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Desde muy lejos llegó a mis oídos el pitido del despertador. Se fue acercando y sonaba más exigente, más gritón, hasta que como una broca me perforó la cabeza. Al retirar las cobijas me sentí como cambiada. El cuarto estaba a temperaturas árticas; en la mano aún sostenía el osito. Aterida, me fui hasta la ventana, que estaba abierta de par en par. Al mirar hacia la calle, lo primero que hice fue fijarme en el farol. Allá abajo, la plaza estaba vacía. Uno de nuestros vecinos salía de su casa en ese momento, se metió en su coche y arrancó. Por la acera gritaba Lasse, el niño pequeño de la vivienda de la planta baja, porque se le había caído de la mano un pedazo de pan y, delante de uno de los árboles, un peludo perro callejero levantaba la pata.
La calle se veía como cualquier otra mañana, pero ¿por qué esa vista cotidiana me afectaba más que ayer? El extraño había estado mirando directamente a mi ventana, lo que resultaba una imagen escalofriante recordándolo a la luz diurna. El hecho de que el lugar en torno al farol ahora estuviera vacío debería más bien tranquilizarme, pero no fue así; por el contrario.
Moví la cabeza para liberarme de esa sensación de aturdimiento. ¿Qué me estaba ocurriendo?
Supuestamente, la pesadilla me había sacado por completo de mis casillas, la soñadora de nuestra familia era más bien Spatz, a quien muchas veces llegaba incluso a envidiar por sus aventureros viajes nocturnos, mientras que yo, a la mañana siguiente, apenas si podía recordar haber soñado algo.
¡Tenía que ser precisamente ese sueño el que se quedara, con todos los detalles, en mi recuerdo! Cosa rara, los colores de aquel cuarto se habían grabado en algún rincón de mi cerebro. Aquella afelpada alfombra verde, el cobertor de coloridas florecillas (rojas, amarillas, moradas)… atormentada, me sonreí con ironía: «Amiga mía, te estabas muriendo en un cuarto recubierto de madera, con un florido cobertor y una alfombra verde aterciopelada. ¡A eso se le llama tener una pesadilla!»:
¿Qué diría Suse de todo esto?
Me aparte de la ventana, fui a la ducha y me metí bajo el agua caliente hasta que la llave no se abrió mas. El agua hirviendo me ayudó en realidad. Cuando Salí del baño me sentí, no voy a decir como recién nacida, pero si algo mejor.
Me metí en los jeans del día anterior, me puse una camisa y una chamarra con capucha y fui a la cocina. Spatz, con su kimono negro, se encontraba sentada en el desayunador. Llevaba los cabellos en todas direcciones y sus pequeñas manos abrazaban un tazón de leche caliente. Por encima del borde del tazón me lanzó una de sus típicas miradas de Spatz[3], con las que podía contar novelas enteras; sobre todo en la mañana, cuando todavía estaba tan dormida que no podía decir una frase completa. Hoy su mirada decía: «Janne me ha contado lo que te pasó anoche, espero que estés mejor».
Mi lugar en la mesa del desayunador ya estaba preparado; Janne era un ser matinal. A las cinco y media se ponía su atuendo para trotar, se daba una vuelta por el Elba y estaba lista para el día. Usualmente recibía a sus primeros clientes a las siete y media, como esta mañana.
Quité el palillo clavado en mi pan de ajonjolí; en el extremo superior había un papel con un monigote dientudo, y debajo decía: Muéstrale a Tyger el tigre [que eres]. Miles de besos, mamá.
No me quedo otra más que sonreír, sobre todo por el dibujo. Las habilidades pictóricas de Janne estaban al nivel de una criatura de cinco años. «No te rías de tu pobre madre. Ha trabajado media mañana en esta obra de arte», decía la mirada de Spatz.
Hice un intento de probar el pan, y como el estómago no se rebelaba, coloqué encima una rebanada de salami y una tacita de ensalada de camarón, no tanto por hambre sino por la esperanza de combatir esa sensación de vacío en el pecho de la que no lograba desasirme.
Mi clase comenzaba a las ocho, pero salí de la casa un poco antes y crucé la calle. Apoyé la espalda en el farol frente a la casa y miré hacia mi ventana. Estaba en el cuarto piso. Traté de imaginar qué había visto el extraño, o quizá qué buscaba, ¿a mí?
Mis ojos bajaron un piso: «¿O a la señora Dunkhorst?», dije en voz alta, tratando de desechar el talante que me enervaba, y de inmediato lo conseguí.
