7
Nos sentamos tan juntos como si la playa estuviera llena de gente, pero no había nadie, salvo nosotros dos. Nuestras rodillas se tocaban.
Pensaba que mi latido estaba por todas partes, en las puntas de los dedos de los pies y manos, en las corvas, en el pecho.
—Me llamo Lucian —dijo lentamente y en voz muy baja, como si en la frase se contuviera una pregunta.
Me miró de lado, de nuevo con esa mirada intensa e inquisidora que tanto me había perturbado en nuestro encuentro en el bazar. Mi caja torácica subía y bajaba, y la presión de su rodilla aumentaba ligeramente.
—¿Y quién eres tú?
—Rebecca —quise decirle más y, sobre todo, preguntarle, pero mi cabeza estaba vacía. Un esbozo de palabras relumbró en algún lado, pero no logré ordenarlas de manera que tuvieran sentido y formaran una frase entera. En algún sitio chilló un pájaro con un sonido ronco, de graznido, y ambos nos estremecimos; esa sensación recorrió nuestras rodillas, y se movieron separándose y luego juntándose.
Tocar a Lucian, apoyarme en él, aunque fuera con la mínima parte de mi cuerpo, era lo único que tenía sentido para mí.
—Es tan… estrambótico —me oí decir, al final—, que debería huir de ti…
—Y, sin embargo, viniste hacia mí —la comisura de los labios formó esa sonrisa torcida.
—¡Estupideces! —estaba furiosa de que hubiera cambiado el maravilloso curso de las cosas con su maldita frase, pero al mismo tiempo estaba aliviada de nuevo.
—¡No! —me eché hacia atrás con un impulso—. ¡Desconocía en absoluto que estuvieras aquí!
—¿Y entonces qué haces aquí? —el tono de su voz sonaba divertido, pero entonces resonó otra cosa.
—Mi mejor amiga está festejando su cumpleaños —murmuré—. La fiesta está allá.
Señalé hacia la izquierda, en la oscuridad.
—¿Y tú? ¿No estás festejándolo también? —su mirada paseó por mi rostro.
¿Le parecía divertido? ¿Sentía curiosidad? ¿Era arrogancia? No lo entendía. Miré su tez pálida, sus grandes ojos con las oscuras sombras debajo, los pronunciados pómulos, los labios, que se habían movido ahora para crear una sonrisa interrogativa.
—¡Detente! —exclamé, sacudiendo la cabeza—. Estoy llena de preguntas. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está tu gente?
—Todo lo que poseo está aquí —repuso.
Tenía una piedra en la mano y la giraba de aquí para allá con sus pequeños dedos.
—¡Deja ya tanta mierda! —yo misma me asusté de la ira que expresaba mi voz—. ¡Ya basta! ¡Este juego no me interesa! Quiero saber quién eres, ¿ok? No puede ser tan difícil. ¿Quieres que diga antes quién soy yo?
Respiré profundo.
—Pues, mira, tengo dieciséis años y estoy en el Instituto de Enseñanza Media de Altona, curso el undécimo año. Vivo, como sabes, en la terraza de Rainville número 9. Al mediodía, como bien sabes, suelo comer con mis amigos en Doris’ Diner, de donde recientemente saliste sin pagar la cuenta. Voy a nadar un par de veces a la semana; tampoco creo que esto te sea desconocido, y cuando voy en el metro suelo comprar un boleto. ¿Ves? Muy sencillo.
Lo miré con intensidad y al mismo tiempo experimenté el nudo en la garganta. Sentí que no tenía valor para encarar esta situación, a la que no estaba acostumbrada.
—Así que suelta, Lucian. Te escucho.
Tomó entre sus dedos un mechó de pelo que me había caído por la cara y lo colocó, con un cuidadoso movimiento, detrás de mi oreja. Cuando la yema de sus dedos rozó mi piel, ambos nos estremecimos, como si hubiéramos recibido una descarga eléctrica.
Él tenía la mirada triste y su rostro mostraba debilidad, una vulnerabilidad mucho más fuerte que en el bazar. Era como si estuviera sobre una capa de hielo delgado, como si entre los dos se extendiera un lago congelado y él se encontrara en una orilla y yo en la otra.
