La verdad es que no sabía adónde iba, así que cuando alguien me lo preguntaba decía que a Rusia. De este modo dio comienzo mi viaje, como una autobiografía, sobre una base bastante hábil de falsedad y vanagloria. No puede decirse que la afirmación fuese del todo engañosa, porque era potencialmente cierta y, además, la efectuaba sin la menor razón informativa. Tenía grandes deseos de ir a Rusia, y en cierta ocasión alguien me convenció de que, si durante bastante tiempo dices una y otra vez que quieres ir a alguna parte, siempre acabas por ir allí. En los quince días previos a mi partida de Inglaterra y otros tantos después, sostuve siempre que venía a cuento que mi destino era Rusia. Comuniqué mi intención a tres cronistas de sociedad y ellos la publicaron en sus periódicos; le dije a un joven muy cortés de la agencia Cook que iba allí y le hice perder mucho tiempo buscando rutas de vapores en el mar Negro; incluso, provisionalmente y con no pocos reparos, reservé pasaje desde Constanza a Odessa y conseguí cartas de presentación dirigidas a personas que supuestamente tenían influencia en la embajada soviética en Angora. Pero el ensalmo no surtió efecto, y el punto de mi periplo más cercano a Rusia fue el extremo oriental del Bósforo.
No creo que la vanagloria me hiciera tampoco mucho bien; esa es una parte de la actividad de escribir que todavía no he dominado del todo. Supongo que, cuando este libro se publique, pasar unas vacaciones en Rusia será algo muy corriente y sencillo. En el momento sobre el que escribo, febrero de 1929, en la Cámara de los Comunes había una mayoría conservadora, y ese viaje era un proyecto de lo más arriesgado. Ahora bien, una de las habilidades del escritor de éxito es la de evitar que el público lector se olvide de su nombre en los intervalos durante la lectura de uno de sus libros. Todo es muy enigmático porque, a mi modo de ver, sólo existen dos razones respetables para leer un libro escrito por otra persona: una es que te pagan por criticarlo, y la otra, que te encuentras continuamente con el autor y parece descortés no saber lo que hace. Pero es evidente que hay muchas personas a las que no son aplicables ninguna de estas razones. Leen libros porque han oído el nombre del autor. Pero, por más diligente que seas, no puedes confiar en escribir más de dos libros al año, a cada uno de los cuales tu público, como se le llama, dedicará alrededor de seis horas. Es decir, que por cada hora en que retienes la atención de tu lector, le das un mes para que te olvide. Sería muy difícil organizar siquiera un matrimonio sobre esa base, y más todavía una carrera financiera. Por ello debes pasarte la mitad de tu tiempo libre escribiendo artículos para los periódicos; los directores los adquieren porque la gente lee tus libros, y la gente lee tus libros porque ve tus artículos en los periódicos. (Quienes no participan en la carrera llaman a esto un círculo vicioso.) El resto de tu tiempo libre tienes que dedicarlo a hacer cosas que, a tu modo de ver, los demás considerarán interesantes. Yo confiaba en que, cuando alguna mujer leyera en la crónica social que me iba a Rusia, se diría: «Qué joven tan interesante; debo pedir su biografía de Dante Gabriel Rosetti a la biblioteca de préstamo». Pues bien, ni siquiera esto ocurrió en un grado apreciable, y por ello he de comenzar este libro, que tendrá la mira puesta en lo que los críticos llaman la sinceridad y la franqueza inflexibles de la juventud, admitiendo que mi mentira fue un fracaso sin paliativos.
Sin embargo, conseguí alejarme de Inglaterra, y eso era en realidad lo único que me importaba. En febrero de 1929 se congregaban allí casi todas las causas de la inquietud humana. Londres estaba exánime y aterido, y parecía habérsele contagiado el temple de Westminster, donde el Gobierno, consciente de su fracaso, llevaba semanas prolongando su última sesión. Se empezaba a hablar de cine, es decir, se hablaba del único arte vital del siglo con veinte años de retraso. Ni siquiera había un buen asesinato. Y además de todo esto, el frío era intolerable. El éxito editorial de los meses anteriores había sido Orlando, de la señora Woolf, y parecía como si la naturaleza se dispusiera a obtener algún Premio Hawthornden celestial imitando esa célebre descripción de la Gran Helada. En aquellos días la gente vacilaba en tocar un gélido vaso de cóctel, como la duquesa de Malfi la mano muerta, e iban despacio y tiesos como autómatas desde sus taxis, expuestos a las corrientes de aire hasta la estación del metro más cercana, donde se detenían, apretados unos contra otros para calentarse, tosiendo y estornudando entre los periódicos vespertinos. El frío intenso parece peculiarmente insoportable en una gran ciudad, donde la relación que uno tiene con la naturaleza es totalmente caprichosa y está desvinculada de los procesos naturales de la germinación y la descomposición.
Así pues, metí en la maleta toda mi ropa y dos o tres libros muy serios, como La decadencia de Occidente de Spengler, y mucho material de dibujo, pues dos de las numerosas resoluciones incumplidas que tomé acerca del viaje eran que iba a leer y a dibujar en serio. Entonces subí a bordo de un aeroplano y volé a París.
