La travesía hasta Mallorca, donde pasamos el día siguiente, fue desagradable. He oído a varias personas expresarse con mucha elocuencia acerca del encanto de esa isla, pero debo confesar que me decepcionó. Es posible que, tras viajar tan rápidamente de un lugar a otro como habíamos hecho últimamente, mi paladar se hubiera viciado con el exceso de variedad, de modo que echara en falta las cualidades más sutiles y más huidizas que se revelan tímidamente a quienes viajan más despacio, y necesitara el sabor acre de Gaudí para que se me despertara el apetito de ver más lugares interesantes. También podría ser que quienes han llegado a amar tanto las islas Baleares sean inexpertos y las juzguen por contraste con las islas de Wight o Man, o tal vez han tenido la suerte de estar allí enamorados y las ven bañadas en la luz de sus propios recuerdos. Sea cual fuere el motivo, lo cierto es que me aburrí un poco. Mallorca me pareció una pequeña isla bonita y soñolienta y Palma una pequeña ciudad bonita y soñolienta. Para experimentar la misma clase de atracción prefiero a Tarascon o Wells. Recorrí la ciudad por la mañana y visité la catedral, donde no había nada que ver, y el mercado, donde no había nada que comprar. Tomé un apéritif en un sombrío café de la plaza principal. Me salió bastante caro, y es que nada en Palma era tan barato como me habían hecho suponer. La tarifa de los taxis, por ejemplo, era casi tan exorbitante como en Oxford. Por la tarde me dirigí en taxi al interior de la isla, por unos caminos bordeados de setos espinosos y lomas de marga de un rojo vivo, como el oeste de Inglaterra. El hermano del taxista trabajaba como jardinero en la finca campestre de un prominente ciudadano, y me llevó a ver el jardín, que se hallaba al lado de un pequeño valle, con dos o tres manantiales burbujeantes, cuyas aguas caían en cascadas ornamentales al arroyo que discurría al pie de la colina. El bosque de la ladera opuesta estaba lleno de ruiseñores. La finca era una casa antigua y encantadora, construida alrededor de un patio al estilo español. Detrás de ella se alzaba la empinada ladera, con senderos pedregosos, rosales, grutas y más cascadas y riachuelos. Una de las grutas contenía una Venus de mármol y, alrededor de las paredes, en el techo y el suelo, había pequeños surtidores ocultos, que podían ser accionados desde el exterior, de modo que una docena de pitorros empapaban con sus delicados chorros a Venus y al visitante. He visto baños equipados de esa manera en Inglaterra, en las casas de gente rica. Esa clase de broma era corriente en la Europa del siglo XVIII, pero creo que lo aprendieron de los moros. En el palacio del Alcázar sevillano hay un laberinto en el pavimento de mosaico, cuyo centro y meta es una pequeña fuente. Cuando el confiado invitado se inclinaba para seguir su camino por los intrincados ángulos y callejones sin salida del rompecabezas, su anfitrión abría el grifo y le mojaba. Ahora no funciona, y quizás lo han dejado así ex profeso para que el encargado no sienta la tentación de ridiculizar a los turistas. Creo que, si uno no tuviera nada más que hacer, sería divertido coleccionar esa clase de bromas. Sé de una casa en Irlanda que tiene en el vestíbulo una silla de roble tallada que data del siglo XIX; cuando uno se sienta en ella, unas abrazaderas de hierro surgen de los brazos y le aprisionan los muslos sin posibilidad de liberación, hasta que alguien acciona una palanquita en el respaldo. Ese juguete puede hacer daño de veras a las personas muy robustas. Hoy en día el ingenio parece adoptar unas formas más suaves, en general asociadas a cajas de música que tocan en el interior de botellas de cristal tallado, cajas de cigarrillos o rollos de papel higiénico.
Era el Día de la Independencia de Noruega, y el Stella estaba engalanado con centenares de banderitas. Esa noche hubo discursos a la hora de la cena, y después del baile una espléndida fiesta, a la que me invitaron, dada por los oficiales a los pasajeros escandinavos. El primer oficial pronunció un discurso patriótico en noruego, y luego en inglés, y a continuación pronunció otro discurso en inglés, alabando a Inglaterra, y lo tradujo al noruego. Yo hice un discurso en inglés alabando a Noruega y una de las pasajeras lo tradujo al noruego; entonces hizo un discurso en inglés y noruego alabando a Inglaterra y Noruega, y citó a Kipling. Todo ello era muy encantador. Entonces bajamos a la cubierta inferior, donde la tripulación disfrutaba de una espléndida cena a base de delicatessen noruegas, tartas azucaradas y champaña. Uno de los tripulantes estaba en una improvisada tribuna hecha con banderas y pronunciaba un discurso patriótico. Entonces todos brindamos y bailamos; el mar no estaba en calma ni mucho menos. Subimos al camarote del capitán y comimos un plato llamado eggdosis… O por lo menos sonaba así, pero no sé cómo se escribía. Estaba hecho con huevos, azúcar y coñac, batidos hasta que se convertían en una crema muy consistente. Seguidamente fuimos al camarote de la dama que había traducido mi discurso (ocupaba una de las suites de lujo, como la que habían ocupado Geoffrey y Juliet) y hubo más discursos, curiosamente no pocos de ellos en francés.
Me desperté sintiéndome un poco mal tras el Día de la Independencia, y descubrí que habíamos llegado a Argel y atracado en el Quai de Marine del Port de Commerce, y que la cubierta ya estaba cubierta de tenderetes como los de un bazar de beneficencia. Vendían joyas de oro decoradas con filigranas, gemelos y alfombras. Las joyas eran horribles. Los gemelos eran en su mayor parte de marcas conocidas y, como estaban libres de impuestos, asombrosamente baratos. Varios pasajeros los compraron, pero no sé si lograron pasarlos por la aduana de Harwich. También las alfombras eran muy baratas. Algunas, de manufactura europea, eran lustrosas, mientras que otras, las de artesanía local, de áspera lana a rayas, parecían mantas para caballos. En las aguas del puerto se acumulaban los desechos flotantes, y había jóvenes que nadaban de un lado a otro, cuyos brazos agitaban la escoria de botellas vacías, papel mojado, pieles de pomelo y restos de comida, pidiendo a los pasajeros que les echaran monedas.
