17

feather

Me quedé toda la noche con él.

Primero le hablé a Suse y luego a Janne, a quien le dije que pasaría la noche con Suse. Janne aceptó y pareció, también esta vez, que no sospechaba nada, y si manifestara alguna suspicacia, Suse me cubriría. Esta no me hizo ninguna pregunta, por lo que estuve infinitamente agradecida. Se contentó con que le diera la dirección, «solo por si acaso», dijo, y le aseguré que lo primero que haría por la mañana sería llamarla.

Los cortos minutos empleados en telefonear fueron los únicos en que Lucian y yo estuvimos separados. Yo entré en su habitación y él se quedó en el corredor. Luego nos pegamos el uno al otro como siameses.

Nos acostamos en su cama, tan cerca el uno del otro cuanto nos fue posible, y por el lado de mi cuerpo que tocaba al suyo fluía una cálida corriente continua.

La mano izquierda de Lucian estaba abierta sobre la mía, mientras que yo, con las yemas de los dedos de la otra mano, investigaba la lisura sin imperfecciones de su palma. Estaba completamente fascinada por cómo se sentía: cual si fuera seda o mármol, como una indescriptible hoja de papel.

Tardamos un rato en encontrar de nuevo las palabras.

—¿Cuándo supiste… que eras diferente? —susurré—. ¿Lo notaste en seguida? Después que bajo el puente…

—No —me interrumpió—. Al principio no sospeché nada. Solo me di cuenta por la mesera del Diner, donde ustedes siempre van al mediodía. Cuando me ponía los platos, noté las líneas de su mano. Eran bastante profundas; casi me parecieron cicatrices, y yo debo haber estado muy asombrado porque me preguntó si leía las manos. Lo dijo bromeando y dejó abierta la mano un momento frente al plato, encima del mostrador. Quizá quería flirtear, no sé. Lo único que recuerdo es que en un primer momento pensé que ella tenía algo anormal, pero luego comencé a mirar las manos de otras personas, y pronto caí en la cuenta de que el anormal era yo.

Pensé de nuevo en la tarde de Falkensteiner Ufer. Lucian también había mirado mis manos.

—Quizá… —comenté—, es un defecto genético, una tara hereditaria o algo así.

—¿Una tara? —sus dedos se cerraron en torno a los míos—. Entonces me gustaría saber de quién la he heredado. El propietario del bar en el que trabajo me deja usar su computadora y he buscado en internet, pero nunca he encontrado a una persona sin líneas en las manos ni huellas dactilares —rio por lo bajo—. Quizá mis padres son extraterrestres. Se lo podría plantear a tu madre, cuando la visite de nuevo.

Espantada, le miré.

—Lo que no me he propuesto en serio —agregó.

—¿Y lo de marcharte?

Apreté mi mano en torno a su muñeca y me di cuenta de lo mucho que seguía temiendo que se levantara y se despidiera de nuevo.

—No me voy —dijo y me rodeó con el brazo—. No sin ti, en dado caso. Si eso ocurriera, ¿nos fugaríamos juntos? ¿Qué tal Río de Janeiro?

¿Había sido él siempre tan bello? Conteniendo el aliento contemplé su cara con su pequeña nariz, los pronunciados pómulos, las largas y oscuras pestañas y los ojos de un azul nocturno, hasta que me miró de hito en hito.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Por qué siempre me miras tanto? Arrugó la frente:

—Tú también tienes algo diferente. Tragué saliva. —¿Qué quieres decir?

Se encogió de hombros y luego meneó la cabeza:

—No sé. No lo puedo expresar con palabras, pero ya lo he notado un par de veces. Se me ocurre que conmigo te faltarían cosas que los demás tienen, pero no logro asociar qué podría ser.

Me eché a reír.

—Hasta donde sé, todo está en su lugar. Y ahora deja de estar mirándome. Sonrió.

—Si así lo quieres —se había estirado y se inclinó sobre mí para besarme.

—Creo que soy adicta —susurré, luego de que nos separamos después de media eternidad.

—Sé lo que quieres decir —tomó uno de mis mechones en la mano y dejó que se deslizara por sus delicado dedos—. Te ves bien con el cabello corto. ¿A qué se debe?

