Cinco

En Port Said me separé de Geoffrey y Juliet. Habían telegrafiado a la hermana de Juliet, pidiéndole más dinero y, en cuanto lo hubieron recibido, partieron hacia Chipre en un barco de la línea Khedivial. Zarpaba en plena noche, y subí a bordo para despedirme de ellos y tomar un vermú en un salón con un tapizado de alegres colores. Por entonces el barco repostaba carbón, y el fino polvo lo cubría todo con una ligera pátina mugrienta. Los demás pasajeros eran griegos. Tuve que subir a dos gabarras carboneras y cruzarlas para regresar a mi barco. Mientras volvíamos en un bote de remos por las aguas del puerto en cuyas negras aguas se reflejaban una hilera tras otra de brillantes portillas de los barcos anclados, y en cuya atmósfera resonaba el canto de los culíes, los gritos de los porteadores y barqueros y los aullidos de las dragas turbó mis meditaciones un vigoroso intento, por parte de los dos remeros, de chantajearme para que les pagara más de lo que habíamos convenido. Dejaron de remar y, mientras discutíamos, fuimos a la deriva en la oscuridad. Yo había aprendido una frase árabe que sonaba como «ana barradar». No sé qué significaba, pero la había usado con bastante éxito una o dos veces en El Cairo. La repetí a intervalos durante la conversación y al cabo ellos empuñaron de nuevo los remos y, cuando llegamos a tierra, les di el precio pactado. Fue interesante observar que no me guardaron rencor, sino que me despidieron con sonrisas e inclinaciones de cabeza, rogándome que volviera a utilizar de nuevo su embarcación (en cuyo asiento posterior habían pintado una bandera norteamericana y el nombre «Gene Tunney»).[5] Esta actitud tan juiciosa parecía demostrar las ventajas de no haber heredado una conciencia protestante. Cuando un inglés intenta cobrar en exceso y no lo consigue, refunfuña hasta que te has alejado tanto de él que ya no puedes oírle, y creo que entonces te guarda rencor durante el resto del día. No admite, ni siquiera para sus adentros, que intentaba embaucarte, ni tampoco acepta la derrota de buen talante. Los árabes, y supongo que la mayor parte de las razas orientales, no tienen el concepto del «precio justo» o de los valores absolutos de intercambio. De ahí, sin duda, la superioridad de los judíos en el campo de las finanzas. El barquero inglés prefiere pasarse un día tras otro mano sobre mano en el muelle antes que aceptar por su trabajo menos de lo que está convencido de que es justo. Muy pocas veces intenta obtener más, aunque sus pasajeros parezcan ricos y tengan una necesidad apremiante de sus servicios. Cuando lo hace es sólo porque se ha convencido de que el aumento solicitado es realmente lo normal. Y cuando le sorprenden llega a la conclusión de que su cliente no es un caballero, pues de lo contrario no armaría tanto escándalo por un chelín. Sucede lo mismo con los escritores, quienes gustosamente dejarán morirse de hambre a sus mujeres y sus sastres antes que aceptar menos de quince guineas por mil palabras, mientras al mismo tiempo se quejan en voz baja de la ignorancia y la mezquindad de los directores de periódico y los editores.

Al día siguiente también yo partí de Port Said en el buque de la P. & O., Ranchi, con destino a Malta. Al salir de Egipto, y como un avaricioso pellizco final, uno se ve obligado a pagar unos pocos chelines en concepto de «impuesto de cuarentena». Debería haber pagado un tributo similar en el momento del desembarco, pero, como llegué en el Stella, nadie me lo pidió. En consecuencia, al marcharme tuve que pagar el doble. Nadie parece saber nada de ese impuesto, qué norma lo autoriza y qué porcentaje de la cantidad recaudada llega al tesoro, o qué tiene que ver con la «cuarentena». Muchos residentes sostienen que no es más que un poco de diversión por parte de los funcionarios del puerto, quienes no tienen ningún derecho legal a imponer esa tasa. En cualquier caso me parece un modelo de recaudación de ingresos, pues la suma no es lo bastante grande como para que nadie, salvo los más agresivos, protesten, y te la piden cuando el retraso es menos deseable, en el preciso momento en que tus preocupaciones se concentran en pasar el equipaje por la aduana, tomar el tren o el barco e ir a un nuevo país.

Gracias a los amables oficios del director local de la naviera, obtuve un camarote de segunda clase. Los residentes de Port Said decían: «Uno conoce a mucha gente de primera clase que viaja en segunda desde la guerra. Es más interesante que la primera, sobre todo en los barcos procedentes de la India, donde la primera clase está llena de nouveaux riches. En los barcos australianos te encuentras con algunos diamantes en bruto. Pero ya verás que la segunda clase del Ranchi es tan buena como la primera en una línea extranjera. Mi mujer viaja en segunda cuando va a casa».

