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feather

–¿Están juntos otra vez? —era la mañana del domingo y mi madre estaba sentada junto a mí en una silla plegable en el viejo salón de subasta de pescado, donde tenía lugar un bazar cada tercer domingo del mes.

Janne quitó una mota de polvo de la vieja chamarra de Spatz, que colgaba de una barra junto a otros sacos, blusas y vestidos. Sobre una mesa tapizada se encontraban las cosas que habíamos desechado del desván. Mientras, se había reunido un considerable número de gente. Junto al radio para ducha de color amarillo chillón se encontraban mis viejos vestidos de carnaval, el espejo de mano plateado y los libros de Janne que habíamos eliminado por completo; sobre todo, la caja con los regalos de la madre de Spatz; una quesera de cerámica marrón, un juego para vino caliente especiado, tres platos de pared con ángeles músicos, un erizo portapalillos de cristal verde tallado y aros servilleteros de color pastel con motivos de patos.

Janne y yo habíamos salido de la casa poco después de las siete, pero de algún modo fuimos de los primeros en llegar. Por la gigantesca galería estaban repartidas unas cincuenta mesas. Como fuera, no dejaban de ser horas tempranas de la mañana, pero hoy había madrugado y me sentía casi bien de nuevo.

Más allá de los ventanales había levantado vuelo una bandada de gaviotas hacia el cielo violeta, y a través de la cúpula de cristal comenzaron a penetrar al poco rato los primeros rayos del sol; dibujaban líneas doradas sobre el pavimento y bailoteaban sobre pesadas vigas de acero. La vieja sala del mercado del pescado, con sus históricos muros de ladrillo y el techo abovedado de hierro y cristal, era uno de los motivos por los que mi madre había decidido comprar la casa cerca del puerto.

El año anterior, Sebastian y yo celebramos aquí la noche de San Silvestre (31 de diciembre). Había tocado una banda de hip-hop y cuando, a la medianoche, Sebastian me besó, sobre su lengua había un pendiente de plata en forma de corazón, que viajó de la boca de Sebastian a la mía y de ahí al lóbulo izquierdo de mi oreja.

Erde[14] para Rebecca. ¿Me oyes? Erde para Rebecca…

Janne me dio un codazo y me ofreció una dona. Había recogido su pelo rubio en una cola de caballo y, como siempre que no estaba en el trabajo, iba sin maquillar.

—Si no quieres hablar de Sebastian… entonces mejor lo dejamos.

Mordí la dona, suspiré y me encontré con la mirada de Janne. Su suéter azul claro de cuello de tortuga hacía que sus ojos brillaran y, como de costumbre, pensé en lo poco que me parecía a mi madre. Janne tenía una cara transparente, seria, que daba siempre la impresión de estar reflexionando, aun cuando riese. Incluso en sus fotos de niña tenía esa expresión. Pertenecía a las personas que con la edad apenas si cambian, o que de niños ya tenían en el rostro algo de adultos.

Con unos golpecitos tiré los granos de azúcar de mi suéter.

—La respuesta es no —dije—. Sebastian y yo ya no andamos de nuevo, al menos no como tú piensas. Somos… amigos.

En ese momento, las cejas de Janne mostraron un diminuto pliegue.

—Ok, ok —me miré y lamí un poco de mermelada de las yemas de mis dedos—. O algo por el estilo. No tenemos sexo, es lo que quieres saber.

Ahora fue mi madre quien suspiró:

—Lobita, lobita… pronto tendrás diecisiete, sabes lo que quieres y te tengo confianza. Lo único que quiero es que seas feliz y, de algún modo, no lo pareces.

Hizo una pequeña pausa:

—¿Han hablado acerca de ustedes? O sea, ¿de la relación?

—Claro. Un poquito —aparté la dona, levanté una caja con CD viejos y la coloqué sobre la mesa tapizada.

Ayer por la tarde, Sebastian y yo los habíamos puesto por orden alfabético, de modo que Bushido venía después de Benjamin Blümchen, y los Hells Angels antes de Hexe Lilli.

