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feather

El tiempo que Faye estacionaba el Bentley en nuestra entrada, la puerta de la casa se abrió y Val salió corriendo. Llevaba un traje de baño a rayas amarillas y negras, y encima el saco de un smoking que, por lo grande, parecía pertenecer a mi papá. Su atuendo me pareció una cruza entre la abeja Maya y Batman, mientras que su rostro estaba borroneado de puntos azules que, sospechosamente, daban la impresión de haber sido hechos con un marcador.

Faye se echó a reír.

—¡Yo hubiera querido ir también! —gritó Val y se echó en los brazos de Faye—. ¡No me han esperado!

Faye la agitó en el aire. En el zaguán apareció mi padre. Llevaba unos jeans y una camisa negra, abierta. Suse siempre me envidió por mi apuesto padre, pero ahora más bien era una sombra de él mismo: tenía el rostro pálido, y me pareció que se desgarraba entre el pánico y el alivio. Intercambió una mirada con Faye. Ella había checado el celular en el coche y había encontrado cinco mensajes suyos. Había llamado brevemente a mi padre para comunicarle que estábamos camino a casa.

Ahora no podía ver el rostro de Faye, pero mi padre evidentemente leyó en su aspecto que todo estaba bien. Su actitud se distendió y sus ojos, que habían estado acuosos, tomaron una expresión de puro alivio. Esperé que no irrumpiera en lágrimas.

—Estuvimos en la playa —dije—. Faye me mostró Venice Beach. Papá miró a Faye.

—Mil gracias por haberte llevado a mi hija. ¿Se divirtieron un poco? —y me sonrió—. ¿Qué te pareció la playa de los hippies, Lobita?

—Bien, aunque con muy poco movimiento.

—Espera a que la veas el fin de semana —prosiguió mi papá—. Entonces parece que se desata el infierno.

—¿Cómo estás? —dijo, dirigiéndose a Faye—. ¿Te quedas para cenar? Iba a cocinar lasaña, que es el plato preferido de Rebecca. Estás cordialmente invitada.

Val puso una mirada de perrito que pide algo, pero Faye meneó la cabeza.

—Tengo que irme —respondió—. Tengo un trabajo que terminar. Mañana por la mañana recogeré a Val de la escuela.

Y añadió, dirigiéndose a mí:

—Por cualquier cosa, llámame; simplemente llámame. Tu papá tiene mi número de celular.

Mientras mi padre metía la lasaña en el horno, escuché que abrían la puerta de entrada de la casa. Michelle. Venía hablando con alguien, y cuando entró en la cocina llevaba el celular en la oreja. Por lo visto, la persona que hablaba desde el otro lado había sufrido un colapso nervioso, mientras que la voz de Michelle sonaba tranquila y clara. De todas maneras presté poca atención a lo que decía y aproveché la oportunidad para ver a mi madrastra con el rabillo del ojo. Salvo un pequeño arete, no llevaba adorno alguno. Pantalones blancos y camisa de lino también blanca y abierta; debajo asomaba una camiseta roja. Las uñas de los pies, en sus sandalias de tacón alto, estaban igual que las de las manos: pintadas de rojo; traía el cabello rubio claro prendido con dos pasadores de madera. Dos mechones perfectos caían a la derecha e izquierda de la frente. Su pequeño y marcado rostro daba la impresión de que había pasado un rato considerable en maquillarlo, al grado de que pareciera natural. Las cejas habían sido punteadas hacia arriba en un fino arco, y la piel, lisa y con cierta tonalidad, no mostraba arrugas.

Val se había retirado a su cuarto. Mi padre puso la mesa. Silbaba, como queriendo sonar alegre, pero su nerviosismo era risiblemente evidente. Cuando Michelle cerró el celular, me encogí toda. Estiró los hombros y luego, desde el otro extremo de la cocina, se me acercó. Yo estaba apoyada en el refrigerador, con los brazos cruzados, y me esforzaba por evitar el contacto visual. Al final estaba tan cerca de mí, que podría haberme tocado los hombros con sus brazos, pero no lo hizo. Me miró seria con sus ojos verde claro, y mientras torcía la boca en una sonrisa.

—Rebecca —exclamó, como si leyera el nombre en mi frente—, ¡qué bien! Hoy vamos a poder cenar juntas por primera vez.

—Sí, a mí también me da gusto —contesté, asintiendo—. Y… lamento que las últimas semanas no he hecho las cosas fáciles.

