5
Los siguientes días no pasó nada, salvo que Suse, cada minuto más nerviosa por su cita con Dimo, me convenció de que la acompañara de compras la mañana del sábado para que las horas transcurrieran más rápido. A cambio, ofreció venir conmigo a natación el viernes después de clases para medirme el tiempo.
Yo realmente traté de considerar una vez más lo que me pasó desde una perspectiva lógica, pero fracasé lastimosamente. No había, sin más, una explicación racional de la enigmática aparición del joven, al menos no una razón que me sirviera. Mi única salida era distraerme.
Al bañarme antes de nadar, a propósito abrí la llave a todo lo caliente que daba para sentir con más intensidad el agua fría. El shock del contacto con el otro elemento, cuando durante una fracción de segundo se detiene la respiración y de inmediato un hormigueo recorre el cuerpo entero, no se puede comparar con nada. «Quizás ese Lovell, del que constantemente nos cuenta Tyger, lo intentó también con la natación,» pensé.
Mientras Suse, en bikini y camiseta, estaba sentada en la orilla y sumergía las piernas en el agua, me puse a nadar por mi carril. De todas las disciplinas de la natación, el crol es la que más me gusta. Si nado de pecho siempre tengo la impresión de que el agua se aparta de mí, mientras que el crol lo siento como un arar, y los alternantes golpes con las piernas me parecen más fáciles y dirigidos a una meta que los movimientos de rana de la natación de pecho.
Suse tenía el cronómetro en la mano y me comunicaba los tiempos. Hoy no estaba en mi mejor forma, lo que atribuí a que los viernes había más gente en la piscina. El ruido pegaba contra las paredes de los azulejos elevando el nivel del barullo y constantemente tenía que esquivar a un gordinflón que hacía el muerto en mitad de mi carril. Cuando me insultó porque le había rozado el hombro, le devolví el insulto y, con todas mis fuerzas, lo empujé hacia abajo.
Intenté que se esfumaran los ruidos —los chillidos de los niños, las indicaciones de los maestros de natación, el griterío de los jóvenes en los trampolines—. ¡Fuera, todo fuera! Lo que más hubiera querido era quedarme abajo, pero por alguna razón los pulmones no me respondían bien.
Cuando emergí de nuevo, debería haberme sentido sin aliento; en cambio, me inundó una energía que venía de dentro, fluía a raudales por mis venas y calentaba todo mi cuerpo.
Concentré mi fuerza y dejé que fluyera a través de mis movimientos, que ahora eran tanto sosegados como veloces. Mi ritmo se había acompasado y cada brazada que daba comenzaba a igualarse a la anterior, hasta que yo no era más que un único movimiento en forma de una línea de corriente. Nadie se cruzaba ya en mi camino, aunque no habría podido impedirlo.
—¡Wow! —Suse me mostró el cronómetro—. ¿Qué te ocurrió? ¿Llenaste el tanque allá abajo? ¡Ha sido absolutamente tu mejor marca, Becky!
Sonreí, me impulsé fuera del agua y me sacudí las gotas del pelo. Era la primera vez que me sentía perfectamente en días.
Pasamos la noche en mi casa. Con un plato enorme de palomitas, Suse y yo nos pusimos cómodas en nuestro desván. Spatz había ido al teatro y Janne otra vez estaba trabajando horas extra en su consultorio.
Suse no paraba de hablar de Dimo, pasando del disfrute de la anticipación al angustioso pánico que le provocaba la diferencia del tamaño de sus pechos, mientras yo trataba de tranquilizarla hasta donde podía.
Una vez presentados todos mis argumentos, propuse que nos distrajéramos con Grey’s Anatomy, la serie preferida de Suse, y funcionó. El resto de la tarde holgazaneamos delante del televisor. Mantuvimos abierta la portezuela de los pájaros y, de cuando en cuando, les echábamos migajas de las palomitas; en cierto momento John Boy se posó en mi hombro y me picoteó el lóbulo de la oreja.
—¡Vamos, hermano de cárcel! ¿Estás bien? —murmuré.
John Boy gorjeó quedamente. Siempre lo había querido un poco más que a Jim Boy. Tenía maneras muy delicadas y a menudo parecía que entendía lo que le decía.
