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Tuve arresto domiciliario por primera vez en mi vida. Nunca había visto a mi madre tan fuera de sus casillas y nunca me había pegado. Odiaba la violencia y no creía en los castigos. Por lo demás, rara vez tenía motivo para quejarse de mí. Yo, para ella, era como su doble: no me drogaba, no me emborrachaba hasta perder el sentido en las fiestas y, cuando se me hacía muy tarde por la noche (lo que ocurría rara vez), llamaba a casa. Cuando tenía algún apuro que no podía solucionar sola (lo que también rara vez ocurría), ella estaba a mi lado. Hasta ayer.

Ok, me había ausentado hasta muy tarde; había desaparecido de la fiesta sin decir palabra, en medio de la noche, por una orilla del Elba abandonada de la mano de Dios. Además, todos habían estado buscándome. Mi lista de llamadas estaba llena: Suse, Sebastian, Janne; todos ellos intentaron hablarme múltiples veces. Al parecer yo había caído en una zona sin cobertura y la ansiedad los traía medio locos. Justo hacía un par de días que un asesino serial logró acaparar los titulares de los periódicos, y la semana anterior, en un espacio boscoso de Elmshorn, encontraron el cadáver de una chica.

A mí pudo haberme pasado algo así; ¡esto lo entiendo y lo siento!, pero ¿tenía Janne que llevarme como a una delincuente?

En el coche me preguntó de nuevo qué diablos había estado haciendo; si su tono de voz no hubiera sido tan increíblemente fuerte, quizá le habría contado la verdad. En cambio, no hice más que repetir lo de mi paseo, con lo que ella apretó los labios y clavó los dedos en el volante. Ya en casa, me prohibió salir.

Todos los días, hasta finales de octubre, regresaría directamente a casa después de la escuela, sin excusa. Nada de fiestas, ni de salir de compras con Suse, y hasta la natación me fue cancelada. Si no hubiera estado tan desconcertada quizá me habría reído en su cara. Era una locura: mi abierta y súper comprensiva madre psicóloga se comportaba como todos los padres contra los que tanto habíamos despotricando juntas. Lo peor de todo eso era que esta vez yo sí tenía un problema que iba creciendo en mi cabeza. Mas, en ese momento, Janne era la última en la que habría confiado. En este plan, si para ella Suse era una histérica, a Lucian lo consideraría, sin más, como un psicópata.

Telefoneé a Suse y a Sebastian y les eché la misma mentira que a Janne. Desde luego, no me creyeron ni una palabra. Suse me acribilló con preguntas, y la reacción de Janne le pareció tan exagerada como a mí, mientras que Sebastian se mantuvo frío y no hizo ningún aspaviento.

El domingo me atrincheré en mi alcoba y pasé el tiempo viendo en internet las gacetillas de los periódicos sobre las personas desaparecidas: en el Bosque Oeste, una niña salió de la escuela pero no llegó a su casa; una joven buscaba a su enamorado, un muchacho de quince, pelirrojo, robusto, que fue sacado de su casa. Y esto era solo el comienzo, la web bullía de anuncios de parientes angustiados. En cualquier país las personas desaparecían; muchos de los boletines eran nuevos y otros viejos. Mas no encontré ninguno que tuviera algún parecido con Lucian. Al cabo de dos horas desistí, desanimada, y me tiré en la cama. No me iba a dormir ni tampoco tenía hambre; en vez de eso, mis pensamientos giraban siempre en torno a él. Lucian.

Nunca nada me había agotado e intranquilizado tanto a la vez. Para distraerme, me sumí en el libro de mi bisabuelo. Aunque parezca increíble, fue lo más acertado que podía haber hecho. Primero hojeé las críticas del apéndice. Su tono era inteligente, agudo y entretenido, y su mordacidad era indirecta y bastante sutil, de manera que provocaba la risa de sus lectores. Comprendí por qué había llegado tan lejos como periodista. Cabe sospechar que aquellos a quienes mi bisabuelo despedazaba encarnizadamente lo habían visto de otra manera; describía su propia vida con la misma falta de piedad.

Willian Alec Reed había sido hijo único. Su padre, cirujano, dirigía una clínica. Cuando mi bisabuelo cumplió tres a los, su madre murió en brazos de su padre como consecuencia de una operación desafortunada. Esto lo comentaría mi bisabuelo diciendo que en los hombres de su familia no había residido el don del trabajo manual y que en adelante el Sastrecillo Valiente, como lo apodaba su padre, se dedicaría a ejercer el arte de al bebida.

Él mismo escribía mi bisabuelo, no hizo más que aprovecharse de ello. ¿De qué otra forma habría podido llegar a todas aquellas encantadoras chiquillas, en especial aquel modelo de belleza que fue la francesita con la que perdió su inocencia la noche de su decimocuarto cumpleaños? Se llamaba Lucille, y él logró que ella levantara su sonoro acento junto a sus poderosos pechos. Las lecturas subsiguientes, así fue como llamó a las historias que Lucille le leía y con las que le abrió el mundo de los libros.

Libros y mujeres conformaron el tema de su vida.

De joven le gustaron las obras de Charles Dickens y Lewis Carroll; luego vendrían Edgar Allan Poe, Julio Verne y H. G. Wells, de quien fue íntimo amigo.

Durante esos años, mi bisabuelo ya se había ganado un nombre como crítico literario; escribía para un periódico de Los Ángeles y para el New York Times, entre otros. Parece que por aquella época su vida consistía mayormente en el placer de asistir a diversas reuniones de afamados escritores y de otros grandes del acontecer cultural.

Pasó unos años en Europa, se divirtió aún más, se vio con más celebridades y, en Londres, donde obtuvo un puesto en el Times, conoció a la que sería la mujer de su vida. Así lo había escrito él, literalmente.

La pintó en unas pocas líneas en general, pero esas frases fueron sumamente serias: Por primera vez —decía en su libro— experimentaría lo que se llama querer morir de amor.

