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feather

Cuando Suse me abrió la puerta de su casa, necesité un par de segundos para convencerme de que la criatura ataviada en vinilo, toda de negro, era, en efecto, mi mejor amiga. Mi vista iba de sus botas a la rodilla, la elevada plataforma y los altos tacones, hasta una corta bata sin mangas, unida por cantidad de cadenas a un top de vinilo que dejaba ver la panza. Manos y antebrazos iban dentro de unos guantes negros de látex. La mano izquierda venía armada con una jeringa del grosor de un martillo de aire comprimido y sobre sus rizos, formando un tupé, se encontraba entronizada una cofia de laca con una cruz de color rojo sangre.

Voilá! —dijo Suse, abriendo los brazos y dando una vuelta completa sobre sus altos tacones, para que yo pudiera ver los hot pants que le había dado Dimo y que resaltaban su vista posterior.

—Saludos, Hermana Enferma —musité—. ¿A quién vas a curar? ¿Al Dr. Jekyill o a Mr. Hyde?

—Estoy tratando al Dr. No —dijo, sonriendo maliciosamente—. Ya está recostado sobre la camilla y aguarda su maquillaje. ¿Cómo te va? Que buen corazón de Spatz que te ha dejado venir. Pero ¿no traes nada para ponerte?

—Sí —señalé la bolsa de Fairy Tale, la tienda de alquiler de disfraces en Altona.

En tiempo récord de siete minutos y medio tuve la tranquilidad suficiente para encontrar lo que buscaba: un vestido de baile del año de la canica, de seda color marfil con abundantes encajes, mangas de trompeta y escote profundo. Además de esto, pesqué unos guantes de encaje, peinetas plateadas y un antifaz de satín color madreperla, cuajado de lentejuelas plateadas.

—¿Qué es esto? —preguntó Suse.

—Blancanieves en veneciano —repuse.

Suse frunció el ceño.

—¿No crees que es demasiado cursi?

—¡Desde luego! Al menos mientras tú estés junto a mí, pareceremos polos opuestos. ¿Puedo entrar?

—¡Perdona! —mi amiga hizo un movimiento de brazos invitándome a pasar.

Desde su cuarto sonaba Killer Kaczinksy, de Mando Diao.

—¿Dónde está tu madre? —le pregunté a Suse mientras la seguía por el largo pasillo. Entendí Semental y Hotel, y no quise saber más. Dimo estaba sentado en el columpio techado. Llevaba ropa de cirujano de color azul claro y tenía una botella de cerveza en la mano.

—¡Hola! —dijo Dimo cuando Suse bajó la música a un volumen aceptable en la habitación—. ¿Todo bien? ¿Qué se siente ser fugitiva?

—¡Fantástico! —le respondí.

Lo último que deseaba era conversar. Estaba de tan buen humor… que no podía concentrarme y menos con los comentarios de Dimo…

—¿Dónde está tu rubio amorcito? —preguntó ahora.

—Sí, claro —dijo Suse, dejando la jeringa a un lado—, ¿dónde anda Sebastian?

Me senté en la cama de Suse. Al lado estaba la jaula del hámster. Ozzy caminaba sin parar dentro de su rueda.

—No tenía ganas —respondí, desviando la conversación—. Ya lo conoces. No le gustan estas fiestas.

—¿Le dijiste que venías? —dijo Suse, mirándome fijamente.

No me sentía bien y no tenía ganas de justificarme. Pero tenía razón, Sebastian estaba seguro de que yo me quedaría en casa. Se molestaría. Reflexioné brevemente si debía pedirle a Suse que no le contara nada. Pero no encontré ningún motivo. O, mejor dicho, ningún motivo del que yo querría hablar. ¿Vendría Lucian? ¿Llegaría disfrazado? ¿Lo reconocería? Y si no viniera, ¿volvería a verlo alguna vez?

—Oye, —Suse arrugó la frente—, ¿qué les está pasando, están disgustados? ¿Otra vez?

Dimo se reclinó en el columpio.

—Esto suena a que me vaya. ¿Salgo por la puerta?

—Está bien —dije rápido—. Todo va muy bien. Lo llamaré ahora.

—Bien. —Suse se arrodilló frente al columpio y acercó la mesita de ruedas con sus utensilios de maquillaje; de un neceser sacó un tubito con un líquido transparente que parecía pegamento.

—Esto es una goma especial —expresó como una profesional, mientras extendía una gruesa tira sobre la frente de Dimo—. Se endurece enseguida y se moldea muy bien.

—Interesante —murmuró Dimo.

Suse se puso muy roja. Yo reí por lo bajo. Ella misma había metido la pata con su propia explicación. Distribuyó una pasta de color amarillo pus sobre la cara de Dimo y se dedicó a crear el efecto de una herida sobre la frente. Cuando se formó una gruesa protuberancia con la goma especial seca, la pintó de rojo y le inyectó sangre artificial con una jeringuita.

—¡Iiii! —exclamó Dimo cuando sintió que la roja liquidez le corría por el lado derecho de la frente.

Suse le ordenó con una risita:

—Cierra los ojos.

