4
–Pienso, luego existo. —Tyger sopló sobre su humeante taza de té—. ¿Qué les trae a la mente esta frase?
Era la mañana del miércoles y, en realidad, debía ser el profesor de filosofía, el señor Hoppenkamp, quien estuviera ante la clase. René Descartes debía ser el tema de hoy y tendríamos que estar ocupándonos de la biografía de tal filósofo francés, pero el señor Hoppenkamp estaba enfermo y nuestro maestro de inglés estaba sustituyéndolo.
—Cogito ergo sum —levantó la mano Lennart. Él estuvo con Suse y conmigo en la primaria, y mi mejor amiga lo consideraba como un cruce de jirafa y el cantante Heino, porque su largo y pálido cuello se volvía rojo en cuanto abría la boca, y lo hacía bastante a menudo pese a la fea imagen consecuente—. Así es la traducción al latín de esa frase. Descartes quiso afirmar que podemos dudar de todo lo que existe, pero no del propio «yo pensante». Quería decir.
—No he preguntado acerca de los argumentos de Descartes sobre este tema —lo interrumpió Tyger, sin remilgos—. He preguntado qué les trae a la mente a ustedes.
—Que la capacidad de pensar nos hace únicos —dijo Lilith Hopf, la chica del hocico de cerdo—. Nos diferencia de los seres inferiores, los animales.
—¿Quiere decir que los animales no existen? —Suse le lanzó a Lilith una mirada despreciativa—. No creo que mi hámster filosofe en su rueda giratoria pero no hay duda de que vive.
Una risita reprimida se sintió en toda el aula.
—Los pensamientos son nuestra posesión más preciada —intervino Súper Mario. Su padre era el coordinador de la sociedad de padres de familia. Janne lo odiaba porque en cada junta se alargaba con los debates—. El que seamos gordos o delgados, ricos o pobres, no significa nada al final.
Y profundizo en su afirmación:
—Quien recibe subsidios para sobrevivir, por tanto, tiene más valor que un idiota rico que solo tiene telarañas en la cabeza.
—Pero los idiotas también piensan —saltó Sebastian, el único al que Tyger le permitía hablar sin levantar antes la mano. Jenni y Paula, quienes se sentaban a derecha e izquierda de él, estaban pendientes de sus labios, y hasta Sheila se volteó para verlo.
—Yo puedo pensar en cuántos tarros de cerveza me voy a echar esta noche, a cuantas mujeres me eché el mes pasado o cómo le puedo lustrar la jeta al turco que tengo aquí al lado. Con todos esos pensamientos no me ganaré el Premio Nobel, pero son pensamientos.
—Los pensamientos son gratis —cantó Sheila y adoptó una pose como si estuviera ante el jurado de DSDS (Alemania busca a la Súper Estrella)—. Nadie puede adivinarlos.
—Y en muchos casos es una gran bendición —comentó Tyger—. ¿Hay todavía algún par de asociaciones más inteligentes? ¿Sí, Aaron?
—Coitus ergo sum —el payaso de la clase entró al quite con su disparate y obtuvo una estruendosa carcajada.
Hasta en los labios de Tyger se marcó una sonrisa divertida. Solo Sheila arrugó la frente con fuerza. Quería saber qué era eso del coito, y cuando Aaron le prometió mostrárselo en la primera oportunidad, la clase explotó en risas. También yo me puse a reír, aunque aquella misma mañana me sentí mal al levantarme y, de puro cansancio, apenas si los ojos me dejaban ver. La perspectiva de dos horas de «pastillas para dormir» con Hoppenkamp no era precisamente la mejor motivación, pero si hubiera sabido que me esperaba aquí mi profesor preferido, definitivamente me habría saltado la clase. Sin aviso, Tyger a las ocho de la mañana era simplemente demasiado para mí.
Mientras la clase se tranquilizaba lentamente, dos ojos agudos me habían atrapado de pronto.
—¿Qué te ocurre, Rebecca? ¿Tendrías la amabilidad de compartir tu pensamiento sobre este tema?
Le di vueltas al lápiz con el que había garrapateado unas doce veces en el cuaderno la frase Carpe diem durante los últimos minutos.
¿El tema? Traté de concentrarme para pronunciar una frase completa más o menos comprensible. Por suerte me llegó sin que tuviera que reflexionar:
—Para mí, esta frase de Descartes es como una cara de la verdad —me escuché decir de golpe.
—¿Ajá? —Tyger subió una ceja—. Interesante. ¿Y cómo es la otra cara, si te puedo importunar un poco más?
Esta vez no hice caso de la ironía de Tyger. Algo en su rostro me llevó a tomarme en serio la pregunta.
—Que… muchas veces existimos mucho más cuando no pensamos. Cuando sentimos o cuando, sencillamente, existimos.
Durante un corto segundo, los ojos de mi maestro penetraron profundamente en mí, pero al segundo siguiente él tenía la fría máscara puesta de nuevo.