No era la primera vez que volaba. Durante el que resultó ser mi último curso en Oxford, un ex oficial de la RAF se presentó en Port Meadow con un biplano Avro que parecía muy desvencijado, y anunció que admitía pasajeros para vuelos a razón de siete chelines y seis peniques o quince chelines si los vuelos eran «acrobáticos». Un atardecer veraniego muy sereno realicé un vuelo «acrobático», y la experiencia fue memorable. Algunos de los movimientos se limitan a marearte, pero el de «rizar el rizo» desarrolla en tu cabeza unas dudas intelectuales, claramente expresadas, con respecto a todos los hábitos mentales preconcebidos sobre la materia y el movimiento. En Wembley se practicaba cierta actividad de lo más aterradora, llamada el Gran Corredor. Pues bien, «rizar el rizo» es eso mismo prolongado hasta su extremo lógico. Había momentos en el Gran Corredor en los que el coche volaba, durante los cuales tus nervios alcanzaban el punto de máxima excitación, temblorosos entre el saludable terror ordinario y el pánico desquiciado. Precisamente en ese cenit de emoción, siempre se reducía la velocidad del coche o éste cambiaba de dirección, de manera que entre las crisis sucesivas se interponían unos pocos segundos de tranquilidad relativa. En el «rizo», el aeroplano asciende verticalmente hasta que la sensación resulta insoportable y uno sabe que al cabo de otro momento invertirá por completo su posición. Entonces, sigue subiendo y vuelve a capotar. Uno ve abajo un insondable abismo celeste mientras sobre su cabeza se ha abierto, de repente, un gran paraguas de campos y casas, y lo que hace a continuación es cerrar los ojos. Mi compañero en esa ocasión era un hombre tan generoso como temerario, presidente de la asociación estudiantil, lógico y flemático por naturaleza, amigo de la cerveza y las tradiciones de la vieja y alegre Inglaterra, con notable recelo y hostilidad hacia las invenciones modernas. Me había acompañado a fin de corroborar personalmente su postura ante los objetos más pesados que el aire y capaces de volar, algo que él consideraba una pura tontería. Durante el vuelo sentado detrás de mí, no dejaba de musitar: «Virgen Santa, Dios Todopoderoso». Apenas habló durante el camino de regreso, y dos días después, sin decir una palabra a nadie, fue recibido en el seno de la Iglesia Católica. Es interesante observar que, durante esta breve visita a Oxford del aeroplano, se dieron tres casos de conversión en unas circunstancias exactamente similares. No diré que ese aeronauta estuviera directamente empleado por la Sociedad de Jesús, pero es indudable que, cuando poco después se estrelló con su aparato envuelto en llamas, los jesuitas perdieron un buen aliado, y a ciertas personas les pareció como si el Dios protestante hubiera impuesto su supremacía a la admirable manera del Antiguo Testamento.
Mi vuelo a París fue muy distinto, desagradable, pero en absoluto emocionante. Me llevaron en un charabán, junto con otro pasajero, una mujer, desde la oficina londinense hasta Croydon. El pasaje me pareció muy barato, hasta que pesaron mi equipaje y me hicieron entender cuánto tenía que pagar. Entonces deseé haber ido en tren. La pasajera, de edad mediana, vestía con elegancia y sólo llevaba consigo un maletín. En el vehículo entablamos conversación y me dijo que el suyo era un viaje de negocios y que lo hacía todas las semanas. Desarrollaba su actividad en París, y cuando una está muy ocupada con sus asuntos, volar es un ahorro de tiempo. Supongo que a las mujeres de negocios nunca les aburre su profesión. Es una constante aventura.
El charabán nos llevó a una gran estación con sala de espera, despacho de billetes, cantina, funcionario de pasaportes y un quiosco de libros. Me sorprendió bastante, al salir del edificio, encontrarme con una extensión de césped y un enorme aeroplano, al que la mujer de negocios y yo subimos por una escala. El aparato no era de los más modernos, porque estos son más caros. Sillones de mimbre bajos estaban dispuestos a los lados de un estrecho pasillo. En el fondo había un pequeño y curioso lavabo. El suelo era una pronunciada cuesta cuando el aeroplano estaba en tierra. Los cristales de las ventanillas eran corredizos. Cuando nos pusimos en marcha, descubrí que los cristales se abrían por sí solos según la vibración. Las alas estaban por debajo del fuselaje, por lo que no resultaba nada fácil ver el exterior.