La señora Dunkhorst era una hipocondríaca de quien todos los vecinos se daban a la fuga por la escalera. El mes pasado nos agarró muy a tiempo a Spatz y a mí, y durante media hora tuvimos que escuchar acerca de los peligrosos síntomas de una rarísima enfermedad de los ojos que supuestamente había contraído. Cuando los cerraba veía mosquitos danzantes y dedujo que en cualquier minuto tendría un desprendimiento de retina. Varias veces por semana llamaba al médico urgencias, y una vez se diagnosticó, por las buenas, un desgarramiento del bazo.
Me eché a reír y me marché decidida. Perfecto, la cosa quedaba del todo explicada: el tipo de anoche tuvo que haber sido alguien del servicio médico, que al borde de los nervios y protegido por la oscuridad, estaba explorando la mejor manera de despachar a la señora Dunkhorst al otro mundo.
Me fui al garaje, saqué la bicicleta y en un par de minutos iba camino a la escuela.
‡ ‡ ‡
Mi maestro de inglés estaba ya sobre la plataforma cuando entré en el aula. Se llamaba Morton Tyger. Con su cabello gris entrecano, la frente alta y unos destellantes ojos azules, vivaces e inquietantes, tenía algo de aristócrata inglés que venía a caer en la época equivocada. Como siempre, tenía un libro frente a la nariz, una taza de humeante té en la mano y llevaba un traje pasado de moda: gris oscuro con una pajarita de seda azul claro. De la bolsa del saco asomaba la cadena de oro del reloj de bolsillo, sin la cual nunca lo había visto. Que a mi susurro de «Good morning» respondiera arqueando las cejas estaba ya acostumbrada; pese a eso, su actitud me seguía fastidiando. Una cosa es no caerle bien a un profesor en cuya asignatura una es un fracaso, pero mi caso era todo lo contrario. El inglés, como se viera, no podía ser sino mi mejor materia porque, gracias a mi papá, había crecido bilingüe y, a diferencia de los demás, no lidiaba con el aprendizaje de las palabras. En la clase de Tyger había muchos a los que les costaba aprenderlas; no obstante, él no se ajustaba al plan de estudios ni al contenido de los libros de texto, sino que leíamos relatos cortos o novelas, sobre todo de ciencia ficción clásica o cuentos de terror de escritores británicos. Cómo es que Tyger se permitía hacerlo era un misterio para todos nosotros. Al parecer, nuestra estricta directora no se atrevía a contradecir a este caprichoso maestro.
Esta vez, cuando me senté en mi lugar junto a Suse, Tyger me observó por encima del libro durante más tiempo, y en su alta frente se dibujó un diminuto pliegue.
—¡Dios mío! —exclamó Suse, que también se puso a mirarme de soslayo—. ¿Desayunaste drogas? Te ves como si acabaras de echar las tripas vomitando.
—Gracias, yo también te amo.
Saqué de mi mochila las cosas para escribir. El salón de clase se llenó. Cuando Sebastian se acercó por mi mesa, la cosa estalló.
—¡Hi Zombie! ¿Tuviste una bonita Ladies Night? —me preguntó al pasar. El trato burlón que me había dado en las últimas semanas más bien me hacía sentir remordimiento, pero hoy me enfurecí.
—Leck Mich[4]! —murmuré con los dientes apretados.
—What an interesting remark, Miss Wolf[5]! —Tyger abrió el libro de texto—. Esa expresión la voy a apuntar para que quede para la posteridad —y sacó su lapicero de plata—. Rebecca Wolff iniciará hoy la hora de inglés con las palabras «leck mich» —los ojos claros de Tyger se clavaron en mí—. ¿Cómo se dice leck mich en inglés, Rebeca?
«Kiss my ass[6]» pensé, y me esforcé por adoptar una expresión de indiferencia.
—Eat my shorts[7] —escuché desde atrás. Era la voz de Sebastian. Había vivido cinco años con su madre en Londres, y luego se vino a vivir a Hamburgo con su padre alemán—. O también sod you o bugger me[8]…
—Encantador, Sebastian. Con eso basta por hoy —intervino Tyger con su perfecto inglés oxfordiano, e hizo una señal benevolente hacia Sebastian.
—El inglés americano —continuó con su odiosa mirada de soslayo hacia mí—, se diferencia del auténtico inglés británico sobre todo por la pronunciación y el vocabulario. Esta fina diferencia se extiende también hasta al hablar vulgar. Así que, también aquí, los americanos prefieren expresiones simples, o tienen distintas formas o no han notado en su vocabulario algunos distintos giros del inglés británico, como el imaginativo y literario eat my shorts, en contraposición al banal kiss my ass.
