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En las siguientes semanas, las temperaturas subieron una vez más hasta unos atípicos 18°C y el sol brilló casi cada día. La fiesta de cumpleaños de Suse junto al Elba trascurrió bajo una buena estrella: despuntó aún más porque Dimo había estado allí, y no solo para la fiesta, sino que también ayudó con los preparativos. Desde aquella noche del cine se habían visto varias veces. Dimo llamaba a Suse cada noche, y durante el receso del mediodía la acompañaba en el comedor, donde no cesaba de hablar del futuro de la banda, nos contaba de los clubes y bares donde podrían presentarse, de que iba a alquilar espacio para los ensayos y hasta se había propuesto contratar un agente para que finalmente, el Dr. No y las Hermanas Enfermas pudieran conquistar los escenarios, más allá del cursi auditorio de la escuela.
Me alteraba los nervios, pero Suse flotaba en la séptima nube. Mientras en la clase de bio mirábamos el video de Christiane F. titulado Wir Kinder vom Bahnhof Zoo[30] (nosotros los niños de la estación Zoo), donde ella vomita las paredes de la institución de desintoxicación de drogas, mi amiga sumida en sus pensamientos, tarareaba Oh such a perfect day! Y rasgaba corazones en la superficie de la mesa con la punta del compás.
Solo de vez en cuando interrumpía para preguntar, llena de pánico, qué haría cuando Dino quisiera pasar más allá de los besuqueos. Hasta ahora habían tenido éxito manteniéndolo alejado de las zonas peligrosas, pero —se quejaba Suse— a la larga las cosas no podrían seguir así.
—¡Vaya! ¿Qué quiere decir «a la larga»? —le pregunté—. No llevan de un par de días juntos; todavía hay que dominar al tipo.
Suse me miró con envidia.
—Estamos hablando del Dr. No, Becky. No de Sebastian. Tienes mucha suerte con él. Espero que sepas apreciarlo.
Suspiré. Sí, ojalá supiera.
Y aun así, me comportaba como si fuera lo contrario. El domingo habíamos arreglado nuestros asuntos una vez más. Le llamé tres veces hasta que logré convencerlo de que diéramos una vuelta en su Vespa. Llegamos hasta el puente del Elba, y desde allí, atravesando el puerto Franco, llegamos hasta las puertas de la terminal de contenedores, en donde cargaban y descargaban los grandes gigantes del océano. Sebastian había estado aquí de niño, cuando su abuelo lo llevaba al trabajo.
Hoy había un buen puñado de hombres trabajando en la plataforma para contenedores; a los demás los habían rebasado las técnicas modernas. Pero siempre era un gran espectáculo ver cómo, en cuestión de minutos, una de esas plataformas transfería del barco al puerto un contenedor de veintiocho toneladas.
El cielo tenía un color azul acero y las gigantescas grúas que destacaban sobre los abigarrados contenedores se me antojaban como seres de otro universo. Al caer la tarde invité a Sebastian a un cóctel en el bar de la torre, y ya en la noche jugamos Endless Ocean, que era bastante divertido: entrábamos en un mundo acuático virtual y nos deslizábamos acompañados de música de las esferas entre coloridos peces, hasta las profundidades del mundo subacuático. En la pantalla de cine, al ser mucho más real, tenía que ser más impresionante, pero esa oportunidad la había desaprovechado yo misma.
Suse tenía razón: yo había tenido mucha suerte con él. «Hazlo por él Becks», pensaba yo. «Deja de andar mirando por la calle a ver qué encuentras, siempre como un soldado en posición de firmes, pero alerta. La cuestión del extraño no tan solo es demasiado angustiante, si no que no vale la pena que por ese detalle haya puesto en juego la amistad con Sebastian».
En lo que respecta al contacto corporal, Sebastian siempre se contenía; por lo demás, las cosas entre nosotros iban como siempre o incluso mejor.
Con Suse podría decir un montón de tonterías, pero con Sebastian era una maravilla cómo sabía callarme.
