Entre las cosas nunca recobradas, instantes microcosmos que no esperamos conservar en la memoria pero al cabo regresan como lo único que ha sobrevivido realmente, yo tengo las sobremesas de domingo en el piso nuevo de la Diagonal (el piso que nos trajo la prosperidad económica de los años cincuenta), comidas que seguían a una mañana de sol muy dulce y seguramente de sesión matinal tolerada para menores (sesión de aventuras Cinemascope-Fox, en el Kursaal o el Fémina, que entonces tenían las dos únicas pantallazas scope de la ciudad) o también compra de tebeos viejos y cambio de cromos repetidos en el mercado de Sant Antoni, y pasar luego por la pastelería de la calle Pelayo, con papá, a recoger los postres (más adelante, al transcurrir los años y yo mismo, cambiarán los colores de estas mañanas y será aperitivo en un bar de moda, con chicas pijas de los nuevos barrios residenciales), horas, en fin, de sentarnos a comer toda la familia, presa de un reconocido afán-trampa festivo, entrando inmediatamente en sobremesas no envenenadas por las prisas de los días laborables. Sobremesa de domingo, calma tibia en el hogar pacificado (somos los cachorros de estos hogares en paz; somos los hijos de los años cincuenta), festín en el que no cabe preocuparse por si llega la hora del colegio, o la del trabajo en el caso de papá. Calma o modorra —el comedor del piso nuevo se empapaba de un sol invernal, tan puro y dulce en aquella Barcelona que ya se acercaba a la montaña—, paz de café, copa y puro, digestión que deriva hacia el letargo, éste es uno de los recuerdos más dulces de nuestra existencia burguesa, del placer que confunde la exquisitez de los manjares exclusivos de las fiestas (en los años cincuenta, eran pollo y champaña, escudella y macarrones —no canelones, que se guardaban celosamente para Navidad— y tortell o brazo de gitano y café, estomacal, Aromas de Montserrat, coñac y un purazo para los mayores) con el ahogo inconsciente provocado por el esfuerzo de querer retener aquel instante de comunicación familiar, instante que el reloj, sin que al principio lo advirtiéramos, arrastraba ya hacia la desintegración y la memoria. Sería uno de estos domingos, ya bien entrada la tarde, con mamá sentada en una butaca, haciéndose las uñas, y papá, repantigado en otra, leyendo Destino o El Correo Catalán, cuando ella nos acusó de holgazanes y manirrotos y de generación inútil (pues decirlo era ley general), hablándonos en seguida de la guerra y de la suerte que teníamos al disfrutar de tanta paz del cielo; y volvía a la carga todos los domingos, contando cosas de la gente que los «milicianos» llevaban a matar al Camp de la Bota o a cualquier checa; y cada vez que yo preguntaba por qué sucedió aquello, ella alzaba las manos al cielo y repetía que Dios nos libre de que volviera a pasar y menos mal que entraron los nacionales, de lo contrario toda España sería comunista y le habrían quitado el negocio a papá, porque aquella pandilla de asesinos lo robaban todo y no dejaban ir a misa, y ahora seríamos ateos si llegan a ganar. Y aunque yo seguía preguntando cómo sucedió realmente, mamá se limitaba a recordar que a ella y a papá les había costado mucho criarnos a Carlitus y a mí, durante los muy-difíciles-años-cuarenta-de-la-posguerra («Porque no creáis que siempre hemos tenido tanto dinero como ahora…»), y repetía cosas parecidas cada domingo de invierno, mientras yo aprendía a no hacer preguntas, mientras aprendía a adivinar toda aquella Historia, e incluso a ella misma, a través de las palabras que no decía más que en su conversación de burguesita advenediza, enamorada de la paz. Fueron diálogos entre ella y yo, mudos a veces; su pasado y mi presente derivando hacia un futuro aún no estropeado, todo en una transmisión hecha de miradas, acaso sólo de presentimientos. Fue más o menos así como empecé a conocerla: a partir de su monólogo repetido, seco, sin pizca de imaginación, demasiado viciada, ella, por la riqueza que los años cincuenta nos estaban otorgando (preciso es decir que no sin esfuerzo, porque es bien sabido que el dinero cuesta mucho de robar). A través de la Historia que nunca me aclaró y de su debilidad por el recuerdo, la conocí casi entera…
Nunca olvidaré nuestra calle. Para ti, Bruno, será más sencillo. Empezarás a hacerte mayor aquí, en un barrio elegante, y si algún día recuerdas algo, sólo serán las tardes de restricciones (cuando nos cortaban la luz porque el país estaba pobre) y el camino que hacíais para ir al colegio, siempre Ronda arriba, y las mañanas que te llevábamos a la plaza Sepúlveda a que te diera el sol. Recordarás un poco de infancia, cuatro o cinco cosas de los Escolapios y apenas más. Y cuando seas mayor y te hayamos dado carrera, tal vez te avergüence decir que naciste más abajo de la Ronda y que jugaste con niños sin fortuna. Es todo lo que tendrás de la calle.
Pero yo recobraré siempre mi vida, toda mi melancolía, a partir de aquel barrio que ya hemos superado. Por años que pasen y fortuna que acumule, por cosas que pueda llegar a olvidar, esa calle será siempre la de mi vida, porque yo arranco de allí. Recordaré no sólo cuando jugaba en ella, sino cuando me iba haciendo mayor, cuando me casé, cuando os tuve a Carlitus y a ti. Tendré que recordar, siempre, que en esa calle me hice mujer y conocí el amor; que padecí la guerra, y un día, cuando llegó el racionamiento y ya teníamos la paz, el amor terminó.
Antes de la guerra, Bruno, nuestra calle no era tan chabacana como ahora, con lo sucia que se ha vuelto, llena de xarnegos[1], mujerzuelas de mala vida y tabernas de borrachos. Si en alguna ocasión me atrevo a visitarla, el recuerdo se ensucia, todo se enturbia bajo un presente vergonzoso, del que ha huido la vida dulce y tibia de nuestro pequeño mundo. Pero era un peligro que ya se presentía, porque nuestra calle estaba demasiado cerca del Barrio Chino. El desastre tenía que llegar un día u otro: la purria subiría por el Distrito Quinto, mientras nosotros escapábamos hacia los barrios más elegantes, hacia una Barcelona residencial, recién construida, en la parte alta, donde los xarnegos tenían mucho dinero, estaban bien alimentados, no soltaban tacos y se les podía tratar. Pero ¿quién iba a pensar que al dejar nosotros la calle la invadiría aquella gentuza grasienta, llena de piojos y sin pizca de modales? ¿Adónde fue a parar aquel espíritu de clase media, el ritmo ordenado y tranquilo que animaba el barrio en noches veraniegas ya perdidas? Éramos familias honradas, todas con nuestro pequeño negocio, aunque no fuera de los de hacerse rico; manos muy limpias, dispuestas siempre a trabajar de firme, a ahorrar y a tener una cuenta en el banco y el chaletito en las afueras. Reconozco que sólo éramos tenderos, pequeños comerciantes todo lo más, pero habíamos conservado con decoro una herencia que tiempo atrás había convertido a Barcelona en una gran ciudad, según se cuenta. Nuestra calle, que cortaba el barrio atravesándolo desde la Ronda hasta el principio del Barrio Chino, representaba una especie de último baluarte de aquel espíritu. Y el espíritu, hoy muerto, consistía en trabajar de firme y respetarse unos a otros: ahorro y compañerismo y, siempre, la seguridad de que el tiempo es inmutable: el paso de los años medido por unas festividades básicas, que no puedo evocar sin nostalgia: San José, que señalaba la llegada de la primavera; San Juan, con las verbenas y el verano a la vuelta de la esquina; Todos los Santos, que significaba el otoño y, finalmente, Navidad, que nos incitaba a dar gracias al cielo porque el año había sido bueno y entrábamos en el invierno con salud y no había habido ninguna desgracia…
Y eso era vida, hijos míos, aunque vosotros os riáis y me llaméis conservadora. Claro que vosotros no sabéis nada de la vida. Os complicáis en toda clase de rebeldías, queréis ser trascendentales a toda costa y presumís de angustia y estupideces parecidas; pero de veras, lo que se dice de veras, no vivís. Los jóvenes de antes de la guerra sí que nos lo pasábamos bien; nos divertíamos más, sabíamos agotar todas las posibilidades de diversión que nos ofrecía una ciudad maravillosa, animada como nunca volvió a estarlo. Aprovechábamos la menor oportunidad para ser felices, y era porque queríamos la felicidad, queríamos un mundo hermoso y siempre contento. Nos costaba mucho obtener las cosas, y por eso, al conseguirlas, las disfrutábamos más.
Vosotros, todo lo contrario: os lo habéis encontrado todo hecho, veis realizado el primer capricho que se os antoja (no negaré que la culpa es nuestra, os hemos malcriado, no hemos tenido valor para negaros un capricho) y al final os cansáis de todo y nada os apetece. Sólo sabéis arrastrar miradas de aburrimiento y pasear por el mundo vuestra incapacidad de vivir. Pero antes, cuando yo era más joven, en los años treinta, antes de la guerra…, ¡ay!, ¡cómo me acuerdo…!, sé que entonces la vida era como una fiesta. La gente tenía siempre una sonrisa amable, nos tratábamos con optimismo y alegría. Nos reíamos, sabíamos reír. Y sin necesitar tantas cosas como vosotros. Con cuatro nimiedades nos bastaba. ¡Pregúntale a tu padre lo poco que necesitaba para pasar un buen domingo…! ¡Y mira que se divertía! Un durito en el bolsillo y a correrla. No os divertís vosotros tanto, no…
Una fiesta, un delirio donde daba gusto crecer, abarcar todas las cosas con ánimo de comerse el mundo. Aquella Barcelona dorada comenzaba a existir contando con la felicidad; y por esta inclinación todo el mundo estaba siempre satisfecho. Nuestro vecindario, sin ir más lejos. Nos queríamos. Nos bastaba con reunimos en la acera, a tomar el fresco, con un botijo y un pay-pay, y ya éramos felices. Acabada la cena, después de fregar los platos a toda prisa, cogíamos las sillitas de asiento de paja y salíamos a aquella noche tan negra que para nosotros era vida. Formábamos diversos corros, a los que nunca traicionábamos. ¡Dios nos libre de que a alguien se le hubiera ocurrido ir a uno que no le tocaba! Lo más que se permitía era ir al corrillo de la carnicera —¿te acuerdas, Xim, de la señora Remei?—; pero nunca quedarse toda la noche, porque esto hubiera sido tan gordo como una traición.
¡Qué bonita era aquella ciudad tan llena de colores y luces! Era como la culminación de una hoguera hecha no sólo con personas que reían en aquellos momentos, sino con toda la gente que había reído alguna vez. Bajo la noche latía un verdor de árboles en plena floración, y mil luces que ardían hasta el amanecer. Hasta los extranjeros decían que la ciudad era como una sucursal de París, una traca de cabarets y teatros y muchas salas de baile picarón y sociedades recreativas para las familias honradas, y también muchos antros de mala fama donde el mundo aprendía a ser, antes que nada, una juerga constante. El gozo de contemplar a la gente amontonada en las aceras de un Paralelo hoy muerto, de mirar todos los letreros luminosos mientras paseaban entre músicas animadas; el gozo de ser joven en una ciudad enteramente consagrada a la alegría, era el secreto de todas las noches: la noche era el momento más alegre, el reto de nuestra alegría desbocada. Un mundo para vivirlo alocadamente, unas noches desenfrenadas. En todas partes, en todas las almas.
Si miro atrás, Bruno, aquella menestrala de entonces me parece más feliz de lo que es ahora la respetada esposa del rico Quadreny. No se lo cuentes a nadie, pero hace unos días, saliendo de la ópera, contemplaba la Rambla con una tristeza muy grande, y mi pecho, desnudo bajo el abrigo de gala, volaba hacia otra parte de mí misma muchos años atrás: aquella Amelia más modesta, que salía con las amigas y, cogidas todas del brazo, bajaba por las Ramblas hasta el Liceo y se embelesaba contemplando la salida de los ricos. Entonces resultaba maravilloso verlos pasar y soñar que tal vez un día yo también podría ir a escuchar óperas, como en una película americana, vestida de gran sarao, cubierta de joyas y escoltada por Clark Gable, como si yo fuera la Joan Crawford, no sé si me entiendes… Pero ahora, siempre que salgo del Liceo, me entristezco recordando mis ideales de soltera, mi vitalidad de otros tiempos. Y recuerdo que oía decir que los burgueses de entonces solían terminar la noche armando orgías, en Cal Sacristà o bien en La Criolla, que eran locales de mucho vicio; y yo, ahora que somos ricos, propongo a Rosa Llovet y a Cuca Melindres y a Fefé de Gensana que animemos a los maridos y vayamos juntos a alguna boite para rematar la noche; pero resulta que no podemos ir a ninguna parte: los maridos han envejecido, sólo piensan en el dinero y, además, todo está cerrado, y como máximo terminamos comiendo ensaimadas en alguna tahona, regresamos a casa en silencio y se acabó la noche. Y la Rambla tampoco es la misma, olvídate de aquel desfile continuo que antes se prolongaba hasta la aurora; no habéis hecho nada bueno en esta ciudad, no os sabéis divertir, no sé cómo os las arregláis los jóvenes de hoy…
Y quiero abrir una revista y me aburro, y quiero ir al teatro y los han derribado casi todos para poner sucursales de banco, y las canciones de la radio son una tontería, y en el cine ya no se ven películas como las de antes ni quedan artistas como la Irene Dunne, la Norma Shearer y el Ronald Colman…
La alegría, la felicidad de aquellos años míos, no tiene comparación con nada de vuestro mundo, tan aburrido y vulgar. Nos gustaba el cine, nos gustaba ir a bailar a alguna sociedad recreativa, y nos pirrábamos por las revistas musicales (¡qué presentaciones, cuántas plumas y joyas!) y las funciones catalanas (con historias emocionantes y versos fáciles de entender, y no como los de ahora, que no hay quien pueda ligar dos frases seguidas), y nos entusiasmaba todavía más salir cuatro o cinco amigas a castigar tenorios, y retratarnos delante de la catedral cuando la fiesta de las modistas («nenes: visca santa Llúcia!»), y por Semana Santa presumíamos de mantilla y peineta, que era una costumbre muy bonita que también se ha perdido; y soñábamos con Robert Taylor o Charles Boyer y procurábamos parecemos a la Madeleine Carroll, que era una artista muy señora, y las más descaradas copiaban a la Jean Harlow, que era mujer fatal y siempre tenía a los hombres a sus pies y llevaba muchos diamantes y vestidos sin espalda…
(…¡Qué terror, mamá, pensar que casi veinte años después yo amaba a Marilyn, y estos niños de hoy no saben quién fue tu Robert Taylor y se han olvidado de mi Marilyn!)
Y así corría la fiesta, la parte más hermosa de mi tiempo sobre la tierra; corría la fiesta hacia la gran felicidad de ir creciendo poco a poco, de saborear intensamente todos los pasos que nos llevarían —no podía ser de otro modo— a una felicidad cada día mayor, que se anunciaba en el futuro como las letras rampantes de aquellos letreros luminosos del Paralelo…
La Barcelona que recuerdo se mezcla a menudo con la Barcelona que recuerda tu padre (¡Amelia, Amelia! nos quisimos de verdad, lo sé. En la fiesta, antes de la orgía de sangre enloquecida, nos queríamos; y era muy hermosa nuestra juventud. ¿Te acuerdas de las calles adornadas para las Fiestas Mayores, de las playas, la Golondrina que nos llevaba al Rompeolas, surcando las aguas del puerto, la foto de Colón, cuando yo hacía la mili…? ¿Te acuerdas de ti, de mí…?), y la Amelia que tu padre recuerda era más bonita que todas las chicas del barrio, más dispuesta que ninguna otra a emborracharse de vida y felicidad. Me bastaba ponerme un vestido rojo encendido para ser la reina del mundo, para hacer que los hombres madrugadores, los de la hora de ir ellos al trabajo y yo a repartir el pan, aprendieran qué significa una mujer bien formada, una hembra de la cabeza a los pies. Serían las siete de la mañana, y la calle ya estaba llena de trabajadores que iban al tajo, discutiendo aquellas cosas de la Acció Catalana y Lerroux y todos los partidos que había, que cada día eran más y se echaban a la calle para hacerse respetar. Hasta el trabajo parecía más bonito: trabajo feliz, un pedazo más de la fiesta que formábamos todos. Sólo veías caras contentas; tan dispuestos iban, que parecía que la gente trabajara por deporte. Eso sí, el trabajador no vestía tan bien como ahora. Yo aún he llegado a conocer la época de la blusa y la alpargata. Pero mira, tenían un aire de conformidad…; menos los xarnegos, que nunca estaban contentos y siempre pedían cosas. ¡Y los piropos eran un sueño! Sabían inventarlos y ofrecerlos; y no con un grito animal como ahora (aunque hoy sólo piropean los albañiles; se diría que los hombres educados se han pasado a la acera de enfrente); entonces oías piropos que parecían hechos con todo el amor del mundo; era como si cada hombre mandase una chispa de adoración al vestido llevado con salero, al clavel bien encajado en el moño —porque yo siempre llevaba claveles y la cabellera bien recogida, con la raya en medio, y mucha gente me tomaba por andaluza, pero de las de Romero de Torres, no de las otras—, requiebros, en fin, que eran monumentos elevados al garbo de la mujer madrugadora, la deseada con dulzura, con una especie de poesía…
(«¿Poesía menestral, mamá? Hablas como la burguesa sin remedio que siempre habrás sido, incluso antes de serlo oficialmente; que ya llevabas en tu interior en aquellas mañanas de antes de que empezasen a sonar los tiros. ¡Poesía! Tu burguesía vocacional te permitía encontrar sublime la vulgaridad cruda y sin disfraz de unos hombres que van al trabajo llenos de grasa; que se ponen cachondos con sólo ver a la primera niña tonta que sucumbe a la manía de ser mujer antes de tiempo y se planta un clavel en lo alto de la cabellera. Pero estos hombres, mamá, ¿quiénes eran? Háblame de ellos, si es que alguna vez te enteraste de que existiesen. Dime lo lejos que estaban de ti, panaderita presumida de una calle de tenderos. Aléjate del Paralelo, déjate de Jean Harlow y dime: ¿quiénes eran, dónde estaba esta gente un par de años antes del gran drama nacional, según lo llamó vuestra propia retórica? ¿Queréis hacerme creer que todo sucedió por azar? ¡Oh mamá, mamá! Estampas de tango, esto es lo que os queda. Ruinas de vuestro Gardel y su mitología de “pibas” soñolientas, fatalmente destinadas al farol de esquina, al adulterio de folletín, a la tragedia de barrio. ¿Es eso lo único que podéis recordar? Ahora, mamá, tengo el derecho y la necesidad de pediros mucho más.»)
