11
La luna brillaba a través de la ventana. Ya casi era luna llena. Nubes oscuras pasaban delante de ella en precipitado cortejo, como si alguien hubiera presionado la tecla fast forward (avanzar rápido). La ocultaban, la dejaban libre, cubrían con un velo su rostro de plata y se apresuraban, impulsadas por el viento, a lo ancho del cielo nocturno. De las bocinas de mi estéreo sonaba Ode to Ocracy, de Mando Diao. Eran las dos cuarenta y cinco.
Estaba sentada en la alfombra de mi cuarto, en medio de cuadernos, pinturas mías y viejas boletas de calificaciones de la primaria. Increíble que hubiera guardado todo eso. A diferencia de Janne, que normalmente se dedicaba a escombrar, a mí me costaba separarme de las cosas. Siempre sentía que algo de mí se desprendía. Pero ahora no buscaba nada mío. Buscaba a León, el joven en traje de milrayas y el pan de mantequilla y huevo. Con sus rizos negros y ojos tristes, me había espiado un día lluvioso después de la escuela para obsequiarme una margarita. Esos eran los fragmentos que recordaba, y me había aferrado a la esperanza de que Lucian pudiera ser León. Lo que yo necesitaba era el apellido de este último. No era un apellido común; de eso todavía me acuerdo. Entre dos cuadernos encontré un periódico escolar con el ocurrente título de Manchas de Tinta. Durante el cuarto grado hubo una semana de proyectos, en la cual nos dividíamos en grupos, en los que se trataba un tema y elaborábamos artículos para el periódico. Suse y yo entrevistamos a una autora de libros infantiles, de Hamburgo. Vivía en Winterhude y cada tarde se le veía con su laptop sentada en un café, escribiendo. En ese entonces, Spatz era mesera en dicho establecimiento y preguntó a la autora si podíamos entrevistarla; por suerte, accedió. Para Suse y para mí fue algo terriblemente emocionante. Con las mejillas encendidas, nos sentamos en la mesa del café de la escritora y nos turnamos para hacerle preguntas: ¿Cómo se le ocurren las ideas? ¿Cuántos libros lleva escritos? ¿Qué tal se gana como escritora? ¿Harán películas de sus libros?
La entrevista apareció en la segunda página del periodiquito. En la página contigua había historias de alumnos, todos de cuarto grado. Una de ellas me llamó la atención de inmediato.
Llevaba el título de «Reflejo en el espejo».
Me miro en el espejo,
Pero nadie me mira desde él.
¿Quién soy yo?
¿Qué soy yo?
¿He sido inventado?
¿Estoy soñando?
Y cuando despierto,
¿estaré entonces muerto?
El nombre de su autor venía inmediatamente debajo: León Schimrokta. Minutos después estaba sentada frente a mi computadora, buscando el nombre en Google. Encontré una sola entrada y di gracias al cielo de que no se apellidase Müller, de los que habría millares. León Schimrokta iba en la undécima clase de la secundaria Kaifu, era el presidente de la sociedad de alumnos y tocaba el chelo en la Gran Banda del Curso Superior. Había una foto de la banda y lo reconocí de inmediato[54]. Estaba en primera fila y tomaba a una bella muchacha por el talle. Seguía siendo bastante delgado. Llevaba corto el pelo oscuro y en vez del traje milrayas vestía unos jeans a la cadera, así como camiseta color claro y chaleco rojo Burdeos. León miraba serio y seguro de sí. Tenía algo del tipo de Lucian en todos los aspectos, pero no era Lucian.
Frustrada, apagué la computadora.
Es claro que cualquier otro chico de mi primaria pudo haber perdido la memoria. Quizá Lucian era alguien que había vivido en mi barrio. A lo mejor era el hermano o primo de algún compañero mío. Por un momento tuve la idea de que mi padre pudiera tener un hijo secreto, alguien cuya existencia desconociera del todo.
«¡Eso es, Rebeca!», dije en voz alta.
Como siguiente elucubración consideré la posibilidad de que fuese un mellizo que habrá sido raptado luego de nacido o, mejor, un medio hermano del que nunca se ha hablado, producto de otro affaire que Janne, como es comprensible me habría ocultado, porque a pesar de su preferencia por las mujeres y contra todas las reglas morales, su pasión por uno de sus clientes se habría encendido; y él, para ver las cosas desde una excelente perspectiva, se habría fugado de la cárcel, se parecería sospechosamente a George Clooney, y a cada consulta le traía magnolias, en cuyos cálices ocultaba diamantes…
Y al siguiente miércoles enchufaría de nuevo mi cine mental cuando sonara la melodía de mi telenovela preferida, Desperate Daughters (Hijas desesperadas), ¿no es así?
