Cuatro

Poco antes de Pascua los médicos declararon que Juliet estaba en condiciones de moverse, por lo que hicimos el equipaje y nos trasladamos de Port Said a El Cairo. Antes de partir nos despedimos de las diversas personas con las que habíamos trabado amistad. No fue una despedida moderna e informal, sino una sucesión de visitas muy formales de casa en casa y reparto de tarjetas de visita con las iniciales «p.p.c.»[4] escritas en un ángulo. De vez en cuando había oído en Port Said comentarios mordaces sobre personas que descuidaban tales muestras de cortesía.

Durante el viaje no sucedió nada digno de mención, excepto para Juliet, quien no estaba acostumbrada a la forma en que actuaban los mozos de cuerda egipcios. Estos se arrojaban sobre tu equipaje como escolares de Westminster sobre su panqueca de martes de carnaval, con la diferencia de que su propósito era el de llevarse la pieza más pequeña posible: el mejor luchador salía felizmente de la contienda con un legajo de periódicos, una manta, una almohada neumática o un maletín, mientras que los menos afortunados compartían los baúles y las maletas. Así pues, seis o siete hombres llevan tu equipaje y todos ellos vociferan pidiendo propinas cuando por fin lo han introducido en el tren o el taxi. Juliet se sobresaltó al ver que su marido y yo defendíamos nuestras posesiones de los ataques con el paraguas y el bastón. Cuando frenamos así el primer asalto y nuestros atacantes comprendieron que no éramos unos bisoños que acababan de desembarcar, pudimos distribuir el equipaje entre dos de ellos y nos pusimos en camino con dignidad.

Habíamos reservado habitaciones en Mena House, porque el aire del desierto y cierto grado de lujo eran esenciales para el restablecimiento de Juliet. Es uno de los principales hoteles de Egipto que más se aproxima a la justificación de sus elevadas tarifas. Shepheard’s, Mena, el Semiramis, el Continental, el Gran Hotel de Heliópolis, el Palace de Luxor y uno o dos más son todos ellos propiedad de la misma empresa. La mayor parte cierra en verano, y la empresa tiene el objetivo de amasar en los cuatro meses de la temporada alta egipcia los beneficios que lugares de clima más uniforme distribuyen a lo largo del año. El hotel Mena me parece con mucho el mejor de todos. Se encuentra en las afueras de la ciudad, más allá de Gizeh, inmediatamente debajo de la Gran Pirámide. La carretera que conduce a ese establecimiento es ideal para las carreras de automóviles, y cada vez que uno pasa por ahí suele haber uno o más coches accidentados en el arcén, pues los egipcios, en particular los más acomodados, son imprudentes con la maquinaria. Vimos dos casos al pasar con Juliet, uno como a doscientos metros de la carretera, en un campo de pepinos, y había dos fellahin que lo contemplaban con desconfianza. Hay tranvías que cubren el trayecto hasta las pirámides, pero están atestados de gente, son lentos y los europeos y norteamericanos los usan muy poco. En la terminal de tranvías hay una multitud de trujamanes, gran número de camellos y mulos en alquiler, un café propiedad de unos griegos, una tienda de postales, un estudio fotográfico, una tienda de objetos curiosos especializada en representaciones de escarabajos y el hotel Mena House, que es un gran edificio de estilo pseudoriental, rodeado por un jardín de grandes proporciones y muy bonito. Cuando uno paga más de lo que puede permitirse, tiende a exagerar las críticas. Me pareció que el Mena carecía de la mayor parte de las cosas que distinguen a un hotel de primera clase de uno de segunda: las comidas eran pretenciosas y mediocres, nunca había suficientes plumas en las salas de escribir; quise otra mesa en mi habitación y tuve que hacer tres solicitudes antes de que la trajeran, Juliet cenaba en la cama y, en vez de traerle cada plato por separado, dejaban una bandeja ante su puerta, de modo que la comida se enfriaba; se equivocaron al hacerme la factura y el personal de la oficina recibió la corrección desagradecidamente; había demasiados servidores en el salón y no los suficientes para las habitaciones… Podría continuar esta serie de quejas plenamente justificadas, pero creo que aburriría al lector. Rezongamos mucho durante nuestra estancia allí, pero lo cierto es que lo pasamos muy bien, y las desventajas que he detallado tenían la compensación de un entorno muy bello. En tres de los lados el desierto empezaba inmediatamente al pie del muro del jardín y se extendía hasta el horizonte en una ola tras otra de arena, fragmentadas durante el día por efluvios y manchas iridiscentes. Las pirámides estaban a cuatrocientos metros, impresionantes por su volumen y su reputación. Vivir al lado de unos monumentos tan famosos me producía una sensación extraña. Era como estar en un restaurante con el príncipe de Gales en la mesa vecina, uno fingía no darse cuenta, mientras no dejaba de mirar furtivamente para ver si seguían allí. La lozanía de los jardines era exagerada, una masa de verdes y violetas chillones. El edificio estaba rodeado de parterres, rebosantes de flores de vivos colores, como pisapapeles victorianos. En la parte trasera, y más allá, se extendían largos paseos bordeados de arroyos por los que corría el agua, entre huertas y árboles floridos cuyo aroma era casi abrumador. Había altos setos de cactus, una pequeña pajarera octogonal e innumerables jardineros con batas blancas, los cuales, cada vez que pasaba un visitante, interrumpían su trabajo, se levantaban, le saludaban con una inclinación de cabeza y le ofrecían una flor. Había un establo con buenos caballos de alquiler, además de camellos y carritos tirados por asnos. Había pistas de tenis, mesas de billar, piscina, campo de golf (entre otros atractivos, una capilla protestante inglesa y un capellán) y, sobre todo, las noches eran absolutamente silenciosas, algo que uno no puede encontrar en ninguna parte de El Cairo.

