18
–Perdón, ¿tengo concertada una cita con usted?
Digna y corpulenta, los espejuelos en la mano, está la anciana señora ante un libro mayor abierto, sobre el que se encuentra acurrucado un gato negro. Sonriendo afablemente mira a Pierre a través de los espejuelos.
—Desde luego, señor.
—Entonces, ¿me puede decir que estoy haciendo aquí? —prosigue Pierre, acaricia al gato, el cual se estira y arrima.
—¡Régulus! —amonesta la dama al gato—. ¿Quieres dejar en paz al señor?
Sonriendo, Pierre toma al gato en brazos, mientras la dama continúa.
—No lo detendré más rato, señor. Lo necesito para una pequeña formalidad del Registro Civil.
La sonora voz de Tyger llenaba el aula. Hoy, excepcionalmente, no había escogido a Lovell para la lectura, ni a otro escritor inglés, sino el guión de Jean-Paul Sartre para su primera película. La suerte está echada.
El libro de la traducción al inglés del filósofo y escritor francés que Tyger tenía en la mano parecía viejo y manoseado.
Me costaba trabajo concentrarme, pero cuanto más tiempo leía Tyger, más me atraía el texto. El protagonista Pierre Dumaine era un revolucionario francés nacido en 1912, el cual fallecía a la misma hora en que una señora de alta sociedad moría asesinada. Sin embargo, hasta ahora Pierre no conocía a su compañera de sufrimiento, pero sabía que ya no estaba entre los vivos. Una misteriosa voz proveniente de la nada lo había conducido a un callejón sin salida de nombre Laguénésie. Ahora se encontraba allí, en la trastienda de un pequeño negocio, y hablando con una señora mayor. Estaba sentada ante un escritorio y hojeaba un libro abierto.
Da, da, di, di, do, du… prosiguió Tyger la lectura, luego dio un trago a su té, por lo cual elevó la voz un par de octavas y, en efecto, sonó como una respetable dama anciana.
—Dumaine, aquí lo tenemos… ¿nacido en 1912? —Junio de 1912, sí…
—¿Usted era capataz en la fundición de Amberes? —Sí.
—¿Y esta mañana a las diez treinta y cinco ha sido muerto?
Ahora Pierre se inclina, apoyándose en la mesa con las manos, y observa a la anciana señora como aturdido. El gato salta de su hombro al libro mayor.
—¿Asesinado? —profiere Pierre, incrédulo.
La anciana dama se lo confirma amorosamente. Pierre se endereza y suelta una carcajada.
—Entonces, pues, es… Eso es… Estoy muerto.
Calla su risa de inmediato y, casi risueño, quiere saber.
—¿Y quién me ha matado?
—Un segundo, por favor…
Con los espejuelos, aparta al gato del libro mayor.
—¡Fuera, Régulus! Estás sobre el nombre del asesino. Luego descifra lo asentado en el libro mayor.
—Ajá. Usted ha sido asesinado por Lucien Derjeu.
Con las últimas palabras, y también con esfuerzo, solo puede transformar en una tos el asustado sonido que se me pegó en la garganta. Tyger se dio cuenta, divertido, mientras Suse me daba un golpecito por debajo de la mesa y Sebastian se dio vuelta tras una mirada corta y azorada. Mis amigos, a todas vistas, se extrañaron, igual que yo, con el nombre del asesino.
—… por favor, ¿quiere firmar? —continuó leyendo Tyger—. Durante un segundo, Pierre pareció desconcertado. Al final, regresó a la mesa, tomó la pluma fuente y firmó.
—Así —le declaró la anciana señora—, ahora está usted muerto del todo.
En ese momento, Tyger cerró el libro, volvió a sorber el té y sacó de la chaqueta el resplandeciente reloj de bolsillo. El ojo izquierdo se le contrajo.
—Time for lovely Lovell[63] —me susurró Suse—. Tengo curiosidad por saber cómo va a ligar las cosas.
Mi amiga, que al menos durante los últimos días se había recuperado un poco del horrible suceso con Dimo, se reclinó en la silla, atenta. Luego que nuestro maestro de inglés había guardado de nuevo el reloj en el bolsillo de su chaqueta azul claro, recorrió con sus ojos azules todo el salón de clase y luego sacó un segundo libro de su portafolios grasiento.