Pero mi auténtico motivo no era tanto la ambición de conocer gente interesante como ahorrar dinero. La tarifa de segunda clase, doce libras por la travesía de dos días hasta Malta, ya era carísima. Tras mis extravagancias en el hotel Mena House empezaba a preocuparme de nuevo por el dinero y se me ocurrió algo que todavía me parece una estratagema ingeniosa. Antes de partir de El Cairo escribí, en papel con membrete del Union Club de Port Said, a los directores de los hoteles principales de La Valletta, el Gran Bretaña y el Osborne, entre los que, según me informaron, existía una relación de profunda rivalidad, e incluí una hoja publicitaria del editor con recortes de prensa acerca de mi último libro. Dije a cada hotelero que me proponía publicar un diario de viaje cuando regresara a Inglaterra y que, según mis noticias, aquel era el mejor hotel de la isla. ¿Estaría dispuesto a ofrecerme alojamiento gratuito en su hotel durante mi visita a Malta a cambio de unas amables referencias a su establecimiento en mi libro? No habían tenido tiempo de responderme cuando embarqué en Port Said, pero subí a bordo confiando en que en La Valletta pondría freno a la continua disminución de dinero que había padecido durante los dos últimos meses.

Una de las cosas insatisfactorias que tienen los barcos es que nunca sabes cuándo van a llegar. Estaba anunciado que el Ranchi zarparía el domingo y se le esperaba a primera hora de la tarde. El domingo por la mañana se anunció que llegaría a las nueve de la noche. Finalmente, llegó bastante después de medianoche y sólo permaneció dos horas en el puerto. Durante esas dos horas la ciudad, que, como de costumbre, notaba los efectos nocivos de la noche de sábado en el Casino, de improviso cobró de nuevo vida. Abrieron los almacenes de Simon Arzt, en los cafés encendieron las luces y limpiaron las mesas, salieron los limpiabotas y los vendedores de postales, los pasajeros que habían permanecido a bordo durante la travesía del canal desembarcaron para dar un paseo en coches tirados por dos caballos, los que habían abandonado el barco en Adén para pasar unas horas en El Cairo, y se habían pasado toda la tarde llenos de aprensión por la posibilidad de perder el barco, se apresuraron a subir a bordo y meterse en sus camarotes. La mitad de los residentes de Port Said tenían que realizar a bordo uno u otro tipo de transacción. Cuando fui al puerto, me encontré con un ajetreo propio de la City londinense a mediodía. Estoy seguro de que jamás he pasado unas horas más aburridas en toda mi vida que las cuatro que mediaron entre la cena y la llegada del Ranchi, sentado con mi equipaje en el vestíbulo desierto de la pensión de Bodell. La repentina brillantez de las calles y la animación que había por doquier parecían del todo irreales. Subí a bordo, encontré el camarero que me correspondía y mi camarote, coloqué debidamente mi equipaje y subí un rato a cubierta. Los pasajeros que habían efectuado el trayecto Adén-El Cairo-Port Said tomaban café, comían bocadillos y describían las pirámides y el hotel Shepheard’s.

—Dos libras diez, por una habitación sencilla y sin baño. ¿Qué os parece? —decían con evidente orgullo.

—Y montamos en camello… Deberíais haberme visto. ¡Cómo se habría reído Katie! Y el camellero me dijo la buenaventura y tomamos un café preparado en el mismo templo de la Esfinge. Deberías haber venido. Bueno, sí, tal vez ha sido un poco fatigoso, pero vamos a pasar bastante tiempo en alta mar sin hacer nada y lo compensaremos. Y aquel chiquillo encantador que nos lustró los zapatos… Y entramos en una mezquita donde estaban rezando los mahometanos… muy pintoresco. Y no te lo creerás, pero en el Shepheard’s nos han cobrado quince piastras por una taza de té para desayunar, y no muy buen té, por cierto. ¡Deberías haber venido, Katie!

Antes de que el barco zarpara, bajé a mi camarote y me acosté. El hombre que lo compartía conmigo, un ingeniero de caminos, canales y puertos de edad mediana; amable y educado, ya se estaba desvistiendo. Llevaba una sola prenda interior que combinaba la camiseta y los calzoncillos. Me desperté cuando las máquinas se pusieron en marcha, me amodorré y volví a despertarme cuando nos alejamos del rompeolas y el barco empezó a mecerse. Entonces me quedé profundamente dormido y me desperté a la mañana siguiente en alta mar, rodeado por un centenar de ingleses que silbaban mientras se afeitaban.

Durante los dos días siguientes no hubo sol y hubo una mar bastante gruesa. Habría preferido viajar en primera clase. Desde luego, mis compañeros de viaje se mostraban tan amables como los residentes de Port Said me habían dicho que lo serían, pero eran demasiado numerosos y no había lugar donde sentarse. El salón y la sala de fumadores eran cómodos, estaban limpios y bien ventilados y tenían una bonita decoración, pero siempre estaban llenos a rebosar. Las únicas tumbonas que había en cubierta eran las que aportaban los mismos pasajeros. Los tres o cuatro asientos públicos estaban siempre ocupados por madres que les hacían cosas terribles a sus bebés con tarros de vaselina. Ni siquiera era posible pasear cómodamente, a causa de lo reducida que era y lo atestada que estaba la cubierta de paseo. Es imposible pasear tranquilamente en un barco que se mece, a menos que puedas acceder con rapidez a una u otra borda para sujetarte, y a lo largo de las bordas siempre había hileras de militares con abrigo. Los niños estaban por todas partes. Era el comienzo de la temporada cálida en la India y las esposas de los funcionarios llevaban a las multitudes de niños de regreso a Inglaterra. Los mejores estaban acostados y lloraban en sus cochecitos, los peores tropezaban por todas partes y estaban mareados. Estos últimos aparecían en el comedor para tomar el desayuno y el almuerzo y sus madres insistían en que comieran. Había un momento terrible hacia las seis, cuando los músicos bajaban de primera clase para tocarnos a Gilbert y Sullivan en el salón. Esta visita coincidía exactamente con el baño de los niños mayores. La combinación de jabón y agua salada es una de las cosas más repugnantes de la travesía marítima y los vigorosos vástagos del sahib y la memsahib expresaban su protesta a gritos, hasta que las vigas de acero y los tabiques de tablas machihembradas resonaban y vibraban. Ni arriba ni abajo había lugar alguno para un hombre que valora el silencio.