Subieron a bordo el piloto y el mecánico, y emprendimos el vuelo. Aunque cabía presumir que viajábamos mucho más rápido que con el viejo Avro en Port Meadow, uno no tenía apenas la sensación de velocidad. Parecíamos flotar de la manera más suave posible. El único movimiento que notaba era la caída repentina en bolsas de aire, y esto afectaba al estómago más que a la vista. Descubrí que las principales incomodidades de viajar por aire eran las mismas que me habían hecho abandonar Londres, sólo que muy aumentadas: el frío y el ruido. El estrépito de las hélices era ensordecedor. Seguí el consejo de la línea aérea y me puse algodón hidrófilo en los oídos, pero incluso así, después del vuelo, la cabeza me dolió durante varias horas. El frío es más intenso alrededor de los pies, y se mitiga con unas bolsas forradas de piel. He aquí las cosas que más me divirtieron: 1) el espectáculo de una tempestad de lluvia totalmente horizontal; 2) que el piloto indicara por radio nuestras posiciones (parecía extraordinario que pudieran oírle en Le Bourget cuando nosotros apenas podíamos oírle a pocos metros de distancia), y 3) la mirada de espanto y desdén de la mujer de negocios cuando, poco después de que dejáramos atrás Le Touquet, vomité en la pequeña bolsa de papel marrón que me habían proporcionado. Uno no se siente tan mal cuando se marea en el aire como cuando lo hace en el mar; ahí arriba es mucho más repentino y decisivo. Pero entonces me sentí muy violento con aquella bolsa en la mano. De haber estado en el canal habría sido distinto, pero no me atrevía a arrojarla al campo a través de la ventanilla. Acabé por librarme de ella en el pequeño lavabo. Como éste daba directamente al vacío, el efecto fue el mismo que si la hubiera arrojado por la ventanilla, pero mi conciencia se quedó más tranquila.
El panorama fue fascinante durante los primeros minutos en el aire, y luego de lo más insípido. Me hacía gracia ver las casas y los coches tan pequeños y pulcros; todo tenía el aspecto de ser de factura muy reciente, tan limpio y brillante parecía. Pero al cabo de poco tiempo uno se cansa de ese aspecto del paisaje. Considero significativo que una torre o una colina alta sea toda la altura que se necesita para observar las bellezas naturales. Lo único que obtienes de esa ascensión sin esfuerzo es un mapa a gran escala. En general la naturaleza, siguiendo un esquivo principio, parece proporcionar sus propios miradores allí donde son más deseables. A la Ciudadela de El Cairo, la Punta Canoni en Corfú o el punto de máxima altura de la carretera por encima de Cattaro no les reduce en absoluto su supremacía el conocimiento de que ahora siempre podemos ascender más si lo deseamos, sino que, por el contrario, más bien se benefician de su idoneidad y conveniencia peculiares. Sin embargo, hubo una vista inolvidable, la de París yaciente en un charco de humo inmóvil, con el aspecto, salvo por la Torre Eiffel, de un High Wycombe extendido indefinidamente. Tras la limpieza y el centelleo exagerados del campo sobrevolado previamente, esas no menos exageradas lobreguez y mugre evocaban (sobre todo a mí, que había estado enfermo recientemente) todo el odio y el hastío que en ocasiones siente el moderno habitante de la gran urbe hacia su propia civilización.
Entonces vimos allá abajo el aeródromo de Le Bourget, señalizado como para algún juego. El aeroplano pasó de largo, y sólo la evidente serenidad de la mujer de negocios, que cerró con un ruido seco el cuadernillo de notas que había llenado de sumas durante el viaje, me convenció de que el piloto no se había equivocado. Entonces giramos en redondo, nos inclinamos lateralmente y descendimos con rapidez, hasta que tuvimos la impresión de que el ala debía de tocar el techo del hangar, y acto seguido una ligera sacudida y una sensación de solidez bajo las ruedas nos indicaron que estábamos en tierra. Avanzamos más lentamente y nos detuvimos delante de la estación. Allí examinaron los pasaportes y el equipaje y nos hicieron subir a un charabán que poco después nos dejó en el centro de París y a la hora inconveniente en que todo el mundo ha terminado de comer.
En París tenía varios amigos a los que quería ver, pero en aquellos momentos no me sentía con ánimo para habérmelas con teléfonos y concierges ni tampoco para ponerme a buscar alojamiento, así que me permití la extravagancia de dirigirme al Crillon, donde pedí la habitación con baño más barata que tuvieran. El recepcionista me informó de que tenían una pequeña y bonita por ciento ochenta francos, le dije que deseaba una más barata y él replicó que podía quedarme con la misma por ciento cuarenta francos, de modo que la acepté. Tal como el hombre me había dicho, la habitación era muy bonita, con abundancia de lámparas y armarios y una cama cómoda, pero no tenía en absoluto la sensación de que me hallaba en el extranjero. Cuando uno se ha acostumbrado a cierto orden de cosas (los trenes, barcos, colas, aduanas y multitudes), un orden nuevo parece muy poco convincente. Así pues, me desvestí, me di un baño muy caliente y me acosté. Al despertar y ver que reinaba una oscuridad total, tuve por fin la sensación de que estaba en París. Entonces pedí que me sirvieran té y me puse a telefonear desde la cama.
Ni que decir tiene, en cuanto me sentí lo bastante fortalecido, antes de mediodía del día siguiente, abandoné el Crillon y fui en busca de un alojamiento más asequible. El siguiente hotel era mucho menos cómodo, se alzaba exactamente delante del metro, en un lugar por donde discurre, con un ruido considerable, al aire libre, y me dio la sensación de que la cama estaba rellena de cráneos. El mobiliario se reducía a un bidé y un armario que contenía la ropa interior de alguien. Bajo la almohada había una dentadura postiza, y la puerta se abría de la manera más rara: estaba siempre cerrada con llave y separada de ambos goznes, de modo que sólo podía moverse por el lado que normalmente está fijo, y apenas lo suficiente como para que uno pasara de lado y con dificultad. Sin embargo, era más barato que el Crillon, no costaba más que dieciocho francos por noche. Al cabo de una o dos noches me rescataron de allí y pude vivir de la manera más barata que existe, como invitado en un piso del siglo XVII cerca del Quai d’Orsay. En total, permanecí en París unos diez días, antes de proseguir mi camino hacia el sur.
