36
La clara luz del sol me despertó. En un primer momento no tomé conciencia de dónde me encontraba y, parpadeando, miré en torno de la habitación. Del lado de la ventana había una mesa café de madera; en la pared, un armario rústico pintado de azul; en un rincón, una silla de tela. Por el suelo había ropa desperdigada: una camisa de franela azul oscuro, zapatos desgastados, mi sudadera de capucha, y dos pares de jeans con las piernas enredadas entre sí.
Mi sonrisa se amplió más. Toqué el brazo que pesadamente estaba sobre mi pecho, me giré con cuidado y vi a Lucian. Estaba acostado sobre mi vientre, con el rostro hacia mí. El cabello negro le cubría la frente, y sus labios, ligeramente abiertos, eran de un rojo casi irreal. Sus pestañas proyectaban diminutas sombras y sus párpados ni siquiera se movían. Respiraba tranquilo y hondo, y daba la impresión de estar tan feliz como yo.
Lo besé en la mejilla. En sueños murmuró algo y luego, con cuidado, me deslicé fuera de su brazo, tomé su camisa y, envuelta en el olor de su cuerpo, toqué el piso; a la izquierda estaba el baño, a la derecha un dormitorio y más lejos una amplia sala con una cocina, sin separación. Aunque no recordaba nada, me sentí en casa de inmediato. Todo estaba pintado de colores claros y los muebles daban la impresión de ser más cómodos que el frío espacio de la casa de Los Ángeles. Había unas sillas gruesas y rojas de óxido, una alfombra mullida, un armario rústico abierto con un estéreo y estanterías llenas de libros y juegos. Sobre una gran bocina colocada en el suelo había piedras pintadas, y en una pequeña cómoda se veían fotos enmarcadas.
Fui a la cocina. En mi mente imaginé a cada uno de nosotros con una enorme rebanada de tocino frito, huevos estrellados y una pieza de pan tostado con mantequilla, desayunando en la cama, pero la realidad pronto me frenó. Del refrigerador me miraban un puerro enmohecido, una botella de concentrado de limón y una de cátsup.
—¡Oye!, no está permitido el cambio de ropa.
Me giré y me eché a reír.
Lucian estaba en el marco de la puerta. Llevaba sus jeans y tenía estrujado su tórax dentro de mi angosta sudadera de capucha. Rio y señaló hacia el refrigerador con la cabeza.
—Puerro al limón con cátsup. Ayer me preguntaba si era un platillo nacional estadounidense.
—Al menos no sería un platillo que probaría —le respondí, riendo, y miré a la ventana a través de la cual pasaban los rayos del sol.
—Ven, vamos a desayunar.
Lucian se quitó mi sudadera y los cabellos le quedaron revueltos. Estiró la mano para tomar la mía:
—Primero a ducharse —dijo, sonriéndome.
No fuimos a desayunar sino que «viajamos» a desayunar, y justo en un coche que me pareció robado. Solo cuando estuvimos delante de la casa y me quedé mirando a Lucian con el ceño fruncido, me percaté de que anoche no me había contado todo (por ejemplo, que había volado en primera clase a Estados Unidos, sin pagar, claro, y que había conducido personalmente por las calles de San Francisco).
El coche era un viejo Chevy azul cobalto que golpeteaba por todas partes. En el cristal posterior había una calcomanía de un hombrecillo negro con capucha que blandía un arma. Encima había un letrero que decía Voldemort votes Republican[77].
—Buena elección, brother —le dije, y me senté en el asiento del copiloto. El aire era bastante frío, pero olía maravilloso: a mar, montañas y sol.
—¿Y cómo diste con la casa? —le pregunté luego de que nos pusimos en marcha. El lado que daba al lago en que se encontraba la casa de mi bisabuelo estaba bastante solitario. No había visto ninguna otra casa por allí. Unos doscientos metros más adelante pasamos un amplio espacio para camping y descubrí asentamientos de pequeñas casas de verano de dos plantas, pero casi todas parecían estar vacías y solo en alguna que otra había un coche estacionado en la entrada; la mayoría de los establecimientos de alquiler de barcas por los que pasamos estaban cerrados.
—Los primeros días no lo logré —contestó Lucian.
Conducía bien, con una sola mano, mientras la otra la tenía sobre mi pierna.
—Di vueltas por todas partes. Este lago es malditamente gigantesco. Tiene una orilla de doscientos ochenta kilómetros. No hay ninguna ciudad, solo incontables casas en torno de él. Te has mantenido bastante encubierta.
—Mi padre y Michelle viven en Los Ángeles —mascullé, avergonzada—. Esta casa solo la usa mi padre en vacaciones.
—En realidad fue una casualidad loca —prosiguió Lucian—, aun que no era el único que merodeaba por aquí. El caso es que, de pronto, apareció ese gato negro. Salió del bosque y se dirigió directo a la casa. Lo seguí; no me preguntes por qué.
El lago ahora se encontraba a nuestra derecha. Un par de barcas habían zarpado y hasta divisé a unos surfistas en el agua. Las casas construidas en los montes de nuestro lado parecían más grandes y caras que las viviendas de vacacionistas por las que pasamos antes. Había caballos paciendo en los prados verdes y lozanos.