El martes, cuando Spatz entró en mi recámara para saludarnos, yo estaba sentada en mi escritorio, dibujando, mientras Sebastian se había acomodado en el puff con una novela. Era un maníaco de los libros y las historias de horror inglesas, como las de la clase de Tyger, eran sus favoritas. Muchas veces, Sebastian se quedaba junto al escritorio de Tyger, después de la clase, discutiendo con él o haciéndole preguntas.
Para este fin de semana había preparado un ensayo sobre Ambrose Lovell, el autor preferido de Tyger. Lo expuso el viernes en la última clase. Era el ochenta aniversario del fallecimiento del autor inglés.
Tyger le dejó la mesa y se sentó en la silla desocupada de mi vecino. Sus manos jugaban con el reloj de oro de bolsillo y en el ojal de la solapa lucía una rosa blanca.
—Lovell nació el 3 de marzo de 1881, en el condado inglés de Suffolk —narraba Sebastian—. Su padre fue pastor protestante, pero Lovell creció en una atmósfera de violencia familiar. En la iglesia, su padre predicaba los Mandamientos de Dios, pero dentro de sus cuatro paredes la emprendía contra su esposa y los niños. Cuando su hermano menor, por pavor al violento padre, se suicidó, Lovell se fugó de casa. Solo tenía trece años y se dedicó a lustrar zapatos por las calles de Londres hasta que, al cumplir diecisiete, redactó sus primeros relatos cortos, mismos que fueron publicados por una de las editoriales más reconocidas de aquellos tiempos. En los años siguientes, Lovell escribió como en trance, trabajaba día y noche, a menudo sin comer. Las editoriales lo apreciaban mucho y sus libros empezaron a publicarse en ediciones cada vez más cuantiosas.
»En 1921, Lovell conoció a la joven bailarina Emily Stanford, que se convirtió en su mujer a los pocos meses. El escritor inglés le dedicó su única historia de amor.
Jenni y Paula intercambiaron risas, a las que Sebastian ignoró.
—Al cabo de un par de años, Emily trajo al mundo al hijo de ambos a quien Lovell llamó David, por su hermano muerto; los años que vivió con Emily y como padre los consideró los más dichosos de su vida. Pero también su hijo murió siendo pequeño, tenía solo cuatro años cuando falleció a consecuencia de una neumonía, y en julio de ese mismo año su esposa pereció en un accidente: fue atropellada por un automóvil y se desangró en los brazos del escritor.
«¡Iiii!», exclamó Sheila. Sebastian le lanzó una mirada irritada. En ese mismo momento, Tyger dio un golpe sonoro con la palma de su mano sobre la mesa, como un azote, que hizo que Sheila se callara de inmediato. La calma reinó en la clase, y hasta ahora Aaron se abstuvo de salir con alguna gracia tonta.
—La muerte —prosiguió Sebastian—, no solo afectó la vida de Lovell, sino que posteriormente constituyó el tema principal de sus obras: y lo planteó de manera más explícita en su novela inconclusa. El último visitante, que versa sobre un solitario escritor que una noche es visitado por su propia muerte. En una esquela se dice que, sin lugar a dudas, es al propio Lovell a quien visita. Cuando escribía esta novela, ya se sentía abrumado y era alcohólico. Los aniquiladores artículos del crítico literario más influyente de Inglaterra en ese momento hundieron más a Lovell; el nombre del crítico era William Alec Reed, de origen norteamericano, pero vivía en Londres y escribía en el Times.
Sebastian citó una de esas críticas: «Lo único que le enseña a uno lo que es el miedo en las historias de terror es la indescriptible elección de palabras y la tormentosa pesadez del autor. Al llegar al final de un relato, uno ya teme la banalidad del siguiente».
Me estremecí, pero tuve suerte de que mi profesor estuviera dándome la espalda. Solo podía ver su perfil. Tyger tenía la mirada clavada en Sebastian, estaba claro que había investigado considerablemente. Yo había guardado el libro de mi bisabuelo en el cajón de mi mesita de noche; Sebastian tuvo que haber extraído su cita de otras fuentes.