—La famosa leyenda de Sartre sobre la falta de libertad de nuestra existencia —continuó—, se publicó en 1947. Ambrose Lovell, por el contrario, se dedicó en su cuento corto, Second Chance Lost (Perdida la segunda oportunidad), muchos años antes, a un tema muy parecido. Los protagonistas se llaman aquí Steven y Dalia. Su destino fue que, durante su fuerte altercado matrimonial mueren en un coche, y cuando ambos, en el más allá…
Tyger había abierto el libro de Lovell. Pero, a pesar de mi mejor voluntad, no estaba en condición de seguir las palabras de mi maestro de inglés. Solo mantuve la vista fija en él para que no volviera a pescarme in fraganti, mas mi pensamiento se enfocó hacia atrás, al domingo. Si bien no había encontrado ninguna oportunidad, bajo pretexto alguno, para escabullirme de casa, me encontraba en una situación por completo imposible con respecto a Lucian.
Como Janne continuaba incapacitada, Spatz me había rogado que la ayudara a empacar sus objetos de arte, que la mañana del domingo sacamos del sótano de un conocido suyo para subirlos a un transporte alquilado. En el atelier del artista, Spatz había llegado al acuerdo de que este le prestara a llave, pero cuando estuvimos delante de la vieja fábrica sonó su celular. El tipo había dejado su bolsa, junto con las llaves, en Lübeck, donde había tenido una exposición, y con compungidas excusas postergó el asunto para el día siguiente.
Janne, quien venía en el asiento del copiloto, echó maldiciones y Spatz, suspirando, quiso una cerveza para deglutir su ira. Arrancó de nuevo, dio vuelta en dos esquinas y se estacionó. Cuando vi dónde habíamos aterrizado, casi se me para el corazón. ¡Estábamos frente a Max und Consorten!
—Mejor… no… nos es… —tartamudeé desesperada, pero Spatz ya se había apeado y me hizo una señal, impaciente.
Con dificultad, calculé mis posibilidades: podía quedarme sentada en el vehículo o marcharme, o entrar en la taberna como si nada. Me incliné por esto último. Incluso si inventaba una excusa tonta, de inmediato despertaría suspicacias en Janne si encontraba a Lucian en el bar. Solo me restaba esperar que no se encontrara y que la fulana rubia hoy tuviera su día libre. Pero estaba detrás del mostrador y cuando yo, tras Spatz y Janne, entré al bar, me miró sin disimular su hostilidad. Desvié la mirada, me oculté detrás de la carta y dejé que Spatz ordenara; para mi gran alivio, la rubia no me dirigió la palabra.
Ordené un refresco de cola, Janne quiso té y Spatz, Ratsberren[64]. Mientras yo estudiaba el menú estoicamente, Janne observó divertida el aspecto del lugar. Por primera vez en días se comportó medio normal conmigo.
Ella y Spatz renegaron algo sobre el nuevo arrendador de Spatz, en tanto yo, desesperada, me esforzaba por concentrarme en el desayuno campesino con pepinillos o el labskaus[65] con huevo estrellado.
Llena de nervios, no hacia más que mirar de reojo hacia la puerta, pero cuando Lucian se encontró con mi espantada mirada, ya estaba en medio del local. Detrás de él, directamente frente a la puerta, había dos mesas juntas. Un grupo de jóvenes brindaban riendo, claramente estudiantes que celebraban un examen aprobado.
Lucian miró al mostrador y luego a mí; al descubrir a Janne, se sobresaltó. Mi madre, quien estaba sentada de cara a la ventana, hizo una observación sobre un busto dorado en la pared al que alguien le había puesto unas gafas de sol hechas con dos tapas de botellas de cerveza. Luego giró en dirección a la puerta. En ese instante, Lucian mostró una expresión resuelta y concentrada en su rostro. Su mirada estaba fijamente dirigida al bar. Le sonrió a la rubia, pero este gesto tenía algo de intencionado, como si el bar fuera un punto de mira para él. Luego se deslizó, con esos fluidos movimientos típicamente suyos, pasando junto a nosotros, hacia la puerta en que estaba el cartel del Privado. La abrió, le guiñó el ojo una vez más a la rubia y desapareció.
El gesto triunfal de la chica solo lo vi por el rabillo del ojo. Mi atención estaba por completo dirigida a Janne. Cuando ella se volvió hacia nosotras, mi corazón por poco estalla. Janne me sonrió y su expresión no parecía descompuesta u horrorizada. Si acaso, se mostraba ligeramente desconcertada, algo así como si hubiera tenido una alucinación. Al segundo siguiente tomó su taza de té, bebió el último sorbo y pidió la cuenta.