En cuanto a París, es una ciudad muy notable (supongo que, junto con Roma, es la más conocida en el mundo entero) y tiene que soportar las etiquetas románticas que le imponen toda clase de personas. Titulo este libro Etiquetas porque todos los lugares que visité durante mi viaje ya están perfectamente etiquetados. Yo no era un aventurero como los que pueden escribir libros titulados Fuera del camino trillado en Surrey o Viaje por el Hertfordshire desconocido. Supongo que no hay camino más trillado que la costa mediterránea, ni ciudades tan continua y completamente invadidas por los turistas como las que me propongo describir. Pero el interés de esta obra, que he descubierto mientras la preparaba y que confío compartirán algunos de sus lectores, estriba en la investigación, con una mente tan abierta como lo permite el sistema inglés de pseudoeducación, de la base sobre la que se sustentan las reputaciones que han adquirido esos lugares famosos.
Lo característico de París no es tanto su extensión, aunque es una ciudad vasta, como la abrumadora variedad de su reputación. Hasta tal punto la han recubierto de capas sucesivas de engrudo y proclamas que ha llegado a parecerse a esas casas viejas y deterioradas que uno ve a veces durante su demolición, cuyas paredes a punto de desmoronarse sólo se sostienen gracias a los densos estratos de papel pintado.
¿Qué puede decir uno acerca de París al cabo de tantos años? En inglés existe una palabra, bogus, que he oído muchas veces con diversas y a menudo incongruentes acepciones.[1] A mi modo de ver, este término de jerga, con todas sus gradaciones de significado, cada una de sus insinuaciones, cada alusión, perversión y «bluff» que lleva consigo, ofrece una expresión muy adecuada de la esencia del París moderno.
París es espurio por su falta de auténtica nacionalidad. Nadie puede sentirse extranjero en Monte Carlo, pero París es cosmopolita en el sentido diametralmente opuesto, que convierte a todo el mundo en extranjero. Londres, pese a sus deficiencias en todos los atributos que hacen una ciudad habitable, es por lo menos británica. Es el esqueleto de la familia en nuestro propio armario. Bath, Wells y Birmingham están implícitas en Londres, mientras que Tours, Tarascon o Lyon no están implícitas en París. Los febriles ardores de la vida política francesa parecen fuera de lugar e improbables en la capital de Francia, donde ciertos franceses sensibles confiesan tener una sensación de incomodidad. En Inglaterra, Alemania y Estados Unidos la gente acude en tropel a las grandes ciudades porque estas expresan realmente la vida del país. Londres es sórdida y áspera, pero en ella los ingleses se sienten a sus anchas, como sin duda seguirían sintiéndose a sus anchas al visitar sus hogares, aunque su madre sea una alcohólica y el mayordomo sufra ataques en el comedor. Los parisienses, en general, excepto los ricos y elegantes, ponen sus miras fuera de París. En cuanto han hecho acopio de suficientes propinas, se compran una parcela en el campo y por la noche juegan al dominó en el café principal de una ciudad provinciana. En París es donde hay que ganar el dinero, pero lo mejor es gastarlo en las provincias. Se ven obligados a permanecer cierto tiempo en la gran ciudad, pero están impacientes por marcharse. A veces, por la noche, cuando cierran tiendas y oficinas y los norteamericanos empiezan a entrar en las coctelerías, me he detenido en la Place de la Concorde, tratando en vano de atraer un taxi, y he visto el todo París como un atasco de tráfico, aprisionado por la creciente confluencia de vehículos, cada bocina pidiendo la liberación con sus trompetazos.
La ficción de París, concebida por Hollywood y la imaginación popular, parece imponer, un año tras otro y cada vez más, su identidad, a medida que la ciudad auténtica de Richelieu, Napoleón y Verlaine se desvanece en la lejanía del tiempo. Esta ciudad ficticia se expresa en desfiles de modas, estudios y clubes nocturnos.
El primero de estos apartados, debido a que es moderno y está comercializado, me parece con mucho el más interesante. Detrás de la industria que consiste en fabricar vestidos femeninos existe un mundo inescrutable del que uno a veces tiene un tentador atisbo, o percibe un reflejo, y que parece prometer, a cualquiera que tenga la dicha de penetrar en esa sociedad cerrada, un suelo literario rico y casi virgen. La alta diplomacia de los couturiers; el espionaje de los copistes; las maliciosas señoras de los senadores que disfrazan a sus doncellas para que puedan asistir a los desfiles de modelos; los secretos, intrigas y traiciones de los ateliers; las sencillas vidas privadas de las modelos y vendeuses, el genio que vive en una buhardilla y concibe prendas de vestir que jamás verá para hermosas mujeres a las que nunca conocerá, el gran diseñador que le roba las ideas; la vida del vestido cuyo carácter conforma, modifica y enriquece el impacto de cada personalidad a través de cuya mente pasa; su conversión, finalmente, en un objeto real… ¡Qué mundo para saquearlo! Uno de los graves problemas que se le plantean al escritor de hoy es el de encontrar cualquier aspecto de la organización social sobre el que pueda escribir sus setenta mil palabras sir cometer un plagio evidente. Los novelistas se ven forzados a delimitar sus países o condados, a preservar un derecho de ocupación (concedido tras varios años de hacerlo ilegalmente) de las granjas de Sussex o la alta sociedad o los marineros o los perdularios tropicales o los negros o los piratas; o bien persiguen temas inverosímiles, de mujeres que se convierten en zorros u hombres que viven siglos y finalmente se transforman en mujeres, o chiquillos que cometen asesinatos. ¿Por qué no escribir una novela cuya heroína sea un vestido en lugar de su portadora?