Dejando de lado el amontonamiento, la segunda clase del Ranchi era, tal como habían dicho, mucho mejor que la primera clase de muchos barcos. Los camarotes eran cómodos, la comida sin pretensiones y saludable, y sólo tenías que aguantar a la orquesta una hora al día. Los demás pasajeros eran en su mayoría militares de permiso o esposas de militares, mezclados con unos pocos criados de los pasajeros de primera clase, clérigos y tres o cuatro monjas. Los sirvientes vistieron pulcros trajes azules mientras duró la travesía, pero los soldados hacían gala de un interesante esnobismo. Durante el día, aunque estaban bien afeitados y se habían peinado con esmero, cultivaban una extrema libertad en su indumentaria y llevaban pantalones cortos de color caqui, camisas de tenis desabrochadas y desvaídas chaquetas cruzadas de cricket. Sin embargo, a la hora de cenar todos se presentaban con esmoquin y camisas de cuello duro. Uno de ellos me dijo que el motivo de que viajara en segunda clase era que así no tenía que preocuparse por la ropa, pero debía poner el límite en alguna parte. Al otro lado de la barrera veíamos a los pasajeros de primera clase elegantemente vestidos con trajes de franela blanca y abigarrados zapatos marrones y blancos. Entre ellos había un joven que me conocía y que se apresuraba a regresar para competir por un escaño conservador en las elecciones generales. Una y otra vez se asomaba por encima de la barandilla para tomar cócteles conmigo y hablarme de las encantadoras muchachas de primera clase con las que bailaba y jugaba a los tejos. Me costó un dineral en cócteles. Con frecuencia me instaba a que subiera para ver a las encantadoras chicas y tomar cócteles con ellas. «Mi querido amigo —solía decirme—, nadie se atreverá a decir nada mientras estés conmigo. Si lo hicieran lo arreglaría en seguida hablando con el capitán». Pero yo no me movía de mi propio bar. Más adelante ese joven, empeñado en tener mucho éxito con las chicas de primera clase, se subió a uno de los pescantes en la cubierta de botes. Alguien avisó al capitán y éste le dio un fuerte rapapolvo. En los barcos de la P. & O. hay un considerable espíritu de escuela pública inglesa. Creo que las cosas le fueron muy mal en las elecciones, pues el voto conservador, que ya era escaso, quedó reducido a su mínima expresión.

A la tercera mañana, poco antes del almuerzo, avistamos Malta. Hubo cierto retraso para desembarcar, porque uno de los pasajeros había contraído la varicela. Sólo éramos dos los pasajeros que desembarcábamos y tuvimos que ir a ver al oficial médico en el salón de primera clase. Este hombre tuvo unas dificultades infinitas para pronunciar mi nombre y quiso saber dónde iba a alojarme en Malta. Sólo le dije que aún no había decidido cuál de los dos hoteles elegiría.

—Decídase ahora —me apremió—. Tengo que llenar este formulario.

Respondí que no lo haría hasta que hubiera visto a los directores.

—Los dos son buenos hoteles, ¿qué más da uno que otro? —replicó.

—Quiero que me salga gratis —le dije.

El oficial médico me consideró un personaje muy sospechoso y me dijo que, bajo pena de prisión, debía presentarme diariamente en el Ministerio de Sanidad durante mi estancia en La Valletta. Si no lo hacía así, la policía daría conmigo y me obligaría a presentarme. Le dije que iría y él me dio el formulario de cuarentena. Aquella misma noche perdí el documento, no me acerqué al Ministerio de Sanidad y no supe nada más del asunto.

Fuimos a tierra en una barcaza y desembarcamos en la aduana. Allí me abordaron dos jóvenes, ambos de baja estatura, morenos y vivaces, cada uno con una gorra de visera y un reluciente traje inglés. En la gorra de uno figuraba la inscripción «Hotel Osborne» y en la del otro «Hotel de Gran Bretaña». Cada uno llevaba en la mano la carta que yo había escrito por duplicado, solicitando alojamiento. Cada uno tomó posesión de una parte de mi equipaje y me dio una tarjeta. Una de las tarjetas decía:

HOTEL OSBORNE

Strada Mezzodi

Todas las comodidades modernas.

Agua caliente.

Luz eléctrica.