La noche del viernes, Sebastian fue mi salvación. No hizo ninguna pregunta y yo no le di ninguna explicación. En realidad no habría sabido qué decirle. Mis pensamientos giraban en torno a lo mismo. Veía de pie, delante de mí, al extraño del farol bajo el árbol de luces, y pensaba que no era ninguna casualidad, que era imposible que lo fuera. No creía haber podido dormir sin Sebastian. Me miró a los ojos, hasta que al fin bajé los míos. Olía tan bien, tan reconfortante, tan cercano… Tan Sebastian. Y, de hecho, durante la noche ya no volví a soñar. Mi angustia no había desaparecido; acechaba en algún rincón escondido y la presencia de Sebastian la mantenía a raya, al igual que a mis pensamientos sobre el extraño.

A la mañana siguiente me había esforzado por olvidarlo todo y desechar el hueco sentimiento de mi interior; al cabo mi mala conciencia triunfó sobre Sebastian.

Todo el tiempo estuve pensando en el misterioso desconocido que había aparecido de la nada y de nuevo se había esfumado y, mientras tanto, ¿no me quedaba nada mejor que hacer que darle nuevas esperanzas a mi ex novio?

Me excusé compungida ante él y traté de aclararle que, sencillamente, necesitaba algo más de tiempo. Sebastian reaccionó increíblemente. Me pellizcó la nariz y afirmó que para él estaba bien, que podíamos ser amigos. Pero en sus ojos vi que mentía.

—Mamá, ¿cómo fue lo de papá, entonces? —le pregunté. Mi madre estaba ocupada colocando los precios en los libros—. Quiero decir, ¿qué le pasó para haberte amado y que él para ti… no fuera más que un amigo?

Mi padre y Janne se conocieron cuando tenían tres años. Eran vecinos y prácticamente crecieron juntos.

Que era lesbiana, mi madre lo había sabido desde joven. Para mí esto no era nada inusual; crecí con ello y nunca me pregunté si yo era como ella. Con todo, aunque Janne nunca lo expresó, yo sospechaba que los pósteres de estrellas pop masculinas que llenaron las paredes de mi cuarto en quinto y sexto de primaria la habían aliviado tanto como mi chifladura por mi maestro de música en el séptimo curso. Janne sonrió.

—Tu padre, para mí, fue algo más que un amigo y eso lo sabes —tomó un centavo del pequeño plato con cambio y suavemente jugueteó con la monedita entre los dedos—. Tu papá y yo éramos como los dos lados de una moneda, desde pequeños. Nos encantaba la misma música, los mismos libros. Sentíamos qué le pasaba al otro, aunque estuviéramos en lugares distintos.

—¿Qué quieres decir?

Janne se me quedó mirando.

—No sé explicarlo —dijo, y se encogió de hombros—, pero cuando en la secundaria padecí una apendicitis, tu padre estaba de vacaciones en Estados Unidos. Y en el momento en que me ingresaban de urgencia en el hospital, sonó mi celular. Tu padre había pensado en mí y se preguntaba si estaría pasándome algo.

Su sonrisa pareció algo triste.

—Una cosa así no ocurre con frecuencia en la vida —prosiguió—. El amor tiene tantos rostros, y el amor entre tu papá y yo era precisamente platónico, al menos por lo que a mí se refiere. La única vez que dormimos juntos fue la noche en que te concebimos. Fue maravillosa, sobre todo porque de ahí surgiste tú. Y da igual lo que ahora sea, pero por esto le estaré por siempre agradecida.

Cuando Janne levantó la vista, en sus ojos brillaba una luz sospechosa. Iba a preguntarle cuándo había sido la última vez que se habían visto, pero fuimos interrumpidas.

—¿Cuánto cuesta esto? —una mujer con unas gafas rojas me ponía un libro ante la nariz. En la portada estaba el rostro de un hombre mayor, de frente alta y una mirada bastante penetrante y, en torno a la boca, un no sé qué de cínico. El título era El crítico literario olvidado. Un autorretrato. Arrugando la frente miré a Janne.

—Por tres euros es suyo —le dijo a nuestra clienta.

