24
Por la mañana, mi padre y yo fuimos en coche a la escuela. Luego de la charla con Suse me había metido de inmediato en la cama y me entretuve un rato largo recordando la historia del chimpancé, pero no sé cómo se mezclaron entre los demás pensamientos y se arremolinaron en torno a mí hasta que me fui sumiendo en el sueño. Pero al menos quedé libre de mi pesadilla por segunda noche consecutiva.
La escuela estaba, en coche, a diez minutos de la casa. El inmenso estacionamiento que había frente a la puerta de entrada me dejó en claro desde un principio el número de estudiantes que llegaba a clases en auto. Mi padre me aconsejó que sacara la licencia de conducir cuanto antes.
—Vas a ver que no tarda mucho lo de la licencia —prosiguió—. Una vez que hayas pasado el examen, buscaremos comprarte un coche para que te sientas más independiente.
Pensé en el Bentley en el que fui con Faye hasta Venice Beach y le pregunté a mi padre si el coche era suyo o de Michelle.
—No —me respondió, riendo—. No tengo idea por qué lo tiene. Quizá tiene padres ricos y hace de niñera de Val solo por gusto. Es muy amable, ¿no crees?
Asentí.
—¿Cómo la encontraron?
—En realidad, ella nos encontró a nosotros —contestó mi padre, y paró el motor—. A principios de diciembre llegó a la casa y dijo que había oído que necesitábamos una niñera. Lo cual no era cierto. Val tenía una especie de empleada, pero no se llevaban bien —mi padre sonrió con malicia—. Tú no eres la única que nos ha traído complicaciones recientemente. Dos días antes de que se presentara Faye, Val había encerrado a la empleada en el baño. La pobre pasó allí media tarde. Mientras, Val aprendió por su cuenta a nadar en la piscina. Michelle tuvo un ataque de nervios. Así que Faye se presentó en el momento oportuno y Val la quiso desde el primer instante. Últimamente tampoco ha sido fácil tratar a Val. La alteró bastante que su hermana mayor hubiera llegado y no quisiera hablar con nadie.
Aparté mi vista y jugueteé con el borde del suéter. De todo eso no había entendido ni pizca.
—¿Estás lista? —me preguntó.
Asentí y le acompañé hasta la entrada de la Pacific Palisades Charter High School Home of the Dolins[72]. A la izquierda estaba una pared llena de color con figuras de delfines, y en el muro de enfrente, en estilo moderno, había pintados árboles de una selva virgen, entre los cuales asomaban un tigre. Junto se leía: It can be a jungle out there… keep your life alcohol and drug free (Puede ser como una jungle allá afuera: mantén tu vida lejos del alcohol y las drogas).
Las instalaciones eran amplias y parecía tratarse de uno de esos colleges que se ven en las películas norteamericanas y, de hecho, como me contó mi padre, aquí se habían rodado numerosos filmes. Junto a las películas de Halloween que me había escrito Suse, aquí también se filmaron viejas cintas como Vaselina, así como Crazy/Beautiful, con la actriz Kirsten Dunst.
Parecía que mi papá ya había desechado los prejuicios que tenía contra las escuelas públicas. Me tomó del brazo y me encaminó al patio. Eché una mirada a la cafetería, miré las cuidadas extensiones de césped, los largos pasillos con lockers, el corredor rumbo a la piscina al aire libre y los cuidadores uniformados que patrullaban los predios en pequeños carritos de golf. Enseguida nos detuvieron y, cortés pero inequívocamente, nos instaron a que nos encamináramos directamente a la Dirección de la escuela. Para detenerse en los predios era necesario portar una autorización.
—Así funcionan las cosas en el país de las posibilidades ilimitadas —comentó mi padre y esbozó una sonrisita—. Necesitas una autorización para cualquier actividad, por mínima que sea. Incluso si quieres orinar tienes que ir con el maestro para que te dé una autorización. Pero no te preocupes, pronto te acostumbrarás.
Recorrimos un pasillo con incontables departamentos: Oficina de Salud, Magnet Office[73], Despacho del Counselor, Departamento de Recursos Humanos, una Dirección General, una Oficina de Noticias (donde un alumno, por el altavoz, comunicaba los actos del día) y, finalmente, la Oficina Principal, la famosa Dirección. Era una habitación grande y cuadrada, cuya instalación dejaba ver que existía mucho movimiento.