—El gato me condujo directamente a la entrada posterior del jardín —siguió narrando—. Ahí desapareció por la gatera, y por la ventana vi tu foto.
Meneé la cabeza. Sabía tan bien como él que no se había tratado de ninguna casualidad. Lucian pareció captar lo que yo pensaba y me empujó la pierna.
—¡Oye, Blancanieves! —exclamó—. Creo que más bien tú eres el enano, pues esta vez comí en tu platito y dormí en tu camita.
Me eché a reír y Lucian señaló hacia la izquierda.
—¿Qué piensas de eso? —preguntó y bajó la velocidad.
Detrás de un estacionamiento, donde había tres autos y un camión, vi un restaurante pasado de moda. La marquesina estaba pintada de rojo y blanco, y en el anuncio que había sobre el tejado se leía Uncle Tom.
—Perfecto —dije.
Cuando entramos tomados del brazo no puede menos que pensar en el Doris’ Diner de Hamburgo, donde había pasado incontables almuerzos, pero este parecía más auténtico. El piso era de mosaicos blancos y negros, los asientos de cuero eran de un rojo chillante y en cada mesa, detrás de un tubo de mostaza y una botella de cátsup, una pequeña rockola con canciones viejas. En la pared había fotos de Elvis Presley, James Dean y Marilyn Monroe. Apenas si había movimiento, solo un par de hombres bebiendo café.
Nos sentamos en una mesa para dos junto a la ventana, uno frente al otro, pero nos echamos a reír porque incluso la pequeña mesa que estaba entre los dos era demasiado.
—¿Para mí o para ti? —preguntó Lucian y arqueó una ceja. Apreté su mano y lo senté a mi lado. Puso el brazo en torno a mí y yo me le pegué. La mesera vino a nuestro lugar y preguntó qué deseábamos. Llevaba el pelo negro con un tupé alto, y sus labios pintados de rojo nos sonrieron amistosamente.
Me eché a reír. ¿Deseábamos? Yo no tenía ningún deseo. Pensé en las palabras de Lucian en Falkensteiner Ufer. Todo lo que yo deseaba estaba aquí. Pero, bueno, mi estómago tenía otra opinión y dejaba sentir su ronroneo. Ordenamos jugo de naranja fresco, huevos estrellados con tocino, papas fritas, un bagel y queso crema.
Nos dedicamos a besarnos mientras esperábamos la comida, nos reímos de los hombres mayores de la otra mesa, los cuales nos veían disimuladamente, e incluso mientras comíamos no nos desligábamos de las manos del otro. En la rockola encontré una vieja canción de Abba, Lovelight, que era la que tocó la banda durante la fiesta de la tienda de lámparas. Lucian sacó del bolsillo del pantalón una moneda para que yo pudiera escucharla. Cuando las chicas de Abba cantaron I’wont let you out of my sight le di un empujoncito a Lucian:
—Hubieras visto la jeta del calvo cuando lo agarraste por la nuca.
—Con gusto lo habría agarrado por otra parte —masculló Lucian, y otra vez nos echamos a reír.
Lucian untó una papa frita en la cátsup y me la ofreció. Cuando la quise morder la dirigió a mi nariz.
—Oye, pequeña, tienes algo ahí —y, diciéndolo, besó la cátsup de la punta de mi nariz. Luego vino la mesera para llenar nuestros vasos con agua fresca.
—¿De dónde son ustedes dos, tórtolos? —preguntó. En lo que me tardaba en responder, Lucian saltó:
—De la cárcel —y de nuevo puso el brazo en torno a mí—. A los dos nos dieron cadena perpetua, pero luego nos liberaron por buena conducta.
—Está bien —la mujer nos guiñó un ojo—. Disfruten, pues, de la libertad.
Teníamos mucha ante nosotros. Yo presenté mi nueva tarjeta de crédito, y cuando pagamos, Lucian me levantó de la silla.
—Ven. Te quiero mostrar algo.
Tomados del brazo, fuimos al Chevy, nos besamos, reímos de un perrito que estaba delante del restaurante y le ladró a una señora mayor que, espantada, casi deja caer el bolso, y arrancamos.
Parecía que Lucian había aprendido a orientarse bien durante los días que estuvo en el lago en mi búsqueda. Viró de ese camino hasta una carretera de terracería llena de baches que, montaña arriba y serpenteando, conducía a un bosque sombrío. Se detuvo en un claro pavimentado de cascajo. Al apearnos, un águila emprendió el vuelo, a un par de metros de nosotros, y algo grueso se lanzó por la maleza hacia la espesura. Solo vi una parte trasera marrón y unas piernas veloces que se desvanecieron al momento siguiente.
—¿A dónde me trajiste? —pregunté.