Suse se durmió un rato en el sofá. Tenía la boca abierta y roncaba suavemente. La cubrí con una cobija de lana.
No solo me sentía realmente mejor con la natación, sino que no estaba cansada. Durante el día me dormía de pie; en las noches permanecía completamente despierta. Para ocuparme, comencé un gran ataque contra el refrigerador y me llevé mi botín (lasaña fresca de la noche anterior, media baguette con mantequilla de col agría, salami con pimiento y ocho minidickmanns[23]), para disfrutar Pulp Fiction. A las once y media Janne llegó a casa, demasiado cansada para entretenerse. A las doce y media escuché a Spatz en la cocina y, a las dos y media apagué el televisor con agudísimos retortijones en el vientre. Cuando mi mejor amiga retiró la cobija poco después de las ocho, le pedí que se compadeciera de mí.
—Qué puedo decir cuando es tu culpa por llenarte la panza de noche —me dijo seria—. Ahora vamos a bailar zapateado, y además por la ciudad.
Luego del desayuno —bebí una taza de té de manzanilla—. Suse me arrastró por el Europa-Passage en el centro de la ciudad, donde en tres pisos se probó ocho docenas de vestidos de unas doce tiendas. Era invencible en powershopping[24]. Como para disculparla, yo les sonreía a las empleadas, a medida que veía cómo montaña de vestidos aumentaba de altura, para que luego dejara todo allí mismo. Hubiera preferido ayudar, siquiera para no dormirse de pie. Al cabo de cuatro horas se había decidido por la primera cosa: unos calzones de seda azul claro con bordes oscuros, de Women’s Secret.
—No es en serio —le dije débilmente—. Parece que estás comprando para desvestirte y no para vestirte.
—Esto es solo para contenerme. En estas «tiendas de fábrica» no venden más que saldos. Me temo que tendremos que ir a Urban Outfitters o Schanze, si no es que a ambos lados. En una tienda secondhand[25] de Schulterblatt[26] seguro que encontraremos algo.
—No —le contesté.
—¡Claro que sí! —repuso con un tono que no admitía contradicción—. Y vamos rápido. Dimo me recoge a las siete en mi casa, y solo nos quedan cuatro horas. ¿Vienes y te quedas en mi casa hasta que llegue?
—Si para entonces todavía estoy viva —suspiré.
Suse me pagó un café con leche —mientras mi estómago se reponía poco a poco—, y un par de tartitas dulces en uno de los restaurantes portugueses de la Schulterblatt.
En la secondhand, milagrosamente, se decidió en cinco minutos por una súper minifalda de cuero aterciopelado de color marrón claro, un suéter elástico verde con mangas de trompeta y una corbata ancha estilo años setenta, color chocolate con diminutos puntos anaranjados.
—¡Wow! —exclamé—. La corbata te sienta bien y será lo primero que verán de ti, aunque solo por unos diez segundos.
—¡Perfecto! —concluyó satisfecha—. Entonces al menos distraeré a Dimo de mis pechos. Y ahora, andando, a casa.
Suse vivía con su madre en un edificio nuevo de Eppendorf. Tomamos el metro y cuando entramos en el vagón atestado me quedé mirando con envidia una carriola en la que había un bebé dormido con un chupón del programa Club Tigerente[27]. Me así bien de una de las barras: «Becky, duérmete también», me dije fastidiada, y apoyé la cabeza en el hombro de Suse, cuando de repente volví a experimentar aquello. Algo en mí se cerró. Sentí calidez, experimenté esa pujante tranquilidad que iba aumentando en mi interior y al mismo tiempo hacía que el corazón me golpeará hasta las cosquillas.
—Él está aquí —me dije.
—¿Eh? —Suse se me quedó mirando sin entender, pero no la tomé en cuenta, sino que, como una bestia, giré la cabeza hacia todos los lados. ¡Si al menos no hubiera tanta gente en el vagón! A empujones logré pasar al lado de la carriola y entre dos personas, y pisé a una señora mayor sin molestarme en pedir «perdón». La sensación era más inmensa a cada centímetro que avanzaba. Detrás de mí escuché la voz de Suse:
—Hey, Becky… espera…
Pero no le hice caso.