Excelente cocina.

Frecuentado por Su Serena Alteza el príncipe

Louis de Battenberg

y el duque de Bronte.

En la otra tarjeta leí:

HOTEL DE GRAN BRETAÑA

Strada Mezzodi

Todas las comodidades modernas.

Agua caliente y fría.

Luz eléctrica.

Cocina incomparable.

Instalaciones sanitarias.

El único hotel con dirección inglesa.

(Uno habría dicho que sería mejor ocultar ese último hecho que anunciarlo.)

En El Cairo me habían informado de que el Gran Bretaña era el mejor de los dos, por lo que pedí a su representante que se hiciera cargo de mi equipaje. El mozo del Osborne agitó mi carta con un gesto petulante ante mi cara.

—Una falsificación —le expliqué, asombrado de mi propia doblez—. Me temo que han sido ustedes engañados por una evidente falsificación.

El mozo del Gran Bretaña alquiló dos pequeños coches de caballos, me condujo a uno y él se sentó con el equipaje en el otro. Tenía un dosel bajo y guarnecido con flecos por encima de la cabeza, así que me resultaba imposible ver gran cosa. Reparé en que iniciábamos una ascensión larga y escarpada, y que doblábamos muchas esquinas. En algunas de ellas tuve un atisbo de un santuario barroco, en otras un repentino panorama a vista de pájaro del Gran Puerto, lleno de barcos y con las fortificaciones más allá. Subimos, viramos y proseguimos a lo largo de una ancha calle con tiendas y portales de aspecto importante. Pasamos ante grupos de mujeres maltesas feísimas, tocadas con un sorprendente sombrero negro que era mitad vela y mitad paraguas, que es el último legado a la isla de aquellos caballeros de San Juan con tendencias conventuales. Entonces bajamos por una estrecha calle y nos detuvimos ante el pequeño porche de hierro y vidrio del hotel de Gran Bretaña. Un pasillo oscuro nos dio acceso al penumbroso saloncito, amueblado como el salón de un bar inglés, con sillones de cuero artificial, cuencos de aspidistra sobre pies de roble sometido a vapor de amoníaco para oscurecerlo y darle un aspecto añejo, mesas con superficie metálica y otras recubiertas de felpa, objetos de latón de Benarés, fotografías enmarcadas y ceniceros que tenían grabadas varias marcas registradas de whisky y ginebra. Era una casa antigua, aunque no pude determinar su antigüedad, pero desde luego no era posterior a la segunda mitad del siglo XVIII, y la construcción parecía reñida con la combinación decorativa. Que no se me interprete mal: no se parecía ni remotamente a un hotel anticuado en un pueblo inglés que es el mercado de la comarca. Era la plasmación en la realidad de la imagen que siempre he tenido en mi mente de los interiores de los hoteles que dan a la estación de Paddington, con nombres tan imponentes como Bristol, Clarendon, Empire, etcétera, y que anuncian «cama y desayuno por cinco chelines». Me sentía decepcionado cuando saludé al patrón en el sombrío salón y la decepción fue en aumento mientras subíamos, un piso tras otro, hasta mi habitación. Sin embargo, lo peor de todo se redujo a esa primera impresión, y creo cumplir honorablemente con mi deber hacia el propietario advirtiendo de ello a los lectores y exhortándoles a no desalentarse, pues puedo asegurar con conocimiento de causa que el Gran Bretaña es, en efecto, el mejor hotel de la isla, donde no hay hoteles de lujo. Más adelante visité el Osborne y tuve la sensación de que había obrado con más acierto que Su Serena Alteza el príncipe Louis de Battenberg y el duque de Bronte. La comida era buena en el Gran Bretaña, había una gran variedad de vinos y licores, los lavabos y baños eran del todo adecuados y el personal de servicio especialmente complaciente y simpático. Como ejemplo de buen servicio citaré que una noche en que estaba cansado y tenía cosas que hacer, decidí cenar en la habitación. Como he indicado, en el Mena House, donde había gran número de servidores y ascensor, traían la cena de una sola vez y la dejaban ante la puerta. En el Gran Bretaña un valet de chambre, jadeante pero con una sonrisa en los labios, subía tres tramos de escalera para traer cada plato.

Antes de que me marchara, el propietario del hotel me preguntó, con bastante recelo, qué me proponía decir de él. Respondí que le recomendaría a los lectores de mi libro.