Que París sea el centro de este atractivo mundo no es más que uno de los accidentes de la organización comercial; al talento y a la reputación les resulta conveniente concentrarse en esa ciudad. No existe en la atmósfera de París una elegancia esencial, como no hay nada que pertenezca concretamente al mundo de los médicos en la atmósfera de Harley Street. En casi todos los aspectos, excepto el negocio de la moda, el gusto parisiense es notablemente inferior y menos progresista que el de Berlín, Viena o incluso Londres. Debido a los defectos, más que a las cualidades, de su gusto, los franceses se salvan de esos horrores tan ingleses que son la danza, las artes y los oficios populares, así como la acumulación de antigüedades procedentes de las casas de campo, sólo para ser víctimas, puesto que una falsedad desplaza a la otra, de la peor clase de fingida modernidad. Si es inevitable la elección entre el peltre, el calentador de cama y los gabletes, por un lado, y el cristal de Monsieur Lalique,[2] por el otro, ¿no es mejor dejarse embaucar por un pasado que uno no ha visto en vez de un presente del que uno mismo forma parte? La mano de Monsieur Lalique se nota por doquier en París, y ¡ah, esos globos iridiscentes en Le Boeuf sur le Toit!
Durante mi visita a París fui a ver la Rue Mallet Stevens, por entonces en construcción. Es un patético ejemplo de la aptitud que tienen los parisienses para no entender un impulso artístico. Ante semejante sombría metamorfosis del ideal utilitario alemán en chic parisiense, me sentí muy orgulloso de las estaciones del metro en los suburbios de Londres.
Luego está la tradición de Trilby, que todavía es una realidad vital en la imaginación popular.[3] ¡Cuántos corazones se aceleraban aún bajo delantales manchados de pintura al pensar en esta vida de actividad artística! Pero París jamás, ni siquiera en la tan gloriosa década de 1880, logró del todo dominar la pintura. Siempre se hacen sinceros intentos de organizar el mercado del arte, como el diseño de vestidos, de una manera estrictamente comercial, pero se interponen constantemente unas consideraciones ajenas a la simple moda y la rareza. Los marchantes especulan y su entusiasmo es auténtico, y por cierto, París es una de las ciudades de Europa donde resulta más difícil vender un cuadro. París nunca consigue estandarizar la moda artística, pero su triunfo estriba en el fomento de la experimentación. En París hay cuadros ridículos, al contrario de lo que sucede con los vestidos, pero también existe la posibilidad del descubrimiento. Con esta esperanza me pasé una mañana en la Rue de la Boétie, yendo de una exposición a otra, pero en todas partes me encontré con un absoluto predominio de esos dos Laliques de la pintura, Laurencin y Fujita. En la otra orilla del río, en la Rue Bonaparte, había una exposición más entretenida, organizada por Monsieur Waldemar George. La había titulado, y creo que con toda justicia, «Panorama del arte contemporáneo». Era muy francesa. Picabia y Ernst pendían uno junto al otro, y esas dos pinturas abstractas —una tan desafiante y caótica, sondeando con una fuerza impetuosa cada grieta y circunvolución de lo negativo, la otra con un equilibrio tan delicado, con una pulcritud tan inverosímil, descartando de un modo tan austero cada accidente, por agradable que sea, que podría tentar al desorden— parecían representar el conflicto constante de la sociedad moderna. Había algunas telas decorativas, cuyos equivalentes vería más adelante en Cnossos. Había un cuadro con la pintura moldeada en bajorrelieve. En un rincón, ante unas cortinas de terciopelo negro, colgaba la apoteosis de lo espurio: una cabeza confeccionada con alambre blanco, de forma y carácter tan insignificantes, tan monótona, aburrida e inadecuada que sugería el esqueleto del busto de un frenólogo. La hechura era bastante esmerada, y en muchos aspectos parecía la clase de trabajo manual, muy poco ingenioso, que realizan en los hospitales ciertos discapacitados deseosos de mover los dedos sin esforzar el intelecto ni los sentidos. Se titulaba Tête: dessin dans l’espace, y su autor era Monsieur Jean Cocteau. A su lado había una magnífica escultura de Maillol.
En una exposición de tan grosero e incluso extravagante catolicismo, que afirmaba representar une action impartiale mais point neutre, orientée vers les formes qu’à défaut d’autres termes on qualifie de modernes, de vivantes, me enorgullecía observar que mi país también estaba representado, pues allí, sobre la mesa, entre tantos objetos que te causaban perplejidad y desconcierto, descubrí encantado una edición bellamente decorada de los poemas del señor Humbert Wolfe.