Pero Lucian solo me tomó de la mano y caminamos por la arboleda. Era un bosque de árboles variados. Un tortuoso y angosto sendero conducía camino arriba. De nuevo percibí con qué agilidad gatuna se movía Lucian. Solitarios rayos solares pintaban manchas en el piso selvático, las altas copas de los árboles susurraban, y de súbito tuve la sensación de que éramos los únicos seres humanos a leguas de distancia. Al cabo de un rato, la senda se aclaró y Lucian me guio hacia la derecha hasta que llegamos a un amplio espacio rocoso que daba a un acantilado. Reteniendo el aliento, me detuve, llena de aprensión; pero cuando Lucian me condujo al borde del abismo, me olvidé de todo el miedo. Al fondo se extendía la punta de la cola del lago del Dragón. El verde curso de un río claro como el cristal corría por el paisaje, formando meandros estrechos. Los montes se erguían altos y potentes y, en medio de ellos, prados de un lozano verdor, y sobre nosotros no había más que el cielo, limpio de nubes y de un claro y profundo azul. Una parvada atravesó el aire.
—He estado aquí un par de veces —mencionó Lucian—, y si no hubiera sabido que nada me traería, probablemente me habría lanzado a lo hondo.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté asustada—. ¿Qué otra cosa te habría traído a ti… si no la muerte?
Lucian rio sin ganas.
—Pero ni siquiera así, pues esto ya lo había averiguado en Alemania. —Sentí cómo la sangre desaparecía de mi cara—. ¿Trataste de quitarte la vida?
Lucian asintió.
—¿Cuándo? —musité—. ¿Cómo?
—Antes de seguirte —explicó—. Me tomé unas pastillas. Salté del puente, y hasta con una hoja de afeitar… —Lucian se detuvo, movió la cabeza con resolución—. Digamos simplemente que he probado todos los medios, pero no funcionó.
Me mostró la muñeca. Miré la plana y entera piel sobre las venas del pulso y pensé en Tyger y Faye, quienes también habían intentado quitarse la vida. Pero ellos ya estaban solos, mientras que yo aún vivía.
—Me parece increíble, Rebecca —dijo Lucian quedamente, y añadió refunfuñando—: No acabo de comprender que Morton me haya ocultado quién soy yo.
—¿Dónde encontraste por primera vez a Morton? —le interrogué. Lucian se agachó y tomó una piedra del piso.
—En alguna parte en el Kiez[78] —contestó—. Era de noche, luego de que tu gente te llevó de Falkensteiner Ufer. Me fui a algún bar de mala muerte para emborracharme cuando, de improviso, Morton se sentó junto a mí en el mostrador y me preguntó si no preferiría ir a beber a un lugar más agradable. En un principio creí que el tipo quería seducirme, pero tenía los nervios tan deshechos que casi todo me daba igual. Tyger me llevó a su casa y me ofreció el cuarto. La mañana siguiente yo tenía un panecillo sobre la mesa, y por la noche me propuso trabajar en Max und Consorten. El pub es de su propiedad. Me dijo que lo había comprado hacía setenta años, lo que entendí como una broma tonta.
—¿Qué edad tiene? —me preguntó, mirándome.
Me agaché junto a Lucian y bamboleé la cabeza.
—Algo así como ciento cincuenta.
—¿Y su… persona se llamaba Ambrose?
—Sí, Ambrose Lovell. Era escritor; se enamoró de la novia de mi bisabuelo y se casó con ella. Por eso, mi bisabuelo destrozó las obras de Lovell. Este se suicidó. Tyger llegó un minuto tarde. No pudo ayudarlo; y, por lo tanto, tampoco a sí mismo.
Acaricié el brazo de Lucian, quien, caviloso, tenía una piedra en la mano, como sopesándola. Su piel era muy blanda y con el sol había tomado un tono ligeramente café dorado.
—¿Todavía puedes acordarte de algo? —le pregunté cautelosamente—. Quiero decir, ¿de lo que fuiste?
Lucian calló. Miró hacia abajo a los diminutos árboles y colinas entre los cuales serpenteaba el angosto curso del lago. El agua era tan verde que casi parecía artificial, como si alguien la viera a través de los cristales coloreados de unas gafas de sol.
—En realidad, no —dijo, por fin—; al menos, no con la cabeza. Ahora sé que lo que me dijiste ayer es verídico. Podía… puedo sentirlo. Pero no tengo ninguna imagen de mí. Solo te veo a ti. Y veo esos temibles sueños. Lucian lanzó la piedra al abismo. Voló por los aires, permaneció una fracción de segundo en el azul del cielo y cayó verticalmente a la profundidad.
—Cuando descubrí tu foto en la casa de tu padre fui de un lado a otro de la habitación como demente, y busqué alfombras verdes y candiles de techo.
Le di la espalda y miré la senda boscosa. ¡Maldita sea! ¡Estaba tan harta de darle vueltas a todo esto! ¿Cómo era posible que hubiéramos regresado a este tema? Resuelta, me giré y me colgué del cuello de Lucian.
—¡Quiero nadar en el lago!
Lucian sonrió y comprendió de inmediato. Me dio un beso, y luego otro, tierno, en la nariz.
—No sé si puedo…
—¿Qué quieres decir? —y me eché a reír—. Yo nado y, por tanto, también tú has de saber hacerlo.
—Entonces, está bien —me llevó al coche—. Lo intentaré, pero solo si tú conduces.
—¡No sé!
—¿Qué quieres decir? —Lucian arqueó una ceja—. Yo sé conducir; entonces tú también has de saber hacerlo.