Y de golpe lo sentí a él, su deseo de llegar a mí desde la otra orilla, y sentí su angustia ante la posibilidad de que se quebrara la frágil capa de hielo y lo arrojara en una frialdad letal. Era una locura, pero yo verdaderamente percibía sus sentimientos. Solo lo que él pensaba permanecía oculto para mí.
Se quedó mirándome las manos, que yo tenía abiertas sobre los muslos. Parecía que buscara la respuesta en mis palmas.
—No sé —dijo sin entonación—. No sé quién soy.
Una chispa brotó de la fogata; sin ruido, se elevó hacia el cielo y se extinguió. Lucian se quedó observándola. Luego lanzó al agua la piedra que hasta entonces había tenido en la mano. Escuché el chasquido y luego todo volvió a quedar en silencio.
—¿Qué quieres decir con eso? —susurré.
—Eso es lo que quiero decir, lo que dije —su voz ahora sonaba encolerizada—. Estaba bajo un puente, allá por el puerto. Es lo último que recuerdo. O lo primero, según se mire. Yo estaba… estaba desnudo. Unos metros más allá dormía un vagabundo. Junto a él había un carrito de supermercado con ropa: un abrigo viejo, unos pantalones, un suéter, unas botas estropeadas por el uso; me puse todo aquello y me marché. En determinado momento me vi ante una ventana y entonces se prendió una luz. ¿Eh? —me miró a los ojos—. ¿Qué te parece todo esto?
Bajé la cabeza.
—No muy bueno.
Decir que me produjo una angustia de mierda es minimizarlo demasiado.
—Entonces es mejor —prosiguió Lucian—. Entonces tenemos algo en común. A mí también me pareció bastante… estrambótico, para emplear tus mismas palabras. No sé si puedo confiar en ti. Más aún, no sé si puedo confiar en mí mismo.
—¿Y tu nombre? ¿Lucian? —escuché cómo pronunciaba su nombre yo misma. Lo repetí en silencio, varias veces. Sonaba extraño y oscuro, débil y bonito.
Lucian. El nombre le iba bien.
—¿Por qué te llamas así?
—Pensando —contestó—. Ahora me falta el apellido y una edad que me quede bien. ¿Qué opinas? ¿Qué edad me darías?
Sonaba como una broma, pero no lo tomé así. «¡Qué inimaginable!», pensé y traté de digerir sus palabras. ¿Qué se podría sentir al no saber quién es uno o de dónde viene? ¿Qué queda cuando todos los recuerdos desaparecen: padres, hermanos, amigos? ¿Una amiga?
Este último pensamiento me provocó una punzada, fugaz y aguda. Sin querer, me quedé sin respiración.
—¿Y no hay nadie a quien eches de menos?
El fuego crepitó. Lucian miró las llamas y encogió sus pequeños hombros.
—No que yo sepa.
—¿Por qué no has ido con la policía?
—Ya estuve allí, —Lucian movió una brasa dentro del fuego—, aunque no fue por mi voluntad. Las ropas del vagabundo no eran muy de mi gusto, así que me agencié algo más. La tienda de ropa usada tenía un surtido bastante bueno, y la suerte inicial me volvió demasiado valiente, así que cuando en uno de los pasillos quise llevarme un par de camisetas y ropa interior, me atraparon. Por desgracia, los policías no resultaron de mucha utilidad. Tenían más preguntas que respuestas.
Tragué saliva. ¿Se estaba refiriendo a la tienda second band del barrio Schanze, la misma donde habíamos estado Suse y yo? No me atreví a averiguar más.
Lucian me miró las palmas de las manos. Seguí su mirada y de nuevo advertí algo singular en ella.
Cerró los puños y se los metió en los bolsillos de su saco de cuero.
—La permanencia en la comisaría no me pareció muy agradable —prosiguió—, así que decidí poner pies en polvorosa.
—¿Escapaste?
—Así se le puede llamar.
Yo estaba desconcertada.
—¿Cómo lo lograste?
