14
En cuanto giró la llave en la cerradura, me metí en el baño, con el puño apretado contra la boca. No había tenido tiempo de dejar el consultorio, porque habría caído directamente en los brazos de Janne. Por suerte, no dejé cerrada la puerta por dentro, así que no sospechó echó nada.
Mi madre entró por el zaguán, escuché sus pasos y el clac hueco de las muletas cada vez más cerca. Se paró junto a la puerta del baño.
Con sumo esfuerzo, contuve la respiración y cerré los ojos, mientras en mi cabeza giraban las imágenes. Aquello de lo que Janne se había enterado por etapas a mí me cayó encima en unos minutos. Tenía la sensación de que iba a reventar. Pensé que si Janne abría la puerta en ese momento, yo saltaría por los aires en miles de pedazos. No la abrió. El sonido de las muletas empezó a escucharse por el parquet de nuevo, y se alejó en dirección al despacho.
Me apoyé en el lavabo. En un estado febril repasé en mi mente si había vuelto a dejar en su lugar las cosas del despacho; si hice alguna estupidez; si me había delatado por alguna otra cosa. Y entonces me di cuenta de que de nada me servía reflexionar…
Presioné la manija de la cerradura en cámara lenta y pasé por el zaguán, de la manera más silenciosa que pude.
No había moros en la costa. En tres pasos estuve en la puerta y salí. Fue mucho más fácil de lo que había pensado. Cuando cerré la puerta detrás de mí, sonó el timbre. Fue un sonido agudo, estridente. Me encogí, solté la manija y me lancé escaleras abajo, sin voltear. Llegué hasta el segundo rellano y entonces lo vi.
Sobre mí escuché un chirrido: Janne había abierto la puerta del consultorio. En mi cabeza surgió un pensamiento: «Ya puedes estar tranquila, él ya llegó».
Lucian se detuvo dos escalones más abajo. Se me quedó mirando frunciendo sus negras cejas, pero esta vez no había miedo en sus ojos, sino una franca hostilidad.
Pasó a mi lado sin decir una palabra, y siguió subiendo. Todavía pude escuchar la voz de Janne. Luego oí que se cerraba la puerta y quedé sola en las escaleras.
Afuera había comenzado a lloviznar; era una lluvia que no caía en gotas sino en hilos finísimos. O quizá no; entrecerrando los párpados, miré el velo gris que caía frente a mis ojos. «Estos no son hilos, Rebecca. ¡Está lloviendo cintas!». Así es como se dice, al menos en alemán. En inglés se dice: It’s ranning cats and dogs (llueve gatos y perros). Levanté la cabeza y me quedé mirando la lluvia. «Gatos y perros», pensé, «¡que descabellada expresión!». Me puse a pensar que si a alguien le llovieran gatos y perros en el pleno rostro sentiría bastante dolor. La «lluvia de cintas», por el contrario, apenas sí la sentía, o prácticamente no. Sencillamente una quedaba mojada. Todo estaba solo húmedo: las calles, los autos y la hoja azul cielo que se encontraba en la acera y que daba la impresión de estar tan sola. ¿Estarían también mojadas las letras de ese volante o se habían vuelto borrosas? Me incliné y lo tomé. Se percibían todavía con claridad.
Se limpian ventanales desde 1.99 euros —se leía caracteres gruesos sobre el papel azul cielo—. ¿Desea una solución confiable para la limpieza de las ventanas de su oficina o desea sencillamente ventanas limpias en su hogar? ¡Entonces llámenos! Nuestros afables y confiables limpiavidrios que habla alemán le ofrecen limpiar sus ventanas desde 1.99, IVA incluido.
Ventanas limpias desde 1.99 euros. ¡Uf qué ganga! Limpiar ventanas es un trabajo duro y peligroso, sobre todo cuando se tiene que hacer en un piso alto. Un volante como este era importante. Mucha gente debería enterarse. ¡Este volante tenía que pegarse en muchas, muchísimas entradas de casas!