Parece que la inglesita le dio suficiente razón para ello. La noche de bodas la perdió por otro hombre. Mi bisabuelo no se quitó la vida, pero quedó conformada su cínica actitud frente al tema de la vida y del amor, el cual no constituyó para él impedimento para tener numerosas amantes y casi igual cantidad de esposas.

«Hasta aquí de sus pesares de amor», pensé, y hojeé la parte posterior del libro. Allí encontré una foto de mi padre. Aunque no logré descubrir de qué esposa de mi bisabuelo descendía él, la foto me cautivó de inmediato.

Mi padre, todavía niño pequeño, está junto a mi bisabuelo, en un embarcadero, pescando. Están sentados hombro a hombro, como fundidos con la naturaleza que los rodea. Al final del libro citaba a mi padre y también aquí tuve la sensación de que mi bisabuelo revelaba algo que había ocultado tras su cinismo en las páginas restantes.

En mi nieto Alec encontré de nuevo algo que había perdido: el viejo anhelo de ser amado por lo que uno es. Supe a qué se refería. Mis padres me dieron ese sentimiento, lo mismo que Spatz, y era como una armadura contra todo lo que pudiera herirme, reluciente e impenetrable. Todas las fiestas, los amigos famosos el éxito que parecían no haber impedido que mi bisabuelo, en el fondo, hubiera sido un hombre solitario, al menos a mi manera de ver las cosas.

Dejé caer el libro. Afuera comenzaba a llover; un sigiloso velo de tenues hilos entretejidos caía del cielo. El mal tiempo lo envolvía todo. Miré por la ventana y pensé en Lucian. Súbitamente caí en la cuenta de que no dejé de pensar en él, incluso en las últimas horas de lectura él había anidado en un rincón de mi cerebro.

Miré hacia el puerto, al Elba, que se veía tan gris como el cielo. Agua y aire derretidos. Parecía que alguien hubiera sustraído todos sus colores.

¿Dónde se encontraría ahora? ¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde pasaría hoy la noche? Mis pensamientos viajaron a nuestro encuentro junto al fuego. Había sido una locura, algo sobrecogedor. Una cosa así no sucede. Pero a mí me sucedió, independientemente de lo que pensara al respecto. Lo había sentido en toda su plenitud. Cerré los ojos para poder verlo mejor: su rostro ovalado, el cabello oscuro, las profundas sombras bajo los ojos. Me gustas tú. Cuando estás cerca de mi, me siento bien. ¿Y cuándo no estaba cerca? ¿Quién lo habría hecho sentirse bien en el pasado? ¿Qué personas habían estado cerca de él? ¿Quiénes quizá lo habrían lastimado? Y, sobre todo, ¿por qué no podía recordarlo? Un artículo de un periódico llamó mi atención. Lo había leído hacía unos dos años. Se trataba de un hombre que se despertó sin recuerdos en una playa. Estaba desnudo y no hablaba una palabra, pero en el psiquiátrico comenzó de repente a tocar el piano como un virtuoso. Janne sospechó entonces que el hombre habría sufrido un duro impacto, y que ahora su cuerpo se protegía desterrando los recuerdos. Cómo le fue luego al hombre y qué ocultaba tras su historia, ya no lo supe.

¿Y Lucian? ¿Habría sufrió un shock también? ¿Qué edad tenía? ¿Qué vida había olvidado? Y la pregunta más importante: ¿qué tenía yo que ver con todo esto?, ¿por qué no lograba librarme de la sensación de que yo jugaba un papel ahí, incluso si, por más que quisiese, no me quedara claro cuál?

Pensé en el libro ilustrado de Max y los monstruos que Lucian citó con tanta exactitud. ¿Realmente había descubierto el texto en una librería? ¿Estaba tejiendo, por el motivo que fuera, alguna trampa?

De golpe me enfadé por no haberle dado el número de mi celular. Faltaban semanas para el baile de máscaras, y pendía de un hilo el que yo asistiera. Por otro lado, Lucian sabía mi dirección. Sabía dónde vivía, qué lugares frecuentaba. Si realmente quisiera verme, podría encontrarme.

No va a ser bueno que nos vean juntos, había dicho, cuando los gritos se oyeron más cerca. Yo ni siquiera presté atención a lo que acababa de decir, pero ahora me percataba cabalmente de lo que significaba.

¿De qué tenía miedo? Si de verdad perdió sus recuerdos, entonces no había nada que pudiera ocultar.

De repente todo me pareció falso de arriba a abajo. ¡Alguien que hubiera extraviado sus recuerdos no se comportaría así! Solo lo haría alguien que se sintiera culpable por algún motivo.

Pensé en Suse, quien sospechaba que Lucian era un stalker[35]. Los stalkerers llegaban lejos, endemoniadamente lejos; había leído acerca de eso, e imaginármelos siempre me resultaba algo horripilante. Quizá se había enterado de mi vida… ¿y sencillamente maquinó lo que contaba? ¿Acaso podía engañarme tanto una persona?

Me sobresalté cuando de repente sentí pasos en el corredor, primero quedos y luego se volvieron más fuertes; se aproximaron más, hasta que permanecieron quietos junto a la puerta. Todo estuvo en silencio por un largo momento; luego vi cómo la manija giraba hacia abajo lentamente. Eché la cobija sobre mi pecho y me di la vuelta hacia la pared.

—¿Rebecca?

Era Janne. Olí su perfume y sentí su presencia en el cuarto. Seguramente estaba en la puerta y me miraba. Me acalambré toda de tanto esfuerzo por no hacer movimiento alguno.

«¡Lárgate!», pensé con rabia. «¡Vete de aquí! ¡Déjame en paz!». Sentí una intensa furia, más profunda de lo que hubiera pensado que podría experimentar. Mi madre me había abofeteado delante de mis amigos y me castigó con no dejarme salir. Y lo peor de todo: no confió en mí.

¿Cómo pudo dejarme colgada justo en el momento en que más la necesitaba? De alguna forma percibía que ella se preguntaba lo mismo… y yo disfrutaba de su cargo de conciencia. Se lo tenía merecido.

Janne se marchó sin decir nada.