A mi espalda oía como Sebastian se reía por lo bajo.
La mirada de Tyger siguió colgada de mí, mientras que Suse me apretaba el muslo con la mano. El dolor hizo que desapareciera mi furor y me puse a pensar si debía aclararle a Tyger que, con toda seguridad, Sebastian no había tomado la expresión eat my shorts de Inglaterra, sino de la serie estadounidense Los Simpson. Pero mejor dejé las cosas como estaban.
—Dediquémonos al tema de esta clase. —Tyger tiró de la cadena de oro y abrió el reloj de bolsillo. Cada vez que lo hacía, se le contraía el ojo izquierdo.
—He escogido para ustedes otro relato corto de Ambrose Lovell —anunció—. Una de sus primerísimas obras. Sheila, si eres tan gentil de ayudarme… Bueno… Si es que puedes caminar con esas botas…
Tyger le entregó una pila de papeles. Esta vez lo que se le contrajo fue la comisura de los labios.
Junto a mí, Suse reprimió una carcajada y yo me apacigüé. «Nueva víctima, nueva alegría», me pasó por la cabeza. Pero en el caso de Sheila Hameni, Tyger tenía toda mi comprensión. Mientras Sheila, con las botas blancas de tacón de aguja y las piernas tiesas, repartía las hojas, daba la impresión de un pollo maltratado sobre zancos, pero esto no le impidió hacerlo moviendo el trasero.
Suse se puso delante de la cara el papel del relato de Lovell.
—Recuérdame que en el nuevo grupo de SchülerVZ[9] escriba «no tengo prejuicios, pero lleva botas blancas[10]…».
Apreté los labios para no soltar la carcajada y me quedé mirando la hoja: The Bell in the Fog (La campana en la niebla), por Ambrose Lovell, Suffolk, Inglaterra, 1889-1950. Antes de que Tyger nos diera la clase de inglés yo no había oído el nombre de ese autor, pero después de todo ese tiempo conocía mucho de él. Parecía que Tyger tenía sus obras completas, incluso su manuscrito de su única novela inconclusa, de la que alguna vez nos dio una diminuta probada, y la mayoría de las veces nos leía los relatos cortos de este literato.
Si tengo que ser honesta, esas clases eran las que más me gustaban. Tyger tenía una maravillosa voz de narrador, profunda y de una deleitable lentitud. Hoy, sin embargo, le pidió a Sebastian que leyera y nos ordenó que marcáramos todas las palabras que no supiéramos, para que la siguiente clase las trajéramos aprendidas de memoria.
El cuento de Lovell trataba de un lord inglés que, en medio de una noche nebulosa, se perdió en un pantano y súbitamente escuchó un extraño tintineo. Sebastian dominaba el idioma inglés casi tan bien como nuestro maestro y leía en voz alta con soltura, pero yo, con todo, tenía dificultad para concentrarme. En lo que a dormir se refiere, yo pertenecía indudablemente a la categoría de las marmotas. Como mínimo necesitaba dormir ocho horas, menos deprimía mi sistema nervioso, y eso lo estaba experimentando especialmente hoy. Mis pensamientos comenzaron a vagar y antes de que me diera cuenta tenía ante mis ojos la aborrecible alfombra de felpa verde que había visto en sueños, el corredor floreado, los pedazos de vidrio y la abundante sangre, y para colmo esa sensación de que alguien se inclinaba sobre mí, alguien a quien yo le suplicaba que me dejara vivir.
Las sienes me palpitaban dolorosamente, traté de cerrar los ojos, y entonces vi la siguiente imagen: la oscura figura que se apoyaba en el farol y me observaba inmóvil.
Abrí los ojos porque estaba cubriéndome de sudor. De nuevo, Tyger me tenía en la mira, lo que no mejoraba las cosas. Traté de evadirlo, pero algo en su expresión era diferente de las otras veces. Si no hubiera conocido a mi maestro de inglés tan bien como lo conocía, habría creído que se preocupaba por mí.
—¿Qué te ocurre, Becky? —me preguntó Suse en el recreo de mediodía.
Estábamos, como cada día, en el Dori’s Diner, en el mostrador, esperando la comida.