Pero la mayoría de la gente no asocia el nombre de París con Messieurs Poiret o Cocteau. Dondequiera que circule La Vie Parisienne —pasada furtivamente de mano en mano en las escuelas públicas, pegajosa por el manoseo en salas de rancho y salones de club en remotos lugares del globo— hay buenos jóvenes que ahorran su dinero para una juerga en el «Alegre París». Y, ciertamente, los organizadores de la vida nocturna parisiense son merecedores de alabanzas. Montmartre es una especie de Exposición de Wembley de lo que todo el mundo siempre ha considerado placentero. Incluso la serie pseudorrespetable de clubes nocturnos ordinarios —Ciro, Florence, La Plantation, Shéherazade, el Grand Écart y los demás— no son del todo deprimentes. Uno repara sin poder evitarlo en que sus clientes apenas parecen la mitad de aburridos que en Londres, y al reflexionar en ello descubrí tres buenas razones de esta ausencia parcial de melancolía. Una de ellas es que buena parte de las personas que uno ve a su alrededor son rusos y vieneses indigentes a quienes pagan por sentarse ahí y parecer alegres; otra estriba en que son tantos los lugares adonde ir que uno se libra de esa claustrofobia a la que está predispuesto en Londres, cuando su anfitrión lo ha registrado y ha pagado una importante cantidad en concepto de tarifa de invitado, y uno sabe que ha de estar ahí durante las próximas dos horas sin esperanza de liberación. La tercera razón es que mucha gente está achispada.
La aseveración de que «jamás ves un borracho en Francia» forma parte de la moderna «pseudodoxia» epidémica. Es cierto que, como raza, los franceses propenden a tener la cabeza fuerte, el estómago débil y un arraigado aborrecimiento de la hospitalidad. Pero cuando uno ve beber a los americanos de París, experimenta una revelación. La diferencia entre ellos y los ingleses constituye un interesante ejemplo de los efectos de la legislación sobre el apetito. Todo británico de pura cepa vive bajo la manía persecutoria permanente de que alguien siempre trata de impedirle tomar un trago. Esto es cierto, por supuesto, pero lo importante es el poco éxito que han tenido quienes pretenden tal cosa. Llevan ciento cincuenta años en el empeño, pero emborracharse en Inglaterra sigue siendo lo más fácil del mundo, como lo es, si eso es lo que se desea, permanecer borracho durante semanas seguidas. (Un motivo mucho más justo de queja, que encomiendo a la escuela de rezongones de La Vieja y Alegre Inglaterra, es que alguien siempre intenta que nos vayamos a la cama.) Si uno desea beber en Londres, bastará con que conozca los caprichos de las leyes reguladoras de la venta y consumo de alcohol, lo cual le permitirá hacerlo sin recurrir a medios más turbios que hacerse pasar por un auténtico mozo de mercado, durante dieciocho de las veinticuatro horas del día. Si este insípido período intermedio se pasa en un tren con vagón restaurante o coche cama, uno puede llevar la vida feliz del curda permanente. Sin embargo, los alegres ingleses han defendido con tal elocuencia la causa de la libertad, que ahora un resentimiento discreto, pero siempre latente, es una de nuestras características nacionales. Una vez el inglés, en el extranjero, se ha convencido de que puede adquirir vino, cerveza o licores siempre que los desee, lo normal es verle adoptar la rutina a la que se ha acostumbrado. No se levanta temprano a la mañana siguiente, tras haber bebido copiosamente, ni prescinde del sueño cotidiano por el placer de tomar unas copas de champaña cuando ha quedado atrás la hora de acostarse. No les sucede lo mismo a los americanos, para quienes cada nueva botella está envuelta en un aura de encanto legendario. Dotan al antiguo y prosaico negocio de vender vino del atractivo que el inglés reserva al antiguo y prosaico negocio de regentar un burdel. Estos americanos deslumbrados, y no sólo los turistas, sino también los residentes, son los que mantienen activa la vida nocturna de París.
La principal diferencia entre la vida nocturna de París y la de Londres es que la primera se puede prolongar indefinidamente y su variación es casi infinita. Pero incluso en su gran variedad, irrumpe en tu apreciación la vocecilla del debutante que susurra «espurio».
Pasé una noche con unos americanos amables, generosos y absolutamente encantadores, los cuales querían mostrarme un lugar llamado Brick-Top’s, por entonces muy popular. Cenamos en Ciro, donde la comida era deliciosa y la clientela americana casi en su totalidad. Dijeron que no era conveniente ir al local de Bricky hasta pasada la medianoche, así que primero fuimos a Florence. Tomamos champaña, porque una de las modificaciones de la libertad francesa es que uno no puede beber otra cosa. Las personas que llenaban el Florence eran, al parecer, muy conocidas, y allí me mostraron un personal esnob que era nuevo para mí y que, por lo, que he visto, es absolutamente desconocido en Londres, es decir, la jerarquía del alto demi-monde, las mantenidas de los ricachos, todas ellas famosas y que, sin tener ninguna posición social ni círculo de amistades, son capaces de establecer la reputación de elegancia de las tiendas de alta costura y los restaurantes. Saludé modestamente a unos conocidos míos, sencillos y de aspecto pobre, mientras me señalaban aquellas celebridades.