Cuando por la noche me escabullí hasta la cocina, oí cómo mi madre lloraba en su alcoba. Spatz le hablaba en voz baja, tanto que no capté sus palabras, pero me quedé delante de la puerta hasta que los sollozos de Janne cesaron.

Por la noche soñé que nadaba en un lago; había oscuridad. El frío del agua era agradable; lo percibía en mi piel, me hacía sentir un hormigueo, mientras mis brazos se movían rápidamente hacia delante, cada vez más y más adelante. El agua oscura burbujeaba ante mis ojos; gotas tornasoladas se dispersaban en el aire como perlas plateadas. Y yo me sentía liviana, nadaba sin esfuerzo: era como resbalar, liberada de mis propios movimientos. Estaba sola, pero al mismo tiempo había alguien junto a mí, alguien a quien no podía ver; alguien que se deslizaba por el lago a mi costado. Sobre mi cabeza corría el viento y entonces empezó a llover. Las primeras gotas cayeron lentas y pesadas, hasta que por fin toda el agua se puso en movimiento. La sentía por doquier, me envolvía dentro de unos tamborazos cada vez más sonoros; y en todo este tiempo no dejaba de tener esa maravillosa sensación de que había alguien a mi lado, hasta que me desperté por el sonido de la lluvia. Lentamente, como a través del agua, me di cuenta de que estaba acostada en mi cama. La lluvia venía de fuera y yo estaba sola. Lo experimentaba con una claridad extraña y angustiante, tanto que me asustó. Arrojé la cobija y me deslicé en silencio por la casa.

En el desván todavía se veía luz. Subí la escalera de caracol y, con cuidado abrí la puerta. Spatz estaba sentada en el sofá y sonrió en cuanto me vio.

—¡Listo! —dijo y me puso delante de la nariz algo que brillaba y que ella acababa de terminar—. Mi primera Spongia beatificae. ¿Qué te parece?

Con cuidado, tomé el delicado cuerpecito esponjoso. Tenía un color dorado y estaba atravesado por hoyos hechos con ganchillo. Parecían poros por los que podía pasar el aire o el agua. Me dio la impresión de que la pequeña esponja que se plegaba en mi mano era en realidad un ser vivo que respiraba.

—¡Es preciosa!

—Inventé una historia —dijo Spatz—. ¿Quieres escucharla?

Sin aguardar mi respuesta, sacó del bolsillo de su falda un papel arrugado, lo desplegó y me leyó las líneas que tenía escritas.

—Desde hace tiempo se conoce que el mundo subacuático alberga un gran potencial; en particular, la especie de las esponjas es de un simbolismo significativo. Las esponjas son maestras de la defensa tóxica, y su código genético presenta un gran parecido con el de los humanos. De las más de sesenta mil diferentes esponjas que se supone que existen hasta ahora, los biólogos marinos solo conocen unas cinco mil. Fue recientemente que tuvo lugar un hallazgo exceptionnel: la maliciosa esponja de la felicidad, la Spongia beatificae.

Me eché a reír. La voz de Spatz revoloteaba como una mariposa que hubiera encontrado néctar.

—A diferencia de sus compañeras de especie —prosiguió—, la Spongia beatificae posee sensores que le permiten rastrear momentos y lugares donde sospecha que hay felicidad. Con mágica rapidez y de un modo por completo desconocido se asienta allí y exige la atención de las personas participantes en cualquier posible situación de dicha. Su defensa química se ha especializado, además, en pensamientos angustiantes y destructivos, de modo que estos no tienen ninguna oportunidad de sobrevivir en la cercanía inmediata de la esponja de la felicidad. —Spatz dejó caer el papel. Lucía como si la esponja la hubiera cogido como primera huésped para parasitarla.

—Es solo un borrador. Tengo que elaborarlo más —dijo—. ¿Qué piensas?

—Pienso que podría llenar un nicho en el mercado —respondí riendo—. ¿Se puede limpiar la vajilla con esponjas? Entonces junto a su utilidad ideal tendría otra práctica. Una cosa así agradaría a los alemanes.

Spatz esbozó una mueca.

—Ok. Basta de eliminación de pensamientos destructivos —se inclinó delicadamente sobre la imagen y dijo, dirigiéndose a la esponja—: Tesoro, esto lo vamos a practicar un poco todavía.

Yo reí ligeramente.

—Por lo que te conozco, no le aportarás nada a las esponjas. Spatz se estiró y bostezó.

—Quizá esta vez tenga suerte con la exposición —añadió llena de confianza—. En el teatro he oído que necesitan a alguien que subalquilé un taller en San Jorge. Mañana me ocuparé de eso.

—¡Sería estupendo! —pasé las yemas de los dedos una vez más por la superficie dorada de la esponjita, antes de ponerla de nuevo en las manos de Spatz. Desde hacía años, ella andaba en busca de un taller que le complaciera, adonde pudiera llevar sus obras y exponerlas—. Te deseo suerte.

En la jaula, John Boy se prendió del columpio. Gorjeando, miraba hacia abajo y hacia mí con sus ojos negros. Me vino el pensamiento de mi arresto domiciliario.

Spatz me lanzó una de sus miradas.

—¿Estás bien, hermana de cárcel? —añadió.

Revolví las pupilas.

—Sí. Quizá llame a la farmacia para que me traigan un par de píldoras para encogerme y meterme con John Boy y Jim Bob tras las rejas. ¿Sabrán que tienen alas y para qué son?

Ahora quien soltó una risita fue Spatz y, de golpe, se puso seria, me miró, con el ceño fruncido e intranquilidad en sus ojos color castaño. Luego me rozó la mejilla.

—No tengas rencor contra tu madre, Rebecca. No logra conciliar el sueño.

Pensé que tampoco yo, pero no por eso me golpeaba ni me imponía castigos exagerados. Puse la mano en el hombro de Spatz.

—Buenas noches, Spatz —dije.

—Buenas noches, Rebecca. Que duermas bien.

Los sucesos de las semanas siguientes no tuvieron nada de especial, y esto era precisamente lo que me enloquecía. Si hubiera algo que hacer, si hubiera tenido jornadas normales, quizá podría haberme distraído. Pero, así, estaba continuamente ensimismada. Al igual que yo bajo mi arresto domiciliario, mis pensamientos estaban también encerrados y corrían alocados por mi cabeza, me interrumpían el sueño y la poca compostura que aún conservaba.