No sabía cómo expresarlo. ¿No habría notado a Lucian? ¡Había mirado directamente en su dirección! Desde luego, estaban los estudiantes, pero Lucian se había quedado en medio del local, ¿cómo podría no haberlo visto? ¿Cómo habría interpretado todo esto él? Y, sobre todo, ¿qué pensaría ahora de mí?
Esto me lo pregunté toda la horrible noche que pasé sola en mi cama. La idea de que él pudiera, de nuevo, malinterpretarlo, y pensar que yo había llevado a Janne y a Spatz adrede al bar, no me dejaba dormir ni un segundo. Hoy por la mañana me había saltado las dos horas de deportes y corrí hacia él. Seguí con el dedo todos los nombres de la placa de timbres hasta arriba de todo, a la izquierda: Eternal Funds.
Llamé y llamé, pero nadie abrió. Aguardé frente a su puerta, corrí luego al bar, pero Max und Consorten no abría sino hasta las diez.
—Miss Wolff? —tuve un sobresalto. ¡Maldita sea! Los ojos claros de Tyger me atravesaban, y en sus labios jugaba aquella fina sonrisa.
—¿Sí? —nada me habría gustado tanto como salir corriendo del aula. ¡Estaba harta de esos eternos ataques! ¿Por qué yo, por qué siempre yo?
—¿Qué contestó Dalia cuando su marido Steven le gritó en el coche? —me preguntó Tyger.
Ávida de lucha, resistí su mirada.
—Go to hell! (¡Vete al infierno!) —me escuché decir.
Junto a mí, Suse se quedó sin respiración, y durante un momento me asustó mi propia desvergüenza. «Sí, ¿y qué?», pensé tercamente y me quedé mirando fijo a los ojos de Tyger. «Haz lo que quieras, pon me un seis, repórtame por mala conducta, déjame en ridículo, suspéndeme de tu clase. Me da igual».
Tyger no hizo nada de eso. La expresión con que él ahora me veía tenía casi algo de asombro.
—Todos presten atención —dijo, como percibiendo algo—. Al parecer, usted puede leer el pensamiento del autor. Yo no había leído aún la respuesta que Lovell pone en la boca de su Dalia, pero esas eran exactamente las palabras. Go to hell!, fue lo que le espetó a Steven y, en el mismo momento, un relámpago deslumbrador recorrió el cielo. Los caballos se encabritaron, se desbocaron y llevaron a la pareja, por segunda vez, a su muerte, juntos. El autor dejó a la fantasía de sus lectores si Steven aterrizó en el infierno, como se le había deseado.
Tyger me guiñó el ojo.
—¡Diablos! —susurró Suse—. ¿Lo sabías? ¿Conocías la historia?
Meneé la cabeza. Quizá no estaba en el texto y Tyger no quiso más que burlarse de mí. De él no lo dudaría un momento.
De nuevo, Tyger se dirigió a la clase.
—Su tarea: búsquense un compañero y escriban una discusión dialogada sobre la frase El hombre muere siempre demasiado pronto. Uno estará a favor de la frase y el otro en contra. Cada uno de ustedes ha de convencer al otro. Desde luego, en inglés.
Tyger me miró de nuevo.
—Inglés británico, ténganlo presente. Entrega: próximo martes. Les deseo una bonita tarde.
Aguardé en el estacionamiento de bicis a Suse, quien había olvidado su equipo de deportes en el gimnasio. Me enojaba que Sebastian se me adelantara y hubiera escogido a Suse como compañera para la tarea.
Sobre mí había caído Aaron, quien era un «súper-cero» en inglés, lo que significaba que yo sola cargaría con todo en mis espaldas. Daba lo mismo; total, todavía quedaba mucho tiempo hasta el próximo martes.
—¿Qué tal tu coche? —preguntó Suse cuando salió del gimnasio—. ¿Pudiste dormir o a escondidas…?
—No —respondí, meneando la cabeza—. Me quedé en casa. Después de lo ocurrido ayer era demasiado peligroso.
—«Cuando tienes la razón, tienes el derecho» —dijo Suse, quien por la mañana me había pedido que le contara con pelos y señales lo de mi fin de semana. Por lo que respecta a la noche con Lucian, me reservé algunas cosas, pues no quería que le viniera a la mente su experiencia con Dimo.