Siempre tuve muchos pretendientes, pero a él lo quería el doble que a todos los demás juntos. Él era tu padre, cuando, claro está, todavía no lo era. Nació en aquella calle donde yo vivía desde muy pequeña, desde que mi madre se murió en el pueblo, del parto de los mellizos —los niños ya salieron muertos— y me recogió la tía. A cada extremo de la calle, yo en la panadería del Empordà, él en la tienda de ladrillos del viejo Quadreny, fuimos creciendo, mezclados en la alegría y el barullo general. ¡Qué íbamos a saber nosotros de guerras, huelgas y atentados! ¡Qué nos importaban! Sólo queríamos vivir. Habíamos crecido juntos (pero yo era todavía una niña cuando él ya estaba a punto de estrenar sus primeros pantalones golf) y nos acostumbramos a mirarnos mutuamente, a encontrar incluso placer en el hecho, tan sencillo, de ir haciéndonos mayores. Aquel niño de una promoción más adelantada, me parecía una especie de gigante poderoso que me protegería toda la vida, que no dejaría que nadie me hiciera daño. Él, muchachote rubio, alto y fuerte, se iba convirtiendo en un mito y, al mismo tiempo, en algo parecido a un monstruo lejano. Comenzó a alejarse de mí cuando yo era un renacuajo de trenzas alborotadas y cara esmirriada. Y, no sé, parece como si al ordenar que, a partir de entonces, las niñas pequeñas no debían mezclarse con su pandilla, significara (aunque yo entonces no acababa de entenderlo) que él, el Xim de los Quadreny, empezaba a ser mayor. Del mismo modo que el empezar yo a mostrarme insolente con él —Joaquín ya estaba a punto de ir a la mili—, y a ponerme rabiosa porque los piropos que me decía eran groseros, significaba que ya no era tan niña, que mi tira y afloja para conseguir entrar en los nuevos juegos de su cuadrilla venía instigado por un gusano muy feroz, algo más fuerte, más doloroso que un simple sueño de vecinos. Insolente. Yo, sí. Lo fui y mucho. Y debo decir que, al serlo, toda yo temblaba. Al pasar por delante de él y procurar no parecer tan renacuajo, o andar con pasos más descarados que los de la Tere o la Mimí, sólo aspiraba a provocar una carcajada suya: se daba cuenta de mi poca experiencia en ser vampiresa de cine; se reía de mí y me silbaba y me decía cosas muy poco finas, que me ruborizaban y me impulsaban a acelerar el paso. Daba la vuelta a la calle, me detenía a hablar con Carmela de la tintorería o con la droguera mayor (a su marido lo mataron en el Ebro) y al volver a pasar por delante de la tienda Quadreny lo encontraba charlando con los amigos, las manos en los bolsillos de modo que se le formaba un bulto en los pantalones, y yo me imaginaba Dios sabe qué y me ponía aún más nerviosa y él venga a silbarme y decirme porquerías. Las piernas me temblaban, pero no podía perder la calma; pasos cortos, no fueran a decir que tenía vergüenza y que era una timorata y que si patatín y que si patatán. Una sonrisa helada para aquellos a quienes saludaba —en aquella calle donde todos nos conocíamos— sin perder nunca la compostura, la dignidad propia de la respetada chica de la panadería de la señora Matilda. Hervía toda yo. Y siempre era lo mismo: subir corriendo la escalera de la rebotica, ir a mirarme en el espejo y buscar en él la imagen espléndida y radiante que el espejo me devolvía: la imagen de la más bella. Pues el tiempo fue pasando y llegó un momento en que yo no era un renacuajo ni él el cabecilla de la antigua pandilla; no jugábamos a canicas, no gritábamos «valen», habían terminado las carreras desenfrenadas por una calle que nos había visto juntarnos y separarnos. Yo lloraba a causa de un mal desconocido; lloraba con una punta de orgullo, con un sabor muy amargo en la garganta. «Escribiré al consultorio sentimental de la radio, les preguntaré, me dirán.» Y las lágrimas. Ni siquiera sabía por qué eran. Y tenía muchos pretendientes. Pero no me daban frío ni calor; no me causaban aquellas ganas de llorar, aquel saber que no valía la pena pasar por la calle cuando él no estaba para silbarme, aquel deseo de estrangularlo; no sé, tantas penas agradables, tanto dolor dulcísimo que no he vuelto a sentir por nadie, ni siquiera por Antonio al que sin embargo quiero…
Porque tú, Xim, eras una parte esencial de mi fiesta. Si los años han sido tan crueles como para no permitir otra cosa que el recuerdo fugaz, si el amor sólo pudo dejar este frío en la cama de veinte años, y todo parece haber sido soñado a través de una humareda muy espesa, no por ello tiene que ser menos intensa la felicidad de los primeros días, cuando todavía no pensábamos en el tiempo y un hoy no quería decir asesinato del ayer, sino principio del mañana. Era algo muy bello eso de amar en silencio, de sentir aquel sabor a pecado al pensar en el amor, aquel temblor ante el primer posible desliz…
El temblor me fue confirmando una de aquellas mañanas de agosto, en la playa sólo para mujeres de Sant Miquel, cerca de los Astilleros, donde él, Xim Quadreny, corría junto con otros compañeros de gimnasio. Mañana de verano, única evasión de los que nos quedábamos en la ciudad porque no teníamos un chalet en el campo o carecíamos del tiempo libre para pasar unos días en cualquier balneario de moda. Los baños se llenaban hasta los topes de gente vulgar, cuerpos escondidos durante la semana bajo una rutina de trabajo y desasosiego, liberados momentáneamente bajo el sol sin que por ello dejasen de delatar —blancos y esmirriados— su procedencia de barrio. Cuerpos de mujer enjuta que acompaña a las niñas, casi siempre púdicas, mientras ella permanece bajo el toldo común, sin desnudarse y con las faldas remangadas, leyendo o haciendo calceta, o tal vez cotilleando con otras mujeres que también acompañaban hijas y tampoco se desnudaban nunca. El enojoso aislamiento de mujeres con mujeres y de hombres con hombres, no lograba impedir sus miradas hacia nosotras y las nuestras hacia ellos, ni alguna conversación por encima de la barrera que me separaba de aquellos cuerpos que empezaban a establecer para mí un nuevo significado de la palabra «chico» y de la necesidad que me inspiraba. Se me planteaba la repulsión de ser abrazada por un tipo esmirriado, de piel pálida, contra aquel deseo nuevo de que tu pecho, Xim Quadreny, me endureciese los senos con un contacto salvaje.
Jugaba a pelota con mis amigas sin hacer caso de los chicos de la otra playa, pero no conseguía aliviar aquella ansiedad que me consumía. Desde el merendero nos contemplaban los señores maduros, que llevaban camiseta para no quemarse con el sol; que hasta tenían que ponerse un pañuelo mojado encima de la calva. Y eran repulsivos y eran viejos y eran burla del cuerpo y me daban hasta náuseas. (Pero yo adoro el sol, Xim, cuando se ceba sobre tu cuerpo de gimnasta.)
Corrían niños en la arena más dura, a ras del mar engrasado por todos los aceites, toda la porquería de Barcelona que desaguaba en sus playas, de arena igualmente sucia a causa de los papeles, botellas y restos de comida que dejaban tras de sí los domingueros. Mujerucas gordas, más «fatis» que yo qué sé, se arriesgaban a bañarse muy cerca de la orilla y, encima, protegidas por enormes corchos pegados a la cintura. En la barrera del otro club, tu padre fanfarroneaba con Rafael, el del droguero, y Enriquet, el del dentista. Y todos me parecían una prodigiosa visión de energía en medio de un mundo de gente triste y agotada. Por primera vez en mi vida el poderío del cuerpo masculino se imponía a mis sueños infantiles; el cuerpo fuerte y bronceado de tu padre, del joven tan hermoso que fue tu padre, daba un nuevo cariz a mis quimeras sentimentales. Pues desde que descubrí el sudor de aquel cuerpo, desde que me asombré ante aquellos músculos hinchados en los ejercicios gimnásticos, empecé a comprender que debajo del esmoquin de los artistas yanquis, reyes de mis fantasías, habría también un pecho rotundo, sucio acaso de arena y algas, que me correspondía limpiar con besos apasionados…
—Hola, «chavea».
(Después me dijo que se había acercado por una apuesta con los amigos. Tía Matilda, toda vestida de luto, como siempre antes y después de aquella mañana, leía bajo el toldo colectivo el último fascículo de El hijo del Pueblo o Uníos todos los Humillados.)
—Yo no soy «chavea» —le dije—. Soy una señorita.
—No aguantas una puta broma, niña.
—Si son groseras, no. Tu hermano es más fino que tú, ¿sabes?
—¿Quién, el Carles? ¡Menudo memo!
—Y el otro, Sebastià, es más inteligente.
—¡Tira, tira! Un comunistón es. Au, ¿qué haces esta tarde?
—Y tu padre es más trabajador que tú. Todo el mundo lo dice.
—Para trabajar siempre hay tiempo. Tengo toda la vida. Dime: ¿qué haces?
—Iré al teatro.
—¿A cuál?
—Al Romea, claro. Mira, me voy. La Roser me llama.
—¿Voy?
—Si vas…, ¿dónde?
—Al teatro, esta tarde.
—Haz lo que quieras. ¿A mí qué me importa dónde vayas o dejes de ir?
—Te lo pago.
—No, mersi.
—¿Y eso?
—Es que voy con unas amigas.
—¿Las ratas de sacristía del veintiocho?
—Eso a ti no te importa.
—Pues mira, yo también iré. Y después de la función podríamos ir a la Fiesta Mayor de Gracia. Tal vez al entoldado de la plaza del Sol…, o a cualquier calle del barrio, que bailar en la calle es gratis. Bailaríamos un rato, subiríamos a la noria… ¿Te gusta la noria?
—Sí. Me marea, pero me gusta.
—Pues vamos juntos, au.
—¡Uy, no! Terminaríamos demasiado tarde. Además, no creo que mi tía me dejara.
—¡Qué tonterías! Te estás muriendo de ganas.
—¡Mira el vanidoso! No me muero de ganas. Si me muriera de ganas, iría. Pero como no me muero de ganas, pues no voy.
Al final salimos juntos, claro; pero ya era otro año. Las cosas empezaban a cambiar y yo también. Había habido muchos líos y manifestaciones y la policía sacó fusiles y ametralladoras en plena plaza de España y la gente iba por las calles en grupos que murmuraban consignas por lo bajo y de repente se ponían a gritar como salvajes; se hablaba de cambios de gobierno (casi todos los días estábamos en las mismas, cambiando diputados y ministros) y decían que estaban a punto de darnos el Estatut Català (o ya lo teníamos, no sé, porque la gente estaba muy contenta) y por todo el país habían quemado iglesias y la gente iba a votar, ¿sabes, hijo mío? Pero yo no sabía exactamente por qué y me parecía que lo que hacía falta era que volviese el rey, que siempre había sido muy bueno, según decían, y Sebastià Quadreny se burlaba de mí y decía que por suerte aún no tenía la edad para votar, porque un voto como el mío podía hacerle perder su confianza en la capacidad política de las mujeres. Pero yo quería mucho a Sebastià, porque no me trataba como los demás y siempre me decía que yo, como mujer, tenía unos derechos que nadie me había respetado más allá de los derechos naturales, quiero decir los piropos y los toqueteos; y él no se limitaba a decirme cosas bonitas y a intentar magrearme, sino que me quería instruir y aseguraba que yo era muy inteligente y qué lástima que en casa me hubieran obligado a dejar el colegio a los catorce años, porque tenía madera de mujer leída. Y me ponía como ejemplo a la Victoria Kent o Madame Curie o la Federica Montseny, a quien él conocía, pero yo hubiera preferido ser la Jean Arthur, que en las películas siempre salía haciendo de secretaria americana, muy deportiva, no sé si me entiendes, y trabajaba en oficinas muy lujosas, y eso quiere decir que también era independiente, como las demás, e incluso más moderna. Sebastià se había hecho de un partido político muy dado al extremismo y, según me contaba Xim, en su casa había dado continuos disgustos por lo que pensaba o dejaba de pensar. En la calle se habían instalado unas cuantas familias de xarnegos, y el señor Valls, el herbolario, plantó un letrero en la puerta de la tienda que decía que sólo vendía a los que hablasen catalán. La gente había perdido el juicio, y los catalanistas más radicales presumían porque parecía que el Estatut y el Estat Català o lo que fuese haría que las cosas marcharan mejor. Pero un día que el señor Valls, la tía, la señora Herminia y el pastelero murmuraron contra la República, pasó el andaluz del treinta y nueve y levantó el puño gritando: «¡Ya veréis cuando lleguen los nuestros!».
Porque, naturalmente, no todo el monte era orégano. Vosotros no os lo imagináis, porque no habéis vivido todo lo que vino después. Está visto que, en este país, no puede haber libertad, porque en seguida la confundimos con el libertinaje. Aquello tenía que terminar un día u otro; no se puede vivir siempre con tantos sobresaltos. Qué quieres que te diga: la tranquilidad es la tranquilidad, y entonces nunca estábamos tranquilos. No podías salir a la calle porque por todas partes había peligro de bombas, y los trabajadores siempre estaban en huelga —y no por cosas del trabajo, sino por política, que ya me dirás qué les importaba a ellos la política—, y además, entre los de la FAI y los de la CNT y los unos y los otros, iba una siempre con el corazón en vilo. El único de la calle que vio claro todo eso fue el señor Valls, que decía: «No hay que olvidar que esa República hizo lo de Casas Viejas. ¿Qué se puede esperar de un régimen usurpador de los derechos naturales de la Monarquía? Lo único bueno que ha hecho esa gentuza es dar un poco de libertad a Cataluña. Lo demás, ¡mierda! Y esperad, que si se mezclan los comunistas, estamos frescos. Ya veis que a mí ni me va ni me viene, porque lo único que puedo perder es la tienda, que son cuatro perras y las gracias. Pero tampoco es justo que te mates trabajando y luego se lo queden los vagos, como hicieron en Rusia. Aquí, lo que se necesita es que alguien ponga los huevos sobre la mesa y diga ¡Basta!, y haga una buena escabechina de partidos políticos y bandas de asesinos y todo eso…»
Así empezó el desenfreno que, con sangre o vino, sigue a la alegría de la fiesta. El año fue avanzando hacia Navidad y Reyes y también unos Carnavales locos. Festejos espectaculares, con mucha cabalgata por el paseo de Gracia, como después no volvimos a tener. Y, claro, más desastres en aquellos primeros meses del treinta y seis. Mientras, la crema de San José dejó paso a las mantillas de Semana Santa —tiros a la puerta del monumento de Belén, de la Casa de Caridad y de los Escolapios—, y de repente las caramelles y la salida de Pascua y el primer beso. Tendidos en la hierba, empapados los dos de la sangre del cordero blanco que habíamos inmolado, mientras los coros del grupo de Xim lanzaban al atardecer el caudal melancólico de sus canciones en una serenata perdida para siempre. Y yo: «Te he querido durante todo este tiempo; desde que era niña, Joaquín, te quiero…» Y él: «Saldremos los domingos al cine: los dos solos, estrecharé tu mano; otros domingos iremos a bailar y al día siguiente, temprano, cuando tú pases por delante de la tienda, yo dejaré el trabajo sólo para verte pasar, pero ahora mi sonrisa será distinta, te esperaré con otra clase de deseo…»
Y ese primer beso nunca podré olvidarlo; será como la fecha que marcará, para siempre, la primera conciencia de mi madurez de mujer.
Recuerdo perfectamente cómo empezó esa madurez. Recuerdo cierta tarde, un año antes de la guerra, en que la Pepita me vino a buscar para dar una vuelta por el Paralelo. Dicho así, de repente, asustó a la tía Matilda, que decía que ni pensarlo eso de pasear dos jóvenes decentes por un lugar de tanta perdición.
La Pepita me dijo al oído: «¡La hemos fastidiado!». Y entonces, como estaba claro que no había nada que hacer, pedimos a la tía que por lo menos nos dejara ir a ver otra vez Rose-Marie, que la ponían en el Walkiria. Nos hizo prometer que no pasaríamos de la calle Riera Alta y yo dije que bueno y me puse guapa, y cuando ya estábamos al final de Ferlandina, al dar la vuelta hacia la Ronda, Pepita se echó a reír y yo le pregunté que de qué se reía, y ella dijo: «¡Tonta! ¡Porque iremos al Paralelo y no se enterará nadie!».
Y fuimos al Paralelo, paseando y muy nerviosas. La tarde era dulce, de domingo otoñal, soleada a medias, ni caliente ni fría. Por la Ronda paseaba la gente del domingo, que parecía tener otro color. Todos muy bien vestidos, con la ropa limpia, las camisas de cuello duro —antes, cuando llegaba el domingo, la gente se vestía mucho— y la mar de contentos aunque al día siguiente tocase volver al trabajo. La Pepita refunfuñaba que, si estuviese en mi lugar, no haría tanto caso a Xim, porque era de ese tipo de hombres que hacen sufrir a la mujer que se casa con ellos. Yo le decía que de eso ni hablar; que Xim pasaría por el tubo como todos los novios que había tenido, que ya hacían buen número. Entonces Pepita me preguntó que qué se había hecho del Miliu. Le dije que no lo sabía ni quería saberlo; vamos, que no me importaba nada. Unos cuantos xarnegos nos silbaron y nos dijeron porquerías. Hay que reconocer que, eso, los catalanes no lo hacían; ya podía decir la Aurora, que era madrileña, aquello de que los catalanes eran sosos y como desustanciaos, que los xarnegos más valía que se guardaran los cumplidos para las mujeres de su tierra. La Pepita estaba conforme conmigo, pero decía que el Xim no se quedaba atrás en lo de grosero y deslenguado. «Xim —dije— es otra cosa. Es un chico muy mimado.» Y dijo Pepita: «Sí, vamos, la alegría de la casa». Y yo le dije: «O cambiamos de conversación o me voy…» En la cola del Walkiria estaba la Maria Lluïsa de la calle Montalegre, que al parecer aún no había visto la película. Y, mira por dónde, estaba charlando la mar de entusiasmada con el Miliu, ese pretendiente que yo había mandado a paseo. Al verme llegar, el pobre chico se quedó de una pieza, a punto de derretirse. La Pepita se moría de risa. La Maria Lluïsa nos dio un beso en cada mejilla y dijo que daba pereza ir al taller al día siguiente, y que todos los días tendrían que ser fiesta. Yo, para reírnos, le dije: «Anda, chica, que vas bien acompañada». La boba se puso colorada. Se ve que de mi flirteo con el Miliu no sabía nada, porque no captó la indirecta. Él no se atrevía a mirarme. Y he de reconocer que no estaba mal. Era larguirucho, pero tenía los hombros anchos, los cabellos negrísimos y los muslos duros como el hierro. Las chicas se lo rifaban y a mí me iba bastante; lo que pasa es que me había cansado de él. Muy sonriente le dije: «¿Cómo es que ya no vienes a bailar al Centro? Se te echa de menos». Eso sí que lo pilló la Maria Lluïsa. Me examinó de pies a cabeza con malicia y temor. Yo, claro, era un rato más guapa que ella; vamos, que ni pensarlo dos veces. La Pepita me pellizcó el brazo, porque la tontona de la calle Montalegre temblaba presintiendo un combate que no podía ganar; y el Miliu, que por lo visto me quería de veras, medio se agachaba detrás de la otra para no encontrarse con mis ojos. Nos despedimos de la parejita, y se puede decir que no hubiera pasado nada si la Pepita, que era chinchosa por naturaleza, no hubiese empezado a decir, a medida que nos alejábamos del Walkiria, que el Miliu sí que me convenía, que el Miliu podía llegar a ser jefe de sección de alguna sucursal del banco, que el Miliu era más alto que Xim, que eso y lo de más allá. No me convencía, pero de todos modos, se me ocurrió que era lástima que un chico tan mono como el Miliu perdiese el tiempo con una puritana que era socia de la parroquia de Santa Madrona, de la de Belén y de la del Carmen, además de un par de grupos sardanísticos, y nunca se dejaría meter mano por muy romántica que la pusieran las canciones de Jeanette MacDonald y el Nelson. Di media vuelta, y hacia el Walkiria otra vez. El Miliu, al verme llegar, volvió a ponerse pálido. La Maria Lluïsa, que jugueteaba con una crucecita que le colgaba del cuello, también se quedó de piedra. Entonces sonreí al Miliu, y como quien habla también con la pánfila, aunque ni la miraba porque bastante trabajo tenía con castigar al pobre chico, le pregunté si tenía que ver forzosamente la película. «¿Por qué me lo preguntas?», me dijo él, muy entusiasmado, tanto que le volvían los colores a la cara. Le dije que la Pepita y yo queríamos ir a ver el Paralelo, porque todo el mundo decía que estaba precioso; pero que, claro, dos chicas solas no quedaba bien, y que si nos acompañaba un hombre la cosa cambiaba. La Maria Lluïsa se apresuró a contestar: «Mira, guapa: yo tengo ganas de ver la película, que la quitan hoy y si no la veo aquí me la pierdo». Yo estaba segura de que el Miliu no perdería la oportunidad de acompañarme. Y dijo: «Yo iría con mucho gusto, pero…» La Maria Lluïsa, que parecía a punto de llorar, se hizo la dura y dijo: «No, por mí no te prives».
Al verme regresar con el Miliu, que no paraba de reír, tan feliz estaba, la Pepita se quedó con la boca abierta. Al pasar por delante de un bar, dije a nuestro caballero: «¿Nos invitas a palomitas?». Él dijo que no faltaría más; entró en el bar, y la Pepita y yo lo esperamos al lado de un quiosco. La Pepita aprovechó la ocasión para reñirme: «Eso está muy mal hecho, guapa. Porque no me harás creer que de repente te has vuelto a enamorar del Miliu…» Yo dejé los ojos quietos, como Marlene en El Cantar de los Cantares. «No, chica: el Miliu no me gusta ni tanto así. Pero, mira, dejarlo con aquella monja me daba no sé qué…» La Pepita me llamó de todo. Que no tenía corazón, que me estaba bien empleado el Getsemaní que me hacía pasar el Xim, que a los hombres no se los podía tratar como si fueran muñecos. Y yo le dije: «Si sólo es por jugar, mujer. Además, el Miliu nos pagará el gasto». Sin embargo, la Pepita parecía más bien picada y seguía refunfuñando que eso no se hacía, que eso de jugar con los hombres y estropear los flirts de las amigas era de mujer pérfida…
Seguimos paseando y el Miliu me contaba lo bien considerado que estaba en el banco, y también me hablaba de su madre, que quería verlo casado antes de morirse. Yo le miraba a los ojos e insinuaba una sonrisa de «mujer pérfida» —eso, según nos habían enseñado las vampiresas del cine, debía de ser la cosa más excitante del mundo— y sacudía la cabeza para conseguir aquel ritmo de cabellera que salía en las películas americanas. Estábamos ya cerca del Paralelo. En el Circo Olimpia había mucha cola; la cervecería Bohemia estaba abarrotada y los parroquianos, plácidamente sentados en la calle, tomaban el último sol del año. Dentro de dos días, pensé, las mesas dentro y el frío.
Topamos de repente con la alegría del Paralelo. ¡Estaba tan loco aquel universo de domingo por la tarde, tan loco y feliz, tan brillante y lleno de luces y musiquillas que se oían desde la calle! En todas partes había colas. Los cafés, los teatros, los cabarets y los cines estaban de bote en bote, y en las aceras había tal gentío que apenas se podía caminar. Miliu propuso entrar en el Molino a ver mujeres desnudas, pero a Pepita y a mí nos daba un apuro entrar por aquello que decían —y aún lo dicen— de que una chica decente no puede ir al Molino si no está casada o a punto de casarse o con novio que ya suba a saludar a los padres. En las atracciones Apolo sí quisimos subir. ¡Y qué chillidos! Sobre todo en las grutas, que caías en aquellas tripas de Lucifer y después pasabas por jardines muy frondosos donde había sirenas y enanitos y me parece que hasta el mismo Neptuno. La Pepita se sintió mal; pero ella se lo había buscado, porque teniendo la regla no hubiera debido subir a aquel sinfín de curvas y precipicios y subidas y bajadas y una metida en unos cochecitos que siempre parecía que iban a salirse de la vía y estrellarse contra las paredes. Después fuimos al tiro al blanco y el Miliu ganó una muñeca que llevaba un vestido azul celeste, lleno de volantes, y me la regaló. En el piso de arriba había música de baile y yo me acordé de un estribillo de la Gámez:
Diputada feminista soy
y cobro mil pesetas de jornal
aunque al Congreso casi nunca voy
lo mismo que hacen las demás.