El hombre me dijo que habían tenido otro escritor a quien él invitó a alojarse, que escribía para una publicación llamada Town and Country Life y que había escrito algo muy bonito sobre el Gran Bretaña. Habían hecho una reimpresión del artículo para distribuirlo. El empresario me dio un ejemplar, y dijo que era la clase de artículo que beneficia a un establecimiento. Confiaba en que mi texto se le asemejara tanto como me fuese posible. Era un artículo curioso. Empezaba así: «El bello y denso follaje, los cielos exóticos y las magníficas aguas azules, la abundancia de sol que anuncia salud y felicidad y las instalaciones para disfrutar de los deportes al aire libre, durante todo el año, son algunas de las razones que han dado tanta popularidad a Malta. Un paisaje y unas gentes pintorescos completan un conjunto de atractivos tan fascinante como los que podría desear la persona más hastiada de todo». Una columna entera del artículo proseguía en estos términos, con el mismo exceso de puntuación. La columna siguiente contenía un breve examen de la historia maltesa y una descripción de los principales lugares de interés, y entonces el articulista se centraba en el hotel de Gran Bretaña: «No se ha reparado en gastos para que sus salones sean lo más confortables posible… La dirección se enorgullece de que sus comidas, por la excelencia de los alimentos y la manera de cocinarlos y servirlos, iguala a las servidas en los restaurantes y hostales londinenses… Se pone especial cuidado en que todas las camas ofrezcan la máxima comodidad y sólo se usan los mejores materiales…». Y así a lo largo de una columna y media. El texto terminaba con esta frase: «Todos los lujos de la civilización moderna se han incorporado a la construcción y organización del hotel de Gran Bretaña en La Valletta, Malta, donde el visitante gozará de los placeres de una estancia saludable y feliz entre los encantos de un palacio moderno que se alza en el incomparable marco natural que forman el mar y la vegetación, con un entorno soleado y cálido durante todo el año».

Mi gratitud no será inferior. Mi agradecimiento, aunque expresado en forma más moderada, no es menos sincero. Permítaseme decir de nuevo que el Gran Bretaña no está tan bien situado para los jugadores de golf como el Gleneagles, que bañarse es más cómodo si uno se aloja en el Normandie, que para ir de compras es más conveniente el Crillon, el Russie está situado en una plaza más bonita, uno se encuentra con una compañía más divertida en el Cavendish, puede bailar mejor en el Berkeley, dormir mejor en el Mena y comer mejor en el Ritz, pero el hotel de Gran Bretaña, de La Valletta, Malta, es el mejor de la isla. Creo que hacer más comparaciones sería confundir las cosas.

Malta era muy diferente a como la había imaginado. Esperaba que fuese mucho más británica y que estuviera mucho más animada. Esperaba muchas astas de bandera blancas, quioscos de música, calles muy limpias, esposas de oficiales con terriers, edificios encalados y con terraza, cañoncitos de bronce y torres vigía con escaleras metálicas de caracol. No había establecido ninguna asociación mental entre una base naval y la arquitectura barroca y, sin pensarlo demasiado, había supuesto que los marineros disponían de un número ilimitado de niñeras inglesas con las que pasear por la avenida paralela a la playa y a las que llevar al cine. Resultaba curioso verlos pavonearse por las callejas en pendiente con prostitutas que hablaban una mezcla de árabe e italiano. Esperaba encontrar un protestantismo reservado y estricto en la celebración del día de descanso, una iglesia inglesa llena de lápidas conmemorativas recientes y uno o dos capellanes con raquetas de tenis. Sin embargo, descubrí al pueblo más ardientemente católico de Europa, un lugar donde la Iglesia posee la tercera parte del suelo, donde monjes, monjas, sacerdotes, novicios, prelados y procesiones religiosas aparecen en filas apretadas en cada esquina. Me atrevería a decir que las cosas son diferentes cuando la flota está anclada. Mientras estuve allí, en el puerto no había más que un submarino, un transporte de objetivos para prácticas artilleras y los habituales barcos mercantes. En tales circunstancias, el lugar me pareció mucho menos británico que Port Said. Es cierto que presencié un partido de cricket, que Gieves tiene una tienda en la Strada Mezzodi, que en la aduana y la estación de ferrocarril hay unos avisos con las direcciones de los secretarios locales de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales y la Mutualidad de Muchachas, que se utiliza la moneda inglesa, que los cafés chantants se denominan music-halls y que en lugar de cafés hay pubs con una hilera de palancas detrás de la barra y camareras que llenan jarras de amarga cerveza de barril que tiene un sabor metálico, pero a pesar de todo esto la ocupación británica tenía un aire de superficialidad. Al fin y al cabo, sólo llevábamos allí poco más de cien años, y en su día no fuimos como colonos entre salvajes, sino como los mandatarios de un puesto avanzado de la alta cultura europea. Pero si la influencia inglesa ha sido trivial y no ha alterado el carácter esencialmente mediterráneo de la isla, la ocupación por parte de una potencia naval de primer orden ha constituido el medio para conservar casi la totalidad de su encanto. En el siglo XIX Malta podría haber sido tan fácilmente neutralizada e internacionalizada o, peor todavía, podrían haber reconstituido la Orden de San Juan, una arcaica organización religiosa, y la isla habría tenido una autonomía artificial, con un «tipismo superviviente» cuidadosamente cultivado. Por supuesto, nada podría eliminar su importancia como puerto marítimo y estación carbonera, pero las tres encantadoras poblaciones del Gran Puerto, La Valletta, Senglea y Vittoriosa, podrían haber sido fácilmente presa de los acuarelistas. Poseen todos los ingredientes del pintoresquismo: edificios antiguos, fortificaciones, calles estrechas y empinadas, trajes nacionales, festividades religiosas locales y una historia desmedidamente romántica. El clima se habría revelado mucho más favorable para los estetas retirados que el de la Riviera. Sólo el instinto codicioso de la diplomacia británica del siglo XIX salvó a Malta de convertirse en algo que resulta insoportable imaginar, una isla de pesadilla que habría combinado y resumido todas las características insufribles de Capri, Rye y Carcassonne. La ocupación por parte de la Armada británica ha impedido todo eso: no se ha permitido que las fortificaciones se desmoronasen y llenaran de musgo, las han mantenido en buen orden, con guarnición, y, siempre que ha sido conveniente, han sido modificadas de una manera implacable; han abierto carreteras a través de ellas y cegado los fosos. Nada, con excepción del museo en el Auberge d’Italie, ha sido convertido en un centro turístico. Aquí todo tiene un objetivo razonablemente práctico. En el palacio del gran maestre se aloja el gobernador, los monjes están en los monasterios, los infantes de marina y los oficiales viven en las casas principales, hay una comisaría de policía en el hospital de los Caballeros y en el tejado del Auberge de Castille se alza un moderno sistema de transmisión de señales.