Nuestras conversaciones, las manos lisas de Lucian y el suceso del bar el domingo, por el contrario, se los había contado con todos los pormenores.
—No lo acabo de creer —insistió Suse—. ¿Cuántos bares hay en Hamburgo, cientos, miles? ¡Y tu vas a dar, dos veces seguidas, precisamente donde trabaja Lucian! El escritor que pintara una escena así en su libro sería comidilla fácil para todos los críticos literarios —dijo sonriendo irónicamente.
—Probablemente —murmuré—, pero cómo lo ha hecho Lucian me interesa mucho más.
—¿A qué te refieres?
—A lo de Janne. Esa mirada que lanzó cuando mi madre miró hacia donde él estaba. Si él la hubiera visto, habría pensado que la hipnotizó, pero él miró hacia otra parte intencionalmente. Y parece que ella no notó nada. Ella no lo percibió. Estas no son cosas que sucedan, Suse.
—En efecto —suspiró mi amiga—. Todo esto cuadra con lo que me has contado de él. Lo de John Boy, por ejemplo. O lo de las manos. ¿Y estás segura de que no tiene ni una línea?
—Suse, ¿me crees idiota o ciega? ¡No había absolutamente nada!
—¿Todo lo demás está en su lugar, o qué? —me sonrió, y yo le di un codazo en el costado.
—Tan lejos no llegamos —le dije, y de inmediato me vino a la mente Sebastian. Con él yo había pintado mi raya, mientras que con Lucian fui yo quien tomó la iniciativa.
—Anoche —suspiré—, entré en Google. Lo menciono por lo de las líneas de la mano. Lucian tiene razón. Hay incontables artículos al respecto, sobre nuestro pasado y nuestro futuro. Supuestamente, el arte de la lectura de la mano se remonta a las primeras grandes culturas de la humanidad. Hay líneas cordiales (del corazón), de la felicidad, del destino, de la vida… y hasta del sexo o del amor. Pero sobre la falta de ellas solo he encontrado una entrada —torcí el gesto—, me llevó a los extraterrestres. El artículo se refiere a un cuento corto de un autor irlandés de ciencia ficción.
—Becky —me interrumpió, poniéndose seria—, ¿no te has puesto a pensar que a lo mejor Lucian… no es… ningún humano?
Bajé la cabeza.
—No —susurré, pero lo que pensé fue «sí».
No di la vuelta para pasar por la casa de Lucian porque Janne y Spatz me esperaban en casa para llevarme a St. Georg.
Había decidido acabar con lo de la mudanza cuanto antes. Cargué todo mi equipo de natación para que la excusa fuera creíble.
La sociedad de ateliers estaba exactamente entre Lange Reihe y la casa de arte Koppel, y esta vez, en la entrada, nos aguardaba el arrendador de Spatz, un tipo con barba y pelo cano, ojos despiertos y una amplia sonrisa.
Spatz tenía razón: la antigua fábrica de maquinaria era en realidad un edificio grandioso. Bajo su techado de vidrio, que dejaba pasar la luz, se habían instalado un café vegetariano y doce talleres. Una escalera de caracol con barandilla de un rojo chillón unía cada uno de los pisos, en los cuales tenían sus talleres diseñadores de accesorios y de moda, encuadernadoras, carpinteros, fotógrafos y pintores. El atelier del artista con quien Spatz compartiría el espacio estaba en el tercer piso, por o que la mudanza se convirtió en una operación que requirió tiempo y esfuerzo, al grado de que el buen hombre se excusó de no poder participar por una hernia discal.
Junto a la esponja de la felicidad y la serie de historias de marinos sacamos del coche su serie de trabajos Organs. Las esculturas de resina plástica coloreada eran estupendas y para nada livianas, pues Spatz las había atornillado a pesadas bases de madera. Tuvimos que cargarlas una a una.
Tomé a mi cargo un objeto verde, al que Spatz había bautizado como Chlorophyll cerebrum, y haciendo equilibrio subí con él los numerosos escalones. Spatz cargó con una figura naranja que parecía una concha.
—Coloquemos las cosas sobre la mesa —nos dijo cuando llegamos a la entrada del atelier, y se limpió el sudor de la frente con el codo—. Antes de pensar dónde debe ir cada cosa, hay que limpiar.
Y me lanzó una mirada que decía: Al parecer, es la primera vez en todos estos años que mi arrendador lo habita.