Yo sabía pegar volantes, pues lo había hecho a menudo en la primaria con Suse, para su madre, cuando los seminarios sobre gestión del tiempo todavía no eran conocidos. Nos pagaban a Suse y a mí cinco centavos por volante repartido, y habíamos caminado ufanas por las calles hasta concluir la repartición. Esta vez Suse no estaba aquí, así que tendría que hacer el trabajo yo sola. Metí el volante bajo mi chaqueta y me dirigí a la esquina de la calle, donde estaba un servicio de fotocopiado.
Prendí una copiadora, marqué siete y dos ceros, oprimí start y me quedé mirando cómo el aparato iba escupiendo las hojas sueltas con un apacible y monótono ritmo, aunque increíblemente efectivo. Era la lluvia de volantes más limpia. Una vez salidas todas las copias, compré tres rollos de cintas Tesa, pagué con un flamante billete de cincuenta euros y regresé a la calle con una bolsa de plástico llena de volantes en la mano.
En la calle Oster predominan los concretos, mientras que el volante iba dirigido más bien a oficinas y viviendas, y yo no quería desperdiciar el mensaje en el grupo de clientes que no venía al caso. Así que doblé hacia la calle Bismarck, más tranquila, y puse manos a la obra. Aquí había más viviendas, bellas construcciones antiguas de ventanas grandes y, algunas, de maravillosas estructuras. Muchas de las casas incluso tenían invernaderos construidos completamente con ventanas de básicamente de asesores fiscales, médicos o de terapeutas ocupacionales. Empecé a repartir casa por casa. La lluvia había arreciado y tuve que esconder la bolsa bajo la chaqueta para que las hojas no se humedecieran. Una vez recorridas todas las puertas de las casas de la calle Bismarck, ya había conseguido un buen ritmo: dirigirme a una entrada, guarecerme, sacar la bolsa de plástico, extraer un volante; con la mano derecha, en la que tenía la cinta adhesiva, presionar contra la placa de timbres donde estaban los nombres de los inquilinos; con la mano izquierda sacar un pedazo de cinta, pegar con firmeza, y otra entrada. Apenas si me topé con residentes, y cuando los encontré estaban ocupados en resguardo en un auténtico vendaval. En una tormenta. El gélido viento azotaba la lluvia, y las gotas se habían vuelto tan gruesas que la expresión «gatos y perros» era ahora muy apropiada. El agua me caía por los cabellos y tenía las manos tan frías que apenas podía abrirlas, pero me empeñé en seguir adelante. Todavía me quedaba como la mitad del montón. En una de las casa, una mujer que salía de la entrada me increpó, diciéndome que allí estaba prohibida la propaganda, pero en cuanto dobló la esquina pegué la hoja en medio de la placa con los timbres. Un par de casa más adelante, la cinta adhesiva se me cayó de los dedos y, cuando me agaché para tomarla, se me resbalo la bolsa del brazo. Se deslizó escalera abajo y fue a dar a un lodoso charco. Se salió buena parte de las hojas. Quise recogerlas, pero ya estaban completamente blandas. Se veían tan deslucidas: el azul cielo sobre el verde y húmedo asfalto.
Les di una patada, regresé a la entrada y empeñé en sacar alguna hoja seca del montón restante y pegarla en la placa de timbres. La maldita cinta no quería adherirse y las manos me quemaban del frío; cuando leí el nombre Rossman en una de las placas, se me escapó un grito ahogado. Ese apellido me hizo olvidar lo que hacía: era el mismo de Suse. Ella, desde luego no vivía aquí, pero de pronto me pareció imposible llevar a cabo este trabajo sin ella, era casi como una traición. Me arrodillé y me quedé mirando las cenagosas hojas que por la lluvia nadaban por la calle, y entonces caí en la cuenta de lo que estaba haciendo. Había pagado treinta y cinco para copiar volantes azules para un servicio de limpieza de ventanas y pegarlas en medio de una torrencial lluvia en entradas de casa ajenas; ¿estaba loca? Eché el resto de los volantes en el primer bote de basura, tomé el celular y pasé el resto del día tratando de comunicarme con Suse. Llamé a su número; nadie respondió. Dejé tres mensajes largos y dos cortos. Aguardé a que acabara la escuela y traté de llamar a su casa. Estuvo ocupado media hora y luego nadie contestó. Fui a su domicilio y toqué instantáneamente. En determinado momento, su madre habló por interfono, y con voz cortante y nerviosa me contestó que Suse había salido y que no podía esperarla arriba.