La ciudad se alza en las laderas de las colinas, en el lado occidental de la bahía de Argel. Con excepción del pequeño triángulo de callejas alrededor y debajo del barrio de la Kasba, se ha desarrollado en la segunda mitad del siglo XIX siguiendo un típico modelo provincial francés. Hay una Place de la République con magnolios y bambúes, rodeada de cafés y restaurantes. De ella parten anchas avenidas con arcadas, donde hay oficinas, tiendas y casas de pisos. En todas las vallas de construcción hay carteles franceses que anuncian Peugeot, Dubonnet, Savon Palmolive, Citroën, Galeries Lafayette. Un suburbio ajardinado se extiende hacia el sur. Hay un buen parque con plantas tropicales, un Bois de Boulogne, un Chemin de Shakespeare, un campo de golf de nueve hoyos y un Chemin du Golfe. Las colinas boscosas por encima de la ciudad están salpicadas de fincas más grandes, cuarteles y fuertes.
Quince días antes de nuestra llegada la Legión Extranjera había estado acuartelada allí, pero se había trasladado tierra adentro. Me habría gustado ver esa compañía de caballería formada por exiliados, que sufrían por el buen nombre de otros, y me complacía en pensar que todos ellos tenían un origen distinguido y romántico. El taxista a quien pregunté por ellos me respondió con escaso entusiasmo. Según él, les pagaban tan poco que nunca podían permitirse nada, salvo pasar el tiempo apoyados en las esquinas de las calles y escupir. En su mayoría eran jóvenes delincuentes, bajitos y vigorosos, de intelecto muy limitado. Se alegraba de perderlos de vista. Cierto que los taxistas, en su conjunto, tienden por temperamento a la misantropía.
Una expedición partió del Stella para visitar un valle poblado por simios, pero me quedé en la ciudad, donde parecía haber suficientes elementos de interés para tener la atención ocupada durante un par de días. Era especialmente interesante tras haber estado en Port Said, ciudad con la que, excepto por el hecho determinante de la administración francesa, tenía mucho en común. La gran diferencia era la aparente ausencia en Argel de distinciones de raza o color. No es, ni mucho menos, una población en la que predominen los árabes. Las cifras que daba el Baedeker, correspondientes a 1911, eran de 33.200 mahometanos, 12.500 judíos y 35.200 europeos, en su mayoría italianos y españoles. En los últimos veinte años la balanza se ha inclinado todavía más en contra de los mahometanos, con la constante aportación de comerciantes y funcionarios franceses y el desarrollo de las laderas más altas como lugar frecuentado en invierno por los ricos de todas las naciones. Incluso la Kasba, el antiguo barrio oriental, está invadido por malteses y mediterráneos de clase humilde y distintas razas. Sin embargo, los árabes no han realizado ningún esfuerzo de imitación, ni de la manera de vestir ni de las costumbres europeas. Nada de desatinos, como en la Turquía de Kemal, sobre el voto femenino y el sombrero hongo. Los hombres siguen siendo polígamos y deambulan por las calles conversando seriamente entre ellos, con un aspecto en verdad muy digno, grandes turbantes acolchados en la cabeza y largos mantos, todos ellos con bastones de paseo, mientras que sus mujeres caminan detrás, los rostros tras velos blancos, los ojos rodeados de manchas de pintura y los dedos impregnados de alheña. Los hombres muestran una libertad absoluta al mezclarse con los europeos de su clase; los mozos de cuerda y los barrenderos blancos intercambian colillas de cigarrillo con sus colegas de color, mientras que, en los principales cafés, los terratenientes árabes vestidos con elegantes túnicas se sientan con toda naturalidad en mesas vecinas a las de oficiales navales y militares y légionnaires vestidos de gala, y escuchan a la banda de música mientras toman el vermú y el Cassis, leen la prensa francesa e intercambian saludos a diestro y siniestro. ¿Qué es lo que da a los anglosajones, y sólo a ellos entre los colonizadores del mundo, ese sentimiento de superioridad tan poco generoso con respecto a sus vecinos? ¿Por qué los residentes británicos en Port Said me advirtieron contra los hoteles que podrían albergar gyppies, como llamaban despectivamente a los egipcios? En el restaurante donde almorcé la segunda mañana, había un grupo encantador en la mesa contigua, formado por un pulcro y menudo francés y su esposa, junto con tres árabes de largas barbas, narices prominentes y aquilinas y ojos de arrugadas comisuras y un brillo jovial. Uno de ellos era el anfitrión. Era evidente que todos disfrutaban enormemente de la comida, regada con grandes cantidades de vin rosé local. La francesa se entregaba a un discreto coqueteo con su anfitrión, y el marido contaba unos chistes que tenían gran éxito y que yo no acertaba a oír bien, por más que aguzara el oído.
Aquel restaurante era muy agradable. Descuidé anotar su nombre en mi cuaderno, pero es fácil dar con él, cuando se ha recorrido un corto trecho del Boulevard de la République. Tiene una terraza rodeada de arbustos en macetas, donde se puede comer al aire libre y con una panorámica del puerto. Su atmósfera era muy marsellesa. Detrás de una mesa había una anciana que abría ostras pequeñas, las rugosas valvas de un vivo color verdoso. Había montones de langostas y écrevisses de aspecto más bien peligroso. Comí bouillabaisse y oeufs à la turque, y bebí un vino blanco argelino. No creo que el vino argelino sea muy agradable. La popularidad del restaurante era evidente y todas las mesas estaban ocupadas, pero quizás se debía a la festividad, el domingo de Pentecostés.
Después de comer emprendí la ascensión, bastante fatigosa, a la Kasba, desde donde se abarca una buena vista de la ciudad, el puerto y toda la bahía de Argel. Las casas son muy antiguas y los callejones estrechos y empinados. Posee la animada vida callejera que se da en todas las ciudades viejas con un barrio bajo inaccesible al tráfico. Había una sola calle con casas de mala nota, todas muy alegres y pintadas de vivos colores. Puertas y ventanas estaban atestadas de mujeres feas y obesas vestidas con prendas chillonas. Si hubiera ido allí directamente desde Inglaterra me habría parecido bastante divertido, pero como espectáculo de la vida oriental era menos excitante que El Cairo en la noche de Bajiram, y como ejemplo de planificación urbana medieval menos formidable que el Manderaggio en La Valletta.