—Entonces —dijo con una sonrisa estudiada y maliciosa—, hagamos un pequeño experimento.
Tyger sacó el reloj de bolsillo de su saco y lo abrió.
—Cierren los ojos —ordenó—. ¡Ya! ¡Cierren los ojos!
De nuevo se oyeron unas risitas. Suse me dio una patada de lado.
—Despiértame si me duermo —susurró.
Pero de repente yo me sentía totalmente despierta. Hice lo que Tyger mandaba y cerré los ojos.
Casi de inmediato capté un suave pulsar detrás de las sienes.
—Y ahora —sonó la voz de Tyger en mis oídos—, dejen de pensar. Les doy tres minutos. ¡Ya!
Después de los primeros segundos se oyeron unos resoplidos. Los pies rascaban el suelo, los papeles crujían, alguien fingió un ronquido, pero con un carraspeo de Tyger la situación se calmó un poco. Traté de vaciar la cabeza, pero el cerebro no me obedecía. Como una máquina cuya tecla de stop se hubiera atorado, comencé a convertir las sensaciones en palabras y a despepitarlas una tras otra.
Suse huele a mandarinas. Mis dedos están fríos. Alguien tiene los pies horriblemente sudados. Sebastian tiene razón, también estos son pensamientos. Pienso en los pies sudados; ¿ergo existo yo? ¡Auxilio! ¿Qué le está ocurriendo en los últimos días? Desde el lunes no me ha dicho una palabra. ¿Tengo algo?… ¡Detente, Rebecca, no pienses!
Pero era imposible.
Lo sentía como si dentro de mí detuviera con todas mis fuerzas una compuerta, contra la cual empujara una apretada masa. La resistencia no tenía propósito.
Me rendí. La compuerta se abrió y los pensamientos que más hubiera querido reprimir se lanzaron sobre mí como un torrente.
¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué surges de la nada, para desaparecer de nuevo de inmediato? Y ¿qué eran esas cosas tan raras que me dijiste? ¿Por qué sabías tú lo que dice el reverso de mi dije? ¿Por qué tradujiste la frase al inglés? Dijiste Seize the day. Mi papá habla en inglés conmigo, pero tú no conoces a mi papá; tú no sabes nada de él. ¿O sí? ¿Por qué tengo que estar pensando en ti constantemente? ¡¡¡Oh, Dios, esto es una locura!!! No quiero pensarlo, yo…
El clic del reloj de bolsillo de Tyger el cerrarse me devolvió al aula. ¿Me lo imaginé o de veras mi maestro había estado mirándome todo el rato?
—No lo lograron —dijo, y no era ninguna pregunta—. Es igual si fueron las botas blancas, la próxima fiesta o la resistencia contra la tarea lo que ha animado sus cerebros: ustedes han pensado. Cada diminuto segundo. Aun el deseo de no pensar ha sido un pensamiento. La observación de Rebecca, en el fondo, no era tan tonta. No pensar y, no obstante, ser podría resultar una salvación. Pero tal facultad no se les ha concedido.
Mi maestro dejó que su reloj desapareciera en el bolsillo de su saco.
—El escritor inglés Lovell preparó el final de su vida porque sus atormentados pensamientos no lo dejaban —continuó Tyger—. Ustedes son, luego piensan. Esto los convierte en seres vivientes únicos que tienen que cargar con las insuficiencias, dudas y angustias que les son propias. Solo podrán dejar de pensar cuando estén muertos.
—¿Puede esta vivencia conducir al suicidio? —preguntó Suse cuando, durante el recreo, íbamos camino de Dori’s Diner—. ¡Qué barbaridad!, sesión completa otra vez, ¿no?
—Mmm —musité. Yo pensaba, sobre todo, en las frases que Tyger había dicho al final de la clase: Ustedes son, luego piensan.
—¿No te diste cuenta —le pregunté a Suse—, que todo el tiempo que estuvo hablando de que no podíamos dejar de pensar, Tyger decía «ustedes», como si él no entrara en eso?
—¡Wow! —dijo Suse, empujándome—. ¿Y qué te preocupa todo eso? ¡Y tenía que ser precisamente a las ocho y media de la mañana! Para serte sincera, todo esto me resulta demasiado elevado. El caso es que me muero de hambre. Ojalá que la siguiente clase no sea tan complicada.
Suse echó un vistazo al comedor. Sebastian esperaba cerca de la puerta, con los brazos cruzados.
—Todo el día ha estado mirándote con aire lúgubre —me susurró Suse—. ¿Qué les ocurre? ¿Algún problema entre los dos?
—No que yo sepa —le respondí, no muy segura.
Ya le había contado a Suse que habíamos vuelto a vernos, y ella recibió la noticia frunciendo el ceño.
—Bueno, pues. —Suse me golpeó en el hombro—. Pienso que tengo el azúcar bajo y, por tanto, como. Y tú grita pidiendo socorro, si piensas que lo vas a necesitar.
