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feather

El veterinario sospecha que se trató de algún shock.

—En los pájaros de cierta edad no es raro que ocurra esto —nos dijo cuándo llamamos a su consultorio para preguntar sobre la posible causa de la muerte súbita de John Boy—. Los síntomas señalan hacia un paro cardíaco. Sin previo aviso, el ave se encoge y muere en segundos.

Exactamente así había ocurrido. El viernes, cuando Spatz se sentó en el desván a tejer con ganchillo, John Boy cayó de su palo con un fuerte sonido, y en unos segundos dejo de respirar.

Lo enterramos esa misma noche en el patio trasero de la casa. Janne, quien llegó poco después de mí, chapuceó una crucecita para la tumba de John Boy y al martillear el clavo por poco se lo hunde en el dedo.

Estaba totalmente fuera de concentración, igual que Jim Boy, que se quedó en su jaula, solitario y aturdido y no quiso salir, aunque todo el tiempo le abrimos la puerta.

Lo que se escondía tras la actitud de Janne era evidente. En cuanto vio mi nuevo peinado se puso pálida como un cadáver e intercambio una mirada con Spatz, quien levantó ambas manos, a la defensiva. Todo era interminablemente extraño: Spatz estaba enterada; Janne estaba al tanto; yo también lo sabía. Pero para Janne la cosa no era clara, y yo callé, tan obstinadamente como ella.

Suse me llamó por el celular una vez que las dos ya estuvimos en nuestras casas. Cuando le conté que el sueño de Lucian se había hecho realidad, reaccionó con casi mayor aturdimiento que yo. Y yo no dejaba de pensar que tenía que hablar con Lucian. Quizás se debió a que el shock fue cediendo lentamente, o que, con la muerte de John Boy, se había agrandado. Quizás lo que desease fuera cerciorarme de que no era yo quien estaba soñando. Me importaba una mierda lo que fuera. El caso era que yo debía hablar con él.

Suse pensaba lo mismo y me dio gusto ya no estar sola con todo esto. La tarde del sábado pasó por mi casa a recogerme. Había niebla y hacia frío, aunque no llovía. Fuimos en bicicleta por los alrededores y recorrimos, al azar, unos cuantos bares de Sankt Pauli del Schanze y preguntamos si allí trabajaba un joven llamado Lucian, pero no tuvimos suerte, cual era de esperar. Mientras, estaba tan nerviosa que ya me había decidido a decirle a Janne que me explicara, pero Suse me contuvo:

—¿Qué tal si las cosas te salen al revés? —me señalo. Si a tu madre no le nace espontáneamente hablarte, mejor déjala en la creencia de que tu no estas enterada de nada.

En cambio, Suse me recordó que me mantuviera vigilante en las zonas cercanas al consultorio de Janne. Suse faltaba a la escuela los lunes y yo los martes. Durante tres días, nos metimos por las tardes en un cafetucho que había enfrente del consultorio. Dos veces vimos a Janne subir a un taxi, pero de Lucian ni sus luces.

Pensé que la mirada hostil que me lanzó en la escalera. Lucian debió saber que yo no había estado allí por casualidad, pero ¿habría sacado las conclusiones exactas? ¿Habría sospechado que yo estaba haciendo traicionada por mi madre, como él por su terapeuta? ¿Habría llegado a la conclusión de que Janne era mi madre?

Como sea, parecía que él no le había contado nada de nuestro cruce en la escalera; si no, Janne se hubiera comportado de otra manera.

De todos modos yo me preguntaba cómo fue esa sesión, y si él seguía con la terapia.

Pero todas esas cavilaciones no me servían para nada, pues no había nadie que se diera respuesta a mis preguntas.

Sebastian se había recuperado. Pero su actitud mostraba claramente que se mantendría lejos de mí. Comentó que mi nuevo corte de pelo era «bonito», y eso fue todo lo que me habló en semanas. Parecía querer desprenderse de Sheila y del resto del grupo. En el receso, la mayoría de veces se sentaba con unos compañeros del aula de al lado, o se ponía a leer un libro.

El siguiente sábado, Suse me pidió un favor. Todavía tenía cosas en la sala de ensayos de Dimo (un par de CD que le gustaban, una chamarra y una gorra de cuero). En el patio de la escuela, Dimo nos evitó sin sutilezas, y a mí no me dieron ganas de armar líos delante de toda su clase. Así que la tarde del sábado tomé el metro a la estación principal y de ahí me fui a Lange Reihe, una de las calles más hermosas del casco viejo de Hamburgo, donde estaba el lugar de ensayos de Dimo. Yo no había avisado que llegaría pero, por Suse, sabía que Dimo estaba allí casi siempre.