Spatz estaba súper contenta porque finamente parecía haber encontrado el taller. Me habló de la comunidad de artistas de San Jorge, que se alojaba en una vieja fábrica de máquinas y por eso se llamaba El Acoplamiento. Artistas de todas partes de Alemania trabajaban allí en sus talleres, y necesitaban que alguien subarrendara uno de ellos. El artista quería verse con Spatz sin ningún compromiso; pero al menos era un primer paso.

También parecía que la suerte se enganchaba a Suse. Me había perdonado el haberme desaparecido de su fiesta de cumpleaños sin decir nada. De la misma manera en que nadie podía enfadarse con Suse mucho tiempo, tampoco ella estaba dispuesta a guardárselas a nadie. Y sumé a su favor que no hubiera intentado averiguar lo que había pasado exactamente. Al contrario que Janne, Suse confiaba en mí.

En el intervalo, Dimo había dado con un lugar para los ensayos, y Suse, como no podía ser de otra manera, le dijo que «la renta era galácticamente baja». Este descubrimiento traía a Dimo, por fortuna, tan en trance que sus encuentros con Suse giraban casi exclusivamente en torno a la banda. Solo una vez se aproximó peligrosamente a su sujetador, y fue del lado derecho, el que no requería relleno.

—Las yemas de los dedos estaban ya allí —me contó, y giraba los ojos a todos los lados—. Estaba salvajemente decidido, pero entonces sonó el teléfono y el propietario del lugar para los ensayos le anunció que podíamos firmar el contrato. ¡Mierda, Becky! ¿Crees que debo hablar antes con él? ¿Pero qué le debo decir? ¿Qué harías tú en mi lugar?

«Darle vueltas a la misma pregunta», pensé. La respuesta madura sería, supuestamente, que buscara un novio al que una cosa así le diera igual. Pero incluso en ese caso, ¿le iría mejor en realidad? De cualquier modo, yo lo dudaba.

Sin poder auxiliarla, respondí.

—Yo esperaría, Suse. ¡Cuando llegue el momento sabrás qué tienes que hacer!

Suse suspiró, y deseé que esa ocasión tardara en llegar.

La única salvación en este momento era la escuela. Nunca habría creído que fuera decir una cosa así, pero añoraba la enseñanza. Para mi alivio, nuestro maestro de español nos bombardeó con gramática y vocabulario y, a diferencia del inglés, este idioma tenía que aprenderlo de pe a pa. En biología nos pidieron redactar un trabajo acerca de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. Aaron, en preparación, se había fumado un porro rebosante durante el receso, y se quedó mirando su hoja en blanco como un conejo hipnotizado. Sheila, nerviosa, mordisqueaba el bolígrafo y observaba a Sebastian, que, con la cabeza metida en el cuaderno, llenaba hoja tras hoja como un salvaje. Nos encargaron toneladas de tarea de matemáticas, y Tyger nos dio un trabajo especial, que esta vez no tuvo nada que ver con Ambrose Lovell.

—Busquen la primera frase de una novela o de un cuento que encuentren digna de nota —nos ordenó—. Si es una frase alemana tradúzcanla al inglés, y escriban un ensayo sobre cómo la sienten. Si la encuentran simpática, si la encuentran prometedora, si algo les atrae de la historia y, si sí, por qué les atrae. —Se quedó un momento delante de mi lugar y me miró de nuevo de esa manera tan rara que poco a poco me iba incomodado.

—¿Ocurre algo? —le pregunté, molesta, pero solo se encogió de hombros y se fue.

Pasé la tarde, más que nada, revolviendo los estantes de libros de Janne y Spatz. Por mi parte, no eran muchos los volúmenes que poseía. Leer me ponía nerviosa y, al cabo de unas cuantas hojas, me entraba un urgente deseo de moverme, y por lo general no había ningún obstáculo para salir. Hojeé las novelas de Barbara Vine, la autora preferida de Janne, tomé un par de libros de Dostoievski y me quedé con Rebecca, de Dane du Maurier. Era un libro viejo cuyas hojas ya estaban completamente amarillas. La primera frase decía: Anoche soñé que, de nuevo, me encontraba en Manderley.

Me estremecí y dejé de nuevo el libro en la estantería. Finalmente, tomé El proceso, de Kafka. Su novela comenzaba con las palabras: Alguien tuvo que haber calumniado a José K., pues sin haber hecho nada malo se encontró una mañana en la cárcel.

«Vaya, esto sí me agrada», pensé, malhumorada. Me llevé el libro a mi alcoba, pero dejé el ensayo para después. Más bien hice la tarea de matemáticas, le telefoneé a Sebastian, quien, al igual que Suse, no había mencionado ni una palabra de la tardeada junto al Elba, pero para mi alivio ya no era tan estupendo conmigo; y también le mandé un mail a mi papá.

Valerie ya sabía escribir y practicaba con diligencia, aunque hacía sus tareas, literalmente, sobre la mesa del comedor. Había pintarrajeado la superficie de la mesa de antigua madera de rosas con un marcador indeleble, y con palabras como cat, fat, hat

—¿Qué cuentas de nuevo? —preguntó mi padre.

Callé lo del arresto domiciliario y lo que lo había causado; en cambio, le pregunté sobre mi bisabuelo. No pensaba que mi padre lo recordara bien, pero la cuestión me interesaba.

Al siguiente día me llegó la respuesta.

Ah, sí, la biografía del abuelo William Al. ¿La tienen en casa? ¡No puedo creer que Janne quisiera venderla en el bazar! ¡Aplaudo que rescataras nuestra historia familiar heroicamente!

Sonreí maliciosamente y seguí leyendo.

