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feather

En la casa me esperaba mi padre. Estaba sentado en la sala leyendo el periódico, mientras en el televisor había un reportaje sobre Barack Obama. Al parecer, Michelle y Val todavía dormían.

—¿Te la pasaste bien? —me preguntó mi padre—. ¿Qué tal estuvieron los caballeros pobres?

Me miró con tal interés que de momento no capté a qué se refería. Finalmente, murmuré que sabían rico y me sentía cansada.

Eran las diez y media. Pasaron las once y media, las doce y media. La una y media. A las dos en punto seguía yendo de un lado para otro dentro de mi cuarto, devanándome los sesos: no se me iba de la mente la idea de que Lucian andaba en mi busca. Era la única tabla de salvación a la que podía asirme en un mar de posibilidades. ¿Qué ocurriría si realmente estuviera aquí y tratara de buscarme?

Pero ¿dónde? Suspiré profundamente.

No había de dónde asirse; nunca le dije en qué ciudad vivía mi padre no conocía la dirección. Tampoco sabía ni el nombre ni el apellido de mi padre. Él no se apellidaba Wolff, como Janne y yo, sino Reed.

Y no era probable que Lucian pidiera la dirección de mi padre. No podía adivinar que su generoso anfitrión en Hamburgo me conocía, y apenas si podía saber que Suse estaba de mi lado, además de que ella me comunicó por correo que no había encontrado a Lucian, y Janne sería la última a la que hubiera buscado después de aquella noche. Todo eso lo tenía muy claro.

Febrilmente buscaba en mi cerebro indicios ulteriores: ¿qué sabía él de mí?, ¿le había mencionado algún nombre que le pudiera ayudar? No se me ocurría ninguno… ¿o sí? Le había mencionado a Michelle. En un impulso de euforia, escribí el nombre de Michelle en Google. El número de resultados era un puñetazo en plena cara: 22O millones para Michelle, y los resultados más destacables se referían a la esposa de Barack Obama.

«¡Mierda! ¡Rebecca, piensa!». ¿Le había mencionado la profesión de mi padre? No. ¿La profesión de Michelle? Desde luego que no. Apagué la computadora y comencé a moverme por mi cuarto de nuevo: cama, escritorio, ventana, puerta, cama, escritorio, ventana, puerta, vestidor. Recorrí las estanterías, abrí gavetas; como si la respuesta a mi pregunta la hubiera escondido entre calcetines y calzones. Por fin miré mi maleta. ¡Carajo! Golpeé la pared con el puño. Tenía la sensación de que estaba pasando algo por alto, algo me carcomía. ¡Tenía que acordarme! Pero ¿de qué?

De repente tuve un atisbo de lo que podía hacer Lucian. Todo lo que él había tenido, todo lo que posiblemente tendría aún eran los retazos de sus sueños.

Me quedé quieta. ¡Eso era! Corrí hacia el cajón de mi mesita de noche y saqué el dibujo que me había hecho Faye en Venice Beach. El sueño de Lucian acerca de una playa. Seguramente sospecharía que Janne me había enviado a California con mi padre. Era muy probable. Y, por lo mismo, me buscaría por las playas de aquí. Lo mismo que habría hecho yo.

Fui al teléfono, llamé al celular de Faye y estuve dándole vueltas a lo tontas que habíamos sido, hasta que ella interrumpió mis pensamientos con voz adormilada.

—Tan solo la ciudad de Los Ángeles tiene más de cien kilómetros de playa —me contestó luego de que le describí una y otra vez los detalles del sueño de Lucian—, para no hablar del resto del estado de California. En todas las playas hay multitudes de gente. En todas partes hay gente que juega voleibol o surfea. Aun si Lucian trata de encontrarte en la playa, sería como buscar una aguja en un pajar.

—Pero Tyger tuvo a Lucian en Hamburgo…

—En Hamburgo fue donde Lucian se convirtió en ser humano —me interrumpió Faye—. Tuvo que haber ocurrido cerca de donde vives. No fue nada complicado que tú lo hubieras sentido. Lo mismo que con Morton y Ambrose.

—Precisamente —grité—. Pero ¡entonces también puede ocurrir aquí! ¿Por qué no da conmigo?