—Tras la muerte de Lovell —prosiguió—, se investigó con mayor precisión la influencia que el artículo de Reed ejerció en las publicaciones del escritor, y se ha llegado a la conclusión de que ese influjo fue significativo. Reed se distinguió por tener favoritos entre los autores, a los que brindaba atención constante. Ambrose Lovell había permanecido algún día a esos favoritos, y debió su éxito, en no menor grado, a las reseñas halagadoras del crítico. Pero, en determinado momento, ese entusiasmo por el autor viró. Las reprimendas contra los libros, piezas teatrales y relatos cortos de Lovell, poco a poco, fuera distanciándose de su otrora autor preferido. Sus libros anteriores ya no fueron reeditados y las nuevas obras no se imprimieron siquiera: el escritor inglés cayó en el olvido. El 17 de octubre de 1928 se ahorcó del tubo de la cortina que estaba detrás de su escritorio. Era su cumpleaños número cuarenta y siente, y la última frase de una medio concluida novela decía: «Tiene que existir un lugar donde el hombre quede liberado de todo aquello que carcome el alma. Y es hora de buscar ese lugar».
—Con esa palabra de despedida —cerraba Sebastian su exposición—, Lovell mostró que veía una liberación en la muerte, una mejor realidad de la que él vivía. Nunca sabremos si encontró ese lugar. Espero que así haya sido.
‡ ‡ ‡
—Querida, ha sido bastante emocionante —me dijo Suse camino a casa—. ¿Viste las manos de Tyger?
Sí las había visto. Temblaban, y la exposición también me llegó al alma, sobre todo después de que Sebastian mencionó el papel del crítico.
Cuando Lovell se ahorcó del tubo de la cortina tenía más o menos la misma edad que mi padre tenía ahora.
Estaba muy contenta de haberle hecho caso a Janne a cerca de no mostrarle el libro a Tyger. Y a Sebastian mejor no le había contado nada al respecto. Me propuse, por otro lado, echarle un vistazo al libro en cuanto tuviera oportunidad.
Por la tarde, Dino nos llevó a su desvencijado Opel hasta el metro, para que pudiéramos hacer las compras para la fiesta de cumpleaños de Suse al día siguiente. Ella se veía totalmente trastornada, y río a carcajada limpia cuando Dino metió un paquete de condones en el carrito de compras de una señora mayor. Yo no logré reírme en realidad, cosa que Suse captó de inmediato. De vez en cuando me enviaba una mirada suspicaz, pero no mencionó nada, y yo tampoco dije nada al respecto.
Me apegué a mi propósito del domingo y dejé de mirar por todas partes al ir por la calle. También me había abstenido de observar por mi ventana, lo mismo que el comedor, de frente a la escuela y en cualquier otra parte en busca del joven; pero no lograba desterrarlo de mi cabeza. Su rostro aparecía una y otra vez ante mi ojo interior; una y otra vez sentía su mirada sobre mí y la punta de sus dedos en mi dije. Y cada vez que esto ocurría, me preguntaba dónde diablos se había metido la vieja Rebecca, la cual habría, sin más, desechado toda esa insensatez.
De acuerdo con el servicio meteorológico, el domingo sería el día más caluroso de octubre y, en efecto, el barómetro estaba en los 20°C al mediodía, Cuando Suse y yo cortábamos los tomates para la ensalada. Así que cuando regrese a casa a cambiarme para la fiesta, Spatz se preparaba para ir al teatro.
—Si al menos hubieras hablado, Desdémona —decía con dulzura—, no tendría que ir hoy al trabajo.
—¿Cómo?
Spatz sonrió.
—La protagonista olvidó el texto como trece veces. En el café del teatro, luego de la función, uno de los espectadores dijo que también deberían de haber llamado al escenario a la apuntadora. Dime, ¿sabes dónde se metió Janne?
Negué con la cabeza.
En la mesa de la cocina encontramos una notita y un pequeño paquete.
«Tengo una consulta. Regresaré como a las ocho. Lobita, que te diviertas en el cumpleaños. El paquetito es para Suse. Abrázala fuerte de mi parte y no regreses demasiado tarde a la casa, ¿de acuerdo?
Besitos para ti y para Spatz.
Mamájanne».
Miré de un lado a otro. ¿Qué no regresara demasiado tarde a casa? ¿Qué significaba eso? Janne sabía que podía confiar en mí. Nunca necesitó imponerme ningún reglamento, ni siquiera cuando era más pequeña.
