Cuando navegábamos rumbo al este hicimos un alto de un día en Creta. El puertecillo de Candia era demasiado pequeño para el Stella, por lo que anclamos en aguas de la bahía, bien abrigados por el promontorio del cabo Paragia y la isla de Dia. Por la parte interior del espigón fortificado, con su león veneciano delicadamente tallado, había un revoltijo de desvencijadas embarcaciones, una flotilla pesquera, dos o tres veleros de cabotaje y unos buques volanderos increíblemente corroídos que navegan entre el Pireo y las islas. En uno de ellos estaban cargando pellejos de vino, que eran negros y estaban tensos y duros, y de los que surgía un fuerte hedor, en parte a vino y en parte a piel de cabra. También cargaban barriles de un vino de calidad algo superior. Los entendidos aprecian muy poco el vino de Creta.
Los habitantes, que se habían reunido para mirarnos, eran una raza de buen aspecto, en particular los ancianos, con narices aquilinas y nobles y pobladas barbas grises. Llevaban chalecos cubiertos de trencillas y borlas bastante mugrientas, y pañuelos de colores alrededor de la cabeza; algunos vestían unos pantalones de pana muy ceñidos y otros unos azules muy holgados, de diseño turco. Los jóvenes tenían un tipo muy diferente, más robustos y atezados, pero como la mayoría de ellos eran marineros, o bien hombres de mar de una u otra clase, es probable que no fuesen cretenses. Las mujeres asumían esa discreta modestia que suele sobrevivir durante una o dos generaciones después de la dominación musulmana.
En la ciudad hay una calle principal y un laberinto de callejones divergentes. Destaca la fachada de un palacio veneciano en ruinas y una deteriorada fuente también veneciana con leones y delfines tallados. Hay también una mezquita, en algunas partes de cuya construcción se utilizaron capiteles y fragmentos de piedra tallada de otros edificios venecianos. Han eliminado la parte superior del minarete y convertido el edificio en un cine, donde, por curiosa coincidencia, exhibían una película titulada L’Ombre de Harem. En las tiendas vendían principalmente pedazos de una carne muy amarillenta y grisácea, viejos relojes turcos, postales cómicas alemanas y cortes de tela de algodón estampado con dibujos de vivos colores.
Acompañé a un grupo de pasajeros al museo, para admirar las barbaridades de la cultura minoica. Con excepción de uno o dos ejemplos de esculturas de animales, en particular un friso de piedra con ganado y una cabeza de toro muy restaurada, con unos cuernos majestuosos, no vi nada que reflejara un auténtico sentimiento estético. Es interesante observar la frecuencia con que una simplificación y estilización de una forma animal es la etapa intermedia entre el arte y las artes y oficios. Las jóvenes de Inglaterra que se deleitan haciendo los guisos más horribles modelan a veces unos corderos y unas terneras muy bonitos.
No es tan fácil llegar a una firme decisión sobre los méritos de la pintura minoica, puesto que sólo unos pocos centímetros cuadrados de la amplia zona expuesta a nuestra consideración tienen menos de veinte años, y es imposible rechazar la sospecha de que los pintores han moderado su entusiasmo por una reconstrucción exacta con una predilección un tanto inapropiada por las portadas de Vogue. Sin un decidido sacrificio de la falta de confianza en uno mismo, sin una franca afirmación del gusto personal, habría sido imposible enfrentarse al problema de hacer una composición grande y decorativa a partir de los pocos fragmentos descoloridos a disposición de los arqueólogos. Quejarse es de desagradecidos, pero creo que ahora resulta más difícil, en lugar de menos, formarse una clara impresión de la pintura minoica.
Alquilamos un automóvil Ford y acompañados por un guía nos dirigimos a Cnossos, donde sir Arthur Evans (a quien nuestro guía se refería siempre como «su lord Evans inglés») está reconstruyendo el palacio. En la actualidad sólo se han completado algunas salas y galerías, y el resto es una ladera de colina horadada por las excavaciones, pero pudimos hacernos alguna idea de la magnitud y complejidad de la operación, gracias a los planos fijados, para nuestra información, en la plataforma principal. Creo que si nuestro lord Evans inglés termina alguna vez una parte de su vasta empresa, la crueldad de ese lugar será opresiva. No creo que pueda ser tan sólo la imaginación y el recuerdo de una mitología sanguinaria lo que convierte en temibles y malignas las estrechas galerías y los callejones atrofiados, esas series de columnas cónicas invertidas, esas salas que son simples pasadizos sin salida en el extremo de unas escaleras a oscuras; ese trono pequeño y achaparrado colocado en un descansillo donde se cruzan las sendas del palacio, y que no es el asiento de un legislador ni el diván para el recreo de un soldado. Aquí un viejo déspota podría haberse agazapado y, a lo largo de los muros de una galería susurrante, haber percibido las insinuaciones apenas audibles sobre su propio asesinato.
Aquella tarde di un paseo a solas por la costa y recorrí más o menos un kilómetro y medio, siguiendo una vía férrea, hasta una cantera o cementera, desde donde avancé tierra adentro por la orilla de un arroyo, a lo largo de un sendero muy inglés, con lozanas flores silvestres, cardos y espigas, que me llevó de regreso al pueblo, en cuyas afueras me perdí y fui objeto de las burlas de una tropa de chiquillos. Durante mi visita hubo un bonito incidente que sólo descubrí más adelante. Había ido a Cnossos con una cámara fotográfica y la dejé en el coche cuando fuimos a ver las excavaciones. Recuerdo que más tarde, cuando fui a fotografiar el puerto, me sorprendí un poco al ver, por el número de fotos, que había hecho más de las que recordaba. Cuando recogí la película revelada en la tienda del barco, me encontré con una que yo no había tomado: estaba mal enfocada, con la perspectiva absurdamente distorsionada por el ángulo en que habían sostenido la cámara. Sin embargo, era reconocible, pues se trataba del Ford en el que habíamos ido a Cnossos, con el conductor sentado muy erguido al volante. Debía de haber pedido a uno de sus amigos que le hiciera la foto mientras estábamos en el palacio y pensé que ese detalle reflejaba el amable carácter de aquel hombre. Él no podía confiar en que recibiría una copia, ni siquiera ver nuestra sorpresa cuando nos encontráramos con el resultado de su pequeña broma. Si sólo hubiera deseado manosear un aparato desconocido, habría dejado la película expuesta en el mismo lugar, estropeando así su foto y la siguiente que yo hiciera. Me gusta pensar que deseó añadir un vínculo más duradero a nuestra relación que el huidizo del alquiler de su coche por un par de horas; quería recalcar su existencia individual como algo independiente de las innumerables e impersonales asociaciones del turista. Estoy seguro de que le divertía pensar en la pequeña sorpresa que nos había preparado y que recibiríamos tras pagarle precipitadamente sus servicios y haber regresado al barco. Supongo que experimentó algo parecido a la satisfacción que obtienen esos benefactores excéntricos (y por desgracia muy escasos) que envían de manera anónima billetes de banco a personas totalmente desconocidas. Si su habilidad técnica hubiera estado a la altura de su carácter afable, habría reproducido su retrato en este libro, pero me temo que la única imagen de él que poseo no le favorecería mucho.
Pasamos la noche fondeados y a primera hora de la mañana siguiente zarpamos para pasar ante las islas Cícladas con luz diurna. Las islas eran hermosas y todos los pasajeros nos congregamos en la cubierta con telescopios y gemelos para observarlas. Uno de ellos me dijo que en Santorini todavía sobrevive una colonia veneciana que habla un italiano del siglo XVI ligeramente degradado. En su mayoría son descendientes de familias nobles, y aunque económicamente han descendido a la condición de campesinos, todavía viven en sus palacios en ruinas, con mohosos escudos de armas en los dinteles, todo un pueblo de Tesses de los D’Urbervilles, y nunca se han mezclado mediante el matrimonio con los griegos, hacia los que muestran una superioridad heredada y poco justificada en su condición actual.
Pasamos ante una nueva isla que recientemente había surgido del mar, un montón de humeante materia volcánica, y todavía deshabitada por completo. Luego vimos Naxos, Paros y Mykonos, nos adentramos en el Egeo y navegamos con rumbo norte hacia los Dardanelos, a quince nudos por un mar en calma.
—¿No ve usted las quinquerremes? —me preguntó una señora norteamericana cuando estábamos apoyados en la borda, uno al lado del otro—. Desde el lejano Ofir —añadió—, con un cargamento de marfil, sándalo, cedro y vino blanco y dulce.
Yo no podía verlas, pero con un poco más de imaginación creo que podría haber visto fácilmente transportes de tropas llenos de jóvenes australianos con pantalones cortos que iban al encuentro de la muerte.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, estábamos en el Helesponto, y antes del mediodía pasamos por la bahía de Suvla y Galípoli. El mar era de color verde claro y las gélidas aguas procedentes del mar Negro lo volvían opaco. El mar de Mármara estaba agitado. Los vientos eran fríos y en el gris del cielo se abrían de vez en cuando brechas en las que brillaba el sol. A primera hora de la tarde avistamos Constantinopla.