Lo besé. Si él estaba junto a mí, podía hacerlo todo. Cuando llegamos al coche; Lucian me abrió la puerta del lado del piloto y me senté al volante. Tomé la llave y la puse en el interruptor de encendido.
—¿Y ahora? —pregunté aprensiva.
—Enciende. —Lucian se había sentado a mi lado. Tenía la cara seria. Reí.
—Gracias por la indicación, señor maestro de conducción. ¿Cómo? ¿Dónde enciendo?
—Aquí, tonta, en el interruptor —me lo mostró—. Gira la llave hacia la derecha.
Así lo hice. El motor rugió, pero no ocurrió nada.
—No marcha, tonto.
—Claro que sí. Embraga. Tienes que pisar el embrague.
Pisé el embrague y giré la llave hacia la derecha. El motor rugió. Me puse a gritar:
—¡Ya tiene marcha! ¡Lo logré! ¡Ya sé arrancar un coche!
—¡Fantástico! —Lucian sonrió adusto—. Ahora me tienes que mostrar que también sabes conducirlo. Aquí —me mostró la palanca de cambios—. Tienes que colocarla en primera y oprimir el acelerador.
Puse primera y apreté el acelerador. El coche se lanzó hacia adelante. Pisé de nuevo el embrague y de nuevo me eché a reír.
—Así —dijo Lucian—, no sucede nada. Ten un poco más de concentración, si me permites que te la pida.
—No puedo —le saqué la lengua—. Estoy débil. Necesito un beso. O dos. O diez.
Lucian suspiró, divertido.
—Si es indispensable —sonrió con su maravillosa sonrisa torcida, me atrajo hacia sí y oprimió sus labios contra mi boca. Sus manos se deslizaron bajo mi camiseta y mi corazón comenzó a latir alocadamente. Ambos nos estremecimos, asombrados de la potencia de nuestros sentimientos. ¿Tan fuertes? ¿Tan fuertes?
Carraspeé, luego aceleré lentamente y traté de mantener el control sobre el coche, que ya salteaba por la senda de cascajo. Era una sensación demencial.
—¡Manejo! —grité—. ¡Manejo un coche! ¡Dios mío, Dios mío!
Conduje el coche por el sendero lleno de hoyancos. Aunque quizá no marchábamos a más de diez kilómetros por hora, a mí me parecía que iba disparado. Cuando llegamos a la carretera, aceleré. El auto se desvió y en ese momento venía otro vehículo en dirección contraria y ya se echaba sobre nosotros. Viré, gritando, y frené. Nos proyectamos hacia adelante y el coche aterrizó en una zanja.
El cinturón de seguridad me apretó dolorosamente el pecho. El otro coche pasó dando claxonazos y el conductor, furioso, sacó el puño por la ventanilla. Pero yo no cesaba de reír.
—¡Oye, quieres que nos…! —Lucian se detuvo—. Yo creo que mejor me vuelvo a poner al volante. Espero no nadar tan a lo tonto como tú al conducir.
Solté una risita, más animada que la última vez.
—Eso ya lo veremos.
Llegamos a una caleta pequeña y arenosa rodeada de altos peñascos. Lucian tomó una toalla del asiento trasero. Era de un amarillo estridente y tenía impreso a Winnie Pooh.
—Es preciosa —dije.
—Sí, ¿verdad? —sonrió maliciosamente—. Llegó gratis con el Chevy. Espero que su propietario no la eche de menos con gran dolor. ¿Vamos?
En la caleta no había nadie. Las peñas, de un gris que tiraba a café, la envolvían como una concha. En la orilla crecían unos matorrales y del otro lado había monte. Casi hacía tanto calor como en Alemania durante el verano, y el hecho de que aquí no hubiera nadie se debía a que estábamos en el paso de una temporada a otra.
Por un momento medité si me podía dejar la camiseta, pero me la quité de todas maneras. Deseaba experimentar el agua en mi cuerpo. Corrí por la blanda arena y me lancé al lago, que estaba tan frío que grité.
—Ven, métete —llamé a Lucian—. ¡Anímate, ven, cobarde!
Renuente, tocó el agua. Sus rodillas desaparecieron, luego los muslos, sus caderas y, al final, solo se veía su cabeza sobre la superficie del agua. Dio un paso, movió los brazos como remos y se zambulló.
—¡Mierda! —nadé hasta el lugar donde había desaparecido, tragué agua, lo llamé por su nombre—: ¡Lucian! ¡Lucian!
Fuera de mí, me sumergí, pero la cristalina superficie del lago engañaba. Mis brazos se veían pálidos y verdosos, bajo el agua, y en la arena arremolinada no podía ver más allá de dos metros. Solo desde arriba, la luz del sol producía un resplandor irreal sobre el agua. Cuando volví a emerger, llena de pánico, sentí de golpe que algo me tomaba por la pierna y me jaloneaba hacia abajo. Grité, hice glu-glu y vi a Lucian bajo el agua. Estaba frente a mí y reía con toda su cara. De su boca brotaban burbujas y luego, ágil como un pez, se giró y desapareció como deslizándose. Manoteé hacia la superficie, saqué agua, tosí… y Lucian ya estaba de nuevo en la superficie. A unos buenos cinco metros de distancia de donde yo me encontraba; estiró el brazo haciéndome señal de que fuera.