Me duché, me eché agua fría en el rostro y regresé corriendo a mí alcoba.
Pero ¿la inscripción de mi dije, mi vestido, mi mochila escolar, mi padre (que hablaba inglés conmigo)? ¿Por qué Lucian habló de todo ello con tanto detalle?
Embutí todo aquel viejo montón de papeles en la gaveta, apagué mi CD-player, que no podía escuchar en medio de la noche, y, en cambio, busqué en mi iPod la canción más salvaje que tuviera. Titubeé entre un remix de Funky Town y Robot Rock, y me decidí al final por la Radio Edition 2005 de Pump Up the Jam. Giré el volumen hasta el tope y bailé sobre mi cama al ritmo de la canción hasta que bajo mi peso se rompió la base.
So What! (¡Qué más da!). Para dormir ya era demasiado tarde; o, mejor dicho, demasiado temprano. Eran casi las cuatro y media. Pero al menos me sentía un poco mejor.
Me fui a la cocina por algo de beber. En el cuarto de Janne y Spatz había luz que se colaba por el ancho espacio entre la puerta y el piso de parquet. No quise esforzarme por escuchar. Hablaban en voz baja, pero por la brecha de la puerta se oía todo. Se entendía claramente cada palabra.
—Me enojé tanto contigo —decía Janne—, pero al final fue lo mejor dejarla ir. Creo que ahora todo está bajo control.
—¿Bajo control? —Spatz parecía sobresaltada—. ¡No entiendo lo que dices! ¿Qué significa toda esa cosa con John Boy? ¿Y qué le ocurre a Rebecca? Tu hija está trastornada por completo. ¿De verdad crees que va a dejar las cosas por la paz? ¡Entonces te engañas! Tratará de volver a verse con ese joven, y a la inversa.
—¡No después de esa noche! —Janne sonó enérgica—. Sebastian ha hecho lo que tenía que hacer al amenazar a Lucian con denunciarlo con la policía. Estoy feliz de que Suse y Sebastian se toparan con él en el mejor momento.
—¡Pero no estás haciendo lo correcto, Janne! ¡Tienes que hablar con ella!
—¡No! —el cuchicheo de Janne que siguió apenas se escuchaba.
Spatz suspiró, y de repente en el pasillo solo hubo oscuridad. Habían apagado la luz. Todo era quietud.
Yo solo pensaba en quién me había traicionado. ¿Suse o Sebastian? ¿Sebastian o Suse? ¿Quién de los dos había hablado con Janne?
La mañana siguiente cacé a Suse antes de entrar en la escuela. Bajo su saco verde de cuero traía la camiseta que Janne le obsequió en su cumpleaños.
—No tengo nada que ver con eso —me espetó Suse, mirándome enfadada—. Ni siquiera sabía que Janne estaba vuelta en tu casa. ¡No le he dicho ni una palabra! ¡Becky, por favor, cuéntame qué quiere ese tipo de ti! ¿Qué significa todo este asunto? ¿Por qué no me has contado nada?
Dio un paso hacia mí. Su mirada tenía algo de súplica.
—¿Por qué no te hablo de esto? —bufé—. Quizá por la misma razón por la que no debería haberte contado nada de Michelle. Conoces de sobra la manera tan alérgica en que respondo a esto. ¿Y qué haces? Se lo gorjeas a Dimo en la oreja. ¿Qué necesidad tenías? ¿No tienes ninguna historia tuya que le pudieras despepitar?
Suse se paró como si yo fuera una serpiente venenosa.
—No entiendo —me respondió con lentitud—, no entiendo cómo has cambiado.
Callé. Me di cuenta de que estaba siendo vil con ella, que la estaba lastimando, pero no pude hacer otra cosa. En vez de irme en reversa, apreté el acelerador a todo lo que pude.
—¡Y yo tampoco comprendo que puedas ser tan ignorante! —reviré—. Están tan ocupados tú y tu estúpido Dr. No que no captas en absoluto lo que me ocurre. Quizá se ha fugado de la cárcel —remedé el tornillo de Suse—. Quizás ha matado a alguien. Si me lo preguntas, este tipo es un caso para la policía… ¿Crees que eso es de alguna ayuda? ¡Ni siquiera has intentado entenderme! En vez de eso corres con Sebastian y me delatas con él. ¿O también vas a negar eso?