—Nada bueno —y le conté sobre la clase de química. Me escuchó sin decir palabra y luego el rostro se le oscureció.

—¿Y lo del pájaro? —preguntó quedo.

—Como tú lo soñaste —le respondí, también en voz baja—. Palabra por palabra, incluida la última frase de Spatz.

No me dieron ganas de reírme por la cómica e involuntaria rima[59]; tampoco Lucian rio.

—¿La novia de tu madre?

Asentí con la cabeza.

—¿Y qué fue diferente? —preguntó.

—Spatz dijo: «Es cierto. Ha ocurrido. John Boy está muerto».

—Tienes razón. Las primeras frases no salieron en mi sueño —miró pensativamente sus palmas. Lisas. Es incomprensible que yo no haya caído en la cuenta.

—¿Lo sabe Janne? —pregunté—. ¿Mi madre? ¿Sabe lo de las palmas de tus manos?

Meneó la cabeza.

—No. Sidney… —Lucian titubeó—. Una vez… se empeñó. Quería verme las manos, pero entonces apagué la luz.

Su respuesta me pegó de inmediato, pero evité comentar.

—¿Y no tienes ninguna idea de por qué sueñas esas cosas? —le pregunté en vez de eso.

Meneó la cabeza.

—No tengo ni la más ligera noción. Lo que más me asustan son los sueños de tu futuro. El de tu periquito no ha sido el único sueño en que tú tenías la misma edad que ahora. Estaba también aquel…

—… ¡Mono! —se me escapó. Los apuntes de Janne volvieron a mi mente—. En la agenda de mi madre se leía papel mache y algo sobre una cubeta de pintura y un color rojo sangre.

Lucian asintió.

—Estábamos en una cocina, era pequeña, angosta y bastante sucia. Una pared estaba pintada de rojo, y cerca del refrigerador de encontraba ese mono. Era una escultura que tenía un montón de cosas pegadas. En el antebrazo derecho lucía una bandera americana y en el pecho tenía pegada una caja vacía de pañuelos desechables. Su rostro era una asquerosa mueca y sus dientes eran muy filosos. Tú lo tomas, te echas para atrás y lo lanzas contra una estantería. Luego cae esa cubeta de pintura directamente sobre ti. Llevas una camiseta blanca y un paño en la cabeza anudado en la nuca, al estilo de los piratas. Da la impresión de que estas bañada en sangre.

—¡Wow! —ahora era yo quien meneaba la cabeza—. Eso me suena más bien a una película de horror. ¿No sueñas nada bonito sobre mí?

Sonrió, tomó mis manos entre las suyas, se las llevó a la boca y besó cada una de las puntas de mis dedos.

—Sí —dijo lentamente—. Anoche soñé que los dos estábamos en una playa.

—¿Por eso lo de Río? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—No tengo idea. No, no creo —se encogió de hombros—. No sé dónde está esa playa. De todos modos, parecía bastante movida. En el agua había surfistas, unos cuantos jóvenes jugaban voleibol y junto a nosotros estaba sentada una chica. Tenía rizos de un rojo fuego y llevaba un vestido pasado de moda, gris plata. Estaba dibujando un niño y nosotros lo miramos.

No supe qué comentar. Lucian sonrió.

—¿Tienes o no idea de lo que estoy diciendo? ¿No sabes de monos de papel maché con una mueca en la cara, sentados arriba de un refrigerador, o de chicas pelirrojas que se vistan pasadas de moda y que vayan a sentarse en la playa y dibujen?

Sin saber qué decir, me encogí de hombros.

—Y tu cumpleaños número diecisiete, ¿no lo has planeado todavía?

—No —me eché a reír—. ¿Dónde será la fiesta?

—Allí. —Lucian señaló hacia arriba.

—¿Qué quieres decir?

—Estábamos en un globo y volábamos encima del Elba, pero en realidad se veía toda la ciudad.

—¿Quieres decir que íbamos en un globo de aire caliente? —pregunté, entusiasmada—. Siempre he querido hacerlo. Pero eso… solo lo sabe Sebastian —dije, tragando saliva.