Janne, que con sus muletas y todo andaba muy movida, parecía más atenta al arte que al polvo del poseedor del taller. Renqueando, se acercó a sus obras, consistentes en figuras de gran formato en fuertes colores acrílicos de motivos abstractos, y en las que uno podía ver lo que le pasara por la cabeza… si uno estaba en la tarea de remolcar cosas.
Mientras Janne le preguntaba al artista sobre su vida (era oriundo de la República Checa y había estudiado construcción de naves, trabajado de domador en un circo y viajado por el mundo en un junco construido por él, hasta que se asentó en Alemania), Spatz y yo habíamos realizado unas buenas tres docenas de subidas y bajadas.
—Tengo ganas de un refresco de cola —gemí, no sin cierta intención. Tuve suerte.
—En eso, por desgracia, no puedo auxiliarlas —intervino el artista.
—Voy a traerles algo de café —propuso Janne.
—Es demasiado caro —maniobré—. ¿Qué tal si voy rápido al súper?
—¡Súper idea! —Spatz dejó una de sus cajas de insectos y sacudió las manos—. ¿Me traes un Schweppes?
Salí disparada al Penny, me abrí paso a codazos hasta la caja y, con las cosas en la mochila, me lancé hacia Holzdamm. Toqué y toqué el timbre, y minutos después no paré de echar pestes porque tampoco esta vez me abrió nadie.
«Te esperaré», había dicho Lucian. Tras una ojeada al reloj, me eché a correr al bar.
—¿Te quieres convertir en clienta regular o qué? —bufó la rubia, que hoy estaba sola tras el mostrador; pero yo no tenía ni tiempo ni ganas de rudezas.
—Quiero ver a Lucian. —No está.
—¿Sabes cuándo regresa?
—¿Qué me preguntas a mí? Si él quisiera verte, te lo habría dicho, ¿no te parece?
La sangre se me subió a la cabeza, y los celos me bajaron al vientre.
—Regresaré —le espeté, y volé al atelier, donde Spatz había comenzado a repartir sus objetos. Por todas partes veía relucir sus esponjas de la felicidad; había terminado unas doce en las últimas semanas.
No se veía por ninguna parte al arrendador. Janne se dispuso a ocuparse de las estanterías, que realmente estaban llenas de polvo. Se había recogido el pelo en cola de caballo y se puso una gorra.
—¿Puedes encargarte del estante que está junto a la ventana? —dijo Spatz, echándome un trapo.
Con un suspiro me quité el suéter y puse manos a la obra. El polvo en los estantes tenía un centímetro de altura, y al cabo de unos segundos comencé a estornudar.
—Ten, —Spatz, que llevaba una gorra tejida, se me acercó y me dio una mascada a cuadros—, mejor cúbrete con esto.
Paré de limpiar, tomé la mascada, hice un triangulo, y me la iba a anudar, cuando me detuve; las palabras de Lucian resonaban en mí como un eco: Llevas una camiseta blanca y un paño en la cabeza anudado en la nuca, al estilo de los piratas.
Me miré y la camiseta que llevaba era blanca. Dejé caer el trapo con que limpiaba y atravesé corriendo el atelier. Detrás de la primera puerta, que abrí, estaba el baño. Detrás de la segunda descubrí la cocina; era pequeña, llena de basura y olía a pintura reciente. Alguien había pintado de rojo la pared trasera. El refrigerador ocupaba un rincón y junto estaba sentado el mono del sueño de Lucian. Era de papel maché, con un laqueado lustroso, y me sonreía maliciosamente desde sus ojos vacíos.
Vi la bandera norteamericana sobre el brazo y en el pecho la caja de toallas higiénicas. Reteniendo el aliento, me acerqué y toqué sus dientes. Eran agudos como puntas de sable. En cámara lenta, me di vuelta y miré hacia arriba, a un anaquel, donde entre cajas de corn-flakes, pan tostado enmohecido y lastas de atún, había una cubeta de pintura. Estaba sin tapadera y por los lados corría un brillante rastro rojo. Di un paso para atrás y luego otro, y cuando me topé contra algo blando, lancé un grito.
Janne estaba detrás de mí. Su rostro estaba blanco como la tiza. Miraba fijamente al mono y luego a mí. Vi cómo su mirada pasaba de mi camiseta hacia arriba, a mi pelo, y luego a la alacena donde se encontraba la cubeta de pintura.