Traté de averiguar dónde estaba la sala de ensayos de Dimo, pero no sabía su número de celular ni el que ningún miembro de su banda, ya tampoco conocía su apellido.
De nuevo intenté llamar al celular de Suse, y me di cuenta de hasta qué grado me rechazaba. No se lo tomé a mal; por lo contrario, me lo tenía merecido, pero no lo desistí. Dejé otro largo mensaje en su celular, que ahora estaba apagado, y luego volví a probar, en vano, en su teléfono fijo.
En casa, Spatz salió a mi encuentro rociándome con la esponja de la felicidad, y me contó algo que Obama había ganado las elecciones presidencial, pero no registré lo que me decía. Incluso cuando Janne entró en mi recámara y me pregunto amablemente cómo había pasado el día (y era claro que no albergaba ninguna sospecha), no sentí nada. Ni siquiera pensé en Lucian. Le dije a mi madre que había tenido un buen día y que tenía que hacer un montón de tarea de la escuela; pero no dejaba de pensar en Suse, porque quería disculparme y congraciarme con ella. Le escribí un correo, y una vez en la cama reflexioné sobre las palabras que le diría temprano en la mañana, antes de la escuela.
Al día siguiente no logré alcanzarla antes de entrar en el aula, y cuando la vi ya había comenzado la clase. Su aspecto era terrible: tenía los ojos totalmente hinchados, la cara abultada y enrojecida. Dos chicas de mi salón, Vanessa y Zoe, se alejaron de ella de inmediato. Sebastian seguía enfermo y Suse se sentó en su lugar también hoy, sin tomarse la molestia de mirarme. En el receso, salió del aula, y regresó justamente al reiniciar la clase, así que no me dio ninguna oportunidad de hablarle.
La última lección fue la de química, y llevamos a cabo un experimento para el que nos dividieron en pares. La maestra, la señora Steinmeyer lo llamó «ositos de goma en un infierno de llamas[56]». Yo quede con Sheila. Fastidiada, me senté junto a ella en la banca, me puse los guantes protectores y me coloqué los lentes de seguridad.
—¿Me veo tan ridícula como tú? —me preguntó mientras me miraba a través de sus lentes amarillos.
Opté por no contestarle y mejor coloqué el tubo de ensayo sobre el trípode y lo llené de los quince gramos de cloruro de potasio que nos había ordenado. Sheila me acercó el recipiente de lata lleno de arena (como extintor, en caso de que el vidrio se fundiera) durante la reacción.
—¿Ahora el osito de goma? —preguntó.
—No, eso viene después. Antes tenemos que fundir el material —le contesté.
Preparé el mechero Bunsen y puse el encendedor de aquí para allá y al final lo arrojó.
—Inténtalo tú —dijo.
Tomé el encendedor y, al prenderlo, grité por la enorme llama, como de soplete, que se disparó hacia arriba.
—¡Oh, no! —chilló Sheila, histérica—. ¡Oh, no, oh, no…!
Mi cabello se prendió y todos se pusieron a gritar. Mientras, yo tomaba los mechones encendidos en mis manos y los golpeaba como una salvaje, intentando apagarlos. Por suerte llevaba puestos los guantes protectores. Apestaba horrible, pero logré acabar con el fuego. En segundos había pasado todo el lío. Mi maestra y Suse se pararon junto a mí de inmediato. Suse me tomó del brazo, mientras que la señora Steinmeyer, blanca como la cal, preguntaba cómo me sentía.
—Estoy bien —musité—. Estoy bien.