La mujer hojeó un poco el libro y lo dejó a un lado mientras echaba un vistazo a los artículos que teníamos sobre nuestra mesa. Levanté el tomo y leí el texto de la contraportada:

Temido, respetado y querido por muy pocos, William Alec Reed, el más elocuente crítico literario, cuenta la historia de su vida y con ello permite una mirada sorprendente al alma de una persona que en vida se ganó el título de «Hombre de la pluma mortífera». Reed, estadounidense de nacimiento y amigo de los escritores más influyentes, comenzó su carrera en el Daily Times de Los Ángeles. Pero obtuvo su fama mundial como crítico del Times de Londres, cuya Redacción de Literatura dirigió durante veinte años. Falleció en 1969 a la edad de casi noventa años en su patria, Estados Unidos.

¿William Alec Reed? Di vuelta al libro una vez más y contemplé el rostro enjuto. Alec Reed era el nombre de mi padre. Mi abuelo, que el año anterior había muerto de un infarto, se llamaba William Reed.

—¿Este hombre… era… es mi pariente? —le susurré a mi madre, mirando la fotografía en el libro.

Ella asintió.

—Era tu bisabuelo —me aclaró. Me quedé mirando a Janne.

—Lo siento —le anuncié a la mujer cuando estiraba de nuevo la mano para tomar la autobiografía—. Mi madre se equivocó. Este ejemplar no está en venta.

La mujer se echó para atrás.

—Entonces tampoco va a recibir el dinero. Bien, pues, buenos días de todas maneras.

Se fue y le lancé a Janne una mirada furiosa:

—¡Esto es historia familiar, mamá! Nunca me contaste que el abuelo de mi papá había escrito u libro, ¡y ahora querías venderlo como si nada!

—Lo siento. —Janne levantó las manos como a la defensiva—. No me había imaginado que fueras a interesarte por algo así. Este tipo tuvo que haber sido bastante tirano. Tu abuelo Will me contó una vez de él. No lo aguantaba, y tu padre jamás habló de él. Desde luego no hacíamos nada malo vendiendo esto, pero si tanta importancia le das.

—Sí lo hacíamos —abrí el libro y hojeé el apéndice donde se mencionaban algunos de los críticos que tan famosos habían hecho a mi bisabuelo. Me sorprendió sobre manera encontrar el nombre de Lovell.

—Mira, este es el autor favorito de Tyger —dije, sonriendo maliciosamente—. Mañana se lo voy a llevar. Siento curiosidad por saber qué dirá.

—Quizá convendría que antes leyeras lo que tu bisabuelo escribió sobre ese autor —me advirtió Janne—. Me parece que solo elevó hasta el cielo a sus preferidos; al resto los destrozaría. No vaya a ser que este recuerdito se refleje en tu calificación de inglés.

—De acuerdo —no pude dejar de reír al leer, por encima, las despectivas líneas que mi bisabuelo había compuesto sobre las obras de Lovell. Lo de «Pluma mortífera» de la contraportada encajaba a la perfección.

Me metí el libro en el bolso por seguridad, comí el resto de la dona y me soplé las manos. La galería no era especialmente caliente. Si permaneciéramos sentadas aquí todo el día, sería bastante incómodo.

—¿Qué piensas que puedo hacer con esto?

Janne me puso delante de un pequeño libro de bolsillo: Los sueños como expresión de temas interiores; resaltaba sobre un fondo azul nocturno y junto a una gran luna llena. La autora de este libro era Janne. Lo había escrito poco después de terminar la carrera, y la edición se había vendido bastante bien entonces, pero desde hacía algunos años ya no estaba en el mercado y, hasta donde yo sabía, Janne había regalado los últimos ejemplares a sus clientes.

—No tengo idea —murmuré.

Reflexionar sobre sueños era lo último que habría hecho.

—Está haciendo bastante frío aquí —dije—. Creo que voy a comprarme un café. ¿Quieres uno?

—Mejor un té. Y no tardes tanto, pues a lo mejor vendo otras cosas que tú quisieras tener. ¿Estás segura de que no vas a querer la quesera?

—¡Ay, Janne! Nos vemos al rato.

Me levanté y fui a buscar las bebidas, pero no me marché muy lejos. Me gustaba aquel bazar; ya desde pequeña, Janne y Spatz me traían. No paraba de hurgar entre el revoltijo hasta encontrar lo que buscaba. Incluso hoy no podía evitar pasar por los otros puestos, y con cada paso me sentía más ligera.