—¿Es por Tyger? ¡Qué cabrón! ¿Por qué te tendrá tan mala voluntad? ¿Quizá porque tu padre es estadounidense? ¿Qué dice tu padre al respecto? ¿Has hablado con él de eso? ¿Qué pasaría si hicieras que se presentara durante una clase de Tyger? ¿No iba a venir a Alemania antes de navidad?
Tuve ganas de bostezar y reírme al mismo tiempo. Mi mejor amiga era capaz de ensartar sin esfuerzo tres docenas de preguntas, una tras otra, sin aguardar respuesta. Pero esta vez regresó al principio.
—Ahora, enserio. ¿Por qué estás tan pálida como el lord de Lovell al salir del pantano?
—¿Estás segura…? —pregunté.
—¿Quieres un espejo? —Suse tomó la hamburguesa de pollo con papas fritas—. Pídeselo a Sheila. Quizá te preste uno de su colección.
—Gracias, Suse. Ya sé cómo me veo. Quiero preguntarte: ¿estás segura de que quieres escuchar de que se trata?
—¿Estás mal de la cabeza? Suéltalo. ¿Es… por él? ¿Estás arrepentida?
Suse señaló la mesa más cercana a la puerta, donde estaba sentado Sebastian rodeado de sus polillas y, soplando, se quitaba un mechón de pelo de los ojos. Sebastian tenía pestañas rizadas y abundantes y la boca más sensual que jamás había yo visto. El verano pasado, en una heladería Schanze, le pregunté como sabría en su lengua un helado italiano de zabaione. No tenía idea de lo que pasaba. En ese momento dejé escapar una risita histérica y hubiera preferido haberme disuelto en el aire. Pero Sebastian arqueó una ceja y dio un paso hacia mí. Y entonces respondió a mi pregunta.
Mientras esperaba mi hamburguesa y contestaba a su mirada burlona, el recuerdo volvió, vívido. No solo los besos, sino todos los meses que siguieron a mi pregunta, fueron satisfactorios. Bien.
Pero algo había fallado. Cuando luego de cinco semanas y media tuve en seco la mano de Sebastian que exploraba bajo las sábanas, me miró a los ojos y dijo: «No tienes miedo de que yo te deje; tú tienes miedo de dejarme. Por eso no quieres dormir conmigo. ¿No es cierto?».
Cuando escondí la cabeza bajo su hombro, Sebastian me apartó suavemente. Entonces se levantó y se marchó.
Desde entonces, algunas presuntuosas se apoderaron de él. Se le pegaban como moscas y, por su parte, Sebastian había dejado de oponerse.
—Aquí tienes tu hamburguesa.
Suse me dio mi bandeja y fuimos a nuestra mesa. Cuando pasamos junto al grupo que estaba con Sebastian, Sheila se me quedó mirando como si lo que más deseara fuera mandarme a la luna. Tenía a Sebastian sentado en su regazo, apretándolo con fuerza.
—Hey, Becks, siento lo de esta mañana —dijo Sebastian a media voz. Era la primera vez que me llamaba Becks desde nuestra separación—. No quisiera.
—Pero lo quisiste —masculló Suse—. La próxima vez mejor cómete tus calzoncillos Calvin Klein y así al menos tendrás la boca ocupada.
Sheila se quedó sin aire. En los labios pintados de rosa se le había quedado un pedacito de carne.
Sebastian le sonrió a Suse con ironía. Incluso cuando él y yo éramos pareja ellos dos se echaban pullas constantemente, pero en el fondo se querían bien.
—Bueno. —Suse se sentó frente a mí en una de las mesas de más atrás y se lamió un chorrito de cátsup de los dedos—. Ahora cuéntame. ¿De qué se trata?
En la pared había un reloj en forma de hamburguesa y el segundero tenía forma de papa frita. Lo seguí con los ojos: tres, seis, nueve…
—Si no abres la boca en dos segundos, comienzo a gritar —amenazó Suse, y sacó una rodaja de pepinillo de su hamburguesa de pollo.
Unté mis papas con cátsup y empecé a contar lo que me había ocurrido la noche anterior. Cuando acabé, mi hamburguesa seguía intacta en el plato. Estaba fría y me dio tanto asco que me sentí mal de solo verla.
‡ ‡ ‡
—¿Estaba abajo, junto al farol? ¿Se quedó mirando directamente a tu cuarto? ¿Y estás segura de que no era Sebastian?
Suse se sentó en mi banca, que daba a la ventana, y miró hacia afuera, al otro lado de la calle. Sebastian ahora estaba en clase de biología, en la que la señora Donner, diminuta profesora con mejillas como de Hámster y chongo gris, seguramente estaría hablando de su tema favorito: las drogas legales e ilegales.