Transformó el ojo izquierdo de Dimo en una flor de violeta azul liliáceo, y debajo le pintó, además, un par de sombras que parecían reales.

Mientras, Dimo se puso a echar pestes de la canción de Linkin Park que ahora se escuchaba.

—No van a llegar a nada —dijo—. Alguien argumentará que estos jóvenes se sienten tan seguros que renuncian a experimentos. Pero si siguen así van a mutar en una especie de charla Nu-Metal-Modern. Esta sopa de la generalidad sencillamente no es respetable. ¿Dónde están los entrantes y salientes? La verdadera belleza no es perfecta. Al menos esta es mi modesta opinión.

Suse se detuvo y me lanzó una mirada. Leí su pensamiento, pero esta vez no sonreí. Aunque Dimo quizá tuviera razón, me disgustaba que tales pseudoprofesionales secretaran sus juicios como si de esta forma se sintieran mejor.

Tomé la revista Stern que Suse tenía sobre su mesita de noche y cuyo titular decía Mujeres bajo el cuchillo, que, con toda certeza, mi mejor amiga no había escogido por azar para lectura de buenas noches. Me lanzó una intensa mirada y apretó los labios.

—Oye —dijo Dimo—, ¿es cierto que tu madrastra trata a estrellas de cine? ¿Conoces a Angelina Jolie en persona?

Ahora fui yo quien fulminó a Suse, pero ella, perpleja, se encogió de hombros. ¡Maldita sea! Ella sabía de sobra cómo me enojaba que alguien me mencionara a Michelle.

—¿Estás listo, Dimo? —preguntó, antes de que yo pudiera contestarle algo—. ¿Quieres verte?

Cuando Dimo se levantó del columpio, murmuré un agradecimiento entre dientes. Suse realmente sabía lo que estaba haciendo: por el pómulo derecho, la piel de Dimo colgaba a pedazos; de la nariz asomaba sangre seca, y el ojo violeta y la herida en la frente infundían temor.

—El Oscar por la mejor caracterización va para ti, Hermana —exclamó, luego de contemplarse detenidamente en el espejo.

—Ahora vas tú, Becky —me señaló Suse—. ¿No te vas a cambiar?

Arqueé las cejas.

—Ah —mascullé.

—Entendido. —Dimo tomó la botella de cerveza—. El Dr. No espera en la sala. Rebeca, si tu madrastra necesita un asistente personal para Angelí…

—¡Fuera! —gritó Suse, y amenazó a Dimo con la jeringa.

Cuando Dimo cerró la puerta tras de sí, Suse se dirigió a mí.

—Mis padres se divorcian.

Cerré la revista y olvidé que todavía estaba furiosa con mi amiga.

—¡Caramba, Suse! —respondí, honestamente afectada, y noté cómo mi mala conciencia daba un paso atrás. No era la única que tenía problemas y, de golpe, me avergoncé de que últimamente no hacía más que girar en torno a mí misma—. Esta situación debe dolerte mucho.

—Sí —dijo Suse, y metió cajas y tubitos en el neceser con un solo movimiento de la mano—. Duele como una mierda. Anoche mi padre estuvo aquí. Hablaron cinco minutos sobre la cita y luego se estuvieron peleando por la máquina del café exprés durante una hora bien sonada. ¿A eso se reduce todo? ¿Después de veintitrés años de matrimonio? ¿A una maldita máquina de café?

Pensé en Janne. A las cosas así les llama «conflictos sustitutos». Un problema más profundo se traslada a algo banal, porque a la gente le resulta más fácil exacerbarse con cosas triviales, que con aquellas que se encuentran en lo hondo del alma. ¿Sería el motivo auténtico de Janne, al darme la bofetada e imponerme el arresto domiciliario, un problema que yace más profundo? Si es así, ¿por qué no estoy enterada de ello? ¡Maldita sea, otra vez volvía a lo mismo! ¡Ahora no se trataba de mí, sino de Suse! Sus ojos brillaban y su labio inferior temblaba sospechosamente.

—Me sentí tan mal por mi padre, me dio… —susurró.

Apreté su brazo.

—No —dije resuelta—. ¡Yo me siento mal por ti! Tú no puedes hacer nada al respecto. Para ti ha de ser un infierno tener que soportar todo esto. Escucha: cuando te caiga el techo sobre la cabeza, te vienes con nosotras, ¿ok? Y si necesitas a alguien con quien llorar, aquí estoy yo.

Suse asintió. Parecía que en cualquier momento se pondría a llorar, pero tomó aire y recobró la compostura.

—¡Ay, Becky! —contestó con una sonrisa que mostraba su disgusto—. Gracias. ¡Y ahora cámbiate lo más rápido que puedas!

Agarró la bolsa con mi vestido y entonces recordó algo.

—Espera. Querías hablarle a Sebastian…

Obedientemente, saqué el celular del bolso.

—Le voy a mandar un mensaje.

Spatz me ha dejado libre. Voy a la fiesta. ¿Vienes? R.

La respuesta llegó en otro mensaje.

Tengo que hacer algo. Que te diviertas. S.

—¿Y?

—No puede.