—¡Hola, Becks! —pensaba tranquila—. ¡Bienvenida de nuevo!

Junto a las acostumbradas figurillas de porcelana, vasos de aguardiente, relojes viejos y antigüedades, había cosas realmente fantásticas. En un stand con cosas desechadas del ejército de Estados Unidos descubrí un par de botas a media pierna con rosas bordadas y agujetas color rosa. Me quedaban como si las hubieran fabricado para mí, pero estaban por encima de mi presupuesto, así que, suspirando, las devolví. En cambio encontré un anuncio de la vieja película Pulp Fiction, dos CD de Mando Diao y el «despertador peludo[15]» de la banda Lorelei, de Gilmore Girls. Claro, no era auténtico, pero el tipo que me lo vendió lo había reconstruido para una ex novia. Pensé si se lo podría regalar a Spatz, pero encontré algo mejor para ella: un disco de su cantante favorita, Joan Armatrading, que la propietaria me vendió por tres euros.

En otro puesto hallé un manual para hacer máscaras. Era el regalo ideal para Suse, cuyo cumpleaños estaba por llegar. Me envidiaba locamente porque mi padre y su esposa Michelle trabajaban en cine y no comprendía que no fuera a verlos a Los Ángeles.

Mi papá tenía una productora de comerciales en Santa Mónica, mientras que Michelle dirigía una agencia de asistentes personales para las estrellas del cine.

Yo veía a mi padre en Alemania, adonde venía tres o cuatro veces por año a visitarme, pero me negaba a pasar mis vacaciones con él en Estados Unidos porque con Michelle, desde hacía siete años, se habían trasladado a Los Ángeles.

Si alguna vez cambiaba de parecer, me prometía siempre llevar a Suse conmigo. Por otra parte, Suse me había jurado que la profesión de la esposa de mi padre no le llamaba mucho la atención. Por lo mismo, que se me preguntara al respecto era plantearme una situación de horror.

—Quince euros —dijo la joven cuando le pregunté cuánto quería por el manual.

El precio me pareció bastante caro, pero la mujer se negó a bajarlo y el libro se me figuraba muy bueno.

Había fotos ilustrativas de heridas, carnosidades repugnantes y todo tipo de máscaras de horror. Así que puse los quince euros sobre la mesa e iba a meter el libro en mi bolso cuando escuché una voz ronca.

—¿Se te perdió algo?

La voz venía de alguna parte cerca de mi oído izquierdo y la reconocí de inmediato.

«No existe la casualidad», gritó algo dentro de mí. «¡No existe la casualidad!».

Me di vuelta muy lentamente.

Detrás de mí estaba el extraño. Sobre su palma estirada estaba mi iPod rojo, que hasta ahora había estado en mi saco. No se me ocurrió ninguna palabra. Los dedos me temblaban cuando tomé el aparato. Algo en la palma de la mano del joven me resultaba peculiar. Pero ya había retirado los dedos.

Abrí el iPod. Sentí el latido de mi pulso, pero en mi pecho estaba de nuevo esa otra sensación tan difícil de describir. Algo dentro de mí se calmó, aunque las palabras giraban en mi mente como un torbellino.

El joven no dijo nada, solo me miró. Más o menos era de mi estatura, así que nuestros ojos estaban a la misma altura. De nuevo me percaté de aquella electricidad febril que manaba de él. Su cuerpo felino daba la impresión de que corría mucho, como si el movimiento en el aire fresco fuera algo que se diera por hecho. De algún modo olía a aire, a viento, a lluvia seca.

Esta vez llevaba un saco negro de cuero, una cosa punk con hebillas plateadas y diversas calcomanías, y era evidente que se había puesto unos jeans apropiados. Llevaba zapatos también negros. Su espeso pelo oscuro le caía sobre la frente de una manera que era (para utilizar la expresión de la mesera pelirroja de la tienda de lámparas) no algo, sino descaradamente sexy.

Estábamos el uno frente al otro. Sus ojos eran de un azul oscuro, casi negro. No pude determinar dónde terminaban sus pupilas y dónde comenzaba el iris, y de alguna forma me había dado cuenta de que no podía estar mirándolo durante horas para poder averiguar.