Suse me había convencido de que nos saltáramos las últimas horas de clase; lo que es más, fingido la voz, había llamado a la secretaria para disculparnos por faltar a clase.
—Segurísimo —me escuché decir.
—Becky, esto es tan espantoso. ¿Quién se queda por la noche delante de ventanas ajenas y observa a los que viven en las casas? —Suse se estremeció.
Sin más rodeos, había atribuido mi pesadilla a una sobredosis de strudel de manzana, pero el extraño personaje del farol daba alas a su fantasía.
—Quizás ese vagabundo es alguien que hace poco escapó de la cárcel —musitó, con los ojos abiertos como platos.
—¿A quién te refieres, por favor?
—Sí, lo sabes —dijo Suse y se puso a morder nerviosamente uno de los mechones de su pelo—. Ese trastornado que llevaba una media rosa como máscara, del que hablaron la semana pasada en el Mopo[11]. Sube por las noches a las casas de las mujeres solas y se sienta al borde de sus camas. Mientras duermen, les acaricia las mejillas y cuando abren los ojos, todavía medio dormidas, entonces…
—¡Suse! —grité, fuera de mí—. ¿Puedes dejar de hablar de esas estupideces? ¡Escucha, no me vas a dejar dormir esta noche!
Arrastré a mi amiga lejos de la ventana. Era asombroso, en todo el día yo no había dejado de pensar en la pesadilla o en esa extraña figura debajo de mi ventana. De alguna manera me parecía que estaba cometiendo un error serio. Al contarlo en voz alta, todo el asunto daba la impresión de ser una cadena de raras casualidades. Pero no lo eran, no para mí… no con esa sensación en el pecho, ese vacío que no lograba explicarme.
—Mejor cuéntame como te fue ayer en el ensayo con la banda —le sugerí a Suse.
Mi amiga, con un hondo suspiro, se dejo caer en el puff, y el tema de la siguiente hora fue Dimo Jamal, vocalista de la banda de la escuela, el Dr. No y las hermanas enfermas, y el sueño de las noches insomnes de Suse. Según yo, ese Dimo era un estúpido bastante arrogante pero, sabiamente, esta opinión solo la guardaba para mí. Suse ni siquiera me habría escuchado.
Hace tres meses, Dimo había escogido a mi amiga como corista, y desde entonces, Suse acudió a clase de canto y consideraba seriamente la idea de someterse a una operación estética. Para mí era un enigma porque las personas, en cuanto estaba en su poder hacerlo, se sometían a intervenciones tremendas sin pensarlo un minuto. Por ese lado, Suse había tenido la suerte de estar tan bien dotada, como Sebastian, en lo que se refiere al buen aspecto.
Físicamente, Suse era muy diferente a mí, lo cual no quiere decir que junto a ella yo me sintiera como el patito feo, pero con mis redondas caderas, bien torneadas piernas y prominente busto era yo, probablemente, la pesadilla viviente de todas las anoréxicas. Y, mientras, al igual que a mi padre, era de pelo negro y ojos castaños, Suse era de un rubio que tiraba a blanco —productos de belleza Polange—, rizos en espiral, ojos color verde claro y el cuerpo de una ninfa.
El único defecto de Suse lo conocíamos cuatro personas en el mundo: su ginecóloga, su madre, Janne y yo. Suse tenía pechos grandes pero de diferentes tamaños, y tenía que usar sostenes con copa de distinta medida: la derecha entre B y C y la izquierda. A.
Para disimular la diferencia se mandaba a hacer sujetadores especiales, con una copa rellena de material gomoso. Por eso podía usar camisetas estrechas sin que nadie advirtiera el defecto. Naturalmente, esto no evitaba que sufriera horrores por esa deficiencia. Durante la clase de deportes salía de la cabina —conmigo como guardaespaldas— en último lugar, y cuantas horas habíamos pasado en foros de internet no lo podría calcular. En ese tiempo me sabía de memoria los nombres de algunos profesionales de operaciones de mamas. Pero Janne y yo estábamos en contra de las cirugías.
Así que cuando Suse acabó de hablar extensamente de las canciones, voz, trasero y peca en la frente de Dimo, aterrizamos también hoy, inevitablemente, en su complejo; yo tratando de probar suerte refiriéndome a las muchachas a las que les va peor. Empresa por completo sin éxito.