Suse me apretó el brazo y desapareció en el comedor.
—¿Hay algo que debiera saber —preguntó Sebastian cuando estuvimos solos—, o, mejor dicho, alguien?
Yo me encorvé involuntariamente ante esa pregunta.
—No sé qué quieres decir —respondí, dándole largas.
—Cabello negro —repuso Sebastian—. Alguien de tu estatura. Chamarra punk de cuero. ¿Te basta? ¿O necesitas todavía un par de señas más?
Me le quedé mirando, sin habla. El corazón me latía con más fuerza.
—¿Tú lo has visto?
—Sheila —repuso, conciso, Sebastian—. Y ella no lo vio, sino a los dos. Según me dijo, los dos estaban bastante concentrados en un coqueteo. Tengo que decirte que todo esto me parece muy bueno para ti. Te dejo el tiempo que quieras, Becks. Pero no por otro. Eso olvídalo.
—¡Que se vaya a la mierda Sheila Hameni! —maldije al recordar cómo el domingo, a escondidas, estuvo mirándome en el mercado de pescado—. ¿Vas a creer todo lo que te cuente esa estúpida vaca? Aquello no era ningún coqueteo. Eso…
—¿Sí? —Sebastian me miró—. No necesitas tartamudear. Te escucho.
—Había perdido el iPod, ¿ok? —ataqué con fuerza sin darme cuenta—. El tipo lo encontró y me lo puso en la mano. Le di las gracias y eso fue todo. Ni siquiera sé su nombre.
Al menos eso era verdad.
—Ajá. Entonces eso es todo. —Sebastian parecía petrificado.
—Sí, así es. Y si no me crees, entonces no puedo hacer nada.
Sebastian se encogió de hombros. De repente parecía impotente.
—Es igual. Solo olvídalo. Entremos.
Lo seguí y me di cuenta de que estaba toda acalambrada. Él tenía razón, lo que le ocultaba era todo menos justo para con él.
Por otro lado, al extraño joven, cuyo nombre en efecto no conocía, lo había visto solo tres veces. Siempre por poco tiempo. ¿Por qué lo sentía de un modo que le daba la razón a Sebastian para sentirse celoso?
—Becks, ¿vienes? —Sebastian ostentaba una sonrisa con la que pretendía minimizar su inseguridad. Me abrió la puerta del comedor.
—Raro lo que Tyger dijo al final, ¿no crees? ¿Por qué no se ha incluido al decir que a nosotros nos atormentan los pensamientos? ¿Crees que tenga alguna receta secreta? ¿Le ocurre a él lo mismo?
Yo no lo merecía.
Sencillamente, no merecía lo amable que Sebastian se portaba conmigo. Pero sentía un alivio casi corporal. Sebastian era mi mejor amigo y no quería perderlo por nada del mundo. Lo tomé del brazo.
—Hermano —le dije—, eso mismo me pregunto yo.
Nos sentamos en la mesa de Suse. Ella ya había ordenado y se estaba comiendo las papas fritas.
Sebastian pidió un sándwich de pavo y una hamburguesa vegetariana para mí y pagó ambas órdenes; Suse se encargó del entretenimiento mientras comíamos. En apenas diez días sería su cumpleaños y esperaba que al menos fuera un día cálido de otoño para poder celebrar, como el año pasado, con una carne asada junto al Elba. Rezaba por que fuera Dimo. Ayer había tenido ensayo con la banda y Dimo había mandado a hacer camisetas para las coristas: eran blancas con una cruz roja y decían Hermana enferma.
Cada vez que Suse nombraba a Dimo, agitaba las pestañas y Sebastian me tocaba con el pie por debajo de la mesa. «Perfecto», pensé: «todo vuelve a ser como antes. Todo vuelve a ser como siempre». Respiré y me recargué en el respaldo; entonces vi la negra cabellera en la barra.
Me atraganté por la emoción y comencé a toser fuerte. Mientras Sebastian me daba palmadas en la espalda, reconocí la pequeña figura de oscuros ojos. Estaba sentado en el rincón del mostrador y levantaba un vaso de refresco de cola. Daba la impresión de que brindaba en mi honor.
Resoplé. Un pedazo de ensalada se me había atorado en la garganta y se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no aparté la mirada de él.
Entonces, el joven se deslizó del taburete de la barra y avanzó hacia nosotros a través del atestado comedor. Caminaba concentrado y, aunque su andar era lento, sus movimientos eran sueltos, ágiles, como de un depredador que, pisando sigilosamente, se acerca a su presa. Al parecer, ni Suse ni Sebastian se habían percatado, quizá por mi ataque de tos.
El joven estaba a unos pasos de nuestra mesa. Tomó aire visiblemente sin apartar la mirada de mí en ningún momento, una comisura de su boca se extendió, formando una sonrisa torcida, y pasó delante de mí.
Lo que más hubiera querido habría sido correr tras él, pero en ese momento, por fin, recobré el aire y, cuando acabé de limpiarme las lágrimas de la cara, había desaparecido por la esquina. Suse me miró, inquieta, y Sebastian me ofreció su vaso.
