a Betsy McCall. Me la llevaba a todas partes, y lloriqueaba cuando me obligaban a dejarla. Como me había visto privada del privilegio de ponerle nombre a mi propia muñeca debido a que Betsy McCall ya tenía uno, le añadí en secreto el apellido materno: Cane.
Al cabo de un rato, papá se puso a hablarle a Ford acerca del nuevo puente de Nueva Orleans. Me recosté para escuchar el sonido de los neumáticos en el asfalto, así como el ruido del motor, el aire acondicionado y la satisfactoria tirantez de la correa del ventilador. Con las ventanillas cerradas no podía oír a los pájaros, a los animales ni a la gente que había fuera. La velocidad del Edsel ahogaba todos los sonidos ajenos a él; aquellos sonidos se unieron como las gotas de agua en el chorro de una manguera, con tal fuerza que hubieran podido golpearme.
Dormí parte del trayecto, soñando con
suishzapsuishzapsuishzapsuishzapsuishzap
el repiqueteo de la lluvia, más y más alto cada vez, hasta que no se oyó absolutamente nada más. La lluvia fuerte crea lo que con el tiempo descubriría que se llama «ruido blanco». La prefiero a los tapones de algodón en los oídos.
Oí cantar a papá como a veces solía hacer cuando íbamos juntos en coche, o cuando me iba a dormir.
La otra noche, cariño,
mientras dormía
soñé que en brazos te tenía.
Y, cariño, al despertar,
vi que no era así
y me eché a llorar;
Eres mi rayo de sol,
mi único rayo de sol.
Me haces feliz
cuando los cielos son color gris.
Nunca sabrás, cariño,
cuánto te quiero,
así que, por favor, no te lleves mi rayo de sol.[2]
Tuve la impresión de que papá me la cantaba mientras me quedaba dormida, como una especie de broma privada, porque estaba lloviendo. Llovía tanto que me asusté en sueños. Me sentí como si me ahogara bajo esa lluvia incesante, la lluvia misma, los moribundos alientos de millares de personas a mi alrededor que me sumergían en la ciudad de los muertos.
A media hora de las afueras de Nueva Orleans, Ford me despertó con un pellizco.
—Despierta, Dumbo, que ya llegamos. Como sigas así te cubrirás de babas.
Mentía; tenía la comisura de los labios algo humedecida, nada más. Sabía que estaba
suishzapshlurrup
lloviendo antes de volverme para mirar por la ventanilla. Olía la lluvia, a pesar de la perenne capa de humo. Nos hallábamos en el interior de mi sueño, dentro del coche, y para mí era como si estuviéramos bajo el agua.
Ford parecía aburrido. Era lo que solía hacer cuando quería importunar, y lo hacía a menudo. No quería acompañarnos en el viaje ni quedarse en casa y, al igual que mamá, no iba a demostrar que se lo pasaba bien sucediera lo que sucediese. Siguió esforzándose en seguir aburrido cuando asomó Nueva Orleans, aunque a juzgar por el modo en que se irguió comprendí que le llamaba la atención. Mamá también prestaba atención. Hizo una pausa de uno o dos segundos para sacar un nuevo cigarrillo.
Me arrodillé y miré por mi ventanilla, y también por la de papá, y por el cristal delantero. La mayor parte de cuanto vi u oí fue la lluvia. Las luces de otros vehículos en la carretera pasaban de largo en forma de borrosas manchas rojas y amarillas, como las luces de las velas que, tras una ventana húmeda, tiemblan mecidas por la corriente.
Había mucho más que ver en Nueva Orleans que en Mobile, Birmingham o Tallassee, aunque Tallassee contaba con un segundo base en las ligas mayores, Fred Hatfield. Comprendí que Nueva Orleans probablemente se sentía orgullosa de contar con tantos jugadores de las ligas mayores que nadie era consciente de ello ni hubiera alardeado en caso de serlo. Siempre había gente, mucha gente, entre la cual apenas éramos sino cuatro gotas en la lluvia, pero no podía verla. Sabía que estaban allí porque, cuando descubrí que íbamos a Nueva Orleans, busqué la ciudad en el atlas de papá, que listaba el número de habitantes de todas partes. No era que no pudiera oír a la gente a través de la lluvia, sino que el ruido se diluía hasta convertirse en un escalofrío en la nuca. Estaba asustada. No temía por mí, sino por toda aquella gente que no alcanzaba a ver, pero cuyas voces, ahogadas bajo el repiqueteo de la lluvia, cantaban una canción que no estaba hecha de palabras, sino de terror.