En las calles se veían muy pocos mendigos y buhoneros, excepto el inevitable enjambre de limpiabotas, y no había intérpretes nativos. Con excepción del puerto, uno podía pasear sin que nadie le molestara. Eso sí, tenías que pasar entre las hileras de gran número de guías, en general hombres jóvenes, desenvueltos y aviesos, con trajes europeos, sombrero de paja, pajarita y bigotes a lo Charlot. Hablaban francés y algo de inglés, y supongo que eran de origen vagamente europeo. Su especialidad consistía en organizar grupos para ver las danzas nativas (las fêtes mauresques) y su insistencia llegaba a hacerse intolerable. Muchos pasajeros del Stella fueron con ellos y regresaron con informes muy diferentes de la diversión. Algunos parecían haber visto unas actuaciones decorosas y del todo auténticas en el patio de una u otra casa morisca medieval; describían a la orquesta nativa con tambores e instrumentos de viento y un grupo de bailarinas cubiertas con velos que realizaban varias danzas tribales tradicionales; decían que era un poco monótono, pero parecían completamente satisfechos de la velada. A los miembros de otro grupo, del que formaban parte dos inglesas, los llevaron al piso superior de una casa de mala nota, donde se sentaron alrededor de las paredes en una habitación minúscula. Allí aguardaron algún tiempo, a la luz de un candil, cada vez más intranquilos, hasta que se abrió la cortina de la puerta y entró una judía muy corpulenta y de edad madura, sin nada que cubriera su desnudez salvo unas piezas de bisutería, y se puso a bailar una danse de ventre en aquel reducido espacio. Tras esta experiencia, una de las inglesas dictaminó: «En cierto modo, me alegro mucho de haberlo visto, pero desde luego no deseo volver a verlo jamás». Su compañera se negó en redondo a hablar del asunto con nadie y durante el resto de la travesía evitó por completo la compañía de los caballeros que la habían escoltado aquella noche.
Pero hubo un grupo que se lo pasó incluso peor. Eran cinco escoceses de edad mediana, tres mujeres y dos hombres, con una relación entre ellos que no tuve ocasión de concretar. Cayeron presa de un guía muy sospechoso que los llevó a la Kasba en taxi. Les cobró doscientos francos por la carrera, que ellos abonaron sin rechistar. Entonces los llevó a una casa en un callejón sin salida, llamó tres veces a la puerta y despertó su inquietud al decirles: «Esto es muy peligroso. Estarán ustedes seguros mientras permanezcan a mi lado, pero no deben separarse bajo ninguna circunstancia o no respondo de las consecuencias». Los hicieron pasar uno tras otro, cobrándoles cien francos a cada uno. Cerraron la puerta tras ellos y los condujeron a un sótano. El guía les dijo que debían pedir café, cosa que hicieron, a veinte francos la taza. Antes de que hubieran podido probarlo se oyó un tiro de revólver al otro lado de la puerta.
—Corran y pónganse a salvo —les ordenó el guía.
Los escoceses echaron a correr y encontraron el taxi anterior, el cual, por aparente buena suerte, los estaba esperando.
—Sin duda las damas están alteradas por la experiencia. ¿Desean tomar un poco de coñac?
Entonces pidió al taxista que los llevara a otro lugar. Tras un recorrido que les costó otros doscientos francos, entraron en uno de los cafés ordinarios de la ciudad y el guía pidió un vasito de eau-de-vie para cada uno. Les dijo que la cuenta ascendía a veinticinco francos por cabeza más diez de propina.
—Esta es la ventaja de venir conmigo —les explicó—. Yo me encargo de las propinas y así no les timan. En esta ciudad hay mucho estafador que se aprovecharía de su inexperiencia si estuvieran ustedes solos.
Seguidamente los acompañó de regreso al barco, recordándoles discretamente que la tarifa por sus servicios nocturnos era de cien francos o lo que ellos quisieran darle. Los escoceses estaban todavía tan desconcertados y agitados que le dieron ciento cincuenta, le expresaron su agradecimiento y se felicitaron por haber salido tan bien librados de la peligrosa aventura. Sólo más tarde, cuando lo comentaban entre ellos, surgió la sospecha de que quizás el guía les había cobrado demasiado, que la casa de la que habían huido podría haber sido el domicilio del guía y que la mujer de éste, un hijo o un amable vecino podrían haber disparado el arma.
Creo que su actitud, la de no ocultar algo tan deplorable y contárselo a todo el mundo, con irritación pero también con sentido del humor, les honraba.
—Me gustaría volver allá y tener unas palabras con ese tipo —comentó uno de los hombres del grupo, pero por desgracia ya habíamos abandonado Argel.
Zarpamos aquella noche y navegamos hasta la noche del día siguiente, cuando llegamos a Málaga. Durante todo el día hizo un tiempo gris, frío y ventoso. Era deprimente despertarte y ver el mal tiempo que hacía, oír el crujido de las planchas, los golpeteos de las puertas y el ruido de los objetos que rodaban por encima de tu camarote. La mayoría de los pasajeros permanecieron encerrados en los suyos. Los que salieron a cubierta, malhumorados, se sentaron y arrebujaron en sus mantas, con novelas que una y otra vez dejaban abiertas sobre sus rodillas durante largo rato. Algunos de los más robustos trataron de practicar juegos en la cubierta, pero el movimiento del barco eliminaba por completo el placer de la competición y sólo dejaba la satisfacción del alarde. Tengo unas condiciones marineras bastante buenas y no llegué a marearme. Debo admitir, con todo, que ese día me apeteció muy poco la comida, el vino y el tabaco. En el mejor de los casos, el mal tiempo causa una profunda irritación nerviosa, pues hace que casi cualquier actividad resulte trabajosa e ineficaz. Me alegré mucho al ver las luces del puerto y la gente que paseaba bajo los árboles, mirándonos mientras el barco entraba.