—Lilith Hopf nació con un hocico de cinco centímetros. A lo que Suse respondía:
—Tuvo un largo tiempo de vida para acostumbrarse. Mis pechos, por el contrario, eran iguales el uno al otro, ¿por qué demonios el derecho no estuvo satisfecho y tuvo que seguir creciendo?
—Míralo desde este punto de vista —la molestaba yo, bromeando—: Cuando Dimo esté sobre el pecho pequeño, puedes hacerlo feliz, y cuando esté sobre el grande, igualmente lo puedes hacer feliz. Digamos que eres two in one (dos en una).
—Muy chistosa. —Suse cruzaba los brazos delante de sus aborrecibles partes corporales—. Antes prefiero morir como una virgen seca que mostrarme ante Dimo como una lisiada. Si al menos tuviera cáncer, tendría una excusa, pero así…
—¡Suse, no lo dices en serio!
—¡Claro que sí!
Cuando se trataba de sus pechos, Suse no conocía límites. Pero era imposible que alguien se lo tomara a mal. Nadie podía estar enojado con Suse por más de cinco minutos.
Una vez que se hubo tranquilizado, navegamos por YouTube, escuchábamos el último CD de Coolio, Steal Hear, y escribíamos en e celular de la madre de Suse un llamado de socorro a su asesor fiscal. Ambos mantenían una relación desde hacía seis meses. Por eso se había marchado de la casa el padre de Suse, y esta odiaba al nuevo hombre de su madre como a la peste.
«Querido. Se me descompuso el coche —me dictaba Suse, porque yo marcaba las letras con más rapidez—. Me encuentro en la caseta de la primera salida hacia Hannover. La grúa de la asociación de automovilistas tardará tres horas. ¿Puedes venir a sacarme de apuros? Me muero por verte. Tu Caracolita».
—¿Caracolita? —¡me desternillaba de la risa!
La madre de Suse era delgada como una vara y daba seminarios para ejecutivos en Hannover sobre «administración del tiempo».
—¿Él la llama Caracolita? ¿Y dónde está ahora, en realidad?
—Enferma en cama —dijo Suse, con irónica sonrisa triunfal.
Me arrancó el celular de la mano y presiono «enviar».
—Te apuesto lo que quieras a que en 10 segundos tenemos la respuesta.
Suse dejó el teléfono sobre la palma de su mano y allí apareció la respuesta:
Voy en camino, no te muevas de donde estas. El salvamento llega. Tu Semental de números[12].
Me quedé mirando la pantallita. Había escrito «Semental de números».
—Me siento mal —dije a Suse, y en silencio le di gracias al cielo por haberme ahorrado problemas familiares como esos. Suse realmente tenía preocupaciones más serias que dos senos diferentes, pero me alegraba que, al menos en este caso, se lo tomara con humor.
La idea de que el Semental de números de Caracolita ahora se hubiera subido a su deportivo y, a doscientos kilómetros por hora, corriera hacia Hannover hacía que bramáramos, gritáramos de la risa. Coolio tocaba Keep it Gansta, y cuando Janne regresó del trabajo y su cabeza asomó por mi cuarto, le contamos lo del mensaje.
No pudo hacer otra cosa que reírse.
—Cuando tu madre enferma de amor se ponga bien, siempre encontrarás asilo con nosotras. Bien lo sabes, ¿verdad, Suse?
Suse asintió. Desde hacia tiempo yo sospechaba que Janne era para ella la madre que siempre habría querido tener. Suse y yo nos conocíamos desde la primaria y nuestra casa era su segundo hogar.
Yo sacaba de la cocina dos platos de quiché cuando sonó mi celular. Al otro extremo estaba el padre de Sebastian, quien tenía un negocio de servicio de banquetes, y Sebastian apenas había empezado a trabajar con él a principio de año. Yo ayudaba en las tardes o los fines de semana, pero para hoy no había ningún evento en mi calendario.
—¡Qué suerte que te encuentro! —dijo el padre de Sebastian. Su voz sonaba falta de aliento, como si estuviera a punto de un infarto—. Tenemos una inauguración. ¡Un cliente súper importante! Una de las meseras está enferma. ¿Puedes sustituirla? La tienda se llama Lights On, está en la calle Grosse Elbe, en el conjunto Stilwerk. A las diecinueve horas. Pago el doble por hora. No se acepta un «no» por respuesta. ¿Qué dices?
Le dije que sí, aunque todavía tenía en los huesos lo de la noche anterior y hubiera querido acostarme temprano, pero el hombre sonaba tan desesperado que no tuve corazón para decirle que no.