Debido a ciertas confusiones de las autoridades portuarias, no pudimos atracar de inmediato en el muelle del Galata, por lo que pasamos las dos horas de retraso navegando por el Bósforo hasta la entrada al mar Negro. En aquellos primeros meses del año el mar no ofrecía su mejor aspecto, pero a pesar de la tarde nublada y triste, la costa era lo bastante atractiva para que permaneciéramos en cubierta bien abrigados. Me parecían riberas de Devon, del Dart, por ejemplo, o del estuario en Bideford, con sus verdes y bajas colinas, llenas de vegetación salpicadas de chalés y casas de campo.
Vimos una bandada tras otra de pequeñas aves en vuelo muy rápido y rasante por encima del agua, al tiempo que emitían unos gritos breves y tristes. Me dijeron que eran una especie característica de aquellas aguas. Poco se sabe de sus hábitos, de dónde anidan y de su procedencia. Jamás se las ve descansando tierra adentro. Según los pescadores de la zona, y esto me parece del todo creíble, esos pájaros son las almas de los soldados y marineros cristianos, rusos, venecianos, ingleses, australianos, griegos, que en el transcurso de los siglos han caído en suelo turco cuando trataban de reconquistar la gran capital cristiana ocupada por los mahometanos. Vuelan atrás y adelante buscando un terreno cristiano en el que descansar, siempre confiando en que los juramentos que hicieron hayan sido cumplidos por sus sucesores.
Oscurecía cuando llegamos al extremo del estrecho, el del Cuerno de Oro. Sobre la ciudad se cernía una bruma que se desplazaba y mezclaba con el humo de las chimeneas. Cúpulas y torres carecían de nitidez, pero a pesar de la vaguedad de sus formas el panorama que presentaban era extraordinario. En el preciso momento en que el sol estaba encima del horizonte, se abrió paso entre las nubes y, con la mayor espectacularidad posible, vertió su luz dorada sobre los minaretes de Santa Sofía. Uno de los placeres al llegar a Constantinopla por mar es el intento de identificar ese gran templo a partir de las fotografías que todos hemos visto. A medida que te aproximas, una cúpula tras otra aparecen a la vista. El grito contenido del espectador ante cada una de ellas es un pequeño homenaje que reciben por turno. Finalmente, cuanto tenemos ante nosotros el panorama completo, hay dos edificios que se enfrentan para ser objeto de reconocimiento. El más imponente es la mezquita de Ahmed I, identificable por la característica, única con excepción de la Kaaba, en La Meca, de que tiene seis minaretes. Sin embargo, una manera más convincente de hacer que prevalezca tu punto de vista es decir: «Eso —señalando lo que desees— es Hagia Sofia».
Decir hagia, «santa» en griego, siempre te hará salir victorioso. Un esnobismo más abstruso consiste en decir «Aya Sofia», pero excepto en círculos muy refinados, que probablemente no necesitarán que nadie les oriente en esa cuestión, podrías despertar la sospecha de que no es más que una pronunciación errónea.
Pasé el día siguiente con un grupo de pasajeros, visitando los principales monumentos de la ciudad, todos ellos tan famosos que no es necesario describirlos. La agencia turística Natta nos asignó una intérprete, lo cual era un ejemplo interesante de la actitud del nuevo régimen turco. Era una mujer muy fea, menuda, rechoncha y dueña de sí misma, que nos daba instrucciones con una amabilidad y una paciencia irritantes, como si estuviera al frente de una excursión escolar y tuviera que divertir a los niños, pero al mismo tiempo controlarlos bien. Carecía por completo de la adulación y la invención del guía masculino, y no parecía sentir la menor curiosidad por los temas de los que hablaba. En Constantinopla, si uno no habla turco, es necesaria una u otra clase de guía. Desde luego, nos guio perfectamente a un gran número de lugares interesantes en un espacio muy corto de tiempo. Vimos la Hagia Sofia, un majestuoso caparazón lleno de detestables perifollos turcos, cuya corrección arquitectónica ha sido fatalmente trastornada por la reorientación del mihrab. Vimos la famosa mezquita azul, donde el efecto de los delicados azulejos verdeazulados de las paredes, creo que en su mayor parte de hechura persa, resulta perjudicado por el tosco azul de la pintura y la vulgaridad sin carácter de los diseños en el interior de la cúpula. En El Cairo he observado el orgullo y la superioridad que debe de sentir el occidental ante el arte árabe, y esta sensación se intensifica y amplía cien veces con relación a todo lo turco. Los turcos parecen haber sido incapaces de tocar cualquier obra o imitar cualquier movimiento existente sin degradarlo. Ahora que han tropezado con el sufragio femenino y el laicismo, será interesante ver qué hace con esas dos anomalías esencialmente occidentales su genio natural para el vilipendio. Visitamos la gran cisterna subterránea, que sigue siendo el principal depósito de agua de la ciudad, con su bosque de columnas de mármol. Ahora tiene iluminación eléctrica y no da la misma impresión de amplitud ilimitada de la que dejaron constancia los primeros viajeros que dieron una vuelta por estas aguas en bote de remos a la luz de las antorchas. De todos modos es una impresionante cisterna y merece la pena verla. Fuimos a ver un fuerte llamado las Siete Torres, donde en el pasado, según nos informó nuestra guía, encarcelaban a «delincuentes, embajadores extranjeros y así por el estilo». Visitamos un museo militar instalado en una basílica cristiana profanada. Era como el salón de la peor clase de casa de campo inglesa, llena de armaduras, estandartes de terciopelo bordado y sudaderos de cabalgadura, tambores y trompetas, armas de fuego con una ornamentación extravagante, bayonetas y dagas dispuestas con gusto e ingenio en forma de estrellas, escarapelas y soles. Almorzamos en el Tokatlian, donde los hors d’oeuvres figuraban en el menú como «golosinas surtidas». Allí el conserje se me acercó en actitud paternal y, como quien ofrece un cromo o un sello a un chiquillo, me preguntó si quería la etiqueta de un hotel de Therapia para pegarla en mi baúl. Al final del crucero, cuando el equipaje estaba amontonado en el muelle de Harwich, me alegró observar que muchos de mis compañeros de viaje habían aceptado de buen grado esa sugerencia. Después de comer fuimos al Gran Bazar, que externamente, debido sobre todo al edicto que prohíbe la indumentaria oriental, es mucho menos pintoresco que el Mouski de El Cairo. Sin embargo, es mucho mejor en lo que respecta a las compras. Por mi parte, no podía permitirme comprar nada, pero vi muchos objetos encantadores, iconos de Asia Menor, bonitos relojes y cajas de rapé del siglo XVIII, bordados orientales, láminas a color del siglo XIX, ingeniosos juguetes mecánicos procedentes de los harenes desmantelados, etcétera, que otros compraron a precios bastante razonables.
Tras esta visita, con sólo otro par de horas libres, fuimos al Serai, el palacio de los sultanes, ahora convertido en museo público, la mayoría de cuyo personal es superviviente de los eunucos reales. Uno de ellos era enano, con una curiosa cara arrugada y asexual, enfundado en un gran abrigo negro que rozaba el suelo y que en un par de ocasiones estuvo a punto de hacerle caer. Ninguno de ellos era tan alto y gordo como yo los había imaginado. Me han dicho que en los malos tiempos antes de que quedara bien establecido el régimen de Kemal hubo una gran manifestación de inquietos eunucos para protestar contra la abolición de la poligamia. Más o menos por la misma época hubo un desfile de proxenetas que exigían un porcentaje superior que cubriera el aumento del coste de la vida. Parece ser que, tanto allí como en todas partes, la emancipación femenina había creado una competencia desleal de aficionados contra el negocio verdadero.
Ignoro si esto es cierto o no. No me pareció que me correspondiera investigar esta clase de afirmaciones, sino tan sólo anotarlas en mi cuaderno si las consideraba divertidas. Claro que en cierta etapa de mi actividad profesional he pasado tres semanas en Fleet Street. Supongo que es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice que la práctica en un periódico es valiosa para un escritor.