—Mmm —la sonrisa había desaparecido de los labios de Lucian—. Entonces tiene sentido. Él también va.

Me espanté.

—¿Y cómo sabes tú que yo cumplía diecisiete?

—Porque te besó —dijo, suspirando—. «Todo mi amor en tus diecisiete, Becks».

Hundí la cabeza. Mi cumpleaños es el 16 de febrero; en tres meses. Lucian me apretó contra sí.

—Y ahí acabó el sueño.

Pasé las puntas de los dedos por los labios de Lucian, primero por el labio superior, luego por los dos y después por el de abajo, y la idea de estar besando a Sebastian me resulto tan ajena como nunca antes.

—Este sueño no se lo has contado a mi madre, ¿o sí? —traté de asegurarme, angustiada.

—No, porque ocurrió después de mi última sesión —tocó mi mejilla con la punta de la nariz.

—¿Qué crees que piense? —murmuré—. Quiero decir, si ya no vas con ella. ¿Crees que trate de encontrarte? O, peor aún —añadí, cavilando—, ¿que te denuncie?

Seguía sin caberme en la cabeza que la persona que más nos preocupaba fuera precisamente mi propia madre.

—No tengo idea —contestó Lucian—. Mi siguiente cita es el miércoles. Mientras, a ver qué se me ocurre, pero ahora quiero pensar en otras cosas.

Lucian hundió la nariz en mi cabello. Sentí cómo inhalaba y luego cómo soltaba su cálido aliento. Toda la piel de la cabeza comenzó a cosquillearme.

—Te sentí —murmuró—; antes, en el bar. Sentí que estabas allí. ¿Cómo hiciste para encontrarme?

—No hice nada —dije y suspiré—. Fue pura casualidad. Venía de verme con alguien que tiene su sala de ensayo en la Langa Reihe, y regresando a casa pasé por el bar… y entré.

Involuntariamente, meneé la cabeza. Hasta aquí, todo casualidad.

—¿Con quién estuviste, pues? —la voz de Lucian sonó un poco a celos—. ¿Es otro amigo?

—No te preocupes —reí—. Solo un ojete con quien tenía que aclarar algo referente a mi amiga.

—Ajá —me miró divertido—. ¿Secretos de mujeres?

—Algo parecido —asentí—, pero algo que no es para reír. ¿Y qué me dices de ti, de tu chica? —torcí la boca, mientras se me formaba un nudo en el estómago.

—Mi chica está sentada aquí —dijo, y se acercó más a mi cara, pero en vez de besarme, pasó la punta de la nariz por mi mejilla. Retuve el aliento y en ese mismo instante mi estómago me hizo observar que, vergonzosamente, lo había dejado olvidado desde el desayuno.

—¡Wow! —rio—. Parece que hay mucha furia ahí. Espera un poco y te traigo algo de comer.

—¡Ni hablar! —tomé su mano—. Sin mí no vas a ningún lado —lo dije en serio.

—Como quieras —me guiñó un ojo—. ¿Tienes ganas de un picnic?

Arrugué la frente, interrogando. Me llevó a la cocina. Era muy grande y con instalaciones modernas, con mucho cromo, madera clara y un gigantesco refrigerador, que estaba bien surtido. Había un bar con un considerable conjunto de botellas de whisky, y en el alfeizar de la ventana, unas plantas anquilosadas.

Lucian tomó del refrigerador queso, pan, aceitunas, un grueso salami, un vaso de pepinillos en vinagre y, por último, una botella de champaña, que a todas vistas era bastante cara.

—Oye —le dije—. ¿Todo esto es tuyo o de tu…?

—¿De mi qué? —sonrió y tomó cubiertos, un plato y dos vasos de la vitrina—. ¿No te puedes librar de esa fantasía, verdad?

Le di un codazo en el costado.

—Pero no sueltas prenda, ¿verdad? ¿Dónde está tu misterioso anfitrión? ¿Y ese nombre de la placa de la entrada? ¿Es una empresa o qué?

—No tengo idea —repuso—. Y mi anfitrión viene en camino. Llegará de un momento a otro.