Mi padre se acercó a Michelle, y con un movimiento anguloso colocó el brazo sobre sus hombros y me miró.

—No necesitas excusarte, tesoro. Estamos muy contentos de que estés mejor de nuevo. Y ahora cenemos, porque si no se va a quemar la lasaña. Querida, ¿traes a Val?

Michelle fue a buscarla. La lasaña estaba en realidad un poco negra por arriba y en el centro no se había cocinado bien, pero nadie comentó nada y Val, que estaba sentada junto a mí, no pareció notarlo. Hizo gárgaras con el jugo de naranja y se arrastró, al cabo de tres bocados, hacia el regazo de mi padre, al parecer porque desde allí podía contemplarme mejor.

Mi padre la instó a que nos contara de la fiesta de cumpleaños que había tenido al terminar las clases. La había recogido saliendo del trabajo de camino a casa, pero Val se comportó como si le hubieran dado píldoras para callar. Se metió el pulgar en la boca, lo chupó y no dejó de mirarme de hito en hito.

Así pues, mi padre tuvo que platicarnos de su jornada en el set. Habían grabado un anuncio para un cosmético facial, pero la modelo tenía gripe y parecía trasnochada; por suerte, la maquillista que Michelle había recomendado resultó ser una auténtica maravilla. Mientras mi padre hablaba, me fijé en las pequeñas arrugas de su cara, y por primera vez tuve la sensación de que envejecía.

—¿Cómo le va a Suse? —me preguntó—. ¿Está firmemente decidida a seguir esta carrera?

—Creo que sí —respondí, y traté de reprimir la imagen del baile de máscaras que me vino a la mente.

Mi padre le contó a Michelle que Faye me había llevado hoy a Venice Bach y me preguntó otra vez qué me pareció. Me sentí como exhibida y callé, molesta. Mi padre dejó el asunto y se dirigió a Michelle.

—¿Cómo pasaste el día, tesoro? —le dijo.

Estaba sentada junto a él, de manera que yo me encontraba sola en mi lado de la mesa y tenía ante mí a mi familia norteamericana.

—Shally tiró la toalla —suspiró Michelle—. Pamela llamó anoche desde la cama porque había perdido el celular. Luego de que Shally había buscado por Hyde Lounge, recorrió Sunset Strip y en varias comisarías de la policía, llegó a casa de Pamela y encontró el celular en la bata de baño de ella. Cuando Pamela le dijo que se quedara para ordenar los archivos, Shally renunció.

Mi padre arrugó la frente y luego me miró, divertido.

—¿Y tú, pobrecilla —le preguntó a Michelle—, has tenido que cargar con la frustración de Shally?

Michelle levantó una ceja.

—Con la de ella no. Más bien ha sido con Pamela. Se puso a gritar diciendo que no podía comprender que le hubiera recomendado una persona tan incapaz. ¡Querido, dejemos esto!

Michelle jaló el brazo de Val. Mi hermanita se sacó el pulgar de la boca y trató de meter el índice en la nariz de mi padre.

—Deja que papá coma en paz, ¿oyes? ¡Te extrañé tanto hoy! Después me enseñas qué hiciste en la escuela. Ven acá, corazón mío.

Sentó a Val en su falda y escondió la nariz en sus rubios rizos.

—Te vamos a llevar a la tina de baño. Quizá logre quitarte los «puntos del deseo» de la cara. ¿No te ha dicho papá que esos colores son tóxicos? No puedes pintarte la piel con ellos.

Mi padre trató de no reírse y Val torció la cara. El tono de Michelle había cambiado. Era como si hubieran echado miel en un té helado. También su rostro se había ablandado. Traté de averiguar cuál era el parecido entre madre e hija. Ambas tenían cabello rubio claro, pero eso era todo.

—¡Rebecca me llevará mañana temprano a la escuela! —comentó Val, rompiendo la tranquilidad.

Carraspeé y me dirigí a mi padre.

—A propósito de que Val ha mencionado la escuela… Faye me preguntó a qué colegio iría. He reflexionado y quisiera ir a Pali High.

Mi padre dejó de masticar y Michelle se me quedó mirando como si acabara de decir que mañana me iría a la calle en busca de clientes.

Mi padre carraspeó.