—Ten, bebe algo. ¡Caramba, Becks, estás roja como un cangrejo! ¿Te sientes mejor?
Bebí, tragué y volví a mover la cabeza. El que mi pulso se hubiera acelerado no se debía a la tos.
—Los alcanzo —dije cuando por fin Suse y Sebastian se levantaron y entregaron sus bandejas—. Voy al baño. Adelántense.
Cuando la puerta de salida se cerró tras los dos, me apoyé sobre el mostrador.
—Perdona —le dije a la encargada, que llevaba el pelo corto de un verde chillón y tenía un tatuaje de salamandra en el antebrazo—. El joven que estuvo aquí sentado —carraspeé—, ¿sabes por casualidad cómo se llama o lo has visto antes por aquí?
Volteó la cabeza hacia donde se había sentado el joven. El vaso de refresco y el plato seguían allí, vacíos, salvo una hoja de lechuga que había quedado solitaria en el borde.
—Oh shit![18] —gritó—. ¡El muy cabrón no ha pagado! Estaba roja de ira cuando se dirigió a mí de nuevo:
—No, no sé su nombre, y si lo supiera llamaría a la policía. ¡Muchacho de mierda! ¿Te robó algo?
Cuando negué con la cabeza, frunció el ceño.
—Aguarda un momento. ¿No estabas sentada junto a la puerta y tuviste un ataque de tos?
—Ah… sí —tartamudeé.
—¡Qué casualidad! —resopló—. El tipo me preguntó por ti. Quería saber si vienes a menudo aquí y si ese chico[19] rubio que te dio palmadas en la espalda es tu amigo.
Sentí vértigo.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué le dije? —apretó los puños—. ¿Soy una agencia de citas o qué? Eso fue lo que le dije y que, si le parecía, mejor te preguntara a ti. Y como agradecimiento se fue sin pagar —meneó la cabeza—. ¡Y no lo agarré antes que desapareciera!
—¿Cuánto? —dije, conteniendo el aliento.
—¿Eh? —las cejas de la encargada se encogieron.
—La comida —señalé el plato vacío que estaba en el mostrador—. ¿Cuánto fue?
—¡Vaya! —una sonrisa compasiva apareció en sus labios—. Parece que supo bien cómo robarte el corazón, cariño. Pero, para que no tenga que pagar de mi bolsillo… —alargó la mano—. Seis euros noventa, sin contar la propina.
—Ten —abrí el monedero y le di siete euros—. ¿Está bien?
—Muchas gracias. Y por los diez centavos te daré un consejo: aléjate de tipos así. Solo traen líos.
Luego se dio la vuelta y desapareció en la cocina.
Después del recreo de mediodía nos tocaba clase de francés, durante la cual tuvimos un examen escrito (para el que yo no había estudiado), y dos horas de inglés en las que Tyger leyó una historia de horror de Lovell (a la que no presté atención, ni a una sola palabra). «Cabellos negros», pensaba. «Más o menos de mi tamaño. Chamarra de piel a lo punk». ¿Necesitaba un par de señas más? Sí, un montón, pero de esto no le iba a decir nada a Sebastian. «¡Maldita sea, Tyger tenía razón!». Habría dado cualquier cosa por detener los pensamientos.
Después de clases me dirigí a la piscina Alster. Allí había entrenado tres veces por semana durante siete años. Mi entrenador me apreciaba mucho, pero mis colegas de equipo cada año progresaban más, así que al final ya no encajé. Mis caderas eran demasiado redondas y los pechos demasiado grandes, y si bien yo pertenecía a las mejores a pesar de ello, no contribuía a mi popularidad; así que tras cumplir dieciséis salí del grupo y no lo lamenté ni un segundo.
Pero la natación era, lo mismo antes que ahora, el único deporte que me gustaba. Entrenaba para mí sola, medía la velocidad con mi reloj marca Polar e iba mejorando mi condición mes tras mes. Hoy no había nada especial, así que tuve todo un carril para mí sola. Comencé nadando de pecho y espalda, para calentar, luego crol y de vez en cuando buceé, en todo el sentido de la palabra. En el agua, todo era más liviano, más etéreo, oscilante. No solo mi cuerpo, sino los pensamientos. Precisamente, los pensamientos.
Nadar era para mí como volar sin alas. Y llegaba el momento embriagador en que no me daba cuenta de mi propio esfuerzo, sino solo del ritmo en el agua, el movimiento, y me dejaba llevar. Solo cuando volvía a pisar terreno firme me percataba de que había hecho seis kilómetros doscientos metros en 72.22 minutos. Sentía la pulsación de cada músculo resonar en mis oídos, pero en mi cabeza finalmente imperaba la tranquilidad, al menos por el momento.