El Miliu me preguntó si me gustaría subir a bailar un rato. Yo le dije que me parecía muy arriesgado, porque si alguien me veía podría contárselo a la tía y no era lo mismo verme bailando en el Paralelo que en una sociedad recreativa decente o en el Orfeó Gracienc, cuando me invitaban los señores Bofill, que eran abonados de toda la vida.
Además, lo que de verdad me apetecía era ver de cerca el ambiente del Barrio Chino. El Miliu se ruborizó cuando le pregunté si iba con mucha frecuencia al Barrio Chino. Dijo que sí, pero que le gustaba poco. La Pepita, que ya se había recuperado, le espetó: «Anda, que todos los hombres hacéis lo mismo». Y el Miliu se quedó muy extrañado y dijo: «¿Qué quieres decir?». Y la Pepita: «Pues que aunque lo negáis cuando estáis con nosotras, lo que os gusta de verdad a todos es ir al Barrio Chino y tratar con mujeres de mala vida». Entonces, el Miliu dijo a la Pepita: «A la dona de la vida, no la tractis malament, que abans de ser dolenta va ser dona de bé»,[2] lo cual era un versito de una función preciosa que se llamaba La dona de la vida, que la madre del Miliu y la señora Lola, la del principal del diecisiete de su calle, habían visto cinco o seis veces y de la que estaban siempre recitando fragmentos, porque antes la gente del barrio se aprendía las funciones catalanas casi de memoria o por lo menos sus versos más pegadizos para recitarlos en bodas o comuniones.
Y mira por dónde en la cola del Espanyol nos encontramos con el Xim. Estaba con Lluïset, el de la pastelería, y Joan y Salvador, el de la taberna, y al verme del brazo del Miliu se puso negro. Pero él quiso disimularlo y empezó a hablar con el Miliu como si nada. La Pepita, con aire burlón y tranquilo, los miraba a los dos y de cuando en cuando me miraba a mí. Debo decir que la que no estaba muy tranquila era yo. Claro que sabía disimularlo muy bien y encima iba atizando el fuego, diciéndole al Miliu que nos marchábamos, que se hacía tarde y que al Xim bastante me tocaba verle los días laborables para que, encima, tuviera que tragármelo también los domingos. Eso sublevó al Xim. Se acercó a la Pepita y le preguntó: «¿Vas con alguien, morena?», y ella contestó que iba con nosotros y que muy bien acompañada, por cierto. Y el Xim dijo: «Pues mira, ya somos cuatro». Y, sin más, dejó plantados a los amigos y se puso a hacer la rosca a la Pepita.
Paseábamos separados: el Miliu y yo delante, la Pepita y el Xim detrás. Yo estaba rabiando y procuraba volverme a la menor ocasión, y entonces veía que la Pepita y el Xim se reían la mar y parecían pasarlo muy bien. Y yo pensaba: «Ah, traidora, zorrón: para que una se fíe de las amigas…» Como la calle estaba abarrotada de domingueros, a veces nos perdíamos entre el gentío. Sin embargo, Xim procuraba también no perderme de vista.
La Pepita se daría cuenta de nuestro juego, porque intentaba hacerse la remolona y obligaba al Xim a quedarse rezagado. El Miliu me hablaba del banco, y yo lo contemplaba, tan peripuesto y con aire de ser muy ordenado, y ni siquiera se me hubiera ocurrido sospechar que, dos años después, tenía que morir como muchos otros en algún frente de batalla. Si aquella tarde nos hubieran dicho que meses más tarde comenzaría la parte más cruel de nuestra existencia, hubiéramos tratado al profeta de lunático peligroso. Aunque, según nos dijeron al acabar la guerra todo lo que tenía que venir estaba ya preparándose al margen de nuestro presente; todo lo anunciaba. Pero aquel domingo, dulce y feliz, nosotros vivíamos, y lo máximo que cabía esperar era que los «faieros» y los comunistas y los falangistas y todos los demás se fueran matando entre ellos y nos dejaran tranquilos a los demás.
Caía un crepúsculo muy dulce. Era la hora más animada y hacía dos que estábamos paseando. De vez en cuando yo miraba qué hacían el Xim y la Pepita, y él vigilaba qué hacíamos el Miliu y yo. Contemplamos los escaparates de la calle Fernando y después, en la plaza, bailamos sardanas delante de la Generalitat. El Miliu nos preguntó si queríamos ir a un sarao que organizaban unos chicos del banco. La Pepita iba a decir que no, pero yo dije que sí. Dimos la vuelta por la Vía Layetana y fuimos a parar a las calles, intricadas como un laberinto, que rodean a Santa María del Mar. Desde la escalera se oía la música de un tango que estaba de moda, y cuando estuvimos arriba Miliu pidió a los músicos que tocaran El Carrerito, que hacía «Chico, Moro, Taino, la barranca terminóooo…» Alrededor de la pista había dos filas de sillas en las que se sentaban las chicas, todas muy compuestas, como si estuviesen en una exposición; detrás de ellas se instalaban las madres, casi todas vecinas del barrio, que se conocían de ir todos los domingos a la sociedad o de acompañar a las niñas a otros bailes, y ya hablaban de ir a llevar flores a los muertos porque pronto llegaría el día de Todos los Santos. Los chicos, muy endomingados y con un montón de fijador en la cabeza, decían tonterías que a veces tenían su gracia. Xim saludó a uno rechonchito pero mono de cara y al que no volví ver hasta que, pasada la guerra, se convirtió en el señorón Llovet, se enriqueció mucho y me presentó a su mujer para que nos hiciéramos amigas y alternáramos juntas. Pero esto fue en otra época, en otro mundo, con otra Amèlia. Del techo del baile colgaban guirnaldas de colorines y hasta cambiaba el color de las luces, del rojo al verde, como en las revistas de la Pinillos y la Carvajal. Con el Miliu bailé Se va la vida, y como yo marcaba el tango como nadie nos hicieron corro, y el Miliu pidió que tocaran otro tango, que fue Bésame en la boca. Y yo sabía que las madres de las otras bobas empezaban a detestarme porque los chicos me miraban demasiado y a sus niñas nada. Terminados los tangos me encontré rodeada de diez o doce muchachos, la flor del baile, los cuales me rogaban —¡literalmente!— que «tanguease» con ellos. A algunos ya los conocía de vista, porque eran de aquellos que recorrían todos los bailes y entoldados de Barcelona, de Gracia, de Sants y hasta de Sarrià. Todos tenían la misma cara de hortera, un idéntico aspecto de mediocridad. Bailé a la americana con uno que era electricista y él me pidió si quería salir los sábados y yo le dije que no podía. Después un ebanista también quería que saliera con él o que fuéramos a tomar el vermut el domingo siguiente, y yo, para ver si lo espantaba, le dije que, en todo caso, tenía que ser con la tía; y él, lejos de espantarse, dijo que bueno, que aunque fuera con la tía, tanto le gustaba yo.
Xim había dejado a la Pepita y bailaba con las chicas que iban picando y que se puede decir que se lo rifaban, de simpático, fanfarrón y dandy que era. Pero ninguna se podía comparar conmigo y él ya debía de saberlo, porque me miraba aún más mosqueado que antes. Y por lo visto no se pudo aguantar, porque de repente se puso a gritar: «¡Baile robado, baile robado!», y dejó plantada a la señorita del vestido verde y vino corriendo y me cogió de un tirón, y mi cuerpo y el suyo estuvieron muy juntos por primera vez.
Y a veces todavía creo sentir aquel primer contacto de sus manos. Él estrechaba muy fuerte la mía, tirando de ella hacia arriba, y me hacía sentir violenta y nerviosa. Me iba meciendo de un lado a otro del salón mientras una parte de mi furia se calmaba y una serie de presentimientos prematuros me llenaban el corazón de una extraña dulzura. «¡Baile robado!», exclamó el zanquicorto de Llovet, y fui a parar a sus brazos y después a los del Miliu, que aún me interesaba menos que antes, que ya no existía. Y por encima de su hombro buscaba los ojos del Xim, que ya no bailaba con nadie y me miraba con expresión enloquecida. Volvió a cogerme, y sus ojos fueron como una especie de reto que yo no podía rehuir, que no quería dejar de aceptar. Me dijo: «¿Te apetecería un orange?», y yo apoyé la mejilla en su hombro y murmuré que sí, y me parecía, no sé, como si estuviese haciendo garabatos, sabiéndolo y dándome miedo, sobre las páginas en blanco de mi destino.
Miliu y Xim nos acompañaron hasta la entrada de la calle, pero ninguno de los cuatro dijimos ni pío en todo el camino. Me dolía un poco lo que había hecho con Miliu, porque ahora estaba claro que me quería mucho. Pero en mi interior no había ya lugar para la tristeza. Parecía como si un viento de verano hubiera soplado sobre un matorral seco, como si el vendaval del mundo se hubiera detenido y la calma reinara sobre todas las cosas, y la vida, además de una fiesta, se convirtiera en una especie de reino dulce y triste, con una tristeza que daba a las cosas un sentido más elevado que las acercaba a Dios. Porque cuando la tía dijo «¡Habéis tenido tiempo de ver cuatro películas, descaradas!», y yo, dejándola con la palabra en la boca, subí corriendo a mi habitación, era como si todas las cosas tuvieran otra dimensión, como si todo fuera nuevo. Y cuando saqué la fotografía que guardaba cuidadosamente en la mesilla de noche, un retrato que nos hicimos todos los niños y niñas de la calle seis años atrás, y acerqué los labios a la cara pequeñita del Xim de antes, tuve la certidumbre de que el amor era aquello y nada más; que al juntar las manos y beber un orange con el amado, empezaba el gran camino que tenía, al final, mi justificación única, impensada, gozosa…
Después del primer beso, yo sentía mucha vergüenza y no me atrevía a mirarlo a los ojos. Me dejé caer al lado de un pino y me aferré al tronco con fervor y empecé a notar que sus labios recorrían mi espalda e incluso me mordía, y yo me sentía angustiada, hasta que un perfume mezcla de retama y tomillo me hizo estornudar.
—¿De qué tienes miedo? —murmuró él.
Su sonrisa me embriagaba. Tenía todo el encanto de un chiquillo y yo le sabía infantil, mucho más de lo que pensaban los otros, y creo que al saberlo le amaba todavía más. Sentía una sonrisa de niño ilusionado como si fuera lo único que me hubiera faltado durante mi paseo entre las sonrisas del mundo (si él presumía explicándome fantasmadas y alardeando de borracheras y mujerzuelas que se lo disputaban, yo lo tomaba todo como una faceta más de su sonrisa de chiquillo, de infancia nunca perdida del todo pero jamás recobrada, su mejor refugio y al mismo tiempo su mejor recurso). Y le dije que no tenía miedo de nada y le aguanté la mirada, que era como un ruego.
—Casémonos —dije—. Casémonos pronto, Xim…
Cerré los ojos, y fue como caer en una enorme negrura llena de posibilidades.
—¿No te gusta que te besen? —dijo él, dándoselas de hombre de mundo.
Hundí la cabeza en la hierba y dije que no me gustaba nada que me besaran porque yo era una chica honrada. Entonces me acarició el cuello y volvió a besarme, con más dulzura aún, y sus labios llegaron detrás de la oreja, y las lágrimas que querían estallar estallaron de una puñetera vez. Él no me preguntó nada: seguía besándome por todo el cuello, y yo lo tenía ya, era mío, no lo perdería jamás. Entrelazamos las piernas, y nuestros cuerpos, unidos de modo que era imposible separarlos, rodaron por la pendiente, y él me mordía cada vez más abajo y yo no podía respirar, y cada vez que me restregaba recuerdo que yo profería una especie de chillido. Las cascadas del valle eran el único ruido que podía percibir. Al abrir los ojos, temblaban delante de mí amapolas, retamas y flores silvestres, y piedras grandes y troncos de árboles muy viejos, y piñas desparramadas entre la hierba, y cáscaras de piñones abiertos. Sonaban al viento las últimas canciones de las caramelles amigas; oíamos las carcajadas, los «déjame» y «no me toques» y «ya está bien, chico»; la gresca siempre igual y repetida que también se llevó el tiempo. Xim y yo nos habíamos alejado del grupo. Los chicos del Centro Catequístico daban puntapiés al aire, apagaban los fuegos con las botas, bebían vino a chorro, bailaban con Glorieta Comas o Esperançona Puig, mientras Marta Espí, la más fea del grupo, pedía orden y el señor Muntada, vocal de la junta, empezaba a pasar lista para comprobar si estábamos todos y podíamos volver a casa. Todo queda en mi memoria como un cántico muy lejano, otra melodía inolvidable de mi alegre año 36. Y los pulmones se me llenaban de una serenidad nueva, y cogía el cabello rubio de Xim y lo retorcía con todas mis fuerzas y quería gritar que me tomara entera, que hiciera crecer de una vez las flores de nuestro mayo. Parecía como si de la juerga de los demás y de mi deseo nacieran tonadas de cuplés cursis pero conmovedores. Sobre nuestra ciudad había un color amarillento, y a medida que levantaba la cabeza todo un mundo comenzaba a nacer, toda una sensación de que la vida estaba llena de nosotros dos, del aire, de la ciudad, del propio crepúsculo. Y cerraba los ojos y los volvía a abrir y los cerraba nuevamente, sólo para poder descubrir mil veces el mundo de los compañeros de Xim, sus canciones, la vida, el sueño y la muerte que latían en el fondo, en la ciudad repleta de luces chispeantes, detrás, en el valle ya oscuro, en lo más alto del cielo teñido de toda mi juventud, de toda la furia de Xim, de toda la alegría de aquel mes florido, cuando, al enamorarme, quise convertir el amor en una esperanza física e inviolable…
… y él dijo te quiero.
Yo sonreí, pero era una sonrisa que me quemaba.
… y él volvió a decir te quiero.
Involuntariamente recordé a una amiga chismosa que días antes había pasado por la tienda para cotillear y contó a la tía Matilda todo lo que Xim hacía o dejaba de hacer, es decir: «El hijo menor de los Quadreny les promete la luna a todas las bobas del barrio y ellas se lo tragan». Así pues, mientras él seguía besuqueándome el seno y yo comprendía que había llegado el momento de hacerme la estrecha, susurré: «Lo mismo le dices a todas» (y más que un reproche era una venganza). Y él: «Pero a ti te lo digo en serio». Y le pregunté si a las otras no, y él dijo que no, que las otras eran sólo para pasar el rato.
Entonces, antes de que nuestros labios se uniesen nuevamente, murmuré:
—¿Y cómo voy a saber que no soy de las de pasar el rato?
—Tú ya lo sabes… —dijo—. Lo sabes muy bien.
Continuamos abrazados bajo los árboles hasta que el crepúsculo se convirtió en noche cerrada. Después hay un viaje de regreso y un cine y otro cine y muchos bailes en sociedades recreativas y paseos Rambla arriba y Rambla abajo, con la tía Matilda o la Pepita haciendo de carabina; y hay paseos de los dos a solas y besos en un parque, y un verano que empieza y rumor de sangre y niños que hasta ayer eran compañeros de juegos y ahora van a morir en los campos de olivos, con miradas que maldicen el mundo mientras en la ciudad la sangre va sirviendo para fermentar no sólo odios y pasiones políticas, ni acaso solamente venganzas, sino una extraña forma de madurez, como una petrificación que le queda a una para siempre…
Se lo llevaron aquella mañana del 38; se llevaron muy lejos su sonrisa de niño acostumbrado a la felicidad, su mirada enardecedora, indiferente a cualquier necesidad de morir por algo. Las influencias del abuelo Quadreny con los mandamases de la Generalitat habían logrado que Xim pudiera quedarse en Barcelona los dos primeros años de la guerra. Después, cuando el desastre era seguro, tuvo que marcharse con otros muchachos que tal vez no eran tan rubios, pero sí igualmente tristes, igualmente destinados a la muerte. La borla del casquete le bailaba sobre la frente, y su rostro anguloso, al asomarse a la ventanilla del tren, hervía de excitación, como si fuera a un partido de fútbol. La máquina emitía un silbido agudo, frágil, que mezclado con el barullo de gritos, lágrimas y altavoces, formaban una masa sonora, como hundida en un nubarrón abstracto en el que sólo quedaba, como cosa concreta, la antigua angustia de todos nosotros: nuestra angustia dulce y provocativa en medio de una red de colores y ruidos que parecían a punto de hundirme en un pozo agitado.
Y en aquella estación inmensa, repleta de pancartas, soldados recién estrenados y mujeres llorosas, los altavoces lanzaban al aire canciones que aun siendo excitantes y bravías
aunque me tiren el puente
y también la pasarela
no lograban vencer el pesimismo y el dolor del mundo;
me verás cruzar el Ebro
en un barquito de vela
del mundo demasiado dolorido ya, demasiado carcomido por el llanto de los días que habíamos pasado y los que todavía nos quedaban por pasar. Y yo, en la gran fiesta del sacrificio de los más jóvenes, permanecía al lado del abuelo Quadreny y de la señora Pilar, que se cogían de las manos y tenían los ojos enrojecidos de tanto llorar, pues Xim era el único de sus hijos que aún no había sido llamado para ir a matar a aquellos que, por otra parte, queríamos que vinieran a salvarnos. Verònica, con la niña en brazos, pedía a todo el mundo que si veían a Carles Quadreny, ya fuera en el frente, ya en un hospital o bien —Dios no lo quisiera— en un cementerio, se lo hiciesen saber cuanto antes. Éramos cuatro figurillas llenas de duelo, llenas de muerte por aquella muerte repetida todos los días. Aquellos tres seres, mis futuros parientes, comenzaban a formar parte del universo convertido en sensación; y cuando estuvieron abstraídos del todo, como el propio universo, yo me dejé llevar por un impulso loco y comencé a chillar. Y él, con los dedos aferrados a la ventanilla, hurgando para hacerse sitio, me gritaba algo de otro tiempo, de otro lugar. El tren resoplaba. Una, dos, tres veces. Sonaron los coros que entonaban canciones de combate, distorsionadas por el fragor de los altavoces, que nos las hacían llegar por encima de las pancartas, los retratos gigantescos de los grandes jefes, el llanto de los que nos quedábamos y queríamos morir de una puñetera vez, de los que partían y querían una esperanza de vida.
—¿Qué dices? —grité.
Y él volvió a repetirlo, y los altavoces gritaban demasiado fuerte.
Los discursos no me interesaban en absoluto, te vas, Xim, te vas; lo demás es morir, y si tú mueres lo quemaré todo, te he de vengar de alguna manera a golpes de bayoneta o de hacha o aunque sea a mordiscos, malditos seáis.
—¿Qué dices?
Y nuevamente la voz que exhortaba al combate y yo gritando qué dices, qué dices, mientras los jóvenes que abarrotaban el tren chillaban que ganaríamos y algunos me decían bonita y guapísima en castellano, pero yo no los escuchaba; y la Pasionaria dijo ¡No pasarán! y toda la estación a la vez chilló ¡No pasarán! y Xim sin dejar de gritar mientras el tren arrancaba y yo no podía oírle y sus palabras tal vez eran de otro momento, de otro lugar…
mientras queden milicianos
los moros no pasarán.
Forcejeé entre la multitud, luché contra los brazos que se alzaban obstaculizando cualquier movimiento; cabeceé contra todos los vientres de madres llorosas, contra todos los niños que nacerían de días como aquél; levanté la cabeza por encima de la marea humana y, al descubrir el rostro de Xim en la ventanilla que se iba alejando, eché a correr embebida por la idea de que el tiempo estaba deteniéndose, de que aquel instante permanecería inmóvil durante toda la vida, fijo en mí, perteneciéndome enteramente. Y corría a zancadas enormes, con los brazos abarcando un aire espeso, infectado de humo y de sangre coagulada que le impedirían volver a ser azul alguna vez. Las manos se me abrían y cerraban, y mi canción estaba hecha de lágrimas y alaridos de despedida. Su rostro se perdía ya, era solamente un puntito que no podía oír mis gritos, y seguía diciendo: «¡No te entiendo! ¡No te oigo! ¿Qué dices?».
Y ahora era yo la que gritaba, era yo la que decía: «Te quiero, Xim, te quiero, siempre; vuelve, te quiero, Xim…»
Y corría detrás del tren, y le decía adiós con las manos, con la voz, con el corazón, con todos los miembros, toda la luz de un verano lejano, de una Pascua que la lucha había teñido de sangre. Y cuando el tren se perdió entre vagones inútiles, atrincherados a la entrada de la estación, yo, jadeante, me detuve. Permanecí un momento en el extremo del andén, fuera de la cúpula de hierro, bajo la mañana que nacía, mirando hacia el horizonte apestado. Entonces me di cuenta de que Sebastià estaba a mi lado. Salía del humo, como un fantasma, sin que nadie lo hubiera llamado ni nadie lo esperara. También tenía los ojos como si hubiera llorado mucho y barba de varios días. Nos abrazamos con mucha fuerza, mientras yo seguía llorando. «¡No hay derecho! —murmuré—. ¡Me lo matarán!» Y este pensamiento de la muerte de Xim todavía me irritaba más, sobre todo porque ni él ni yo nos habíamos metido nunca en política, pues nada de aquello nos importaba en absoluto. Sebastià me ayudó a caminar. Ninguno de sus discursos me servía de nada. Sólo me importaba la muerte del amado. Pero Sebastià también lloraba. Lo hacía sin ningún disimulo, y era el primer hombre que veía llorar. La multitud comenzaba a despejarse. «Me lo mataréis», dije.
—Uno más no importa —murmuró él.
Me deshice de su abrazo. Aquella figura, tan estropeada ya a pesar de su juventud, ni siquiera tenía alma para dolerse de la muerte de su hermano. Tenían razón los que decían que los rojos eran malos. Ahora empezaba a saberlo. No tienen sentimientos. Eché a correr.
—¡Espera! —gritó él. Y se acercó. Le dejé el pañuelo para que se secara las lágrimas—. Todo lo que está a punto de morir es mucho más importante que Xim…, más importante que tú y que yo… ¡Es el mundo que esperábamos, Amèlia!