También había mucha actividad, sobre todo los fines de semana. Los residentes eran en su mayoría personas mayores y tranquilas, pero a la hora de comer y del té aparecía toda clase de gente divertida. Norteamericanos e ingleses del norte que hacían giras de lujo dirigidas personalmente, australianos con pantalones de montar, salacots y matamoscas, oficiales egipcios muy elegantes, que conducían automóviles de vivos colores y a los que acompañaban asombrosas cortesanas. Una de ellas, con un vestido verde brillante, tenía un mono al que sujetaba con una cadena dorada. Mientras ella tomaba el té en la terraza, el simio, que lucía un collar con pedrería, se espulgaba la grupa. El lunes de Pascua celebraron lo que ellos llamaban una gincana, lo cual significaba que aquella tarde subían todos los precios. Aparte de esto no tuvo un gran éxito. Hubo una carrera de camellos para caballeros, y la ganó con facilidad un sargento inglés que sabía montar, una carrera de camellos para damas, a la que no se presentaron competidoras, una carrera de asnos para damas, ganada por una ruidosa muchacha inglesa de diecisiete años, una carrera de asnos para caballeros que no tuvo participantes, una carrera de camellos para árabes, cuyo resultado había sido convenido de antemano, y una carrera de asnos para árabes que terminó con un feroz altercado e intercambio de golpes. Había un turista inglés que intentaba escribir un libro. Estaba subido a una silla y era muy chistoso, pero sus apuestas eran tan bajas que nadie las aceptaba. Una señora de categoría que se alojaba en el hotel entregaba los premios: dinero para los chicos que cuidaban de camellos y asnos y atroces obras de arte egipcio para los europeos. Otra noche hubo baile, pero la asistencia también fue escasa, pues coincidió con una recepción en la Residencia y nadie deseaba anunciar que no había sido invitado.

Nadar y montar en camello eran las dos principales diversiones que teníamos Geoffrey y yo. Casi todos los días dedicábamos un par de horas a montar, trazando un ancho círculo a través del pueblo árabe y por la antigua senda que discurría junto a la Esfinge y las pirámides más pequeñas. Es una manera encantadora de desplazarse, pues combina una total seguridad con una emocionante sensación de altura. Una mordedura de camello conduce casi siempre a la peor clase de envenenamiento de la sangre y, al principio, cuando nuestras monturas volvieron las cabezas y sus largos y verdosos dientes parecieron a punto de mordernos las rodillas, nos alarmamos un poco, pero no tardamos en aprender a sentarnos con las piernas cruzadas a la correcta manera árabe y a guiar al camello con la única rienda de cáñamo, mientras los camelleros correteaban detrás y los golpeaban con un bastón. Para complacer a sus clientes los muchachos habían puesto a los animales nombres norteamericanos, Yankydoodle, Hitchycoo, Red-Hot Momma, etcétera. Estaban muy deseosos de complacernos de todas las maneras posibles, e incluso nos tomaron las manos y, por las líneas de las palmas, nos predijeron a los dos una riqueza, longevidad y fecundidad ilimitadas.