—Bueno, pues. —Suse me lanzó una mirada—. No pareces estar triste…

¿Becky?

Me tomó por la muñeca.

—También yo tengo oídos. Lo sabes, ¿no?

—Sí, desde luego —asentí con fuerza.

—Tú a mi no me engañas —dijo—. Me ocultas algo. Y no me parece bueno, pero no puedo hacer nada. Dejemos las cosas como están. Déjame ver qué podemos hacer por ti.

Sacó el vestido de la bolsa. No parecía estar muy satisfecha con mi elección, pero cuando me miré en su espejo media hora después, ella misma reconoció su labor.

—El bosque no es suficiente[39], nena. ¡Dios, qué guapa eres!

Sonreí a mi imagen en el espejo, y cuando me puse el antifaz, de verdad parecía un extraño ser del mundo de los cuentos.

Suse me había pintado pálida la cara, los labios, rojo sangre y con el cepillo alació mis cabellos a todo lo largo que daban, hasta que cayeron brillantes sobre los hombros. Entonces encajó la peineta plateada y, para cerrar con broche de oro, rizó un par de mechones. Sobre mi mejilla izquierda resaltaba una cortada con salpicaduras de sangre, el único detalle de Halloween al que se apegó Suse. En cuanto a mi amiga, se había pintado un par de ampollas de quemaduras y una herida de disparo en medio de la frente, de la que sobresalía un cartucho de bala. En torno a los ojos, una sombra negra, hecha con pasta kajal.

—¡Genial! —exclamó Dimo cuando lo despegamos del televisor—. Las dos se ven increíbles. ¿Nos damos prisa? ¡Ya son las diez y media!

El club se encontraba en el cuarto piso del búnker antiaéreo. La edad mínima para entrar era de dieciocho años, pero Dimo trabajaba en Amptown, la tienda de música del primer piso, y conocía al de la puerta, así que nos colamos sin problemas.

Los organizadores transformaron el de por sí macabro club, con sus salas y cuartos en las torres, en recinto del miedo. A través de niebla hasta las rodillas, pasando por espejos distorsionadores, calaveras empaladas e instrumentos de tortura medievales, llegamos a la primera sala, donde el baile de máscaras estaba en todo su apogeo. Látex y laca parecían estar a la orden del día o, mejor dicho, de la noche. Suse parecía decepcionada, porque no era ni la única ni la más atrevida Hermana Enferma de la noche. Desde los primeros minutos nos topamos con media docena de su tipo. También había médicos del horror para aventar para arriba. Desde luego, Gothics y Grafties[40] y toda suerte de criaturas de otro mundo: estrafalarios zombies, hombres lobo, vampiros, brujas con correas o látigos, drag queens con medias de red, hadas malvadas con largos harapos por vestido.

En una enorme jaula que colgaba del techo estaba sentada una figura de Aníbal el caníbal, y en escenario tocaba una banda estilo neo-new-wave.

El nivel de ruido era para dejar sin aliento. La música se me metió de inmediato bajo mi piel, vibró en mis huesos y la sentí hasta en las encías.

Me dejé llevar por la muchedumbre hacia una barra sobre la que oscilaba una gigantesca cruz de cirios encendidos. Un mesero vestido de pingüino me preguntó qué quería. Ordené un refresco de cola y retiré la cara, furiosa porque me miró con lástima.

—¡Es una locura! —gritó Suse, que se sentó junto a mí en un taburete de la barra—. ¡Qué bien se ve todo desde aquí! ¿Has visto a Dimo?

—No —al menos ahora tenía un motivo para buscar entre el gentío.

—¡Allá! —señalé hacia el lado derecho de la pista de baile.

Dimo, recostado en una columna que había sido transformada en un patíbulo, trataba con manos y pies hacerse comprender por el doble de la cantautora inglesa Amy Winehouse. Cuando los dos se acercaron a nosotras, vi que era el baterista de su banda. Se llamaba LeRoy. Se inclinó sobre la barra con sus enormes pechos falsos, pidió un vodka con limón y brindó con los dedos extendidos hacia mí.

—Dime, ¿tu madre se llama Marijanne Wolff? —gritó en mi oído.

¿A qué venía aquello?

Asentí, irritada.

LeRoy sonrió maliciosamente y se arregló la rubia peluca.

—Mi hermana lleva tres meses en terapia con ella. Depresiones, pensamientos suicidas, todo lo que te imagines. Se la pasaba en la cama gimoteando, pero parece que tu madre es muy inteligente. La semana pasada, mi hermana por primera vez de nuevo…

El resto de la frase se la tragó la música. LeRoy se encogió de hombros, riendo, también se arregló el escote y señaló, preguntando, mi vaso vacío. Negué con la cabeza. Nerviosa, escaneé la muchedumbre. Constantemente llegaban nuevas criaturas a la sala. Toda una tropa de dementores[41] cayó sobre la pista, y se mezclaron con desarrapados ángeles de la muerte, calaveras gritonas, un puñado de Michael Myers, monjes y, desde luego, figuras de la muerte en distintos variantes.

Pero nada de Lucian. Es una locura pero igual que lo sentía cada vez que estaba presente, también sentía cuando no estaba. En eso, Suse me golpeó el costado.