Y yo pensaba: «Me lo mataréis, él, que sólo viva él y me basta, lo demás no me importa».
—Adiós —dijo Sebastià—. Él tal vez volverá. Pero la gran oportunidad… ¡Maldita sea, Amèlia!
No quise escucharlo más. Estaba harta de sus exabruptos, ideologías y puñetas. Eché a andar hacia casa; a empezar, de escondidas, una novena a santa Rita. Y desde aquel viaje de Xim hacia la muerte, los quejidos, los llantos, los cantos de guerra, los cantos de amor y de vida se mezclaron en un recuerdo que no tiene regreso…
Aquella madrugada de diciembre, cuando fusilaron a los curas delante del Hospicio, toda la calle se despertó y empezó a salir gente a los balcones y a las ventanas, y las vecinas lloraban. La tía Matilda y su prima Remei, que había venido a vivir con nosotras para hacernos compañía, saltaron de la cama, se pusieron el abrigo y me acompañaron a la puerta. Me devoraba una curiosidad que no podía ni deseaba reprimir. Oíamos gritar a los vecinos. «¡Han matado a veinte curas!» «Los había muy jóvenes… en el Hospicio, en el Hospicio, ¡pobrecillos!» «Los han asesinado. Los rojos los han asesinado.» «¡Calle, calle, pueden oírla los milicianos!» «¡Es que ya son demasiados crímenes!»
Tía Matilda lloraba apoyada en mi hombro. Yo intentaba vestirme con la mano que me quedaba libre. La curiosidad y el miedo no dejaban mucho lugar para indignaciones y frases hechas. Yo tenía todos los motivos para sentir curiosidad. Dentro de mí aún latía una visión que se me había quedado muy fija desde hacía tres días. Os hablo del Hospital Viejo. Tuvimos que cruzarlo cuando íbamos a buscar comida a abastos. Supe entonces que siempre hubo en la tierra algo que se parecía al infierno. Y al saberlo, abrí a la vez ojos y entendimiento, intentando conservar aquel instante para todo mi futuro, y sobre todo para el vuestro.
Vomité en un rincón del claustro en ruinas, al lado de un montón de cruces aplastadas. Pero seguí adelante. A partir de entonces, ni siquiera la muerte lograría que yo abandonara mi camino. Pisoteaba muertos, presos y heridos. Nunca hubiera imaginado que la carne humana pudiera resultar tan miserable y asquerosa. Allí, la carne valía menos que nada. El aire apestaba a llagas y supuraciones, los heridos levantaban las manos al cielo, me tiraban de la falda, no sé si para pedirme ayuda o porque, en su agonía, todavía tenían la locura de desearme. En el hospital casi no quedaba techo, y la noche anterior había nevado. La escasa nieve, convertida ahora en hielo, tenía un color de suciedad. A la tía le dio un vahído. La auxilié. A veces, los heridos cantaban. Dependía del grupo. Todavía eran aquellas canciones de esperanza en una victoria que no me importaba nada. Recordé muchas palabras de Sebastià Quadreny: libertad, mundo de iguales, instrucción para todos. Un paraíso. Pero lo que veía en el patio distaba mucho de parecerse a un triunfo. Era un espectáculo más repugnante que el de cualquier carnicería: por lo menos en el mostrador de la señora Lluïsa las terneras colgaban limpias, lucientes. El hospital, por el contrario, era una mezcla chapucera de miembros arrancados, pedazos de carne que una pisaba sin darse cuenta. Obstáculos imposibles de evitar porque toda la nave era esa montaña de cuerpos rotos, cuya sangre tardaba en secarse y, al hacerlo, permanecía fija en la carne, hasta que alguna miliciana se llevaba el cadáver o el brazo cortado. De repente me pareció ver a Xim. Fue un sobresalto parecido al terror. Dejé a la tía y eché a correr entre calderas de agua hirviendo que las milicianas utilizaban para desinfectar la ropa de los heridos. Me agaché al lado de un soldado sin piernas: un chiquillo muy rubio, con el cabello lleno de grasa, que tenía gran parte del rostro oculto bajo las vendas. Y no era Xim, pero yo empecé a llorar, con un llanto seco, de un desconsuelo muy raro y ya nada dulce. Y pensaba que tal vez mi amado no tendría siquiera la suerte de venir a morir en su ciudad, en la calle donde habíamos ido creciendo, donde nos prometimos todo el amor del mundo. Recogí a la tía y salimos a la calle del Carmen. En la iglesia de Belén no permitían la entrada a ningún paisano, porque estaban rematando su destrucción para ejemplo del pueblo. A todos los que se acercaban les pedían la documentación. La Rambla estaba llena de carteles con promesas, palabras de venganza y demandas de fe en una causa que yo sentía completamente muerta. No podía olvidar el hedor de la carne y los aullidos de los soldados al serles amputado el brazo o la pierna para acabar muriendo de todas maneras. Entonces encontramos a la señora Encarnació de la calle de la Boquería, que nos dijo al oído: «Rezad a la Virgen y tened paciencia: los nacionales ya están en Mora». Y yo temblaba al ver a algunos milicianos jóvenes que se paseaban por la Rambla diciendo piropos a las chicas y que tal vez se amontonarían pronto en una nueva pila de carne podrida. Y pensaba que Xim estaba luchando contra los soldados a quienes yo esperaba como salvadores. Y todo me parecía un contrasentido, una solemne estupidez.
Pero vuelvo al terror del Hospicio, a la noche helada en que mataron a los curitas…
Ya vestida, corrí junto a la prima Remei, que era más valiente que la tía Matilda. Las calles estaban completamente a oscuras, pero había mucha gente que corría, también, hacia el lugar de la matanza. A medida que nos acercábamos, amainamos el paso. Caminábamos rozando la pared, guarneciéndonos bajo los balcones. Dimos la vuelta por la calle Ferlandina. Los internados del Hospicio se habían escapado. Armaban jolgorio delante de aquel muro cuarteado sobre el cual se encaramaba una planta trepadora, de la que la madre de Xim decía que era más vieja que todos los miembros más viejos de la familia juntos. Los locos del Hospicio cantaban y bailaban encima de los muertos. Algunos curas eran muy jóvenes, tal como había dicho la señora Herminia. Antes de fusilarlos los habían desnudado, supongo que para que pasaran frío y mucha vergüenza. Tenían los ojos abiertos de par en par, con un último estallido de odio que no habrían podido cambiar por una brizna de amor hacia sus verdugos tal como manda la religión. El espectáculo era completamente negro, con linternas redondas que apuntaban discretamente sobre los sexos aún tibios, aún jóvenes. Pero aquellos cuerpos no me producían el asco de la pila desordenada en el Hospital Viejo, sino una extraña excitación en el pecho, como si Xim me lo estuviera acariciando aquel atardecer de una Pascua ya lejana.
De repente, se oyó un rugido de aviones. Los milicianos ordenaron que todo el mundo apagara las linternas. Todos nos quedamos quietos, como petrificados. Nadie parecía acordarse de los viejecitos que se habían escapado del Hospicio. Unos llevaban a cuestas a los otros, y las viejecitas jugaban con las gafas de algunos muertos, que, según me contaron después, todavía no eran curas, sino seminaristas. Viejos y viejas parecían cada vez más locos a medida que aumentaba el ruido de los aviones. Formaban un cuadro ridículo, masticaban palabras ininteligibles, gritaban risitas de niño. Empezaron a encenderse los reflectores: dibujaban en el cielo una cruz muy amplia que parecía la de la Feria de Muestras, en un Montjuïc de junio difícil de recuperar. Los cañones enviaban fuego a discreción. En una calle muy cercana cayó una bomba. Uno de los viejecitos agarró a una viejecita calva, con la cabeza llena de costras amarillas, y se pusieron a bailar una mazurca mientras los demás locos aplaudían y la gente, aterrada, corría hacia los refugios. Las bombas se acercaban. Yo arrojé a la prima Remei al suelo y le dije que hiciera como en las películas y no levantara la cabeza por nada del mundo. La gente chillaba y los viejecitos seguían bailando encima de los muertos. Sonaban las sirenas, la blancura de la noche se iba rompiendo con los haces de luz amarilla. La pared del Hospicio se derrumbó sobre los cadáveres de los seminaristas. Fue una caída atronadora, y pareció como si los viejecitos quisieran quedar sepultados junto a los muertos desnudos. Uno de los locos, el más jorobado de todos, que llevaba unos calzoncillos largos, cogió a una viejecita que iba en camisa de dormir y se la subió a cuestas, y así cargado fue saltando de un lado a otro, pisando los muertos y cantando a plena voz una canción de cuna. La vieja era muy gorda, iba pintarrajeada como una mona y movía mucho los brazos, de modo que perdieron los dos el equilibrio y rodaron por el suelo.
Dos viejos arrastraban a un seminarista por los pies; a otro, el más jovencito de todos, casi un niño, lo arrastraban dos viejecitas tirándole del sexo; pero antes de llegar a la puerta del Hospicio tropezaron con el cuerpo arrodillado de otra vieja y cayeron al suelo, riendo, chillando y cantando. Cuando cayó otra bomba sobre los locos, aquello volvió a parecer la carnicería del Hospital Viejo. Y yo temblaba y un espanto parecido a un beso me quemaba el pecho y tenía muchas ganas de chillar, pero no podía, y la Remei me tapó los ojos pero yo me empeñaba en mirar. Miraría hasta que lo aprendiera bien, hasta lograr que nada me diese miedo a partir de aquella visión. Allí quedaban los cuerpos hechos trizas, sangre y pedazos de carne, todo mezclado con restos de paredes y cuerpos desnudos que asomaban entre ellos. Y pensaba que tal vez Xim estaría en el Ebro, convertido en otro pedazo de carne desnuda, con su sexo confundido entre otros miles tan inútiles como los de los seminaristas fusilados. Y el amor y el deseo se mezclaban con el miedo y me parecía estar contemplando Barcelona desde lo alto; totalmente pura mi ciudad, como se me había representado desde aquel cerro de Pascua. Y en medio de bombas, gritos, llantos y canciones, regresaban los ecos gozosos de aquellas caramelles perdidas.
Y a los acordes de la alegría de ayer, los viejecitos locos comenzaron a matarse entre sí, y hasta mordían los cuerpos desnudos y arrancaban trozos de carne, sexos enteros que resplandecían entre los dientes ensangrentados mientras las bombas iban cayendo y por las calles vecinas surgían hogueras muy altas, deslumbradoras, pero sin la alegre vitalidad de aquellos fuegos de otro tiempo, en todas mis verbenas de San Juan…
Después regresamos a casa, saltando sobre otros cerros, pero esta vez de ruinas. La tía Matilda nos esperaba llorando a lágrima viva, muerta de angustia, pues temía que nos hubiese ocurrido algo malo. Sostenía, con poca maña, aquella pistola que nos había dejado un miliciano amigo nuestro, un valenciano que, terminada la guerra, se fue exiliado a Angers. Nos abrazamos las tres, sin fuerzas para ir en auxilio de las víctimas. La gente ya regresaba del refugio. Todo el mundo se detenía en la tienda y nos preguntaba si estábamos bien. Y el miedo. Mucho miedo aún por todas las bombas que debían venir, por todos los muchachos a los que aún tenían que matar. Pero un día, la Pepita, que se había ido a vivir con su tía de Sants, llegó a la calle corriendo como una loca, con los brazos abiertos, jadeando completamente sola, porque la gente se había escondido en casa esperando lo que, desde dos días antes, se anunciaba como la batalla definitiva. Y Pepita gritaba: «¡Ya están aquí! ¡Los nacionales! ¡Ya están aquí, chicas! ¡Los he visto en la Diagonal!».
Todo había terminado. Un día salimos a la calle y la vida volvía a ser muy alegre, y recorrimos la ciudad vestidas de falangistas y marcábamos un paso divertido y feliz. Pasado aquel desenfreno sin ton ni son, reanudábamos la fiesta de otros tiempos, y abríamos los brazos para abrazar a todo el mundo y nos arrodillábamos en una misa al aire libre, en medio de la plaza de Cataluña, y no nos hubiéramos cansado de cantar. Y los nacionales nos dieron pan y leche, cartillas de racionamiento y hasta zapatos. Y sabíamos que la pesadilla había terminado.
(Muy bien, mamá. Eso es todo lo que supiste contar. Una antología de estampas goyescas, que no carecen de cierto aliento épico, si tanto te empeñas. Preguntaré a todos mis amigos y me contestarán con escenas como la tuya, que han ido recogiendo a lo largo de su adolescencia, cuando ellos también querían saber por qué pasó aquello. Y sólo nos será cantada una epopeya a veces triste: una especie de gesta en la que habrá unas gotas, siempre adecuadas, de destrucción romántica. Pero yo me niego a aceptar que el desastre se produjera solamente para que pudiera nutrirse de él toda una generación de novelistas más o menos buenos, y unos cuantos lectores burgueses pudieran tener su novelización en sus bibliotecas «de lujo», al lado del whisky de importación. Yo quiero que me expliques qué se ganó y qué se perdió, por cuanto yo y todos mis amigos venimos precisamente de aquella historia y tenemos pleno derecho a que nos sea explicada limpiamente, sin trucos románticos, sin heroísmos de película. Y si vas a contarme siempre esta especie de retablo expresionista, es preferible que te calles de una vez e intentaré saberlo por mí mismo.)
¡Y vosotros no queréis creerlo! ¡Os burláis del drama que pasamos, decís que os deformamos la Historia y preferís leerlo en libros extranjeros, de esos que sólo han sido escritos para ahuyentar el turismo contando cosas espeluznantes que nunca han sido verdad! Os dejáis engañar por lo que ha quedado de aquella pandilla de asesinos y a nosotros, los que lo sufrimos en carne viva, nos acusáis de partidistas y vendidos. ¡Cuánto siento que pienses así, hijo mío; qué miedo me dais, tú y tus amigos, al hablar con tanta inconsciencia! Pero yo, entérate de una vez, necesito explicarlo a mi manera, necesito acordarme de todo con palabras que suenen a Apocalipsis y, al hacerlo, mi corazón tiene que encogerse sin remedio, ha de estar lleno de rencor y también de miedo, no sólo por el tiempo, sino por la posibilidad de que el tiempo pudiera repetirse. De todo lo que yo sé y quiero que sepas, esto es lo que más daño me hace; es una herida que no pueden curar los años ni tampoco la nueva felicidad que los años trajeron. Este fantasma de la guerra, los pechos martirizados, los hospitales llenos de gangrenas y los chiquillos que habían jugado conmigo desfilando hacia el frente; ese desfallecimiento de tantas horas haciendo cola por un pedazo de pan, de frío en noches sin mantas o el chirriar de los coches de la muerte arrebatándonos a seres queridos, a quienes nadie volvió a ver… No quiero que conozcas este terror, pero sí que lo sepas. Mis palabras parecerán anticuadas, parecerán cobardes y tal vez tú —como tantos compañeros tuyos, nacidos después de la guerra—, tal vez tengas tu parte de razón al tomártelo todo un poco en broma, como algo muy conformista e incluso retrógrado. Pero mis palabras tienen un pasado vivo, se alimentan de todo el tiempo que me marcó para siempre, de todos los cadáveres que tuve que pisar. No son palabras libres e improvisadas, ni siquiera brillantes; nunca serán frases deslumbradoras, muy chics, hechas aposta para exhibirlas en una reunión de alta sociedad. Pero deja que te las diga privadamente, como una dote que he ido ahorrando para ti a lo largo de esos años, incluso desde antes de que vinieras al mundo, esperando cada uno de tus días para arrojártelas con odio; no con amor, sino con odio, como algo incurable y predestinado que se lleva dentro sin saber por qué y que es preciso escupir día tras día. Es más fuerte que yo, ya lo ves; es algo que debo hacer, eso de hablarte siempre de lo felices que somos, de lo tranquilos que vivimos y de la suerte que tenéis, vosotros, al ser jóvenes y poder vivir la vida y divertiros en paz, sin miedo a huelgas, ni a atentados anarquistas, ni a «milicianos». ¿Qué más queréis, hijos míos? ¡Pero lo escuchas con tanta indiferencia! Lo escuchas como si pensaras: «Ya puedes ir hablando, ya, que para el caso que te hacemos…»; presintiendo, tal vez, que a nosotros, una vez acabada la guerra y con la paz bien asegurada, sólo nos podía quedar la condena de hablar de ella continuamente, como un tema preferido de tertulia para la sobremesa del domingo. ¿Acaso piensas que ha pasado ya demasiado tiempo desde entonces? Pues no hace tanto, aunque muchos se lo hayan dejado todo en él. ¡Ni siquiera la etapa de una vida entera! Una juventud, todo lo más. Pasar de la muchachez a la hombría sin detenerse en un intervalo de adolescencia, sin tiempo que perder en sueños ni nostalgia. Toda una posibilidad de adolescencia estropeada bajo las bombas y, después, bajo una reconstrucción pesada y triste. ¿Y aún querríais que volviera? A veces me parece que puedo leerlo en vuestros ojos. Como si en vuestros ojos hubiera una nueva amenaza: otros tres años, muchos más muertos, una infinidad de carne desgarrada y el sinfín de crímenes cotidianos. Nosotros, que sufrimos tanto, ¿habremos engendrado un nuevo sufrimiento todavía más temible? ¿No nos dejaréis llegar tranquilos a la vejez? ¿Acaso no consumimos bastantes cosas en todo aquello, Bruno? ¡Contéstame! Lo pienso, casi lo sé: nosotros, las víctimas de aquella monstruosidad, hemos parido el nuevo monstruo. Y acabaréis devorándonos, estoy segura.
Xim, que había pasado seis meses en un campo de concentración, regresó a la calle con una aureola deslumbradora, como ya nadie podía ofrecer en aquellos días. En su persona, tan elegante con aquel traje de mil rayas que se había comprado, Dios sabe con qué dinero, en un Madrid muerto de hambre y de fuego, no quedaba el menor rastro de desfallecimiento o desilusión. Su llegada arrebató a la calle en pleno: él fue objeto de nuestra primera adoración de posguerra. La estampa de su felicidad no contaminada, lanzada como un reto contra un muro donde todos los sueños se habían hecho pedazos, lo convirtió en el imán de nuestra esperanza y de nuestra necesidad de olvido, del mismo modo que antes de la guerra había sido el amor barato de las criadas y aprendizas del barrio. Su seducción innata iba acompañada por una simpatía inagotable; aún parecía un dandy y aún se le podía desear. Pero no vayas a creer con esto que mi amor, nacido y aumentado con los primeros tiros de la guerra y la lejanía, alcanzase ahora su punto culminante gracias a un romanticismo de novelita rosa. Yo ya no consideraba el amor como una ilusión de adolescente; ya no era una niña, y mi sentimiento era amor del grande. A fin de cuentas, tres años de guerra no habían dejado de ser tres años de vida, y tres años es mucho tiempo para una muchacha que está creciendo. Esta especie de ecuador cruzado entre miedos, privaciones y la esperanza de una victoria inmediata de cualquiera de los dos bandos, fuese el que fuese, mientras nos trajera la paz (es raro: nunca se me ocurrió pensar que en lugar de la victoria pudiera encontrarme con una muerte prematura y violenta, como les pasó a muchos de mis conocidos), acentuaron de tal manera mi madurez que a los dieciocho años yo era ya vieja. Y este sentimiento de vejez no provenía de un hastío prematuro (me refiero a eso que os pasa a los jóvenes de hoy), sino más bien de la madurez de mis deseos. De ese modo se da cuenta una del paso del tiempo, no de otro. Es decir, que ya no tenía ansias locas de cosas tan elementales como ir a bailar el domingo por la tarde o hacer una excursión con la pandilla del Centre, o tal vez que me dieran un beso en la mejilla viendo una película de Loretta Young. También dejé de escribir cartas al consultorio radiofónico cuando me parecía que la proximidad de algún chico vestido de soldado me turbaba excesivamente; entre las novelas rosas que había leído hasta entonces, ya no guardaba como reliquias divinas las fotos de mis artistas preferidos (ellos ni siquiera se habían dado cuenta de que nosotros padecíamos una guerra: continuaban al otro lado del mar, en Cinelandia, reproduciendo sus imágenes estáticas en miles de retratos que harían palpitar a otras niñas hechizadas, pero nunca más a mí). Muchos domingos me quedaba en casa, cosiendo al lado de la radio y escuchando por la noche los discursos de los nacionales (la radio bien escondida debajo del colchón, las ventanas bien cerradas), discursos que ya daban por segura su llegada, una esperanza alimentada días tras día… Así pues, al regresar Xim de la guerra se encontró con que yo era muy distinta de la panaderita de antes, la que él besó un atardecer de Pascua en el Tibidabo. Durante todos nuestros años, desde antes de la guerra, desde que yo había empezado a pensar en el macho y aprendido que era un elemento necesario, básico para mí, había admirado a Xim, presumiendo delante de él, fingiendo que lo desdeñaba, y todo para acabar llorando a lágrima viva sus groserías. Pero si digo que me encontró muy diferente es porque la guerra había destruido mis coqueterías y había inspirado un gran amor por aquel fúsil que luchaba en la lejanía de Castilla. Amaba, conscientemente ya, con sabiduría, al chico que evolucionaba hacia el hombre: que dejaba de ser el benjamín de los Quadreny para convertirse definitivamente y sin remedio (aunque los resultados fueran negativos, no cabía retroceder) en el hombre Joaquim Quadreny, capaz de amar, de hacerme madre: Rey.