Luego de que Spatz se despidiera, me puse unos pantalones cargo y un suéter rojo de cuello alto, apretujé una chaqueta, unos calcetines gruesos y una cobija de lana en mi bolso de colgar y salí; Sebastian ya me esperaba. Cuando lo vi en una postura relajada, de pie, recargado en el farol, las manos en los bolsillos de sus desgastados jeans, una torcida sonrisa en sus labios, se me tensaron las extremidades. Sebastian no se parecía al joven lo más mínimo, al contrario pero, a pesar de ello, me quedé tiesa por un momento.
Sebastian frunció el ceño por un momento.
—¿Todo bien?
—Sí, todo bien. Fantástico —al intentar sonreír, sentí como si mis labios estuvieran apretados por una fuerte banda elástica.
—Mmm. —Sebastian me tocó la mejilla. Sus dedos estaban calientes. Vibraron sobre mi piel y los retiró—. Te ves estupenda. El rojo te sienta bien.
—Gracias —dije medio carraspeando—. Vámonos. A Suse le dará un ataque tras otro si no llegamos.
Montados en la Vespa de Sebastian, nos fuimos por Blankenese hasta Falkensteiner Ufer, donde habíamos reservado el mejor lugar al mediodía. Hacer la fiesta ahí había sido idea mía. Me encantaba. En los últimos años había surgido toda una serie de clubes playeros juntos al Elba, con bares de cócteles, música y merenderos tranquilos. Pero en la playa natural como Falkensteiner Ufer estos clubes no debían llegar hasta el agua, o al menos esa era mi opinión. La playa Falkensteiner, que se extendía más de cien metros hasta la orilla, aún era el terreno muy salvaje, sin tiendas ni atracciones para turistas. La arena era blanca y blanda y en verano, cuando brillaba el sol, uno tenía la sensación de estar en Oceanía. En la otra orilla estaba Neßsand, una isla plana de arena que había sido convertida en una gigantesca reserva natural desde los años cincuenta. Y en el Elbhang, la zona a nuestras espaldas estaba delineada por enormes árboles que en otoño tapizaban todo de rojo, anaranjado y dorado oscuro con sus hojas esparcidas.
Cuando, detrás de Sebastian, bajé por un estrecho camino hacia la orilla, pensé de pronto en las numerosas tardes que había pasado aquí con mi padre, cuando él aún vivía en Hamburgo. Nos sentábamos en la arena, lanzábamos piedras al mar y contábamos los descomunales trasatlánticos que pasaban ante nosotros y parecían estar al alcance de la mano. Muchas veces, Janne nos convencía de que camináramos bajo las pronunciadas pendientes en la orilla. Cuando hacía mucho calor los lagartos se asoleaban sobre las piedras negras, diminutos seres de un verde iridiscente, a los que yo les había atribuido poderes mágicos. Quería cazarlos para llevármelos a casa, pero en cuanto extendía los dedos hacia ellos, desaparecían entre las grietas de las piedras.
Hoy el sol ya se había puesto, pero aún había luz, como en verano. Por todas partes se veía gente sentada, parejas y pequeños grupos sobre manteles de picnic. Escuchaban música o asaban alimentos, un par de hombres jugaban futbol, dos perros se perseguían junto a la orilla, y a nuestra izquierda de un grupo de brasileños construía un puesto para vender su bebida, la caipirinha.
El área que Suse eligió para la fiesta era, por mucho, la más grande. Al mediodía, con la ayuda de su padre, preparamos dos grandes mesas cubiertas para las bebidas, ensaladas y carne para asar. El padre de Sebastian había traído unos entremeses de su empresa de banquetes, y Dimo, un enorme conjunto de instrumentos, tarima y altavoces para la música en vivo. Por todas partes colgaban abigarrados faroles chinos de papel, y un par de jóvenes apilaban la madera para la fogata.
Suse ya había llegado para prender esos faroles, que había puesto en semicírculo para marcar nuestro territorio. Llevaba botas vaqueras y un ondeante vestido color naranja, bordado con coloridas lentejuelas de vidrio. Sus largos bucles se desparramaban por sus hombros y sus mejillas refulgían cuando se abalanzó sobre mi cuello.