Sobre la desgastada mesa de madera que había detrás del mostrador de entrada había viejas computadoras, de las paredes salían los extremos de cables retorcidos, y en los estantes se amontonaban carpetas. En las paredes colgaban fotos de los maestros y en un gran anaquel se alineaban unos tras otros los trofeos y diplomas de los triunfadores.
Sobre el mostrador: folletos sobre la prevención de adicciones, programas antidrogas y líneas telefónicas permanentes (hotlines) de chicos que ayudan a otros chicos. Pero, en total, la atmósfera reflejaba un seductor y amistoso caos.
Los alumnos entraban y salían, algunos miraban curiosos con el rabillo del ojo, y de la mesa se levantó una robusta afroamericana de dos metros de estatura, labios pintarrajeados de rosa y hondos hoyuelos en las rebosantes mejillas.
—Tú eres Rebecca Wolff —me saludó con atronador vozarrón y me presentó una gigantesca zarpa—. ¡Qué bien que te hayas decidido por nuestra escuela! Hacía mucho que no teníamos una alumna de Alemania. Me encanta Alemania. Una vez estuve allí de vacaciones, en ¿Hedelbarg, Hodelber? —se desternilló de risa de su pronunciación—. El caso es que fue absolutamente maravilloso. Desde luego que ustedes tienen la mejor cerveza. ¡Y el café!
La gigantesca mujer palmeó las manos ante su pecho, juntándolas como si fuera a rezar.
—¡Y el pan alemán! Me encanta el pan alemán. ¡Me envenenarían con él! ¿Cómo lo llaman? ¿Schwarzenbroad?
Pronunció la palabra como si, con diecisiete chicles en la boca, hubiera querido decir Schwarzenegger[74], y soltó otra serie de risas. Antes de que me sintiera desconcertada sobre qué responder, se abrió la puerta del cuarto posterior. Apareció un individuo algo y enjuto, de cabello ralo. Se presentó como Míster Stromberg y nos invitó a que lo siguiéramos a su despacho.
Mi padre y yo nos sentamos en dos cómodos sillones de cuero. Mientras Míster Stromberg revisaba mis calificaciones y los certificados de vacunación (que era muy probable que hubiera enviado o traído consigo Janne), dejé que mi vista vagara por las altas estanterías de libros que cubrían las paredes. Para mi sorpresa, vi toda clase de literatura europea; las obras de Kafka, Goethe, y Thomas Mann llenaban medio anaquel; y también Agatha Christie y Charles Dickens parecían pertenecer a las lecturas favoritas de mi nuevo director escolar.
Finalmente, Míster Stromberg me hizo un par de preguntas sobre mis aficiones y materias favoritas. Luego de que mi padre le explicó que me criaron bilingüe, optó por evitar una prueba de ingreso y enviarme de inmediato al undécimo grado.
—Si tienes dificultades con algo, puedes venir conmigo todas las veces o con el tutor que corresponda, que también te ayudará a estructurar tu plan de estudios —el director se quedó mirándome y añadió—: ¿Tienes alguna pregunta?
Yo no tenía preguntas. Al contrario: ya de por sí el término «plan de estudios» sonaba tan aburridamente normal, que de inmediato comprendí que Faye había tenido completa razón. Este era el único camino correcto.
Pocos minutos después, estaba sentada en el locutorio de mi tutor, un tipillo de bigote, gordo y chaparro. Se llamaba Míster Stone, y escogí mis asignaturas a velocidad récord. Como obligatorias estaban prescritas inglés, historia de Estados Unidos y matemáticas, y entre las optativas escogí cerámica, español y natación.
—¿Deseas recorrer parte del plantel —preguntó Míster Stone—, o conocer a un par de alumnos o profesores?
Meneé la cabeza.
—Entonces tu jornada comienza mañana a las siete, con natación.
Míster Stone me puso un montón de carpetas en la mano:
—Estas son las cosas que requieres para tu aprendizaje. Bienvenida a Pali High. Esperamos que te guste tu estancia con nosotros —concluyó.