Yo era bastante pequeño cuando murió, seis o siete. Tu abuela siempre decía que él por nada del mundo le dejaba un cabello sano a nadie, pero parece que a mí me quiso. Fue una locura que hubiera metido en el libro la foto del lago Nacimiento. Mis visitas a este son los únicos recuerdos que aún conservo. ¿Te conté que él fue quien me heredó la casa, o no? Como haya sido, allí pasó sus últimos años, y además solo. Fue en el embarcadero del lago donde me enseñó a pescar. Una vez conseguí que una trucha grande picara el anzuelo. Grité como loco y cuando, todavía en el muelle, la trucha continuaba agitándose, tu bisabuelo me puso un palo en la mano y me indicó que tenía que pegarle en la cabeza para atontarla. Puedo decir que el golpe fue bastante fuerte, y que fue solo el comienzo, tu bisabuelo me dio su cuchillo y me dijo que la acuchillara entre las aletas pectorales en dirección a la cabeza, para que pudiera alcanzar el corazón.

Entonces el pescado moriría. Así lo hice. Pero cuando la trucha se me quedó mirando con el ojo muerto, me eché a llorar. Tu bisabuelo quiso saber si la trucha me había hecho daño, pero no era eso. Lloré porque acuchillarla había hecho que me sintiera mal. Fue como una embriaguez. Me avergoncé y se lo dije a tu bisabuelo. Y entonces me lanzó una mirada que todavía recuerdo con total exactitud. Me explicó que había muchas formas de matar y que esa era honrosa y que la borrachera que había sentido era normal y que no tenía que avergonzarme.

Cuando reflexiono sobre ello me parece horripilante, pero en ese entonces quedé tranquilo con su explicación.

Leí el mail varias veces. Que mi padre hubiera heredado de mi bisabuelo la casa de vacaciones junto al lago Nacimiento era algo que nunca había sabido (o al menos no recuerdo que me lo hubieran dicho), pero ahora yo me preguntaba muchas otras cosas. ¿Qué quiso dar a entender mi bisabuelo cuando dijo que existían muchas maneras de matar? Me puse a pensar en el apéndice de su libro, en su fama como crítico literario —el hombre de la pluma mortífera—, en el suicidio del autor preferido de Tyger, cuya obra había aniquilado mi bisabuelo…

Reflexioné un corto rato sobre si mi papá debería escribir al respecto, pero en vez de eso le pregunté acerca de la campaña electoral. Papá contaba detalladamente que era la primera vez que se sentía comprometido políticamente. Creía firmemente que Obama se impondría a McCain, pero la verdadera lucha vendría después. Ahora ya no era posible disimular la crisis económica, como si no existiera.

El correo terminaba, como siempre, con las palabras: Wish you were here, little Wolf (Ojalá estuvieras aquí, lobita); y justamente hoy, en la posdata, preguntaba: ¿Cómo le va a la loba grande?

Suspiré. ¿Pues cómo podía irle? En cuanto Janne regresó del trabajo, transformó la cocina en un restaurante de tres estrellas, con platillos gourmet de todo el mundo. Cada día aparecía un banquete sobre la mesa: espagueti negro con leche de coco y camarones, ragú de corzo al vino tinto y licor de cerezas, lenguado con setas, papas y salsa bechamel, lubina con salsa de tomates y albaricoques, pechuga de pollo rellena en salsa de marsala a las espinacas con queso gorgonzola. Durante la comida, el silencio se escuchaba tan alto que yo apenas logre engullir un bocado. A diferencia de Suse, guardaba bastante rencor cuando me sentía tratada injustamente.

Pero aquí, además, se trataba de un espectáculo diferente. Normalmente, las peleas entre Janne y yo tenían algo de tormenta veraniega: un vigoroso impromptu y luego el aire volvía a estar limpio. Lo de ahora —esa nada, nebulosa y agobiante— era tierra desconocida para las dos. O, mejor dicho, para las tres.

Durante la comida, Janne y yo manteníamos la cabeza baja, y luego que Spatz nos había lanzado más o menos un centenar de sus elocuentes miradas, pegó con el tenedor sobre la mesa y dijo que ya estaba harta. Y con justa razón.

También yo lo estaba, pero no tenía ninguna gana de dar el primer paso. Janne estaba cometiendo una injusticia, y cualquiera que hubiera sido la mosca que le había picado, a mí me daba igual y no era mi responsabilidad. La última Ladies Night no se llevó a cabo, pero tampoco esto me importó. Lo único que me preocupaba era cómo me las arreglaría para ir el siguiente viernes al baile de máscaras.

Desde nuestro encuentro en la playa, Lucian no se había vuelto a dejar ver. Cada vez se asomaba con más fuerza la idea de que ya no quería volver a verme. Y las probabilidades de que se apareciera en el Halloween en ese club eran tan pequeñas como las mías de dejar la casa. El 31 de octubre era el último día de mi prohibición de salir. Había marcado el día en mi calendario con una crucecita roja y, cuanto más se acercaba la fecha, más nerviosa me ponía. Cada mañana miraba el calendario y, cuando lo hacía, una jaula mental se hacía más y más pequeña.

—Quizá Janne te deje ir —opinó Sebastian cuando me visitó en mi soledad el fin de semana. Con las últimas llamadas telefónicas nos habíamos un aproximado un poco cada vez.

Estábamos sentados en mí cama comíamos tacos[36] con queso derretido y nos entretuvimos con un viejo juego: Disco for two (Discoteca para dos), que consistía en alternarnos para extraer canciones de mi colección de CD y de los que había traído Sebastian, y las escuchábamos. Tratábamos de orientarnos temáticamente por la melodía precedente, pero a menudo los géneros salían sin ningún orden. Al final, quemamos un mix de canciones, al que le poníamos la fecha y lo denominamos Lo mejor de todos los tiempos de Beck y Basti. Hasta entonces, nuestra edición especial constaba de diez discos. Gimiendo. Sebastian había soportado mi canción Thriller, de Michael Jackson, y después metió el CD Sawdust, de The Killers. Afuera caía la lluvia, como todos los días previos; el día anterior habían avisado por la radio que el Elba venía crecido. Desde luego que no le conté a Sebastian por qué quería estar sin falta en el baile de máscaras.

—Olvídalo —gruñí, como respuesta a su sospecha de que Janne iba a dejarme ir—. Ayer le pregunté.