Entonces fuimos a una taberna subterránea llamada New York Bar. Al entrar vi que todo el mundo golpeaba las mesas con martillitos de madera, y un joven judío que estaba cantando bromeó sobre el abrigo de armiño que llevaba alguien de nuestro grupo. Bebimos un poco más de champaña, mucho más desagradable, y fuimos a Brick-Top’s, pero cuando llegamos allí nos encontramos con un aviso en la puerta que decía: «Abrimos a las cuatro. Bricky», así que reanudamos las rondas.
Fuimos a un café llamado Le Fétiche, donde las camareras vestían de esmoquin y sacaban a bailar a las señoras del grupo. Me interesó observar cómo la muchacha imponente y andrógina encargada del guardarropa robaba con gran destreza un pañuelo de seda a una anciana alemana.
Fuimos a La Plantation, donde los cuadros de las paredes son de primera clase, al Music Box, tan oscuro que apenas podíamos ver las copas (que contenían un champaña aún más repugnante) y al Shéherazade, cuyos camareros son muy impresionantes. Nos sirvieron cinco órganos distintos de cordero espetados entre cebollas y hojas de laurel, ardiendo en el extremo y muy gratos al paladar.
Fuimos al Kasbek, que era exactamente como el Shéherazade.
Finalmente, a las cuatro de la madrugada, fuimos al Brick-Top’s, un cabaret de negros realmente íntimo y delicioso. Brick-Top vino y se sentó a nuestra mesa. Parecía la persona menos fraudulenta de París. Al salir del local era pleno día. Entonces nos dirigimos a las Halles y tomamos una excelente y picante sopa de cebolla en Le Père Tranquille, mientras una de las jóvenes de nuestro grupo compraba un manojo de puerros y se los comía crudos. Pregunté a mi anfitrión si todas sus noches eran como aquella, y él respondió que no, que tenía la costumbre de quedarse en casa por lo menos una noche a la semana para jugar al póquer.
Si dejo constancia de todo esto, no es para mostrar lo terrible que soy cuando voy de parranda, sino para dejar claro mi punto de vista sobre lo espurio, porque todo este ajetreo febril de un lugar a otro sería justificable, e incluso admirable, si cada excursión, además de aportar una decoración diferente, me diera una atmósfera distinta. Más adelante, en Atenas, pasé una noche más modesta pero bastante similar, y allí cada lugar que visitábamos tenía su propia clientela y su propio carácter definible. Más o menos en el tercer alto del peregrinaje que acabo de describir empecé a reconocer las mismas caras que se cruzaban una y otra vez en nuestro camino. Aquella noche parecía haber como un centenar de personas en Montmartre, y todas hacían el mismo recorrido que nosotros. En cada cabaret variaban las bailarinas profesionales empleadas por la casa (de identidad, pero muy poco en cuanto al tipo), pero la clientela era en gran parte la misma. Durante una noche de diversión en Londres, uno padece casi todas las clases de aburrimiento imaginables, pero no esa. El sistema por el que los clubes nocturnos son auténticos clubes, en los que a uno le presentan y es elegido, tiende a preservar cierta integridad de la atmósfera. La gente no quiere multiplicar las suscripciones indefinidamente, y en general se limitan a ser miembros de una coctelería y un club de baile. El sistema de tarifas aplicado a los invitados te estimula a escoger los mismos clubes que la mayoría de tus amigos, por lo que cada grupo cuenta en la práctica con un cuartel general y un lugar de citas establecidos. Otra ventaja del sistema de clubes londinense con respecto a Montmartre estriba en que, si uno paga su suscripción, tiene derecho a comer y beber cuanto le plazca.
Sin duda le champagne obligatoire de Montmartre es una necesidad económica de los propietarios, pero una imposición exasperante para quienes prefieren sinceramente la cerveza u otros vinos. Además, está claro que el champaña que sirven en esos establecimientos es de una calidad más que dudosa.
Dos incidentes de esta visita a París se conservan nítidamente en mi memoria y me consuelan durante las noches de insomnio, obras teatrales, chismorreos acerca de personas a las que no conozco, buenos consejos de mi agente sobre «el material que puedes lograr que te acepten los directores de periódico» y las mil y una menudencias de la vida cotidiana, cuando uno ha de buscar en sí mismo apoyo y consuelo.
El primero fue el espectáculo de un hombre en la Place Beauveau, alguien que sufrió un accidente sin duda peculiar. Era un hombre de edad mediana y, a juzgar por el sombrero hongo y la levita que llevaba, de la clase funcionarial. No sé cómo podía haber sucedido, pero lo cierto es que su paraguas estaba en llamas. Pasé por su lado en un taxi, y lo vi en el centro de un pequeño grupo, todavía sujetando el paraguas por el mango, con el brazo completamente extendido para que las llamas no le chamuscaran. Era un día seco, y el paraguas ardía de una manera aparatosa. Seguí la escena mientras pude desde la luneta trasera del taxi, y vi que finalmente arrojaba el paraguas al suelo y lo empujaba con el pie hacia el arroyo. Allí se quedó el adminículo, humeando, y la multitud lo contempló con curiosidad antes de dispersarse. Una multitud londinense lo habría considerado la mejor de las bromas, pero ninguno de los presentes se reía, y ni una sola de las personas a las que he contado esta anécdota en Inglaterra se la ha creído.