Me llevé la mano al lugar donde hacía un momento estaban mis cabellos. Sheila se había ido hasta el rincón posterior del aula y retorcía sus largos rizos negros en torno a la muñeca. Su mirada estaba perdida, pero lo que no pude evitar notar fue la mueca de desprecio en la comisura de sus labios. Y Suse también lo percibió. Crispada, miraba de Sheila hacia mí.
—¿Alguien tiene ganas de comer ositos de goma? —saltó Aaron. Su sonrisa burlona mostraba amistad.
—¡Desde luego! —respondí—. ¡Al menos el infierno lleno de llamas lo acabamos de tener!
Dirigiéndome a Sheila le dije:
—¿Quieres que te devuelva el encendedor? Funciona de maravilla.
Sheila apretó los labios, pero no dio ninguna excusa, y cabía sospechar que hubo un propósito maligno, pero no se podía demostrar.
Mientras tanto, Suse había vuelto a su lugar y, cuando al poco tiempo sonó el fin de clase, salió corriendo del aula de química sin dirigirme una sola palabra. Tomé mis cosas, corrí al estacionamiento de las bicicletas y en dos minutos estaba fuera de la escuela.
‡ ‡ ‡
—Hola Rebeca —la madre de Suse me había abierto la puerta de su casa—. Siento lo de ayer, yo, —se interrumpió y miró la gorra de lana en la que yo traía escondido el pelo—. Hace bastante frío afuera, ¿eh?
—Así es —respondí, eludiendo. Al parecer Suse no le había contado de mi accidente. La señora Rossman enderezó los hombros y me miró a los ojos buscando ayuda.
—Ayer Suse estuvo presente durante una desagradable discusión entre su padre y yo —me soltó—. ¿Te ha… te ha contado algo?
Callé molesta, y la madre de Suse tomó aire.
—¿Sabes cómo está?
En realidad no era algo que pudiera fingir no haber escuchado. La música punk que venía del cuarto de Suse hablaba por sí sola. Los bajos resonaban por el piso. Pero ¿en serio esperaba su madre una respuesta de mi parte?
—¿Por qué no le pregunta a su hija? —le contesté.
La señora Rossman pareció estar al borde de las lágrimas.
—Se cierra por completo —se quejó—. ¡Dios mío! Entiendo que todo esto no es fácil para ella, pero ¿qué puedo hacer? ¿Tengo que seguir soportándolo?
—Eso pregúnteselo a alguien más —contesté, con la mayor cortesía posible—. ¿Puedo pasar a ver a mi amiga?
—Claro, naturalmente, claro que sí —abrió la puerta por completo—. Pasa. Suse está en su recámara.
Ah, vaya, ¿de veras?
Pasé junto a ella sin una palabra.
Con el ruido que salía de los altavoces de Suse se podría llamar a la superficie a un buzo medio sordo en la profundidad del mar.
Mi amiga estaba sentada en su columpio cubierto y con las piernas cruzadas.
Tenía a Ozzy en su mano, y yo me preguntaba si los hámsters eran inmunes a la sordera inmediata.
—¿Puedo bajar el volumen? —rugí.
Suse se encogió de hombros, sin mirarme a los ojos. Desde luego que no me había oído, pero quizá me leyó los labios.
—Oye —dije al tiempo que bajaba el volumen, me quitaba la gorra y me sentaba en la alfombra delante de Suse—. Estaba furiosa contigo, no logro entender hasta qué punto lo estuve. Sé que es una excusa muy pobre, pero tenía los nervios destrozados; no hacía más que dar vueltas en torno a mí misma. Tú eres mi amiga, Suse, la mejor que existe.
Puse la mano.
—Lo he lamentado tanto. Honestamente.
Suse miraba al suelo Ozzy. Los pelitos de su bigote temblaban todo el tiempo.
Hasta que Suse, al fin, levantó la cabeza y me miró. Tenía los ojos enrojecidos.
—Tu peinado es una mierda infernal —dijo, y sonrió torpemente.
Me eché a reír, aliviada, y al mismo tiempo me brotaron las lágrimas.
—Oye, no hay motivo para llorar —agregó, levantándose—. Llegas en el momento preciso para que pueda desahogarme con alguien.