Camino a casa decidí sacarme al extraño de la cabeza. Era miércoles de nuevo, y había pasado exactamente una semana desde que lo vi por primera vez. Se habían terminado las preocupaciones, las preguntas tormentosas, lo que él pretenda de mí o las coincidencias que llegaran a juntarnos de nuevo.
Hoy yo era la reina del miércoles, y vería Ocean Eleven con Spatz y Janne. Comería, disfrutaría la película y me iría a dormir, y por la mañana trataría de verlo todo con lógica.
Nuestra casa olía a las Mil y una noches. Según Spatz, Janne se había pasado más de cuatro horas en la cocina. Con los entremeses orientales que había preparado habría podido dar de comer a medio ejército o, como decía Spatz, a un harén oriental.
Janne era la chef en nuestra familia, y cuando sentía estrés en el trabajo, salían a relucir sus dotes de cocinera. Cuando los colegas de Janne —que también habían hecho amistad con Spatz—, venían a la casa, esta les insistía cada vez en que transfirieran a mi madre los casos especialmente difíciles. Yo siempre protestaba, decidida.
Spatz, por más que comiera, no engordaba un gramo. Pero para mí, un paciente especialmente desquiciado de Janne significaba un agujero más en el cinturón.
¿A qué iba a enfrentarme hoy? Sobre la larga mesa de centro, junto al sofá, se encontraban distribuidas más o menos dos docenas de platitos llenos. En la jaula, Jim Bob y John Boy peleaban su lugar de honor en la fresca rama de mijo. Sobre el televisor reinaba el siempre insaciable Antón, y en la pantalla Dash anunciaba a sus cómplices: «Estamos metidos en la mierda, y si no nos ponemos listos para desviarnos a Mónaco, la comeremos a dos carrillos».
—¡El culo[20]! —espetó Spatz al unísono con Dash.
Estábamos viendo la película por segunda vez en este año y Spatz tenía, además de los chistes más pícaros, una memoria fenomenal. Quizás se debía a su doble profesión: en el teatro trabajaba de apuntadora. Estaba sentada con las piernas cruzadas junto a mí sobre el amplio sofá de nuestro desván. Llevaba una semana haciendo a ganchillo el primer objeto de su nueva serie Spongia beatífica (esponja de la felicidad, una planta), pero todavía no era posible entrever cómo se entrelazarían los cambiantes hilos de oro; no obstante, Spatz estaba muy entusiasmada acerca de armar su primera exposición con esta serie. El ovillo estaba sobre mi regazo y me esforzaba por no llenarlo de migajas.
Janne estaba sentada justo frente a mí, y mientras Spatz seguía apenas con el oído lo que ocurría en la pantalla, mi madre no estaba prestando atención. Al igual que yo, parecía que tenía dificultad para concentrarse en la película.
Se comió su ensalada de cuscús, que había amontonado sobre el plato, se estiró y se levantó.
—Ladies, ¿no se enojan conmigo si las dejo solas el resto de la película? Mañana tengo que levantarme temprano.
Spatz apartó la vista de su tejido.
—¿Todo bien? —preguntó preocupada, y Janne asintió.
—Todo perfecto; solo necesito unas horas de sueño. Buenas noches a las dos. Buenas noches, John Boy. Buenas noches, Jim Bob.
Lanzó un beso alrededor y caminó hacia la escalera de caracol.
—¿Van a recoger la vajilla? —oímos que decía mientras bajaba.
—¿Tendrá un caso difícil? —le pregunté a Spatz, sin quitar la vista de la pantalla.
—No que yo sepa —me contestó.
Spatz era la única persona a la que Janne, de darse el caso, le confiaba cómo iba su trabajo. Mi madre era una defensora del secreto profesional. Por lo que a mí respecta, jamás me habría confiado una palabra acerca de los problemas de sus pacientes.
Pero, naturalmente, yo imaginaba todo lo que Janne tenía que escuchar en su imagen, y con ello no me refiero a personas como nuestra vecina, la señora Dunkhorst, cuyas consultas con Janne al parecer solo servían para darle a sus numerosos síntomas nombres de todo tipo de enfermedades, sino que entre los pacientes de Janne estaban mujeres que habían sido violadas o maltratadas en su infancia, así como hombres que no podían controlar sus instintos violentos.
Para Janne, los responsables de los hechos también eran víctimas. Dos años atrás escuché alguna vez cuando ella hablaba por su celular de urgencias con un hombre que tenía fantasías de violencia. No sabía decir qué era más fuerte, si la repugnancia de que mi madre conversara de manera tan comprensiva con aquel tipo enfermo o mi admiración por ella. A menudo me preguntaba: ¿cómo lo soporta?
Al final, apagué el televisor. De pronto no tuve más ganas de ver la película, pero tampoco quería irme a la cama. Necesitaba la compañía de Spatz, la necesitaba a ella para que me distrajera.
—¿Quieres que escuchemos tu disco? —me propuso—. Es estupendo.