Un aspecto interesante de la organización comercial egipcia era el de que un guía contratado en el exterior del hotel costaba ocho piastras por hora, mientras que si se le contrataba por medio del conserje costaba veinticinco piastras. Geoffrey, Juliet y yo visitamos los monumentos antiguos del lugar con un anciano y amable beduino llamado Salomón, pero la mayor parte de los objetos interesantes han sido trasladados al museo de El Cairo, pues esos lugares fueron excavados antes de que se iniciara la tendencia moderna a dejar las reliquias in situ. Las pirámides son menos impresionantes cuando se ven de cerca. Son hermosas vistas desde el parapeto de la ciudadela de El Cairo, desde donde se abarcan los cinco grupos de pirámides que se alzan en el nítido borde del valle del Nilo, pero, cuando uno se acerca, observa que de la superficie original sólo se conservan algunos fragmentos, y ahora el conjunto da la impresión de unos enormes montones de piedras en lugar de edificios. La Esfinge es una composición mal proporcionada, cuyo atractivo estético es insignificante, y su valor dramático ha disminuido considerablemente desde que desenterraron su base. Las mutilaciones de la cara le dan cierto interés. Si uno tropezara de improviso con ella en una región inexplorada, estaría justificado que mostrara un ligero entusiasmo, pero como escultura no está en modo alguno a la altura de su fama. Algunos clientes del hotel fueron a verla a la luz de la luna y regresaron muy serios y pasmados, lo cual sólo demuestra el efecto hipnotizante de la publicidad. La Esfinge es tan inescrutable y enigmática como el señor Aleister Crowley.

Un viernes Salomón vino a decirnos que en el barrio tenían lugar unas danzas religiosas y nos preguntó si queríamos ir a verlas. A Juliet no le apetecía ir, por lo que Geoffrey se quedó con ella y yo fui allá en compañía de Salomón. Nos dirigimos en camello al extremo de la meseta en la que se alzan las pirámides y entonces bajamos a una oquedad arenosa donde estaban las entradas de varias tumbas. Allí dejamos los camellos a cargo de un chiquillo y entramos en uno de los agujeros en la ladera de la colina. La tumba ya estaba llena a medias de árabes. Era una cámara oblonga tallada en la roca y decorada en algunos lugares con jeroglíficos grabados. El público estaba de pie alrededor de las paredes y llenaba los nichos abiertos en ellas para los ataúdes. La única luz penetraba por la puerta, un haz de blanca luz diurna. En cuanto llegamos dio comienzo la danza, efectuada por hombres jóvenes bajo la dirección de un jeque. El público batió palmas rítmicamente y se unió al canto. Era una danza aburrida, como euritmia de parvulario. Los jóvenes pisoteaban el suelo arenoso, batían palmas y oscilaban lentamente a uno y otro lado. Muy pronto le indiqué a Salomón con una seña que podíamos marcharnos, e intenté salir lo más discretamente posible, a fin de no alterar aquellas desgarbadas devociones. Pero apenas había llegado a la puerta cuando la danza se detuvo y toda la compañía salió en tropel, pidiendo a gritos bakshish. Le pregunté a Salomón si no era más bien escandaloso que esperasen de un infiel que les pagara por llevar a cabo sus prácticas religiosas. Él respondió, con notable timidez, que era costumbre darle algo de propina al jeque. Pregunté quién era el jeque. «¡Jeque! ¡Yo jeque!», gritaron todos, mientras corrían golpeándose el pecho. Entonces apareció el anciano. Le di diez piastras y ellos dirigieron en seguida su atención hacia él, tirándole de la ropa y pidiendo a voces que repartiera la propina. Montamos en nuestros camellos y nos marchamos. Incluso entonces dos o tres pilluelos nos persiguieron a pie, gritando: «¡Bakshish! ¡Bakshish! ¡Yo jeque!».

Durante el trayecto de regreso le pregunté a Salomón:

—¿Era una auténtica danza religiosa?

Él fingió que no me comprendía.

—¿No le ha gustado la danza?

—¿Habrían hecho eso si usted no me hubiera llevado?

Salomón volvió a mostrarse evasivo.

—A señores ingleses y americanos gusta ver danza. Señores ingleses todos satisfechos.

—Yo no estaba satisfecho —repliqué.

Salomón suspiró y dijo: «De acuerdo», que es la respuesta árabe a todas las dificultades con los señores ingleses y americanos.

—Mejor danza otro día —añadió.

—No habrá otro día.

—De acuerdo —dijo Salomón.

Pero no les dije a Geoffrey y Juliet que se había tratado de una danza fraudulenta. Cuando les conté lo interesante que había sido, desearon haberme acompañado.