Lo más sorprendente del Serai (considerado como un edificio y al margen de las colecciones que ahora se exhiben allí) es su asombrosa incomodidad. Se parece un poco a la Exposición de Earl’s Court, pues no consta de un solo edificio, sino que es una amplia zona cerrada, con una tosca distribución de céspedes y árboles, en la que se han levantado al azar quioscos y pabellones de distintas épocas y diseños. No es más que un campamento nómada con pretensiones. Constantinopla no es una ciudad cálida, ni mucho menos. Eligieron ese emplazamiento por su importancia política y geográfica, más que por la benignidad de su clima. Aunque se encuentra casi a la misma altitud que Nápoles, está expuesta a los vientos fríos de las estepas y no es infrecuente que nieve. No obstante, en los cinco siglos de ocupación turca, no parece que jamás se les ocurriera a los sultanes, con su vasta riqueza y la ilimitada mano de obra a su disposición, instalar un corredor cubierto entre las diversas salas de su residencia principal. Sus aspiraciones más elevadas de lujo físico se limitaban a tenderse entre chillones cojines de seda y mordisquear dulces mientras el viento helado soplaba a través de los enrejados por encima de sus cabezas. No es de extrañar que se dieran a la bebida. Sin embargo, los tesoros de la casa real son pasmosos. Para hacerse una idea de la economía del Serai, basta saber que cuando los funcionarios del partido de Kemal recorrían los edificios, en los primeros meses de su ocupación, encontraron una habitación donde estaban almacenadas, del suelo al techo, inapreciables piezas de porcelana del siglo XVI, todavía con los envoltorios originales con que llegaron en caravana desde China. Nadie se había ocupado de desenvolverlas y allí habían permanecido siglo tras siglo. El robo y la malversación debieron de ser constantes y sin restricción en la casa. Lo asombroso es la cantidad de tesoros que han sobrevivido a los años de la bancarrota imperial. Hay enormes esmeraldas y diamantes sin tallar, grandes adornos colgantes llenos de defectos, como dulces a medio chupar; hay un trono de oro con cabujones de piedra preciosa incrustados; un trono de taracea de madreperla y carey; vitrinas que exhiben boquillas de flauta adornadas con piedras preciosas y empuñaduras de daga, relojes, boquillas para cigarros, cajas de rapé, espejos de mano, cepillos, peines… Veinte o treinta de cada clase, todos ellos espléndidos; hay un tocador regalado por Catalina la Grande, cubierto de alabastro y ámbar; hay un exquisito jardín japonés con un templo, hecho con filigrana de oro y esmalte; hay una maqueta de un barco de vapor de paletas, de oro rojo y blanco con portillas de brillantes y pendones de rubíes y esmeraldas; hay la mano derecha y el cráneo de san Juan Bautista; hay joyas para poner en los turbantes y para llevarlas colgadas del cuello, joyas para mujeres y joyas para jugar con ellas y hacerlas caer ociosamente entre los dedos de una mano a otra. Por supuesto, no todos los objetos tienen la misma calidad. Incluso yo, del todo inexperto, vi con claridad que muchas de las piedras, impresionantes por su tamaño, serían insignificantes cuando salieran de las manos de un tallista moderno. Aun así, su valor, si son auténticas, bastaría para acudir en ayuda de cualquier presupuesto. La guía hacía un cálculo aproximado de cada objeto, diciendo que valía «más de un millón de dólares». Sin embargo, uno no puede descartar la posibilidad de que, durante el prolongado período de insolvencia turca se produjeran depredaciones de ese tesoro. Habría sido tan fácil arrancar con la uña uno o más cabujones de esmeralda y sustituirlos por baratijas, que tenía la sensación de que lo habrían hecho de vez en cuando… ¿Quién sabe con qué frecuencia?
Delante de mí, mientras recorríamos la instalación, había una dama norteamericana muy robusta y rica, parte de cuya conversación tuve el privilegio de acertar a oír. A cada objeto que la guía comentaba, porcelana, oro, marfil, brillantes, ámbar, sedas, alfombras, aquella dama afortunada observaba como si tal cosa que ella tenía algo parecido en casa. «Vaya —decía—, quién habría pensado que eso tenía algún valor. Tengo tres iguales, me los legó la prima Sophy, más grandes, desde luego, pero del mismo diseño, y están en un cuarto de los trastos. He de sacarlos cuando vuelva. Nunca me pareció que valieran gran cosa».
Sin embargo, tuvo que admitir que en sus cuartos de los trastos no había los equivalentes de la mano derecha y el cráneo de San Juan Bautista.
Durante esa visita no me molesté en examinar las antigüedades clásicas, pero al día siguiente regresé al Serai para efectuar una inspección prolongada. También me hice cortar el cabello en una peluquería muy moderna de Pera, frente al Tokatlian. La fachada, que respondía al gusto parisiense más reciente, podría haber sido diseñada por el mismo Monsieur Lalique, y tenía un escaparate con frascos de Guerlain y Chanel y conjuntos de Elizabeth Arden. En el interior había hileras de lavabos de mármol con numerosos grifos plateados. También eran plateados los hornos para calentar las toallas. Había cables eléctricos e interruptores para cada clase de fricción y rayos ultravioleta; había sillas que parecían mesas de operaciones y podían inclinarse en cualquier ángulo mediante una presión con el pie; una vez usados los cepillos, los arrojaban a un tobogán como los naipes en un casino, y más tarde salían esterilizados y con envoltorios herméticos. Las peluqueras vestían monos blancos y las manicuras iban de un lado a otro con pequeños taburetes y cajas de instrumentos. No obstante, lamento decir que, a pesar de todas estas atracciones, los desagües del local emitían un olor muy fuerte, el agua del vaporizador estaba tibia y los aparatos eléctricos emitían chispas azules y alargadas, crepitaban y no hacían nada más.
Almorcé en la embajada, un edificio majestuoso levantado en el siglo XIX siguiendo, según me dijeron, el modelo del Reform Club de Londres, y que pronto sería abandonado para instalar la sede diplomática en la desolación de Angora. Osbert y Sacheverel Sitwell estaban allí y combinaban un alegre entusiasmo por las sutilezas del rococó turco con una erudición insondable sobre la arqueología bizantina y los escándalos de la diplomacia otomana. Después del almuerzo regresé al Serai y de allí fui al Stella. Zarpamos por la tarde, poco antes de la puesta del sol.
El principal tema de conversación aquella noche fue un accidente que había ocurrido en el puerto. El transbordador que navega entre Galata y Scutari, en el otro lado del Bósforo, había chocado con las rocas debido a la bruma matinal. Habían podido rescatar a los pasajeros sin que hubiera ninguna víctima, pero sólo en el último momento. Entre los pasajeros había uno nuevo, un griego muy elegante que llevaba una corbata de alumno de Eton y revelaba un amplio conocimiento de los miembros más accesibles de la nobleza inglesa. Había estado a bordo del transbordador cuando ocurrió el desastre, e hizo un relato muy interesante de su experiencia. El barco estaba atestado de trabajadores que se dirigían a sus ocupaciones. Cuando se produjo el primer impacto, el capitán y el primer oficial subieron al único bote y se marcharon. Al cabo de unas horas el capitán renunció a su puesto, diciendo que era la tercera vez en año y medio que ocurría aquel percance y sus nervios ya no tenían la fortaleza de antes. Los pasajeros, que constituían una abigarrada mezcla de turcos, judíos y armenios, al verse abandonados fueron presa del pánico. La única actuación útil habría sido quedarse sentados y confiar en que los rescatarían, pero empezaron a ir de un lado a otro, quejándose, haciendo que el barco oscilara y fuese apartándose de las rocas en las que había embarrancado. Mi informante permaneció sentado, inmovilizado por el terror, esperando que el barco zozobrara de un momento a otro. Entonces se le acercó un hombre menudo y robusto, que caminaba tranquilamente por la cubierta con una pipa entre los dientes y las manos metidas en los bolsillos de su abrigo. Se observaron con mutuo aprecio mientras los trabajadores frenéticos se empujaban y gritaban a su alrededor.
—Percibo, señor, que usted también es inglés —le dijo el hombre de la pipa.
—No, sólo soy un condenado extranjero —respondió el griego.
—Disculpe usted, señor —dijo el inglés, y fue al costado del barco para ahogarse a solas.
Pero por suerte no se ahogó nadie. Llegaron embarcaciones desde la costa y recogieron a todos los pasajeros antes de que el transbordador se hundiera.
Pasé la mayor parte del día siguiente en compañía del griego, que sólo viajaba hasta Atenas. Me hizo unas agudas preguntas sobre el «esteticismo» en Oxford. Él había estudiado allí, pero observó con cierto pesar que en su época no había observado el menor «esteticismo». ¿Acaso se debía al «esteticismo» que Oxford hiciera tan mal papel en atletismo? Respondí que no, que el mal era más profundo. Lo cierto era, y no me importaba decírselo a otro estudiante de Oxford, que en la universidad se daba un tremendo consumo de drogas.
—¿Cocaína?
—Cocaína —respondí—, y cosas peores.
—Pero ¿los profesores no hacen nada para poner fin a eso?
—Los profesores son los causantes del problema, mi querido amigo.
Él me dijo que en su época apenas se tomaban drogas en Oxford.
Horas más tarde renovó su ataque. Me preguntó si quería ir a su camarote para tomar una copa, y le dije que lo haría con mucho gusto, pero en el bar de la cubierta.
—Por sus ojos azules veo que es usted escocés —me dijo—. Tuve un amigo muy querido que era escocés. Usted me lo recuerda un poco.