Asentí. Dejó a un lado su labor de ganchillo y tomó el disco de Joan Armatrading que yo había traído del bazar el domingo. No era necesariamente la clase de música que me gustaba, pero el suave rasgueo del disco sugería algo de tranquilidad, y la cantante tenía una voz estupenda y sonora.
La canción se llamaba «Save me», y Spatz se quedó mirándome con expresión blanda.
—Esta canción la escuché la noche que conocí a tu madre —dijo con su voz altisonante—. La estaban tocando en la radio, cuando le llevé algo de comer en el café que estaba junto al hospital infantil.
Asentí. No recuerdo nada de ese día. Era demasiado pequeña, pero la historia, naturalmente, sí me la sabía, pues de pequeña me gustaba oírla una y otra vez. Hasta el día de hoy me sorprende que haya sido yo, sin lugar a dudas, el motivo por el que las dos se hubieran encontrado.
Spatz cerró los ojos y escuchamos el canto de Joan Armatrading:
Like a moth, with no flame to persuade me
Like blood in the rain, running thin
While you stand on the inside, looking in
Save me[21]…
—Cuéntamela —le rogué a Spatz—, cuéntame la historia otra vez.
Spatz se tomó las rodillas con sus delgados brazos y me sonrió.
—¿Lo dices en serio? —me preguntó.
—Sí —le respondí.
Las historias de mi infancia, y esta en particular, tenían a menudo el mismo efecto en mí: siempre despedían algo así como confianza, y confianza era lo que yo necesitaba esa noche.
—Bueno pues —repuso Spatz—. Tenías tres años…
Tomé una bolsa en forma de media luna y me recliné en los voluminosos cojines.
—… y te columpiabas en el área de juegos del parque de la ciudad. Era un hermoso día de otoño. Janne llevaba su abrigo azul de lana y te empujaba. «¡Más alto, mamá!» le gritabas, cada vez con más voz, y cada vez más entusiasmada. «Más alto, más alto. ¡Hasta el cielo!». Janne estaba detrás de ti, cada vez te empujaba más fuerte y tú lo disfrutabas más y más. Yo estaba sentada en el césped, dibujando, pero las dos me distrajeron. No, Janne me distrajo.
Spatz sonrió.
—No prestaba atención a nada ni a nadie; solo a ti. Parecía estar totalmente entregada a tu felicidad. El sol caía justo en su cabello, este resplandecía y sus ojos destellaban. Y luego, de repente, te soltaste del columpio. Te caíste cuando estabas en lo más alto. De repente fue como si el tiempo se hubiera detenido.
Fue uno de esos momentos en que nos quedamos helados: tú en el aire, Janne detrás de ti con los brazos extendidos, como queriendo atraparte, lo que naturalmente era imposible. Te diste con la nuca sobre una de las losas. Hubo un sonido horroroso y luego ya no te moviste.
Spatz cerró un momento los ojos y cambió el semblante.
—Janne lanzó un grito que sonó aún peor que tu golpe. Tenía un tono estridente que llegaba hasta la médula de los huesos y que no tenía nada de humano. Vi un reguero de sangre bajo tu cabeza y me vino el pensamiento, completamente tonto, de que la sangre roja y las losas blancas, de alguna forma, no se llevan.
Spatz meneó la cabeza.
—Es cosa de locos lo que el cerebro engendra en momentos así. El caso es que en el área de juegos había gente y en un momento se reunió una pequeña multitud a tu alrededor. Alguien llamó a una ambulancia. Cuando me abrí paso entre la gente, Janne te tenía en brazos. Nunca había visto a alguien con tanta angustia en el rostro.
Tus bracitos colgaban flácidos, y era evidente que ella no habría querido seguir viviendo si tú hubieras muerto.
Spatz pellizcaba aquí y allá su tejido de la Spongia beatífica.
—Alguien que no ha tenido hijos no puede llegar a entender lo que le ocurre a una madre en esos momentos —dijo en voz baja—, pero yo lo vi.
Hizo una pequeña pausa y me dio un empujoncito.
—Muchas veces me siento triste por no haber podido sentirlo nunca, ¿sabes?
Yo asentí. Spatz no tenía hijos propios. No armaba ninguna alharaca por ello, pero yo sabía que era algo que siempre le daba vueltas.
—Tu madre y tú han estado rodeadas por personas que indudablemente han actuado de buena fe —prosiguió—. El hombre que llamó a la ambulancia con su celular nos hizo un gran favor. En aquella época casi nadie llevaba consigo un celular. Había estado haciendo aspavientos con aquel cachivache para que todo el mundo se enterara de que tenía un celular.
Spatz dejó a un lado el tejido de la Spongia y me sonrió.
—El tipo, para ser sincera, era desagradable. Vestía el traje más horroroso que yo haya visto, y poco antes de que llegara la ambulancia, el trasto aquel sonó de repente y el tipo comenzó a hablar con algún cliente.
Spatz imitó la voz del hombre, como dándose importancia: «Para ser honesto, su llamada me llega algo intempestivamente porque yo, por así decir, estoy en un asunto privado…».