Me había costado un gran esfuerzo preguntarle, y sentí su respuesta como otra bofetada. No. Ninguna respuesta. Ninguna discusión. «¿Podemos cambiar de tema?».

—Está visto —se resignó Sebastian—. Entonces tampoco iré. Ni creas que te vas a perder de algo grande.

Callamos, seguimos metiéndonos los tacos en la boca, masticábamos al ritmo de Read My Mind y, de sopetón, Sebastian habló.

En el verano de 1963 me enamoré y mi padre se enfermó

Dejé de masticar y me quedé mirándolo, estupefacta.

Agua salada, de Charles Simmons —me aclaró Sebastian—. Es la primera frase de su novela, y es ahí donde se contiene todo el argumento. Es genial. Uno sabe de qué se trata y, a pesar de ello, la curiosidad sobre lo que viene hace que uno no pueda dejar de leer. Todos los hechos están sobre la mesa, los crees de inmediato, adivinas que va a ser su primer amor, el amor de su vida, un amor grande y fatal. Y sabes que alguien va a morir, no, no alguien, sino el padre del narrador. Uno ama, el otro muere. Ambas cosas dependen una de la otra. Sientes cómo está terminado quien cuenta la historia, y cómo allí hay otro que está comenzando. En el fondo lo sabes ya todo, pero aún no lo ves. Es como si el autor hubiera abierto la puerta con su primera frase y te hubiera empujado a un gran aposento totalmente oscuro. Sospechas dónde se encuentran los muebles: aquí una mesa, allí una cama. Ves sus sombras, pero no sus colores, sus contornos. Tus pensamientos vagan, pero aún no saben la dirección. Es algo estupendo. Me gustaría una cosa así.

Miré a Sebastian.

—¿Escribir?

—Sí.

—¿Lo has intentado?

Sebastian se echó un bocado de taco. La canción seguía.

Can you read my mind

The good old days, the honest man

The restless heart, the Promised Land…

—Cambio de tema —interrumpió Sebastian.

Me empujé los tacos hacia adentro, como Sebastian.

—Ok. ¿De qué quieres hablar?

Sebastian me sonrió con picardía.

—Sobre el queso que te ha quedado junto la boca, o del mejor modo de alejarlo.

—¿Dónde?

Fruncí el ceño y moví las comisuras de los labios.

—¿A la derecha o a la izquierda?

Sebastian tomó mi barbilla con su mano, y movió ligeramente mi cara hacia la izquierda, hasta un punto en que nuestras miradas todavía se encontraban.

I got a green light

I got a little fight

I’m gonna turn this thing around

Can you read my mind…

Sebastian sonrió, pero sus ojos resplandecieron. En su mirada se mezclaban angustias y deseos. Luego se inclinó hacia adelante hasta que su boca estuvo justo frente a la mía. Olía a tacos y a sí mismo, ese olor tan familiar de Sebastian, por el que lo reconocería entre miles.

Mi mano estaba sobre su pecho. Sentía cómo latía su corazón, con fuerza y velocidad. Con la punta de los dedos lo mantuve a distancia.

Can you read my mind…

—No vayas a estropearlo todo —susurré—. Por favor, no lo vayas a estropear. Dame un poquito más de tiempo.

Sebastian apretó los labios. Experimenté su desilusión como si se pudiera tocar, y también sentí mi propia tristeza, que era más profunda de lo que hubiera querido.

La boca de Sebastian se abrió, más antes de que dijera algo se escuchó la puerta.

—Tu celular… ¡Ah, perdón!

Janne estaba en el cuarto. Se nos quedó mirando a ambos. Nos separamos, y quería subrayar tercamente que mi arresto domiciliario no significaba que no pudiera recibir visitas, cuando me di cuenta de que el rostro de Janne resplandecía. Se veía completamente aliviada. Oprimí la tecla de stop y la música cesó de golpe.

—Lo siento —expresó Janne apresuradamente—. ¡Qué tonta he sido al entrar de repente! Hola, Sebastian. Sonó tu celular, Rebecca. Es el padre de Sebastian. ¿Quieres hablar con él?

Le quité el teléfono de la mano. No me cabía en la cabeza que Janne hubiera contestado mi teléfono y que, encima, hiciera como si fuese lo más natural del mundo.

El padre de Sebastian tenía un trabajo para mí.

Una actriz de Hamburgo había fallecido y sería enterrada el jueves en el cementerio de Ohlsdorf. Los consiguientes servicios fúnebres, que serían atendidos por su empresa de banquetes, tendrían lugar en la residencia de la finada, pero a falta de espacio para estacionarse, el padre de Sebastian había contratado un servicio de autobuses, así que yo debería llevar a los asistentes al vehículo luego del entierro, y trabajaría como mesera durante las honras fúnebres.

En realidad, quería declinar, pero Janne, quien ya había desaparecido por el pasillo, me dio a entender que no existía problema en que fuera, siempre y cuando regresara a casa sin tardanza.

Con el celular en la mano, me fui a mi escritorio para anotar el horario y luego me despedí. Me volteé hacia Sebastian. Seguía sentado en mi cama, con los pies levantados y observaba por la ventana.

—¿Qué quería mi padre? —preguntó sin mirarme.

Tragué saliva.

—Tengo que hacer de mesera en un entierro.

Por un momento no supo qué debía decir. Luego me miró.

—¿Vas a ir? —me preguntó, serio.

Lentamente me senté junto a él. Sebastian se levantó. Se situó delante de la cama y se quedó mirándome. Oh, fuck![37] Yo había hecho algo mal. ¿Cómo diablos iba a hacer que comprendiera lo que me estaba pasando? Ya no era como antes, cuando sentía que algo faltaba entre los dos. Las cosas estaban bien entre nosotros; mucho mejor que antes. ¿Cómo podría explicarle a Sebastian que esta vez lo había reemplazado por un tipo que tenía problemas psíquicos, que no se había dejado ver desde nuestro último encuentro, y que quizá tampoco volvería a hacerlo?

—Escúchame, Becks —dijo Sebastian.