Hice otra expedición solo, a Sakkara, la enorme necrópolis río abajo, desde el Mena. Hay allí dos pirámides, una escalonada, considerablemente más antigua que la pirámide de Gizeh, y una serie de tumbas. Una de ellas, con el nombre impronunciable de mastaba de Ptahhotep, tiene una decoración exquisita en bajorrelieve. Está mal iluminada, y un guardián algo impaciente se pone a tu servicio con velas y una lámpara de magnesio. Otra cámara esculpida, todavía más bella, tiene el nombre más sencillo de mastaba de Ti. Al salir de aquella cámara me encontré con un grupo de veinte o treinta indómitos norteamericanos que habían bajado de un charabán y caminaban por la arena arrastrando los pies, guiados por un trujamán. Me coloqué detrás del grupo y los seguí al subsuelo de nuevo, esta vez a un amplio túnel subterráneo llamado el Serapeo que, según nos explicó el guía, era el lugar de enterramiento de los toros sagrados. Parece una estación del metro completamente a oscuras. Nos dieron una vela a cada uno, y nuestro guía partió en cabeza con una luz de magnesio. De todos modos, los rincones más apartados siguieron sumidos en una oscuridad impenetrable. A los lados del camino se sucedían los grandes sarcófagos de granito. Recorrimos con mucha solemnidad todo el túnel, y nuestro guía iba contando en voz alta los ataúdes. Había veinticuatro en total, cada uno tan enorme que los excavadores no encontraron el medio de extraerlos. La mayoría de los norteamericanos secundaban al guía en el recuento.

Ya sé que lo normal es que en tales ocasiones uno piense en el pasado, que evoque las calles en ruinas de Menfis e imagine la sagrada procesión que avanza por la avenida de las esfinges, llorando la muerte del toro; incluso, quizás, permitir que su fantasía invente alguna historia romántica personal sobre las vidas de esas cantoras de himnos enguirnaldadas y generalizar sabiamente acerca de la mutabilidad de los logros humanos. Pero creo que podemos dejar todo eso para Hollywood. Por mi parte, considero el espectáculo actual infinitamente estimulante. ¡Qué divertido era nuestro grupo, marchando por la oscura galería! Primero el árabe con su blanca y brillante cinta de magnesio y, detrás de él, vela en mano, como penitentes en procesión, aquella morralla de la autosuperación y la exaltación moral. Algunos habían sido blanco de los mosquitos y tenían las caras hinchadas, asimétricas; muchos padecían de llagas en los pies y caminaban renqueantes y dando traspiés; uno se mareó y le hicieron aspirar «sales», otro tosió a causa del polvo, una mujer tenía los ojos inflamados por el sol, uno llevaba un brazo en cabestrillo, lesionado por Dios sabía qué esfuerzo. Todos los miembros del grupo, de una manera u otra, habían sido magullados y reprendidos por la rompiente estruendosa de la educación. Y, sin embargo, seguían adelante. Uno, dos, tres, cuatro… veinticuatro toros muertos; no veintitrés ni veinticinco. ¿Cómo podían recordar veinticuatro? Claro, era el número de la habitación de tía Mabel en Luxor.

—¿Cómo murieron los toros? —pregunta uno de ellos.

—¿Qué ha preguntado? —interrogan los otros.

—¿Qué ha respondido el guía? —quieren saber.

—Sí, ¿cómo murieron los toros?

—¿Cuánto costó? —pregunta otro—. No se puede construir gratis un sitio así.

—Hoy no gastamos el dinero de esa manera.

—Parece mentira que hicieran ese gasto para enterrar unos toros…

Ah, damas y caballeros, ansiaba decirles, damas y caballeros queridos, parece mentira venir hasta aquí con el calor que hace, parece mentira soportar semejantes incomodidades y esfuerzos, parece mentira gastar tanto dinero para ver un agujero en la arena donde, hace tres mil años, una raza extranjera, cuyos motivos quedarán para siempre sin explicación, enterró los cadáveres de veinticuatro toros. Sin duda hacemos reír, damas y caballeros.

Pero recordé que era un intruso en el grupo y guardé silencio.

A menudo íbamos a El Cairo en el autobús del hotel y visitábamos los lugares de interés. Uno de ellos era el museo. El hecho de que el precio de entrada para ver esa colección descienda de diez piastras a sólo una al final de la temporada en la ciudad es una indicación de la actitud oficial egipcia hacia los turistas. Los egipcios jamás han tenido el menor interés por sus antigüedades; han seguido siendo una raza invasora durante los siglos de su ocupación y, o bien han tenido abandonada la civilización de sus predecesores, o la han destruido a conciencia. Cuando, en el siglo XIX, los anticuarios europeos, a su costa y a menudo corriendo un riesgo personal considerable, empezaron a excavar y preservar las obras de arte que habían sobrevivido a generaciones de depredación y deterioro, los egipcios descubrieron de repente que sus desiertos contenían tesoros del más alto valor comercial. Incluso entonces lo dejaron todo a la iniciativa privada de los eruditos franceses e ingleses. Egipto no ha producido un solo egiptólogo de primera clase y se ha contentado con la función más modesta de beneficiarse gracias a los visitantes que acudían a examinar los logros de sus compatriotas. Además, su actitud hacia los fundadores de su prosperidad es tan grosera que ni en el catálogo oficial de los descubrimientos relativos a Tutankhamón ni, por lo que pude ver, en las mismas galerías, había ninguna mención a los nombres de lord Carnarvon y el señor Howard Carter. Sin embargo, al distribuir la culpa, es justo achacar a la iniciativa comercial inglesa la gradual erosión del pequeño y encantador templo de Philae a causa de las inundaciones anuales.