Se decía que a tu tío Sebastià lo habían fusilado en una cárcel, y todo el mundo estaba conforme y se alegraba (a mí me dolía, porque él, equivocado o no, había creído en algo, y yo siempre he sentido un gran respeto por la gente que cree en algo). Los demás hermanos se habían casado antes de la guerra: Guillem, con una zarrapastrosa del barrio de Horta; Augusta, con un chupatintas que se hizo rico pasando estraperlo por la aduana —tu tío Enric, naturalmente—, y Carles con aquella heredera tan paleta y cargada de pretensiones que, como su padre tenía tierras en Vallarda y a ella le habían enseñado a servir el té con cierta finura, se daba aires de duquesa del Perifollo. La historia de este matrimonio es la mar de divertida. Tu tía Verònica, que era hija del alcalde del pueblo de tu abuela, no debió de imaginarse —o tal vez sí, cualquiera sabe— que al casarse con Carles Quadreny daría oportunidad a la yaya de propinar una buena bofetada al pueblo que muchos años atrás la había rechazado. Me refiero a cuando ella se enfrentó a las buenas formas casándose contra la voluntad de su padre con Tonet Quadreny, tu abuelo, que entonces era jornalero —pero antes había sido peón en Inglaterra y dicen que eso le ayudó a aprender mucho— y que conoció a la yaya Pilar cuando subió con unos amigos a Vallarda para la matanza del cerdo. Doña Pilar era muy amiga de la alcaldesa, porque habían crecido juntas y con la misma nodriza, y de jovencitas siempre habían dicho que cuando se casaran y tuvieran muchos hijos los casarían para juntar las tierras y agrandar los dos apellidos. Pero por lo visto no contaban con que tu abuela conocería a tu abuelo y todo se iría a la porra. ¿Verdad que es bonito? Pues mira, el resto ya puedes imaginártelo: doña Pilar se escapó con Quadreny y nadie supo más de ella hasta que, muchos años después, subió al pueblo con sus hijos, ya mayores, para tomar posesión de lo que le tocaba de la herencia de su padre, que murió de la innombrable. El pueblo, al verla tan señora y saber que los negocios de su marido iban viento en popa, la acogió nuevamente y su antigua amiga invitó a toda la familia a comer. Tu tío conoció a la Verònica, se enamoró (aunque nunca sabremos si fue de verdad o por interés) y ya todo quedó hablado. Por lo visto, en los pueblos pequeños las cosas iban así. Todo era como una especie de círculo cerrado, una especie de contrato entre los miembros de las familias más respetadas.
Verònica y Carles llevaban mucho tiempo casados. Un día ella me llamó y me invitó a tomar café —tener café del Brasil, recién terminada la guerra, era un privilegio, y grande— y empezamos a pasar revista a toda la familia y a las amistades, bien sentadas en el saloncito de muebles afelpados mientras sobre la alfombra bostezaba un gatito desmemoriado, de los que habían pasado la guerra y la habían terminado sonados como algunos boxeadores. En esa primera época de nuestras relaciones, yo tenía más confianza con Verònica que ahora, porque éramos jóvenes —aunque ella menos que yo, que conste— y la experiencia de la que yo carecía, ella la tenía de sobras o, por lo menos, lo parecía; de modo que sus consejos, muchas veces impertinentes, acababan haciéndome bien.
—Dime, Amèlia, ¿verdad que somos amigas, amigas?
—Claro que sí, mujer. ¿Por qué lo dices?
—Pues mira, como soy amiga tuya y tengo mucha más experiencia que tú, porque llevo cinco años casada y esto, créeme, enseña mucho; como soy amiga tuya, quiero darte un par de consejos…
—Ah, bien. Consejos.
—Escucha: en la carnicería me han dicho que Joaquim te quiere pedir…
—Bueno.
—Ah, no: bueno, no. Tienes que pensarlo muy bien. No creas que la cosa es tan fácil.
—Tampoco me parece que sea tan difícil…
—Porque todavía eres una niña… Sí, sí, tan pollita como quieras, pero una niña al fin y al cabo. Escúchame bien: el matrimonio trae muchas responsabilidades, más que nada en el mundo. Mira, tendrás un hombre que será para siempre…, ¿sabes qué quiere decir para siempre?
—Sí, para siempre quiere decir para toda la vida.
—Y aún más. Porque, mira, la vida se acaba, vosotros dos termináis, pero quedan los hijos y vosotros tenéis que quedar en ellos. A ver si me entiendes: los hijos serán lo que vosotros queráis que sean, lo que seáis vosotros. Para siempre quiere decir eso.
—Bueno. Pues para siempre.
—También has de estar segura de que el hombre responda.
—Xim me quiere con locura.
—¡Con locura, con locura! ¿Y tú cómo lo sabes, vamos a ver?
—Mujer, porque me lo ha dicho. Además, se le nota.
—¡Se le nota, se le nota! ¡Mira que sois pánfilas las chicas de ahora!
—¡Anda que tú! Cualquiera diría que eres tan vieja…
—No, no, pero yo soy una mujer casada y tengo un hijo y espero otro, y todo eso quiere decir responsabilidades y sentar la cabeza. Y ahora voy a decirte cuatro verdades, porque quiero que las sepas antes de casarte. Tu prometido es un cara y un veleta y un tenorio. Quiero decir que no se parece en nada a sus hermanos, que por lo menos son serios y se preocupan por el negocio y la familia. Y aún se parece menos a su padre, que aunque está más loco que una cabra y habla de una manera muy vulgar y no va nunca a misa, es un hombre que ha levantado el negocio y lo ha sacado adelante y, si tuviera años de vida, levantaría otros dos. Tu novio, para que nos entendamos, es un perezoso que no sirve para nada y ni ganas tiene de servir. Para las fiestas es el primero, y como guapo el que más, pero no le pidas otra cosa… ¡Ni la guerra lo ha espabilado! ¿Cuándo lo has visto en compañía de su padre, a las siete de la mañana, a recibir a los obreros, como se ha hecho siempre en Barcelona? Mira si le tira el trabajo, que ni por un negocio que el día de mañana puede ser suyo es capaz de preocuparse. Y una casa, Amèlia, un hogar, hay que levantarlo con el trabajo y en la piedad del Señor. Un hogar tiene que ser trabajo y ha de ser del Señor. ¿Qué me dices a eso?
Pensé: ¿Y qué quieres que te diga? Todo eso lo sabía, me lo dijeron otras personas antes que tú, y me lo repetirán muchas más. Pero él me mira y tú eso no lo tienes. Nos besamos, nos besamos mucho…, y eso es solamente nuestro. Y Dios está dentro de esto y yo lo siento. Nos miramos, y eso es grandioso. Y tú no lo tienes ni lo tiene nadie. Cuando toca tangos al piano para que yo los oiga y pinta el mar para que yo lo vea y me promete que algún día nos alejaremos de todos vosotros, es como si tú no tuvieras nada…, como si vuestro maldito negocio no fuera nada ni tampoco fueran nada tus muebles afelpados, tu café de estraperlo o tu gato desmemoriado por la guerra… ¡Yo lo tengo, lo tengo y es mío! Y tú no sabes nada si no me envidias. Ni tú ni nadie. Y no me importa que todo el mundo quiera saberlo y nadie lo consiga…
Porqué de repente, sin que pudiera explicármelo, necesitaba verlo con más frecuencia y, después, a cada momento; así, los días seguían pasando y me acostumbré a necesitarlo. Me bastaba tenerlo acurrucado a mi lado con la cabeza apoyada en mi regazo, o tendidos los dos bajo el sol de mayo cuando salíamos de excursión, o escucharlo boquiabierta cuando me contaba que su gran sueño había sido ser pianista, pero que su padre lo obligó a entrar en el negocio y adiós al sueño. Y me hacía rodar por el suelo y la hierba me acariciaba la piel y tenía el cabello rubio como el oro y como el propio sol y su pecho era tibio. Nos colocábamos en cruz y él me tapaba la boca con un beso, y si abría los ojos, veía que los árboles y las nubes se movían como empujados por un milagro de mis deseos. Bastaba una mirada para que el mundo iniciase una danza dulce y moderada, pavana para una fiesta muerta que dejase paso a otra fiesta más íntima, que sólo nos comprendía a Xim y a mí. Y pensaba: te amo, te amo, te amo; y todo existía: el cielo y la tierra y los árboles y la retama y el sol, todo…
Pasado un año, Barcelona empezaba a recuperarse de aquel intermedio caótico. Brigadas de hombres aparentemente resucitados —se decía que eran prisioneros de guerra— limpiaban las ruinas de las calles, los montones de tierra entremezclada con huesos, vigas, maderas; todo con un color de sangre y un sabor a bomba y el recuerdo de aquel silbido que hacían al caer. Las mujeres andaban más despacio, vestidas con más sencillez, con aquella moda nueva de los hombros muy anchos y la falda más corta y los peinados que se llamaban «Arriba España» porque formaban como un promontorio sobre la frente. La tía y yo, que siempre habíamos ido a misa y podíamos demostrarlo, no tuvimos molestias con los vencedores; sólo el engorro que significaba tener un sargento durmiendo en casa, porque, como llegaban tantos, era natural que los fueran colocando aquí y allá. A pesar de que se nos pretendía esperanzados por aquel resurgir, todavía nos mirábamos todos con algo de miedo, como si los espectros no se hubieran desvanecido completamente ya y nunca pudieran desvanecerse. Me hice falangista, como casi todas las chicas del barrio, y desfilé por la Diagonal muy flamante y satisfecha, no porque me importase demasiado —daba igual un color que otro—, sino porque gracias a la camisa azul tuve una cartilla de racionamiento con la que me daban más cosas que con la normal, de modo que las penas y privaciones propias del momento no fueron tan críticas como hubieran podido ser. El descubrimiento de la vida a través del amor iba completándose con la reanudación de algunas cosas que habíamos tenido antes (pero no las funciones catalanas del Romea, ni revistas y periódicos en catalán, ni, por el momento, sardanas, pues todo cuanto sonaba a nuestra lengua de ayer quedó terminantemente prohibido, como un peligro de muerte). La vida resurgía, y la aparente resurrección, casi cínica, era como una cabalgata de espíritus agrisados a los que el viento se entusiasmaba en azotar; espíritus que se acurrucaban entre los edificios de esqueletos zigzagueantes que lucían heridas mortales y revelaban la intimidad de muchas habitaciones que, a partir de las bombas, se exhibían abiertas por la mitad, colgajos para satisfacer la curiosidad pública. Aquellos despojos se convirtieron en el decorado más habitual de nuestros paseos: decorado siniestro bajo un cielo libre ya de amenazas, pero que derivaba sobre rostros que aún parecían resentirse de la pesadilla pasada; como si nadie pudiera creer en la intimidad a partir de entonces, como si el tiempo dejase en suspenso todas sus promesas del ayer. Ruinas y más ruinas por encima, por debajo y por dentro de aquella ciudad herida en la que yo, triunfante y nueva, creía en el amor. Y Xim trabajaba y nos afanábamos en los preparativos de la boda. Iba quedando atrás una etapa de amor juvenil que necesitábamos consagrar en una madurez presente. El matrimonio sería la confirmación de nuestra madurez y nuestro amor en una ciudad que volvería a ser nueva y espléndida. En una era adornada con una paz y una prosperidad que, al igual que nuestro amor, no se acabarían nunca…
Empezaron a construir las iglesias derribadas y mi altar se terminó a tiempo para convertirme en esposa. El matrimonio. Tenía un sonido dulce y aterrador a la vez, esta cosa tantas veces soñada que yo imaginaba como un abismo muy negro, más allá del cual ya nunca caminaría sola. Es una culminación —pensé—; a partir de ahora, a partir de su cuerpo, acabaré yo… acabo… el camino de ir sola se rompe, mueren todas las cosas que sólo se llamaban Amèlia. No es un principio: es el fin; a partir de ahora el sendero es otro, diferente y desconocido: es una escalera que habrá que hundir en las profundidades del abismo…
El día anterior (nervios, invitaciones, preocupaciones de los preparativos, amigos que te felicitan y quieren ver el piso) había sido como una pausa entre la realización del sentimiento guardado desde hacía muchos años y el miedo de la primera oscuridad, cuando la ropa pierde su significado real y el tiempo retrocede siglos y siglos, hacia la primera aurora de la Creación. Aquel día de vísperas había sido como el río que hay que cruzar y en el que es preciso beber, donde hay que zambullirse en busca de los grandes misterios del amor físico mientras el reloj avanza implacable hacia la destrucción de todos los sueños de amor azul, derrotados por la realidad única de un Dios hecho carne: la realidad de dos cuerpos en choque, y apenas más.
La tía Matilda, que se había pasado dos semanas llorando, habló con el padre Llassart, que confesaba en el Carmen, y el padre Llassart aconsejó a su vez a la madre de Xim, y por eso, según palabras de la propia doña Pilar, ésta me llamó a su habitación, que era respetada como una especie de santuario y en la que ella administraba el negocio, revisaba las cuentas y rezaba por el bienestar de todos y también para lograr que Dios perdonara el Purgatorio a los miembros de la familia Quadreny y de la familia Roure de dos generaciones a esta parte. Una habitación donde no entraban todos los que querían y en la que destacaba ella, la gran Quadreny, severa a más no poder, aunque para fingirse «cariñosa» pidiese a las prometidas y esposas de sus hijos que la llamaran, de entrada, «yaya». Allí, dispuesta a darme muchos consejos, encontré a la vieja de piel áspera, con olor a Pirineo, rostro y expresión augustos, ojos que siempre miraban fijamente, tanto, que pocas personas lograban resistirlos mucho rato seguido; ella, tu abuela, de sonrisa estrecha, fingidamente comprensiva, intentando abrirse a la severidad más que al amor.
Después de besarle la mano, me ofreció confites, y yo no tomé ninguno porque sabía que los guardaba desde hacía más de un año, tan tacaña era; pero le di las gracias y me senté al otro lado de una alfombra ovalada. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Ella balanceaba la mecedora de cáñamo y acariciaba las cuentas de su rosario de los días laborables: quiero decir el rosario de madera, no el de cristal, pues éste lo guardaba para las procesiones, los entierros y las Semanas Santas. Apenas si movía los labios, como si su plegaria en catalán fuera solamente un pensamiento que nadie habría advertido a no ser por el paso, muy rápido, de las cuentas entre sus dedos. Eché una ojeada a los rincones de la habitación. Era un mundo formado por recuerdos de alta menestralía, imágenes que la guerra también se había llevado. Se amontonaban todos los santos imaginables. Santa Rita para los imposibles, san Juan para las curaciones difíciles, san José para la comprensión de los pecados del prójimo, la Virgen de la Merced y la del Carmen porque ella formaba parte de sus cofradías; una santa a la que aserraron por la mitad y por eso aparece siempre empapada en sangre, para la menstruación; san Pancracio para que nunca faltara trabajo; santa Eulalia y san Jorge porque eran catalanes. Había también algunos discos, sobre todo de cuplés y de ópera: Raquel, la Serós, la Alonso, Caruso, Tito Schippa, la Galli Curci (a los abuelos, que solamente habían ido una vez al Liceo y todavía al cuarto piso, les gustaba mucho el Addio alla vita y el Vissi d’arte) y hasta un par de Gardel, a quien no despreciaba tanto como al resto de cantantes «modernos». En una parte de la habitación colgaban tapices antiguos, muy apolillados, que doña Pilar había heredado con las cosas de Vallarda, junto con el pequeño baúl de madera carcomida en el que solíais esconderos tú y la Neus de la Verònica, cuando todavía erais tan chicos que aún no habían nacido ni Carlitus ni Glòria, y naturalmente, nadie podía sospechar que aquel baúl fuese de época gótica. Más allá había un aparador de madera buena, lleno de cubiertos de plata y juegos de mesa de estilo chino y jarros de cristal de Bohemia y una cajita de música que el abuelo Quadreny compró en Inglaterra, y otra cajita de música que cuando se abría tocaba un vals; y un quinqué de pantalla azul que nunca funcionaba, y mucha lencería en la cómoda y cuadros históricos como aquel de cuando Juana la Loca se fue por esos mundos siguiendo el cadáver del marido, o aquellos otros de guerreros medievales luchando contra los moros junto a un río, y me parece que hasta uno de los comuneros en el momento de matarlos. Había, además, aquellos tapetes que hacía doña Pilar cuando tenía tiempo, y una cama cubierta con una colcha sobre cuyo paisaje, formado por preciosas columnas de las que llaman clásicas, danzaban varias pastorcillas con miriñaque y tirabuzones a lo María Antonieta. Pero todo ello estaba muy raído, como respondiendo al abandono de la cama (había sido la de Sebastià, pero nadie había vuelto a abrirla, porque desde que Sebastià huyó a París doña Pilar dijo que para ella estaba muerto, y bien muerto).
Y ella. Siempre arreglada, pero limpia. Recta como una escoba recta, pregonando una actitud de orgullo jamás doblegado ni por el hambre ni por los años que traerían más hambre y más muertos: años que iban cayendo sobre ella, uno a uno, y que el paso del rosario controlaba pausadamente. A veces, conseguía pasar las cuentas a un ritmo demencial. Por lo visto era cuestión de práctica. Las aplastaba con gran seguridad, con tacto violento, como si su fe dependiera de tenerlas bien apretujadas. Ese día, cuando el último granito de madera dejó atrás la última plegaria, levantó la mirada y me invitó a decir juntas las letanías y un credo por todos los muertos, amigos o desconocidos, aunque no por Sebastià, pues también prometió excluirlo de sus plegarias universales mientras fuera rojo y ateo. Al acabar, doña Pilar dijo aquella frase clásica de que los vivos necesitaban las oraciones más que los muertos porque, ella lo sabía perfectamente, sus muertos tenían que estar en lo más alto del cielo, tanto había rezado por ellos. Recogió los rosarios y los convirtió en un puñadito que besuqueó mientras los guardaba en la cajita del vals, que tenía la tapa anacarada con dibujos de lagos principescos, palacete de mármol al fondo y un parque delicioso. Era un feliz recuerdo de segundas nupcias, porque la abuela Pilar y el abuelo Roc, antes de la guerra, recorrieron media Europa y vieron muchas cosas, en un viaje del que todavía hablan los más viejos de la calle.
—Sé que te has confesado. He estado haciendo el Mes de María con el padre Llassart y me lo ha dicho. Pero dime: ¿sabes por qué te he mandado llamar?
—Sí.
Bebió sorbitos de una limonada maloliente. La limonada también la guardaba toda una semana, para ahorrar. Por eso no quise.
—Tu tía Matilda ha venido a verme… Es muy creyente, ¿verdad?
—Yo diría que sí. Se pasa el día en la iglesia y reza por todo el mundo… Muy creyente, sí.
—Y muy buena. Tiene mucha devoción al Cristo de Lepanto y eso es prudente, porque el Cristo de Lepanto es como un camino que conduce a la adoración de los demás santos y los otros Cristos, ya que hay que adorarlos a todos, porque cuanta más influencia tengas cerca del Señor, mejor. También sé que tiene mucha devoción a santa María Magdalena…, lo cual es más discutible, porque la vida que llevaba antes de ser santa… —esbozó una sonrisa de conejo—. Eso en el caso de que nos sea permitido discutir el santoral, claro. Pero ¿qué quieres?, por lo visto siempre ha de haber gente que prefiera a un santo sobre otros.
—Sí.
—Tú eres muy creyente, ¿verdad?
—Bastante.
—A tu edad, una chica ya debe saber qué es el matrimonio… ¿Lo sabes tú?
—Me parece que sí. El matrimonio es amor.
—¡Bueno, bueno! Y muchas otras cosas, Amèlia. El amor, para que nos entendamos, viene a ser lo menos importante.
—¿Qué quiere decir con esto de lo menos importante? Para mí es lo que más. Ya me lo ha dicho el padre Llassart: que yo tenía que ser una esclava de Xim, que desde ahora dejaba de pertenecerme a mí misma… Mire, yaya: como máximo puedo lograr ser esclava por amor, pero nada más.
—¡Pero, niña! Tú tienes que ser esclava no por el simplón de mi hijo, sino por la conservación y perpetuidad de un hogar cristiano y catalán. El amor es necesario, claro, pero lo más importante son los deberes que tendrás que cumplir, con amor o sin amor. El matrimonio, Amèlia, significa muchos deberes.
—Sí, claro, eso también.
—Y tú ya sabrás que hay veces en que… una esposa cristiana… Bien, dejémonos de rodeos: lo que sucede la primera noche es una mancha en la pureza del amor y del matrimonio…
—Me lo imagino.
—Una esposa cristiana ha de permanecer casta aun dentro de esta obscenidad inicial; ha de saber sublimar su pecado mediante el recogimiento…
Toda yo temblaba.
Doña Pilar se levantó y vino a mi lado. Me acariciaba la frente. Cuando quería, era muy empalagosa.
—¿Verdad que no hará falta que te pregunte si eres pura?
—No. Soy pura.
—¿Nunca has pecado contra Dios?
Desvié la mirada hacia un mantel blanco, que el tiempo y el polvo que subía del almacén habían vuelto amarillo.
—¿A qué clase de pecado se refiere?
—Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—Pues de esta clase, no.
—¿Ni siquiera con mi hijo? ¡Mírame, Amèlia!
Encontré sus ojos. Eran duros. No fuertes; no solamente fuertes, sino, sobre todo, duros.
—¿Sería tan grave que hubiera pecado con el hombre que mañana será mi marido?
La sola idea de aquel pecado me encendía la sangre con una violencia que no podía frenar. Hacía demasiado tiempo que lo esperaba; ya odiaba el tener que contentarme con una mano que te aprieta el seno o sube por el muslo, en la última fila de algún cine de barrio. Doña Pilar debía saber que mi único pecado era un deseo que no tuve bastante valor para satisfacer.
—Sería lo más grave del mundo. Sería estropear vuestra vida en común. Os sabríais tan pecadores, que cada vez que quisierais amaros os daría asco por lo que osasteis hacer antes de estar bendecidos por el Señor.
Me encogí de hombros.
—Ese pecado no lo he cometido nunca. Soy pura, créame.
—Pues bien. Lamento en el alma verme obligada a reconocer que tu futuro, mi hijo, no lo es.