Pasé muy poco tiempo en Malta y espero con ilusión una oportunidad para volver a visitarla. Dediqué la mayor parte de los días que estuve allí a explorar La Valletta, con la ayuda de un librito titulado Paseos por Malta, de F. Weston, que compré por dos chelines en Critien, una gran librería y papelería. Al principio me pareció un libro bastante confuso, hasta que me acostumbré al método del autor. Entonces le tomé cariño, no sólo por la variedad de la información que proporcionaba, sino también por el divertido juego de boy scouts en que convertía la actividad de visitar los lugares de interés. «Al girar bruscamente a la izquierda, encontrará…». El señor Weston pone un prefacio a sus comentarios y sigue un registro minucioso de observaciones detalladas. En cierta ocasión, cuando llevaba ese libro, llegué al muelle de Senglea, confundí ese pueblo con Vittoriosa y paseé durante un rato por la población errónea, empeñado en seguir las pistas falsas e identificando «ventanas con primorosas molduras antiguas», «blasones parcialmente mutilados», «interesantes balaustradas de hierro», etcétera durante casi cuatrocientos metros, hasta que una catedral cuya inexistencia era evidente me hizo comprender de repente mi error.

La Valletta se encuentra en una península elevada entre dos profundas ensenadas que forman los puertos naturales de Marsamuscetto y el Gran Puerto. El lado sureste de este último presenta tres calas más pequeñas y estrechas de las que surgen, en ángulo recto con respecto a La Valletta, las dos penínsulas en las que se levantan las poblaciones de Vittoriosa y Senglea. La orilla noroeste del puerto de Marsamuscetto también tiene calas que forman dos penínsulas, en las que se alzan los fuertes de Tigné y Manoel. El fuerte de San Elmo se encuentra en el cabo de La Valletta y el fuerte San Angelo en Vittoriosa. Así pues, cuando uno pasea por los elevados parajes de La Valletta y sus caballeros, como se llama a los terraplenes para colocar los cañones, tiene ante sí un magnífico panorama marino, con los barcos, la alta y dentada línea costera y las fortificaciones, mientras que detrás vuelven a alzarse las colinas del interior.

Un transbordador va y viene con regularidad entre las tres poblaciones. En Senglea hay muy poco que ver, excepto el panorama de las otras dos localidades y una deliciosa torre de observación del siglo XVI, con unos enormes ojos y orejas tallados en la piedra. Vittoriosa tiene una bonita calle mayor con muchos ejemplos de la arquitectura normanda aquí y allá, entre las casas, un gran convento donde se guarda uno de los eslabones de las cadenas con las que ataron a san Lorenzo a la parrilla, un palacio episcopal, un palacio del inquisidor y una buena iglesia renacentista, pero lo más interesante es la disposición de las calles con relación a las fortificaciones. Vittoriosa es mucho más antigua que La Valletta y la planificaron en los tiempos de los arcos y las flechas. Por esta razón, las calles que se extienden desde la muralla hacia el centro de la población no ofrecen a los asaltantes ninguna oportunidad de una sola carga victoriosa, salvo torcer atrás y adelante en ángulos rectos, cada uno de los giros a tiro de flecha del anterior, de manera que los defensores en retirada puedan lanzar una andanada de flechas y ponerse de inmediato a cubierto, cargar de nuevo, aguardar a que aparezca el enemigo, disparar y volver a cubrirse. (Todo esto me lo explicó el señor Weston.)

La Valletta se construyó de manera que pudiese resistir el bombardeo con armas de fuego y es un modelo de la ingeniería militar del siglo XVII. Cabe imaginar que incluso hoy sería del todo inexpugnable para la infantería, a menos que primero la hubieran bombardeado hasta arrasarla por mar o aire. Se dice que cuando Napoleón la tomó, por medio de una traición, su jefe de Estado Mayor le dijo: «Mi general, es una suerte que alguien nos abra las puertas desde dentro. Habríamos tenido grandes dificultades para entrar si la plaza hubiese estado desierta».