Pasamos dos días allí, a fin de permitir a quienes lo desearan viajar a Granada. Yo me quedé a bordo, sobre todo porque andaba escaso de fondos. En Málaga hay muy poco que ver o hacer, aunque es una pequeña ciudad compacta y agradable, con un fuerte olor a aceite de oliva quemado y a excremento. Vista desde el mar parece muy bonita, con una avenida arbolada a lo largo de la orilla, detrás de la cual está la blanca catedral de caliza y se alzan unas colinas empinadas, una de ellas coronada por las ruinas de unas fortificaciones. Pero lo cierto es que ya has visto lo mejor de la ciudad antes de desembarcar. La catedral es un bello y pulcro edificio del siglo XVI, todavía sin terminar, aunque se trabajó en él con intermitencias hasta mediados del siglo XVIII. Me evocó vivamente la capilla del Hertford College, y reavivó unos recuerdos, inhibidos mucho tiempo atrás, de todos aquellos hombres amables y juiciosos que encarrilaron mi juventud con perspicacia y comprensión, así como de los estudiantes pagados de sí mismos y con cara de papanatas que rezaban para tener éxito en los exámenes, y sobre todo, acurrucado en su butaca, la venerable figura de mi tutor de historia, incómodo con la sobrepelliz blanca almidonada, mordisqueándose las uñas y reflexionando, no me cabe duda, en todo el bien que se proponía hacernos a cada uno de nosotros. Pero esos eran los espectros más tenues, y no había nadie como ellos en la catedral de Málaga, sino sólo una tropa alborotadora de niños de coro que pedían dinero, algunas ancianas inmóviles y un insulso sacristán.
Dos calles más allá, al este de la catedral, hay un pequeño promontorio llamado Alcazaba, con casitas ruinosas y unos restos de arquitectura mora indiscernibles. Viven ahí gitanos y cabras, y es el lugar desde donde, cuando sopla el viento en esa dirección, se expande el olor por la ciudad.
Existe un vino llamado de Málaga, una especie de jerez oscuro y dulce, que había tomado en Inglaterra sin que me gustara. Lo probé allí, confiando en que sería mejor, pero lo encontré muy desagradable. En Málaga lo toman en vasos colmados, a modo de apéritif, de acuerdo con ese paradójico gusto latino que prescribe algo dulce, espeso y acre a esa hora de la noche. Sin embargo, dejo al arbitrio de los gourmets decidir si es mejor empalagar el paladar de esa manera o paralizarlo con licores helados, a la manera de mi país. En la avenida principal de la ciudad había dos o tres clubes, pero eran similares a cafés, su interior visible desde la calle, con sólo una barandilla baja entre los transeúntes y los miembros, unos hombres robustos, de aspecto apacible, que se pasan el día sentados en butacas, fumando cigarros baratos y contemplando el tráfico. Sin duda, esa es una institución habitual en Andalucía. Era nueva para mí, y me pareció notable y digna de elogio.
A pesar del mal tiempo que habíamos tenido durante la travesía, los dos días que pasamos en Málaga fueron luminosos y cálidos. A unos dos kilómetros costa abajo había un excelente lugar para bañarse, adonde fui con el segundo oficial y algunos pasajeros. La playa contaba con pequeñas casetas de vivos colores y un café restaurante, pero el agua estaba aún demasiado fría. La segunda tarde fui en un coche tirado por un solo caballo a un bonito jardín de la Hacienda de San José y la finca de La Concepción, y paseé por unos senderos de guijos grises bajo árboles semitropicales entre verdes lomas, en algunas de las cuales había antigüedades romanas de mármol, todas con una u otra mutilación.
Al atardecer del segundo día la expedición regresó de Granada. Venían polvorientos, cansados y bastante malhumorados. En cuanto estuvieron a bordo, el buque zarpó, esta vez por aguas tranquilas, y a primeras horas de la mañana llegamos a Gibraltar.
En todo el mundo hay formaciones rocosas en las que la gente afirma ver la semejanza con objetos naturales, cabezas de cruzados, perros, ganado, tarascas petrificadas, etcétera. Creo que fue Thackeray el primero en sugerir que el Peñón de Gibraltar se parece a un león: «Es la misma imagen de un enorme león, agazapado entre el Atlántico y el Mediterráneo, puesto ahí para defender el paso de su dueña británica». A todos los demás pasajeros les impresionó la oportuna ocurrencia de esta imagen, por lo que supongo que alguna deficiencia de mi capacidad de observación hizo que aquella inmensa roca me pareciera una gruesa porción de queso más que cualquier otra cosa.
Al pie de la escalerilla estaba apostado un policía inglés, con casco, silbato, porra y capa impermeable. Creo que aquel hombre agradó a los pasajeros ingleses más que cuanto habían visto en sus viajes. «Hace que una se sienta tan segura por dentro…», comentó una de las señoras, pero que me aspen si entiendo qué era lo que quería decir con eso.
No diré que no sabía que pudiera existir una ciudad tan fea como Gibraltar, pues afirmar tal cosa sería negar muchas amargas visitas a la bahía de Colwyn, Manchester y Stratford-on-Avon, pero sí diré que era mucho lo que había olvidado y que Gibraltar me sorprendió, fue un repentino y brusco recordatorio de aquello a lo que regresaba. En los últimos tres meses había visto muchas ciudades de origen y circunstancias muy distintas, pero todas ellas distinguidas de alguna manera por una buena arquitectura o un emplazamiento agradable o un estilo de vida decoroso y original. El Baedeker, siempre lento en condenar, dice de Gibraltar que «tiene unas calles estrechas y oscuras, aliviadas por pocas plazas… La limpieza de la localidad y la ausencia de mendigos producen una impresión agradable», y sobre la catedral anglicana se limita con reticencia a decir que «está construida en el estilo morisco». Recuerda a quienes buscan diversión que los miércoles y domingos, entre las tres y las cinco de la tarde, toca una banda militar cerca de las Assembly Rooms. La descripción escueta y poco expresiva que el señor Baedeker hace de la pequeña península es uno de los pasajes más competentes de todas sus obras, e insinúa más censura que todos los adjetivos que yo podría reunir.
El único lugar que se me ocurre similar a Gibraltar es Shoreham-by-Sea, en Sussex, pero supongo que esta comparación significará muy poco para la mayoría de los ingleses. Sin embargo, para quienes hayan tenido ocasión de pasar por ese lugar o, peor todavía, de hacer un alto en él, añadiré esta modificación: deben pensar en Gibraltar como un Shoreham privado de sus dos iglesias y en el que se han eliminado todas las características ruinosas y caprichosas que lo hacen relativamente tolerable. Es Shoreham con un toque de Aldershot, transplantado a la costa este de Escocia o la costa norte de Gales; Shoreham sin esos apacibles e indescriptibles viejecitos barbudos que pasean por un lado del estuario, escupiendo en los bancos de barro; Shoreham nunca iluminado por los charabanes y los automóviles llenos de gente que se dirige a la costa meridional.