Regresamos al cuarto, juntamos tanto las provisiones como un saco de dormir y unas cobijas de lana en una gran mochila y, para mi asombro, abrió la ventana.

—Ponte la chaqueta —me dijo—. En el restaurante podría estar fresco. No tienes vértigo.

Me lo dijo sin preguntar; no obstante, accedí. Luego, detrás de Lucian, que se había puesto su saco de cuero y la mochila, salté desde la ventana al aire libre.

Tuve que agarrarme del marco un momento. Justo debajo del alero, donde me encontraba, se veía directamente hacia abajo. El frío aire nocturno me dio en la cara y Lucian se rio de mí con ojos avispados.

—¿Listos? —me tomó la mano y me llevó hasta la esquina, donde una cornisa llana llevaba a la vivienda vecina. El edificio sobresalía unos dos buenos metros por arriba de la casa en la que vivía Lucian. Una angosta escalera de incendios pegada a la fachada llevaba a la parte superior.

Con agilidad felina subió los peldaños, y una vez que estuvo arriba me hizo una señal.

—No pienses —me gritó—. Solo sube hasta mí.

Tomé aliento y luego trepé hasta arriba, aunque sin ninguna habilidad gatuna.

El aliento se nos convertía en blancas nubes, mas no sentí el frío. Las cinco o seis casas cuyos tejados cruzamos tenían la misma altura y estaban unidas unas con otras, pero solo me atreví a mirar hacia abajo cuando Lucian se detuvo.

Habíamos llegado al extremo de la casa. Frente a nosotros, en la calle que atravesaba, se encontraba el legendario hotel Atlantis, que el próximo año iba a celebrar su centésimo aniversario. Lo había visto muchas veces; desde abajo, claro. Su tejado de pizarra estaba coronado por dos estatuas, sentadas espalda contra espalda entre un estilizado globo terráqueo. Este se encontraba iluminado con una brillante luz plateada, mientras que los rostros de las pétreas mujeres destellaban una digna impasibilidad.

—Para un globo aerostático me falta bastante dinero —dijo Lucian—, pero todo esto no está mal, ¿no crees?

No podía negarlo. Muda, observé la ciudad nocturna a nuestros pies. Desde aquí se podía mirar en todas la direcciones. Ante nosotros se divisaban las lagunas Binnenalster y Aussenalster, separadas por el puente Kennedy de varios carriles, con sus diminutos coches. Por allá la estación Dammtor, en medio de la noche, campeaba la esbelta punta de la torre de la TV con sus destellos rojos; detrás de nosotros estaban la estación principal y el Palacio De Bellas Artes. Reconocí la iglesia de San Nicolás[60], cuya torre más alta parecía una tiara papal, y la iglesia de Hamburger Michael, cuyos cuatrocientos peldaños subí una vez con mi padre en un lluvioso domingo, y habríamos hecho bien en haber evitado todo aquello.

El cielo parecía boca de lobo de tan oscuro, y tampoco se veía la luna en parte alguna, por lo que las luces de la ciudad resplandecían mucho más. Los faroles amarillos y anaranjados, los anuncios espectaculares y los carteles iluminados, los blancos faros delanteros de los coches y las rojas luces traseras, las relucientes fachadas de negocios y hoteles parecían brillar con empeño. En muchos edificios altos destellaban luces verdes de neón, y pude ver los anuncios azules y rosas del Cinemax al que Suse y yo siempre íbamos.

Mi mirada se deslizó sobre las copas de los árboles, cuyas ramas ya estaban desnudas, los diferentes puentes y los jardines abandonados que ahora tenían un largo invierno por delante.

—Se ve bonito desde aquí —expresé finalmente.

—Sí —contestó—. Este es mi lugar preferido.

Extendió su saco de dormir. La pendiente del tejado, interrumpida por las ventanas de las buhardillas[61] y las numerosas chimeneas, resultaba tan plana que uno podía sentarse con toda comodidad. El piso estaba caliente por las calefacciones y las chimeneas de las viviendas, y me apretujé contra el costado de Lucian. Puso ambos vasos en mis manos, descorchó la botella de champaña y sirvió. Luego tomó el suyo y se volteó hacia mí.