Desapareció en el baño y salió con peines y su rizador. Me restregué las lágrimas. Mi amiga, que desde niña les cortó el pelo a sus muñecas Barbie, había hecho prácticas con una estilista, y había ensayado también con algunas modelos en los últimos años. Desde que yo tenía trece años siempre me cortaba las puntas, pero nada más que eso porque nunca quise separarme de mi larga caballera.
Cuando al cabo de un momento escuché el chasquido de las tijeras, apreté los dientes, chas, chas, chas… Delante de mis ojos llovían mechones de pelo. Suse trabajaba concentrada y rápido, así que no volvimos a hablar hasta que degrafiló las últimas puntas.
—¿Desahogarte con alguien? —pregunté cautamente. Todavía no había podido verme en el espejo.
—¡Súper sexy! —comentó su obra y guardó las tijeras.
—Supe que ayer hubo tensión aquí —comencé, y miré de reojo a Suse. De inmediato, su rostro se oscureció.
—¿Te lo contó mi madre? —refunfuñó.
—Habría querido —le contesté—, pero no la dejé. ¿Pues qué pasó?
—No te imaginas lo poco que me importa lo que paso ayer —no pude ver su rostro, porque seguía encorvada en su tarea de rizar, pero su voz sonaba de nuevo ahogada por las lágrimas—. Que ellos limpien su mierda. Yo tengo otras preocupaciones.
—¿Quieres contarme?
Siguió un fuerte meneo de cabeza, y cuando quise tomarle el brazo, lo retiró.
—No. Dejemos esto. Como dices, los problemas no mejoran con lamentarse —mas, al mismo tiempo, las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, enrojecidas. Fue a refugiarse a su cama. La seguí.
—¿Dimo? —pregunté en voz baja y me senté en el suelo delante de su cama.
Suse asintió. No podía hablar de tanto que lloraba.
Ozzy, al que de nuevo había dejado en su jaula, siseaba en las cortas pausas para tomar el aliento, como si quisiera aliviar el dolor de su dueña desde lejos. Me levanté y me incliné sobre ella, la apreté fuertemente contra mí y esta vez no me rechazó. Permanecimos así largo rato, sin decir nada. Nada lo que se me ocurría era acertado.
Cuando Suse se quedó seca de lágrimas, se desprendió lentamente de mi brazo. Mi suéter estaba hecho una sopa de tantas lágrimas, y su rostro estaba ahora tan hinchado que sus ojos eran unas pequeñas rendijas.
Se levantó, fue hacía la ventana y miró afuera.
—Ayer, cuando mis padres se decían las peores cosas en la cocina, me largué. Vi que me habías llamado, pero…
Guardó silencio, y yo me mordí los labios.
—Fui a buscarlo —no pronunció el nombre de Dimo—. Sus padres se habían ido al cine. Nos quedamos en su habitación. Él era todo amor. Me escuchó y me consoló y entonces… —bajó la vista—, me besó y me acarició. En determinado momento, metió los dedos en mi sostén. Me di vuelta y murmuré que debía esperar, pero se impacientó y yo acabé… acabé quitándome los pantalones y el calzón. Pero me dejé la camiseta. Él también se quitó los pantalones y entonces… nosotros… Sí, ya sabes.
Suse continuaba mirando por la ventana.
—¡Ocurrió todo tan rápido! Cuando él estaba dentro de mí, de nuevo metió la mano bajo la camiseta y entonces no pude hacer otra cosa. Lo dejé, hasta que… —Suse se giró hacia mí. Mantenía sus brazos cruzados delante del pecho, como un escudo—… llegó. Primero el izquierdo y luego el derecho. Y entonces…
Suse se detuvo.
—¿Y entonces? —inhalé hondo—. ¿Qué sucedió entonces?
—Entonces… entonces. —Suse meneó la cabeza y hundió el rostro en las manos—. Entonces, ya dentro de mí… se le volvió pequeño. Sencillamente estaba plácido. Sabes qué quiero decir… —no aguardó mi respuesta.