Cuando Suse se fue, tomé una ducha —esta vez, helada—, le dije a Janne que regresaría como a las once y me puse en camino.
Lights On era, como dice su nombre, una casa de lámparas en Stilwerk, un centro comercial bastante elegante junto al mercado del pescado. Los invitados ya estaban cuando llegué. El padre de Sebastian me echó encima el uniforme que había escogido el cliente y me cambié en el baño. Falda negra y corta, escote profundo y delantal blanco, tacones altos. ¿Qué tal? ¿No había algo más de mujerzuela?
Pero estaba demasiado fatigada para enfadarme. Cuando me miré en el espejo, me asusté de mí misma. Tenía los ojos enrojecidos y me ardían, la piel la tenía de una blancura de queso y mi más bien redondo rostro parecía caído. Me pellizqué los cachetes y me dispuse al trabajo.
Los invitados eran hombres y mujeres cuarentones, que Spatz habría colocado en la gaveta Mocosos nuevos ricos. Iban de un lado para otro o estaban sentados en sofás de terciopelo rojo o en taburetes cromados de bar o aguardaban a que dos meseras y yo pasáramos con bandejas.
Junto al mostrador comenzó a tocar un conjunto: un dueto de cantantes con atuendos sexies entonaron, como un pequeño tributo, la canción Lovelight del grupo Abba, y las luces de la tienda, que hasta ese momento se habían mantenido en una cómoda penumbra, se prendieron del todo. Centenares de lámparas de diseñador se robaron unas a otras el show; lámparas de pared, de pie, de mesa, colgantes y de todos los tamaños y formas. Las deslumbrantes luces se clavaron en mis nervios, y la cantidad de gente tampoco mejoraba las cosas. En todo ese tiempo la tienda, un gigantesco loft con piso tipo empedrado y techo alto, se había ido llenando de gente hasta quedar más que atestada.
Apretando los dientes, serpenteaba por la multitud. Ya solo por mi atuendo había ganado tres veces más. Los zapatos me apretaban, la ropa me raspaba y un calvo con traje milrayas miró sin recato alguno dentro de mi escote, mientras tomaba de mi bandeja huevos marmoleados, albondiguillas chinas y brochetas de camarón. De lo que me daban ganas era de estrellarle la bandeja en la calva. «Si existiera el limbo, tipos como este estarían en primera fila», pensé con repugnancia.
—¿Qué tanto mira? ¿Tiene que ver contigo? —me susurró al oído la pequeña mesera pelirroja cuando nos cruzamos.
Furiosa, iba a decirle que no con la cabeza, cuando advertí que no estaba mirando al pelón sino en otra dirección.
Y allí estaba de nuevo: aquella rara sensación de tranquilidad, en lo hondo de mi interior. Lo sentí antes de verlo a él.
Estaba apoyado en una de las paredes de un rincón al fondo de la tienda. De inmediato reconocí el rostro pálido y el pelo negro.
Ahora vi que era joven, quizás un poco mayor que Sebastian, pero no mucho. Cerca de él no había nadie. La gran lámpara de pie que estaba a su izquierda tenía forma de árbol, y las luces, que eran como docenas de diminutas hojas de vidrio blanco, colgaban de ramas y ramitos metálicos.
Y mientras los demás invitados iban de un lado para otro gesticulando o se metían algo de comer en la boca, la actitud del otro era de calma, como si posara para un pintor invisible. Tampoco su mirada se movía: se dirigía exclusivamente hacia mí, como si en esa tienda no hubiera nadie más que yo.
—¿Quién es ese? —musitó mi colega—. Para nada tiene aspecto de invitado. Dios, parece que lo hubieran desguazado[13] —y soltó una risita—. Pero es algo sexy. ¿Cómo llego aquí?
Quise decir algo, pero las palabras no me salieron de la garganta. Era pequeño, casi sutil, pero de una forma y maneras felinas. Su cabello profundamente negro estaba un poco desordenado; sus rasgos eran muy angulosos. Llevaba un suéter negro que tenía una rotura en el codo, y los desgastados jeans apenas si le llegaban a la cadera. Pero desguazado no era la palabra adecuada. Se veía extraño. De otro modo.
Mi mirada se deslizó de nuevo hacia su pequeño rostro. Seguía mirándome de hito en hito. No podía distinguir si sus ojos eran castaños o azules, pero desde donde estaba podía advertir las hondas sombras bajo ellos. Sus pómulos eran protuberantes y, de repente, me pasó por la cabeza una tonta encuesta que habíamos encontrado Suse y yo en internet: «Hey, chicas, ¿les parece sexies los jóvenes de mejillas huesudas?».