Lo importante a retener de las obras de arte egipcias, y que no parece ser apreciado casi nunca por los turistas o los arqueólogos, es que realmente son obras de arte.

A mi modo de ver, pocas cosas son más aburridas que el culto de la mera antigüedad. Yo reaccionaría con la mayor ecuanimidad a la destrucción de todos esos monumentos megalíticos, túmulos y hoyos de nuestros remotos antepasados que están esparcidos por el campo inglés. Cada vez que veo letras góticas en el mapa del Estado Mayor, parto en la dirección contraria. Desearía que los párrocos que se pasan la vida raspando puntas de flecha de pedernal, fragmentos de cerámica y horribles trozos de mosaico volvieran a enterrarlos y se dedicaran de nuevo a sus oraciones. Pero las antigüedades egipcias son algo muy diferente. No hay nada aquí que evoque ese interés protector con el que nos armamos en nuestras investigaciones por los residuos de los antiguos restos británicos… Qué inteligente ha sido el doctor Fulano al conjeturar que esa esquirla de hueso que está en la vitrina no fue en realidad una esquirla de hueso sino una aguja de los pictos… Y qué inteligentes fueron esos pictos de la remota antigüedad al tener la ocurrencia de convertir una pequeña esquirla de hueso en una aguja… No hay nada de eso en nuestra apreciación de los restos egipcios, sobre todo la colección incomparable desenterrada recientemente en la tumba de Tutankhamón. Nos encontramos aquí con una civilización espléndida y refinada, con una escultura muy buena, una arquitectura soberbia, un arte ornamental opulento y discreto y, por lo que uno puede juzgar, con una vida social cultivada y moderada, comparable en igualdad de términos a las de China, Bizancio o la Europa del siglo XVIII, y superior en cada forma artística a la Roma imperial o las elegantes culturas de los minoicos o los aztecas.

En mi opinión, la desatención del público inglés con sensibilidad artística hacia el arte egipcio se debe a dos causas. Una, la más sencilla, es que la avaricia incesante de la raza egipcia imposibilita que muchas personas cultas puedan visitar el país y, la otra, es que las circunstancias románticas del descubrimiento de Tutankhamón fueron tan vulgarizadas por la prensa popular que uno, de manera inconsciente, llegó a considerarlas no tanto un acontecimiento artístico como una hazaña de destreza nacional: un récord de velocidad superado o un nacimiento en el seno de la familia real. Tras el descubrimiento tuvo lugar la muerte de lord Carnarvon y la imaginación del público se sumió en honduras supersticiosas. Cuando empezaron a aparecer fotografías adecuadas, era imposible disociarlas del irrelevante burbujeo de emoción y excitación. Para el público, la tumba de Tutankhamón se convirtió en una segunda casa de muñecas de la reina llena de juguetes «curiosos» y «divertidos». El hecho de que una mujer rica y hermosa, a pesar de que vivió en el remoto pasado, requiriese los adminículos del tocador moderno, ocasionó reverberaciones de sorpresa y placer, así como acaloradas discusiones en la prensa sobre los variables criterios de la belleza femenina. El hecho de que unos hombres ociosos, hace muchísimo tiempo, se dedicaran a juegos de azar y de habilidad fue una revelación. Todo lo que tenía interés «humano» recibió una amplia publicidad, mientras que lo realmente importante, el hecho de que súbitamente el acervo mundial de obras bellas se hubiera enriquecido tanto, parecía carecer de importancia y casi pasó inadvertido.