Luego me invitó a su camarote para enseñarme un tintero de plata turco. Le dije que no iría, pero que me encantaría verlo en la cubierta. Era un tintero muy feo.
Cuando desembarcamos me invitó a comer al Grande Bretagne. Le dije que iría, pero al día siguiente no me presenté.
Llegamos poco antes de la cena y amarramos en la bahía de Falero. Por la noche hubo baile de disfraces a bordo. Algunos pasajeros llevaban consigo unos trajes y vestidos muy rebuscados, otros alquilaron disfraces sencillos en la barbería del barco; algunos se contentaron con una nariz postiza o una máscara, pero todo el mundo hizo algo, incluso los de más edad. Se concedieron premios a los mejores disfraces. Después de que la orquesta se hubiera retirado, se formaron varios grupos que, provistos de botellas de champaña, desaparecieron para proseguir la fiesta en sus camarotes. El sobrecargo estaba en muy buena forma aquella noche, era un hombre con unas dotes poco comunes para la relación social y de ánimo incansable.
Yo sólo había estado una vez en Atenas, en una época en que París constituía el límite máximo de mi alejamiento de Londres. Llegué desde Marsella en el Patris II, un buque heleno de construcción bastante reciente. Era en invierno y tuvimos mal tiempo durante casi toda la travesía. Compartí el camarote con un griego, un mercader de pasas de Corinto, que no se movió de la cama durante los cinco días de navegación. Sólo había otro pasajero de habla inglesa en primera clase, un jactancioso ingeniero norteamericano. Yo me pasé sentado en cubierta la mayor parte del tiempo, sintiéndome bastante enfermo y leyendo Las variedades de la experiencia religiosa, de William James. A intervalos el norteamericano y yo tomábamos mastika, y él me dijo que quien tomaba esta bebida regresaba a Grecia. A veces iba a ver a los «pasajeros de cubierta», que estaban acurrucados bajo tiendas improvisadas, rascándose los pies y siempre comiendo. En el Pireo hicimos un primer alto. Cuando entramos, tras la puesta del sol, el puerto estaba inundado de luz rojiza. Transcurrió mucho rato antes de que pudiéramos desembarcar. Los botes de remos que acudieron a recogernos estaban tan juntos que uno podría haber ido a la orilla caminando por ellos, y todos los barqueros solicitaban clientela a gritos. Los amigos a los que iba a visitar habían acudido a recibirme, se mecían sentados en un bote y gritaban: «¡Evelyn!». Les acompañaba su criado para ocuparse del equipaje, un hombre de aspecto muy fiero que había sido asesino a sueldo en Constantinopla bajo el antiguo régimen. El criado y los barqueros también se pusieron a gritar: «¡EE-lin! ¡EE-lin!».
Entonces un barquero de otro bote se hizo con mi equipaje y el criado se enzarzó con él en una pelea que ganó fácilmente el primero por medio de un golpe sucio pero definitivo. Fuimos a la costa y nos trasladamos con mucha rapidez desde El Pireo a Atenas, por una carretera tan llena de baches que parecía bombardeada, en un automóvil Morris muy desvencijado que no tenía faros ni frenos ni bocina, pero al que no importunaba la policía gracias a la matrícula diplomática y una banderita británica entre los lugares donde deberían estar los faros.
Era el día de la Navidad ortodoxa, y las calles estaban llenas de gentes que intercambiaban apretones de manos y besos y hacían estallar petardos ante las narices del prójimo. Fuimos directamente a un club nocturno regido por un maltés cojo, quien nos ofreció cócteles de extrañas drogas y un licor destilado por él mismo.
Más tarde la première danseuse del cabaret vino a sentarse a nuestra mesa y nos advirtió que de ninguna manera tomáramos aquellos cócteles. Era demasiado tarde.
Todavía más tarde recorrí la ciudad en un taxi, con una finalidad que he olvidado, y luego regresé al club nocturno. El taxista me siguió a nuestra mesa. Le había dado más de diez libras de propina en dracmas, mi reloj, mis guantes y el estuche de las gafas. El hombre protestaba, diciendo que era demasiado.
El resto de mi visita quedó bastante eclipsado por esta introducción a la vida ateniense. En realidad, hasta que no estuve muy mareado, durante el viaje de retorno, no me recuperé por completo de los efectos de aquella noche. Eso sucedía en mi época de estudiante aún no licenciado, y al recordarla experimento una sensación anormal de vejez.
Pero incluso en este último viaje, cuando había alcanzado una madurez relativa, mi segunda visita a Atenas coincidió con el conocimiento de una nueva clase de bebida. Nada más desembarcar tomé un taxi que me llevó a la ciudad, para visitar a un amigo llamado Alastair que por entonces vivía en una casita del barrio oriental, bajo las cuestas del Licabeto, en una calle cercana a la plaza Kolonaki. La casa estaba llena de pájaros cantores mecánicos e iconos, uno de los cuales, que curiosamente era el más moderno, tenía poderes milagrosos. Uno de los criados de Alastair le puso en antecedentes, diciéndole que la imagen solía sacar un brazo del cuadro y golpearle en la cabeza cuando él descuidaba su trabajo. Alastair aún no se había vestido. Le dije que me había acostado muy tarde, bebiendo después del baile con unas noruegas encantadoras, y me sentía un poco mal. Entonces él me preparó esa bebida, que recomiendo a quien necesite un tónico saludable y fácil de conseguir. Tomó una pastilla grande de azúcar de remolacha (se puede utilizar una cantidad equivalente de terrones de azúcar corriente), la sumergió en bíter de angostura y luego la rebozó con pimienta de Cayena. Colocó este preparado en un vaso grande que llenó de champaña. Las excelencias de esta bebida son indescriptibles. El azúcar y la angostura enriquecen el vino y hacen desaparecer esa ligera acidez que hace sentir cierta repugnancia por el champaña, incluso el mejor, a primera hora de la mañana. Cada burbuja que sube a la superficie acarrea un grano rojo de pimienta, por lo que a medida que bebes tu apetito se estimula y, al mismo tiempo queda saciado, el calor y el frío, el fuego y el líquido contienden en tu paladar y se alternan en el dominio de tus sensaciones. Mientras tomaba sorbos de esa bebida deliciosa, jugaba con los pájaros artificiales y las cajas de música, hasta que Alastair estuvo a punto para salir. En Atenas tenía otro amigo llamado Mark, y con ambos pasé unos días encantadores. Dormí en casa de Alastair y embarqué en el Stella poco antes de que zarpara. No volví a visitar la Torre de los Vientos ni el templo de Teseo ni la Acrópolis, y aquí no voy a decir nada de esos monumentos, excepto para observar con respecto al último que no tiene la «blancura de la nieve», como he visto que lo han descrito observadores muy responsables, sino que su tono es un marrón rosado muy claro, de singular belleza. El paralelo más exacto que puede hacerse con las cosas naturales quizás sea el de las partes más blandas de un queso Stilton sobre el que se ha vertido oporto. Sin embargo, tras almorzar en el Grande Bretagne, fuimos a la iglesia de Dafne. Creo que invadiría de una manera demasiado peligrosa el terreno del señor Robert Byron si me atreviera a hacer una alabanza de esos soberbios mosaicos. Han tenido una historia agitada, y muestran las marcas de las flechas que lanzaron los cruzados (a quienes conmovieron lo suficiente las diferencias teológicas de los patriarcados occidental y oriental para desviar la vista de la gran cabeza de Cristo en la cúpula), los turcos, que además encendieron fogatas en la nave y, en tiempos muy recientes, los proyectiles de lunáticos, que, procedentes de una institución vecina, solían ir ahí y se entretenían entre un rezo y otro en lanzar piedras y botellas contra el brillante techo. Sin embargo, grandes porciones de los mosaicos han sobrevivido intactas y constituyen uno de los mejores ejemplos existentes del arte bizantino.
Partimos de Dafne y seguimos la carretera de Eleusis, perseguidos en ocasiones por perros ovejeros salvajes, y entonces giramos por el camino de carros al pie del monte Egaleo hasta llegar a un café solitario que daba a la bahía de Salamina. Era domingo por la tarde, y había varios clientes sentados bajo la pérgola con techumbre hawaiana. Un fotógrafo hacía pequeñas ferrotipias que, una vez reveladas, mostraban la huella de su pulgar y poco más. Había dos estudiantes, chico y chica, con pantalones cortos de fútbol y camisas desabotonadas, toscos bastones y mochilas. Había una familia muy alegre de burgueses atenienses, con un niño de meses al que primero sentaron sobre la mesa, luego encima del coche, seguidamente, sujetándolo por los pies, lo sostuvieron boca abajo sobre una silla. Lo pusieron a horcajadas en una cuerda de tender la ropa, haciéndole oscilar suavemente adelante y atrás, lo metieron en el cubo del pozo e hicieron bajar hasta que se perdió de vista y, al sacarlo de allí, le dieron un botellín de limonada con gas, una bebida más peligrosa en Atenas que en cualquier otro lugar del mundo. A todos estos intentos para distraerle, el chiquitín respondía con gorjeos de risa y una baba que producía grandes burbujas y se deslizaba por el mentón. También había una limusina con dos jóvenes damas mondaines, las cuales no se apeaban y permanecían sentadas y apenas visibles entre el tapizado de terciopelo, atendidas por dos oficiales militares adolescentes. De vez en cuando bajaba el cristal de la ventanilla y aparecían unos dedos enjoyados que dejaban caer altivamente una hoja de papel de plata o una piel de plátano.