—¡Vaya señora maestra de natación! ¿Qué dices ahora? —se burlaba—. ¡Ven, alcánzame, medusa coja! —y se alejó nadando de crol como sí no hubiera hecho otra cosa en la vida.
Lo perseguí, pero luego de un rato me paré y me quedé mirándolo Había dejado de hacer crol y nadaba ahora como delfín, con una ligereza que jamás había observado en ningún otro nadador.
En sus movimientos elásticos y fluidos había una fuerza juguetona que me dejaba simplemente pasmada. Su tórax surgía de la superficie del agua, movía los brazos hacia adelante con aleteos de mariposa, luego volvía a sumergirse con la espalda curvada y todo parecía un flujo único, como si el agua hubiera sido en realidad el elemento natural de Lucian.
¿De dónde sabía todo aquello? ¿Cuántas veces habría estado en el agua junto a mí? ¿Cuántas veces me había acompañado, sin ser visto, sin ser oído?
Mientras, Lucian había practicado un amplio arco por el lago y ahora nadaba hacia una roca del lado derecho, en cuyo interior había sido construida una especie de escalera de piedra. Con pies ligeros, trepó por ella. El agua se irisaba en su piel, y cuando llegó hasta la parte superior se giró hacia mí, abrió los brazos, riendo, y yo nadé hacia él. Se sentó en las rocas y me miró desde una altura de unos buenos tres metros. Al salir del agua, la piel se me erizó. Resistí el impulso de cubrirme los senos con los brazos, y me fui hasta las rocas lentamente. Me di cuenta de que estaba mirándome; sus ojos me pegaban como diminutas saetas, y yo lo disfruté. Desde ayer me sentía transformada, como nueva en mi piel, más grande, más fuerte, más femenina. Me así de una saliente de la roca y trepé hasta Lucian. El sol desapareció un momento tras una nube. Hubo un golpe de viento, pero Lucian me tomó por un brazo. Su piel era fría y lisa; cuando me besó, sentí el latido de su corazón.
—Ven —me tomó la mano—, saltemos juntos. ¿Te sientes segura?
Le dije que sí y, tomando aire y al contar hasta tres, saltamos a la profundidad. Tocamos el agua al mismo tiempo y nos sumergimos. La resaca pretendía separarnos, pero nos mantuvimos firmes, tomados de la mano. Cuando volvimos a surgir, me abracé al cuello de Lucian y me apreté contra su flexible cuerpo, y así estuvimos girando un rato en el agua, en torno a nosotros mismos, formando un lento círculo. En la orilla, Lucian me envolvió en la toalla de Winnie Pooh y me talló hasta secarme; luego nos sentamos juntos en la arena y envolvimos la toalla alrededor de ambos.
El sol se había hundido un poco más y el viento pasaba por la hierba y la orilla. En lontananza cantó un pájaro, pero por lo demás todo estaba en calma.
—No querías salir —señaló Lucian de repente, sin levantar la voz.
—¿Qué? —lo miré desconcertada.
—No querías salir del agua —me sonrió—. Tu madre estaba en la, orilla y te llamó. Dijiste, rezongando: «No quiero salir. Ahora sé nadar y quiero quedarme aquí». Hasta que tu madre entró al agua y te tomó. Tenías los labios azules y castañeteabas los dientes como una loca. Luego te agarraste fuerte de sus hombros y nadó contigo hasta la orilla. Tu padre recogía leña y luego, los tres, se sentaron ante la hoguera. Tus padres te colocaron en el centro y tiritabas toda.
—Pero estabas junto a mí… —susurré.
—Sí. —Lucian me tomó la mano y la besó—. Siempre estuve junto a ti.
Me rodeó con el brazo y así nos quedamos sentados en la orilla, hasta que hizo demasiado frío. Entonces agarramos nuestras cosas y regresamos al coche. Una vez en casa, tomamos un par de recetarios que había en los estantes. Tras acordar que ambos cocinaríamos, nos peleamos durante una larga media hora acerca de la receta que escogeríamos. Lucian eligió una lista de platillos, tanto los que le gustaban como los que le disgustaban. Asombrados, llegamos a la conclusión de que nuestros gustos no podían ser más distintos.
—Yo no como bebés de animales —dije, mientras Lucian señalaba una receta de cordero cortado en tiras con aceitunas y nueces.
Hojeó dos páginas más adelante:
—¿Qué te parecen medallones de cerdo horneados con crema?
—¿Cerdo? —gruñó Lucian—. ¡Qué asco! Pero los pimientos rellenos suenan bien.
—El pimiento es la única legumbre a la que soy alérgica. ¿Pollo con plátanos?
Lucian se agarró la garganta y sacó la lengua.
—Lasaña —dijo.
—Me gustaría. ¿Risotto?
—Aburrido.
—¡Horror! —me quejé y le di un codazo en el costado—. ¡Haz una propuesta que me entusiasme!