—¡Por ti! —dijimos como si fuéramos una sola boca, y nos echamos a reír.

—¡Por nosotros!

El tráfico se incrementaba abajo, pero no oí nada salvo el tintineo de nuestros vasos.

Estaba tan henchida de sentimientos que creí que no podría engullir nada, pero cuando Lucian me puso un pedazo de salami entre los labios, me di cuenta de lo hambrienta que estaba.

—Más —proferí.

Lucian rio, me puso un trozo de queso y luego algo de pan y un trago de champaña de su vaso.

—¡Cuidado! —me quejé, cuando la perlina fluidez se derramó por las comisuras de mis labios—. ¡No tan rápido!

—Así sabe todavía mejor —musitó—. ¿Quieres más?

Se puso el vaso en la boca, tomó un trago y apretó sus labios contra los míos. Lentamente, gota a gota, dejó que el champaña fluyera de su boca a la mía.

—Basta —dije, jadeando—, a menos que quieras que me caiga del tejado.

Se echó a reír. Sus ojos destellaban como oscuras estrellas.

—Hubo un sueño que no quisiste contarle a Janne —me escuché decir de repente—. No sé de qué hablabas, pero mencionaste que había una puerta giratoria y metal. Mi madre inquirió más, pero tú te cerraste.

Lucian se quedó muy quieto. Se quedó observando las ventanas de las casas y yo seguí su mirada en espera de la respuesta. Siempre se prendía una luz aquí, se apaga otra allá, mientras detrás de muchas ventanas se podía ver las luces empañadas de las pantallas de los televisores. Increíblemente se podía ver incluso cómo cambiaban de programa. Cerca de nosotros, en el cuarto de un hotel, una pareja se peleaba por el control remoto.

—En ese sueño es donde encontré mi nombre —exclamó por fin—, o, más bien, tú lo descubriste.

—¿Qué quieres decir?

—Eras muy pequeña. Era un hospital, estabas sobre una camilla. Me miraste y dijiste Lu. Querías preguntarme algo, pero entonces…

Lucian se encogió de hombros.

—Ya no sé qué más pasó. Pero Lu al menos era un comienzo —sonrió—. El resto lo añadí por mi cuenta. En un comienzo pensé en Lucas, pero me pareció demasiado común.

—Janne pensó que yo me refería a mi osito —comenté, con la voz baja—. Y Spatz lo encontró junto al columpio.

Lucian me miró inseguro.

—Yo me había caído del columpio —proseguí—. Tenía tres años, pero Spatz volvió a contarme la historia hace poco. Me golpeé la cabeza contra una losa del suelo y me tuvieron que operar. Spatz recogió el osito de al lado del columpio y luego nos acompañó al hospital. Cuando estaba en la sala post-operativa pregunte por Lu. Spatz dice que me puse muy contenta. Janne me entregó el osito en las manos, pero es evidente que no era lo que quería.

Miré los dedos de Lucian. Completamente quietos, estaban sobre el dorso de mi mano y luego me acariciaron suavemente la piel. De golpe me puse a pensar en la alocada teoría de Suse sobre el gemelo renacido, que yo habría tenido.

—¿Sueñas también… con alguien más? —pregunté luego de un rato. Primero asintió y luego meneó la cabeza.

—Muchas veces —dijo—. Tengo sueños difusos sobre sombras o paisajes. Muchas veces hay oscuridad y oigo voces, pero no sé de dónde vienen, y en varias ocasiones sueño que me sumerjo profundamente en el agua. Eso es lo que más me gusta. Me siento tan ingrávido, casi como si fuera volar.

—Sí —susurré—. Yo también conozco eso. Exactamente así es como me siento cuando nado.

—¿Y qué se siente tener padres? —preguntó.

No supe qué contestarle. Nunca había pensado en una pregunta así. Todo el mundo tenía padres, o al menos todos los que yo conocía. Era lo más normal del mundo. Y, a diferencia de muchos otros, yo había tenido bastante suerte con los míos, si no se toman en cuenta los sucesos de las últimas semanas.

—Se siente muy bien —respondí—. ¿Cómo lo sientes tú? ¿Cómo se siente no saber dónde se encuentra la familia de uno?