Mark, Alastair y yo nos sentamos a la sombra y tomamos una jarra de vino resinoso y unos pastelillos gelatinosos y azucarados, mientras el fotógrafo correteaba delante de nosotros con su cámara y nos hacía comprar suficientes copias de la huella de su pulgar para declararlo culpable de cualquier delito establecido por la ley griega.
Volvimos al Stella a cenar y regresamos a la ciudad para ver la vida nocturna. Primero fuimos a un café decorado con frescos pseudorrusos. Allí vimos a la mayor parte de la colonia inglesa, dedicada a esas apasionadas intrigas, en parte sociales, en parte políticas y en parte personales, que embellecen y enriquecen la vida ateniense más que la de cualquier otra ciudad europea. Pero la diversión estaba limitada a una pianista vestida de campesina georgiana. Preguntamos si no habría actuaciones de cabaret. «Esta noche no, lo lamento —dijo la encargada—. Anoche estuvo aquí un caballero alemán, ¡y mordió a las chicas de tal manera en las piernas que se han negado a bailar esta noche!».
De allí fuimos al Folies Bergères, un local muy elegante y parisiense. El camarero trató de inducirnos a tomar champaña, y una judía húngara, con indumentaria del mercado de esclavas de Chu-Chin-Chow, complementada recatadamente con unas medias de algodón de color rosa, llevó a cabo unas danzas orientales. El aburrimiento de Mark no tardó en volverse irrefrenable, por lo que pedimos la cuenta, pagamos la mitad de lo que nos pedían (lo cual aceptaron con toda clase de manifestaciones de gratitud) y nos marchamos.
Caminamos por los jardines hasta la parte más humilde de la ciudad. De los muchos olores de Atenas, dos me parecen los más característicos, el del ajo, enérgico y deletéreo como gas de acetileno, y el del polvo, suave, cálido y acariciante como el tweed. Notamos ese olor a polvo al entrar en el jardín, pero el olor a ajo nos asaltó el olfato en el pie de la escalera que conducía desde la calle a la puerta del MΠAP[6] ΘEΛΛATOΣ; sin embargo, era ajo endulzado por el aroma del cordero asado. Había dos corderos empalados horizontalmente en espetones, crepitando sobre una fogata de carbón. El ambiente era de alegre compañerismo dickensiano. Todos los presentes eran hombres, en su mayoría labradores llegados del campo para pasar la noche. Nos saludaron sonrientes, y uno de ellos nos envió tres jarras de cerveza a nuestra mesa. Comenzó así una serie de ceremoniosos brindis que continuaba cuando nos marchamos. Los griegos tienen la encomiable costumbre de servir siempre la bebida con algo de comer, normalmente un trozo de salchichón con ajo o un pinchito de jamón. Ofrecían esas tapas en platillos y pronto nuestra mesa estuvo llena de ellos.
En un rincón dos hombres tocaban una especie de guitarras y, en el centro de la sala, otros bailaban con expresiones muy severas en el rostro, pero con una absoluta falta dé inhibición. Eran danzas pírricas, de una antigüedad indefinible. Cuatro de ellos bailaban juntos y realizaban las diversas figuras con una gran solemnidad. Si alguno hacía un movimiento en falso, era como si hubiera dejado caer la pelota en un partido de cricket inglés. Los demás aceptaban sus excusas con tanto espíritu deportivo como eran capaces de adoptar, pero era claramente un grave error, que no se podía dar por concluido o expiar a la ligera, sino que requería prodigios de exactitud en lo sucesivo. Además, al igual que en el cricket, la condición de aficionado se preservaba celosamente. Lejos de pasar un sombrero entre el público después de su actuación, los mismos bailarines daban unas monedas a los músicos. Había una intensa competencia por bailar, y los grupos de cuatro ya estaban formados y se les veía ansiosos por actuar cuando les tocara el turno. La única pelea que se produjo aquella noche la ocasionó un joven bastante bebido que intentó bailar cuando no le correspondía. Todos le agredieron y le golpearon por su mal comportamiento, pero luego hicieron las paces y bebieron a su salud. Desde mi partida de Inglaterra, y luego muy pocas veces desde el viaje que estoy relatando, no me había encontrado en compañía de unas personas tan carentes de codicia. Nadie hacía el menor intento de obtener algo de nosotros, antes al contrario, una y otra vez nos ofrecían cerveza y tabaco, y no aceptaban nada excepto como un intercambio de cortesía. Alastair me recordó la ocasión en que fuimos a una pequeña taberna de un pueblecito pesquero en Devon del Norte. Cinco o seis pescadores estaban sentados en la sala, tomando jarras de sidra. Nosotros pedimos lo mismo y le dijimos al tabernero que sirviera una ronda a los clientes. Cuando preguntamos qué se debía, nos dijo que eran doce chelines. Cada uno de los parroquianos había pedido un whisky triple. No por eso nos hicimos una mala idea de ellos. Excepto durante la temporada del salmón, nunca podían permitirse tomar licores, y con toda evidencia para ellos éramos ricos. Sin embargo, la atmósfera en el Thellatos era diferente.
A medida que avanzaba la velada, la conversación iba animándose más. Por supuesto, yo no entendía nada de lo que decían, pero Alastair me dijo que hablaban sobre todo de política. Si la conversación carecía de altura intelectual, por lo menos era muy apasionada. Había un anciano de rizada barba gris que estaba muy agitado, rugía y golpeaba la mesa con el puño. Con uno de sus bruscos movimientos rompió el vaso y se hizo un corte. Entonces dejó de discutir y se echó a llorar. De inmediato los demás también se interrumpieron y trataron de consolarle. Le envolvieron la mano, que no parecía seriamente lesionada, con un sucio pañuelo, le ofrecieron cerveza y pinchitos, le dieron palmadas en la espalda, le echaron los brazos alrededor del cuello y le besaron. El hombre no tardó en sonreír de nuevo y se reanudó la conversación, pero, en cuanto parecía excitarse, los otros le advertían con sonrisas y apartando la jarra que tenía delante.
Finalmente, tras una despedida que parecía interminable, subimos la escalera, salimos al aire fresco y regresamos a casa bajo los naranjos, en la cálida oscuridad que olía a tweed.
A la mañana siguiente Alastair tenía que ir a la cancillería para descodificar telegramas, por lo que Mark y yo fuimos de compras al Callejón del Calzado, la calle del viejo barrio turco donde tienen sus puestos los vendedores de artículos de segunda mano. Mark prosiguió las negociaciones emprendidas, según me dijo, tres semanas antes, referentes a la compra de una gruta confeccionada por refugiados anatolios con corcho, espejos y trozos de esponja. Por mi parte, sólo el precio me impidió adquirir la estatuilla de mármol de un futbolista.
El Stella zarpaba a mediodía con rumbo a Venecia, y estuve a punto de perder la última motora que partía de la costa, pues Mark me había retrasado con los regalos de tres postales de tema religioso, un globo y un cesto de aceitunas negras.
Inmediatamente después del almuerzo atravesamos el canal de Corinto, el cual, por alguna razón que no entiendo, atraía a muchos pasajeros más que cualquier otra cosa que hubieran visto en sus viajes. Tardamos bastante tiempo en cruzar el canal, pero ellos permanecieron en cubierta, fotografiándolo, hablando de él y pintando acuarelas de sus pétreas orillas sin nada destacable. Yo me fui al camarote y dormí. Tenía mucho sueño atrasado y aquélla parecía una buena oportunidad.
A la mañana siguiente llegamos a Corfú y pasamos el día allí. Es una isla alargada, delgada y montuosa, separada del continente por un estrecho canal, frente a la frontera entre Grecia y Albania. Tiene una ciudad de tamaño considerable y relativamente rica, una montaña de novecientos metros de altura y dos lagos. En los tiempos clásicos se llamaba Kerkyra. Ulises naufragó aquí y Nausicaa lo encontró junto a un arroyuelo en el lado suroeste de la isla. Más adelante perteneció a los venecianos, quienes levantaron las fortificaciones hoy ruinosas del puerto. En el siglo XIX los ingleses la ocuparon y construyeron las admirables carreteras que la distinguen de las otras islas griegas. Gracias a la escasez de tránsito rodado, esas carreteras se encuentran todavía en excelente estado. Ahora pertenece a los griegos, quienes han intentado devolverle su antiguo nombre, de modo que ahora los presidiarios tallan la palabra «Kerkyra» en los animales de madera de olivo que se venden por todas partes en las calles. No sé si este párrafo de información bastante rudimentaria parecerá una impertinencia. Sólo puedo suponer en mi lector el mismo desconocimiento que yo tenía la primera vez que estuve allí.