Recorrí durante cierto tiempo las calles muy limpias, pensando que no podía existir ninguna ciudad en el mundo sin algo interesante en alguna parte. En los escaparates de las tiendas había pocas cosas, excepto míseras brochas de afeitar, cuberterías deslustradas y objetos indefinibles fijados con hilo en cartulinas. Había farmacias que vendían laxantes y específicos ingleses. En una papelería se vendían novelas rosa a tres peniques y semanarios, a dos. Vi unos pocos anticuarios cuyas existencias consistían en pequeñas chucherías victorianas y eduardianas, seguramente procedentes de las fincas de los oficiales, llamativos bordados modernos y metal batido de Tánger. En un estanco vendían pipas Dunhill y recipientes de tabaco adornados con emblemas regimentales y navales. Pasé junto a unas esposas de marineros que estaban ante el escaparate de una sombrerería, y se apartaron a mi paso como si hubiera traído conmigo algo de la atmósfera contaminada de Málaga. Más adelante me enteré de que la mayoría de ellas no salen de sus casas cuando hay «turistas sueltos», como las mujeres de Hampstead los días festivos.
Mientras seguía mi camino muy apesadumbrado, observé un letrero que decía «A Brighter ’Bralter ». Seguí esa dirección hasta que encontré otro letrero similar, y así, en pos de placer, inicié una especie de lúgubre busca del tesoro, siguiendo las indicaciones por toda la ciudad. Por fin llegué a la Puerta del Sur y a un pequeño y pulcro cementerio, donde están enterrados varios hombres que cayeron en Trafalgar. Muchas de las tumbas respondían al bonito diseño dieciochesco de Wegdwood, con urnas y delicadas tallas. Un poco más adelante, en una especie de campo de deportes, estaban armando tiendas y toldos para alguna clase de gincana. Sin embargo, tenía la sensación de que los letreros me habían conducido por fin al único lugar tolerable del Peñón. Por la tarde fui a dar un pequeño paseo en coche de caballos, hasta un triste istmo arenoso de cuatrocientos metros de anchura llamado Terreno Neutral, que divide los territorios inglés y español. Me pregunto cuáles serían las consecuencias legales de construir ahí unos bungalós y crear una pequeña colonia anárquica.
Gibraltar tiene otra peculiaridad, la de ser el único lugar de Europa habitado por monos salvajes. No vi ninguno, pero dicen que frecuentan en gran número las laderas superiores y que, en cierta época, llegaron a ser demasiado ofensivos: pellizcaban y mordían a la guarnición, arrebataban sombreros, disparaban los cañones en momentos intempestivos, chillaban impúdicamente delante de los altos funcionarios y demostraban abiertamente los hechos de la vida ante los hijos de los oficiales. En consecuencia, el gobernador ordenó su exterminio, pero entonces se alzaron clamorosas protestas por parte de todos los sectores de la población: ¿dónde estaban las tradiciones náuticas inglesas, qué sería de nuestro dominio en el Atlántico y cómo Gibraltar podría ser considerado la llave del Mediterráneo si se le privaba de sus monos? Así pues, el gobernador se vio obligado a importar nuevos animales de África, los cuales no tardaron en repoblar el Peñón y restauraron la confianza popular.
Nada podría haber sido menos parecido a Gibraltar que nuestra próxima escala, la ciudad de Sevilla. Llegamos a la desembocadura del Guadalquivir hacia mediodía, pero tuvimos que esperar algún tiempo, pues los barcos con la capacidad del Stella sólo pueden cruzar la barra con la marea alta. Las embarcaciones de hasta siete metros de calado pueden navegar por el río hasta Sevilla, y supongo que nos aproximábamos mucho al máximo. Sólo vimos otro barco del mismo tamaño, el Meteor, un vapor para cruceros que pertenecía a la misma compañía que el nuestro. Estaba atracado junto a nosotros en la orilla del río, y algunos pasajeros fueron a visitarlo. Muchos de los oficiales del Stella habían sido transferidos desde ese otro barco, del que yo sabía muchas cosas no sólo gracias a ellos, pues hablaban con frecuencia del «bueno y viejo Meteor», sino también a mi hermano, quien había viajado en ese barco a Noruega. Es una hermosa nave, de línea muy similar a la del Stella, aunque con un equipamiento no tan moderno.
Desde el mar hasta Sevilla hay ochenta millas, y teníamos que avanzar necesariamente despacio por el río estrecho y serpenteante. Ambas riberas eran bajas, y al principio navegábamos entre llanuras arenosas cubiertas de ásperos pastos, con rebaños de ganado negro, que fueron cediendo el paso a los árboles y, de vez en cuando, granjas y pueblos, cuyos habitantes se volvían para saludarnos agitando las manos. El agua era marrón y completamente opaca, como el café del desayuno, como a veces he observado en el agua del baño en ciertas casas de campo situadas en zonas remotas. Tras el mal tiempo del Atlántico, aquel suave avance al principio era relajante, luego irritaba y hacia el anochecer volvía a relajar. Era noche cerrada cuando llegamos a nuestro destino y atracamos en la herbosa ribera derecha del río. También eso resultaba curioso: después de tantos y tan diversos puertos, atracar junto a un camino de sirga, como una falúa de la universidad en el Isis.
Como observé al principio de mi periplo en el Stella, una de las principales ventajas de esta clase de viaje estriba en que te permite ver muchos lugares sin ningún esfuerzo y elegir aquel al que querrás volver luego. Sevilla es, desde luego, una ciudad que merece una visita prolongada. En los dos días que estuvimos allí sólo pude tener un atisbo de unos pocos lugares de interés y hacerme una idea superficial de cómo vive la gente. Este año o el próximo, o más adelante, he de volver allí. Ahora me parece impertinente escribir demasiado acerca de Sevilla. Desde luego, es una de las ciudades más maravillosas que jamás he visto, y sólo mi desconfianza generalizada hacia los superlativos me impide decir que es la más encantadora. Se me ocurren muchas que tienen elementos sugestivos, pero ninguna dotada de la misma amabilidad y refinamiento combinados con actividad y buen sentido. Parece evitar toda clase de vulgaridad, incluida la de la belleza profesional. En tan corto tiempo me fue imposible dominar la geografía urbana, y ahora la recuerdo como una serie de diapositivas aisladas. La catedral es magnífica, una de las más bellas de Europa, una iglesia gótica grande, espaciosa, llena de soberbias esculturas ocultas en rincones oscuros y detrás de rejas de hierro. La cúpula nunca ha sido un gran éxito técnico, pues se ha venido abajo en dos ocasiones desde su construcción. La última restauración ha sido la de Casanova, a finales de la década de 1880, y se confía en que haya logrado hacerla relativamente permanente. En el exterior de la catedral hay un gran patio que en el pasado fue el de una mezquita, en el que pende un cocodrilo disecado enviado por el sultán de Egipto a Alfonso el Sabio, cuando le pidió la mano de su hija.