—Porqué Lucian ha roto el lazo que los unía a los dos. Por eso buscó el modo de que tú fueras enviada al otro extremo del mundo. Aquí solo te encontrará por pura suerte. A menos que recuerdes algo más que hayas podido contarle.

No recordé nada. En mi desesperación, convencí a Faye para que nos viéramos la tarde del sábado para tentar a la casualidad y, a pesar de todo, recorrer las playas, para poder sentir que por lo menos estaba haciendo algo.

Primero buscamos por la playa de Santa Mónica, donde se reúnen familias con niños pequeños en el parque de atracciones. De allí nos fuimos en patines y bicicleta hacia la playa de Malibú, el paraíso de los surfistas donde hay lujosas casas junto a la playa, en las que pasan sus fines de semana los ricos y la «gente bonita».

—¿Cómo es que ves tú —le pregunté a Faye cuando nos cruzamos con una chica de mi edad que llevaba unos diminutos hot pants y caminaba por la playa sumida en sus pensamientos—, que alguien tiene un acompañante?

—Es como el cuadro de Val —repuso—. Solo vislumbro como una sombra. Muchas personas afirman que pueden ver el aura de otros. En el fondo no es más que esto. Es simplemente algo que nos rodea.

Nos dirigimos a Manhattan Beach, donde los surfistas aguardaban la ola perfecta; luego seguimos a Hermosa Beach, donde tienen lugar torneos de vóleibol a lo largo del año, y al final a Cabrillo Beach, donde las coloridas velas de los surfistas se deslizaban sobre el mar como mariposas gigantes. El sol brillaba caliente como en el verano, y toda la gente a la que encontramos en el camino estaba de un humor radiante. Por la noche, en mi cuarto, me deshice en lágrimas, hasta que caí dormida de tan agotada.

Y de nuevo se posesionó de mí la pesadilla; eran las mimas imágenes que había soñado centenares de veces, pero su efecto fue peor que nunca antes, pues ahora sabía que esas imágenes no eran fantasías de mi inconsciente, sino que mi sueño realmente reflejaba el futuro, y con cada día, cada hora y cada minuto que Lucian y yo permanecíamos separados, ese instante se aproximaba cada vez más.

Pero no era el hecho de saber que fallecería lo que me llenaba del más indecible horror, sino la posibilidad de que muriera solo, porque entonces Lucian tendría que vivir solo, como Faye y como Tyger.

Para pasar la noche prendí la luz, tomé en las manos la esponja de la felicidad de Spatz y musité varias canciones infantiles que me venían a la cabeza, únicamente para alejar de mí la peor de las angustias. Cuando llegó la hora de levantarme, me aboqué al puro «accionismo»: haz algo. «Rebecca, no pienses», era el mantra. A la hora del desayuno le pregunté a mi padre si quería enseñarme la ciudad. Michelle, quien tenía otros planes, torció la boca, y Val quedó decepcionada. En su escuela celebraban el Día de la Puerta Abierta y mi hermana tenía un pequeño papel en una obra de teatro. Pero mi padre se sintió tan feliz con mi deseo de hacer algo con él que le lanzó a Michelle una mirada explicativa, consoló a Val y le prometió asistir sin falta a la siguiente representación. Como un faro gigantesco, el solo se iba hundiendo en la ciudad por cuyas calles me conducía mi padre. Me había preguntado adónde quería ir, qué quería ver, pues había muchas cosas por descubrir en esta fábrica de sueños de cuatro millones de habitantes. Le dije que me llevara por donde quisiera.

Las palmeras proyectaban largas sombras, las calles estaban llenas de coches, pero nadie intentaba rebasar ni tocaban el claxon. Todos parecían tener tiempo. A diferencia de las calles de Hamburgo, las avenidas y bulevares eran más anchos, lucidores y rectos. Mi padre me contó que la calle más larga de Los Ángeles tenía cien kilómetros. Todo era largo, todo era grande; los supermercados, las plazas, las deslumbrantes modelos de los anuncios espectaculares. Comparada con esta ciudad, Hamburgo era una aldea de maqueta.

Mientras mi padre me señalaba determinados edificios y me explicaba cosas, que pasaban por mi vago sonido, yo trataba de imaginarme que en el coche no íbamos dos sino tres: yo, mi padre y su acompañante. ¿Dónde estaba el mío? ¿Dónde estaba Lucian?