Lucian calló. Miró al cielo, que de repente se iluminó. Se escuchó un trueno, mas no llovió.

Frente a la rueda de gigante de la Feria de Hamburgo se iniciaron los fuegos artificiales. Como estrellas en explosión, se elevaron chispas por el cielo con múltiples colores y formas. Ardían, regalaban belleza y se extinguían.

Phone home (telefonea a casa) —dijo con voz ronca desfigurada. Dobló los dedos y señaló a la destellante torre de la TV, que desde aquí parecía un ovni.

E. T. phone home

—¡Cabeza de chorlito! —reí—. ¿De dónde conoces esa vieja película?

—La pasaron hace un par de días en la tele —explicó—, pero la idea no es tan mala. ¿Qué dirías si ahora llegara una nave espacial para llevarme? ¿Te irías conmigo?

—Desde luego —dije sin titubear—, siempre y cuando allí arriba hubiera piscinas o lagos.

—O mar —sonrió Lucian. Por unos instantes, contemplamos embebidos los fuegos de artificio. Duraron mucho tiempo. A cada momento saltaban nuevas chispas, y nosotros permanecimos callados, hasta que se apagaron las últimas luces en el negro cielo nocturno. Lucian me había tomado firmemente los brazos.

—Solicitaré la nave espacial para más tarde. ¿De acuerdo? —susurró finalmente—. Ahora más bien pareces necesitar una cobija caliente.

Asentí. No me había dado cuenta de que los dientes me castañeaban. Cuando regresamos al cuarto de Lucian, de pronto nos sentimos desconcertados. Estábamos ante un nuevo umbral y no sabíamos como cruzarlo.

Lucian tomó la iniciativa. Se quitó el saco, luego los zapatos y finalmente me quitó la chaqueta de los hombros y me llevó nuevamente a su cama. Se arrodilló delante de mí para sacarme los zapatos y luego los calcetines. Sus dedos fríos se plegaban en torno a mis pies, y yo sentía cómo la sangre se calentaba bajo mi piel. Me desabroché los jeans y traté de respirar acompasadamente, en lo cual fracasé de forma penosa. Cuando Lucian jaló de las piernas el pantalón, este fue resbalando lentamente por mi cuerpo, y por cada milímetro de mi piel se me iba poniendo la carne de gallina. Cada broche daba su propio y suave clac, hasta que no quedaba encima más que la camiseta y el calzón.

—¡Cómo tiemblas! —dijo.

Me echó encima la cobija, me arropó y entonces se quitó los jeans. Vi sus piernas, delgadas pero marcadas, sus potentes pantorrillas. Los músculos parecían danzar bajo su piel. Se dejó la camiseta y se acurrucó junto a mí bajo la cobija.

—Esta vez —susurró—, es de verdad; no es un sueño. Estoy acostado junto a ti en la cama.

Me sonrió y luego me pellizcó la mejilla con suavidad.

—Y has crecido mucho desde la última vez.

No emití ningún sonido. Estiré los brazos hacia él, pero el meneó la cabeza.

—Date vuelta —me ordenó con voz suave—, voltéate boca abajo.

Así lo hice. Lucian levantó mi camiseta cada vez más. Sus dedos lisos y blandos recorrieron mi columna vertebral con una lentitud suave, deliciosa e interminable. Cuando te toco —había dicho Lucian en la terraza del búnker—, siento algo indescriptible, como si nunca hubiera tocado a nadie. Y así exactamente me ocurrió ahora. Como si yo fuera la primera, la única, a la que él jamás había tocado. No me sentí de otra manera. Toda la piel me hormigueaba, bajo sus dedos todo se convertía en otra cosa, en algo nuevo. ¿Qué era yo, en qué me había convertido, qué éramos nosotros?

De golpe, los dedos de Lucian se detuvieron:

—Ahí esta —murmuró—. Tu cicatriz. Te caíste, ¿verdad? Jugando. Esto lo soñé anteayer. Eras pequeña. Te peinabas con cola de caballo y llevabas un dirndl[62]. Estabas en el patio de juegos, corriste, pero con ese vestido no te podías mover, y cuando el niño te jaló, tú volteaste y él te empujó. Moviste los brazos y te caíste. Comenzaste a gritar como loca, y se te clavó una aguja de seguridad en la espalda.