—Se echó en la cama —prosiguió diciendo Suse, entre sus dedos, como sin piara, y me volvió la espalda—. Me dijo que debí haberle advertido. Que eso debía digerirlo y que quizá fuera mejor que me marchara Y así lo hice.
Suse se retiró los dedos de la cara y me miró. Parecía una niña pequeña.
«¡Ojete!», pensé. «¡Tú, miserable, insignificante, asqueroso ojete!».
—¡Estoy avergonzada! —susurró Suse—. ¡Ay Dios, siento tanta vergüenza! Dimo tiene razón, yo…
—¿Tu? —grité y salté—. ¡Ese tipo es el que debía avergonzarse del diminuto gusano que lleva en los pantalones! ¡Él es quien debiera arrastrarse hasta el más hondo agujero de esta tierra de Dios y nunca más volver a salir, porque de otra forma yo le cortaré los huevos! ¡De eso le debes advertir! O mejor no. Mejor lo sorprendo. ¿Tienes por casualidad una tijera de huevo en tu colección?
Durante un momentito, Suse sonrió.
—Si alguien te oyera pensaría de inmediato que tienes por madre a una lesbiana hardcore.
—Pero es verdad —bramé, y de pronto me sentí más culpable que antes—. ¡Cuánto siento no haber estado ayer contigo! Si lo hubiera sabido…
—Entonces es probable que te le hubieras ido encima… —Suse jaló mocos.
—Es una cosa rara, ¿no? —dije de repente—. Primero soy yo la que pierde los estribos y tú eres la que tienes que apaciguarme. Y ahora es al revés.
Se restregó la cara.
—¡Me duele tanto! No solo lo que ocurrió con él, sino este miedo de… si… yo… alguna vez…
—¡Suse! ¡Oye, Suse! —corrí hacía mi amiga y la tomé con fuerza por los hombros—. Puedo entender lo que piensas, pero te juro que Dimo es un culero tan excepcional que no hay otro igual. No todos son así. ¡Desde luego que no son todos! Tienes que creerme. ¿De acuerdo?
Suse jaló mocos de nuevo.
—No —dijo—, pero por lo que él respecta, tenías razón. Desde un principio te cayó mal y, a pesar de todo, siempre estuviste a mi lado. Es lo que debería haber hecho contigo. Lo siento, Becky.
Negué suavemente con la cabeza.
—No digas estupideces. No podías estar conmigo. Casi no te había contado nada.
—De todas formas —se limpió los mocos son el dorso de la mano. Tenía mis cabellos en la palma, así que ahora se le pegaron bajo la nariz como un bigotito.
—Aguarda, Adolfo. Un momentito —le quité los pelos con mi dedo índice. Suse se echó a reír, pero enseguida volvió a ponerse seria.
—Cuéntame de él, por favor. Te comprenderé, de veras.
Al no ver remedio, moví la cabeza. En primer lugar, no era el momento de descargarle a Suse mis problemas, y en segundo, no sabía cómo reaccionaría al abrirme del todo. Lo que había hecho ayer al menos propició algo: reprimí todo aquello de lo que me había enterado en el consultorio de Janne, lo mismo que el consiguiente encuentro con Lucian. Ahora sentía cómo todo se agolpaba dentro de mí. Comencé a jadear y caí de rodillas, como si alguien me hubiera propinado una patada en el estómago.
Suse acudió de inmediato arrodillándose frente a mí y me abrazó. Sus ojos seguían hinchados, pero su voz enérgica y su tono no admitía contradicciones.
—¡Suelta la sopa! —me dijo—. ¿Quién te delató con Janne? ¿No habrá sido Sebastian?
—No —mascullé y sentí como mis pensamientos reprimidos, la ira y la angustia se empeñaban en salir, arrollándome.
—No fue Sebastian. Fue Lucian.
—¿Lucian? —Suse soltó mis brazos—. ¿Así se llama? ¿Lucian? Él… —ella sonrió—, se veía genial con su máscara de pájaro. Misterioso pero también sexy. Creo que entiendo lo que ves en él.
—¡No! —me quedé mirándola—. Creo que no lo entiendes en absoluto. Pero tampoco puedes comprenderlo.