—¿Hace un par de días —carraspeé—, estuviste, el miércoles por la noche, enfrente de mi casa?

Un fino estremecimiento jugó en los labios del joven. El labio inferior estaba un poco más lleno que el superior, lo que daba a su rostro cierto aire de terquedad.

—Creo que sí —respondió con su ronca voz.

—¿Crees? —dije tragando saliva—. ¿Qué quiere decir que eso crees? —No sabía que fuese tu casa.

Una de sus comisuras subió en una sonrisa, de modo que en la mejilla izquierda apareció un hoyuelo.

—Pero ¿qué… qué hacías allí?

No podía deshacerme del maldito nudo en la garganta.

—No sé exactamente. ¿Qué has hecho?

Sus ojos azul oscuro no me dejaban. Podría decirse que me estaba analizando, como yo a él.

—¿Por qué te asomaste a la ventana?

Eso no importa. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué te pasa que haces tales preguntas? Eso era lo que debería haberle respondido. Pero lo que dije fue distinto.

—Estaba angustiada.

El joven asintió muy ligera y lentamente. Durante todo el tiempo no apartaba su mirada de mí; solo su sonrisa había desaparecido.

—Por eso necesitabas aire —contestó en voz baja—, y yo luz. Luz y aire. Ambas cosas son buenas contra la angustia.

—¿Luz? ¿Por eso fuiste a la tienda de lámparas?

—Entre otras cosas.

—¿Por qué?

—Había oído que la comida sería buena —ahora sonrió maliciosamente—. ¿Cómo le fue al calvo del traje? ¿Encontró el dátil?

¡Un momento! ¿Adónde se dirigía? ¿Por quién me tomaba?

—No es gracioso —le espeté, feliz de que de nuevo podía hablar con normalidad—. Y no has contestado la pregunta de qué buscabas en la fiesta. ¿Qué haces aquí? Si lo que pretendes es perseguirme, entonces ¡cuídate!

Salté a un lado porque un joven me empujó. Llevaba un gigantesco tigre de porcelana sobre los hombros, mientras que su acompañante (una rubia con un abrigo de tigre), agitada, caminaba a saltitos detrás de él.

—¿Oyes, Robert? No te vayas a caer, no sea que…

Divertido, el joven siguió a ambos con la mirada.

—Si no me equivoco, este es un lugar público —se dirigió de nuevo a mí y añadió con ironía, en voz baja—: Podría preguntar lo mismo: «¿me persigues?».

Sus ojos me observaban, indagadores.

—¡Estás loco! —furiosa, lo fulminé con la mirada—. ¡Claro que no! ¿Quién diablos eres?

Se pasó los dedos por el negro pelo. De pronto pareció inseguro. El rostro se le transformó en una expresión débil y lesionada, como si detrás de su fachada se hubiera abierto una diminuta grieta. Pero no se había abierto; yo la había abierto.

—Ahora dime —le presioné—, ¿cómo te llamas? El joven negó con la cabeza. —Dímelo tú.

—¡¿Qué?! —retrocedí un paso—. ¿Cómo me llamo?

—No, yo.

Se me detuvo el corazón.

—¿Te falta un tornillo?

La vendedora de la mesa donde nosotros seguíamos se inclinó hacia mí, preocupada, y me preguntó si me sentía bien. Asentí y entonces ambos dimos un paso hacia atrás, perfectamente coordinados, como si hubiéramos estudiado un coreografía. Otra vez el joven me observó de aquella forma perturbadora. De algún modo tuve la sensación de que buscaba algo. Algo sobre o junto a mí. No sabría explicarlo.

—Olvídalo. No lo dije en serio —expresó.

¿Estaba este tipo en sus cabales? ¿Drogas? ¿O acaso era yo la trastornada?

La mirada del joven recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies. Sus oscuras cejas se juntaron. Parecía asombrado; lo que es más: asustado.

¿Qué estaba mirando ahora? ¿Tendría yo alguna erupción? Su siguiente pregunta me desconcertó totalmente.

Carpe diem?[16] —sonó a pregunta. Extendió la mano como si quisiera tomar algo de mi cuello. Noté cómo sus dedos rozaban la tela de mi camisa, muy suavemente. En realidad no era un contacto, aunque lo sentí así. Me eché para atrás.