Los libros del señor Howard Carter y el catálogo oficial ofrecen un inventario completo de los tesoros y no ganaríamos nada si incluyera aquí una paráfrasis de esa precisa y comedida relación. Pero debo mencionar como obras de belleza y nobleza sobresalientes las dos estatuas del rey a tamaño natural que se encontraron en la antecámara, a cada lado de la entrada del sepulcro (vitrinas 5 y 6, números 181 y 96). Están talladas en madera y cubiertas en parte con pan de oro y en parte con barniz negro y, salvo por una diferencia en el tocado, son casi idénticas. El rey está representado en el acto de caminar, con un largo bastón en una mano y una maza en la otra; los ojos, ribeteados de oro, miran hacia delante. Avanza con el viento que le ciñe la falda al reverso de las piernas y la extiende rígidamente por delante. Esas dos figuras me parecen unas piezas de escultura únicas, una expresión totalmente satisfactoria del movimiento al caminar. Es interesante compararlas con la solución que el señor Tait McKenzie ha dado al mismo problema en el monumento conmemorativo de la guerra que se encuentra en Cambridge.

Sólo esas dos estatuas superan en valor al cofre de madera (vitrina 20, número 324) sobre cuya tapa aparecen pintadas escenas de caza y en los laterales imágenes bélicas que representan la victoria del rey sobre sus enemigos del norte y el sur, los asiáticos y los nubios. El espléndido dibujo de esas miniaturas refleja el repentino florecimiento genial de la rígida decoración de los textos sagrados, hasta entonces considerada como la única contribución de los egipcios al arte gráfico. Nada de lo que he visto de la pintura persa ha sido concebido con más vigor o dispuesto con mayor tacto que el diseño de esos paneles. Hay también una caja de madera tallada (vitrina 22, número 3), cuyo diseño me parece más satisfactorio y de ejecución más juiciosa que cualquiera de los muebles producidos en Europa en cualquier época. Las joyas, a pesar de su gusto y discreción evidentes, parecían exigir menos atención de la que recibían. La elegancia de los lechos es exquisita. Los ataúdes son bellos y producen un gran efecto general, pero si nos fijamos en los detalles resultan monótonos y carentes de inspiración. Toda la escultura es admirable, sobre todo un perro grande y unas pequeñas diosas doradas. Los jarrones de alabastro no gustan a todo el mundo, me parecieron una majadería, pero jueces mejores que yo los consideran deliciosos. Claro que sin ilustraciones este comentario debe de ser tedioso y ya se ha extendido más allá de los límites que me había propuesto. Sería interesante que algún editor o una entidad pública enviara al señor Roger Fry u otro crítico culto y de prosa clara para escribir una crítica de esas obras de arte desde una actitud puramente estética. Me pareció que esa colección debería formar parte necesaria de toda educación artística.

En El Cairo hay otro museo, dedicado al arte árabe. La mañana en que lo visité estaba casi vacío, por lo que pude recorrerlo a placer, sin que nada me interrumpiera. Es una colección mucho menos popular entre los turistas europeos y confieso estar de acuerdo con esa desatención. A la mentalidad occidental le resulta especialmente agobiante la sucesión de complejos diseños geométricos que caracterizan el arte árabe. El personal del museo era de lo más amable. Uno de ellos se encargaba de una sala con la reconstrucción de una Vivienda árabe medieval. Cada vez que llegaba un visitante, encendía las luces eléctricas del farol de latón horadado y detrás de las ventanas con vidrios de colores, y ponía en marcha el pequeño surtidor en medio del suelo de mármol. Eso era, con toda evidencia, un motivo de gran orgullo para él y, ante nuestras expresiones de deleite, hacía reverencias y sonreía. La mayor parte de la colección consiste en objetos de madera tallada, celosías de mashrabieh y paneles de puerta con arabescos taraceados. Hay también una sala llena de faroles de latón, todos ellos diseñados y decorados con la misma paciencia y falta de pericia, algunos grabados en yeso, unas encuadernaciones de cuero y algo de cerámica.

Experimenté algo parecido al ardor con que el cruzado oponía la cruz a la media luna al reflexionar en que aquellos objetos que reflejaban habilidad e insipidez eran contemporáneos de las piezas cristianas que se encuentran en el museo de Cluny. El período de supremacía árabe en Egipto coincide casi exactamente con el dominio de la cristiandad latina en Inglaterra. Durante esos siglos, cuando los artistas cristianos tallaban las sillas de coro de nuestras catedrales e iglesias parroquiales, esos pequeños rompecabezas se ensamblaban más allá de las fronteras y lo hacían unos artífices cuyo desarrollo artístico parecía haberse detenido en la etapa del parvulario, cuando el diseño significaba simetría métrica y la imaginación, la alternativa interminable, la repetición y el reagrupamiento de los mismos elementos invariables. Vivimos bajo el impacto del complejo de inferioridad colectivo de Occidente, y las muchas excelencias de chinos, indios y hasta salvajes nos humillan, pero aún podemos llevar la cabeza bien alta en el mundo mahometano, con la certidumbre de nuestra superioridad. Me parece que no existe un solo aspecto del arte, la historia, la erudición o la organización social, política y religiosa mahometanas al que nosotros, como cristianos, no podamos mirar con un firme orgullo de raza.