El Alcázar es muy bonito, con madera delicadamente tallada, obra en yeso que parece de encaje y bellos azulejos orientales. Debe de ser motivo de gran alegría para quienes sienten un auténtico entusiasmo por el arte árabe, y vale la pena observar que este edificio, como la mayor parte de las casas moriscas de Sevilla, fue construido después de la ocupación cristiana. Los jardines del Alcázar, con un pabellón, una gruta y surtidores, deleitan inevitablemente al occidental más inflexible.
El otro edificio más famoso de Sevilla es la Giralda, una torre cuadrada de ladrillo romano. En su origen fue el minarete de la mezquita, pero los cristianos le añadieron un campanario, una pequeña cúpula y una figura de bronce que representa a la fe. En la época de nuestra visita, por las noches la iluminaban unos reflectores, en honor a la Exposición Hispanoamericana.
Esa exposición se acababa de inaugurar y muchos de los edificios aún no estaban terminados. Sin embargo, no se debe suponer que el proyecto había sido abordado de una manera apresurada o frívola. La edición de 1913 de España y Portugal del Baedeker menciona que grandes porciones del parque estaban cerradas en aquella época, debido a los preparativos. La guerra ocasionó un retraso, pero después del conflicto los trabajos se reanudaron, pausadamente y a fondo. La solidez y la permanencia fueron prioritarias. Los pabellones no son simples edificios de listones y yeso, destinados a durar un verano seco, sino palacios macizos de ladrillo y piedra que, según tengo entendido, se utilizarán después para albergar una universidad andaluza. Al desembarcar nos entregaron un prospecto muy bien decorado y escrito en inglés, en el que decía: «Dentro de quinientos años los descendientes de quienes visiten esta Exposición verán con sus propios ojos estos mismos edificios, sazonados por el paso de los siglos, pero con la misma magnificencia de hoy en sus líneas y en su construcción maciza». Ciertamente a algunos de los edificios les beneficiará la sazón aportada por los siglos, pues ahora son muy vistosos, con su radiante y decorada albañilería y sus azulejos de colores; tal vez más vistosos de la cuenta dada su «construcción maciza» y el futuro académico que les está destinado. Sin embargo, su contenido era magnífico. Los pabellones colonial y suramericano aún no estaban abiertos, pero me pasé una tarde deliciosa, totalmente solo en las dos grandes galerías de arte. Una de ellas contenía una notable colección de pinturas de los maestros españoles, Velázquez, Zurbarán, El Greco, Goya y un gran número cuyos nombres no suelen oírse fuera de su país natal. De ordinario, la mayoría de esas pinturas son inaccesibles, pues o bien pertenecen a colecciones privadas o, lo que en la práctica viene a ser lo mismo, están ocultas en oscuras capillas de las catedrales españolas. Me atrajo de manera especial una serie de cuatro pinturas fantásticas debidas a un pintor anónimo del siglo XVIII. Cada una de ellas tenía el nombre de una estación del año y, vistas desde cierta distancia, representaban cabezas femeninas que, al observarlas más de cerca, estaban compuestas totalmente de grupos de frutas y flores correspondientes a cada estación ingeniosamente pintados. Supongo que estos cuadros son los antepasados de los que descienden las postales que uno ve a veces en ciertos puestecillos, de caballos de carreras cuya anatomía está curiosamente determinada por los miembros entrelazados de cuatro o cinco mujeres desnudas. La otra galería, que también estaba vacía, con excepción de un sacerdote muy joven y otro muy viejo, que la recorrían a paso vivo, uno al lado del otro, estaba llena de objetos de las artes aplicadas españolas: Vía Crucis bellamente tallados, retablos, sillas de coro; píxides de oro y plata, custodias, tabernáculos y bandejas para la comunión; palmatorias y crucifijos, en su mayoría préstamos de tesoros catedralicios. Había también una espléndida serie de tapices procedentes de El Escorial y prestados por el rey. Y lejos de padecer las aglomeraciones de comercio en día de rebajas que se producen en Londres al exhibir una colección prestada, uno podía recorrer aquellas espléndidas galerías absolutamente a solas.
Pero toda la exposición era por el estilo. Hasta entonces no habían llegado turistas en cantidades apreciables y los sevillanos, tras dieciséis años de preparación, estaban hartos de la empresa, y en la desatención hacia ella había elementos de hostilidad. Consideraban que el precio de la entrada era demasiado alto y que al impedirles el uso de su parque favorito les habían estafado perversamente. No había ningún boicot organizado, pero daba la casualidad de que ningún sevillano visitaba la exposición. Había un ferrocarril a tamaño reducido, con una minúscula locomotora que daba vueltas una y otra vez al recinto con los vagones vacíos; había un parque de atracciones en el que giraba una gran noria sin nadie en las góndolas; había montañas rusas y trenes panorámicos cuyos vagones vacíos descendían bruscamente y hacían virajes repentinos por unas pendientes pasmosas; había silenciosas galerías de tiro con montones de munición sin disparar y montañas de botellas sin romper. Por la noche los jardines estaban brillantemente iluminados, los árboles cuajados de bombillas eléctricas en forma de peras, naranjas y racimos de plátanos. Unos focos ingeniosamente disimulados iluminaban las extensiones de césped con una luz multicolor. Había luces eléctricas ocultas bajo los nenúfares del estanque. Los chorros de agua de las fuentes luminosas centelleaban a gran altura, como fuegos artificiales insonoros e inextinguibles. Habría sido una escena fascinante incluso con una multitud como la de Wembley. Pero la noche de mi visita no había una sola alma más en ninguna parte, y tenía la sensación de haber logrado el ideal no conformista de ser el único justo salvado en el universo, absolutamente solo en el paraíso. Supongo que no es muy cortés resaltar este aspecto particular de la exposición, pues es evidente que no se ha debido a la intención premeditada de los organizadores, y cumplimentarles por ello es como la anécdota que oí contar cierta vez acerca de un pintor que, cuando le enseñaban el jardín cuidado con infinito esmero de un conocido, felicitó a este por la excelencia de su «césped blando y musgoso». Un párrafo bastante conmovedor del prospecto decía: «En vista del gran número de visitantes que se esperan en Sevilla durante la Exposición, se han construido dos nuevos hoteles y dos ciudades jardín… Apropiadas por igual, dada su variedad, al millonario y a los bolsillos más moderados… Sevilla acomodará simultáneamente a unos 25.000 visitantes mientras dure la Exposición». Ciertamente merecía la asistencia de 250.000, pero agradecí mucho la posibilidad de verla como yo lo hice, antes de que llegara nadie más.