—Perdón… tengo que, necesito buscar… Gracias… —Deténgase, señorita.
Un hombre grande como un ropero, bronceado, con un bigote caído como de morsa, me tomó por el brazo.
—No vaya tan rápido. Inspector.
Los pasajeros comenzaron a rebuscar en los bolsillos, pero a mí me sofocaba una ola de desesperación. El convoy frenó y paso. Hoheluftbrücke. Las puertas se abrieron, me zafé del apretón del hombre y luché por llegar a la puerta… pero era demasiado tarde.
Con una sacudida el tren se puso de nuevo en movimiento. Al recargar la cara contra el vidrio, vi al joven en el andén.
Él me miró y en su rostro se reflejó mi propia decepción.
—Becky, esto es más que inquietante —me dijo Suse cuando nos sentamos en su gigantesca mecedora de jardín, que ocupaba casi todo el cuarto. Crujía con cada movimiento, pero no quería desprenderse de ella. Antes, cuando estábamos en la primaria habíamos representado aquí Heidi y Clara, una película de dibujos animados. Yo era Heidi, enferma de nostalgia; Suse, la parapléjica Clara; y la enorme mecedora, la silla de ruedas. El que fuera una silla de ruedas más que grande nos importaba un bledo. La mamá de Suse interpretaba a la estricta señorita Rottenmeier, y su padre, al buen señor Sesemann.
Cuando regresaba de sus largos viajes (en realidad, de la oficina), le sonábamos cada dos o tres minutos la campanilla y le rogábamos que me llevara de nuevo a las montañas, con Copo de Nieve y Niebla, con Pedro y con mi abuelo. El padre de Suse casi siempre jugaba con nosotras. Una vez incluso cargó a Suse sobre su espalda y la llevó por la casa mientras que yo, junto a él, saltaba y cantaba a la tirolesa porque iba a volver a mis verdes prados, donde me aguardaba la felicidad.
Ahora, el padre de Suse, cuando regresaba del trabajo, se iba a una vivienda de una sola habitación en Hammerbrook, mientras que la madre de Suse iba y venía con el Semental de números.
—¿Sabía lo que tienes grabado en el dije? —mi amiga escupió el mechón de cabellos que mordisqueaba todo el tiempo.
Tras lo ocurrido en el metro ya no pude callar el asunto; tenía que hablar de lo que me sucedía. Necesitaba a alguien que me dijera que no estaba volviéndome loca, y para eso contaba con mi mejor amiga. Suse me escuchó, pero sus cejas claras se juntaban más cada vez que descubría más acerca de mis extraños encuentros.
—¿De dónde podría conocer la inscripción?
Me encogí de hombros. Yo misma me había hecho esa pregunta cómo veces durante los últimos días.
—¿Y cómo es que se aparece de la nada y te espía? ¿Se roba la comida en nuestro comedor? ¿No encuentras esto totalmente demencial?
—Sé que es de locura —me quejaba.
Previniendo la reacción, evité decirle a Suse que yo había pagado la comida del joven.
—Pero lo que experimento cuando él se encuentra presente es aún más desquiciado.
—¿Y qué experimentas? —Suse me miró como si yo estuviera a punto de leer las cartas del tarot.
Hundí la cabeza entre las manos.
—Parece una completa chifladura —señale—, pero siento en mí una extraña tranquilidad. Como existir completamente. Hace rato, en el metro, fue así. No lo había visto, pero sentí que estaba allí. ¡Maldita sea!
Me detuve y miré a Suse, quien había inclinado la cabeza y se mordía el labio superior todo el tiempo.
—¿Qué aspecto tiene Becky?
—¿Qué quieres decir? —titubeé—. Galáctico. Ese fue mi primer pensamiento, aunque me molesta tenerlo. Él… él tiene cabellos negros y espesos —mascullé—. Es bastante flaco, pero bien proporcionado.
Noté que me había animado; que me entusiasmaba hablar de él; que me habría gustado describirlo hasta en el más pequeño detalle.