Callamos. En el patio se oía el rumor del agua que corría por las tuberías de los retretes. Dije:
—Eso ya se sabe. Los hombres nunca son puros.
—Sí, sí. Pero, mira, tu tía quería que yo te lo dijera, que supieras que al encontrarte con Joaquim no te encontrarías ante un marido tímido y asustado, sino…, no sé, digo yo… con un hombre acostumbrado a ciertas obscenidades, esas porquerías cuya sola mención da tanto asco. Para ellos, los hombres, todo es muy sencillo; pero para nosotras, las mujeres decentes, el sexo es algo repugnante. Por eso somos mártires: el sexo, para nosotras, sólo ha de ser el martirio que debemos sufrir para servir a Dios trayendo hijos al mundo.
Pero a mí se me encendía la piel cada vez que Xim apretaba su pierna contra la mía. Por eso pensé: ¿martirio? Pues que lo sea. Que Xim me destroce bajo su cuerpo, que me abra a cuchilladas, si quiere. Pero yo voy a él con plena consciencia, voy porque quiero, no por Dios, ni por el mundo; voy porque necesito su cuerpo, el calor de sus piernas; porque necesito lamer la arena mojada de su pecho…
De repente, doña Pilar cambió de expresión y esbozó una especie de mueca tristona.
—Tú quieres a mi hijo, ¿verdad? ¡Qué tonta soy! Claro que os queréis…, ¡no hay más que veros! Os queréis, eso se nota… ¡Claro que sí! —Se entristecía. Me acarició los cabellos—. ¡Qué bonita eres, Mèlia! También sé que eres una buena chica. Mira, yo quisiera que me entendieras…, no es muy difícil, no… Para Xim, yo deseo lo mejor del mundo. Para mis otros hijos también, huelga decirlo, pero Xim… todavía es un niño, es como una criaturita. Yo… no sé… A ti te lo puedo decir: yo le quiero más que a los otros tres, más que a la chica incluso. Y no es que a los demás no los quiera, Dios sabe que no es eso… Los quiero, claro, todos son hijos míos, pero Xim es más… no sé… se parece más a mí. Yo también escribía versos y funciones de teatro, incluso de tema histórico, no creas, y me gustaba actuar en ellas, en papeles de reina… ¿Nunca te he enseñado unos gozos a la Virgen María que escribí cuando criaba a Augusta? ¡Xim, además, es tan meloso! Se hace querer; y yo, ¿qué quieres?, soy mujer. Cuando tú seas madre, ya me entenderás: un hijo cariñoso, que te mima y hace carantoñas después de haber pasado el servicio y una guerra, ¿cómo no vas a quererle más que a los otros? Además, Xim necesita una mujer muy fuerte, una mujer de verdad, Mèlia, porque de lo contrario… ¡Bueno, vaya! No quiero asustarte, no intento que te eches atrás, no pienses eso… Que no se diga ahora que Xim está enmadrado. Lo que pasa es que es algo loco. Pero mira, eso también se cura. Los años hacen sentar la cabeza, y eso se cura…
Después de unos momentos de emoción, muy rara en ella, tuvo una especie de temblor de cejas y enderezó la espalda (como siempre que a partir de entonces la he visto tomar una decisión), recuperando de nuevo el tono sereno e inexpresivo. Me dedicó una última sonrisa. Fue hacia el gramófono del abuelo (una caja muy grande, barnizada varias veces y de cuyo centro surgía una trompa enorme) y le dio cuerda con la manecilla. Era un disco de Raquel Meller.
al volver de la selva un recodo
y ver a la niña, prendado quedó
y yo sabía que Raquel le gustaba mucho.
Pero nunca volvimos a hablar de mi marido.
Nos instalamos en nuestra calle (donde había nacido él, donde yo había vivido desde niña), justo en la escalera del bar de los espejos de otro siglo, en el que transcurrieron las juergas de Xim y sus amigos del barrio. El piso era poco aireado y daba a la calle con un balconcito esmirriado de baranda enmohecida. Los anteriores inquilinos habían olvidado una palma amarillenta que perteneció a su hija, una chiquilla que murió tísica antes de cumplir los quince años. Nosotros tiramos a la basura aquella palma, porque no queríamos que nuestra felicidad estuviera enturbiada por un pasado triste y, además, ajeno. También había un ventanuco que daba a un patio interior lleno de muebles y trastos viejos, podridos por la lluvia, y allí podía tenderse bastante bien la colada (aunque el sol tardaba en alcanzarla). Y en la alcoba, que era la habitación más grande de todo el piso, se abría un último balconcito, sin ninguna palma, gracias a Dios, que daba a la calle del Hospicio, justo delante de la pared donde, hacía ya casi dos años, habían fusilado a los escolapios, jóvenes mártires de la barbarie que vosotros os empeñáis en no respetar. Un papel de fin de siglo, dibujo de flores rojas en relieve, forraba las paredes del pasillo hasta las cenefas doradas de los frisos, de manera que la suntuosidad del color quedaba completamente deslucida. El día que entramos en el piso no había ningún mueble: estaba lleno de escombros y basura, con las paredes agrietadas y una bombilla por toda iluminación. Encontramos un ratoncito y Xim, que tenía miedo de las ratas, se escondió detrás de mí, aunque era alto y fuerte, y yo me reía de él porque a mí ni las ratas ni otros animales me han dado nunca ni tanto así de miedo.
El mes antes de la boda subía todos los días al piso para limpiarlo, tomar medidas, ir buscando ideas decorativas y aprovechar rincones. Xim apenas se preocupaba de la decoración y los muebles. Bastantes quebraderos de cabeza tenía con las dificultades que la guerra y la crisis habían llevado a los Quadreny. Pero yo me divertía muchísimo yendo de un lado a otro del piso, como si ya fuera su dueña, y cosía visillos, fregaba el suelo y hasta hacía empalmes eléctricos, porque Xim ni para eso servía. También ayudaba a los pintores a rascar las paredes y, no nos engañemos, aprovechaba para coquetear de manera inofensiva con un pintor andaluz, muy guapo y salado, que cuando hicimos el viaje de bodas me dio un paquete de harina y leche condensada para su madre, una anciana completamente vestida de negro que se moría de hambre en una covacha, cerca de Granada. Además, siempre venía alguna amiga a ayudarme. Puede decirse que la Pepita no se movió del piso desde que empezamos las obras. La Pepita, que sabía ahorrar y era diestra en regateos, me acompañaba a los Almacenes Alemanes, a La Saldadora o a Jorba, y lograba comprar con poco dinero cosas que a mí me hubieran costado un dineral. Xim solía decirme que parecía que tuviera la mano agujereada. Entonces yo me reía y le decía: «¿Pues por qué no te casas con la Pepita, que es tan ahorradora?». Y ya la teníamos armada. Me arrojaba sobre la cama y entrelazábamos las piernas y él venga a besuquearme y yo gemía diciendo que cuanto antes estuviésemos casados mejor. Y él se reía. Y decía: «¿Lo ves? Por eso no me caso con la Pepita, por eso me caso contigo, aunque seas tan manirrota…» Pero yo no lo entendía.
¡Aquellas bodas! Mientras bailábamos el vals y todos los invitados aplaudían y la tía Matilda lloraba y la niña de la Llucieta se hacía pipí —porque la Llucieta tuvo la caradura de traerse a la niña, que sólo tenía cuatro meses y, caramba, bien la hubiera podido dejar con alguna vecina—, mientras Carles y el marido de Augusta hablaban de la situación política en Europa, mientras todo eso era una especie de sueño evanescente que giraba a mi alrededor, él me estrechaba la cintura y yo sólo pensaba que necesitábamos estar a solas, que necesitábamos unir nuestros cuerpos, entregarnos uno al otro, lejos de todo aquello y de cualquier cosa que no fuera nosotros dos. Y tenía miedo, naturalmente, porque lo que podía pasar durante la noche nunca me lo habían explicado ni las novelas rosas ni el consultorio de la radio. Pero acto seguido ya me burlaba incluso del miedo: sólo tenía ganas de aquello, fuera bueno o malo, hiciera daño o bien. Y le dije: «Vámonos, vámonos…», y él me decía que tuviera paciencia y yo ya estaba harta de tener paciencia, y con un arrebato, que aún me avergüenza recordar, lo arrastré escaleras arriba, hacia el coche que nos conduciría al hotel. En aquella habitación desconocida nos abrazamos muy fuerte y sentí su cuerpo, y el mundo era potente y rojo, como si la guerra no hubiera terminado aún y tuviéramos que luchar para sobrevivir un poco más. Y así llegó la noche, y llegaron dos días de tren. Y en Granada, en un parque muy frondoso al pie de la Alhambra, él me tiró al suelo como si aún estuviéramos en el valle de aquella Pascua tan lejana, tan requerida a cada nuevo beso, a cada latigazo de fuego con que él, granuja indecente, me iba flagelando…
Después seguimos poniendo el piso. La Pepita me ayudaba a escoger cortinas, alfombras, visillos, cubrecamas: todo lo que fuera ropa, quiero decir. Sin embargo, se ponía contra mí en cuanto hablábamos de los muebles. En eso se puso al lado de Xim. Y no sólo la Pepita, sino también las otras digamos amigas. Diré en mi descargo que yo quería un piso de señores, como el que tenemos ahora: quería muebles antiguos, buenos, cómodas de caoba, sillas altas y tapizadas en terciopelo rojo, lámparas con muchos brazos y un aparador enorme, lleno de vajilla cara y figuritas de cristal de Murano y porcelana y un gran reloj suizo. Pero por lo visto estaba equivocada, porque sólo hablar de mis pretensiones y todos se me echaban encima: la tía, la yaya Pilar, la Mercè de la bordadora, Verònica…, en fin, todo el mundo. Unos decían que era un piso de techo demasiado bajo para meter muebles tan grandes; otros, que los muebles antiguos ya no estaban de moda; y la Tere, que trabajaba de taquimeca en la calle Girona, aseguraba que muchos señores del Ensanche, que toda su vida habían tenido muebles buenos, los cambiaban por cosas más modernas, más de aquel estilo que llamaban «funcional». Al final se salieron con la suya y comenzaron a hacer un decorado como de película alemana, pero no de aquellas tan lujosas de la Martha Eggert, sino de las otras. La Pepita, que no se perdía ninguna, se acordó de una alcoba que había visto creo que en una comedia de la Marika Rok y nos hizo una mala copia: ¡llamaban funcional a aquello! Bastaba con que fuera muy extraño, con lámparas de pie algo estrambóticas, luces empotradas en la pared, butacas de color claro, mesitas de vidrio, peces en los frisos, cenefas que casi parecían lecciones de geometría. Total: aquel estilo, muy explotado en el extranjero durante los años treinta, pero que a nosotros, recién salidos de la guerra, nos parecía muy nuevo y hasta revolucionario.
La primera pelea de casados llegó cuando el amor quemaba todavía. Nació en la cama y en la cama la matamos, ahogándola a base de abrazos y promesas de fidelidad. Después, durante unos meses, las peleas nacían de los pretextos más absurdos. Hasta diría que las provocábamos, como empujados por un secreto deseo de reconciliación inmediata, la mar de entusiasmados, esperando él mis lágrimas y yo el momento de derramarlas por el solo placer de escuchar las dulces palabras que pronunciaría al consolarme, o la fuerza de su pecho aplastando el mío, en busca de paz. A veces, cuando la noche estaba totalmente quieta, yo me despertaba y besaba su pecho en silencio, con los ojos perdidos en la oscuridad, acaso más allá del balcón abierto a las noches de verano, y parecía que una cascada de fuego y de hielo fuera subiendo por mi cuerpo sin que pudiera hacer nada para detenerla. Y hoy, cuando el amor ha pasado, comprendo que la felicidad de aquel momento nada tenía que ver con el brío salvaje bajo cuyo ímpetu habíamos empezado la noche; nada que ver con la fiereza de dos cuerpos que se aplastan en la lucha por la limitada posesión de la carne. Más allá del oscuro deseo, parecía nacer un mundo nuevo, mágica unión de su pecho y mi mejilla: sólo eso, apenas un contacto sin forma. Y en esta melancolía yo me sentía plenamente realizada.
Durante las comidas, casi no hablábamos. Él buscaba en los diarios lo que pasaba fuera del país, sobre todo aquella nueva guerra que parecía que iba a hundir el mundo. Yo escuchaba la radio. Había llegado el momento de ir cosiendo ropita y Pepita, al terminar el trabajo, venía a ayudarme y se quedaba a cenar en casa. Después, cuando le pasó lo del sinvergüenza del marido, que la plantó con un niño en el vientre y encima cuando ella aún estaba pasando el drama del padre, que se había vuelto lelo, dejó de venir y nos quedamos solos el Xim, la tía y yo. Me gustaba mucho hacer baberos, capuchitas y aquellos calcetines azules que todavía no sabíamos si serían para un niño o una niña. La tía decía que prefería lo segundo. Siempre ha sido una blanda. Xim, que a blando tampoco le ganaba nadie, decía lo mismo que ella. Pero yo prefería un chico. Dicen que las niñas hacen más compañía (eso nunca lo he negado), pero un niño es, no sé cómo explicarlo, algo que te da más seguridad. Parece que tener un niño es como construir un edificio más consistente, mucho más fuerte y considerable: un ser que tendrá mucho más sentido del que podría tener la chica más afortunada (por otra parte, yo siempre he maldecido eso de haber nacido mujer: ¡cuántas cosas hubiera hecho si salgo varón, cuántas libertades que nunca he tenido!) Además, si se habla de tener hijos, aunque sea en broma, siempre se dice: «Vamos a hacer un niño». Y cuando la voz popular lo dice en masculino y no en femenino, por algo será. Pues bien: así te esperábamos, Bruno, con duda e incógnita y aquel poquitín de miedo que parece reglamentario. Yo cosía y tu padre iba tragándose todos los diarios. De cuando en cuando, levantaba la vista y, muy zalamero, me preguntaba si me encontraba bien, si tenía dolores o si me apetecía algo extraño, no fuera a tener un antojo y la criatura saliera con cabeza de manzana o cola de pavo. Yo me reía, pero con ternura, porque todo era muy bonito. Aquella ingenuidad nos daba una especie de pureza más fuerte y consistente que la que habíamos perdido al casarnos. Con insinuaciones muy breves, de miradas y medias sonrisas, empezábamos a hablar de ti, Bruno; y al pensar en ello más seriamente, nos asaltaba la risa, como si fuéramos los nuevos niños traviesos que ya empezaban a crecer en la calle. A veces nos quedábamos en la panadería haciendo compañía a la tía Matilda, que desde la guerra se había vuelto muy miedosa. Él iba cada noche al bar de los espejos, a hablar de fútbol y política con los amigos de siempre. Los domingos por la tarde ponían obras buenas (hasta zarzuela, una vez al mes) y por tanto había que ensayar de firme. La Tere hacía de lo que entonces se llamaba una «dama joven», y siempre fue muy aplaudida porque tenía mucha clase y sabía decir los versos de Sagarra casi tan bien como la Morera o la Vila (fijaos si era buena que la solicitaron del Orfeó Gracienc, pero ella no quiso abandonar el escenario de sus éxitos de siempre y esta fidelidad la valió un homenaje monstruo con representación de Bohemios, La Revoltosa, y un gran fin de fiesta con todas las figuras de la compañía, todo en una misma tarde). La Tere se parecía un poco a Alice Faye, una actriz muy señora que no sé si habéis llegado a conocer. Su galán solía ser Narcís Guasch, que tenía un aire a lo Ronald Colman —el Colman también me iba mucho, con aquel bigotillo tan bien puesto— y que tuvo la suerte de atrapar una mujer de pesetas y ahora vive en Madrid y posee dos inmobiliarias. La Tere y Narcís hacían saltar las lágrimas a todas las mujeres del barrio, y a veces hasta venía gente de la Ronda, sobre todo cuando hacían El Gran Galeoto, que era una de las obras más solicitadas, y es que no sólo hacía llorar, sino que era de mucho vestuario. Tu padre, que para otra cosa no servía, pero para esto sí, parecía otro al pisar el escenario y ponerse a dirigir. Él lo hacía todo: director, apuntador, figurinista, papeles de carácter y, si era preciso, cantaba también alguna romanza de bajo. Era el alma del Centro, y yo, entonces, todavía no sabía que me la pegaba con la chica que llevaba el bar. Tampoco lo hubiera creído, tanto le quería. Me acurrucaba en una butaca de la platea vacía y lo veía desplazarse de un lado a otro del escenario, y me sentía llena de su amor y sus posibilidades. Todavía me deslumbraba como si fuera el hombre más inteligente del mundo. Esas noches de espectadora privada, mientras las palabras de un sainete ya olvidado flotaban sobre las sombras de la sala y los decorados apilados en un rincón del escenario, yo le quería mucho más de lo que nunca he podido querer a nadie. Y él, siempre meloso, interrumpía los ensayos y saltaba a los palcos, muy desvencijados, y de allí a la platea sólo para acariciarme los cabellos y darme un beso en el vientre, mientras los actores se reían y gritaban: «¡Ya está bien, chico!»; y él me preguntaba: «¿Se mueve el niño?», y yo le contestaba con una sonrisa de gata mimada y me gustaba mucho cogerle la mano y apretársela con todas mis fuerzas, como si aquello tuviera que durar toda la vida. Después regresábamos a casa, abrazados por las calles tan oscuras que sólo podíamos abrir camino a linternazos. Si se nos unía alguien del Centro (muchas veces lo hacían la Tere y el señor Ràfols, que en las funciones era siempre el malo; y también la señora Sofi, que era la característica y la tiple cómica), entonces entrábamos a tomar café con leche en una granja que había en la calle Santa Anna. La dueña me conocía desde siempre, quiero decir desde antes de la guerra, porque, al salir de las sesiones esta y la otra del Romea, dábamos una vuelta con la tía para ver los escaparates de Casa Jorba y nos deteníamos a merendar en la lechería. Los hombres hablaban de la crisis, del trabajo y, huelga decirlo, de la guerra de afuera. La Tere, la señora Sofi y yo escuchábamos a la lechera, que cuando la guerra las había pasado moradas pero volvía a estar como una reina, porque según nos contó un día Margarida Sabater, se había liado con un capitán de la Guardia Civil que le llevaba comida y hasta cartillas de racionamiento. Era una moza bien plantada, que sabía arreglarse con garbo y, a pesar de lo que dijesen de ella las beatas de misa de ocho, era muy simpática y tenía una conversación agradable y muy buen fondo. Pero es que entonces no estaba bien visto eso de liarse con un señor. La gente, entre las restricciones, el racionamiento, el hambre y el piojo verde, había vuelto a buscar consuelo en la religión, y las iglesias se llenaban de bote en bote y volvían a considerarse los defectos morales como una enfermedad contagiosa. A mí me importaba poco, pero debo decir que me sentía muy deprimida, como si terminado aquel infierno de la guerra estuviéramos viviendo su continuación, una especie de pesadilla interminable en la que las cosas eran más tristes que graves, más aburridas que trágicas. Por otra parte, el aspecto de nuestra ciudad seguía favoreciendo cualquier caída en la depresión. No podía existir nada más sombrío, lóbrego, silencioso y exhausto. Las calles estaban a oscuras, y no se veía un alma; era, además, una oscuridad que ni siquiera tenía el aliciente —por otra parte dramático y aterrador— de las bombas que habían amenazado nuestro miedo. La tristeza de la guerra tuvo, por lo menos, aquel punto de color y animación: tenía a la muerte como gran anfitriona de una fiesta de sangre. La posguerra, en cambio, fue un yermo inmenso, un tedio que no habíamos esperado. La paz que un día soñásemos como algo muy brillante, que devolvería la alegría a nuestra vida, que encendería nuevamente todos los rótulos de los grandes bulevares, trajo una cabalgata de días muy grises, de noches en las que ya no se veía ni una lucecita de cabaret. Pero era la paz, y valía la pena ir tirando. O así lo decíamos. O así debía ser. Y tu padre, en medio de la miseria y la amenaza que comportaba tener un hermano rojo huyendo de la policía, soñaba en tu llegada como un gran consuelo, como el rayo deslumbrador que nos negaban las calles apagadas, la Rambla vacía, los jirones de las casas decapitadas por las bombas. Y regresábamos a nuestra calle, al otro lado de la Rambla, con una sonrisa nueva, mientras él me explicaba las obras que había escogido para representarlas el mes próximo y profetizaba que cuando tú fueras mayorcito harías el papel de ángel de la Anunciación en Els pastorets del Centro —en castellano seguramente, porque en catalán no lo permitirían—, y aún nos quedaba tiempo para detenernos en el bar de los espejos y escuchar lo que el señor Umbert pensaba de Mussolini y de los americanos y de la llegada a Barcelona del conde Ciano, que tanto nos había ayudado a ganar la guerra, y de unos refugiados alemanes, que eran judíos y habían abierto una sastrería en la calle, y del avance de los Aliados y de cómo terminaría todo…
Los martes íbamos con Carles y Verònica al teatro Goya, que habían convertido en cine. Como la Verònica era abonada del Centro Aragonés, tenía un carnet y con él los martes y viernes podías entrar en el Goya pagando sólo media entrada. Durante algunos años, los más pobres, no hubo descuento que fuese aprovechado con mayor celo. La calle en pleno abarrotaba el cine, y los selectos «programas dobles» —generalmente películas americanas de reestreno preferente— colaboraban a hacernos creer que en el mundo de los sueños nada había cambiado. La Verònica y yo nos sentábamos juntas, porque así podíamos comentar la película y los artistas que salían y si esta o aquella actriz era señorona u ordinaria. Tu padre y tu tío se dormían en cuanto ponían el culo en el asiento; estaban muy preocupados por el trabajo, que había muy poco, y por la crisis, que había demasiada, y por los líos que organizaba el hermano rojo, a quien toda la familia odiaba menos yo.