—Con gusto —los ojos de Lucian brillaron y me quitó el libro de recetas de las manos. Entonces me tomó por los hombros, me jaló hacia él y comenzó a besarme, suavemente, y luego de manera cada vez más apremiante. Sentí la punta de su lengua en mi cuello, mis manos se hundieron en su cabello. Ciegamente, le quité la camisa, me sacó el suéter por la cabeza y, estrechamente abrazados, fuimos a tumbarnos al sofá, donde Lucian me atrajo hacia sí.
—Esto —susurró, tomando mi cara entre sus manos, mientras que su tórax debajo de mí se henchía y bajaba—, esto no es un sueño, ¿no crees?
Sonreí y meneé la cabeza, cerré los ojos y aspiré profundamente. Esta vez no nos quedamos en el lago, sino que fuimos en el coche hasta Paso Robles, la ciudad por la que también llegó Tyger. Luego de que nos vimos obligados a admitir que nuestras artes culinarias tenían fronteras muy modestas, nos decidimos por espagueti Nápoli con ensalada, y helado con chocolate caliente como postre.
Afuera era ya el crepúsculo, y el paisaje del lago me pareció más solitario que hoy por la mañana. El agua resplandecía plateada, y cuando el sol se esfumó detrás de los montes, el cielo se coloreó de tonos luminosos, desde el violeta hasta un impresionante naranja.
También el paisaje por el que nos conducía la carretera era asombroso. Por lo que se veía, esta comarca era conocida por sus vinos: a nuestra derecha se extendían los viñedos, todos verdes, hasta perderse en el horizonte, donde este se interrumpía con colinas boscosas por aquí y por allá. Al frente se erguían enormes robles como solitarios vigilantes que apuntaban a un cielo que cada vez se oscurecía más. Se veían pasar parvadas, mientras que apenas si algún coche venía en dirección contraria. Poco antes de Paso Robles pasamos un letrero que decía James Dean died here (J. D. murió aquí). Los dos lo vimos. Lucian aceleró, y pronto el letrero quedó atrás. Nos estacionamos en el centro de Paso Robles. Es una vieja ciudad histórica con una iglesia pequeña, un quiosco blanco en que tocaba un grupo de músicos, numerosos restaurantes y abundantes vinaterías que invitaban a catas de vinos. Estas pequeñas tiendas eran más bien turísticas, con todo tipo de baratijas y souvenirs, y las aceras de adoquines estaban tan limpias que parecía que las barrían cada dos horas.
Lucian y yo caminamos por las calles, tomados del brazo y no llamábamos la atención por nada. La gente que pasaba junto a nosotros nos sonreía, muchos nos saludaban con un Hi o con un How are you? (¿Cómo les va?), y una señora mayor, que estaba delante del escaparate de una dulcería, dijo que éramos a beautiful couple (una bonita pareja).
En un pequeño estacionamiento descubrí un espacio con juegos: una resbaladilla, una estructura para trepar y un columpio. Nos sonreímos y corrimos hacia allí, sin habernos puesto de acuerdo con palabras. Lucian se sentó y yo me senté en sus piernas, de manera que nuestras caras se veían, y luego tomamos impulso, volamos cada vez más alto, reíamos y echábamos las cabezas para atrás. Fue un momento interminable.
—So, who is cooking tonight? (¿Quién cocina esta noche?) —nos preguntó la cajera del súper donde finalmente hicimos las compras.
—Cocinamos los dos.
Al regresar a casa eran un poco pasadas las diez. Yo había encontrado velas en una gaveta, mismas que coloqué en candeleros sobre platitos, mientras Lucian había puesto un CD de Beethoven.
Con la música a todo volumen, preparó la ensalada, mientras yo cortaba tomates en pedacitos para la salsa del espagueti. Cuando les tocó el turno a las cebollas y no sabía si cortarlas en pedazos o en tiras, se escuchó el piano de la sonata Claro de luna.
—Esta pieza la escuché la noche en que pasó —dije, y Lucian frunció el ceño—. El miércoles en que estuviste bajo mi ventana y tuve por primera vez esa sensación en el pecho. Estaba con Janne y Spatz en el desván, seleccionando cachivaches para el bazar. Esa noche también volví a encontrar el osito.
«Y por primera vez tuve la pesadilla», añadí con el pensamiento. Los ojos me lloraban por las cebollas. Lucian tomó el cuchillo de mi mano y me abrazó.
—También yo lo sentí —comentó, y colocó mi mano en su pecho—. Una fina ruptura ahí dentro, en lo hondo. Supe que estaba separado de alguien, pero no sabía de quién.
Me apartó el pelo de la cara.
—Esa noche, mientras estuve bajo tu ventana, todo era oscuro, fuera y dentro. Entonces, de improviso, se prendió la luz y tú me miraste desde arriba; llevabas una camiseta de tirantes. ¿Extraño, no? En ese momento fuiste mi ángel.
Sonrió, torciendo la boca.
—Pero como cocinera realmente eres bastante mala. —¿De veras?
Me colocó un pedazo de tomate bajo la nariz.
—¿Nadie te ha dicho que debes pelar los tomates para hacer una auténtica salsa? Hasta yo lo sé.
—Puedes volar de regreso a Hamburgo y dejar que la jefa de cocineros te consienta —lo amenacé.
—No, gracias. Creo que prefiero una salsa con cáscaras —contestó Lucian, y sonrió con su callada risa áspera.