—¿Qué? —instintivamente agarré el dije que colgaba de mi cuello en una cadena de plata. Era un sol, del tamaño de una moneda de dos euros. Mi papá me había regalado la cadena cuando tenía seis años, el primer día de clases. Esas palabras estaban grabadas en la parte posterior del sol.

Seize the day —murmuró el joven—. Aprovecha el día. Eso es lo que significa, ¿no?

De golpe, sentí la boca seca. Sí, eso significaba, y en todo este tiempo la frase se había empleado miles de veces a diestra y siniestra como eslogan publicitario. Pero, para mi padre y para mí, esas palabras tenían desde hacía mucho un significado especial, y el modo como el joven las expresó no sonaba a que las hubiera tomado de alguna revista lujosa.

Se quedó mirando el sol que colgaba de mi cuello como si quisiera atravesarlo quemándolo.

Envolví el colgante con la mano.

—¿Qué quieres de mí? —susurré.

El joven pestañeó varias veces seguidas y por primera vez bajó la mirada. Se mordió el labio inferior, como no sabiendo si dejar salir las palabras que tenía sobre la lengua.

—¡Hola, Becky!

Me estremecí y miré rápidamente por encima de mi hombro. ¡Suse! ¡Caramba, precisamente ahora! Se encontraba a unos veinte metros de nosotros y me hacía una señal con ambas manos antes de abrirse camino entre la gente.

No le presté más atención y me di vuelta. Pero ya no había nadie. El joven se había esfumado sin dejar rastro. Un momento después, Suse estaba junto a mí y me miraba fijamente.

—¿Y qué ocurre ahora? ¡No te vaya a dar un infarto!

Me jaló de la manga. Tuve tiempo de ocultar en la espalda el manual para hacer máscaras. Por suerte no me preguntó por el joven; quizá no lo había visto, y no había forma de que yo hablara ahora acerca de él.

—¿Todo bien? —me las arreglé para preguntarle, tratando de adoptar una expresión normal, aunque sabía que a Suse no se le escaparía nada. Pero enseguida vi con claridad por qué no acribillaba a preguntas.

—Becky, tengo una ci-ta —canturreó—. El próximo domingo, Dimo y yo iremos al ci-ne. Me lo ha en-via-do. ¿Puedes creerlo? Mira.

Abrió el celular y me lo puso frente a la nariz. Miré la pantallita.

—¡Fantástico! —musité.

—¿Fantástico? —Suse cerró el celular—. ¡Es galáctico, Becky! La única pregunta es cómo voy a sobrevivir todos estos días. ¿No podría ser la mañana del sábado o incluso ahora mismo? Tienes que distraerme. Vamos a la feria, al museo de cera, al restaurante Strandperle. A la iglesia. Al cirujano plástico. A donde sea. O mejor de compras. Necesito algo nuevo que ponerme.

Sonreí sin emoción.

Suse traía unos pantalones de campana a rayas azul claro y oscuro, y un poncho turco de piel aterciopelada. De los lóbulos de sus orejas colgaban llaveros de Mägde Und Knechte transformados en aretes y del hombro pendía un bolso de piel con un cierre de números. En caso de que le fallara su propósito de fabricar máscaras más adelante, seguro que Suse, sin problema, obtendría trabajo como estilista.

—¿Ya viste todo por aquí? —preguntó sin esperar mi respuesta—. Detrás de ti hay un estupendo stand de chucherías de segunda mano… y… ¡Hola! ¿A quién tenemos ahí…? —Suse señaló hacia la izquierda.

Por segunda vez mi corazón dejó de latir una fracción de segundo, pero cuando mi mirada siguió su brazo estirado, respiré desilusionada. Era solo Sheila. Estaba sentada, con Jenni y Paula, de nuestra clase, en un barandal de acero e iba tan bien arreglada como si no fuera la mañana. Su suéter color carne estaba completamente fuera de lugar; Suse había comentado sobre su profundo escote con las palabras: «Puedo verte el corazón».

Con los ojos bien abiertos y la mano estirada, Sheila miraba hacia nosotras.