Es posible que el aspecto en que los árabes más se aproximan a despertar nuestra admiración sea su arquitectura. Cuando nos desplazábamos por las calles de la ciudad vieja, veíamos continuamente unos edificios muy armoniosos y atractivos: cúpulas achaparradas en forma de cebolla, cúpulas puntiagudas como cascos sarracenos, minaretes blancos que parecían adornos de un pastel de bodas o portaplumas ornamentales de hueso, pequeños patios encalados con árboles y surtidores, grandes pórticos de piedra con una decoración de estalactitas en la bóveda, fachadas de yeso calado, claustros con vigas doradas y pintadas, galerías con negras celosías mashrabieh que aseguraban la intimidad, tumbas en ruinas obstruidas por la arena, patios vastos y densamente poblados con mosaicos en las paredes y el suelo… Todo esto suscita nuestros afectos de una manera directa aunque un tanto superficial. Intenté visitar las principales mezquitas y evaluarlas de un modo inteligente y crítico, pero descubrí que era necesario asimilar demasiadas cosas extrañas y desconocidas. Empecé a simpatizar con los norteamericanos que visitan Europa. Nosotros, que nos hemos familiarizado desde la infancia con una cultura madura, sabemos discriminar instintivamente, hasta cierto punto, lo auténtico de lo espurio en nuestra propia civilización. Podemos percibir la incertidumbre en un motivo artístico, sabemos cuándo una idea es nueva y vital y cuándo el artista se ha vuelto aburrido, imitador y repetitivo. No confundimos el gótico del siglo XIX con el del XIII, sabemos relacionar el arte de nuestro continente con su historia, la heráldica y el simbolismo eclesiástico ofrecen unas alusiones que podemos reconocer. Para quienes han nacido en un país nuevo y se han criado entre instituciones a medio hacer, trescientos años atrás viene a ser lo mismo que quinientos, una catedral es casi igual que otra, tanto si es normanda como gótica o barroca, una Virgen con el Niño apenas se diferencia de otra, ya sea de Cimabue, Filippo Lippi o Mantegna. La fecha en la guía, cuatro numerales seguidos, no se relaciona con el hecho y, por lo tanto no es fácil recordarla, y sí confundirla de una manera ridícula. «¿Ha dicho usted antes o después de Cristo?» es una pregunta habitual del turista al guía.

Precisamente de esa manera me encontré debatiéndome sin remedio en mis intentos de comprender lo esencial de la arquitectura árabe. Por la mañana memorizaba una lista de dinastías y fechas y antes del almuerzo las había olvidado. Confundía las características de un edificio con las de otro, y más adelante, al contemplarlos en fotografía, a menudo era incapaz de recordar qué edificios había visto y cuáles no. Era evidente que necesitaría más de las tres semanas a mi disposición para tener una impresión coherente, por lo que al final abandoné el intento y consideré los lugares que visitábamos como otros tantos lugares de belleza natural. Así pasé el tiempo agradablemente pero sin provecho.

Uno de los edificios religiosos que me interesaron más fue la Universidad de El Azhar, el centro de erudición musulmana, una erudición que consiste en aprender de memoria largos pasajes teológicos. El Azhar es un gran centro que data de comienzos del siglo XIV, con más de diez mil alumnos de todas las edades y nacionalidades, y trescientos o cuatrocientos profesores. Observamos a algunos de ellos mientras trabajaban, acuclillados y muy juntos, en una vasta sala con columnas, meciéndose sobre los talones y repitiendo con los ojos entrecerrados un versículo tras otro del Corán. En contraste, incluso Oxford parecía lleno de vitalidad.

También mereció la pena la escarpada ascensión a la ciudadela. La mezquita de alabastro de Mohammed Alí es enorme y vulgar, como un teatro de variedades, pero en el patio exterior hay una imponente fuente de hierro colado, regalo de Louis Philippe. Hay también un palacio encantadoramente vacío, el lugar donde fueron asesinados los mamelucos, con decorados murales en grisalla del siglo XIX. El panorama de la ciudad de El Cairo, con Gizeh y el valle del Nilo al fondo, los grupos de pirámides alzándose nítidamente en contraste con el desierto y los centenares de cúpulas y minaretes a tus pies es una memorable experiencia.