—Rebecca —señaló, titubeantemente—, me gusta que hayas tocado este tema, y además en este momento, pero en Estados Unidos las escuelas no funcionan así. No sé si Janne te ha dicho que las escuelas públicas aquí están bastante por debajo de tu nivel. Las privadas, por el contrario, son realmente excelentes. Ya hemos visto algunas. Michelle tiene contactos importantes, y por lo que al dinero se refiere…

Ya ni quise escuchar más. No supe si fue porque mi padre había mencionado a mi madre, o por la expresión de repugnancia en el rostro de Michelle, o simplemente porque yo deseaba ser una persona que tomara sus propias decisiones.

—Quisiera ir a una escuela pública —respondí tranquilamente y miré a mi padre a los ojos—. He oído que Pali High no le pide nada a ninguna escuela.

Papá puso cara de impotencia y Michelle dejó el tenedor.

—¿Por qué no? —comentó—. Si así lo desea Rebecca, no tenemos por qué echar el dinero por la ventana. La Pali High no es mala. Mañana puedes inscribirla, y cabe suponer que mañana mismo podría empezar.

Mi padre suspiró.

—¿De veras no quieres mirar otras escuelas, Rebecca? ¿O quedarte todavía un poco más en casa?

Antes de que pudiera contestar, Michelle se levantó de la mesa llevando en brazos a Val.

—Hora del baño, tesoro. Dejemos a papá y a Rebecca un rato a solas, ¿de acuerdo?

Val no parecía estar en absoluto de acuerdo, pero no rezongó. Cuando ambas salieron, mi padre abrió la boca de nuevo para proseguir con su labor de convencimiento, pero yo le interrumpí.

—¿Por qué estoy aquí, papá?

—¿Qué quieres decir? —contestó pestañeando, indeciso—. Yo.

—Quiero decir que no sé por qué estoy aquí. ¿Qué te ha contado Janne? ¿Cuál fue el motivo de que en una acción «noche y niebla[71]» haya sido desterrada acá?

Al oír la voz de desterrada mi padre se encogió como si le hubiera golpeado.

—No sé más que tú —admitió, y percibí que decía la verdad—. Solo sé que Janne habló de ese joven Lu…

—¡Está bien! —interrumpí, levantando los brazos en el aire. No quería escuchar su nombre de los labios de mi padre. Me miró angustiado.

—No hay problema —repuse—. Ya no volveré a perder la compostura. Solo quería saber si Janne te había dicho algo más que a mí.

Mi padre negó con la cabeza.

—Entonces todo está aclarado —concluí.

Capté que esto afectaba a mi padre, me di cuenta de que había sonado dura y casi sentí lástima por él. ¡Se había esforzado tanto por hacer como que no había ocurrido nada o que, como por arte de magia, todo había tomado un rumbo favorable…! Pero dejar que creyera eso era ir demasiado lejos. Que yo tuviera acceso a mis sentimientos no quería decir que fueran buenos sentimientos.

—Y respecto a la escuela —proseguí—. Mi decisión está firme. ¿Me puedes despertar mañana para que me inscriba, o tienes que trabajar?

—No —contestó mi padre—. Quiero decir que no, que no tengo que trabajar. Te despertaré, Lobita. Te llevaré a tu escuela y te inscribiré.

Luego sacó la cartera y me entregó una tarjeta de crédito.

—Esta es para ti. El día de tu cumpleaños te abrí una cuenta. Ya sabes —sonrió maliciosamente—, en Estados Unidos no eres nadie sin una tarjeta.

—Gracias —dije, y miré el nombre en la tarjeta—. La comida también fue estupenda. Estoy muy contenta. Pero, papá, hazme el favor de no llamarme Lobita. Tengo diecisiete años y tengo un nombre.

Me levanté y quise recoger los platos, pero mi padre lo impidió.

—Yo lo haré —dijo, cansado.

Fui a mi cuarto y me quedé media hora bajo la ducha. Los sucesos de este día, tan irresistibles y tan reales al mismo tiempo, como hacía tanto tiempo que no lo eran, giraban atropelladamente en mi cabeza. La conversación con Faye me había dado seguridad, y me así de esa sensación.

La cena había transcurrido bien, la mitad de mal de lo que había temido. Michelle se había esforzado, evidentemente, y quizá todo le parecía bien. Yo logré imponer mi decisión en lo que se refería a la escuela, y en lo que tocaba al siguiente paso, el de tomar el control de mi vida, estaba del todo segura. De repente tuve un gran deseo de que así fuese.