Ok, tampoco tenía por qué intentar decirle nada. «Así son las cosas. Becks». Junté los dedos. El aspecto de Sebastian era un poquito más sombrío. Frunció el ceño y masculló con voz más profunda y tenebrosa.

—The foulest stench is in the air

The funk of fourty thousand years

And grizzy ghouls from every tomb

Are closing in to seal your doom…

Su cuerpo se tensó. Con los ojos desencajados y los brazos extendidos caminó hacia mí. Y cuando no pude contener las risitas, y como si sus caderas se tambalearan, cayó de rodillas frente a mi cama, tomó un micrófono imaginario y cantó a voz en grito.

Cause girl, this is thriller, thriller night…

Luego retiró el cabello de su frente y sonrió hacia mí con ironía.

—Que te diviertas en el entierro, bebé. A diferencia de ti, todavía no muto en esperpento meditabundo; en mi tribulación merodearé los cementerios, y para que escuches mi plegaria todavía tendrán que pasar un par de milenios.

Me dio un golpecito en la nariz.

—Ok, ok —dije, y casi grito de alivio.

El jueves luego de la escuela tomé el autobús hasta la estación de Altona, subí en el S1 a Ohlsdorf, y recorrí la avenida Fuhlsbutteler hasta el portón de entrada del camposanto. Era la primera vez que iba, y cuando divisé el gigantesco parque detrás de las puertas negras de hierro me sentí sobrecogida.

El día anterior, el padre de Sebastian me había enviado un folleto informativo donde leí que este lugar, con sus cuatrocientas hectáreas, era el mayor cementerio-parque del mundo, pero nunca había entendido qué significaba el término.

Hay jardines de rosas, estanques de ensueño y senderos bordeados por frondosos árboles que conducen a tumbas de todo tipo: alcaldes, senadores, poetas, músicos, han encontrado en este camposanto su última morada. En el folleto leí acerca de tumbas de niños, un jardín de mariposas y un bosque de descanso, en torno a cuyos árboles se agrupan los sepulcros excavados en el suelo. El cementerio tiene autobuses.

Volvía a llover a cántaros, mas los árboles contrariaban al grisáceo cielo con tonos otoñales de ruego. Decidí recorrer el camino hacia las tumbas. A los costados de este se levantaban maravillosas estatuas de ángeles; daban la impresión de ser seres humanos con alas y, no sé por qué, de golpe pensé en Sebastian, y en cuánto trabajo tuvo que haberle costado manejar aquel momento en mi cuarto haciendo una broma.

Mientras, durante noches insomnes, me había devanado los sesos acerca de cómo podría escabullirme de casa para el Halloween. Si Lucian vendría al baile de máscaras, qué diría, haría o le preguntaría en caso de que se apareciera, y cómo actuaría en caso de que no ocurriera nada… sería Sebastian quien estaría allí. ¿Por qué no podía darme por satisfecha con eso? Cuando estás cerca de mí, me siento bien.

En alguna parte tañó una campana, y al mirar mi reloj me di cuenta de que llegaba bastante tarde. Con el folleto en la mano me apresuré hacia la histórica Torre del Agua, que marcaba la entrada al Jardín de las Mujeres. La torre era pequeña y blanca, con hermosos gabletes y diminutas ventanas. Por un momento me sentí trente al faro de la orilla de Falkensteiner.

Aterricé en una asombrosa estructura con rododendros gigantescos y claras losas sepulcrales sobre las cuales crecían flores multicolores. Según el folleto, las mujeres aquí enterradas habían dejado huella en la historia de Hamburgo. Por el padre de Sebastian, supe que la actriz fallecida había pertenecido al Conjunto de la Casa del Actor de Hamburgo durante muchos años. Yo nunca había oído de ella, pero las numerosas personas que se congregaron en torno a la tumba abierta indicaban, sin lugar a dudas, que tuvo un gran séquito de fans. El ataúd ya había sido bajado al interior del sepulcro, y todo el lugar estaba colmado de montañas de flores y coronas abigarradas. Los niños correteaban por allí, dos niñas jugaban a atraparse, mientras los adultos, con sus atuendos oscuros, se alineaban para despedirse. Un par de personas lloraban, y a la izquierda de la tumba estaba un señor mayor de níveo cabello blanco. No sé cómo, pero de inmediato tuve la impresión de que era el viudo. Su rostro estaba completamente tranquilo; parecía resignado, abandonado, pero en sus ojos se advertía una honda tristeza.

Me puse a mirar en derredor para ver si daba con el chofer a cuyo autobús, acto seguido, debería encaminar a los asistentes, cuando descubrí a un hombre de pelo gris y traje anticuado. Se encontraba cerca de una encina y veía el cielo, en el que las nubes ya se limpiaban.

Era Tyger. Me estremecí. ¿Qué hacía aquí mi profesor de inglés? ¿Había conocido a la actriz? Un rayo de sol se abrió paso y súbitamente lo iluminó todo con un brillante resplandor dorado. Los colores irradiaron tan nítidos que no pude ver aquello como algo bello u horrible.

En ese momento, Tyger dirigió su vista hacia mí. Sonrió. Entonces levantó las manos y comenzó a aplaudir. Por un momento, la turba de los presentes se quedó como pasmada, pero luego unos cuantos siguieron su ejemplo, descompasadamente, y después otros se les unieron. Al cabo de un rato todos estaban aplaudiendo con un ritmo apaciguado y respetuoso. Los ojos se me llenaron de lágrimas. «Ella era actriz», pensé. Esta mujer, cuyo nombre no había oído ni una sola vez, estuvo muchos años en los escenarios. Este era el último telón y el último aplauso. No fui la única en llorar. También al señor mayor de níveas canas le corrían las lágrimas por las mejillas. Tenía las manos dobladas.

Cuando el aplauso cesó y de nuevo miré al encino, Tyger había desaparecido.

Cuando me dirigí a casa al atardecer, mi mente seguía en el servicio fúnebre, de manera que no advertí a la gente que salía de nuestra casa.