Sentí como Lucian se doblaba sobre mí. Sus labios rozaron la piel de mi omóplato.

—Yo estaba contigo —susurró—. Yo estaba justamente junto a ti, pero no te ayudé, ni siquiera te dirigí la palabra ni te consolé. Rebecca, tenía tanto miedo de que algo mal…

—Shhhhh…

Me giré y cerré sus labios con un beso. Noté como sus manos se cerraban en puños sobre mi espalda; todo su cuerpo estaba ahora excitado. Arqueé la espalda y me empujé cada vez más adentro de su abrazo; entonces aplané mi cuerpo para quitarme la camiseta, pero Lucian me retuvo la mano con fuerza.

—Nada —susurró con esfuerzo—. No sé si yo ahora… o si puedo soportar esto, ¿de acuerdo?

Siguió sosteniendo fuerte mi mano. Asentí y entonces comencé a llorar. No sabía por qué; sencillamente el llanto se apoderó de mí. Lucian me besó las lágrimas de los ojos, me miró y su mirada era un contacto, una caricia profunda en mi interior.

—Te amo, Rebecca —dijo.

Me espabilé y vi que hablaba en sueños. Estábamos igual como nos habíamos acostado, estrechamente abrazados, con su pecho pegado a mi espalda. Primero pensé que escuchaba su voz en mi sueño, pero luego me di cuenta de que era él quien soñaba.

—… yo también… —escuché que él decía. Sonaba atormentado, impotente—… pero debes… mas no… no conmigo… cesa… deja… de rogar… no puedo… de lo contrari…

Se sobresaltó y vi que el sudor el corría por el rostro. Sus cabellos estaban húmedos.

—¡Oye! —le dije—. Estabas soñando. ¿Qué… era?

Prendí la luz, Lucian parpadeó. Se le veía por completo aturdido y pareció necesitar un buen rato para registrar dónde se encontraba.

—No sé —murmuró azorado—, no sé qué soñaba. Normalmente lo veo justo frente a mí, pero ahora ha desaparecido.

Sonrió, torciendo la boca, y reclinó la cabeza sobre mi pecho.

—Ha de ser culpa tuya, porque tú puedes desechar los sueños de inmediato —me atrajo a sus brazos, pero ya no dormimos.

—Tengo sed —dijo en determinado momento y se iba a levantar, cuando lo detuve.

—Deja que yo vaya —comenté—. De todas formas tengo que ir al baño.

Recorrí torpemente todo el pasillo a oscuras y en la cocina llené un vaso de agua del grifo; busqué el baño mientras regresaba al cuarto de Lucian. Abrí la puerta de lo que resultó ser un guardarropa, un trastero, y en la tercera búsqueda tuve suerte. Busqué a ciegas el interruptor y me topé con una enorme sala de baño con lavabo de mármol y una lavadora de ropa. Había ducha y bidé, pero no inodoro. Mientras pensaba si debería usar el bidé, la puerta se abrió. Me di vuelta y, asustada, dejé caer el vaso.

Frente a mí se encontraba una mujer desnuda. Era más o menos de la edad de Janne, llevaba cabello largo y castaño, con un aspecto revuelto que decía con mucha claridad qué había estado haciendo hasta unos momentos antes.

—Yo. ah —tartamudeé y hubiera querido que me tragara la tierra, lo que la mujer en cueros advirtió, en un abrir y cerrar los ojos.

—Bueno, por lo visto hoy no soy la única visita femenina —dijo, divertida—. ¡Hola!, me llamo Kim. ¿Y tú quién eres? —me sonrió, como si nos hubiéramos encontrado en un cóctel.

—Yo. yo —¡cielo santo, no me pareció tener que decir mi nombre!

—Déjalo, cariño —dijo la mujer—. Está bien. ¿Qué te parece si regresas a la cama y me dejas que arregle lo del vaso?

No necesité que me repitiera la pregunta. Con la velocidad de la luz, salí pitando hacia el cuarto de Lucian.