—Para ti con todo mi amor —le dije, y puse los regalos en la mano de mi mejor amiga.
Suse desgarró el papel que envolvía el libro sobre cómo hacer máscaras y me sonrió.
—Ajá, enseguida pensé que era para mí cuando te vi en el bazar. ¡Es genial, Becky! ¿No te he contado que en Halloween habrá un baile de máscaras en Uebel und Gefährlich[31]? ¡Tenemos que ir! ¡Y te llevarás la noche con la máscara de Halloween más fantástica!
Uebel und Gefährlich es un club en el Búnker de la Feldstrasse, y lo que allí entendían por baile de máscaras no podía sino entusiasmarme.
En el paquetito de Janne iba una camiseta azul claro con ribetes oscuros y decorados con un ángel de lentejuelas doradas, que no era del todo inapropiado para Suse, pues tenía unos nacientes cuernos de diablo y una sonrisa pícara[32].
Suse habló, radiante.
—Tu mamá es maravillosa, ¡y tú lo eres aún más! ¡Ay, Becky, hoy es el día más maravilloso de mi vida! Grábatelo bien, ¿ok? Y luego recuérdamelo la próxima vez que te diga que la vida es miserable y ruin ¿Quieres ver que me regaló Dimo? Ven…
Suse me llevó a la mesa tras la cual su padre preparaba la carne para la parrilla. La madre de Suse no apareció por ninguna parte y sentí compasión por su padre. Era un hombretón tímido, de cabello ralo y ojos cálidos y nobles. Suse le dio la espalda cuando comenzó a revolver febrilmente el contenido de su bolso, hasta que logró sacar algo envuelto en un papel delgado de color rojo.
—Que te parece, ¿eh?
Cuando Suse me mostró unos hot pants, con una cruz blanca en el trasero, primero no dije nada. Los labios de Suse, que hasta ahora había tenido una sonrisa de oreja a oreja, comenzaron a temblar peligrosamente. Dimo no estaba lejos de nosotras; en su sitio, se pasó los dedos por sus oscuros cabellos y devoraba a Suse con la mirada. Cuando sus pupilas se toparon con las mías, me guiñó el ojo, pero yo volteé a otra parte.
—¿No te cae bien, verdad? —los hombros de Suse se hundieron.
Shit! Lo último que quería era echar a perder su fiesta de cumpleaños.
—Tú eres mi mejor amiga —le dije, y traté de hablarle con la mayor confianza que me fue posible—. Y Dimo es estupendo. Los hot pants son sexies y te vas a ver súper.
Con una sonrisa de lado, Suse volvió a meter el regalo en el papel.
—Ok —movió la cabeza y sus rizos volaron de nuevo—. Ven, pasémosla bien.
Sí, eso era lo que yo quería. Estaba decidida por completo a pasarla estupendo, y la noche se prestaba como hacha justo para eso.
Suse había invitado a media clase, a la banda de Dimo y un par de amigos de afuera, así que conformábamos un grupo bastante nutrido.
Prendieron la fogata. Las astillas de madera comenzaron a encenderse una tras otras, crujiendo y crepitando. Chispas doradas salían disparadas por el oscuro ambiente, y por el Elba los barcos seguían su rumbo. Poco después, las olas comenzaron a golpear la arenosa orilla.
Asamos carnes, salchichas y papas en rodajas y, en cierto momento la banda de Dimo, alias Dr. No, se juntó en torno a él. El baterista y guitarrista harían el examen de selectividad el próximo verano; las dos Hermanas Enfermas estaban en el 11 b, que era una clase paralela a la nuestra. Suse le habían dado clases de repaso de matemáticas a una de ellas, Dórte, una rubia flaca con incontables piercings, y fue por ello que mi amiga entró en contacto con la banda. Su música era una salvaje mezcla de los grupos Ärzte (Médicos) y Revolverheld (Héroes del revólver).