—Mira —gritó—, ¡qué cómico!

Seguí el dedo de Suse y reventé de risa. Algún gracioso se había disfrazado de un gran conejo: ropa acolchada de piel blanca, con orejas de cuchara pintadas color carne, enormes ojos y alargadas con pestañas verdes, y se puso a saltar como muñeco de trapo en la pista. Llevaba una zanahoria descomunal en la mano. Después de hacer cabriolas entre dementores y ángeles de la muerte, vino al bar, dejó la zanahoria sobre la barra, buscó en su bolsillo y sacó una agenda junto con su lápiz. Garabateó, inclinó la cabeza, la movió como diciendo que sí, caminó con torpeza hacia nosotros y me puso la agenda ante la nariz. Leí:

¿Quieres…

a) mordisquear mi zanahoria?

b) brincar conmigo en la pista?

c) acariciar mi peluche?

d) jugar a las escondidas?

Marca lo que deseas.

¡Dios mío! No tenía ganas de ligar. Seguramente este pobre diablo se atrevía porque nadie podía ver quién era. Marqué d) y al lado escribí entre paréntesis: Primero buscas tú. Cierra los ojos y cuenta hasta un millón.

Ahora siquiera tenía una excusa para escabullirme. Le hice señas a Suse de que quería ver por allí un rato, pero como LeRoy y Dimo estaban enzarzados en una conversación, o mejor dicho, en un griterío, ella se me pegó. Nos marchamos por un largo pasillo escaleras arriba, seguimos por corredores y tumbas, nos deslizamos entre parejas que se besuqueaban, grupos, gente sola, perdida, aburrida, ansiosa, sentada, buscando.

¿Dónde estaba el? ¿Dónde estaba Lucian? Cada vez me ponía más nerviosa.

La segunda sala era todavía más grande que la primera. Del lado derecho había una gigantesca pantalla donde se proyectaba el vídeo Locura de medianoche de los Chemical Brothers. Un disco-gollum[42] con brillante vestimenta dorada trepaba por un contendedor de basura con un cartel que decía Desechos comerciales, y se lanzaba como un demente Superman por los tejados de las casas cercanas. Delante de la pantalla y en la pista de baile se amontonaba espíritus, gravelords y otros seres aterradores. ¿Sería Lucian uno de ellos? ¿Era seguro que estuviera aquí? ¿Llegaría?

La pista era como un teatro rodeado de altos palcos, sobre los cuales cabía adivinar que estaría el techo. Busqué una escalera que llevara más arriba, pero Suse me tomó del brazo y me arrastró a la pista, detrás de los dos disc-jockeys que ofrecían la mejor mezcla de baile de la casa.

Golpeteos ensordecedores, un gemido, un grito, la música tomaba aliento, una larga y profunda inhalación. Un tamborileo, luego puros sonidos bajos, retumbantes y martilleantes, tomaron posesión de mí. One night in Bangkok and the World is your Oyster… (Una noche en Bangkok y el mundo es tu ostra). Era un salvaje y agresivo remix de la vieja canción disco. Comencé a bailar.

Me sumergí, cerré los ojos y me entregué a ese sordo trance que desconectaba todo pensamiento. El ritmo martilleante era lo único en que tenía que concentrarme, lo único que contaba aquí y ahora.

One night in Bangkok and the World is your Oyster… Parpadeé y capté al conejo blanco en el borde de la pista. Nos miraba con sus ojos de largas pestañas, luego hizo cosquillas con su desmesurada zanahoria en la nuca de una bruja vestida de látex, que levantó su látigo, furibunda.

Yo reí, los ojos de Suse pestañeaban, miraba en derredor, sus largos rizos revoloteaban, perlas de sudor me cayeron sobre el brazo desnudo. También tenía los cabellos sudados y me quité las peinetas. El sudor descendió por mi espalda, por mi escote, entre los pechos.

La música se volvía cada vez más agresiva, giraba en torno nuestro y, en determinado momento, Suse me hizo señas, apuntó hacia sus piernas y torció la lengua: tenía que ir al baño. Pero yo no, yo quería quedarme allí y bailar.

El tema era interminable, extendí los brazos, me puse a girar, eché la cabeza hacia atrás y, entonces, él estaba allí.

Estaba en uno de los altos palcos. Tenía cubierta la parte de los ojos por una máscara negra de pájaro, con un pico largo y curvo. Debajo se advertían claramente barbilla, pómulos y boca. Inclinó la cabeza hacia mí. Era casi como una reverencia, pero mantuvo de nuevo esa suave ironía. Con lentitud, levantó la mano para saludar.

Pensé: «Está aquí por ti; solo por ti».

Cerré los ojos y sentí calor dentro de mí. Sentía cómo se acercaba, bajando hacia la pista, y cuando abrí los ojos estaba a unos pocos metros de distancia.

Su máscara de pájaro destelló fantasmagóricamente entre la luz de los reflectores. Llevaba el largo abrigo negro de la primera noche; la tela caída estaba recubierta de plumas blancas, como si la Madre Nieve[43] le hubiera sacudido su almohada encima.