Corrí a la sala y allí, en el suelo, frente a la escalera de caracol, yacía Janne. Su rostro estaba desfigurado por el dolor y emitía quejidos. Delante de ella, estaba arrodillada Spatz. De un salto llegué junto a ambas.

—¡Me caí! —resopló Janne—. No puedo… creo… ¡mierda!

—Llama una ambulancia, Rebecca —dijo Spatz.

Media hora después estábamos sentadas en la sala de observación del Hospital del Puerto. Mi madre se había roto el tobillo y el médico quería que pasara la noche hospitalizada para operarla al día siguiente.

Janne se oponía con todas sus fuerzas, pero la decisión prevaleció. Cabe mencionar que debería pasar de dos a tres días en el hospital.

Tuve que aguantarme una risita maliciosa. Aunque de inmediato tuve un remordimiento de conciencia, me paso por la cabeza que ahora era Janne la que estaba bajo arresto domiciliario.

Spatz y yo nos quedamos junto a ella hasta poco después de las diez, Janne había recibido una inyección contra el dolor. Se encontraba en una habitación con dos camas, pero la que daba a la ventana estaba vacía.

Se sentía raro estar allí, como luego de un forzado alto al fuego. Janne lucía terriblemente tensa; no paraba de mover las manos nerviosamente por encima de las cobijas. El más mínimo ruido la acalambraba. Yo sabía lo que le estaba pasando. A mi tan controladora madre, que siempre se estaba moviendo, este lugar debía parecerle una pesadilla hecha realidad. Aunque aquí reinaba un insoportable orden, no era el de su gusto.

Spatz hizo lo imposible por aligerar la atmósfera. En cuanto se decidió que mi madre se quedaba fue a la florería de la planta baja a traer un enorme ramo de magnolias, las flores preferidas de Janne. Y hablaba como si la vida de Janne dependiera de esto.

Primero contó de su encuentro con el artista, que había tenido lugar hoy.

—Cree que sí hay necesidad de esponjas de cocina, y confía en que vengan chicas de la limpieza a nuestro taller en busca de la felicidad —contó Spatz con una mirada de soslayo hacia mí, y soltó lo mejor de su sonora risa, a la que Janne y yo nos unimos de manera forzada.

Después de que describió con todo detalle la vieja fábrica de máquinas en la que se encuentran los talleres, le tocó el turno al entierro. Spatz admiraba mucho a la actriz. La vio muchas veces en distintos papeles, y hasta sabía que había escrito una pieza teatral. Esto también lo contó con todos los pormenores, hasta que se quedó callada con un profundo suspiro. Las palabras le salían fácilmente.

Tras un silencio angustiante, Janne me pregunto si todo estaba bien en la escuela.

Contesté.

—Sí.

Preguntó cómo le había ido a Suse.

Respondí.

—Bien.

Le pregunté si sentía dolores. Ella contestó.

—Apenas.

Le pregunté si necesitaba algo.

Finalmente, Spatz se levantó de la silla.

—Ya va siendo hora —dijo.

Janne y yo afirmamos a la vez. Cuando estuvimos afuera, ambas respiramos hondo el aire, como si en el cuarto de Janne hubiera habido poco.

Cuando a la mañana siguiente abrí mi agenda, me apareció la crucecita roja. Era 31 de octubre, y estaba tan nerviosa que sentí vértigo, Spatz fue a recogerme a la escuela, y cuando llegamos al hospital, mi madre acababa de despertar de la anestesia. Tenía enyesado el pie izquierdo, y su cara, pálida, parecía punzante.

—¡Hola, lobita! —dijo—. Spatz. Qué alegría verlas.

Me puse junto a ella y tomé su mano, eché una mirada a la mujer que ahora ocupaba la cama junto a la ventana, Tenía una laptop sobre el regazo y un celular en la oreja, desde el cual, sin cesar, le daba órdenes a la persona que estaba en el otro extremo. Era cuestión de inmuebles, plantas en macetas, declaraciones de impuestos y una cita para un tratamiento de botox.

Sonreí irónica y Janne movió los ojos para todos lados.

—Esta tipa me desespera —gruñó por lo bajo.

Spatz se había colocado junto a la cabeza de Janne. Le retiró los mechones de la cara y la beso en la frente.

—¿Cómo estuvo la operación? —preguntó—. ¿Sientes dolor?

—No —contestó Janne—. Me dieron algo. Lo que tengo es hambre.

Me reí, tensa.

—Pregunta si te dejan entrar en la cocina. Los pacientes se alegrarían. Janne suspiró.

—Esto va a durar. Debo tener el pie levantado. Durante las próximas semanas van a tener que cocinar ustedes. ¡Cuánto me gustaría estar en el consultorio! ¿Y cómo les va? ¿Van a hacer algo agradable esta noche?

Le lanzó una mirada larga y penetrante a Spatz. Yo sabía qué quería decir con esto y apreté los dientes.

—Esta tarde tengo una cita con mi futuro casero en El Acoplamiento —repuso Spatz—. Queremos saber cómo nos vamos a repartir el taller, y eso puede tomar tiempo. Tu hija tendrá que entretenerse sola.

Nos quedamos todavía una larga hora. Luego llegó la enfermera con comida: pan y rodajas de queso, un yogurt y jugo de naranja. Janne torció la boca. En la cama de al lado, la mujer se había dormido sobre su laptop.

Cuando, al despedirme, besé a Janne de pasada, ella me retuvo firmemente la mano.

—¿Puedo confiar en ti? —dijo. Sonó a amenaza. Le dije que sí con cabeza.

Poco después de las siete, Spatz se preparó para ir al teatro. Cada dos minutos tocaban el timbre de la puerta sin soltarlo, eran brujitas, vampiros y demonios, pidiendo «dulce o amargo[38]»; me alegré de que, antes de su caída, Janne nos hubiera provisto de chucherías para darles. Antes de salir de casa, Spatz asomó la cabeza en mi cuarto.

—Cuando regrese —me dijo—, voy a estar muy cansada; así que me iré directamente a la cama. Nos vemos mañana por la mañana para el desayuno. Como siempre. ¿De acuerdo?

Debería haber besado a Spatz.

—De acuerdo —respondí.