La ciudad parecía cada vez más grande, y mi esperanza de encontrarlo era cada vez más pequeña. En un enorme anuncio luminoso de lencería se leía la frase: «Hacemos realidad los sueños». La modelo, una chica de pelo castaño y piernas largas, dejaba que resplandecieran sus ojos con un blanco como perlas. Su sonrisa me antojó una mueca sarcástica. Fuimos hacia Westwood, donde se extendía hacia el cielo edificios descomunales de oficinas; cruzamos Beverly Hills, donde autobuses turísticos ofrecían tours a las casas de las estrellas; giramos hacia Sunset Stip, la famosa milla del entretenimiento de Hollywood, que Suse habría considerado tan galáctica como el pasado marítimo de Venice Beach, y luego entramos en el Hollywood Boulevard, en cuyo Walk of fame había visto la luz la industria cinematográfica. Elvis, Lassie y cerca de dos mil estrellas más quedaron inmortalizadas, cada uno en una estrella de mármol en la acera. Mi padre y yo nos quedamos a ver la estatua de Charlie Chaplin, cuando divisé a un joven con una desgastada chaqueta de cuero y pelo negro que prendía un cigarro. Me dirigí hacía él, pero este se había volteado y me daba la espalda. Le tomé el hombro para hacerle girar.

Hi there! (¡Hola!).

—¿Nos conocemos? —sonrió sorprendido.

—No, perdón —solté un profundo suspiro y regresé hacia mi padre con los hombros caídos.

—Quiero regresar a casa —dije.

Todo el recorrido había servido para una sola cosa: dejar bien en claro que podía enterrar la esperanza de encontrar a Lucian en esta enorme jungla citadina.

Y ahora que todos mis intentos habían fracasado y las paredes de mi cuarto parecían oprimirme, ya no pude contener la angustia.

Lo hice sin pensar. Era algo completamente natural, y apenas si comprendo por qué no lo había intentado antes.

Contestó al tercer timbrazo y sonaba como adormecido.

—Tu tomate —dije—. Lo imprimí y me ha ayudado mucho. No sabía que pintaras tan bien.

En el otro extremo reinó el silencio. Era un silencio diferente que con Suse, y tuve la incómoda sensación de que debía añadir algo, pero de pronto me abandonó la seguridad que sentía.

—¿Sebastian? ¿Estás ahí todavía? Soy yo… Becks.

—Sí. Te estoy escuchando.

Hi!

Hi!

Hi!

Hi!

—¿Qué? —dije con una risita forzada—. Escucha: un cucú vuela y se encuentra con un tiburón. El tiburón le dice: ¡cucú! Y el cucú responde: ¡tiburón[76]!

Este silencio del otro lado no auguraba nada bueno.

—Lo lamento, Becky, pero no me siento de humor para bromas —contestó Sebastian con voz comprimida. Inhaló, exhaló. Hizo una pregunta tonta—: ¿Cómo te va, Becks?

—Bien —respondí rápido y demasiado alto—. Otra vez estoy bien. ¿No te dio Suse mis saludos?

—Sí. Lo hizo. La semana pasada. El miércoles de la semana pasada. Me dijo que las dos se la pasaron riendo. Y que sonabas casi como antes, —Sebastian inhaló y exhaló—, pero no le creí. No suenas como antes. No sé cómo te lo tengo que decir Rebecca, pero los últimos cuatro días han sido para mí como cuatro años, o como cuatro eternidades. Digamos que un poco… demasiado largos. Necesito… tiempo, ¿de acuerdo?

—Claro. Lógico. De acuerdo —me prendí fuerte del auricular y miré en torno a la habitación cuyas paredes de nuevo se pegaban peligrosamente a mi cuerpo.

En determinado momento ya no resistí:

—Sebastian —susurré—. ¡Por favor!, ¡por favor!, ¡di algo!

Al mismo tiempo pensé: «Ayúdame, haz que desaparezca esta terrible angustia».

—Me preocupas, Rebecca. Por cómo te escucho me doy cuenta de que no estás bien. ¿Qué te ocurre en realidad?

—Me. Va. Bien —señalé con premura—. ¿Podemos hablar de otra cosa, por favor?