La casa, según me había indicado Suse, era el número 22 y en una placa de mármol de la entrada leí que ahí había nacido el popular Hans Albers, en septiembre de 1891. Dos esculturas barbudas, en piedra, al estilo de los dioses griegos, me miraban desde la fachada con aspecto combativo.

La sala de ensayos de Dimo se encontraba en el patio trasero, al que conducía un pasillo con arcos. Los viejos muros estaban cubiertos de grafitos y, a diferencia del frente histórico, el patio no invitaba a que lo visitaran. Descendí hasta una puerta metálica azul, toqué varias veces el timbre, y tardaron como dos minutos en abrirme. El aire era húmedo y olía a basura y a ratas. No había luz. En la entrada de la estancia de ensayos se encontraba el amigo de Dimo, LeRoy, quien me miró sorprendido.

—¿Qué haces aquí?

—Eso prefiero tratarlo con Dimo —le respondí seca, y me metí.

Dimo estaba sentado en un descuidado sofá de cuero, e improvisaba en su bajo cuando me planté delante de él.

—¿Quieres cantar algo? —me preguntó sarcástico, pero no se me escapó el destello de inseguridad en sus ojos.

—Con gusto —le respondí—. Conozco una buena canción sobre impotencia. ¿Quieres oírla?

LeRoy resopló detrás de mí, y en el cuello de Dimo aparecieron unas manchas rojas.

—No, gracias —dijo, apretando los dientes—. ¿Qué quieres, pues?

—Las cosas de Suse —respondí.

Dimo se levantó, fue hacia el locker de Suse y sacó la chamarra y la gorra de cuero.

—Aquí tienes.

—Los CD —le ordené.

—Los tengo que buscar —suspiró.

Me senté en el sofá.

—Tengo tiempo.

Dimo se pasó los dedos por el cabello, echó una mirada a LeRoy, quien, sonriendo, se encogió de hombros y se dirigió a la colección de CD que se encontraba delante, en un anaquel junto a la ventana.

—Aquí ha de estar todo —dijo, poniendo en mi mano un puñado de discos—. ¿Algo más?

—Sí —murmure—. La verdadera belleza no es perfecta. ¿Te acuerdas? Tú mismo lo dijiste. Pero no tienes sin idea, lastimoso gusano, y por eso te digo: su a mí me llega un, escucha bien, si un solo chisme sobre Suse llega mis oídos, entonces que Dios te agarre confesado. ¿Entendiste?

Dimo trató de poner cara de indiferencia, pero no lo consiguió.

—¿Entonces qué? —gruñó—. ¿Vendrás con tu «mamita querida» para que me pegue?

Solo me quedé mirándolo y me marché.

‡ ‡ ‡

Originalmente, Sankt Georg era conocido por su escena homosexual, pero en los últimos años fueron apareciendo muchos cafés y restaurantes los que acudían también los heterosexuales. Camino a casa pasé por puestos de carne estilo turco[57], tiendas asiáticas, supermercados indios, restaurantes persas, portugueses, italianos. Miré las vitrinas de los establecimientos pequeños, que siempre entusiasmaban a Suse porque no seguían las tendencias de moda de las grandes cadenas; pasé por un par de idílicos[58] patios traseros, y luego giré a la derecha hacia la calle Spadenteich, hasta que di con una plaza circular adoquinada. Los cafés y bares que la rodeaban estaban a reventar en verano, pero también hoy había movimiento; de una pequeña iglesia salía mucha gente y, en torno a una figura artística de tamaño humano, hecha con placas oxidadas, un par de niños jugaban al escondite. En una de las placas alguien había grafiteado: «Dúho ama a su monstro».

Resultó mejor no haber tomado el metro; el paseo por el barrio fue lo más acertado que hice; en mi interior hervía de ira contra Dimo porque no me quitaba de la cabeza lo mucho que había herido a Suse.

Me metí en un callejón, pasé por un taller de calzado y me quedé frente de a un bar de nombre Max y Consorte; en otro letrero decía: Destill. Fundada en 1885.