Sonrió maliciosamente.
—No tengo idea. En un momento en que el personal de la comisaría no miraba, me escabullí. En realidad fue bastante fácil.
Recordé el día del Doris’ Diner, cuando Lucian se fue sin pagar la cuenta. Sus movimientos tenían casi algo de umbrátil, de sombra.
—¿Y dónde… vives ahora? —pregunté, recelosa.
—Aquí y allá. —Lucian pasó la mano por el saco de dormir, que supuestamente habría «tomado» de alguna parte. Su voz sonó elusiva; era bastante claro que no quería revelarme más que lo estrictamente necesario.
—¿Y de qué vives? —pensé en el consejo de la mesera de cabello verde—. ¿Haces lo mismo que en Diner en otras partes?
La mirada de Lucian se volvió ladina.
—No te preocupes —contestó—. No conozco mi edad, pero calculo que soy todo un joven y sé arreglármelas. Por hoy, mi hogar, como sea, está aquí.
Echó la cabeza para atrás. La luna se había desplazado un poco más y las estrellas estaban más brillantes. Lucian volvió la cabeza hacía mí.
—Y ahora —dijo sonriendo—, es tu turno, nuevamente. Te vi cuando nadabas. ¿Entrenas para algún campeonato o algo así?
—No, desde luego que no —reí—. Estuve un par de años en la asociación, pero el estrés es era demasiado. Ahora prefiero practicar para mí. Alguna vez atravesaré a nado el lago Nacimiento.
—¿Qué es?
—Es un lago en California. Mi papá vive allí.
—Bastante lejos —comentó Lucian—. ¿Cuán a menudo ves a tu papá?
—Cuando viene a visitarme.
—¿Y con cuánta frecuencia te visita?
—No mucha —dije con una mueca—, para ser exacta. Yo nunca voy a visitarlo.
—¿Por qué no?
Titubeé.
—Por mi madrastra —mascullé al fin.
—¿Es mala? —de nuevo apareció su risa callada.
—No, tonto —dije con un gesto—. Es más bien… celosa, creo.
—¿Celosa? —Lucian recorrió mi rostro con su mirada una vez más—. ¿Por qué tú eres la más bonita entre los siete enanos detrás de los siete montes?
Lo empujé.
—Ahora sé quién eres: ¡mi espejito en la pared! —me eché a reír, pero al mismo tiempo noté que me había sonrojado. Nunca antes me había sentido cómoda con los piropos, y ahora tampoco.
—Este asunto de mi madrastra tiene que ver más con mi madre —agregué apresuradamente.
—No lo entiendo.
—Es una larga historia.
—Cuéntamela. —Lucian se recostó con los brazos detrás de la nuca—. Tengo tiempo.
—Mis padres nunca fueron una pareja hecha y derecha —comencé con cierta aprensión—. Mi madre es lesbiana. Ella y mi padre eran amigos desde la infancia. Ambos fueron juntos a la escuela e incluso después eran inseparables. Mi madre dice que eran algo así como parientes de alma. En determinado momento, mi madre quiso un bebé y mi padre le cumplió el deseo.
—Entonces tú fuiste una bebé deseada —señaló Lucian.
Ahora eran sus ojos los que sonreían. Yo me quedé mirándolo, sorprendida. Así había sido en realidad, solo que yo no lo expresé tan bien. Por primera vez no supe qué decir. Estaba cohibida, confundida y sentía como si hubiera revelado algo de mí que ni siquiera comprendía.
—¿Por qué se separaron? —preguntó ahora Lucian—. ¿Se fugó tu papá en cuanto se cumplió el deseo?
—¿Estás loco? ¡Claro que no! —lo miré, enojada—. Mi padre se alegró de mi nacimiento tanto como mi madre. Él me crio junto con ella. Los primeros años incluso vivió con nosotras. Solo se marchó cuando mi madre conoció a su amiga Patrizia. Creo que percibió que se trataba de algo que iba en serio. Pero lo manejó estupendamente. Pese a todo, nos hemos visto constantemente, y para Patrizia no fue ningún problema que mis padres estuvieran tan unidos —suspiré—. Las dificultades llegaron cuando mi padre se enamoró.