—Tyger ya no está en nuestra escuela —dijo Sebastian—. A principio del mes se despidió de mí. No tengo idea de dónde se encuentre; quizá regresó a Inglaterra. Luego de la clase me llamó y me dijo algo que en un principio no comprendí, pero desde hace un par de días sus palabras no se me van de la cabeza.

—¿Qué fue? —mascullé. Tenía las manos completamente sudorosas.

—«Hay cosas en la vida por las que hay que luchar, porque el tiempo que queda a menudo es más corto de lo que creemos» —expresó Sebastian con lentitud—. En un principió creí que se refería a mi aprovechamiento en la escuela o quizás a mi deseo de escribir. Pero de repente tuve la sensación de que se refería a algo totalmente diferente. O, para decirlo mejor, a alguien más. ¿Podría ser eso?

—No sé —musité. Había sido un error haber llamado a Sebastian, un terrible error que surgió del puro egoísmo, y eso se había más que vengado.

—¿Podríamos hablar, por favor, de alguna otra cosa? ¿De berenjenas o…? —la voz se me quebró.

—¡No, Rebecca! —en la voz de Sebastian ahora desbordaba algo—. Toda la noche he estado despierto pensando en ti. Las cosas se han puesto peores cada vez. Comparados con el presente, los últimos meses fueron un chisme, y el que ahora hayas hablado es para mí como… como… —no concluyó la frase—. Pero ahora no voy a hablar de berenjenas ni tomates —dijo con firmeza—. Quiero saber cómo estás. Quisiera ayudarte y…

—¡Mierda! —grité—. ¿Por qué crees que te llamé? Pensé: me ayudará a que no pierda los estribos; pensé: me distraerá, y en cambio.

—¿De qué quieres que te distraiga? —Sebastian siguió divagando sin compasión—. ¡Estás igual que Janne Wolff! Ella no suelta ni una palabra acerca de por qué, así nada más, te mandó al otro extremo del mundo. ¿Todo esto tuvo que ver con Lucian? ¿Sí o no? La propia Suse no dice ni una palabra cuando toco el tema. Dice que te lo pregunte a ti, y es lo que estoy haciendo. ¿Qué ocurre, Rebecca? ¿Por qué desde tu correo de respuesta no has hecho las cosas fáciles, sino que todavía tengo que preocuparme más? ¿Alguien me ha desbancado? ¡Por favor, Becks cuéntame!

¡Wow! Disparaba tan lejos del blanco, que de nuevo se habían vuelto cómico. Comencé a reírme con risitas histéricas.

—Pues bien, como quieras. Te voy a contar qué está pasando: tralarí tralará, no sé por qué, pero voy a morir. Y tralarí tralará, lo sé porque cada noche sueño mi muerte. Voy a morir en una habitación con una alfombra verde pepino y un cobertor de florecitas. No sé todavía cuándo, pero veo que de eso se trata. ¿Qué te parece esta historia? ¿No te suena a humor negro? —casi me atraganto de la risa—. Oye, te digo algo: escríbelo antes de que sea demasiado tarde; quizá sea un maldito buen argumento para un cuento corto. Hasta puedes dedicármelo.

Con estas palabras, colgué.

Inhalé aire, lo exhalé y me sentí sumamente rara. La charla fue del todo diferente a como la había pensado, pero el efecto fue el mismo. De pronto me sentí vacía y mortalmente agotada. Me acosté y me dormí enseguida. Cuando abrí los ojos, por la mañana, mi primer pensamiento fue Tyger. No lo había visto desde la conversación con Faye, y en realidad no me había propuesto a ir a la escuela, pero ahora estaba convencida de que era la única opción.

Si Morton no me proponía nada, podría al menos darle una bofetada en plena jeta, lo que sería mejor que no hacer nada. Jamás había odiado a nadie tanto como a él. Bueno, vistas bien las cosas él, desde luego, no era nadie.

Las dos primeras horas fueron de natación. Suzy y otras dos chicas que se habían sentado juntos a mí en la clase de inglés del viernes me miraban con más atención que en mi primer día de clases. Al parecer, durante el fin de semana habían comentado ampliamente mi extraña conducta en la clase.