Resulta divertido, con la ayuda del señor Weston, averiguar la finalidad concreta de cada tramo de muralla, foso y terraplén defensivo, pero los principales intereses de La Valletta son artísticos. Hasta comienzos del siglo XVIII, los caballeros de San Juan tuvieron una riqueza enorme. En el momento de su disolución prácticamente estaban en bancarrota y se habían visto obligados a deshacerse de algunos de sus tesoros. Las tropas de Napoleón se llevaron la mayor parte de lo que quedaba y lo perdieron en la bahía de Abukir, pero, a pesar de esa depredación general, lo que queda es esplendoroso.

No es fácil hacerse una idea aproximada de la magnificencia con que vivían los caballeros de la orden en los siglos XVII y XVIII, cuando incluso los marineros corrientes que estaban hospitalizados comían con cubiertos de plata. Hay que tener en cuenta que sólo en Malta, entre todos los estados cultos de Europa, se empleaba comúnmente a esclavos en las obras públicas. Prisioneros mahometanos, de cabezas rapadas y con coletas, trabajaban en las canteras y las fortificaciones, y por la noche los encerraban en una prisión para penados comunes. Los caballeros constituían una aristocracia internacional que, curiosamente, combinaba las profesiones de monje y soldado de fortuna. Uno se pregunta qué curiosos ritos de iniciación practicarían en los albergues, qué amistades y qué celos surgirían entre aquellos guerreros célibes.

Ojalá hubiera existido algún Guardi, Longhi o Canaletto maltés que nos hubiera dejado constancia de la vida en la isla. En la catedral de San Juan, la iglesia conventual de la orden, es donde uno se hace una idea de su esplendor original. El atractivo del edificio no es absoluto: su exterior es austero y casi pobre y en el interior no hay un solo lugar sin una abigarrada decoración donde pueda descansar la vista. Los frescos que cubren la bóveda de cañón, una serie de composiciones barrocas exquisitas y vigorosas, son de Mattia Preti, cuya obra era una novedad para mí en aquel momento, aunque desde entonces he visto su nombre citado en repetidas ocasiones. Este artista abordó audazmente el problema planteado por la curvatura de la superficie, y creó prodigios de perspectiva, reforzando sus efectos mediante la pintura de falsas sombras a través de las molduras entre las crujías. Su obra es abundante en Malta, pero la que cubre el techo de San Juan es con mucho la más espléndida y mejor conservada.

El escultor Gafa es otro artista del que no había oído hablar hasta entonces. Que yo sepa, no existen obras suyas fuera de la isla. Vi una encantadora y afeminada cabeza de san Juan pintada por él y un magnífico grupo marmóreo del bautismo de Nuestro Señor. Murió antes de que hubiera podido terminar esa obra, cuyos toques finales correspondieron a Bernini, quien estaba encargado del altar mayor. En la iglesia hay también un buen Caravaggio, que el sacristán señala como perteneciente a Miguel Ángel.

El suelo está totalmente cubierto por las losas sepulcrales de los caballeros más augustos. Hay más de cuatrocientas, de estilo rococó, con motivos heráldicos y en muchos casos con tenantes en forma de esqueletos. Alrededor de la iglesia están las capillas de los distintos lenguajes, como llaman a las divisiones provinciales de la orden, en general con primorosos altares y baldaquines de mármol. No hay un solo fragmento de simple piedra en todo el templo. Las partes de la pared no recubiertas de mármol están talladas en altorrelieve, con unos paneles decorativos bastante tediosos que producen un efecto de papel pintado en las paredes de una pensión. Las puertas de la capilla del lenguaje de Auvernia son de plata maciza, así como la mampara del altar, y se libraron del saqueo napoleónico gracias a que estaban pintadas de negro y las tomaron por hierro. Entre otros tesoros, la catedral posee un fragmento de la verdadera Cruz, una espina de la corona de espinas de Cristo y algunos de los mejores tapices de Europa, que sólo se exhiben unos pocos días al año. Por desgracia, no coincidieron con los de mi visita.

Otro lugar de interés al que no tuve acceso fue la capilla dominicana de los Huesos, en el extremo de la ciudad. Al parecer, unos guardiamarinas habían jugado a los bolos con los cráneos, por lo que habían cerrado el edificio incluso a los visitantes más responsables. Me dijeron que era posible obtener permiso para visitarlo, pero me daba vergüenza pedirlo, pues no tenía ningún motivo para ir allí aparte de la simple curiosidad.

Descubrí por mi cuenta dos interesantes barrios de Malta. Uno era el distrito en el extremo de la Strada Reale, bajo el castillo de San Elmo, lugar de recreo de los marineros. Había allí muchos pubes, con las fachadas de vivos colores y cafés chantants. Como la flota estaba ausente, reinaba una gran quietud, pero creo que valiera la pena hacer otra visita cuando estuviera más animado.