Spatz revolvió los ojos.
—Su teatralidad era casi incomprensible pero, a pesar de todo, habría besuqueado con gusto su pulida media calva, pues al cabo fue él quien te salvó la vida. ¡Cuánto lamento que fuera un payaso! —Spatz comenzó a reír a todo pulmón—. El beso en la media clava, desde luego, me lo ahorré, pero en cambio levanté tu pequeño osito blanco. Estaba junto al columpio.
—El oso de mi abuela —dije, y pensé en el miércoles pasado, cuando Janne lo sacó de la caja. Desde entonces descansa en mi cama.
—Sí, exactamente —admitió Spatz—. La ambulancia llegó poco después, pero tú seguías inconsciente, y cuando los paramédicos te tomaron de los brazos de Janne para colocarte en la camilla, parecía como si a tu madre le estuvieran arrancando el corazón. Estaba tiesa de dolor. Entonces nuestras miradas se encontraron. Yo estaba allí con tu osito en la mano, Janne estiró la mano hacia él y, de algún modo, supe que no buscaba solo el oso.
Spatz calló un momento.
—Sin decir una palabra, me uní a ella y, juntas, subimos a la ambulancia, que salió disparada con la sirena a todo volumen. Tú yacías en la camilla. El paramédico había puesto una mascarilla de oxígeno sobre tu nariz y boca. ¡Te veías tan diminuta y Janne parecía tan perdida! —carraspeó—. En el hospital todo fue muy rápido. Te llevaron a Cuidados Intensivos, adonde Janne no pudo entrar, y cuando la puerta se cerró detrás de ti, ella se derrumbó.
»Cayó de rodillas, así, sin emitir un sonido, sin decir nada. No fue tan teatral como suena, sino como si a tu madre, literalmente, le hubieran quitado el suelo bajo los pies. Fui hacia ella, me quedé a su lado y así esperamos todo una eternidad. —Spatz juntó los dedos de ambas manos—. Janne tenía el osito en una mano, lo miraba todo el tiempo y susurraba que él tenía que estar contigo, que no debías estar sola. Entonces repitió una y otra vez el nombre de tu padre: “Alec, Alec, Alec”. Le pregunté si quería que lo llamara, pero ella sabía que estaba en una filmación y no tenía manera de comunicarse. —Spatz retorcía un mechón de cabello entre sus dedos—. Duró una eternidad. Yo atosigaba a todas las enfermeras que pasaban, hasta que al fin se abrió la puerta. El médico, un joven pelirrojo y pecoso, se arrodilló delante de nosotras. No sabes la manera tan profunda en que nos conmovió ese gesto. Tomó las manos de tu madre en las suyas y dijo que todo iba a salir bien. Habías estado entre la vida y la muerte durante un par de minutos, pero ahora estabas fuera de peligro.
Spatz meneó la cabeza:
—En ese momento, tu madre comenzó a temblar toda, y no paró hasta que pudimos entrar en la sala de observación. Allí sobre la cama te veías como una Blancanieves pequeñita, con tu pálida piel, los cabellos negros y los labios oscuros. Pero sonreíste, Rebecca.
Cerré los ojos un momento.
—Después volviste en ti, mas solo por poco tiempo; lo primero que dijiste fue: «¿Dónde está Lu?», y Janne te puso el oso sobre el pecho, pero estabas aún demasiado confundida y no cesabas de preguntar por él en cuanto, asustada, despertabas de un sueño intranquilo. «Patricia levantó a Lu para ti», dijo tu madre, con toda su dulzura, y apretó mi mano. En dado momento volviste en ti y me viste por primera vez. —Spatz dejó resbalar el mechón entre sus dedos—. Y entonces dijiste: «Patz ha cuidado a mamá».
Spatz cruzó los brazos y miró al techo allá arriba.
—Patz se convirtió en Spatz y así se quedó.
Cuando fui a mi cuarto ya pasaba de la medianoche. A las siete en punto sonaría el despertador, pero yo estaba totalmente despierta. Spatz y yo estuvimos sentadas en el piso del desván mucho tiempo, escuchando discos viejos, y varias veces le rogué que no se fuera a dormir; hasta que dejé de pedírselo cuando vi que estaba cabeceando en el sofá.
Tendría que reflexionar todo aquello a solas.
Durante un momento me quedé sentada allí y cavilé qué podría hacer a continuación para afirmarme en mi propósito y apartar de mí los pensamientos tormentosos. Entonces tomé los audífonos, puse el iPod a todo volumen y me senté ante la computadora para revisar mis correos electrónicos.
Tenía dos mensajes sin leer. El primer remitente era papá; el segundo correo acababa de llegar hacía un par de minutos y lo mandaba Sebastian. Abrí primero el de Sebastian: «He reflexionado sobre tu palabras durante la clase, que nosotros existimos más cuando sentimos. Eso lo reconozco, lo he vivido. Contigo. Que duermas bien. S».