Al grupo le gustaba la música a todo volumen, galácticamente alta, como diría Suse, y sus acordes ahora resonaban en medio de la noche. Con su contrabajo en las rodillas, Dimo rasgueó las cuerdas y, al cantar, se echó a la nuca su oscuro cabello: Exploto, vuelo hecho pedazos cuando contigo recorro el mundo…
Cuando las Hermanas Enfermas entraron (Yo exploto, yo exploto, yo exploto…). Suse, moviendo los brazos al aire, parecía realmente un cohete antes de despegar. Sebastian me tomó del brazo, me susurró algo al oído, que no entendí; el padre de Suse, con las manos entrelazadas y apoyado en un árbol a medio caer, tenía en el rostro una expresión perdida, y durante un corto y demencial momento tuve una sensación de déjà-vu.
Luego de ocho piezas y un aplauso ensordecedor, el Dr. No y las Hermanas Enfermas concluyeron su show a cielo abierto, y poco después bailamos acompañados al ritmo de la música de la instalación. Dimo puso hip-hop, techno y rock, una mezcolanza bastante buena. Hasta un par de viejas canciones de heavy metal de los setenta salieron a relucir. Al igual que Suse, yo también me había quitado los zapatos. Nos volvimos paranoicas con Black Sabbath, nos arrodillamos una frente a la otra y cuando Dimo, como pequeño remate para la fiesta, lanzó por los altavoces la canción de la serie animada Heidi, ni Suse ni yo pudimos aguantarnos.
—¡Heidi! —gritó Suse entre bulliciosas risas—. ¡Heidi tu mundo son los montones! ¡Sombreados pinos, verdes prados bañados de sol! ¡Heidi, Heidi, mereces la felicidad!
Mi amiga me tomó de las manos y me hizo dar vueltas hasta que el fuego, los faroles y las luces de los barcos que pasaban se unieron en un acelerado satélite que daba vueltas en torno a mi cabeza. Lanzamos gritos y, cuando tomadas del brazo caímos en la arena, Suse me besó en la boca y me dijo que iba a morir de dicha.
Con el rabillo del ojo percibí que Sebastian nos fotografiaba. Junto a él estaba Dimo, riendo, y esta vez parecía estar contento sencillamente porque Suse estaba pasándola bien. Casi me resultó simpático en ese momento.
Era bastante tarde cuando, en pequeños grupos, nos juntábamos en torno a la fogata, sentándonos en colchonetas y arropados con cobijas. Sebastian se sentó detrás de mí y me estrechaba con ambos brazos. Suse tenía la cabeza sobre el regazo de Dimo. Aaron había traído Black Stories, un juego de cartas con historias tétricas y enredosas que se resolvían contestando sí o no. Por ejemplo, un hombre que conducía por la calle sin cabeza. Yo fallé, diciendo que iba en moto; Sebastian, después de mí, opinó que se trataba de un accidente, y Dimo, por fin, resolvió el enigma: un camión que iba delante de la moto cargaba planchas metálicas y cuando el motorista pretendió arrebozarlo se soltó unas de las planchas y le separó limpiamente la cabeza del tronco.
—¡Qué asco! —dijo Suse—. ¡Qué horrible muerte!
—Yo tengo una más. —Dimo levantó otra de las cartas—. «Romeo y Julieta yacen muertos sobre el suelo. Junto a ellos hay pedazos de cristal y un charco. La ventana está abierta. ¿Qué ha ocurrido?».
Fue como una premonición. Las figuras se desplegaron ante mis ojos como una película. El aposento, de paredes recubiertas de madera, la araña de luces oscilando sobre mí… de repente estaba ahí. La alfombra afelpada, el cobertor de florecillas. La figura sobre mí, a la que sentía sin verla, y yo en el suelo, gimiendo, rogando.
¡Mierda! Cerré los puños. ¡No quería estos pensamientos! Era la noche perfecta. Me sentía excelente. ¿Por qué tenía que pensar en esta basura?
Sebastian pasaba sus manos por mi cabello, y a mi alrededor todos hacían sus sugerencias, hasta que se resolvió el acertijo.
Romeo y Julieta eran dos peces en una pecera que estaba sobre el alféizar de la ventana. Un gato se había deslizado por la ventana abierta y había hecho caer la pecera.