En el Goya había una lámpara enorme, con lágrimas que formaban una especie de cascada; esta lámpara fue uno de mis símbolos preferidos para idealizar el punto más elevado de una evolución futura. La raquítica lámpara de cinco globos amarillentos que colgaba del comedor de la panadería, o los cuatro brazos de madera con florecillas pintadas que teníamos en el piso, como lámpara funcional, contrastaban tan espantosamente con la espléndida araña del Goya como nuestro presente incierto, de pequeños burgueses sin trabajo, se oponía al dorado futuro que se me había metido en la cabeza conseguir. Cuando en el descanso se encendían las luces, yo miraba la lámpara y murmuraba en mi interior una queja de reto contra aquel mundo miserable que, si Dios no lo remediaba (pero fíate de la Virgen y no corras, como decía el señor Martínez, requeté y falangista y además campeón de ajedrez), acabaría para siempre con mis ansias de vivir. Tenía que elevarme por encima de la miseria de los demás, más allá de todos los andrajos que me rodeaban; tenía que gritar muy fuerte: «Quedaos atrás, si queréis, pero yo he de triunfar. Yo pasaré delante de todos, aunque tenga que matarme para conseguirlo. Y no me mataré. No me matará nadie. Y seré más, cueste lo que cueste…» Pero al salir del cine todo volvía a ser lóbrego. Los horrores de la guerra quedaban lejos, pero aún pagábamos un precio que nos había sido marcado desde antes de que estallase. Empezaba a comprender. Habíamos sido una especie de instrumento, habíamos sido manipulados por algo o alguien que no conocíamos. Pero ya no había remedio. Teníamos que pagar aquel precio de una vez, para que nunca pudiera volver la pesadilla. Las consecuencias de aquella otra lucha que llenaba de sangre los campos de Europa nos llegaban con fuerza indirecta, contra la que estábamos perfectamente inmunizados. Llegaron el estraperlo, las especulaciones, una nueva cadena de sacrificios que se nos exigían como única oportunidad de poder sobrevivir en el futuro, de sobrevivir y triunfar para que tú, Bruno, pudieras llegar y agradecérnoslo. Y en aquel fuego de la posguerra supe que necesitaba aprender a arañar, y aprendí, y quería que tu padre aprendiera también. Un mundo derribado se afanaba por iniciar un renacimiento cuyas manifestaciones todavía no conocíamos. Mientras, nuestros ojos se evadían hacia los resplandores de los sueños del cine, hacia escenas suntuosas de caballeros apuestos y damas muy elegantes que bajaban por lujosas escalinatas de mármol blanco, bordeadas de hileras de candelabros dorados. La duda sobre el porvenir más o menos inmediato continuaba latiendo en el fondo de nuestra actitud de evasión, pero ya no había lugar para preguntas. Todo el mundo tenía la respuesta.
Los negocios iban de mal en peor. El abuelo Quadreny todavía se levantaba a las seis para abrir él mismo la puerta del almacén y dar así ejemplo a los trabajadores, pero éstos tenían que regresar a casa porque ni siquiera había trabajo para los de la familia. Los hombres de casa Quadreny y las mujeres que dependíamos de ellos nos enfrascábamos en conversaciones calladas y los mirábamos, interrogantes, mientras la yaya revisaba unas cuentas que ya no existían y yo bostezaba, muy aburrida, porque, desde el instante de entrar en la familia, nunca conseguí pertenecerles totalmente. Me apoyaba en el aparador envejecido y soñaba en mis proyectos.
A veces la Augusta y su marido participaban en las reuniones familiares. Contrastando con el interés mezquino de las demás cuñadas e incluso con mi indiferencia, ella se comportaba con aquella dulzura tan suya de mujer a medias. Nunca he conocido a nadie que tuviera un nombre menos adecuado a su personalidad o, para ser más exactos, a su apariencia. La Augusta sólo era una especie de suspiro ambulante que de cuando en cuando se convertía en persona y arreaba sonrisas hipócritas. Yo la apreciaba más que a las otras, aunque en su fondo verdadero (y los años me lo confirmaron) adivinaba aquella hipocresía tal vez más nociva que la mala baba sin recovecos de la Verònica. A esta última se la veía venir, y por tanto una podía defenderse mejor; había cambiado mucho después de la guerra. Se había vuelto envidiosa y no podía soportar ningún éxito de quienes la rodeaban; además, con lo de ser hija única del hombre más rico de Vallarda, que es un pueblecito de mala muerte, parecía llevar un rey en el cuerpo. De hecho, la Verònica empezaba a convertirse en la neurótica que terminó siendo cuando la Nuri se rebeló contra ella, colgó los hábitos de monja y se fue a vivir a Roma con Gloria Consolador, aquella cubana tan viciosa. Debo decir que tratar con Verònica cuando todos erais muy pequeños y aún no se sabía lo que podíais llegar a ser el día de mañana, conllevaba con toda seguridad un par de peleas por semana. Se creía perfecta, y yo nunca he podido soportar la perfección. Son muy aburridas las personas sin defectos.
Las otras dos, la Roser y la Doloretes, sólo servían para ser una especie de sombra de la yaya: siempre le daban la razón y colaboraban en mantenerla inamovible en su peana dominadora; ya que, si bien podíamos discutírsela, a nadie nos fue permitido disputársela, mucho menos usurpársela. La Roser y la Doloretes eran dos bestezuelas sin ninguna clase de personalidad, que sólo habían venido al mundo para parir criaturas, engordar y criticar a las vecinas de unos barrios tan mediocres y aburridos como ellas. Típicas mujeres de Horta y de Sants, ni siquiera sabían sacar partido de las circunstancias, lo cual, a fin de cuentas, era una de las pocas virtudes de la Augusta, mujer, sin embargo, muy ibérica en su limitarse a ser la sombra del marido. Pero a pesar de la ñoñez que aparentaba, sabía tocar de pies en el suelo y tenía una habilidad insospechada para amontonar dinero sin preocuparle su procedencia. Claro que había tenido la suerte de encontrarse con un sinvergüenza emprendedor donde los haya: Enric Llop, que un día se enteró de la manera más directa de ganar dinero a espuertas y decidió no reparar en medios. Este canalla de apariencia respetable, que parecía un gran señor incluso cuando no tuvo ni un real, nos supo liar de la manera más educada. Contó con la suerte —porque en los años de la posguerra todo se hacía por suerte— de topar con un amigo que tenía muchos conocidos en Madrid y que, naturalmente, no se andaba con escrúpulos a la hora de aprovechar influencias. Ese tal señor Domènech i Vidal tenía una empresa naviera y necesitaba un tipo muy vivo para que hiciese de inspector en el muelle. Yo no sé muy bien cómo van esos negocios de aduanas, pero fue sólo meterse en ellos y Enric comenzó a prosperar. Hasta aquel momento, él, la Augusta y su hijo casi no tenían ni para comer (en la familia se decía que contaban los garbanzos), pasaban tiempos incluso peores que el nuestro, porque el trabajo de chupatintas en una fábrica de radios no daba para mucho; hasta tuvieron que poner a Arturu a trabajar antes de cumplir catorce años. Pero mira por dónde, en cuanto comenzó a dar leche la vaca de las aduanas, toda la familia Llop cambió de color. El marido de Julieta Pons, que tenía un hermano en la aduana, pronosticó que mi cuñado sacaría la primera y la última peseta: «Eso, Mèlia, no falla. Siempre hay gente dispuesta a dar una buena propina para que les dejen entrar o salir cualquier producto. Y lo que no son propinas, ¿sabes? Piensa que si llega un cargamento de café, mi hermano arrambla unos cuantos paquetes y, ¡hala!, a venderlos a buen precio. Te lo digo yo, chica: dentro de cuatro días, Llop tendrá casa en la costa. Y si no, ¡al tiempo!».
Al oír hablar así al marido de la Julieta, Xim casi le pega, pues creía sinceramente que su querido cuñado era incapaz de hacer cosas que fueran contra los deberes morales y materiales dictados por una buena conciencia cristiana. ¡Esos! ¡Pues sí que retrocedía ante deberes morales y conciencias cristianas, Enric Llop! Al cabo de un año de inspeccionar entradas y salidas de barcos extranjeros, en casa de la Augusta se compraron una gramola, un comedor nuevo —pues el que tenían de cuando se casaron, lo habían tenido que comprar de segunda mano y gracias—, pusieron ducha, cambiaron la cocina y, previsor que era el tío, enchufó a Arturu en el despacho del señor Domènech i Vidal, para asegurarse de que la gallina de los huevos de oro no saldría de casa. Lo demás ya lo sabes: el chaletito en la costa, el piso de lujo, Arturu asistiendo a todos los cines de estreno y haciendo viajecitos con el amante de turno, y venga comprarse ropa en las mejores tiendas… Y, claro, a mí nadie me hará creer que todo eso salía del jornal de un trabajador, por muy Llop que se llamara, por muchas horas extraordinarias que hiciera o por muy inteligente que le hubiera salido «la niña»…
Esa situación de riqueza repentina hizo que Enric se convirtiera en una especie de sabihondo que todo lo sabía y no sabía nada, que había estado en todas partes y no había llegado ni a la esquina, que presumía de tener las mejores relaciones en Barcelona y resulta que no lo conocían ni las ratas. Sólo él tenía derecho a hablar, sólo él sabía educar a los hijos de los demás —¡ah, pero que nadie se atreviese a insinuarle cómo tenía que educar al suyo!— y era, además, un hombre insoportable que llegó a convertir a la Augusta en un saco de orgullo que no se dignaba mirar a los que eran menos que ella. A fuerza de tejemanejes y ahorros, la Augusta, que parecía una marquesa apolillada, se convirtió en la primera dama de un suntuoso piso de muebles muy caros escogidos por el inevitable Andreu Perramí, que durante muchos años pareció la nodriza de Arturu. Poco a poco los Llop se fueron encerrando en aquel piso, fueron envejeciendo sin tratar con nadie, con la única compañía de una criada gallega, sorda y más bruta que un arado (todavía le pagan setecientas pesetas al mes, comida y vestida), y de Arturu, que se ha ido haciendo viejo y arrugado sin una mujer que le limpie la mierda. Allí viven todavía, cumplido su sueño de residir en la zona alta, limpiando con mucho cuidado el polvo de los muebles que compraron antaño, mirando siempre hasta los diez céntimos: tristes y solemnes, la mar de elegantes, invirtiendo en negocios de poco empuje la pila de duros que amontonaron haciendo salir y entrar mercancías del puerto de Barcelona.
Siempre fue inútil que Enric y yo procuráramos acercarnos: nos repelíamos demasiado. Yo lo conocía y él me adivinaba. Ya se sabe, hay personas que han nacido para estar siempre a la sombra, y otras que llegarían hasta el fondo del mar para estar en primer término. Enric y yo lo hubiéramos hundido todo y a todos para sobresalir entre los demás; el círculo de los Quadreny nos ahogaba; teníamos, pues, que romperlo. Él se había casado con una Quadreny, pero quería a la Augusta; yo me había casado con un Quadreny, y mi esperanza era que algún día pudiera llegar a quererlos a todos como quería a Joaquim. El tiempo sólo sirvió para aislarnos: a Enric, dentro de su riqueza de sinvergüenza oficialmente honorable; a mí, en una fama de mujer desordenada, ambiciosa y egoísta. Enric y yo éramos dos monstruos. Fue una lástima que no nos decidiéramos a hacer algo juntos: hubiéramos levantado el mundo.
Porque entonces yo ya sabía que todo depende del dinero. Que sólo el estado económico nos hace cambiar: las pesetas, los duros, los billetes de mil. Yo ya lo sabía…
Llegaron noches de insomnio, miradas furtivas, respuestas innecesarias. El contacto de mi mejilla contra el pecho de Xim cedía paso a la correspondencia, casi exacta, de las sonrisas frustradas: a la mutua comprensión de la tristeza. Pero aquellas horas de penuria junto al brasero, los dos a solas, en el comedor casi a oscuras para ahorrar electricidad, llegaron a ser de una compenetración que no he podido olvidar…
—¿Ha habido algún cliente, hoy?
Y él arrugaba la página de deportes.
—No, ninguno.
—¿Y qué vamos a hacer?
—No sé. No quiero pensarlo ahora. ¿Quieres ir al cine?
—Si te parece…
—Sólo para distraernos un poco. Mira; en el Florida dan una de Lina Yegros, que a ti te gusta.
—Bueno. Me arreglaré un poco.
Salir. No sé si una evasión. Acaso un pobre consuelo. Xim ya no es aquel muchacho de antes, no se parece en nada al héroe de ayer. Parece muy cansado, Xim. Caminamos sin decirnos nada, vemos las películas sin abrir la boca, ni siquiera hablamos en el descanso. La gente fuma con tristeza. Regresamos a casa, intentamos hablar de la película sin saber qué decir…
—¿Te ha gustado?
—La primera estaba bastante bien. Para ser española… Lástima que estuviera empezada.
—Si no hubieras tardado tanto en arreglarte.
—Mira tú: haber dicho antes que querías ir al cine.
Entre los rostros preocupados que salían al frío de la calle Floridablanca (los árboles de una plazuela próxima estaban siendo maltratados por el viento) encontramos a Víctor y a la Carme. Él estaba muy flaco y tenía los párpados hinchados y la mirada enrojecida. La Carme, muy mal peinada, llevaba aquel abrigo de cuadros escoceses, muy grandes, que llevó siete años seguidos (por eso, en el barrio, al estrenarse la película, le sacaron de mote La mujer del cuadro. Y se le quedó). Caminábamos despacio, la linterna iluminando el suelo, contemplando aquella oscuridad tan triste que sólo cinco años antes había sido un prodigio de luces y jolgorio. Al pasar por el baile de la Bohemia (que después le pusieron otro nombre: Gran Price), Víctor dijo: «¿Te acuerdas, Xim, de cuando veníamos a bailar aquí? Tú siempre te llevabas el primer premio, caradura. Bailábamos de lo lindo, ¿verdad? Y mira, ahora parece como si todo aquello no hubiese existido…» Y Xim recordó los concursos de tango que a veces se prolongaban hasta la madrugada, recordó el rumor de las elecciones populares, la elección de la Miss del año… ¡Todo estaba tan lejos ya! Caminábamos, pues. Cuatro figuritas que habían crecido casi juntas, que habían jugado juntas, que habían aprendido a amar y se habían casado casi a la vez. Estas cuatro sombras, en la enorme sombra del invierno, vagan por una Barcelona mortecina, perdida la alegría de ayer. Calles antes exultantes de colores, luz, música y una multitud que parecía vomitada desde todas las encrucijadas del mundo; calles de nuestra juventud (porque aunque sólo tenía veinticuatro años, nada conseguiría que pudiera volver a ser joven), convertidas de repente en un decorado muerto, una especie de gran cementerio poblado por habitantes condenados al aburrimiento y, de rechazo, al pesimismo. Un pesimismo que ninguna alegría nueva conseguirá aliviar.
Los maridos hablaban de sus cosas (la crisis); la Carme me había cogido del brazo y me hacía la pregunta de siempre, la que venía oyendo desde que dije a todo el mundo que te esperaba…
—Va bien. Ni siquiera lo noto, ya ves.
—¿No has tenido más dolores?
—Hoy, sí, pero no muy fuertes. El que tiene que venir deberá de ser un santito, porque hasta ahora se está portando muy bien…
—¡Qué atrevida eres! Yo, dos meses antes de tener a la Montsina, no me atrevía ni a moverme de la cama. Con este frío, no tendrías que haber salido de casa…
—¡Qué quieres! Teníamos necesidad de distraernos. Los dos solos, en aquella covacha, sin decirnos nada… Una piensa demasiado, ¿sabes? Y el resultado, mierda.
—¿Tan mal os va?
—Mucho. Tendré que ponerme a trabajar. El otro día, sin ir más lejos, vino Arturu, el sobrino de mi marido, y me habló de un amigo suyo que se dedica a la confección. Tal vez me dé trabajo. Eso podría ayudarnos un poco.
—A mí también me convendría una cosa de éstas; de las de hacer en casa, me refiero. El dinero, hija… ¡Qué te voy a contar!
—¿También os va muy mal?
—Si las cosas empeoran un poco más, ¡zas!, de cabeza a las barracas.
—Pues, hija, te lo tomas con una calma que hay que ver.
—¿Y cómo quieres que lo tome? Esto en un par de años tiene que ponerse bien por fuerza. Merece la pena sufrir un poco más. Yo creo que si Víctor consigue que en el banco lo hagan jefe de sección podremos ir un poco mejor. Pero, mientras, a trabajar y a sufrir, que ya nos caerá la buena… ¿No te parece?
—No. Yo no he nacido para pasar miseria, y no la pasaré.
—¿Qué dices? ¿No te acuerdas ya de la que pasamos cuando los rojos?
Música en off. Tema de Tara.
Scarlett O’Hara: ¡A Dios pongo por testigo de que no volveré a pasar hambre!
INTERMEDIO
—Era otra cosa, Carme. Y a pesar de todo, luchamos… aunque fuera para comer trigo hervido. ¿No serás tú la que no te acuerdas? Y hacíamos cola toda la noche para que nos dieran un pedacito de pan. A veces hasta llovía, pero hacíamos cola. Hubiéramos arañado, asesinado incluso, con tal de conservar la vida. No, no pudieron con nosotros. Estamos aquí, Carme, y lo que vale no es el hecho de que comiéramos pan duro o trigo o mierda, si era preciso, sino que luchamos de firme para conseguirlo. Ahora, si quieres, la circunstancia es distinta, pero la lucha es la misma. O tal vez sea más dura. El presente, la paz, la tranquilidad… todo está seguro. Ahora, lo que tenemos que asegurarnos es el futuro.
—Bueno, eso ya lo había pensado… pero…
—¿Sabes qué pienso hacer? Sólo os lo contaré a ti y a la Pepita. Cuando haya tenido el niño (y espero que llegue de una puñetera vez), me apuntaré en una academia nocturna y haré el bachillerato libre. Ya conoces la famosa teoría de la tía: «Una mujer, cuanto menos sepa mejor». Pues bien, aunque tenga que matarme trabajando, le daré una buena sorpresa a la tía. Y llegaré a saber mucho.
—Pues a mí me parece que la señora Matilda tiene razón. ¿Para qué quieres estudiar si no ha de servirte de nada? Lo que tiene que hacer una mujer es quedarse en casa y procurar que todo vaya como debe ir. Es la única manera de levantar…
Y yo recordaba las palabras de Sebastià, palabras que hablaban de lo que la cultura ha conseguido para el hombre, de muchas cosas grandes que yo no conocía y él me quería explicar, de todas las noches que él perdía estudiando y, después, enseñando a los demás lo que había aprendido…
—Yo, en casa, no pienso quedarme, Carme. Yo he de salir con Xim y luchar a su lado. Y donde él no llegue, procuraré llegar yo… como sea, ¿entiendes?, como sea.
—¡Qué tontería!
Y todavía aquellas palabras de Sebastià cuando criticaba a una gente que únicamente quería hacer dinero, sin que echaran de menos el respeto de los demás; de un mundo al que él quería combatir, un mundo sin dignidad humana.
—Me respetarán —murmuré—. Y os aseguro que no será solamente por el dinero…
Si ser mujer tiene que ser esta agonía de parir, yo maldigo ser mujer. Era como una lucha de gigantes que me despedazaba, como si toda la maquinaria se deshiciese en un millar de tornillos sueltos, en los chasquidos de una vida que irrumpía, que se empeñaba en saltar de mi interior aunque fuera a costa de mi vida. Habían desviado la luz hacia la parte más baja de la cama. Se oían pisadas que iban y venían, de un lado a otro. Murmullos de agua removida. La famosa palangana. Respirar era como una puñalada. Y el orgullo de ser mujer y de ser madre y todas las tonterías que repetía la comadrona, maldito si servían para consolarme. En el vientre sentía aquel monstruo al que iba maldiciendo. Pude chillar, pero no chillaba, no quería que mi hijo naciera de un momento de cobardía. Apretaba los dientes, abría la boca para respirar de nuevo. Y qué dolor, qué dolor. Qué zarpada de fuego. Me mordía el labio hasta que notaba el sabor de la sangre. Sangre: las sábanas estaban empapadas de sangre. Todos los miembros huían, sólo existía el salvaje latido del vientre. Solamente lograba ver las piernas, que me las habían levantado como si fuera una ternera colgada. Formaban una especie de tijera entre cuyas puntas asomaba la cabeza de la señora Lluïsa, que continuaría hurgando en mis entrañas durante mucho rato. La sangre brotaba como un manantial de primavera, era una fontana abierta a hachazos. Yo gemía como una perra caliente. Dicen que este sacrificio es la maternidad, dicen que da alegría. Otro mordisco de fuego me socavaba, el monstruo empezaba a vivir, quería ser parido. Malparido. Yo lo tildaba ya de malparido. Alguien me cogió del cuello y me doblaba la cabeza hacia adelante, y volvía a echármela para atrás y la cabeza quedaba colgando fuera de la cama. El techo daba muchas vueltas; de repente se me caía encima, de repente volvía a alejarse. Me pusieron la cabeza sobre el almohadón, me limpiaban el sudor. Daba golpes contra la madera, el cuerpo giraba, se hundía, venga a golpear, se doblaba y me apretaban el vientre y yo permanecía inmóvil, prisionera de la voluntad del monstruo hasta que se decidiera a salir. Y el dolor se convirtió en odio, infinito, sin variación; y la vida era ya aquel instante que odias, un instante por el cual maldices al mundo, al cielo que lo sostiene, al hombre que te ha hecho eso, incluso a ti misma…
Estaban allí todos mis tiempos, todo el amor y todo el odio. Y la sangre parecía la del cordero que sacrificamos en el valle de Pascua, cuando él me besó por vez primera y yo quería ser siempre suya. Y él me había hecho eso, él me había arrojado al calvario. Y yo lo asumía, lo asumía y tal vez le amase más a partir de aquel momento, porque en el futuro la sangre tenía que ser vino, vino maduro y creador, de uva y de carne, con burbujas de vida. Y la odiaba, odiaba aquella vida nueva, la maldecía, la hubiera aplastado contra la pared…
Descansé la nuca contra el almohadón. El techo, allá arriba, seguía dando vueltas; todavía era rojo. Pero supe, Bruno pequeñito, que te había liberado.