Enderecé los hombros, traté de sobreponerme y me eché a reír en las narices de Janne.
—Oye, ¿por qué tan silenciosa? —le pregunté con el tono más alegre del que fui capaz—. ¡Hasta me asustaste! ¿Por qué me estas mirando así? ¿Tengo alguna erupción en la piel?
Janne meneó la cabeza sin decir palabra y se hizo la disimulada. Al parecer no creía que yo adivinara nada.
—Pensaba… quería… —tartamudeó—… quería lavarme las manos.
—Va a ser difícil —forcé una vez más una sonrisa y le mostré las tazas sucias que se amontonaban en el fregadero—, pero quizás puedas poner algo de orden aquí y yo me encargaré de las estanterías, ¿de acuerdo?
Janne asintió, confusa.
—De acuerdo.
Cuando Spatz y yo quitábamos el polvo de la ropa ya eran las cuatro y media, y yo no tenía ya fuerzas para nada. Mientras Janne estaba sentada en la silla de la ventana y miraba callada hacia fuera, yo aún representaba mi rutina de buen humor. Las comisuras de los labios comenzaban a dolerme.
—¡Felicidades, Spatz! —grité, feliz como unas campanillas—. ¡Ahora sí ya terminamos!
No sé quién se veía mas feliz, si la espuma de la felicidad o la propia Spatz. Los objetos orgánicos ya estaban en los anaqueles altos, y ella misma se ocuparía mañana de la serie marinera. Tomé mis cosas de la natación, y con esa excusa iba a marcharme, cuando sonó mi celular.
—¿Y? —Suse estaba en el otro extremo—. ¿Lo has visto? Me vino una idea.
—¡Ay, amiga! —exclamé, fingiendo preocupación—. ¡Pobre! ¿Quieres que vaya?
—¡Claro! —comprendió de inmediato—. Lo mejor es que sea ahora; y si te parece, pasas la noche conmigo. ¿Te dejará venir Janne?
Miré a mi madre.
—Es Suse —murmuré—. Tiene un problema. ¿Puedo quedarme esta noche con ella?
Janne arrugó la frente.
—Precisamente quería invitarlas a las dos a cenar para festejar este día —y su mirada pasó de mí a Spatz.
—¡Estupenda idea! —dijo Spatz, sonriendo—, pero puedes invitarme a mí sola. —Y, fingiendo desencanto, añadió—: ¿O ya no me quieres?
Janne tuvo que reírse contra su voluntad. Le dio un beso a Spatz y me dejó ir.
‡ ‡ ‡
Él seguía sin estar allí y tampoco volvió. Estuve regresando a la casa de Holzdamm cada hora y pasé un par de veces por el bar, para ver si se haba aparecido. No fue así.
Se me hacía cada vez más tarde. Le tocaba el turno a otra chica, de pelo castaño corto. Se mostró afable y dispuesta ayudarme, pero hoy no había visto a Lucian y no creía que fuera a regresar. Llegué incluso a atreverme a preguntar por la rubia, pero la chica de ahora no sabía dónde vivía.
Poco antes de la medianoche empezó a llover. Suse llegó con una pizza y una tetera caliente para hacerme compañía. Nos pasamos a un portal frente a la casa de Lucian. Cuando le conté a Suse la historia del mono, se quedó boquiabierta.
—Pero la cubeta no se cayó —comentó al final, arrugando la frente.
—No —contesté, calentándome las manos con el vaso de plástico lleno de té caliente—. No. Ni me anudé la mascada.
—Entonces los sueños de Lucian se cumplen solo en parte o. —Suse pescó un salami de la pizza—… o tú puedes cambiar lo que él ha soñado. ¿Quién sabe?
Y, animándome, agregó:
—Entonces tu podrías celebrar tus diecisiete años no con Sebastian, sino con Lucian, y navegar por el cielo de Hamburgo con él. Aunque yo…
—Suse —susurré, cerrando los ojos—. Fue él quien me preguntó cuando iría a verlo. Me dijo que aguardaría. Tengo que verlo, tengo que hablar con él.
Suse me tomó de ambos hombros y me miró fijamente.
—Tienes que venir conmigo a casa —movió la cabeza con energía—. Ahora se terminó, Becky. ¡A la cama! Mañana será otro día, y si te quedas aquí afuera por la mañana temprano estarás helada. ¡Estamos en noviembre!