—Clooooc, cloooc, clooooc, he puesto un huevo, cloooc, cloooc, cloooc, estoy tan excitada —gritó Suse con voz chillona y se puso a reír cuando las Tres Gracias[17], como de común acuerdo, miraban en otra dirección.

—Ven, Becky, alejémonos de estas azotadoras de retinas.

Sin decir palabra me dejé arrastrar por los pasillos. Yo seguía aún bastante trastornada, y por primera vez en mi vida le estaba agradecida a Dimo de alguna forma: al menos traía a Suse tan distraída que no se había percatado de lo que me pasaba.

Pasamos por un reloj y entonces caí en la cuenta de que Janne estaba esperando su té desde hacía una buena hora.

—No era necesario ir hasta la India a comprar el té —me reprochó mi madre cuando, compungida, le coloqué la taza sobre la mesa tapizada. El cambio del platito había disminuido notablemente y parecía que la quesera había encontrado nuevo propietario.

Janne puso ambas manos alrededor de la taza y sopló sobre el té.

—¡Hola, Suse! —saludó a mi amiga—. ¿Cómo va la «bendición de la casa»? ¿Ya regresó de Hannover el semental de números?

Suse gimió.

—Ni me lo menciones. Cuando se descubrió el pastel trató de convencer a mi madre de que merezco un mes de arresto domiciliario.

Janne sonrió maliciosamente.

—¿Lo cual quiere decir que tu enredo funcionó?

—¡Y cómo! —Suse se dejó caer en mi silla—. El estupidísimo dio diecisiete vueltas a la gasolinera hasta que olió que algo pasaba. Desde luego que no contesté el celular cuando llamaba, pero entonces marcó, por desgracia, al teléfono fijo. El caso es que tuvo viaje redondo. —Suse reía—. Por suerte, mi madre se sintió tan culpable de su vida amorosa que me perdonó. ¿Y cómo les ha ido? ¿Han vendido algo?

—Nosotras no, sino yo. —Janne sacó un par de billetes del bolso y señaló hacia los vestidos—. Dos sacos de cuero, la chamarra de Spatz y tu viejo delantal «mataniñas», Rebecca, el original con seguro —me guiñó un ojo—. Ah, también mi libro de los sueños. En realidad, el último ejemplar lo regalé.

—¿Regalado? —preguntó Suse. Janne se encogió de hombros.

—El tipo lo quería a como diera lugar y daba la impresión de que no tenía un centavo en el bolsillo. Así que se lo di.

Mi madre tenía unas ocurrencias… yo no conocía a nadie que fuera tan generoso como Janne, aunque no hacía gran alboroto por ello.

—¿En qué puedo servirle? —se dirigió a una señora entrada en años que tenía en la mano el erizo palillero.

—¡Qué cosita más encantadora! —dijo la señora con voz de arrullo—. ¿Cuánto quiere por él?

—Cincuenta centavos y el erizo es suyo —dijo Janne alegremente y comenzó a endilgarle al erizo una exagerada historia acerca de su procedencia.

En todo ese tiempo yo no había dicho ni pío. ¿Qué podía contar? «Oye, mamá; Suse, escucha. Resulta que constantemente me topo con un tipo cómico que… de alguna forma acaba irritándome, pero que al mismo tiempo también me fascina». Por más que intentara describirlo, sabía que no podría expresar con palabras lo que en realidad sentía. Tomé el espejo para contemplar el regalo de papá. El sol era de plata sterling y por ojos tenía dos diminutos rubíes. Pero en el espejo veía algo más, o quizá no veía más.

El Carpe diem que me había mencionado el joven no se veía, y no se veía porque estaba grabado en el reverso del dije.

En esto yo no había pensado; pero, en efecto, así era.

En vano intentaba tragarme el nudo en la garganta. ¿Habría podido voltearse el dije? Lo giraba y de inmediato volvía a la posición correcta. Los rayos del sol estaban unidos a la cadena y no podía darse vuelta, ¡imposible!

¡Cómo diablos el joven podía saber lo que estaba grabado en el reverso del dije!

Mi mirada recorrió toda la galería del mercado. Centenares de personas iban y venían entre los puestos.

Pero aquel al que yo buscaba se había marchado.