Entré. Tras la barra había una chica de mi edad, quien, distraída y canturreando, le servía una cerveza a un tipo. En una de las mesas estaba sentado un hombre de negocios con una laptop; en otra, una señora mayor que bebía un vaso de aguardiente (por sus movimientos oscilantes, no era el primero). Me senté en una mesa redonda con taburetes altos, sobre la que había una figura de bronce, y pasee la mirada por el lugar. El bar tenía algo de pub. Sobre el mostrador colgaban farolillos chinos que habían dejado atrás sus mejores tiempos, y bajo el techo se bamboleaba un ventilador, que ahora permanecía apagado. Varias viejas lámparas de luz penumbrosa llenaban el espacio, y en una gran pizarra de corcho resaltaban incontables billetes de países extranjeros. Las paredes estaban repletas de retratos y carteles.

En un póster negro se leía Melodía mortal o el V de hora del poeta, de Sven Lange, donde figuraban tres cabareteras. En la parte posterior del pub se encontraba el espacio para fumadores, y en la parte delantera había dos puertas. En una decía Cocina y en la segunda Privado. Prohibido pasar.

—¿Qué desea? —la chica, rubia, de cabello corto y sonrisa amable, estaba frente a mí.

«Me dicen que yo no bromeo», pensé y carraspeé.

—Una bionade, por favor. De saúco.

Soné como un cuervo con gripe. La chica fue al mostrador y echó una mirada a la puerta donde decía Privado.

—Bueno —oí que pronunciaba el hombre que estaba en el mostrador—. ¿Estás esperando a que tu precioso amado se tome un descansito?

Era una locura, pero supe de inmediato de quien hablaba. Por eso había entrado en esta taberna sin titubear.

Cuando la chica se inclinó para recoger la corcholata de una cerveza que se había caído, me levanté del asiento y fui hacia la puerta, la abrí y me encontré con un pequeño y caótico corredor, de donde salía una escalera que conducía al sótano. Abajo se escuchaba música clásica. Baje y abrí la puerta.

Lucian se encontraba en medio del cuarto, subido a una escalera de mano. Llevaba unos jeans agujereados y una camiseta negra llena de polvo. Tenía un destornillador en la mano y estaba montando una lámpara para techo de la que colgaban muchos cables. Por un momento tuve la sensación de no poder sostenerme en mis piernas. Vi la musculatura de sus brazos y el sudor que dejaba un fino rastro bajo la nuca.

Pareció notar que yo lo miraba. Traté de sobreponerme, pero me costó trabajo apartar la mirada. Las paredes desnudas estaban recién retocadas; el piso, cubierto por una lona de plástico. Encima se encontraban cubetas de pintura, brochas, rodillos y un viejo reproductor de CD, del que salía música de Beethoven. Usando el dorso de la mano, Lucian se limpió el sudor de la frente, y se sacudió el polvo de la camiseta. Entonces se giró hacia mí sin decir palabra.

—Tu cabello —dijo tranquilamente—… te lo cortaste…

Asentí.

—Y mi periquito está muerto.

—Lo siento —comentó. Su voz vibraba tal frialdad que me encogí toda.

Antes de que pudiera contestarle, la puerta del sótano se abrió.

—Oye —la chica rubia se puso entre nosotros—, ¿qué pasa aquí? ¿Qué es esto? ¿Qué se te perdió aquí abajo? ¿No sabes leer? En la puerta dice Privado —exclamó enfurecida y fulminándome con la mirada.

—Está bien, Sid —intervino Lucian antes de que yo pudiera contestar algo. Le sonrió a la chica y esa sonrisa me sacó de quicio—. Es solo una amiga.

¡Vaya! ¿Solo una amiga? De repente me sentí como una idiota. Quería dar la vuelta y marcharme, cuando Lucian bajó de la escalera.

—Lo siento —le dijo a la muchacha, excusándose—. Tenemos que tratar algo. ¿Puedes decirle a Jorge que no vendré esta tarde?

—Si es así… —masculló la chica y me echó una mirada de desprecio.

—¿Qué pasa con lo que quedamos? —se dirigió a Lucian de nuevo, colocando la mano sobre su brazo desnudo—. ¿Me recoges luego?

—Veremos. Yo te aviso. ¿Ok?

Lucian se deshizo de ella y me hizo una señal escueta, pasó delante de mí y subió la escalera, acompañando a la chica.

Ella me miró como si yo hubiera raptado a su novio frente al altar, pero ya no le presté mayor atención, sino que subí a saltos la escalera, tras de Lucian.

Cuando salimos del bar, la chica vino detrás de nosotros.

¡Oye! —gritaba—, ¡oye!, ¡tú! Voltee. La chica extendió la mano.

—La bionade —señaló entre dientes.

Lucian me miró, sonriendo.