—¿De quién? —Lucian me miró escudriñándome—. ¿De ti, de tu madre?
—No —meneé la cabeza—. Claro que no. —Guardé silencio un momento—. Es complicado.
—Try me[33] —los ojos de Lucian volvieron a sonreír.
Apoyé la cabeza en las manos y traté de olvidarme de los latidos de mi corazón para así encontrar las palabras correctas. Por lo que se refiere a Michelle, Janne nunca ocultó su opinión. Por el contrario, nunca cesó de fastidiar a mi padre por la relación con su Barbie californiana, hasta que Spatz intervino porque vio que mi madre se estaba pasando de la raya. A pesar de todo, mi madre siempre fue cortés con Michelle. Ella, en cambio…
Suspiré.
—Mi madre tenía poca estima por la novia de papá —expresé por fin—, y esta no acababa de entender nuestras relaciones familiares. Pensaba que era morboso que mi madre, siendo lesbiana, se hubiera empeñado en tener un hijo. Pero esa no era la verdadera razón —tragué saliva—. Creo —proseguí en voz baja—, que mi padre nunca dejó de amar a mi madre, y pienso que Michelle lo nota. Siempre que él se propone venir a visitarnos, le arma escándalos, y acabó convenciéndolo de que se fueran a Estados Unidos.
Lucian arqueó las cejas.
—Entonces sí se fugó.
Aunque el comentario de Lucian no sonó a burla, me enfureció.
—¡No se fugó! —le aclaré—. Nos escribimos, viene a visitarme con regularidad y de alguna manera yo… —Me interrumpí. ¿Por qué todo sonaba como si quisiera proteger a mi papá?—. No comprendo —expresé—. Te cuento la historia de mi familia y tú… Lucian calló un momento.
—Yo habría hecho exactamente lo mismo —concluyó mi frase—, pero temía desilusionarte.
Entrecerró los ojos, pero noté que estaba haciendo un esfuerzo. De pronto parecía terriblemente cansado.
—Quién sabe… quizás una malvada madrastra me ha embrujado y me ha robado la memoria.
Su mirada cayó de nuevo en el pequeño sol que mi padre me había obsequiado el día de mi entrada a la escuela. Como si hubiera sido sorprendido, miró a otra parte y tomó una rama que yacía en la arena.
—¿Cómo supiste lo que está grabado en mi dije? —le pregunté en voz baja.
Lucian trazó pequeños círculos en la arena y luego echó la rama al fuego. Crepitó y las llamas lamieron ávidas el nuevo alimento. En pocos instantes engulleron aquella madera.
—No lo sabía —contestó.
—Eso no te lo creo ni un segundo —le repuse tajante—. Hasta la tradujiste al inglés. Mi padre habla inglés conmigo, pero tú no lo conoces, ¿o sí? —de nuevo mi corazón empezó a latir muy rápido.
—No —dijo Lucian—, no conozco a tu papá; de otra forma no te habría preguntado por él.
Aunque las preguntas me quemaban la lengua, no tenía fuerzas para indagar más. Todo aquello era un embrollo demasiado grande, demasiado intenso para… Mejor dejé el asunto por las buenas.
Me puse los brazos alrededor de las rodillas.
En silencio, vimos cómo el fuego se iba apagando. Hacía frío. Por la derecha venía un barco hacia nosotros. Era un carguero, grande y oscuro. Se deslizó con lentitud a través del río tétrico.
—Entonces, ¿no hay nada que recuerdes? —pregunté quedo.
Como no recibí respuesta, agregué detalles.
—¿Cosas que te gusten, música, libros, algo?
El carguero se aproximaba más. Salpicaba olas a la orilla y un viento frío corrió por mi cabello.
—Y, de repente, había un velero —escuché que decía Lucian. Su voz sonó reticente—. Era solo para Max, y se embarcó, día y noche, y semanas, y casi un año completo, hasta el lugar donde viven los monstruos salvajes. Y cuando llegó…
—¡Para! —le pedí—. ¡No salgas con esto!