Como en cámara lenta, nos fuimos acercando en medio de la aglomeración palpitante, que cada vez se volvía más vehemente, entrando a un ritmo del todo distinto. Nos movíamos con lentitud, como bajo el agua. Nuestros dedos se tocaron y entonces Lucian tomó mi mano. Me atrajo hacia él y estuvimos quietos un momento, pecho contra pecho, latido contra latido.

Me pareció tan extraño, increíblemente extraño y tan terriblemente familiar. Aspiré el olor de su abrigo; olía a polvo, a tierra y a pegamento seco, seguramente con el que se había adherido las plumas. Hundí el rostro en la tela negra, y de inmediato me vino un estornudo.

Por el ligero vibrar del pecho de Lucian noté que se estaba riendo. Tenía las manos en mi espina dorsal, sus dedos la recorrían, tocando y examinando mis vértebras. Comenzamos a girar muy lentamente, aunque la música exigía exactamente lo contrario. En medio de la gente que bailaba a lo salvaje, nosotros girábamos solo en torno a nosotros, en total armonía.

—Hola —musitó Lucian en mi oído, de lo que se sintió como una eternidad—. Hola, Blancanieves. Te he extrañado.

—También yo.

Cuánto, solo ahora podía confesarlo. Por primera vez lo admitía sin remedio.

Sobre el hombro de Lucian vi a lo lejos a Suse. Regresaba, llevando a Dimo a la pista; su mirada recorría la muchedumbre, buscando. Rápidamente, me agazapé y llevé a Lucian en otra dirección.

—Vamos a otra parte, ¿de acuerdo?

En el piso superior del club, el tercero, estaban los palcos. Desde ahí se divisaba la pista. Vi al gigantesco conejo blanco. Se movía torpemente por la pista en la que Suse y Dimo giraban, en medio del hervidero de la multitud. Los rizos sueltos de Suse azotaban el aire; echó la cabeza hacia atrás y rio. Me alivió que, desde arriba, ella y Dimo se vieran pequeños e inalcanzables. Yo no quería que me vieran con Lucian, con o sin máscaras.

Más allá de los palcos había diversos cuartos pequeños: también ahí se escuchaba música, pero más tranquila. Aquí la gente se relajaba, fajaba, bebía, charlaba. Había una terraza de luz cálida y pequeñas mesas de café con ceniceros. De la mano, fuimos hacia allá. Del lado izquierdo, dos brujas, un Freddy Krueger[44] y tres zombies fumaban. Nos colocamos del lado derecho, pegados junto a una lámpara. El aire era frío, pero la lámpara daba calor. Lucian daba calor.

Me soltó las manos, dio un paso hacia atrás y me contempló.

—No puedo dejar de contemplarte —dijo en voz baja.

Tragué saliva y sentí cómo el calor aumentaba y subía de pronto por todo mi cuerpo. Tampoco yo podía dejar de mirarlo.

Parecía tan enigmático. Excitante. Hermoso. Con la máscara puesta se me antojaba todavía más, como si fuera mi secreto.

—No viniste sola, ¿verdad?

Asentí y mi mirada se deslizó por encima de él. Las plumas se movían al viento, un par de ellas se soltaron y flotaron sobre la barandilla de la terraza-balcón, hundiéndose en la noche como copos de nieve. Me quedé mirándolas ondear hasta que no fueron más que unos diminutos puntos que se perdieron en la oscuridad.

Bajo nosotros corría la calle que daba a la iglesia del Espíritu Santo, Sankt Pauli y el estado Millerntor, donde la próxima semana se inauguraría de nuevo la Feria de Hamburgo. En los primeros encuentros, Lucian siempre me había parecido irreal; ahora era al revés. Todo se me presentó de súbito como irreal, y solo él era la realidad.

—¿Tuviste problemas la última vez? —me preguntó.

Asentí.

—Mi madre me impuso el primer arresto domiciliario de mi vida. Lo del bofetón me lo callé.

—¡Oh! —se apoyó en el pretil.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Cómo has pasado las últimas semanas?

—Sin ti —inclinó la cabeza. Bajo la máscara, su boca esbozó una sonrisa y descubrí el hoyuelo en la mejilla—, pero al menos me he ahorrado el arresto domiciliario, lo cual es una gran ventaja.

Me eché a reír, pero de inmediato me puse seria de nuevo.

—Entonces tienes… una vivienda… un cuarto… ¿De qué vives? ¿Dónde duermes?

Lucian titubeó.

—En cualquier lado.

Sus palabras me sobrecogieron.

—No importa —respondí, pues sabía que no soportaría que comenzara a hablar con acertijos de nuevo.

Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un paquete de cigarrillos. Prendió uno, inhaló largo y hondo, y luego exhaló el humo. La blanca bocanada nubló el antifaz.

—No creo haber sido fumador —dijo—. El primero me supo horrible, pero uno se acostumbra. ¿Tú fumas?

Sin hablar, negué con la cabeza.

Lucian inhaló dos veces más.

—Conocí a un tipo —prosiguió—, el me dio un cuarto y me consiguió un trabajo.

—¿Un trabajo? ¿De qué?