Cenamos en el porche. Lucian extendió una cubierta y dos cojines en el suelo de madera y prendió dos quinqués que había encontrado en la casa. También el gato regresó y se restregó ronroneando en nuestras piernas. En el súper compré comida para gato, que puse en un plato. Ávido, se lanzó sobre ella y después, de un salto, se sentó en la mecedora, bostezó a gusto, se lamió el hocico y se enrolló, formando una bola negra.
Colocamos la cazuela con el espagueti y el plato con la ensalada en una mesita delante de nosotros y nos alimentamos el uno al otro, por lo que la mayor parte del tiempo nos la pasamos con risitas, pues estábamos más ocupados en comernos con los ojos y las más de las veces nos salpicábamos. Como aquella noche en el techo de la casa de Tyger, bebimos champaña que habíamos descubierto en la cava y nos pusimos borrachos con bastante rapidez. Nos comimos el helado de vainilla en el mismo envase, echándole encima el chocolate caliente, y Lucian me ordenó que cerrara los ojos.
—¡Abre la boca! —me mandó—. Aquí te va una cucharadita.
Yo saqué la lengua, y lo expulsé todo cuando, en vez del helado, saboreé la salsa de tomate.
—¡Oye, tipo antipático! —grité, y traté de arrebatarle la cuchara, pero la levantó alto, y entonces le hice cosquillas hasta que cayó de espaldas como un escarabajo y, riendo, pidió misericordia.
Yo me tumbé a su lado. Todavía no era visible la Luna, pero el cielo estaba ahora colmado de estrellas. Incontables puntos de luz temblorosa salpicaban el profundo negror. Durante un momento, nos quedamos el uno junto al otro, callados, con los pies en dirección a la casa, las cabezas en dirección al cielo. En la mecedora maulló el gato suavemente, en sueños, y a través de las hojas de los árboles murmuraba el viento.
—¿Te puedo preguntar algo, Rebecca? —inquirió Lucian en medio del silencio.
Sonó tan serio que me sobrecogí.
—Sí —le contesté, y me apoyé en ambos codos—. ¿Qué quieres saber?
—¿Cómo se juega el Spitz pass auf[79]?
—¿Qué? —me vino una tos—. ¿A qué viene eso?
—Como siempre. —Lucian me rozó la nariz. Sonrió, aunque solo con una comisura de los labios y, exactamente como aquella vez en el bazar, apareció un hoyuelo en su mejilla—. He soñado con ese juego. Tú querías jugar, pero tu padre no tenía ganas. Parecía que habían jugado unas siete mil veces en los últimos días. Al llegar aquí vi que hay uno en la estantería.
Solté unas risitas. Me acuerdo muy bien con cuánta frecuencia le gané a mi padre. En realidad, siempre.
—Te puedo enseñar a jugarlo —le dije a Lucian—, pero te advierto que soy invencible.
Un momento de espera mientras Lucian se levantaba y regresaba en seguida con el juego. Decidimos que el vencedor pediría un deseo.
—Listo, Spitz —dije, al tiempo que repartí siete fichas a cada uno y coloqué mi cono sobre la base redonda. El cordón atado a mi cono lo mantuve bien agarrado entre pulgar e índice, y le pasé el cubilete a Lucian—. Toma el cubilete y lo pones con la abertura para abajo. Yo lanzo el dado. Si sale el seis, tienes que atrapar mi cono con el cubilete. Si logro retirar mi cono antes de que tú lo atrapes, gano una de tus fichas. Si atrapas mi cono, tú recibes una ficha mía. Pierde el primero en quedarse sin fichas. ¿Entendido?
—¡Uf! —expresó Lucian. Solté una risita, tomé un trago de champaña y comencé a lanzar el dado: saqué un cuatro, un tres, un uno… y otra vez un uno. Me carcajeé. Mientras Lucian tenía en la mano el cubilete boca abajo, me estuvo mirando a los ojos todo el tiempo. Traté de resistir su mirada y observé brevemente el dado.
Mis músculos se tensaron, mi corazón latía con fuerza y lancé el dado de nuevo. Saqué un cinco, un cuatro, un uno y un seis. Jalé rápido el cordón, pero Lucian fue más veloz: el cubilete cayó sobre mi cono, del que ahora solo se veía el cordón.
Lucian se sopló un mechón de la frente y estiró la mano a la ficha, con una burlona sonrisa de vencedor.
—¡Bah! —rezongué—. ¡No te hagas ilusiones! Fue pura suerte de principiante.
Le pasé una ficha.
Lucian rio malicioso y de nuevo eché el dado: un tres, un cinco, un cuatro, un seis. Como relámpago, jalé el cordón, pero de nuevo tardé demasiado. Lucian levantó el cubilete y le lanzó a mi cono una sonrisa de conmiseración.
—No te pongas triste, abuelita. La siguiente ficha, si tienes la bondad de pasármela.
Resoplando, le di la otra ficha, y volví a echar el dado: un seis… Lucian rio de nuevo.
—Siguiente ficha.
Un par de segundos después:
—Siguiente ficha.
Saqué un dos, un tres, un dos, un uno, un tres, un seis, jalé del cordón y me quedé mirando enfadada el cubilete invertido.