—¿Qué fue eso —fue lo primero que me preguntó Suzy cuando nos cambiamos para la natación en los vestidores—, que le pusiste el viernes a Tyger sobre la mesa, y qué le dijiste en voz baja? No creo que logremos soportar todo el año escolar con él. ¡Qué ojete! Me gustaría saber si todos los ingleses andan tan drogados como él.

—Desde luego que no —dije, lacónica. Guardé mi ropa en el locker y corrí a la piscina.

Hoy hacía más frío y se me erizó la piel de todo el cuerpo, lo que también se debió, sin duda, a mi falta de sueño. Cuando salté al agua y me puse a nadar de crol confirmé a las indicaciones de la profesora Stratton, encaucé toda mi ira contra Tyger en mis movimientos: me abría paso por el agua como una energúmena, como si se tratara de vida o muerte. Y, de repente, se me presentó la angustia de mi muerte, fría e inmediata como el agua. En mi conversación telefónica con Sebastian me había puesto a reír como histérica, lo que consideré que fue una crisis nerviosa, una seguridad demencial, pero ahora las imágenes oníricas caían sobre mí con cada movimiento que hacía, se presentaban ante mi ojo interno cada vez que me zambullía y emergía del agua. La habitación ajena, la alfombra verde, el cobertor floreado. Los pedazos de cerámica, la sangre, el candelabro, mi súplica desesperada: por favor, no me dejes

¿A quién? ¿A quién le rogaba? ¿A Lucian? ¿Era él a quien suplicaba que no me dejase morir? Nadaba en crol, cada vez con más desesperación, y comencé a luchar, a luchar contra de la muerte, contra esas imágenes de las que quería librarme, de las que quería huir. Nadaba como si detrás tuviera al diablo y no quisiera desistir, sino seguir luchando.

El agudo pitido me paró en seco.

Me agarré fuerte del borde de la piscina, que ya había alcanzado. Mi pecho estalló y apenas si lograba inhalar aire. Miré hacia arriba los rostros atolondrados de mis compañeras. Estaban sentadas en el borde y yo era la única que aún permanecía en el agua. La profesora Stratton estaba en el bloque de salida.

—¡Wow! —dijo, auténticamente desconcertada—. ¿Te preparas para el campeonato mundial o algo así?

No hice caso de los puntos que centellaban delante de mis ojos. Me quedé mirando a mi instructora, mientras mezclaba sus palabras con un eco: Te vi en la piscina ¿Te preparas para el campeonato mundial o algo así?

No guardo conciencia de cómo salí de la piscina. De pronto estaba delante de la instructora tartamudeando:

—Tengo, tengo…

Y salí corriendo disparada.

En el vestidor, abrí el locker, saqué jeans y camiseta, me embutí la ropa sobre el traje de baño mojado y corrí a la dirección.

—El señor Tyger —dije precipitadamente—. Necesito ver al señor Tyger, de inmediato.

La secretaria que me había recibido con mi padre al inscribirme me miró preocupada.

Are you okey, swetheart? (¿Estás bien, querida?). No, no me sentía bien.

Tyger estaba dando clases en el séptimo grado y no capté bien la dirección que me dio la perpleja secretaria, pero lo encontré. Abrí la puerta. Una alumna que, toda sonrojada y con los ojos llenos de angustia, estaba delante de todas, me miró como si fuera un ángel para salvarla. Tyger estaba sentado tras el escritorio, revolviendo su taza de té. Me miró y comprendió de inmediato.

—Ya lo sé —me dijo cuando estuvo conmigo en el pasillo—. Lucian está en el lago Nacimiento.

—¿En el lago Nacimiento?

—¿Qué puede estar haciendo allí? —comentó, frunciendo el entrecejo.

—¡Buscarme! —El rostro se me llenó de lágrimas—. Mi padre tiene una casa junto a ese lago y yo le conté de esta; nunca le dije nada de Los Ángeles. Solo le hablé de California y del lago Nacimiento, el mismo que yo pretendía atravesar a nado alguna vez.

El agua goteaba de mis cabellos y olía a cloro; todo mi cuerpo olía a cloro. Bajo mis pies se había formado un charco. Un profesor que venía por el corredor nos miró a Tyger y a mí, extrañando.

Tyger me tomó del brazo.

—Te llevo —me ofreció.