Lucian quitó la ceniza del cigarro.

—En un bar. Limpiar, arrastrar barriles de cerveza, comprar, hacer composturas. Cosas así.

Sentí como crecía en mí la decepción. ¿Por qué se distanciaba de nuevo? ¿Por qué no confiaba en mí?

—Un bar —dije lentamente—. Un tipo, un cuarto. ¿Y eso es todo?

—Escucha. —Lucian tomó el cigarro entre el pulgar y el dedo cordial, y lo tiró por entre la reja del balcón—. No sé si esto es bueno.

Fruncí el ceño.

—¿Qué no es bueno…?

—Esto de aquí. —Lucian apartó la cabeza de mí—. Esto de nosotros.

Ahora su voz sonó brusca.

—¿Cómo?

No podía creer lo que oía. Sus palabras taladraron mi cabeza y al momento siguiente todas las angustias de las últimas semanas estaban de nuevo presentes. Aquí estaba yo, con las rodillas que me temblaban, con esa corrosiva sensación en el pecho, y preguntándome cuánto tiempo estaba dispuesta a seguir ese juego de «ven, ahora vete».

—¿Ah sí? —trataba de tragar el nudo que se me había hecho en la garganta—. Esto sonó por completo diferente…

Los ojos de Lucian se movieron detrás de las pequeñas ranuras de la máscara. Vi el blanco de sus ojos y me sentí aturdida.

—Rebecca, yo… —carraspeó—. Tengo miedo de meterte en dificultades. No es bueno que sepas demasiado. No es… al parecer no es bueno que nos veamos.

—¿Por qué? —grité de inmediato—. ¿Por qué nos vemos entonces?

Lucian levantó los hombros y los bajó de nuevo, pero no fue lo que se dice «encogerse de hombros», sino más bien como un ademán de impotencia.

—Hacemos lo que no deberíamos permitir, según juzgo —repuso quedo.

Hundí los hombros. Estaba agotada.

—Escucha, Lucian —intervine—. No puedo soportar esto. Apareces en mi vida, lo trastornas todo y luego me dejas que ande a tientas en la oscuridad. Esto es lo que me causa dificultades. Durante las últimas semanas no he dejado de pensar en ti. He tenido problemas, te quiero… ¡Ay, maldita sea, dejemos esto! Pero aun cuando no sepa de tu pasado, quiero al menos conocer de tu presente. Quiero saber cómo vives, qué te ocurre.

Di un paso hacia él. Me disgustó mostrar ese descaro, pero no lo pude evitar.

—Por favor —dije de nuevo, y me sentí como una niña impertinente—, dime siquiera si hay algo, después de este tiempo, de lo que te acuerdes, o bien algo que has averiguado acerca de ti.

Lucian no dijo palabra. Del otro lado del balcón estalló una risa sonora. Uno de los zombies había contado un chiste y los demás soltaron la carcajada.

Luego todo estuvo en silencio. Solo los autos corrían por la calle, allá debajo de nosotros. En algún lugar en lontananza resonaba una sirena y, por fin, detrás de la puerta abierta del balcón se escuchó otro tema musical.

Lucian se asomó por el balcón y miró hacia abajo, a la calle.

—No me gustan los plátanos —dijo, como hablándole a la oscuridad que había abajo—. Los bistecs me dan náuseas y, en cambio, me gusta la carne de cordero. Me gusta el pescado y los huevos cocidos, pero solo cuando la yema está blanda, y la clara, dura. Me gusta el pan negro y la mantequilla con sal. Me gustan las manzanas verdes, mas no las rojas. Asesinaría por el chocolate amargo y el mazapán me sabe divino. La cerveza es amarga y su espuma me repugna. El whisky me hace sentir calor, pero al cabo de dos vasos me olvido de que no puedo acordarme de nada. Por el contrario, el hashish no me sabe tan bueno. Creo que las drogas no son para mí.

Levantó la cabeza y me miró directo a los ojos.

—Pero lo que es de locura es que todo lo que como, bebo o tomo, se siente como si fuera la primera vez. Mi sentido del gusto no recuerda. Tampoco el sentido del tacto. Cuando alguien me toca, cuando… —Lucian pasó las yemas de sus dedos por mi mejilla—, cuando te toco siento algo indescriptible, como si nunca hubiera tocado a nadie.

Sus dedos se deslizaron por mis pómulos, por mi mentón, hacia el cuello. Cerré los ojos. No podía creer que un toque suave como un ala pudiera sentirse de manera tan intensa. Blancos relámpagos corrieron por mis venas e hicieron estremecer mi vientre, directamente en el abdomen. Cuando noté que Lucian iba a retirar los dedos, detuve su mano con firmeza, pero se zafó de mi apretón con suavidad.

—No me gusta el hip-hop —prosiguió—, el techno y todos esos aparatos electrónicos —hizo un movimiento hacia la puerta—, me ponen los nervios de punta. Hace poco pasaron un concierto de piano por la radio. Ludwig van Beethoven. Sí, era de él. Corrí de inmediato a la biblioteca, leí todo lo posible de él y me robé un CD. La novena sinfonía es lo más bello que jamás he escuchado. ¿Sabías que Beethoven escribió esa obra cuando estaba completamente sordo?