—¿Por qué? —Lucian me miró, tranquilo—. Me preguntaste sobre libros que me gustan. Este es uno. Lo descubrí hace un par de días en una librería. Se llama…
—… Donde viven los monstruos —le interrumpí—. Conozco ese libro. De niña era mi preferido.
—¿Ves? Entonces tenemos algo en común —sonrió, y su entusiasmo vibró en todo mi cuerpo.
—¿Y qué más te gusta? —le pregunté.
Lucian levantó la mano. La pasó por mi mejilla con un movimiento tan delicado, que sentí cómo las yemas de sus dedos rozaban el vello de mi cara.
—Tú —dijo con suavidad—. Me gustas tú. Cuando estás cerca de mí, me siento bien.
El carguero ya había pasado. Contemplé cómo navegaba contra la corriente del tenebroso río que se encaminaba al mar.
Cuando miré de nuevo a Lucian, tenía en su rostro una sonrisa irónica.
—Te buscan —dijo.
—¿Qué?
—Tu teléfono.
Aturdida, busqué en el bolso. En efecto, mi celular sonaba a todo volumen. No me había dado cuenta. Lo saqué y leí la pantallita parpadeante. Janne me estaba llamando. ¡Maldita sea! Lo apagué y miré aterrorizada la hora. Eran las dos y media de la madrugada. ¡Mierda, mierda, mierda!
Entonces oí voces. Estaban bastante lejos, pero llamaban mi nombre. Reconocí a Sebastian, a Suse y a Janne. Sus voces eran estridentes, llenas de pánico, incluso a esa distancia.
—Tengo que irme —mascullé y me puse de pie de un salto. Tomé la mano de Lucian. Era plana y suave como la seda, y él me marcó el alto.
—Si estás cerca de mí, me irá bien.
Esta vez sentí que él no lo decía, sino que lo experimentaba en lo profundo de su interior.
—Volveré a verte —expresé—. Tengo que volver a verte. Definitivamente. ¿Cuándo? ¿Dónde?
Las voces se aproximaban más. Alguien sollozaba. Escuché la palabra «policía».
Lucian se echó para atrás. De repente pareció una bestia salvaje dispuesta a saltar.
—No es buena idea que nos vean juntos —dijo con precipitación—. En absoluto.
Las voces se acercaban más. Lucian retiró su mano y en ese mismo momento sentí que me enfriaba. También estaba ahí la sensación de vacío en mi pecho, dolorosa como una herida abierta. Miré a Lucian a los ojos. Su rostro ahora era realmente como un espejo. Vi todas mis sensaciones en él.
—Halloween —dije rápido—. Habrá un baile… un baile de máscaras. El club se llama Uebel und Gefährlich. Está en el cuarto piso del Gran Búnker[34], frente a la Feria de Hamburgo. ¡Por favor, ven!
Los gritos sonaban ya junto a mis oídos. Sonaban a terror, estaban llenos de pánico.
Lucian levantó la mano y rozó una vez más mis mejillas.
—Ya están aquí.
Entonces se dio vuelta, tomó sus cosas y se hundió en la oscuridad. Yo corrí en dirección contraria, hacia las voces. El frío seguía en mí; solo mis mejillas ardían; donde me había tocado.
—Aquí estoy…
Cuando me encontré frente a mi madre, temblaba con todo su cuerpo.
—¡Rebecca! ¿Dónde estabas? ¿Estás bien? ¡Te he llamado una docena de veces, pero no había conexión! Y cuando logré comunicarme, se cortó la llamada. Pensé…
Janne comenzó a llorar. El padre de Suse estaba detrás de ella y puso la mano en su hombro.
—Estoy bien, mamá —murmuré acongojada, y vi de soslayo a Sebastian, quien me miraba con el ceño fruncido. Suse, quien estaba junto a Dimo, mordisqueaba un mechó de pelo y desvió la cara de mi mirada.
—Estoy bien —repetí un poquito más alto—. Solo estuve… paseando…
Janne se quedó mirando con la boca abierta.
Entonces, retirándome apenas, me plantó una bofetada.