En este caso, sí.
Pero no tenía nada que ver con su aspecto ¿o sí? También su apariencia, pero esto era otra cosa, una intensidad rara y casi febril, una inquietud que irradiaba, aunque no se moviera de su lugar. Hasta ahora había sentido frío por el cansancio; ahora sentía calor.
Las dos chicas de la Banda cantaban Everything around you is lovelight; you’re shining like a star in the night. Won’t let you out of my sight… y el extraño transformó la comisura de los labios en una sonrisa irónica.
—Oye, pequeña, se me antoja un dátil envuelto en tocino.
Me encogí toda; el calvo estaba de nuevo frente a mí y me bloqueaba la visión. Mi colega, mientras, se había zambullo en medio de la gente. El repugnante tipo tomo el dátil de mi bandeja y lo dejó caer bien a propósito en mi escote.
—¡Caramba, cuanto lo siento! Puedo…
El calvo iba a extender su gordinflón dedo, cuando se detuvo en seco en su movimiento.
Una mano lo había agarrado por la nuca. Pertenecía al extraño joven. Estaba detrás, pegado al calvo. Los negros cabellos le caían por delante de la frente y no pude ver su rostro.
—Deja en paz a la chica, no te vaya a pasar algo.
La vos del joven era débil, áspera, casi ronca, como si no la hubiera usado desde hacía mucho tiempo. Y tenía una tonalidad baja y peligrosa.
El pelón buscó aire y esta vez dejé caer la bandeja. Esta cayó al suelo con estrépito y una invitada lanzó un grito agudo. En segundos. El papá de Sebastian estaba presente.
De golpe, el tumulto reinó por doquier y, cuando recobré el sentido, el extraño había desaparecido sin dejar rastro.
La banda había comenzado a interpretar otra canción, y luego el gerente de la tienda pronunció un discurso: «Respetables invitados, es para mí un honor saludarles hoy… bla, bla, bla…».
De alguna manera, la noche me seguía a todas partes y cuando, poco después de las diez, me dio el aire fresco, las piernas apenas podían sostenerme por el agotamiento.
En el bolsillo llevaba un billete de cien euros que el padre de Sebastian me había dado como compensación por el pequeño incidente con el calvo, a quien, desde luego, no hubo necesidad de expulsar de la fiesta…
—¿Quiere un taxi? —una mano se posó sobre mi hombro.
Esta vez fui yo quien gritó. Junto a mí estaba Sebastian y, sonriendo, retiraba sus claros cabellos de la frente. Mi susto fue mayor que la sorpresa de ver aquí a mi ex novio.
—¡Estás loco al escabullirte así! ¿Quieres matarme?
Su sonrisa se agrandó.
—Al contrario. Me llamaron para que te salvara. Mi padre me habló hace un momento para pedirme que te lleve a casa y así no te secuestren hombres extraños. Así que, vamos. Súbete.
Sebastian me pasó el casco y, poco después, me senté detrás de él en la Vespa. Rodeé su torso con mis brazos y descansé la cabeza en su espalda. Bajo el casco de Sebastian asomaban sus cabellos, haciéndome cosquillas en la nariz. Me mantuve tan apretada como pude, pero la sensación de vacío había regresado, tan fuerte como la noche anterior. Era como si me hubieran hecho un agujero en el pecho.
—Hey, Becks, ¿debo preocuparme? De veras no te ves bien —dijo Sebastian cuando llegamos a la puerta de mi casa y me disponía a despedirme. Apretó sus manos sobre mis mejillas y sentí sus dedos como si fueran de hielo; el contacto pareció asustarlo tanto como a mí.
—Estás ardiendo —dijo, y me miró preocupado—. ¿Tienes fiebre?
Sin decir palabra, moví la cabeza. Detrás de nosotros se estacionó un coche y sus faros iluminaron el rostro de Sebastian. Era la primera vez que volvíamos a vernos tan de cerca. Su mirada me escudriñaba y supe que buscaba otra cosa. Se la habría dado con gusto, pero no podía, al menos después de lo que había pasado hoy.
Mi ventana estaba oscura y de nuevo me inundó el pánico de pies a cabeza, con suavidad, casi sin que lo tocara, pero bastó para dejarme decir algo, que era terriblemente injusto.
—¿Sebastian?
—Mmm.
—¿Duermes conmigo esta noche?