No hice ninguna comida en tierra durante mi estancia en Sevilla, pero probé diversas cosechas de manzanilla en los cafés. Es una especie de jerez muy seco, servido por regla general con un trocito de cabeza de jabalí ahumada. El sabor de las marcas de calidad inferior recuerda el olor de los periódicos vespertinos, pero el de calidad superior es muy fino y delicado. En el Stella hubo una recepción del arzobispo de Andalucía junto con varios capellanes y funcionarios. Tomaron champaña, comieron tarta escarchada y fumaron cigarros. La conversación no fue posible debido a nuestro desconocimiento del español y su ignorancia de cualquier otra lengua, pero todo el mundo sonreía continuamente y resultó evidente que la fiesta había sido un éxito. Esto sucedió poco antes de la hora de comer.
Las exigencias de la marea hicieron necesario que zarpáramos a primera hora de la tarde del segundo día. Viramos, tras unas prolongadas y hábiles maniobras, y regresamos río abajo hasta la costa, cruzamos la barra y por la noche, con la marea alta, penetramos en el golfo de Cádiz. Al amanecer rodeamos el cabo San Vicente. A partir de entonces, con una breve escala en Lisboa, navegamos a lo largo de la costa atlántica, rumbo a Inglaterra.
—Lisboa no me parece tan bonita como creía —observó uno de mis amigos suecos cuando, apoyados en la barandilla, veíamos desaparecer las luces del puerto a nuestras espaldas.
Había sufrido fuertes pérdidas en el casino, y creo que eso le había amargado. Para mí Lisboa había sido una sorpresa muy agradable. No hay ninguna capital europea de cierta antigüedad sobre la que uno oiga hablar tan poco. No conozco prácticamente a nadie que haya estado allí ni siquiera un día. Y, sin embargo, es muy accesible y tiene una historia romántica y honorable íntimamente ligada, si eso es hoy en día una recomendación, a la nuestra. El estilo de su arquitectura es único y sus habitantes poseen marcadas peculiaridades raciales.
Lisboa se encuentra en un hermoso puerto natural, donde el río Tajo se ensancha de repente formando un gran lago antes de volver a estrecharse para formar el pequeño cuello de botella de su desembocadura. La ciudad se alza en la ladera de una cadena de colinas bajas, con cúpulas y torres en la mayor parte de las elevaciones. La fachada marítima sólo es comparable a la de Dublín por la belleza de su arquitectura. Fue construida a mediados del siglo XVIII, tras la demolición de los edificios anteriores a consecuencia del gran terremoto. El principal elemento urbano es la deliciosa Praça do Comércio, una plaza abierta en su cuarto lado a la orilla del río, con una bella estatua ecuestre en el centro. Detrás se extiende la Cidade Baixa, de excelentes calles dieciochescas, planeadas en forma de rectángulo, Detrás de esa zona está el Rossio, una plaza que generaciones de marineros ingleses han conocido como el Roly-Poly Square.[7] La gran avenida nueva, llamada Avenida da Liberdade, se extiende desde el Rossio hasta el extremo norte de la ciudad, y a cada lado, en dos colinas densamente pobladas, están los barrios del este y el oeste.
Antes de comer, otros dos pasajeros y yo tomamos un taxi para ir al convento de los Jerónimos de Belém, un bello edificio del siglo XVI que se encuentra en las afueras de la ciudad, por la carretera de la costa. Ese fue mi primer contacto con el arte manuelino, el estilo de arquitectura que se desarrolló en Portugal en la época de prosperidad comercial. El Baedeker lo describe como «el fantástico estilo del tiempo de Manuel I el Grande, una pintoresca mezcla de rasgos del gótico tardío, el árabe y el renacentista, con motifs de los espléndidos edificios de las Indias Orientales». Belém es el único ejemplo perfecto de este estilo en Lisboa, pues los edificios de esta clase no son apropiados, por su naturaleza, para resistir ni siquiera las tensiones de su propio peso, y todos los demás sufrieron daños irreparables a causa del gran terremoto de 1755. Es una manera de construir cómica pero en absoluto desagradable, y la antigüedad ha sazonado y refinado la opulencia excesiva de su decoración. Los pocos intentos que vi de restablecerlo en los tiempos modernos me parecieron particularmente desdichados. Uno tiene la sensación de que es la clase de arquitectura que jamás se diseñó para que la construyeran, sino que es arquitectura de pintor y dibujante, de la clase que uno ve en el fondo de las pinturas nórdicas del siglo XVI y los grabados en madera, donde delgadas columnas, en espiral y con adornos calados, apoyan amplias extensiones de recargada tracería de bóvedas en abanico. Es la clase de decoración que uno imagina más fácilmente en acero fundido que en piedra. En 1834 convirtieron el edificio en orfanato, utilidad que ha tenido desde entonces, y la estructura parece haberse resentido: las sillas del coro, minuciosamente talladas, sufrían la podredumbre seca de la madera. Visitamos el claustro. Era la hora del recreo y centenares de huérfanos corrían de un lado a otro, rodaban por la grava, se propinaban unos a otros puntapiés y golpes y se lanzaban piedrecillas a la cara. El ruido, que reverberaba en el techo abovedado, era ensordecedor. Luego los oídos nos vibraron durante horas. Yo temblaba por la seguridad de aquellos frágiles pináculos, aquel minucioso trabajo de calado en la piedra. Uno de los huérfanos nos guio con mucha cortesía. Hablaba inglés correctamente, y era negro como el carbón. Uno de los aspectos más interesantes de los portugueses es que todas las personas de extracción humilde muestran unas características negras más o menos marcadas. Esto se atribuye a la endogamia intensiva en las colonias portuguesas de África, así como a la política, según dicen seguida por el gran Pombal, de utilizar negros para la repoblación del país tras los estragos del gran terremoto.