—Entonces acláramelo.
Seguí con la vista a Suse mientras se dirigía al columpio.
—Lucian está en la terapia con mi madre —exclamé con total incoherencia.
Suse se quedó boquiabierta, pero no hizo ninguna pregunta. Solo me miró embobada y yo no tenía idea de por dónde empezar. Todo se me vino encima.
—No lo sabía —proseguí—. Fui atando cabos poco a poco, luego de que escuché una conversación entre Janne y Spatz. Parece que Janne sabía del baile de máscaras, y fue por eso que pensé que alguno de ustedes dos me había delatado. Pero fue al revés. En la última sesión, Lucian le contó a mi madre acerca de la noche del baile, y también de sus sueños y de todo lo demás. Y cuando ayer salía a escondidas del consultorio me topé con Lucian en la escalera. Él no sabe que Janne es mi madre. Al parecer creyó que yo le había… ¡Oh, Dios, Suse! Se veía increíblemente furioso y ahora… —me llevé las manos a la cara—… ¿Ahora qué pasará si no quiere volver a saber de mí?
—¡Oye, no hagas drama! —Suse me sacudió por los hombros—. Lo siento, Becky, pero no acabo de hilar las cosas. ¿Podrías intentar de alguna manera empezar por el principio?
Suse reflexionó.
—¿Quizá por el metro? Eso es lo último en lo que me quedé. Lo viste en el metro, y creo que entre ese día y el de ayer han pasado un montón de cosas. Por ejemplo, que tú no fuiste solo a dar un paseo por la orilla en Falkensteiner Ufer. ¿Tengo razón?
Asentí, y de pronto no podía creer que hubiera excluido a Suse de todo aquello. Inhalé hondo y comencé a contar.
Los ojos de Suse se agrandaron a cada minuto que pasaba; a veces carraspeaba o se ponía la mano delante de la boca, pero no me interrumpió hasta que llegué a mi irrupción en el consultorio de Janne. Al hablar de las grabaciones de Janne, se sobresaltó. Para mi máxima sorpresa no comentó nada sobre lo que me enteré de Lucian en el consultorio. Fue Janne quien la horrorizó.
—Por lo que me ha hecho mi madre en los últimos meses, podría mandarla disparada a la Luna —expresó entre gruñidos—, pero al menos ha sido honesta. Lo que tu madre ha hecho contigo pasa de castaño oscuro, Becky. Janne ha visto lo que te está pasando, sabe lo que le sucede a Lucian y, pese a todo, los ha tenido embaucados a ambos durante semanas, sin pestañear siquiera; y, lo que es más, te condenó al arresto domiciliario para espiar a Lucian. ¡Te deseo lo mejor con esa madre!
Suse hablaba rápido y llena de enojo.
—¿Y tú eres la que quiere una tijeras para los huevos de Dimo? ¿Qué le pasa a tu madre? ¿Cómo pudiste mirarla a los ojos ayer? Quiero decir… perdón, pero… sin soltarle un golpe con la muleta.
Me encogí de hombros sin decir palabra. De todas formas lo hice.
Estuve totalmente tranquila. Quizá porque, luego del shock de ayer, mis pensamientos giraron exclusivamente en torno a Suse. Y quizá también…
—Porque estoy igual que tú, Suse —susurré—. Estoy tan herida y tengo tanta angustia… ¿De dónde sabe Lucian todas esas cosas sobre mí? ¿Por qué conoce mi bata azul? ¿De dónde sabe de mi padre y de nuestras conversaciones, palabra por palabra? ¿Cómo es que se acuerda de la casa de los espejos, de mi colchón inflable en forma de tiburón y mi libro ilustrado favorito? Y luego —apenas si pude pronunciar las últimas palabras—… todas esas cosas que he soñado. El mono de papel maché, y esa última noticia del pony, la mujer de la buhardilla y John Boy. ¿Por qué Lucian sueña que monto a caballo y que mi periquito muere?
—¿Por qué no se lo has preguntado a él? —saltó Suse con rapidez.