La lista de útiles escolares que repasé en casa junto con mi padre era bastante larga: carpetas archivadoras especiales, cuadernos, lápices de colores, libros y un traje de baño con cremallera. Cuando nos disponíamos a salir de compras, llegó Michelle.
—¡Hola! —dijo mi padre—. ¿Ya llegaste?
Michelle asintió.
—Hoy no hubo gran cosa. En cualquier momento llegará Val con Faye. ¿Le puedes enseñar a leer?
—Pensaba salir de compras con Rebecca —repuso mi padre—. Todo ha salido a pedir de boca. Mañana comienza en Pali High. Pero necesita un montón de cosas.
—Y Val necesita un papá que esté con ella más a menudo —saltó Michelle con una gélida sonrisa—. ¿Qué tal si tú te quedas y yo voy de compras con Rebecca?
Mi padre me echó una mirada insegura y luego se dirigió a Michelle.
—Por supuesto… si Rebecca no tiene nada en contra.
Michelle me miró:
—¿Tienes algo en contra, Rebecca?
—Aaaa… no.
—Bien. —Michelle puso la mano en mi hombro. Era la primera vez que me tocaba—. Entonces, ¡en marcha!
Me llevó en su pequeño deportivo hacia Santa Mónica. Ayer yo solo había visto el malecón; hoy Michelle me llevó por la Calle 3, lujosa milla de tiendas con elegantes cafés, caras tiendas de marca y un grandioso centro comercial, el Santa Mónica Place.
Michelle se mostró atenta conmigo y muy eficiente, e involuntariamente me vino a la cabeza la idea de que en este punto era parecida a mi madre. En apenas media hora habíamos comprado diversos tipos de carpetas. Los libros los encargamos en una gran librería en la que Michelle saludó a la dependienta con un Hi, sweetie, besitos a derecha e izquierda, me presentó como la hija mayor de Alec y luego respondió detalladamente a la pregunta sobre la angelita de su hija Valentine.
—Se ha adecuado maravillosamente al colegio. Le gusta dibujar y escribir. Alec y yo quisiéramos matricularla en una escuela privada de pintura. Nos asombra mucho la rapidez con que crece nuestra pequeña bebé. Y ahora tiene aquí a su hermana de Alemania.
La dependienta, quien lucía como una modelo, me mostró unos dientes deslumbrantes de blancos:
—¿Cómo te sientes en Estados Unidos? —me preguntó.
—Bien —contesté, y respiré porque, enseguida, Michelle se despidió, de nuevo con besitos a derecha e izquierda.
Luego compramos el traje de baño. Michelle me mostró distintos modelos y me contó que antes fue nadadora, que le encantaba el entrenamiento y le habían gustado mucho los torneos, y aguardó pacientemente a que saliera del vestidor con un traje de baño que me cuadrara. El motivo por el que me entretuve tanto en el vestidor no fue el traje de baño, sino el shock de verme en el espejo. Estaba tan delgada que fácilmente habría cabido en los pantalones de Sheila.
Finalmente, me invitó una taza de latte macchiato en un establecimiento llamado Urth Café. Estaba atestado y la mayoría era exclusivamente de la alta sociedad, pero llevaban ropas descuidadas estudiadamente. En la mesa junto a la nuestra hablaban emocionadamente dos jóvenes sobre el piloto de la nueva serie, los cuales saludaron a Michelle con una sonrisa.
Mientras bebíamos nuestro latte, la atención de mi madrastra estaba clavada por completo en mí. Se mostró interesada en saber cómo había ido la inscripción en la escuela y me peguntó si deseaba comprar todavía un par de vestidos, cuándo y cómo sacaría la licencia para conducir y si quería algo más.
Negué, y cuando Michelle sacó el coche del estacionamiento del café faltaba poco para las siete. Apagó el motor.
—Una cosa más —lo dijo con una voz tan baja y cortante que se me puso la carne de gallina—. Si te atreves a seguir trastornando nuestra vida, o si ejerces un mal influjo sobre Val, entonces me conocerás. ¿Me has entendido?
Se volteó hacia mí y me sonrió.
El estómago se me estrujó como si un boxeador me hubiera encajado un puñetazo bien dirigido.
Asentí.