Mi dedo presionó Responder.
«Querido Sebastian: ¡Cuánto siento que últimamente…!». Pausa, apagón, pensamientos detenidos. En el «orden aleatorio» salió una canción de Somos héroes.
Ya no sé, no sé dónde estamos, ya no sé, de aquí en adelante, ciego…
El dedo índice hizo clic en Eliminar.
Mi padre escribía:
Hi there little Wolf, (¡Hola, lobita!). ¿Qué haces y por qué no me escribes? ¿Todo bien en el otro lado del globo terráqueo? Tengo retrasados trabajos de filmación estresantes, una modelo tonta y clientes nerviosos, y en casa tu hermanita se ha ocupado de nuevo en hacer que pasen cosas emocionantes. El lunes su maestra habló al celular de Michelle. Val convenció a su compañero de asiento de que se bebiera todo el tintero. Parece que Val le contó que era tinta mágica que volvía invisible a la gente. El chiquillo está en el hospital y ahora su madre quiere demandarnos.
Al menos me siento feliz de tener una hija de la que ha salido algo bueno. Por lo demás, aquí todo es conmoción por las elecciones. Cruza los dedos por Obama y seize the day.
Te quiere, Daddyo xxxoooxxx
Al leer el párrafo sobre mi media hermana no pude evitar reír.
Val tenía el aspecto de un ángel rubio, pero en su alma habitaba al menos un diablito, si no es que toda una horda. Janne decía con hostilidad que esa vena, en todo caso, le venía de papá, pero yo sé que lo decía por resentimiento. Papá no mencionó ni una sola vez el embarazo de Michelle, y cuando nos envió la participación del nacimiento, Val ya tenía un par de meses de nacida; esto Janne se lo tomó muy a mal. Desde entonces hablaba aún peor de Michelle y la amistad con papá ya no fue lo que había sido hasta entonces.
Desde luego que también a mí me molestó, pero ahora papá enviaba fotos regularmente y me contaba sobre todas las malas mañas de Val. Ya en el kínder, Valerie había sido la pesadilla de todas las educadoras. Metió las pantuflas en el inodoro, había soltado babosas en la olla de la sopa, y a los niños especialmente tímidos les contaba, el día destinado a acostumbrarlos al ambiente del kínder, que las educadoras eran brujas malas que durante la siesta del mediodía buscaban a un niño dormido para asarlo en el horno.
De vez en cuando me preguntaba si el estilo de educación de mi padre y de Michelle no tenía algo que ver con esto; pero mi padre no decía nada al respecto. Y en cuanto al tema Michelle, lo esquivábamos por completo.
Le envié la respuesta a mi padre y de inmediato recibí otro mail:
¿Todavía estás despierta, Little Wolf? ¡PRECISAMENTE estaba pensando en ti!
Tu correo me llega en el lago Nacimiento. Me he permitido un pequeño descanso y te envío un par de fotos.
El gato que verás en la primera foto me llegó, aunque en realidad más bien he sido yo quien lo ha hecho llegar. Cuando arribé la noche del lunes, ya estaba aquí y dormía en la mecedora, como si esta fuera su casa. A menudo se va por allí, pero siempre regresa. Me recuerda un poco a ti, con su piel negra y sus ojos chispeantes.
¿Te acuerdas cuando pasábamos aquí el verano? Aquí aprendiste a nadar y siempre decías que de mayor nadarías todo el lago del Dragón, desde la cabeza hasta la punta de la cola. ¿Qué te parece? ¿Consideras que ya estás lo suficientemente grande?
Wish you were here!
Love, Dad[22].
El nombre del lago Dragón se lo había dado al lago Nacimiento cuando mi padre me mostró el mapa del mismo. Tenía realmente la forma de un dragón, con una larga y dentada cola.
«Nuestra casa —había dicho entonces mi papá, señalando al pecho del dragón—, está aquí».
Miré las fotos que acababa de enviarme. La primera era del porche de la casa de vacaciones de mi padre. El gato dormía en la mecedora, estaba todo acurrucado con la espalda hacia la cámara, de modo que parecía una pelota de piel negra. La segunda foto era del lago de noche. Era un ambiente irreal y casi místico. En el cielo azul oscuro, entre jirones de nubes blancas, aparecía la luna llena y su halo se reflejaba en la superficie del agua. El cañaveral junto a la orilla tenía un brillo plateado, y entre el verdor aparecía el embarcadero de madera. Era brillante, como embadurnado de rojo, y daba la impresión de una larga flecha.
Cuando retiré la foto vi que sobre la tersa superficie del agua yo había dejado mi huella; en efecto, se reconocían los sutiles surcos de mis huellas dactilares.
Me levanté, tomé el osito blanco de la cama y fui hacia la ventana. La música había cesado. La habitación estaba en calma.
—Lu —murmuré, y pasé la vista de sus oscuros ojos de botón a la calle vacía—. ¿Qué diablos está pasando conmigo, Lu?