Me puse una sudadera y los pantalones de jogging, me acomodé en el sofá y tomé el teléfono. Eran las diez de la noche; en Hamburgo comenzarían las clases, pero si tenía suerte no sería demasiado tarde para llamar.

Marqué el número, contuve el aliento y, tras dos tonos, contestaron.

—¿Diga?

—Hola —dije, tragando saliva. Silencio en el otro extremo. Y luego:

—¿Rebecca? ¿Becky? ¿Mi Becky? ¿Eres tú? ¿De veras eres tú?

Suse comenzó a llorar y yo, de repente, también tuve que luchar contra las lágrimas. Escuchar su voz a la que tan acostumbrada estaba, que sonaba tan cercana, me puso en un bumerán que me llevaba de regreso a mi antigua dirección.

—Oye, Klara —dije carraspeando—. Deja de llorar, si no también voy a comenzar yo y entonces no nos vamos a decir palabra alguna.

—Oye, babosa. —Suse se rio y se sonó con todas sus fuerzas—. ¡Cuenta, cuenta! ¿Cómo te va?

—Bien —contesté, segura—. Estoy bien gracias a ti, gracias a ustedes. Los mails fueron galácticos. Y tenías razón: Venice Beach es súper bello.

—¿Has estado allá? ¿Cuándo? ¿Con quién?

—Con Faye —respondí—. La niñera de Val. Hoy la conocí. Es muy buena onda.

—¿De veras? Ah, Becky, esto… —Suse se detuvo y se escuchó un incómodo crujido en la línea durante un par de segundos. Percibí lo insegura que se sintió de golpe. Hablar con ella era algo tan familiar y al mismo tiempo tan de otra forma.

—Cuéntame —le supliqué—. ¿Cómo te va? ¿Qué pasa con tus padres? ¿Te sentiste mal con el divorcio?

Escuché cómo suspiraba.

—Algo —contestó—, pero de algún modo fue bueno. Una vez concluido, mi padre fue por mí a la escuela y comió conmigo. Era un lugar muy elegante. Estuvimos en el puerto. Primero, yo estaba muy incómoda imaginando que tendría que consolarlo o algo así, pero fue al revés. Nos entendimos por completo, hablamos durante horas y al final yo. —Suse tragó saliva—, le conté hasta lo de Dimo. No tan detalladamente como a ti, solo a grandes rasgos. Se portó muy dulce, Becky —se escuchó una risita—. Tomó el tenedor, y como un furioso Neptuno lo blandió en el aire; los de la mesa vecina miraban como atontados. No dejaba de afirmar que yo era tan perfecta como lo puede ser un ser humano y luego me dijo lo mismo que tú: ojetes como Dimo son solo la excepción.

—Me envió un mail —le dije.

—¿Quién? —escuché que Suse se había quedado estupefacta—. ¿Mi padre?

—No, Dimo. Me escribió diciendo que se había disculpado contigo.

—¡Wow! —Suse jaló aire—. Jamás lo habría pensado. Pero es cierto. El 31 de diciembre tocó de repente a mi puerta cuando yo iba a despedir a Sebastian.

Cuando escuché el nombre de Sebastian, me sobrecogí de una manera que me causó sorpresa a mí misma. Fue como un diminuto tropezón en el pecho.

—¿Cómo reaccionaste?

Suse sonó como si sacudiera la cabeza.

—Raro, Becky, ahora que lo preguntas… fue como, nada importante. Lo pasado, pasado, y eso fue lo que le dije. Y a su mierda de «¿no podemos ser amigos?» no le hice mayor caso. Por suerte, Sebastian aguardó en mi cuarto y fue una buena excusa.

De nuevo el tropezón.

—¿Cómo le va? —pregunté.

—Muy bien… creo —ahora la voz de Suse sonó a que se contenía y percibí que tomaba aire—. Becky, se siente bastante deprimido. Escucha: no sé propiamente lo que debo o no debo decir, pero a nosotros todo esto que te ha sucedido nos ha llegado hasta lo más hondo. Estás tan jodidamente lejos, estamos tan jodidamente lejos de ti y esto lo ha vuelto todo peor. Sobre todo porque no sabíamos nada de ti. Muchas veces pienso que todo esto es un sueño y en algún momento despertaré y te encontraré sentada en mi columpio, y muchas veces he sentido como si tú… como…

Se le quebró la voz. Mi mano agarraba bien el auricular para dominarme y no colgar. ¡Maldita sea, no estaba tan lejos como hubiera querido estar!