Después del nacimiento vienen muchas peleas porque el padrino quiere que se llame Marc, que es nombre fino, y el abuelo que le pongamos Joaquim, como el padre, y el padre quiere Josep, que es lo que tiene que ser en una familia catalana (eso si no es Joan). En la batalla de los nombres para aquella carne que resultaba ser mía —y aún no acababa de creérmelo—, todo el mundo parecía tener derecho a voto, de manera que salieron nombres a porrillo y hubo muchas protestas y hasta discusiones (la señora Felipa se sintió muy ofendida porque nadie había escuchado su opinión) y al final decidimos meter unos papelitos bien doblados en un sombrero y mezclarlos y entonces cada votante cogió uno hasta que solamente quedó el que decía «Bruno» (se le ocurrió a la Pepita, que era como de la familia y también votaba). Y ahora más protestas porque el nombre no es nada catalán, según el abuelo, o bien porque era demasiado estrambótico, decía Xim; y sobre todo por parte de la tía Matilda, que se puso a llorar porque decía que, cuando el niño fuese a la escuela, sus compañeros se reirían de él por llamarse de esa manera.
No recuerdo ya en qué momento de los primeros años me di cuenta de que aquel pedazo de carne blancucha, que me había hecho sangrar de mala manera, era realmente parte de mi cuerpo. Pero este momento existe de verdad, y a partir de él pareció que toda yo adquiriera otra consistencia. Tenía miedo de todo, lo deseaba todo, incluso me sumergiría en el fondo de los mares para descubrir el misterio de esa cosa que había estado nueve meses dentro de mí y que hasta mucho tiempo después no pude llegar a sentir del todo, ya no solamente como parte de mi cuerpo —este sentido egoísta de la maternidad—, sino como parte de mi vida. No tanto carne de mi carne como futuro de mi futuro. No dolor, sino realización. Y la primera ambición que se me ocurría era querer detener el tiempo para lograr que el cuerpecito finalmente reconocido no tuviera que iniciar aquella navegación de la que yo empezaba a conocer todas las tempestades, todos los dolores.
Bruno tenía dos años y yo volvía a estar embarazada, pero el recuerdo de Xim ya no era de amor, sino sólo de un cuerpo que me aplastaba por las noches. Apenas una costumbre. Sentí que lo aborrecía, que no era el muchacho prodigioso que soñé en solitarias noches de guerra. Y entonces empezó el gran vacío y mi caída, rauda, rauda, dentro del vacío. Me entraban ganas de llorar por cualquier nimiedad; a veces me parecía que iba a desmayarme. Y todo por nada. O tal vez porque me parecía que algo muy importante estaba muriendo dentro de mí.
—¿Qué tienes? —me preguntó la Pepita, espantada—. ¿No te encuentras bien?
Le dije que me encontraba bien, que sólo necesitaba tomar un poco el aire.
Salíamos de los Almacenes Sepu, alborotados por mujeres que compraban en las rebajas de la Cuesta de enero. Estábamos en 1945; todas las tiendas anunciaban ventas más baratas, de restos, todo casi regalado; los cafés estaban medio vacíos. Lloviznaba sobre la Rambla, el teatro Poliorama estaba muerto, pero la semana próxima debutaba allí Conchita Piquer. Iría a verla con la Tere o la Pepita, porque Xim sólo me llevaba a ver películas del Oeste o cosas que le gustaran a él. La tía vigilaría al niño. La calle Pelayo estaba oscura y endurecida. Entramos en la granja Royal. La lluvia no escampaba y la gente con abrigos y gabardinas muy gastados caminaba con paso apresurado y una mirada triste, la granja estaba iluminada con luz de gas. Faltaba aún bastante rato para que se terminara la hora de las restricciones. La Pepita ya me estaba riñendo.
—Lo que te pasa a ti, es que me subleva. Una mujer con un niño que cuidar y otro a punto de nacer no puede trabajar tanto… Ya está bien de tonterías. Al fin y al cabo, con lo que gana Xim tenéis para aguantar hasta que pase esta mala época.
—No.
—¿Cómo que no? Fíjate en la Carme. Su marido gana menos que el tuyo y bien que pasan.
—Tú eres la menos indicada para hablar. Tú te revientas trabajando.
—Y más me reventaré. Ya sabes cómo me ha dejado el sinvergüenza de Joan. El niño empieza a ser mayor, pronto tendré que llevarlo a un colegio. A mi hermano, pobrecito, le ha tocado ir a una escuela gratuita. Eso para Manolitu no lo quiero. Me mataré trabajando, pero no lo quiero. Y encima mi padre, que está sonado.
—¡Caray, hija! ¿Y mis hijos, qué?
—Tú estás casada y tenéis negocio, y la familia de Xim os paga el alquiler del piso… ¿Qué más quieres?
—Más.
—¿Más, de qué?
—Más de todo.
Callamos. Un camarero sucio, sin afeitar y con cara de hambre, nos sirvió chocolate y bizcochos.
—Huele bien —dijo la Pepita.
El camarero se fue. La Pepita me miró de hito en hito y por lo visto entendió muchas cosas sin decirlas.
—Me parece que tú tienes algún problema que yo no conozco.
—Te aseguro que no.
—Pues yo te digo que sí. Nos conocemos, Mèlia; a ti el dinero nunca te ha preocupado.
—Cuando no lo he tenido, sí.
—No, cuando no lo has tenido, tampoco. Nunca fuiste mujer que se aturdiera ante…, ante las cosas que estamos pasando… Apuesto cualquier cosa a que has hablado con alguna cotilla.
—¿Qué quieres decir?
—Algo te han contado… ¿Tengo o no razón?
—Sí, pero eso, ¿qué tiene que ver?
—Te han hablado de Joaquim, ¿verdad?
—Un poco.
—¿Sí o no?
—Sí.
—Y de sus fulanas…
—Sí.
—Y sufres, claro.
Callé. El abrigo de la Pepita tenía hombreras muy anchas y un dibujito de rayas gruesas. Se lo había hecho yo y lo llevó hasta los años cincuenta.
—No —dije.
Nos miramos. Por lo visto la Pepita sabía que, cinco o seis días antes, la Verònica había venido a pedirme prestada la cuna de Bruno para la niña que estaba esperando; y que mientras tomábamos el café que ella me había traído (cosa rara, porque la Verònica nunca da ni la mierda que caga), mientras íbamos charlando sin mucho interés de una falda que yo quería hacerme, ella me dijo que teníamos que hablar urgentemente de algo muy concreto; y empezó a mirar a su alrededor con tanta inquietud y misterio que yo me puse nerviosa (por otra parte, resultaba bastante cómico).
—Es muy importante —dijo—. Y además grave. ¡Si supieras lo que me ha costado venir a decírtelo!
—Bueno, pues dímelo de una vez.
—Quiero hablarte… de tu marido.
Sentí una sacudida. ¿Acaso se me notaba algo?, ¿se daba alguien cuenta de que mi fuego no era el de antes?
—¿Qué le pasa a mi marido?
Encendí un cigarrillo. Sabía que la paleta de Verònica no soportaba a las mujeres que fuman. Sólo lo encontraba disculpable en las películas.
—Que te engaña —dijo un poco ruborizada.
Más allá de los visillos se veía un pedazo de la otra calle, cortada por un esquinazo. Sobresalían, miserables y oxidadas, las barandas de los primeros balcones.
—No quisiera tener que vivir siempre en esta covacha.
—No cambies de conversación —dijo la Verònica—. Recuerda que antes de casaros ya te advertí…
—Sí, me advertiste.
—¿No sientes una especie…, vamos…, una especie de curiosidad por saber cómo pasa el tiempo tu marido cuando va a trabajar en las obras del Pirineo?
Le serví café. Ella me señaló con el dedo (se lo habría contagiado la yaya).
—No me importa —le dije.
—No es verdad. —Y se acercó más, me hablaba casi al oído—. De verdad, lo que se dice de verdad, te gustaría enterarte de todo. Pero como eres tan orgullosa y, además, tan poco…
—Tan poco cristiana, vamos. Mira, Verònica: tú lo que buscas es que me dé por herida. Bueno: estaré muy triste, lloraré…, hasta me arrastraré por el suelo. Eso te gustaría, ¿verdad? Y, sin embargo, piensa por un momento que, en realidad… no me duele mucho… que no es solamente orgullo… que de todos modos es algo sin solución…
Ella se daría cuenta de mi tristeza. Miré de reojo la calle. El basurero tocaba la trompeta de latón disfrazada de oro, y unos niños salían del colegio del maestro Camps. Esbocé una sonrisa apresurada.
—¿Verdad, Verònica, que no tiene solución?
—No lo sé, chica. Pero, si bien se mira, él siempre vuelve contigo… Tú siempre serás la esposa, la única. En eso, ¿ves?, tienes los triunfos en la mano.
Y aquí me eché a reír.
—Siempre es un consuelo. Yo soy, pues, un estatuto. Pero son las demás las que disfrutan de mi marido… ¿o no?
—¿Por qué dices las demás?
—No te hagas la tonta. Antes de casarnos, una «buena amiga» ya me vino con historias de este tipo: que si ella y Xim, que si estaba embarazada o lo pensaba…
—¡Mujer! Entonces todavía erais solteros.
—Pero es lo mismo. Incluso peor, ya ves. Entonces nos unía el amor, ahora sólo el matrimonio y eso de tener que ser, quieras que no, un hogar cristiano. Pero antes yo le debía amor, calor, una gran ternura. Ahora sólo le debo respeto. ¡Oh, y él también me respeta mucho! Recién casados, como quien dice, conocí a la Rosario, una cerda xarnega de esas que hacen de cantinera por las obras de Pont de Suert… Y no hablemos de Maria Lluïsa Sunyer, de Mercè Roviralta y de aquella gallega que servía en casa de la señora Forns; son cuentos más conocidos que los del tebeo. Y diría que por esos pueblos de Lérida habrá muchas más. Eso, naturalmente, sin contar las putas del Barrio Chino. ¿Crees que no sé que todas las noches va a casa de Madam Petit? ¡Venga, mujer, venga! Si él es el primero en pregonarlo: esto, por si no lo sabías, hace muy macho. Yo, al principio, me lo echaba todo a la espalda. Aún estaba muy enamorada y quería convencerme de que, estando él tan preocupado, bien tenía derecho a un poco de diversión. Total, pensaba lo mismo que tú: «Mientras vuelva conmigo, mientras lo tenga, no he de sufrir». Claro que eso no me lo creía ni en pintura. Y, sin embargo, me bastaban unos instantes, unos segundos a su lado, para olvidarlo todo. Él y yo juntos, nosotros… era una compensación tan grande que…
—Eso, Mèlia, no tiene nada que ver con el matrimonio. Eso, y perdona que te lo diga, casi es vicio…
Me fui a la cocina sin contestar. Ella me seguía. Lo miraba todo de manera inquisidora; preguntaba constantemente si tal cosa era nueva o si alguna que antes teníamos y ahora no estaba se nos había roto.
—¿Verdad, Mèlia, que la yaya te habló ya de todo eso?
—¡Jolín! Por lo visto en la familia Quadreny todo se sabe. ¿Y la yaya no te dijo que entonces yo sólo tenía diecisiete años?
Ya tenía veinticinco. Las había pasado de todos los colores. Hambre y muerte y miseria, e incluso un gran amor. Pero la mirada se conservaba fuerte. Ya nadie podría hacerme pedazos.
Lo que se apoderaba de mí no era un sentimiento de amor; tampoco se trataba del despecho a causa de mi orgullo herido, ridículo látigo que solía flagelar a las mujeres engañadas de mis novelitas de adolescente. Al principio, como una semilla plantada antes de tiempo, sólo fue un sentimiento de sorpresa, una sorpresa única, mezcla de pesar y frustración. Después un alivio. Nunca había sentido otro tan fuerte, tan enraizado y necesario. Alivio grande, ilimitado, al descubrir que yo no era en absoluto culpable de una frialdad que había nacido muy dentro de mí, tal vez pausadamente, y que se apoderaba de cualquier resistencia, de la más fuerte a la más débil, que yo pudiera oponerle, helándome de tal manera que ninguna mirada feliz, ningún acto feliz, volverían a servir de consuelo. Porque esta frialdad, nacida chispa, era como aquellas épocas glaciales de la tierra, que sólo el renacimiento del sol puede deshacer en una nueva y prodigiosa fertilidad. Pero ¿cuál era mi sol o cuál tenía que ser a partir de entonces? La certeza de las infidelidades de Xim era solamente otra capa de hielo. Servía para convencerme de que el fuego había existido, porque así como no hay quemazón sin un hielo anterior, del mismo modo ninguna helada tiene razón de ser si antes no ha habido una superficie quemada a la cual helar a fuerza de nieve. Después he ido sabiendo perfectamente, y con mucho dolor, que la destrucción y la creación sólo pueden ir juntas, y que lo que nos rige es el equilibrio de las dos. Supe, por eso mismo, que toda belleza comporta su propia destrucción, pero no en la fealdad, sino en su marchitamiento profundo; que el amor acaba pero no puede convertirse ni en odio ni en piedad; simplemente, que el punto final de ambas cosas, y de todo, no puede ser algo opuesto, sino que tiene que ser la indiferencia. Y que si el sol se apaga y el mar se seca y un cadáver es sepultado bajo un montón de tierra putrefacta y un día sigue a otro, mar, sol, cuerpo y días son ellos mismos y no otra cosa: pero mares indiferentes, soles indiferentes, cuerpos cada vez más indiferentes para una totalidad de días eternamente grises.
Y mi nulo interés hacia las infidelidades de Xim significaba que daba la bienvenida a esta indiferencia que, de repente, venía a poner fin al amor, no a cambiarlo por otra cosa. Porque el amor no se prolongaba en ningún otro sentimiento, positivo o no, colocado en su lugar (habría sido demasiado bonito), sino que agonizaba en un «tanto da» donde ni siquiera existía la voluntad de buscar algo que pudiera llenar aquel vacío reciente. Así, la cabalgata de los días se convirtió en una sucesión de horas mortecinas en las que ni siquiera había un árbol para alegrar un paisaje que ya estaba yermo. (Y entonces, levantando la mirada de los libros de bachillerato —mi único consuelo entonces—, me pregunté qué diantres era el amor. El famoso recurso de que es una chispa que brilla un momento y después se apaga, está ya demasiado visto; y el amor, ¿qué queréis que os diga?, tiene que ser más. El amor ordena el universo, destina las cosas a su cauce lógico, reúne en grupos los aislamientos primitivos y la soledad es vencida en la búsqueda de una necesidad maravillosa que triunfa sobre el caos. El amor no puede ser explicado mediante razonamientos psicológicos o meditaciones filosóficas: es de necios encasillar amores como se encasillan amantes. El amor es presente, se apodera de ti, te abraza, rodea, estrecha. Hace que te doblegues, es una cuchillada, te ahoga, te mata…, el amor ocurre en medio de dos momentos básicos, en cada uno de los cuales sería absurdo volverse atrás o avanzar hacia adelante: el momento de la indiferencia primera, que viene antes del amor, cuando todavía eres virgen a él; y el de otra indiferencia, total, definitiva, que se produce después de haber amado. Se puede analizar, divagar, considerar a partir de la indiferencia primera hacia atrás y de la indiferencia segunda hacia adelante, pero este intermedio exultante —ya que todo sentimiento colocado entre los dos hitos grises no puede ser otra cosa que una exultación— no se deja analizar porque, si pudiéramos hacerlo, nada tendría el menor sentido: si encasillas el amor, como torrente desordenado que uno pretende conformar a nuestro modo, bajo un análisis o una divagación, sus posibilidades de absoluto se pierden y entonces se convierte en una ley reguladora superflua, y a mí ya no me sirve…)
Pero yo intenté colocar algo en aquel lugar repentinamente vacío, desviarme del camino que podía conducirme a la indiferencia suprema, buscar un sendero nuevo para alejarme de las ruinas de aquel intervalo maravilloso y perdido. La Nada era un recurso demasiado aterrador.
—Y ahora que ya lo sabes, ¿qué piensas hacer?
Nos miramos. Aquel café que me había traído era, por lo menos, una buena excusa para seguir viviendo. Y permanecí unos momentos sin poder pensar en otra cosa que no fuera aquella taza, aquella superficie negra, nuevo mito que aprovechábamos para creer que nos estábamos permitiendo algún lujo.
—Es bueno este café…
—Es del Brasil. Pero no cambies de conversación… Cuenta…
—¿Qué quieres que cuente?
—Lo que le dijiste.
—Nada.
—¿Qué significa eso de nada? ¿Acaso no eres una esposa cristiana?
—Mira, eso no cambia nada. No cambia nada en absoluto. Me subleva tener que ser… esposa cristiana. Ya basta, ¿sabes?
—¡Pero cómo! Esposa cristiana hay que serlo siempre. Una nace cristiana y muere cristiana, y se condena o se salva siendo o no siendo cristiana. ¿Qué es lo que basta, eh? Dime, dime…
—Si él va con otras mujeres… ¡A ver! Eso quiere decir que no me necesita. Entonces… ¿qué quieres que haga yo?
—Imponte.
—¿Y cómo? ¿Le armo un buen escándalo? ¿Grito, amenazo, lloro? ¿Que si llegas a tal hora, que si vuelves de madrugada, que si tienes ojeras? Anda, mujer, yo no soy de esas. Además, ya lo hice…
—Ah, ¿ya lo hiciste?
—Cuando empezaba a enterarme de todo. Y no por información tuya o de otras almas caritativas, sino por mí misma. Al producirse el gran cambio. Y no el suyo, que poco me importaba, sino el mío. Y no para mal. Es decir: yo no era tan ingenua. Tú ya me entiendes, ¿verdad?
—Métele el niño por delante. Los niños siempre van bien para estas cosas. Además, estás esperando otro. Dos criaturas, hija…
—¿Y para conseguir qué? ¡Ah, sí! Un hogar cristiano. Me dais risa. ¡Un hogar cristiano aunque no haya amor en él! Te das cuenta de que ahora necesitamos un hogar cristiano para sustituir lo que había sido su amor hacia mí… o bien el mío hacia él, como prefieras. Cuando él quiere placer, amor o lo que sea, va, lo busca y lo encuentra. Y, para que los demás me santifiquéis y podáis decir que tengo un hogar cristiano, a mí me toca jorobarme y esperar sin decir nada a que vuelva el señor de la casa… ¡Oh, y además tener que recurrir a los niños para reconquistarlo! Ya es un poco tarde, ¿sabes?
—Pero tú le quieres, ¿verdad?
Lo mismo me preguntó la Pepita.
—¿Tú le quieres, Mèlia?
—Es triste, pero me da… asco. Cuando me abraza, es como si me abrazasen todas las putas del Barrio Chino. No, ya no le quiero.
Y a la Verònica le había contestado:
—¿A ti qué te parece?
—Que sí, que le quieres. Lo que pasa es que eres muy orgullosa…
La Pepita me miró. Mojaba, con parsimonia, algo parecido a un bizcocho: una superficie blanda que se iba rompiendo al empaparse de chocolate.
—Eres valiente —dijo.
—No mucho más que tú. Si bien se mira, tú tuviste el valor de dejar a tu hombre y ponerte a trabajar para mantener a tu padre y a Manolitu. Yo, ya lo ves: me quedo con él porque, sola, no podría criar a los niños.
Tomé otra taza de café. La Verònica me taladraba con la mirada. Pero yo estaba tranquila.
—Llevamos cinco años casados —le dije—. ¿Es mucho?
—No, rica, no. Se puede decir que estáis al principio.
La Pepita acarició el paquete de sábanas con papel timbrado Sepu. Dijo:
—Yo no tardé mucho tiempo en comprender… que con Joan no podía durar.
—Pero yo duraré. Ya no es el principio —dije a la Verònica—, pero tampoco es el final.
—No podéis romper de ninguna manera. Sois una familia y un hogar…
Dije a la Pepita:
—Mi cuñada me acogotaba. Dale con aquello del hogar cristiano y qué sería de Bruno y del otro que está a punto de llegar. En el fondo tenía razón: no puedo prescindir de la paga de Xim…, sería un lujo que… Si estuviera sola, con lo que gano, todavía; pero es por los niños, ¿sabes?
—Bueno, ¿aguantas? —preguntó la Verònica.
—Aguanto —dije, como abstraída—. Los años no me asustan. Que vayan pasando.
—Pero tú le quieres —insistió la Verònica.
—¿A ti qué te parece? —dije. Sonreía. Café del Brasil. ¡Qué gozo!
—No volverás a quererle —dijo la Pepita—. Eso, créeme, no se repite…
—No sé —dije.
Salimos de la granja. Ya no llovía. Era un cielo hecho de líneas muy delgadas, todas muy juntas. Me subí el cuello del abrigo (también era de los de cintura muy estrecha y hombreras anchas y muy corto).
—Y con el trabajo, ¿qué piensas hacer?
—Pues terminarlo y pedir más. Necesitamos dinero.
—Y la salud, ¿qué?
—Quisiera reventar —dije con amargura—. Reventar ahora, aquí mismo. Sin sentir nada…, ni siquiera que reviento…
Y así fue como un día firmó pacto con otros días y establecieron una nueva cadena. Días ni siquiera repartidos armónicamente, pesados en su discurrir: línea implacable, rota sin ninguna especie de simpatía ni compasión, obligada por las circunstancias, que ordenaban al tiempo que transcurriera pausadamente, fastidioso de tantos cambios, con amor o sin él, dentro o fuera de la indiferencia…