La verdad es que no había oído hablar de esa isla cuando, con ocasión de mi primera visita a Grecia, permaneció allí durante unas horas el infame barco llamado Iperoke, en cuya segunda clase viajaba con una incomodidad casi inimaginable. Entonces me pareció uno de los lugares más hermosos que había visto jamás. Me quedé tan impresionado que cuando, más adelante, escribí una novela con un personaje femenino muy rico le di una villa en Corfú, pues pensaba que, cuando yo me enriqueciera, esa iba a ser una de las primeras cosas que compraría. Todavía lo pienso así, y si un número suficiente de personas compra este libro llevaré a cabo mi propósito. La isla está llena de villas encantadoras, muchos de ellos en venta. Antes de la guerra el puerto era muy frecuentado por yates privados, y durante la temporada veraniega sus costas estaban pobladas por una sociedad muy alegre y cosmopolita. Ya no está tan de moda desde el derrumbe de las potencias centrales (que lucharon contra los Aliados en la Primera Guerra Mundial), pero se ha vuelto mucho más habitable. Permítame que le pida encarecidamente, amable lector, si tan sólo ha pedido prestado este libro en una biblioteca, que compre de inmediato dos o tres ejemplares, de modo que yo pueda abandonar Londres e irme a vivir apaciblemente en esa isla.
Los principales productos de la isla parecían ser las tortugas vivas y los animales de madera de olivo que he mencionado, obra de los presidarios. Varios pasajeros del Stella compraron tortugas, y algunas sobrevivieron a la travesía. Las carreras de tortugas se convirtieron en una atracción añadida a los juegos en la cubierta. La principal incapacidad de las tortugas como animales de carreras no estriba tanto en su lentitud como en su confuso sentido de la dirección. Yo tenía exactamente la misma dificultad cuando participaba en las competiciones deportivas de mi escuela, y me descalificaban una y otra vez por cometer faltas contra los demás competidores.
Que yo sepa, y el silencio del Baedeker parece confirmarlo, en Corfú no existen antigüedades ni lugares de interés histórico. Hay paseos y avenidas entre las bellezas naturales de las colinas, arroyos, costa marítima y lagos, y las bellezas artificiales de las pequeñas y ricas granjas, un tanto desordenadas en su fertilidad exuberante. Hay una ciudad donde brilla una desenfadada sociabilidad provinciana, cafés, salas de conciertos, un teatro, un buen hotel, calles con arcadas llenas de tiendas, las sedes de dos arzobispados, latino y ortodoxo, un casino, una guarnición militar, innumerables soldados de todas las nacionalidades y un puerto lleno de barcos. El clima es templado y agradable. No logro entender por qué los ricos se instalan en la Riviera francesa cuando quedan en el mundo lugares como Corfú.
No hice apenas nada durante el día que pasamos allí, y en verdad hay muy poco que hacer. Paseé por la ciudad y el puerto, renovando mis sentimientos de envidia y aspiración. Después de comer tomé un coche de caballos que me llevó por el Vide Imperatore Guglielmo, bordeado de olivos, hasta la pequeña balaustrada llamada, en el estilo antiguo, Punta Canone o, en su versión helenizada, ΣTOH KANONI. Es el extremo de la península que se proyecta desde la ciudad y que encierra el fiordo llamado lago Kalikicopulo. Antes había ahí una batería de un solo cañón. Ahora hay un café y un restaurante. La ladera del promontorio desciende en pronunciada pendiente hasta el mar, donde hay dos islas minúsculas, una boscosa, con una quinta que, según tengo entendido, en el pasado fue un monasterio; la otra es muy pequeña y está totalmente ocupada por una capillita, dos cipreses y la casa del párroco. Es accesible desde la playa por medio de unas piedras pasaderas. Fui a visitarla. El campanario tenía dos campanas pequeñas y en el interior había unos iconos renegridos y una gallina que estaba poniendo un huevo. El sacerdote apareció como por arte de magia, a bordo de un bote de remos cargado con verduras y procedente de la otra orilla. Su hijo estaba sentado en la popa, con las piernas desnudas cruzadas y una lata de melocotones californianos en las manos. Les di unas monedas para las obras de la iglesia y subí por el sendero del promontorio hasta el café. Habían llegado otros dos pasajeros del Stella. Me reuní con ellos, comí pastelillos y bebí un delicioso vino de Corfú que parece zumo de naranjas de pulpa roja, sabe a sidra y cuesta, o debe de costar cuando uno no tiene demasiadas trazas de turista, unos dos peniques. Apareció un grupo de músicos con dos guitarras y un violín. El violinista era muy joven pero ciego. Tocaron Sí, señor, esa es mi chica de la manera más rara que quepa imaginar y se rieron con placer al ver el dinero que habían recaudado.
Durante mi breve visita le tomé más cariño a Corfú que a cualquier otro lugar. Lamenté marcharme, pero creo que allí, más que en cualquier otra parte, noté la desventaja de llegar en un barco de recreo. En Venecia no experimenté en absoluto esa sensación. En cuanto quedó anclado a la entrada del Gran Canal, el Stella se convirtió sencillamente en un hotel de comodidad desacostumbrada. Pasamos dos días allí y entonces zarpamos hacia Ragusa.
¿Qué puedo decir ahora, en esta etapa de la cultura mundial, acerca de un par de días en Venecia, que no sea una impertinencia para todo lector culto de este libro? ¿Diré que consiste en un archipiélago de ciento treinta y cinco islas cortadas transversalmente por ciento cuarenta y cinco canales; que en una de esas islas se alza una iglesia, dedicada a san Marcos, llena de mosaicos de singular esplendor; que en otra de las islas hay una hostería fuera de uso, para marineros, llamada la Scuola San Rocco, con frescos de Jacopo Tintoretto (1512-1594) en las paredes y el techo; que los venecianos fueron en el pasado una raza virtuosa y muy rica que había «aprendido el cristianismo de los griegos, la caballerosidad de los normandos y las leyes de la vida y el esfuerzo humanos del mismo mar»; que hoy son menos virtuosos y menos ricos y que, de hecho, subsisten únicamente gracias a los extranjeros que acuden a admirar las obras de sus antepasados? ¿O diré que comí scampi en Cavaletto y no noté ningún efecto secundario; que fui a un club nocturno con una bonita decoración de estilo rococó, el Luna, que había sido salón de juego en tiempos de Goldoni; que una señora en cuya compañía me encontraba sacó una pitillera de oro que había robado para ella un gondolero; que me encontré con Berta Ruck en la Piazetta y más tarde con Adrian Stokes, y caminé con él bajo la lluvia, cruzando innumerables puentecillos, para visitar lugares interesantes que siempre estaban cerrados; que cuando arreció la lluvia nos refugiamos en una herrería al lado de una iglesia paladiana y que cuando Adrian preguntó al joven herrero a qué hora abría la iglesia, él replicó con desdén que cómo iba a saberlo si él pertenecía a otra parroquia; que el mismo joven preguntó si los canales de Londres se habían helado aquel invierno; que fui a tomar el té con Adrian en un lujoso piso de la Giudecca, lleno de tizianos y tiépolos, y Adrian me dijo que Ruskin se había equivocado respecto a las fechas de algunos de los edificios que más admiraba; que durante mucho tiempo no se me ocurrió qué era lo que hacía la vida veneciana tan diferente de la de cualquier otra ciudad, hasta que me di cuenta de que no había tráfico y que la mitad de los niños de la ciudad jamás habían visto un caballo, salvo los de bronce en el exterior de San Marcos, y Adrian me contó que, unos meses atrás, cuando desembarcaron un automóvil, camino del Lido, se agolpó tal multitud para verlo que dos personas cayeron al agua y por poco se ahogaron; que descubrí que un conocido mío era un personaje legendario en Venecia, bien considerado entre los pobres como el milord inglés excéntrico que había comprado todas las coliflores en el mercado de verduras y las había hecho flotar en el Gran Canal; que compré una edición de Tauchnitz de El descanso de San Marcos en Alinari y reflexioné en que, al contrario que la mayoría de los hombres de letras, la vida de Ruskin habría sido mucho más valiosa si hubiera sido católico romano?