—¡No vale! —exclamé sin aliento.
—¡Oh, sí! ¡Vale por todos los lados!
Le pasé la quinta ficha y, furiosa, le saqué la lengua. Mientras, decidí tomar de nuevo el timón: apreté el cordón entre pulgar e índice, saqué un cuatro, luego un seis. El cubilete sonó sobre la base y yo solté una maldición:
—¡Qué nefasto eres!
—Siento mucho pedirte una ficha —dijo, levantando una ceja, y me quitó la penúltima ficha.
Saqué un tres, un tres, un tres, un tres, un seis… y perdí mi última ficha.
—No comprendo —rebufé.
El gato se levantó de la mecedora, se dirigió hacia nosotros, se quedó quieto un momento, movió la cola, se giró con toda dignidad, nos dio la espalda de manera algo despectiva y desapareció en la oscuridad.
—Ahora tú —le ordené, ávida de lucha. Le pasé el dado a Lucian y tomé el cubilete con la otra mano.
Lucian colocó el cono en la base, agarró fuerte el cordón y lanzó el dado. Me quedé mirándolo y solté un rezongo por lo bajo, luego tragué saliva y solté una risita. Lucian no mostró ningún gesto y yo me concentré. Sacó un cinco y luego un seis. Jaló del cordón y en ese mismo momento lancé el cubilete.
—¡Ja! —triunfal, estiré la mano a la primera ficha.
Poco después, pedí la segunda y diez minutos más tarde Lucian me había tenido que entregar la séptima. Satisfecha, me eché para atrás.
—¿Sabes por qué podemos hacerlo? —preguntó—. ¿Verdad que sí?
Asentí, y de inmediato me dio un mareo. Lucian sentía lo que yo sentía. Yo sentía lo que él sentía. Era la misma armonía como en todos los momentos anteriores. Funcionaba a fracción de segundo. Con ojos relampagueantes, nos miramos.
—Tablas —dije—. ¿Y ahora qué?
—Considero que ahora debemos negociar nuestros deseos —propuso, inclinando la cabeza—. ¿Cuál es el tuyo?
Señalé hacia el lago.
—Nadar.
Él rio quedamente.
—Vaya, por casualidad yo también quería lo mismo.
Nos desnudamos, nos envolvimos en dos cobijas y corrimos al embarcadero. Hacía frío. Las nubes cubrían el firmamento, así que ahora no era posible ver ni la luna ni las estrellas. El viento penetraba por mi cabello y me rozaba la piel y, de repente, el ambiente olió a lluvia.
—¿De nuevo uno, dos, tres? —me preguntó Lucian cuando estuvimos en la orilla del embarcadero. Le dije que sí. Nos soltamos las manos, estiramos los brazos y nos lanzamos de cabeza al agua.
La oscuridad me envolvió, pero Lucian de inmediato estuvo junto a mí. Lo sentía más fuerte que el agua fría que rodeaba mi cuerpo como una segunda piel. Con poderosos impulsos nos dirigimos hacia lo hondo, siempre unidos, hasta que yo apenas si tenía aire en los pulmones, pero cada vez quería ir más al fondo. Se alternaban capas de agua fría y caliente, y solo contra mi voluntad me vi obligada a regresar a la superficie. Lucian vino conmigo, emergimos al mismo tiempo y comenzamos a nadar de crol. Uno al lado del otro, aramos el lago nocturno con movimientos tranquilos pero vigorosos, sin hablar, sin pensar; sencillamente estábamos juntos, allí, en ese lugar mágico.
El viento se colaba por la copa de los árboles, rizaba la superficie del lago y, cuando llegamos a la mitad de este, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, vacilantes pero pesadas. Aterrizaban en la superficie con un suave plaf, y dejaban pequeños círculos, hasta que, en un rato, toda el agua estaba en movimiento. Las gotas se fueron haciendo más gruesas, nos golpeaban sobre la piel, en la cabeza, en los hombros y brazos desnudos. Yo sentía el agua por doquier: sobre nosotros, bajo nosotros, en torno a nosotros; nos envolvía con tamborilazos cada vez más sonoros, y mientras estábamos tomados de la mano, en medio de esos diminutos surtidores que cada gota de lluvia dejaba en el lago, pensé en aquella noche en Hamburgo, en la que soñé este preciso momento.
Lentamente, la lluvia amainó, como voces que se convierten en murmullos y luego en un susurro hasta callar por completo. El lago parecía resoplar en un gran respiro. La niebla se nos echó encima, arrastrándose desde los bosques, y se apoderó de la superficie del agua. En un lugar, las nubes se desgajaron y dejaron ver una única estrella.
Las gotas que ahora me caían sobre las mejillas eran calientes y salinas.
—¿Qué te ocurre? —preguntó asustado Lucian—. ¿Por qué lloras?
—¡Porque soy muy feliz! —susurré entre lágrimas, y me eché a reír.
Luego de una ducha caliente, nos acurrucamos en la cama bajo una cálida cobija.
—Te amo, Rebecca —masculló Lucian—. Te amo más que a mi vida. Apreté su cabeza contra mi pecho. —Yo también te amo, Lucian. Estrechamente abrazados, nos dormimos.