Quise protestar, pero Suse no aceptó ninguna contradicción.
Su madre estaba ausente de nuevo. Escuché como regresaba a la casa hacia las tres de la madrugada y, por la sonora risita, no venía sola. Suse dormía, respiraba pesadamente, y nombró a Dimo en sueños. Al día siguiente no quiso hablar de él, insistiendo en que el tema estaba terminado. Con amabilidad, le pasé la mano por sus rizos hasta que se tranquilizó.
Ozzy Osborne rotaba en su rueda, y por el ruido infernal que hacia diríase que entrenaba para el campeonato mundial de carreras de hámster. De vez en cuando me hundía en un agotador duermevela; pero, como a las seis, el corazón se me aceleró a más no poder. Mis nervios estaban en blanco y mi excitación se había transformado en un intenso pánico.
No dejaba de pensar en la promesa de Lucian de que me esperaría. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué no estaba en casa? ¿Por qué nadie en el bar lo había visto? ¿Le habría ocurrido algo? Mi preocupación por él era ahora tan terrible como mi sospecha de que su desaparición tenía que ver con mí llegada al bar. ¿Realmente habría creído que yo llegué allí con Janne y Spatz con toda la intención? Por un momento me pasó por la cabeza que no volvería a verlo y eso no lo resistí. Sin hacer ruido, me vestí, le dejé una nota a Suse y salí de la casa.
Fui de nuevo a Holzdamm. Me preparé un café en una panadería cercana, me dirigí una vez más a mi puesto y esperé hasta que dieron las ocho. Entonces me pasé a la casa de Lucian y volví a tocar. Nada. Toqué en los demás pisos hasta que conseguí que me abrieran la puerta. Entonces corrí escaleras arriba, golpeé salvajemente la puerta, me detuve y escuché.
En la vivienda todo estaba callado.
Esta vez me coloqué en la escalera y aguardé.
Poco antes de las doce, corrí al bar, en donde hoy estaba tras el mostrador otro tipo, un individuo joven con peinado de erizo. No conocía a ningún Lucian. Él estaba allí como sustituto porque su compañera había caído enferma.
—¿Cuál? —el último resto de mi dignidad hacia tiempo que lo había echado por la borda—, ¿la de pelo castaño o la rubia?
—La rubia, Sydney —respondió, arrugando la frente y con una sonrisa compasiva.
Suse me habló por el celular cuando yo regresaba de Holzdamm.
—Sebastian me preguntó por ti —me advirtió—. Le dije que tenías fiebre. No hagas locuras, Becky. ¿Me escuchas? Tranquilízate, o al menos inténtalo. Seguro hay una explicación de dónde está. Quizás en realidad te está evitando porque está enojado por lo de antier con Janne.
Al mediodía fui brevemente a mi casa y les dejé una nota a Spatz y a Janne, diciéndoles que estaba en la natación. Luego me dirigí de nuevo a Holzdamm y toqué el timbre sin parar.
Cuando sonó el zumbido de que abría la puerta, casi lloro de alivio. Me lancé escaleras arriba a saltos salvajes y no paré hasta el quinto piso. En la puerta de la vivienda estaba la mujer de cabello largo castaño; esta vez vestida, naturalmente.
—¿Por qué la prisa[66]? —preguntó—. Tu amigo no está.
—¿Puedo… podría… pasar un momento a su cuarto? Quisiera dejarle algo.
—No sé si… —titubeó—… bueno. Está bien. Pasa, pues.
Cuando entré en el cuarto de Lucian, que tanto olía a él, me habría querido encerrar allí. La cama estaba revuelta. Su ropa, tirada por el suelo. El libro de Janne estaba en la basura.
Me tendí sobre la cama, tomé la almohada y la oprimí contra mi cara, absorbiendo su olor. No quería marcharme. Quería quedarme, hasta que llegara y me contara qué había pasado. Pero un par de minutos después tocaron la puerta.
—Lo siento —dijo la mujer—. Tengo que salir y creo que lo mejor es que te vayas.
—Por favor, un momento todavía —le supliqué—. ¿Tiene algo para escribir?
La mujer me trajo un cuadernillo y lápiz.
Lucian, ¿dónde estás? Comunícate.
Anoté mi número de celular y salí de la casa. Había comenzado a llover de nuevo. Esta vez eran gotas como puntas de alfiler, cuya humedad me calaba hasta los huesos. Los árboles estaban casi desnudos y la hojarasca caída en las aceras había perdido su color. Pardas, mojadas, desconsoladas, las hojas yacían por doquier.