—Lo siento —dije, sonando como si piara—, siento que les haya causado tanta angustia. No podía… —las manos se me asían aún más fuerte del auricular. Supe que no podría contarle a Suse lo que me había ocurrido. Era tan extraño. Hablar de ello con Faye me había resultado casi fácil, precisamente porque ella me era extraña y nada tenía que ver con el asunto. Suse, por el contrario, era mi mejor amiga y había vivido todo conmigo, hasta que volé, y no soportaría imaginarme lo que ella y Sebastian pasaron durante todo este tiempo. En tres largos meses no habían oído de mí ni una maldita palabra.

—Está bien, Becky —la voz de Suse volvió a sonar firme—. Me siento tan feliz de que hayas llamado, de que tu voz siga siendo la misma. ¿Has sabido algo de…?

—¡No! —corté la frase de Suse antes de que pudiera concluirla—. No he sabido nada, y de mi madre no sé más que ella de mí.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Quisiera matarla!

«Sí», pensé, «yo también».

—¡Oye! —Suse comenzó a reír de pronto—. Sheila Hameni salió otra vez en la televisión. ¿Adivina en qué programa?

Sonreí aliviada. Por lo regular, era partidaria del cambio de tema y este era el correcto.

—¿«La siguiente Top Model de Alemania»? —respondí adivinando.

—No.

—¿«Alemania busca a la superestrella»?

—No. —Suse reventó de risa—. Era «¿Sabe divertirse?». ¡Sheila Hameni besó a un chimpancé!

—¿Hizo qué? Ah, vamos, bromeas…

—¡Nooo! —gritó—. Es la pura verdad. Tomaron a unas diez mujeres que encontraron por la calle y las llevaron a una perfumería con la frase de: «Investigación de mercado sobre el cuidado de los labios». Sobre un taburete estaba sentado un modelo hombre, al que tenían que besar las personas de la prueba, con los ojos vendados, para que el modelo pudiera juzgar mejor los diferentes productos. Cuando les vendaron los ojos, sustituyeron al tipo por un chimpancé. ¡Y Sheila lo besó en la boca!

Suse no podía seguir hablando.

—No lo puedo creer —dije, muerta de risa, y tomé conciencia de que era la primera vez que reía desde hacía tres meses.

—Pero fue buena onda; eso hay que concedérselo —añadió Suse, quien todavía reía—. Casi todas las demás gritaron como locas cuando les quitaron la venda de los ojos. Sheila solo lanzó un corto chillido y luego dijo que la diferencia respecto de la mayoría de los tipos no era tan grande.

Volví a reírme.

—Fue realmente inteligente.

Luego Suse contó algo más sobre la escuela: la señora Donner iba por el sexto mes de embarazo; desde hacía una semana tenían un sustituto de inglés y en abril viajarían una semana a París con la clase de francés.

—¿Crees que —preguntó finalmente—, que para las vacaciones de primavera pueda ir a verte? Mi padre me paga el vuelo.

Le dije que hablaría al respecto con mi padre y que mañana por la mañana me inscribiría en Pali High, la misma escuela que Suse mencionaba en su correo.

Mi amiga suspiró.

—¡Eso es tener clase, Becky! —su risa sonó triste, pero se había esforzado—. Apostaría que ahora vas a obtener súper calificaciones en inglés —carraspeó—. ¿Vas a hablarle también a Sebastian? Desde tu mail está mejor que antes.

Me mordí los labios.

—Yo. no. no puedo —le contesté, impotente. Era la verdad. Y añadí vacilante—: ¿No le habrás contado de…?

—¡Ni una sola palabra! —me cortó resueltamente, y yo la habría besado por su comprensión.

—Dale un abrazo de mi parte, ¿sí? —le supliqué—. Le hablaré más adelante. Y, ¿me quieres hacer todavía otro favor?

—El que sea.

—Llama a Spatz de mi parte y dile que la quiero. Yo no quisiera hablar a casa…

—Desde luego —me contestó.

—Gracias —repuse—. También por los regalos. Por todo. Eres la mejor, Suse. Pronto te vuelvo a hablar.

—¿Becky?

—¿Sí?

—¡Mucha suerte mañana en la escuela!