Rara vez había visto a mi amiga tan pragmática.
—¿Por qué no lo esperaste enfrente del consultorio?
«Porque me puse a repartir volantes en Eimsbüttel», pensé, y suspiré.
—Porque ya no podía más. Se me acabó la seguridad.
—¿Y no tienes ni idea de dónde podría estar ahora? —Suse miró el teléfono—. ¿Ningún número, ninguna dirección?
Meneé la cabeza y a través de mis dedos resbaló un mechón recién cortado.
—Solo sé que trabaja en un bar y que vive con un tipo. ¿Tengo que ir a buscar en todas las viviendas y bares de Hamburgo?
Suse suspiró.
—De acuerdo —admitió—. No es una buena idea. ¿Y en el periódico? ¿En las noticias? ¿No has visto nada que pudiera relacionarse con él?
—Nada —me quedé mirando a Suse—. ¿Y si realmente es un psicótico? ¿O un merodeador? O…
—Nunca he oído que los merodeadores sean videntes —subrayó Suse—. Y si Lucian ha soñado realmente con todo eso que estuvo bajo la cobija de la cama cuando aún eras una niña pequeña, o ese momento en el hospital… todo esto me suena a un gemelo vuelto a nacer.
—¡Estupendo! —me eché a reír, aunque me sentía perdida por completo—. Este pensamiento ya lo había tenido, y al final llegué a pensar en escribir una telenovela que se llame Desperate Daughters, que me daría la gloria y mucho dinero. De momento no saco nada he ahí…
—Ok, dejémoslo. —Suse sonrió con suavidad y presionó sus dedos sobre el párpado hinchado—. Quizá sea un mentalista —especuló.
—Si realmente sueña cosas que están en el futuro, todo esto no es tan aberrante. ¿No crees?
Tronó los dedos.
—¡Ya lo tengo! —gritó emocionada y señaló hacia su cesto de papeles, donde asomaba la revista Stern que la semana pasada estaba en su mesita de noche—. Allí hay un artículo sobre una masajista que afirma que en una vida anterior fue herrero y se llamaba Josef. Se acordaba todavía de cómo se sentía el yunque en su mano.
—Sí, claro —dije seca—. Y yo en una vida anterior fui el Niño Jesús en la cuna y escuché cantar a los angelitos. En serio, Suse, Lucian tiene sueños donde yo aparezco. Se acuerda claramente de mí, de detalles insignificantes, y todos cuadran.
—Ah, sí. Hasta ahora solo cuadran las cosas de tu pasado —replicó Suse para calmar las cosas—. Lo referente al futuro todavía no se ha cumplido.
Suse me dio un empujoncito en un costado.
—¿Cómo era lo del mono? ¿Ensangrentado, de papel marché? ¿Un pony de patas cortas?
—No, nada de patas cortas —distraída, me sacudía las puntas de pelos de los jeans cuando, de repente, Suse lanzó un grito estridente.
—¡¿Qué?! —me encogí toda—. ¿Ahora qué mosca te pico? ¿Por qué te quedas mirándome así?
Suse no dijo nada. Se levantó y tomó un espejo de su mesa de maquillaje. Lo puso ante mi cara y, cuando miré, mi imagen tembló.
Vi mi nuevo peinado. Mis cabellos eran notoriamente más cortos y llevaba pony (flequillo).
—¡Dios mío! —exclamé. Suse dejó caer el espejo, pero yo ya estaba en la puerta.
Al llegar a casa, oí hablar a Spatz.
—Janne, ¿eres tú? No respondí.
—¿Rebecca? —la voz de Spatz sonaba llena de pánico—. ¿Puedes subir?
Subí corriendo la escalera de caracol y vi a Spatz ante la jaula de la que salía un trino claro y desesperado. Jim Boy se había posado en el columpio y aleteaba sin control.
Spatz se volvió hacia mí. Se quedó mi cabello por un segundo. Puso una cara como si le fuera dar un ataque. Luego observó la palma de la mano.
—Es cierto —murmuró—. Ha ocurrido. John Boy está muerto.