—Su rostro es pequeño, pómulos salidos y sombras profundas bajo los ojos. Pero no parece que esté cansado, sino algo así como agotado y al mismo tiempo débil, intranquilo como si huyera de algo. Él…
—Él estaba en la piscina, Becky. —Suse interrumpió mi perorata. Se pegó en la frente con la palma de la mano.
—Estaba en los trampolines. El quinto estaba cerrado, pero se las había arreglado para trepar hasta él. El caso es que estaba sentado sobre la tabla y mirando hacia abajo; más bien, a ti. Fue exactamente en el momento que salía del agua. Iba a decírtelo, pero te lanzaste como una potencia como un delfín dopado. —Suse meneó la cabeza.
De pronto parecía muy perturbada.
—¡Mierda, Becky! Era precisamente el momento. El tipo te miró y tú saliste disparada.
Me quedé mirando la mesa de caracterizaciones de Suse, llena de cacerolas y tubos. En la pared, con tachuelas, había fijado fotos digitales de sus trabajos: heridas reventadas, ampollas de quemados y máscaras de horror. Yo misma me había prestado de modelo para algunas de esas creaciones.
—Becky, tienes que hablar con Janne —me pidió Suse encarecidamente—. Hay algo que no cuadra. Hay algo que está completamente mal. No sé si me entiendas. Lo que quizás está ocurriendo es que estás totalmente loca por él.
Sentí como me estremecía por completo. ¿Sería enamoramiento? No, enamorada desde luego que no estaba. ¿Sería amor? ¿Amor a primera vista? No creía en el amor a primera vista. Lo que el amor obraba era algo por completo distinto. Lo veía cada día con Spatz y Janne, y también, antes, entre papá y Janne. En un principio incluso yo lo viví, con Sebastian. Eran muchos detalles que conformaban un todo, y esto no podía experimentarlo por alguien completamente extraño. ¿O sí?
Suse me miró, preocupada.
—Este tipo te persigue, y no solo de día, sino que se queda ante tu ventana. De noche. Sabe dónde vives. Es un delincuente. Se roba siempre la comida; primero en aquella fiesta extraña; luego en el comedor escolar. ¿Has reflexionado acerca de por qué no ha querido darte su nombre?
Quizá lo buscan; quizá se ha escapado de la cárcel. Quizás hasta mató a alguien. Becky, si quieres mi opinión, es un caso para la policía…
Saltó de manera repentina. La mecedora crujió. El hámster de Suse, Ozzy, se asustó en su jaula y salió de su casita a toda velocidad.
—Suse, tienes que prometerme que esto lo guardarás para ti —le advertí a mí amiga—, que no lo comentarás con nadie ¿ok? ¡Prométemelo!
Suse suspiró hondo.
—Te lo prometo, pero tú tienes que prometer que vas a contarme todo. Que vas a ser precavida. Y que, de inmediato, si las cosas se ponen raras lo hablarás con Janne. Esto me lo tienes que jurar.
—Oye, no dramatices tanto —apreté el brazo de Suse—. Palabra de honor. No te preocupes.
Iba a quedarme un rato más, pero vi el reloj.
—Oye Suse, ¿me juras también algo?
—¿Qué? —contestó, frunciendo el ceño.
—Que no perderemos el tiempo ni un segundo más con mis problemas —le contesté, seria—. En cinco minutos llega tu acompañante.
—Oh shit! —ahora fue Suse la que saltó de la mecedora y buscó en la bolsa de sus compras. Por suerte, Dimo se demoró un par de minutos. Olía a loción y se había recogido los rizos, que le llegaban al hombro, en una cola de caballo.
—¡Qué rara! —comentó él acerca de la corbata de Suse. Salimos juntos de la casa.
—¿Te acompañamos un rato? —me preguntó cuando estuvimos en la acera.
—¡No!
—No. Déjalo. Me voy en el metro. Que se diviertan.
Apreté a Suse, que parecía que iba a despegar del suelo de los nervios, me puse en camino a casa y me preguntaba cómo era posible que Suse no me entendiera en absoluto. A su manera, mi mejor amiga siempre me había ayudado cuando estaba en apuros. ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no podía hacerle comprender lo que yo sentía?