Cuando le conté lo que había pasado comenzó a reír.

—¡Bueno! —repuso—, al menos ahora ya tienes una prueba acerca del sexo de mi anfitrión.

—Muy chistoso —bufe—, pero ¿no me vas a presentar?

—¿Ahora? —preguntó arqueando la ceja.

Con una sonrisita, respondí que no.

—Quizá mañana —dije mirando a la puerta, aprensiva—. ¿Y crees que en realidad esto… está bien?

—¿Qué? ¿Que mi anfitrión reciba mujeres?

—No, que tú… recibas muchachas.

—No he leído ningún reglamento de la casa que lo prohíba —aclaró—. Tranquilízate. El tipo es a todo dar. No me va a retorcer el cuello.

—¿Lucian?

Me miró interrogativo.

—¿Dónde está el baño? —pregunté algo avergonzada.

—Oh —sonrió—. Es muy fácil. Justo al lado de mi cuarto.

Cuando regresé, Lucian tenía el libro de mi madre y lo estaba hojeando.

—Quisiera saber —musitó—, en que parte cesan.

—¿Cesan? —arrugué la frente—. ¿Qué quieres decir?

—Mis sueños sobre ti —me explicó—. Vienen al azar como escenas de una película que se hubiera roto y luego la hubieran pegado en desorden. Pero ¿dónde está el comienzo, dónde el fin? ¿Entiendes lo que quiero decir? En realidad quería preguntarle a tu madre esto, pero… no sigue —dijo mirándome.

Asentí, y de inmediato me di cuenta de algo. Tome el libro, abrí las ultimas páginas y se las mostré a Lucian.

—¿Has leído este capítulo sobre sueños lúcidos?

—No creo. ¿Qué dice? —preguntó, levantándose de la cama.

—Es muy parecido al estado de trance en que te pone mi madre —contesté—, solo que tú mismo lo puedes hacer. Antes de dormirte puedes intentar desear un sueño. Yo nunca lo he probado, pero con la mayoría de las personas parece que funciona, según dice Janne. Solo es necesario concentrarse con la suficiente fuerza.

De repente me sentí terriblemente excitada.

—Quizás esto sea una pista. Quizá deseaste soñar cuando me viste la última vez. Antes de que… perdieras la memoria —comenté, titubeante.

Lucian asintió con lentitud.

—El intento vale la pena —respondió, extendiendo los brazos—, pero no ahora. Ven acá. Durmamos un poco.

Apagué la luz, me acurruqué otra vez en los brazos de Lucian y olí la noche en su cabello y a mí misma en su piel. La siguiente vez me despertó el celular. Era Suse, quien dio la alarma. Janne había hablado a su casa al teléfono fijo.

—Le dije que estabas en la ducha —me explicó—. No creo que sospeche nada, pero es mejor que regreses.

Suspiré. Lucian no apartó los ojos ni un momento de mí mientras me vestía.

Se le veía algo trasnochado, los cabellos revueltos, el rostro desencajado, pero la febril intranquilidad que le rodeaba había desaparecido y, por primera vez desde que lo conocí, se vea feliz.

—¿Cuándo te vuelvo a ver? —me preguntó cuando estuve lista, y añadió sonriendo—: Tú ya sabes dónde vivo y dónde trabajo también.

Dudé que hoy pudiera desaparecerme otra vez. Lo que menos deseaba era arriesgar mi felicidad y despertar las suspicacias de Janne.

—A más tardar mañana, ¿de acuerdo? —le respondí—. Después de la escuela tengo que ayudar a Spatz en el traslado. Se muda a un nuevo atelier, pero luego le diré simplemente que me voy a nadar.

Lucian se levantó de la cama y me abrazó. Hundió la nariz en mis cabellos y murmuró:

—Te estaré aguardando. Vigila. No corras delante de coches.

—Prometido —de mala gana me desprendí de su abrazo—. Hasta mañana, a más tardar.

Cuando bajaba las escaleras, sentí de nuevo la pesadumbre en mi pecho, pero esta vez no era mala.

Afuera brillaba el sol, y mientras iba por la calle tuve la sensación de flotar.