En cuanto al otro lugar, se diría que es el barrio bajo más concentrado y excesivo del mundo. Se llama Manderaggio y está en una enorme depresión abierta en el extremo noroeste de la ciudad, con el objetivo inicial de crear una ensenada artificial cercada de tierra para la protección y reparación de pequeñas embarcaciones, pero la obra se abandonó antes de que alcanzara el nivel del mar y en ese cráter los más pobres de la población han establecido sus hogares durante los últimos tres siglos. Se accede al barrio desde el extremo oeste de la Strada San Giovanni, por una escalera de piedra y un arco bajo que recuerda uno de los arcos Adelphi de Londres. Hasta hace pocos años era un lugar donde la policía era incapaz de ofrecer protección. Desde entonces han erradicado a los delincuentes más agresivos y es más o menos tan seguro como el vieux port de Marsella. Sin embargo, es aconsejable ir acompañado, pues ninguno de los habitantes del barrio habla una sola palabra de ninguna lengua europea y el laberinto de las calles es tan intrincado que sólo aquellos cuyas familias han habitado ahí durante generaciones pueden orientarse. Ni una sola calle del Manderaggio es accesible al tránsito rodado y en su mayor parte son estrechos pasajes por los que apenas pueden pasar dos personas sin rozarse. Muchos de ellos no son más que túneles y tramos de escaleras sobre los que se alzan las casas. La mitad son callejones sin salida a cuyo extremo cerrado se llega tras una serie infinita de desvíos, curvas cerradas y escarpadas pendientes. Las casas están literalmente amontonadas unas sobre otras, y densamente pobladas, algunas de ellas son cuevas abiertas en la superficie del acantilado, otras están encaramadas en contrafuertes a una altura de treinta metros; las hay en sótanos a los que se llega por unos escalones desde el nivel del arroyo. Ni que decir tiene que la suciedad y el olor son abrumadores. Como sucede con la mayor parte de los barrios bajos, la población se compone solamente de las personas más ancianas y las muy jóvenes. Supongo que todos los hombres activos están abajo, en el puerto. No intenté visitar el lugar por la noche, cuando supongo que comienza la verdadera vida del Manderaggio. Me propongo hacer otra excursión menos solitaria a ese barrio y al de los marineros.

Un día fui tierra adentro en un ferrocarril absurdo, a Notabile o Citta Vecchia, la antigua capital de la isla. Allí vi numerosos edificios antiguos, muchos de ellos de construcción normanda, tres iglesias, una catedral que contenía un retrato de la Virgen pintado por San Lucas y una buena placa de Della Robbia, una villa romana de lo más aburrido, con un bien conservado mosaico, un hospital de tísicos, la cueva donde san Pablo se alojó durante su visita a Publio (aunque eso parece cualquier cosa menos un alojamiento digno de tal nombre) y una catacumba con una gran cantidad de frescos bizantinos muy deteriorados de los que el encargado dijo que eran fenicios, término usado por los arqueólogos malteses para referirse a cualquier obra anterior a la ocupación normanda.

Entonces voy a informarme a las oficinas de las navieras, a fin de conseguir pasaje desde Malta en cualquier dirección, y me dijeron que eso pocas veces se podía garantizar, sobre todo en plena temporada. Siempre daban preferencia a los pasajeros que reservaban pasaje para una larga travesía. No tenía más remedio que probar fortuna. Me estaba impacientando un poco la actitud del propietario del hotel de Gran Bretaña, quien en los dos últimos días había contraído el hábito de salir de su despacho cada vez que me sentaba a tomar una copa, para decirme: «Hombre, ¿qué tal? ¿Cómo va ese libro? No parece que vea usted gran cosa de la isla». Y entonces añadía en tono alentador: «Claro que no podría ver ni la mitad aunque se pasara aquí la vida entera, no podría, no». Empezaba a experimentar cierta comezón claustrofóbica, algo que me sucede siempre en las islas pequeñas y un día, con semejante estado de ánimo y cuando aún no había transcurrido una semana desde mi llegada, me incliné sobre el terraplén de las fortificaciones llamado de San Jaime y contemplé el Gran Puerto. Entonces vi allá abajo, entre los pesqueros, los barcos de carga, las lanchas oficiales y las barcazas inclasificables, un deslumbrante buque que acababa de atracar, una motonave grande y blanca, construida como un yate, con cubiertas anchas y limpias y una sola chimenea amarilla. Bajé en el funicular hasta la aduana y examiné el barco desde el muelle. Era el Stella Polaris, en su segundo crucero desde que lo abandoné en Port Said. Mientras lo contemplaba, la lancha motora se separó de su costado y navegó hacia el muelle, la bandera con la cruz noruega ondeando en la popa. Desembarcaron otros tres o cuatro pasajeros, con cámaras y viseras contra el sol. Les acompañaba el sobrecargo, a quien saludé y pregunté adónde se dirigían. Él me dijo que a Constantinopla, Atenas, Venecia y la costa dálmata. ¿Tenían una plaza libre? Respondió que sí. El Stella no zarparía hasta la tarde siguiente, pero en menos de una hora me había despedido del Gran Bretaña, había pagado la cuenta de las bebidas, dado propina a los amables e incansables servidores, asegurado al propietario que haría la más calurosa recomendación de su establecimiento al público británico y trasladado mi equipaje al puerto. Aquella tarde deshice el equipaje, envié un gran montón de ropa a la lavandería, doblé y colgué mis trajes, puse en orden la masa de papeles que había acumulado, notas, fotografías, cartas, guías, circulares y bocetos, capturé y maté dos pulgas que había atrapado en Manderaggio y subí a cubierta, muy satisfecho, para reanudar mi familiaridad con el camarero del bar de cubierta.