—Sí —le contesté—. Janne me lo contó. Mi madre es una auténtica fan de todo lo que se refiere a Beethoven. Tiene todas sus obras, pero la Novena es la que más le gusta.

—¡Qué bien! —dijo sonriendo—. Entonces invítame a tu casa. Quizá me preste algo.

Me mordí el labio inferior. Miré más allá de la barandilla, en dirección al puerto, donde estaba el hospital en el que se encontraba mi madre. Mañana sería dada de alta.

—Quizá no sea una mala idea —contesté—. Quizá debería presentarte a mi madre. Una vez que te conozca, quizá te pueda ayudar. Ella…

Lucian puso un dedo sobre mis labios.

—No —respondió decidido—. No creo que sea buena idea. No conozco a tu madre, pero con el problema que tuviste la otra noche con ella, no creo ser el tipo que quiera como amigo de su hija.

—Pero es que ella no es así —repliqué insistentemente—. No tengo idea de lo que le está pasando últimamente, y quien sabe, dado que Beethoven te gusta tanto, si fuiste un famoso compositor…

Pensaba en la historia del pianista y me puse a reír.

—¿Puedes imaginar entonces la impresión que lograrías causar?

—Suena seductor —sonrió Lucian—. Esa fantasía ya me había venido a la mente. En la biblioteca vi la partitura, pero no fui capaz de leer ni una nota. Beethoven perdió el oído, pero mantuvo su memoria. Escuchaba la música en su espíritu o en el alma.

Lucian puso las manos sobre mis hombros. Entonces se inclinó hacia delante hasta que la punta del pico de su antifaz rozó mis labios con toda suavidad. Sentí su aliento, mientras el mío se aceleraba ligeramente.

—No quisiera causarte temor —dijo en voz baja.

—¿Por qué lo dices? —pregunté, y traté de tomar sus manos—. No tengo ningún miedo de ti. Al contrario. Me siento segura cuando estás conmigo. Cuando estás cerca me siento bien. Y la noche junto al Elba tú también experimentaste lo mismo, ¿o acaso —mi voz comenzó a temblar—, han cambiado las cosas?

Lucian se apartó de mí. Dio un paso hacia atrás y se me quedó mirando. En su boca había un gesto inesperado.

—No, nada ha cambiado —musitó—. Solo que hay algo más. No puedo explicarlo. ¡Lo que siento por ti es… es demasiado fuerte, Rebecca! Tengo miedo de mí mismo y de lo que he olvidado. ¿Qué tal si fuera algo horrible?

Lucian dio otro paso hacia atrás hasta estar de espalda a la baranda.

—Quizá soy malo —masculló—, peligroso, con alguna enfermedad mental, quizá…

Pareció no poder concluir la frase.

—¿Puedes entenderlo?

—¡No! —le espeté, y añadí—: No sé. Quizá.

De nuevo pensé en aquel artículo del periódico y en la teoría de Janne de que el cuerpo, tras una experiencia brutal, se protege desterrando los recuerdos mortificantes. ¿Quizás él tenía razón? ¿Podría ser que el shock de Lucian consistiera en que hubiera hecho algo espantoso? ¿Qué él —para hablar con las palabras de Janne— fuera la víctima de su propia violencia? Bajé la cabeza.

—Sí —balbuceé por fin—. Puedo entenderlo.

Lucian me miró. Incluso a través de su máscara noté lo triste que estaba.

—¿Ves? —dijo en voz baja.

—¡No! —di un paso hacia él e intenté tomar sus manos de nuevo—. No quise decir eso. Entiendo lo que piensas. Pero te equivocas. Tú no eres malo. Yo lo sé. Yo lo siento.

Antes de que Lucian contestara algo, proseguí:

—Tienes que dejar que te auxilien. Tienes que encontrar a alguien en quien confiar, alguien que sepa de estas cosas.

Reprimí un gemido. Parece que tu madre es muy inteligente, había dicho LeRoy. Sí, desde luego que lo era, pero contarle a Janne del problema de Lucian o mandarlo a su consultorio parecía, así de golpe, impensable.

De repente me sentí increíblemente aliviada de que Lucian no la hubiera mencionado.

Si Lucian fuera algo así como un extranjero, un compañero de clase, alguien conocido… pero no lo era. Me afectaba con mayor fuerza que cualquier otro ser humano con el que me hubiera encontrado en la vida. Y parecía que a él le ocurría lo mismo conmigo. Si Janne juntara las piezas del rompecabezas de esta historia, si se enterase cómo nos habíamos conocido, de cómo se quedaba de noche bajo mi ventana y con qué temores se movía, lo primero que haría sería no dejarme salir por la puerta y él, posiblemente, lo denunciaría.

—Hay alguien. —Interrumpió Lucian mis pensamientos. Espantada, miré por encima de su hombro.

Se habían acercado los tres zombies: Freddy Krueger y las dos brujas. Una de ellas se asomaba por encima de la baranda del balcón, mientras que Freddy Krueger fajaba con la otra.

Lucian rio.