El otro incidente sucedió en un club llamado Le Grand Écart. Quienes gozan con el aroma de la palabra «época» tienen aquí una oportunidad de reflexionar en el cambio que sufrió esta frase cuando el París de Toulouse-Lautrec cedió el paso al París de Monsieur Cocteau. Originalmente significa «despatarrada», esa exigente figura de baile en la que la bailarina desliza los pies cada vez más lejos hasta que su cuerpo descansa en el suelo con las piernas en línea recta a cada lado de ella. Fue así cómo La Goulou, La Mélonite —esa Ménade de la decadencia— y todas las alegres chicas del Moulin Rouge se acostumbraron a completar su pas seul, con una picaresca revelación de muslo entre la media de seda negra y la enagua con volantes, mientras los impresionistas tardíos aplaudían a través de una nube de absenta. Hoy las cosas han cambiado y Le Grand Écart es el nombre de un club nocturno con bombillitas coloreadas, decorado con adujas y espejos. Sobre las mesas hay unos pequeños depósitos de agua iluminada, en la que flotan láminas de gelatina que imitan el hielo. Unas jóvenes de aspecto dudoso, con camisas de Charvet, se sientan alrededor de la barra y reparan con borlas para empolvarse y lápiz labial los estragos causados por la granadina y la crême de cacao. Una noche estuve allí con un pequeño grupo. Una inglesa bella y espléndidamente vestida, quien, como suele decirse, debe permanecer en el anonimato, se sentó a la mesa vecina. La acompañaba un hombre muy apuesto y envidiable, quien más adelante resultó ser un barón belga. Ella conocía a alguien de nuestro grupo y hubo una serie de confusas presentaciones.
—¿Cómo habéis dicho que se llama el muchacho? —preguntó ella.
—Evelyn Waugh —le respondieron.
—¿Quién es? —inquirió la dama.
Ninguno de mis amigos lo sabía. Una de las chicas indicó que creía que era un escritor inglés.
—Lo sabía —dijo la mujer—. Es la única persona en el mundo a la que ansiaba conocer. —(Ruego al lector que tolere esta parte de la anécdota: todo conduce a mi humillación al final)—. Por favor, moveos para que pueda sentarme a su lado.
Entonces vino y se puso a hablarme.
—Nunca habría supuesto por sus fotografías que fuera usted rubio.
No habría sabido responder a esa observación, pero por suerte no tuve necesidad, pues ella siguió hablando.
—La semana pasada leí un artículo suyo en el Evening Standard. Era tan hermoso que lo recorté y se lo envié a mi madre.
—Me pagaron diez guineas por él —repliqué.
En aquel momento el barón belga le pidió que bailaran.
—No, no —dijo ella—. Estoy absorta en el genio de este joven maravilloso. —Entonces se dirigió a mí—. Tengo una gran percepción mental, ¿sabe usted? Nada más entrar aquí esta noche he sabido que había una gran personalidad y que debería descubrirla antes de que finalizara la noche.
Supongo que los auténticos novelistas se acostumbran a esta clase de cosas. Para mí era una novedad, y muy agradable. Sólo había escrito un par de libros muy confusos y todavía me consideraba más un profesor de escuela particular sin trabajo que un escritor.
—¿Sabe una cosa? —siguió diciendo ella—. Sólo existe otro gran genio en esta época. ¿Adivina usted su nombre?
¿Einstein?, le sugerí. No… ¿Charlie Chaplin? No… ¿James Joyce? Tampoco… Bueno, ¿quién?
—Maurice Dekobra —respondió ella—. Debo dar una fiestecita en el Ritz para que lo conozca. Si los presentara a ustedes, dos grandes genios de este tiempo, tendría la sensación de que mi vida está justificada. Una debe hacer algo que justifique su vida, ¿no cree usted?
La conversación se desarrolló muy armoniosamente durante un rato. Entonces ella dijo algo que me hizo recelar un poco.
—Me gustan tanto sus libros que nunca viajo sin llevarlos todos conmigo. Los tengo en hilera, al lado de la cama.
—¿No me estará usted confundiendo con mi hermano Alec? Él ha escrito muchos más libros que yo.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Alec.
—Sí, claro. Entonces, ¿cómo se llama usted?
—Evelyn.
—Pero… pero me han dicho que escribe usted.
—En efecto, escribo un poco. Verá, no he podido conseguir otra clase de trabajo.
La decepción de la dama fue tan franca como lo había sido su simpatía.
—Vaya, qué mala suerte —comentó.
Entonces salió a bailar con el belga, y al regresar tomó asiento a la mesa que había ocupado anteriormente. Cuando nos despedimos me dijo vagamente:
—Sin duda nos encontraremos en otra ocasión.
Quién sabe. Me pregunto si añadirá este libro, y con él esta anécdota, a su colección de las obras de mi hermano al lado de su cama.