Al llegar a casa vi que Janne ya estaba dispuesta a distraerse de un caso difícil. A través de la mesa de la cocina se extendían incontables condimentos; junto a una botella de vino tinto casi vacía había medio tarrito de crema y un vaso totalmente vacío. Al lado del fregadero se amontonaba un Everest de cáscaras de papa. En las hornillas burbujeaban distintas cacerolas y en el horno se cocinaba un asado. El suelo estaba cubierto de harina y migajas de pan. Y mi madre no parecía percatarse de aquel caos.
Spatz estaba sentada a la mesa de la cocina y jugaba futbolito con una pasa. También tenía un vaso de vino al frente.
—Hola, Rebecca —«Imagino que tienes hambre», decía su mirada.
Pasé la vista de ella a mi madre que, arremangada, estaba en la mesa de la cocina amasando una montaña de papas mondadas, huevos y harina. Tenía las mejillas embadurnadas de harina y en los cabellos habían quedado atrapados pedacitos de papas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —me preguntó, nerviosa.
—En casa de Suse —dije, frunciendo el ceño—. ¿No te ha ocurrido nada?
Janne asintió y otra vez se volvió hacia las papas.
—¿No se te antoja una mordidita? —preguntó Spatz.
Miré dentro del horno. El asado emanaba un agradable aroma.
—Mmmm —aprobé.
—Estofado del Rhin con albóndigas. —Spatz se lamió los labios y yo noté que mi estómago comenzaba a rugir. Si tuviéramos la dirección de su paciente podríamos escribirle una carta de agradecimiento, o pedirle que se volviera un poco más loco. Al fin y al cabo nos aprovechamos de sus problemas. Debería compadecerse de estas gordas codornices.
—¡Cambio de temas, señoritas! —Janne se limpió el sudor de la frente con el brazo. Ella lo había dicho como si nada, pero me di cuenta de que lo decía en serio. Mientras hacía las albóndigas, satisfice su curiosidad contándole de nuestra odisea por las tiendas y del acompañante de Suse. Solo callé el encuentro en el metro y nuestra conversación al respecto.
—A propósito de citas —intervino Spatz—. Habló Sebastian. Quería saber si tienes tiempo esta noche. Le dije que tú le llamarías.
Sentí que el ánimo me abandonaba. No estaba segura de poder aguantar una charla con Sebastian, pero no tenía elección. Janne hacía una rabieta porque por un segundo no vigiló y sus albóndigas cayeron en agua hirviendo cuando sonó mi celular. Me retiré a mi alcoba.
—Hey stranger[28], ¿dónde te metes? Te llamé al teléfono fijo.
—En casa —me dejé caer en la cama—. Acabo de llegar de la casa de Suse.
—¿Tienes ganas de un tour de zambullidas en el océano sin fin?
—¿Cómo? —le pregunté.
Sebastian se rio.
—Aaron acaba de hablar esta tarde. En su casa no amenaza tormenta y tiene esa loca pared de linóleo y quiere probar su nuevo Wii-Play, Endless Oceans.
—No, no estoy de humor —repuse deprisa y un poco en voz más alta—. Todo el día he andado en un endless shopping[29] y por hoy tengo bastante. Estoy totalmente extenuada. Janne cocinó y, además, quisiera hacer todavía algo de la escuela.
—¿En noche de sábado?
¡Mierda! Odio mentir. Odio herir a alguien, sobre todo a Sebastian, pero no quería verlo hoy.
—Oye, quizá mañana, ¿ok? La comida ya está lista. Tengo que terminar.
—¿Conmigo? —la voz de Sebastian sonó sarcástica—. Creí que eso había pasado hace mucho.
—Sebastian —suspiré—, en la mañana te llamo. Si tienes ganas podemos…
—Ah, ¿sabes? —interrumpió—. Creo que mañana no tendré ganas. Tienes razón. Mejor terminamos.
Colgó, y un segundo después recibí un mensaje en el celular.
Besa como un dios. Oh, Becky, ¿qué voy a hacer?
Cerré el celular y cerré los ojos. «Eso mismo es lo que me pregunto», pensé.