—No quise decir aquí —puntualizó—. Hay alguien al que le he contado de mí, y hay un par de cosas que he averiguado.

¿Había alguien? ¿Quién? ¿Se refería al tipo del bar? No, desde luego que no. ¿O sí? De súbito no supe si me sentía aliviada o celosa. ¿Por qué se confiaba con alguien más y no conmigo?

—¿Y quién es él? —interrogué—. ¿Y qué has averiguado?

Lucian respiró hondo. Agachó la cabeza; parecía una máscara. Luego me miró.

—¿Puedo… preguntarte algo? —apenas si entendí lo que me dijo.

—Sí —contesté rápidamente—. Sí, claro.

—Tu padre… —prosiguió—, ¿habla inglés contigo?

—Sí —dije desconcertada—. ¿A qué viene eso? —ya se lo había dicho.

Con la punta de los dedos, Lucian tocó el pequeño sol que yo, incluso hoy, llevaba al cuello.

—El dije —prosiguió—, ¿te lo regaló tu padre el día que entraste a la escuela?

Tragué saliva. Esto no se lo había mencionado. ¿O sí? No me acordaba.

—¿El vestido que llevabas… —continuó—, era blanco? ¿Un vestido esponjado, azul cielo, con un pez de colores estampado?

La garganta se me cerró.

—No sé —dije con un hilo de voz.

En realidad no lo sabía, pero me sonaba familiar. Mi corazón latía deprisa.

—¿Por qué lo preguntas?

—Tu mochila escolar —prosiguió Lucian, en vez de contestar mi pregunta—… ¿era roja con puntos blancos?

Mi corazón se detuvo, y luego siguió latiendo.

—No sé. ¡Espera! ¿Eres… somos…? —el relámpago de una posible aclaración me sacudió.

—¿Eres León?

De repente tuve ante mis ojos el delgado niño de cabello negro con el que fui a la escuela primaria. El día de inicio de clases llevaba un traje gris milrayas. Siempre lo traía su abuela y su pan con mantequilla iba aderezado con huevos cocidos y salsa tártara; toda el aula quedaba impregnada del olor.

—Podría ser —repetí, y comencé a reír tontamente—, que los dos hayamos ido a la misma escuela primaria y que tú…

Lucian miró más allá de mi absorto. Esta vez giré con toda lentitud, con la esperanza de que mi temor, mientras tanto, se deshiciera en el aire. Pero no fue así, Suse me había encontrado. Estaba en la puerta del balcón y su horrorizada mirada dejaba ver claramente que reconocía a Lucian. Lo que me irritó fue el tipo con el disfraz de conejo. Venía detrás de Suse y ahora se había quitado la parte que le cubría la cabeza.

Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—¿Qué haces aquí? —le espeté.

Sebastian reía. Sonaba a risa maliciosa, pero se percibía como quejosa. Tenía el rostro rojo y sudado. El pelo se le había pegado a la frente. Se veía totalmente grotesco en ese disfraz blanco acolchado, y también terriblemente herido.

—Eso me pregunto yo también —dijo—. No podía imaginarme que hubieras encontrado otro compañero de juego para esconderte.

Sebastian pasó la mirada de Lucian hacia mí.

—«No estropees las cosas. Dame un poquito de tiempo». ¡Mierda, Rebecca! ¿Por quién me tomas? ¿Por un tonto de capirote?

—No —mascullé, consternada—. ¡Sebastian, por favor, puedo explicar esto!

Sebastian meneó la cabeza y dio un salto hacia adelante; antes de que Lucian pudiera esquivarlo, le había arrancado el antifaz. Entonces se volteó hacia Suse, quien hasta ahora permanecía allí como petrificada.

—¿Es este?

Los ojos de Suse pasaron sobre mí. En silencio, le suplicaba, por favor, que no lo hiciera.

—Sí —repuso ella—. Este es el psicópata que sigue a Rebecca por todas partes.

A mi lado, Lucian intentaba desesperadamente recobrar el aliento. Su mano estaba sobre la baranda, y por un momento tuve la terrible angustia de que fuera a lanzarse al vacío.

Sebastian cerró los puños.

—¡No! —grité, y quise meterme entre los dos, pero Sebastian me apartó.

Golpeó a Lucian en el pecho con la punta de los dedos, e insistió.

—Tendría que darme lo mismo —no lograba dominarse—, pero no es así. Voy a decirlo solo una vez: ¡Deja a Rebecca en paz! ¡Que no vuelva a verte cerca de ella o llamaré a la policía! ¿Entendiste?

Lucian asintió.

—Claro como el agua —le respondió—. ¿Pueden disculparme ahora?

Con estas palabras, le quitó de la mano el antifaz a Sebastian, pasó junto a él, mirándolo de reojo, y desapareció.

Yo me quedé como plantada.

Suse se me acercó.

—Becky —me dijo—, no te enojes; tampoco con Sebastian. Estamos preocupados. Solo queríamos ayudarte.

No le contesté, sino que la dejé parada y me fui.

Fuera del búnker, en un charco brillante, estaba el antifaz de pico de pájaro de Lucian. De él no había ni rastro.