Como deseaba ver un poco más de Egipto antes de marcharme, viajé a Helwan para pasar allí un par de noches. Es un grupo insignificante de quintas y hoteles cuya existencia se debe exclusivamente al balneario. Me alojé en una excelente pensión inglesa, llamada Hotel Invierno Inglés. Los bordes de los parterres del jardín estaban hechos con botellas y había dos lemures en sendas jaulas. Los demás huéspedes eran un coronel, dos obispos y un archidiácono, todos ellos muy británicos. Aún no llevaba dos horas allí cuando ya lo sabía todo acerca del reumatismo que les aquejaba.

La carretera desde Helwan a El Cairo se extiende a lo largo de la ribera del Nilo, pasa ante un centro penitenciario de grandes dimensiones, una quinta real muy palaciega y una antigua iglesia copta, y accede a El Cairo por un barrio muy interesante que numerosos turistas no visitan. Es Masr el Atika, el Viejo Cairo o Babilonia, el poblado copto construido en la época de la persecución dentro de los muros del antiguo sitio ocupado por la guarnición romana. En este barrio apretujado hay cinco iglesias coptas medievales, una sinagoga y un convento ortodoxo griego. En cuanto a costumbres, los cristianos parecen diferir muy poco de sus vecinos paganos. La única señal acusada de su emancipación de las supersticiones paganas era que el enjambre de mendigos juveniles estaba reforzado por sus mujeres, las cuales se mantienen pudorosamente recluidas en los barrios mahometanos. Sin embargo, las iglesias eran de lo más interesantes, en particular Abu Sergh, que tiene unas columnas corintias tomadas de un templo romano, iconos bizantinos y una mampara árabe. Se alza sobre la cueva donde se dice que la Sagrada Familia, siempre troglodita, pasó su retiro durante la matanza de los inocentes perpetrada por Herodes. El diácono, Bestavros, nos mostró el interior. Cuando hubo terminado su titubeante exposición y recibido la propina, nos dijo: «Esperen un momento. Voy a por el sacerdote».

Corrió a la sacristía y regresó con un anciano de aspecto patriarcal, larga barba gris y grande y grasiento moño también gris. Era evidente que el otro había interrumpido su siesta de la tarde. El sacerdote parpadeó, nos bendijo y tendió la mano para recibir la propina. Entonces, alzándose la saya, se guardó las dos piastras en un bolsillo y se marchó. En la puerta de la sacristía se detuvo y dijo: «Voy a buscar al obispo».

Regresó al cabo de medio minuto con un personaje todavía más venerable que mascaba pipas de girasol. El pontífice nos bendijo y tendió la mano. Le di dos piastras, pero él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es obispo —explicó Bestavros—, tres piastras para un obispo.

Añadí una piastra y el hombre se marchó sonriente. Entonces Bestavros me vendió un ejemplar de la historia de la iglesia escrita por él mismo. Es una historia tan breve que sin duda merece la pena reproducirla aquí, respetando la ortografía y la puntuación originales.

BREVE HISTORIA

de la

IGLESIA DE ABU SARGA

por

Meisha Bestavros

IGLESIA DE ABU SARGA

Esta Iglesia fue construida en el año 1171 d. de C. por un hombre llamado Hanna El Abbah el secretario del Sultán Salah-El-Din El Ayoubi.

La Iglesia contiene 11 columnas de mármol y cada una contiene una pintura de uno de los apóstoles y una columna de granito sin capitel, pintura ni cruz representando a Judas que traicionó a nuestro Señor.

El altár para la sagrada comunion contiene 7 escalones Maszaicos (los 7 grados de los obispos). El retablo del altár es de marfil tallado.

En el Norte del qual hay dos bonitos paneles de madera tallada: uno muestra la última cena y el otro Belém. En tres lados al sur San Demetrio, San Jorge y San Teodoro.

La cripta fue tallada en una roca maciza 30 años a. de C. La cual fue meramente usada como refugio para forasteros. Cuando la Sagrada Familia se trasladó desde Jerusalem a Egipto para esconderse del Rey Herodes encontraron esta cripta donde permanecieron hasta la muerte del Rey Herodes.

Cuando San Marcos empezó a predicar en Alejandría en el año 42 d. de C. y nosotros los Faros que abrazamos la religión de Cristo usamos esta cripta como una iglesia durante un período de 900 años hasta esta iglesia construida encima de ella. En el otro lado de la cripta se ve la fuente donde los niños cristianos son bautizados por imersión en agua por 3 veces. Esta iglesia contiene muchas penturas Bizantinas de los siglos IX y X.

Meisha Bestavros

Diácono

Frente a la vieja Babilonia está la isla de Roda, con un bonito y abandonado jardín y un nilómetro, como se llama a las columnas graduadas para medir la altura que alcanzan las aguas del Nilo durante las crecidas.