—Al parecer te fuiste si pagar… —y dando la vuelta hacia la muchacha—. Déjalo. Añádelo a mi cuenta.

Refunfuñando, la rubia se dio media vuelta y regresó al bar.

Lucian me miró. La sonrisa había desaparecido de sus labios y su aspecto era de nuevo rígido y distante.

—Me pregunto —dijo irónico—, como puedo hacer para apartarme de ti, si por todas partes me persigues. ¿Están tus amigos otra vez escondidos detrás de alguna esquina? ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no me dejas en paz de una vez?

—¿Yo… a ti?

Me quedé boquiabierta. Buscaba aire como un pez fuera del agua. De pronto me dieron ganas de gritarle, pero mi garganta estaba hecha nudo, de tal manera que de mis labios no lograba sacar sonido. Las lágrimas asomaron a mis ojos, lo que me puso aún más furiosa. Giré y corrí por la calle, sin mirar a la derecha ni a la izquierda y sin prestar atención a la voz a mi espalda; en el momento en que el rechinido de unos frenos llegó a los oídos, era demasiado tarde. Un sordo dolor de cadera, al golpearme contra el radiador de un coche azul; rodé por encima de él, al tiempo que, por instinto, me cubría el rostro con los brazos y aterrizaba del otro lado, estrellándome con el occipucio sobre el duro asfalto.

Antes de que yo comprendiera bien que me había ocurrido, Lucian ya estaba mi lado. Se inclinó sobre mí. Su mirada era de susto mortal.

—Rebecca —murmuraba—, Rebecca, ¿estás bien? ¡Di algo, por favor, di algo!

—¡Tipo de mierda! —mascullé con una débil sonrisa despreciativa.

El dolor de la cadera pulsaba con fuerza, pero no parecía que se hubiera roto nada. Solo me dolía la cabeza y todo me daba vueltas. Las palabras de Tyger surgieron en mi mente y me puse a reír.

Lucian movió la cabeza, aturdido.

—¿De qué te ríes?

—De mi maestro —musite—, al que debería haberle hecho caso.

Allí estaba el conductor, con el pesar de su conciencia, y a quien por un pelo no le había desgraciado la vida. Pálido, me preguntaba cómo me sentía; otros transeúntes también se sintieron atraídos, lo que no me gustó en absoluto.

—¿Llamo una ambulancia? —el conductor era bastante joven y ya había sacado el celular.

—No, para nada… —le prohibí, decidida—. Creo… —reprimí un gemido—… creo que no me paso nada.

Traté de incorporarme y observé como Lucian pasaba su brazo en torno a mí y me sostenía. Se había agachado detrás de mí.

—¿Estás segura de que no necesitas ninguna ambulancia? —preguntó. Su boca estaba muy cerca de mi oreja.

—¿Para poder fugarte otra vez?

—¿Yo? —rio Lucian por lo bajo—. Quien quería fugarse más bien eras tú.

—Está bien —respondí—. Tenía que dejarte en paz, ¿lo olvidaste?

—Al parecer no lo consigues sin meterte en dificultades. —Lucian trató de hacerlo pasar por un chiste, pero su aspecto era lastimoso y me hice consciente de lo feliz que eso me hacía.

Se levantó.

—Mi amiga se siente bien —le dijo al conductor—. Creo que no necesitamos ninguna ambulancia.

Asentí, me mordí los labios y extendí una mano. Lucian me ayudó a levantarme.

—¿Mi amiga? Antes sonó de otra manera —dije con voz baja. Me dirigí al conductor.

—Lo siento. Espero que a su coche no le haya pasado nada.

—No tiene nada —exclamo el hombre—, pero la próxima vez ten más cuidado para no estamparte con un auto. ¿De acuerdo? No eres la única que ha salido de esto solo con un susto.

—Prometido —contesté, y de nuevo pensé en Tyger.

Lucian recogió mi bolso del suela, ya que se me había salido de las manos en la caída, lo cargó y puso mi brazo en su hombro; si bien la cabeza me retumbaba y las piernas me seguían temblando, yo sentía como si me hubieran dado una fuerte droga o un medicamento.

También del bar había acudido gente, incluyendo a Sid (como Lucian había llamado a la chica). Tenía las manos en la cintura, y nos miraba molesta, me habría gustado mostrarle la lengua, como una niña pequeña.

—Ven —dijo Lucian—. Vayámonos de aquí. Te llevaré a casa y allí estaremos seguros.

—¿De qué? —no pude resistir a preguntar—. ¿De mis amigos o de tu amiga?

No recibí respuesta.