Yo me zafé del brazo de Sebastian y dije en voz baja que quería ir al baño. Desde luego que aquí no había retretes públicos, así que me metí entre la maleza y corrí lejos de ahí, en vez de regresar con los demás a lo largo de la orilla, río arriba. Tras los árboles se divisaba la punta del faro Wittenberg. Hacía mucho más frío y también soplaba el viento, pero se sentía bien respirar aire fresco. Lo sentía en los pulmones, lo aspiré, mientras a cada paso, rechazaba los angustiantes pensamientos.
¡Cuántas veces le había dicho a Janne que yo jamás trabajaría en su área! Si yo fuera terapeuta, lo más probable que en la tercera sesión de lamentos habría reprendido a mis pacientes y les habría dicho que hicieran el favor de controlarse. Y eso era exactamente lo que estaba diciéndome a mi misma en este momento.
En los primeros metros marchaba con pisadas firmes. Mis pies dejaban huellas sobre la húmeda huella. Era la bajamar. En el cielo, la media luna estaba más pálida y el agua se había retirado tanto que los rompeolas de piedras negras descollaban sobre el río como lenguas oscuras y gigantescas. Allí donde el agua se había recogido, había dejado transformada la arena, que relucían como mercurio líquido. De nuevo pensé en papá, que me había explicado los fenómenos de las mareas durante nuestros paseos.
—Antiguamente, los hombres no tenían noción de por qué ocurrían la pleamar y bajamar —me había explicado—. Hoy sabemos que son ocasionadas por la atracción de la tierra y la luna. La fuerza de gravedad de la tierra atrae a la luna y la fuerza de gravedad de la luna atrae a la tierra. Entre esas fuerzas se forman las mareas.
—¿Qué es la fuerza de gravedad? —le pregunté. Yo habría tenido quizás ocho años y no tenía idea de a qué se refería.
—La fuerza de gravedad —aclaró—, es como si la tierra y la luna estuvieran unidas por una banda invisible.
—¿Entonces no pueden estar la una sin la otra —interrogué a mi vez—, aunque estén tan lejos?
Mi padre asintió y yo percibí esto como algo triste.
Me quedé sumida en mis pensamientos y poco a poco me sentí mejor de nuevo. Por lo visto, la caminata había sido lo mejor; estaba más tranquila y mi congoja por la pesadilla me parecía ahora sumamente ridícula.
—Querida, ¿cuánto tiempo hace de eso… diez días, dos semanas? En todo caso, lo bastante para olvidarlo definitivamente.
Me volteé. El pequeño faro estaba unos cuantos metros de mí. Desde hacía un par de años era Monumento Nacional y se encontraba, según mi padre, entre los faros de acero más antiguos de su estilo. Para mi tenía algo de amigable, alegre. La parte superior poseía franjas rojas y blancas, mientras que la interior estaba pintada como el mar de Oceanía: azul acuoso, con peces multicolores. Aunque yo sabía que ahora estaba garabateada con horribles grafitis de todo tipo, pero en la oscuridad no se podían distinguir. Solo los faros luminosos de la torre parpadeaban como ojos vigilando la penumbra.
La playa que me rodeaba parecía muerta. Los imponentes árboles se delineaban negros contra el cielo, y en lontananza veía los diminutos puntos de las luces del puerto.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, y si no quería que los demás se preocuparan, debía regresar lentamente.
En vez de eso, caminé un poco más lejos. Una vereda angosta guiaba el camino alrededor del faro. A la derecha, el sendero se bifurcaba: desde aquí se podía ir hasta Wedel. Pero yo me sentí atraída hasta la pequeña bahía después de las piedras. Aquí crecían unos cuantos arbustos, escuálidos y batidos por el viento. Sus ramas serpenteaban al aire. Un poco más lejos, justo en la orilla, ardía un fuego, frente al cual alguien estaba sentado.
Cuando reconocí quién era, ya no me sentí sorprendida; por el contrario, era una secuencia lógica.
Se giró y continuó sentado inmóvil hasta que me planteé delante de él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza algo inclinada, me miró. El cabello negro le caía sobre la frente y las ramas proyectaban sombras sobre su pálido rostro. Al lado de él, en un saco de dormir extendido, había una mochila. La tomó, la hizo a un lado y me señaló el espacio que había quedado libre.
—Siéntate —me dijo.
Y prosiguió:
—Ahora tengo un nombre. ¿Todavía quieres saberlo, o no?