Una vez en casa, saqué de su jaula a Jim Bob, que en los últimos días se había vuelto muy manso, y me encerré con él en mi cuarto. Janne había cocinado. Llamó a mi puerta, pero fingí un dolor de cabeza y le dije que quería acostarme temprano. Me senté frente a la computadora y revisé mis correos, siquiera para distraerme un poco. Jim Bob se colocó en mi escritorio y picoteaba mi cuaderno de matemáticas; de vez en cuando emitía unos suaves gorjeos.
Papá había escrito. En los Ángeles el clima era veraniego y habían recibido un considerable encargo de anuncios de helados para Venice Beach. Val me mandaba saludos, y le había preguntado a nuestro padre si para la siguiente visita que realizara a Alemania podía llevarla con él para que por fin nos conociéramos. Qué había dicho al respecto Michelle, mi padre lo callaba, pero él anunciaba su próxima visita para Navidad.
How is life, little Wolf? (¿Cómo va la vida, lobita?).
It is like fucking hell. (Como el jodido infierno).
Me metí en la cama, apreté el oso blanco contra mi pecho y observé a Jim Bob, que ahora se había saltado al alféizar de la ventana.
—Hola, compañero de cárcel —le dije, bajo—. ¿Cómo te va sin John Boy?
Jim Bob no me tomó en cuenta. Daba brinquitos en el alféizar de aquí para allá, luego se quedó de nuevo quieto y empezó a dar con el pico en el cristal. La lluvia arreciaba y el Elba, desde mi ventana, era una sopa gris.
Me levanté de la cama, anduve de aquí para allá en el cuarto, miraba cada par de segundos el celular, echaba maldiciones, observaba por la ventana y cavilaba cómo y cuándo podría escabullirme sin que Janne sospechara. Cuando vibró el celular, casi me muero del sobresalto.
—¿Qué pasa contigo?
¡Oh no! Cerré fuerte los ojos. Era Sebastian.
—Nada —contesté sin fuerzas—. Nada malo. Tengo solo un poco… de fiebre.
—Esa respuesta ya la conozco —sentí suspirar a Sebastian.
—Becky, ¿qué te pasa? ¿Por qué no fuiste hoy a la escuela? ¿Es… por él?
—Sebastian, yo… —desesperada, buscaba las palabras—. Ahora no puedo hablar, ¿ok?
—¿Quieres que pase?
—¡No! —me esforcé por no gritar—. No. Ya estoy bien. Mañana hablamos. Nos vemos en la escuela.
Un carraspeo.
—No estás normal —prosiguió Sebastian—. Algo anda muy mal. Yo capto siempre que… que, ¡ay, mierda!, que te está pasando algo y mi sentido me dice que estás enredada en algo.
—¿Has hablado con Suse? —mi voz se había vuelto tajante.
—¡No, maldita sea! ¡Te hablo a ti!
—Pero ahora no puedo hablarte.
Colgué.
Entonces me senté en el piso, delante de la cama, y miré la hora. Las once y media. Cuando Janne se meta en la cama, volveré a salir.
Me enrollé en la alfombra para tomar fuerza.
Afuera había una tormenta. Incluso a través de la ventana cerrada podía oír cómo el viento desgarraba los árboles y aullaba en torno a las casas.
Supe que me había dormido cuando un penetrante ruido me hizo despertar espantada.
Era el timbre de la calle. Alguien llamaba fuerte.
En el corredor me topé con Janne, quien ya estaba en pijama y me miraba desconcertada. Me encogí de hombros.
¡Por favor, no! ¡Por favor que no sea Sebastian!
—Quizá Spatz olvidó las llaves —murmuró mi madre, y se dirigió a la puerta—. Todavía está en el atelier. ¡Cielos, son las dos y media! ¡Ya voy!
No era Spatz.
No era Sebastian.
Frente a nuestra puerta estaba Lucian. Estaba blanco como una pared, calado hasta los huesos, el agua goteaba de sus cabellos.
—Tenemos que hablar —dijo con brusquedad—. A solas.
Pero no estaba mirándome a mí, sino a Janne.
—Tenga —y le puso un pedazo de papel en la mano—. La espero.
Luego, sin añadir palabra y sin siquiera dirigirme aunque fuera una mirada, desapareció en la noche.