Pasé la tarde recorriendo la ciudad. Aún no se ha recuperado del terremoto, y la mayor parte de las iglesias principales están en ruinas. En una de ellas, usada hoy como museo, vi unas interesantes momias peruanas. En la cima de una colina muy alta está la ermita de Nossa Senhora do Monte, muy frecuentada por los admiradores de los hermosos panoramas, así como por las mujeres que desean tener hijos, pues en una de las capillas laterales se conserva un antiguo asiento de piedra, del que se dice que cura el caso de esterilidad más contumaz, para lo que basta con que la paciente se siente en él durante medio minuto. Hay también una preciosa iglesia jesuita, São Roque, que merece una visita por los frescos que decoran el techo, en el que se ha empleado un truco de perspectiva casi único en su género. El sencillo techo abovedado ha sido pintado de manera que represente detalladas aristas de encuentro y, entre la falsa obra de piedra, hay una serie de frescos concebidos en planos totalmente distintos de su verdadera superficie: es, por así decirlo, la pintura de una pintura. Desde todos los puntos de observación excepto uno, el efecto es apenas inteligible. Sin embargo, cuando te sitúas en el centro de la iglesia, todas las líneas retroceden a sus lugares correctos y se consigue una ilusión casi completa. Existe una falsa cúpula de Mantegna diseñada de acuerdo con un principio similar y, desde luego, hay muchas composiciones en las que se ha empleado discretamente ese truco, pero no conozco ningún otro ejemplo tan completo e ingenioso. Sólo desde el descubrimiento de la fotografía la perspectiva ha dejado de ser un arte.
Zarpamos en plena noche, y al día siguiente hubo mar gruesa, con un viento frío que soplaba desde la costa. Por la noche llegamos a la altura del extremo noroeste de la península Ibérica. El lento balanceo del barco incomodaba a mucha gente. Gran número de pasajeros permanecieron en cubierta durante la hora de la comida, y se limitaron a alimentarse con galletas secas y botellines de champaña. El balanceo continuó hasta que doblamos el cabo Finisterre al final de la tarde.
Cuando llegamos al canal de la Mancha nos llegaron noticias por radio de los resultados en la primera jornada de recuento de las elecciones generales. Todo el mundo profetizaba la victoria arrolladora de los laboristas y los pasajeros ingleses se unieron en la tristeza y la aprensión más profundas. Muchos de los de más edad empezaron a preguntarse si era aconsejable regresar al país.
Ahora que habíamos dejado atrás el golfo de Vizcaya, el mar estaba en calma, pero tropezamos en varias ocasiones con bancos de niebla que nos impedían avanzar. Se comentaba que no llegaríamos hasta última hora de la tarde siguiente.
Esa noche hubo una pequeña fiesta en el camarote del capitán, a la que asistieron los oficiales fuera de servicio, dos o tres pasajeros escandinavos y yo. Brindamos e intercambiamos invitaciones para visitarnos en nuestros países. Luego salí del camarote brillantemente iluminado y fui a la cubierta de botes, que estaba a oscuras. De momento la noche era clara y estrellada. Llevaba la copa de champaña en la mano y, por ninguna buena razón que ahora acuda a mi mente, la dejé caer desde la borda, la vi cernerse un instante en el aire, sostenida por el viento, y precipitarse oscilando al agua arremolinada. Supongo que, debido en parte a que fue algo tan espontáneo y realizado a solas, en la oscuridad, ese gesto ha llegado a ser importante para mí, y está unido a los ampulosos e indefinidos sentimientos que produce el regreso a casa.
Regresar a tu país, incluso después de una ausencia tan breve, genera una considerable emotividad. Me había ido en pleno invierno y regresaba a finales de la primavera, cuando Inglaterra es todavía un país encantador. Al día siguiente tendría que hacer una serie de llamadas telefónicas, tendría que ver a mis editores para hablar de este libro, tendría que encargar nuevas prendas de vestir, tendría que examinar un gran montón de correspondencia, facturas y recortes de prensa en su mayor parte, y tal vez unas pocas invitaciones.
No sé muy bien cómo calificamos hoy a esas emociones que en otro tiempo llamábamos patriotismo. Es evidente que podemos sentir muy poco ardor marcial o codicia u orgullo del poseedor en los territorios de otros pueblos. Y sin embargo, aunque todo cuanto uno ama más en su propio país parece ser tan sólo la supervivencia de una era que uno mismo no ha visto, y aunque todo aquello con lo que simpatiza y le parece digno de elogio en el tiempo que le ha tocado vivir apenas parece representado en su propio país, sigue existiendo cierta gloria impoluta en el hecho de pertenecer a una raza, en los mismos límites y circunscripción del lenguaje y en la frontera territorial, de modo que uno no se siente perdido, aislado e independiente. Me parece que todos los exiliados de capacidades tan admirables que, por preferencia o por la fuerza de las circunstancias adversas, han instalado su hogar fuera del país donde nacieron sufren esa deficiencia fatal, la misma deficiencia que se observa en quienes dan entrada en sus conciencias a creencias religiosas sectarias o adoptan unos hábitos higiénicos excéntricos o practican unos vicios nuevos y recién clasificados; una deficiencia en todo ese ciclo de profundas experiencias que se encuentra fuera de las peculiaridades personales y la emoción individual.
De esta manera, moralizando adecuadamente, me acerqué al final de mi viaje.
Cuando todavía me encontraba en la cubierta de botes nos cruzamos con otro banco de niebla. La velocidad de los motores pasó de despacio a lo más despacio posible, y la sirena antiniebla se puso a sonar lúgubremente cada medio minuto.
Al cabo de veinte minutos la niebla quedó atrás y navegamos bajo las estrellas a toda velocidad.
Por la noche me desperté varias veces, al oír de nuevo la sirena a través del húmedo aire nocturno. Era un sonido muy triste, tal vez premonitorio de trastornos inminentes, pues la Fortuna es la menos caprichosa de las deidades y dispone las cosas de acuerdo con el justo y rígido sistema que no permite a nadie ser muy feliz durante mucho tiempo.
A primera hora de la mañana siguiente llegamos al puerto de Harwich, donde nos aguardaba un tren especial. Comí en Londres.