No, creo que en este momento se impone la humildad. Tal vez si hubiera vivido veinte años en Venecia y logrado un perfecto dominio del italiano medieval; si me hubiera pasado meses en bibliotecas públicas y privadas, traduciendo y cotejando fuentes originales; si lo aprendiera casi todo sobre la química de la pintura; si raspara fragmentos de frescos y los hiciera analizar, los estudiara con rayos X y recorriera toda Europa comparándolos con otras versiones; si me empapara de las últimas teorías estéticas; si me hiciera experto en particularizar entre toda clase de influencias conflictivas e incongruentes, rastreando en un mismo objeto aquí el motivo bizantino, allá el morisco, acullá el católico, franco o normando; si me convirtiera en un maestro del sutil arte de la atribución, capaz de trasladar con delicadeza la reputación de un artista a otro e identificar la técnica de un albañil anónimo, separándola de las imitaciones inferiores de otro, entonces tal vez podría añadir aquí un capítulo bastante bueno a lo que ya han escrito cuantos poseen esas habilidades. Entretanto, puesto que no parece probable que nunca llegue a ser nada más importante que un novelista trotamundos entre un centenar de ellos, hablaré de Ragusa.
Creo que puedo suponer, sin resultar ofensivo, que muchos de mis lectores tienen un conocimiento incompleto de esta ciudad. Ahora se llama Dubrovnik, un cambio que no resulta muy útil, a la manera de las nuevas nacionalidades, que coincidió con el cambio de nombre de Cattaro por Kotor y Spalato por Split. Su historia, hasta hace muy poco, ha sido interesante y honorable, pues fue una de las ciudades-estado libres de Occidente que, una generación tras otra, por medio del valor, la astucia y la fortuna, pudo mantener su integridad contra la influencia bárbara. Sus fundadores fueron fugitivos empujados por la invasión pagana desde Salona y Epidauro, los cuales establecieron una administración aristocrática de cuarenta y cinco familias senatoriales y un rector electo, más o menos análogo al consejo presidido por el dogo en Venecia. Debieron lealtad nominal al emperador de Bizancio hasta la cuarta cruzada, y luego a Venecia, pero en todos los aspectos prácticos eran autónomos. Se enriquecieron gracias al comercio y las salinas de Stagno, y a mediados del siglo XVII tenían una población de 33.000 habitantes, con 360 buques y un ejército permanente de 4.000 hombres. Durante todo este período se vieron obligados a vivir en un estado de defensa perpetua, primero contra los eslavos, bosnios y serbios, y más adelante contra los turcos, quienes se convirtieron en los amos de todo el territorio continental y los confinaron precariamente entre las montañas y el mar. En 1667 Ragusa sufrió una epidemia de peste y un terremoto, una catástrofe que la hizo pasar de ciudad próspera a pequeño pueblo costero. Se recuperó lentamente y de manera incompleta, y a finales del siglo XVIII pasó a manos de los austríacos, pero, aunque ya no tenía importancia política, siguió siendo católica, aristocrática y culta, inmensamente distanciada de sus salvajes vecinos. Correspondió a los estadistas aliados de la Conferencia de Paz la sencilla tarea de deshacer la obra de mil años y entregar la ciudad a sus enemigos tradicionales, el reino mestizo de los yugoslavos.
Al pie de las murallas de Ragusa hay un pequeño puerto, pero los barcos de mayor calado anclan frente a Gravosa, el desembarcadero comercial que se encuentra al final de un corto trayecto en tranvía desde la ciudad. El día de nuestra visita era una festividad religiosa del calendario oriental, por lo que las tiendas estaban obligatoriamente cerradas. Esto suponía un verdadero apuro para los habitantes, pues la llegada de un gran buque es un hecho infrecuente y altamente lucrativo. Además, la mayoría de ellos, excepto los oficiales y la guarnición serbios, son católicos romanos para quienes la festividad carece de significado. Sin embargo, los funcionarios yugoslavos, a quienes creo que les hacen ser muy conscientes de su inferioridad social en esas ciudades imperiales, estaban ojo avizor por si se producía alguna infracción de la ley, y no nos resultó nada fácil acceder a los edificios públicos.
El principal de tales edificios es el Palacio del Rector y la Sponza, o aduana. Como es natural, son muy pequeños y, tras haber visto los de Venecia, relativamente sencillos, pero están bien conservados, son señoriales, con un diseño que tiene un encanto especial y de exquisita hechura. El Palacio del Rector se atribuye a Michelozzo Michelozzi, el arquitecto del Palazzo Riccardi de Florencia. La aduana tiene una ventana y un balcón de elegante gótico veneciano del siglo XIV. También hay unos pequeños monasterios dominicano y franciscano, este último con un pequeño y exquisito claustro románico en cuyo centro hay un jardín con naranjos, cactus y árboles de hoja perenne, en el que sobresale un pequeño surtidor y la estatua de un santo. Todas las iglesias, con la excepción de la tosca y moderna catedral ortodoxa, son interesantes: Santa Maria Maggiore contiene dos pinturas muy dudosas atribuidas a Tiziano y Andrea del Sarto; San Salvatore tiene una deliciosa fachada del siglo XVI; la catedral es de un buen barroco de comienzos del XVIII. Hay restos de varias casas nobles, con blasones tallados sobre las puertas, pero ahora la mayoría de ellas están habitadas por gente humilde y han sido divididas en pisos. Sin embargo, la tradición aristocrática había sobrevivido, como lo evidenciaba el porte de varias damas muy mal vestidas y muy venerables entregadas a sus plegarias, así como la cortesía y la dignidad de los ciudadanos en general. Muchos de ellos vestían con elegancia, mostraban un carácter vivaz, intercambiaban saludos y bromas en los cafés y se paseaban por la ancha calle principal de la ciudad (llamada inevitablemente la Stradone) con unos andares jactanciosos pero deliciosamente morigerados. Había algunos campesinos procedentes de las colinas, sus ropas tradicionales muy limpias y almidonadas, los hombres con unas dagas muy decorativas que les sobresalían de la faja. Por la noche una banda de música tocó en la plaza mayor, extramuros, y en Gravosa hubo una breve exhibición de fuegos artificiales, pero no pude descubrir si era por la llegada del Stella o por la festividad ortodoxa. Aquella noche zarpamos y fuimos navegando costa abajo hacia Cattaro.
Cattaro ha recibido más o menos las mismas influencias históricas que Ragusa, aunque su historia no es tan notable. Nunca fue una ciudad libre, excepto durante treinta años a comienzos del siglo XV. Antes de esa época la ocuparon sucesivamente, desde 1185, la dinastía serbia Nemaja, Luis el Grande, del imperio hungarocroata, y el rey bosnio Tvrtko I. En 1420 quedó de nuevo bajo la influencia occidental, y Venecia la retuvo hasta 1797, cuando los austríacos se apoderaron de ella y, con excepción de un breve interludio durante la época napoleónica, cuando Rusia y Francia se turnaron en su dominio, siguió en poder de Austria hasta la Conferencia de Paz. En la Edad Media, la sangre eslava diluyó considerablemente a la población romana original, pero es interesante observar, en vista de las modernas pretensiones eslavas, que cuando los venecianos se apoderaron de la ciudad, la cultura occidental había sobrevivido hasta tal punto que todos los documentos aún se redactaban en latín, y que el italiano era el idioma de los tribunales de justicia. Desde 1420 a 1918 la ciudad estuvo totalmente bajo la influencia occidental, hasta que, con Ragusa y el resto de la costa dálmata, pasó a formar parte de Yugoslavia.
Al igual que Ragusa, Cattaro sufrió terremotos y epidemias, y nunca ha recuperado la población que tenía en la Edad Media. Es una ciudad más pequeña que Ragusa y mucho menos atractiva desde el punto de vista arquitectónico, construida en un triángulo de suelo aluvial en el extremo de un hondo fiordo. Debido al límite estricto impuesto a su expansión por la naturaleza del lugar, las calles muy estrechas y las casas están amontonadas unas encima de las otras. No existe allí la holgura de Ragusa y no hay ningún equivalente de la Stradone. La gente parecía más pobre, no tan calmosa, eran menos sociables entre ellos y menos corteses con los forasteros. Cuando desembarcamos unos nos miraban con fijeza y otros nos pedían limosna, como nadie lo había hecho en Ragusa. Sin embargo, la ciudad parecía muy atractiva vista desde el mar, acurrucada al pie de una gran hendidura rocosa, distanciada de la ladera cubierta de árboles. Un muro de piedra fortificado trepaba por aquella hendidura, protegía la ciudad por detrás y formaba un triángulo, con la costa por base y la ciudadela de San Juan en el vértice, a doscientos sesenta metros de altura. En la mitad de la ascensión a la cima hay una capilla claramente visible desde abajo.
Cattaro está llena de iglesias (dicen que en cierta época llegaron a ser treinta), todas ellas católicas romanas, excepto dos. Una de estas es la repulsiva catedral moderna serbo-ortodoxa de San Nicolás, y la otra, la hermosa iglesia de San Lucas, del siglo XII, que los católicos entregaron a los ortodoxos refugiados de la persecución turca a mediados del siglo XVII. La iglesia católica de mayor tamaño y más antigua es la de San Trifón, pero poco hay que decir a su favor, excepto que es muy antigua. San Trifón es apenas conocido fuera de la ciudad donde está enterrado. Su hazaña más renombrada fue la curación del hijo de una viuda al que había mordido un basilisco, accidente atractivamente recordado en el ciborio del altar mayor, del siglo XIV. En San José hay una pintura que, según dicen, es de Veronese, y en Santa María un crucifijo de madera, yeso y lienzo atribuido a Miguel Ángel. La iglesia franciscana de Santa Clara posee un espléndido altar barroco de mármol de color. Los edificios civiles son pintorescos pero aburridos. No creo que Cattaro sea una ciudad donde nadie, excepto el acualerista más aguerrido, quiera pasar mucho tiempo.
Hay una carretera muy buena, construida por los austríacos, que conduce desde Cattaro a Cetinje, la capital de Montenegro. En el atlas la distancia parece muy pequeña, pero la cuesta es tan empinada que hay entre veinte y treinta curvas cerradas antes de llegar al puerto de montaña para bajar a la meseta donde se encuentra Cetinje. Desde la cubierta del Stella se veía el sendero que serpenteaba por la ladera de la montaña entre rocas y matorrales hasta perderse de vista a novecientos metros de altura. Me uní a la expedición de los pasajeros, y tardamos dos horas y media de duro trayecto en automóvil para cubrir la distancia que, en línea recta y medida sobre el mapa, no llega a doce kilómetros.
Nos pusimos en marcha poco antes del desayuno, en cinco o seis coches, y llegamos justo a la hora de comer. A fin de evitar que nos envolviera una nube de polvo, nada más partir los conductores se espaciaron, dejando un gran trecho entre uno y otro en la carretera. En algunos lugares la cuesta era tan empinada y la carretera había sido tan cuidadosamente nivelada que podíamos gritar a los grupos que estaban por arriba y abajo, aunque tal vez había ochocientos metros de distancia entre nosotros, como si nos dirigiéramos a alguien en las ventanas superiores de una casa. Cuando llegamos a la cima, el Stella y el fiordo en el que estaba anclado se habían vuelto diminutos e irreales, y una gran extensión del mar Adriático apareció a nuestras espaldas, mientras que delante y a cada lado se sucedían las cadenas montañosas.
Había un trecho bastante largo de carretera recta. El aire era frío y transparente. En algunos rincones el suelo estaba cubierto de nieve o ésta se acumulaba en montones y no se veía ninguna vivienda. Sin embargo, había muchos signos de actividad humana. Tengo un conocimiento muy escaso de las regiones montañosas, por lo que no puedo saber si me refiero a un lugar común de tales zonas o si lo que tanto me sorprendió era realmente característico de Montenegro. La cuestión es que a las rocas y los riscos que configuraban el paisaje a nuestro alrededor les sucedían a intervalos muy frecuentes unos cráteres y cuencas generalmente circulares, de lados rocosos y una superficie llana de tierra en el fondo, en muchos casos no mayor que el piso de una habitación grande y de un diámetro que, como mucho, no superaba los treinta metros. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, aquellas simas tan inaccesibles desde una granja o un mercado tenían todos los indicios de que eran tosca pero cuidadosamente cultivadas. La cosecha, fuera la que fuese, aún estaba del todo inmadura, sólo unas líneas regulares de brotes verdes sobresalían unos pocos centímetros por encima del suelo, pero era evidente que no se trataba de una vegetación surgida al azar. Lleno de perplejidad, me preguntaba quién podría ser el cultivador de aquellas ingratas hectáreas.
Por fin la carrera inició un suave declive, y entonces se extendió completamente recta a través de una planicie de tierra cultivable hasta Cetinje. Puesto que es la capital de una provincia de considerable tamaño y, hasta fecha muy reciente, fue la capital de un reino independiente, es correcto referirse a Cetinje como una ciudad, aunque en realidad no es más que un pueblo grande, con un trazado espacioso y adornado por uno o dos edificios públicos, cuyo tamaño, desde luego, no superaba al de los edificios en la mayor parte de los pueblos ingleses, pero que en aquella parte del mundo eran desmesurados en cualquier lugar que no fuese una ciudad de cierta importancia. El palacio tiene, más o menos, el tamaño de una rectoría inglesa normal; en la sala más amplia hay una mesa de billar, un mueble que, para los campesinos del entorno eclipsaba de tal modo a los demás elementos lujosos del palacio que éste llegó a ser conocido no como la casa del rey sino como la Biljarda, la casa de la mesa de billar. La mesa en cuestión contribuyó mucho al prestigio de la familia real, pero tenía la desventaja de que llenaba por completo la única sala disponible para las recepciones oficiales. Cierto que éstas se producían tan raramente que el inconveniente era mínimo. Sin embargo, cuando alguien visitaba al rey de Montenegro, o debía celebrarse algún acontecimiento nacional de importancia, como el bautizo o la boda de un hijo, solía pedirse en préstamo para la fiesta la legación alemana, que era más cómoda en todos los aspectos.
Otro edificio destacado era el hotel, o más bien lo había sido, pues se incendió poco antes de nuestra visita y había sido totalmente demolido. Por suerte, nadie se alojaba en él cuando ocurrió el desastre. En cualquier caso, si hubiera habido clientes, la coincidencia habría sido especialmente desgraciada, dado que tanto los incendios como los visitantes son infrecuentes en Cetinje. Así pues, nuestra llegada en seis polvorientos automóviles había sido organizada con esmero, y los montenegrinos de toda la provincia, vestidos con sus mejores prendas, habían ido a la ciudad para ver a los turistas y, a ser posible, conseguir un poco de dinero. Con ocasión de la primera gira organizada que llegaba a Cetinje, hace unos treinta años, el rey en persona acudió a saludarlos, al frente de la caballería real, y asustaron tanto a los turistas con salvas de postas, disparadas de un modo bastante salvaje, con el arma apoyada en la cadera, que los guías se las vieron y desearon para persuadirlos de que entraran en la ciudad y asistieran al banquete preparado en su honor. En nuestro caso no hubo tales exhibiciones, pero los pilletes rurales nos dieron una bienvenida más amable, arrojándonos flores silvestres al regazo cuando nuestros coches pasaban ante sus casas.
Como he observado, el hotel había sido totalmente destruido, por lo que nos sirvieron el almuerzo en mesas de caballete en el Parlamento. Es justo decir que ese acto no supuso ninguna degradación para el edificio, pues desde la época del reino había tenido siempre una doble finalidad: de día acogía al cuerpo político y deliberante, mientras que de noche era un teatro. Al fondo había un escenario, con un monograma coronado en lo alto, y de una pared colgaba un gran óleo simbólico que representaba un hombre vestido con el traje nacional montenegrino, las fasces en una mano y en la otra la melena de un león vivo. Este emblema de nacionalidad me recordaba las caricaturas que aparecieron durante la guerra. Recuerdo que en cierta ocasión hubo un movimiento con numerosos seguidores para afirmar la importancia de Montenegro. Si no recuerdo mal, designaron un día de la bandera, y durante un período muy breve la expresión «el valiente y pequeño Montenegro» tuvo casi la misma fuerza que «la valiente y pequeña Bélgica» o «la apisonadora rusa».
El almuerzo fue muy malo, a pesar de que lo prepararon en la comisaría de policía; el vino era de una cosecha local, de color oscuro, no rojo pero tampoco exactamente negro, el color de la escritura cuando metes por error la estilográfica en el tintero de tinta roja. Era muy áspero, y durante algún tiempo dejaba una mancha indeleble en la lengua y los dientes. Después de comer paseamos por las callejuelas de la ciudad y visitamos las tiendas, donde las prendas campesinas (indistinguibles de los productos artesanales de Hampstead) estaban complementadas para la ocasión con toda clase de objetos curiosos, unos pocos crucifijos y joyas, pero sobre todo dagas y pistolas con las empuñaduras y las culatas muy ornamentadas. Supongo que los dueños aportaban esos objetos y las tiendas los vendían con una comisión exorbitante. Me pareció bastante patético verlos allí, porque entre los pueblos balcánicos ésas suelen ser sus únicas posesiones de valor y una fuente de auténtico orgullo. Pasan de padre a hijo, como símbolos de la importancia que tiene la familia, así como del valor y la independencia personales. Me temo que la mayoría de ellos habrían sido de dudosa eficacia en las luchas intestinas que animan la vida montenegrina. Creo, en fin, que sería inútil dejarse llevar por el sentimentalismo con respecto a esas armas. Lo más probable era que sus propietarios estuvieran ahorrando para adquirir cartuchos con destino a un fusil robado al ejército y disparar contra sus vecinos de una manera más mortífera desde detrás de sus pocilgas.
El trayecto de regreso fue más rápido y mucho más arriesgado que el de la ida. Hubo el tiempo justo para nadar en el fiordo antes de que el Stella zarpara.