Suse se puso pálida pero eso no me impidió seguir hostigándola.
—¡No necesito delatoras! Lo que requiero es una amiga en la pueda confiar y que este a mi lado. Pero parece que no la tengo. Así que, si de veras quieres saber por qué no te cuento nada, parece que existen motivos.
—Sí —la voz de Suse se volvió de repente baja—. Hay motivos de sobra. Si ves la cosa desde ese punto de vista, entonces no tengo nada que añadir ni qué preguntar —con esto dio media vuelta y se marchó.
Me quedé mirándola. Mi furor había salido. Me sentí tan aniquilada como nunca antes en la vida.
Ese día Sebastian no asistió a la escuela y Suse tomó su asiento; luego de haber pasado dos horas de mate, un examen de español y una soporífera hora de francés, me dirigí a casa de Sebastian.
No vivía lejos de la mía, en la avenida de Pescadores, en Ottensen, y cuando toqué, me abrió la puerta su hermanastro menor, Karl.
—No puedes entrar —me dijo—. No debo abrir la puerta.
—Pero abriste —le contesté, riendo—. ¿Dónde está tu mamá?
—De compras.
—¿Y Sebastian?
—Se la pasa vomitando. —Karl apartó la cara. Me caía bien el pequeño. Tenía rizos rojos, un rostro redondo lleno de pecas, y una honestidad que desarmaba—, y además tiene que cagar todo el tiempo. Vomitar y cagar. Todo el baño apesta.
—¡Oh! —demasiada información—. ¿Dónde está tu hermano entonces?
—En la cama. Duerme. —Karl levantó la nariz—. Y tú tienes que irte.
Ya me iba a cerrar la puerta en la nariz, cuando coloqué el pie.
—Tengo que darle algo a tu hermano. De la escuela. ¿Me dejas entrar un poco? Por favor, ¿sí? —suplicante, le sonreí—. Tú me conoces. No soy ninguna extraña. Tu mamá no te regañará si me ve.
—¿Y si lo hace, te echarás la culpa? —los ojos del pequeño mostraban su temor.
—¡Claro! —acaricié sus rizos rojos—. Yo cargaré con toda la responsabilidad.
—Entonces está bien —titubeando, se echó para atrás y yo toqué suavemente en la puerta del cuarto de Sebastian. Como nadie contestó, bajé la manija. Las cortinas estaban cerradas y él se encontraba acostado bajo la cobija, con la espalda contra la pared. Con precaución, entré en la habitación, y cuando se volteó hacia mí, ambos nos asustamos.
—¿Qué quieres aquí? —rezongó, y se echó la cobija sobre el pecho, como un escudo.
—Hablar contigo.
—No quiero escuchar —su voz era fría y de rechazo.
—¿Cómo entraste?
—Yo no tengo la culpa. —Karl había entrado en la alcoba y llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones. Miraba a su hermano mayor, intranquilo.
—Así es —intervino rápido—. Lo tomé por sorpresa. Karl, ¿nos dejas un momento a solas, por favor?
Meneó la cabeza y dio un paso hacia delante, pero Sebastian, con un movimiento del brazo, le indicó que se marchara.
—Haz el favor, enano. Está bien. Le diré a mamá que yo la dejé entrar. Vete a tu cuarto, ¿ok?
—Ok —y, a regañadientes, Karl salió.
No sabía dónde sentarme. En la habitación de Sebastian reinaba el caos. En la mesita de noche se amontonaban los libros. Por todas partes había ropa esparcida: en el suelo, en la silla del escritorio, en un taburete. En un rincón, bajo el saco de boxeo advertí el disfraz de conejo. Sus enormes ojos redondos me miraban fijamente, y me sentí incómoda.
—Bueno, pues —se incorporó en la cama y le dio un trago a la botella de agua que tenía en la mesita de noche. Se veía pálido y malhumorado—, ¿qué quieres?
—Quiero saber por qué hablaste con mi madre —dije con toda la tranquilidad posible.
—¿Con tu madre? —Sebastian arrugó la frente—. ¿De qué mierda hablas?
—Tú le contaste de Lucian. Al menos reconócelo —me senté a los pies de la cama. Sebastian se retiró como si fuera yo quien tuviera una enfermedad contagiosa.
—No conozco a ningún Lucian —expresó despectivamente—. Solo conozco a un tipo que te espía desde hace semanas y que, de acuerdo con Suse, es un merodeador trastornado. Pero ¿por qué debería haber hablado con tu madre sobre él? ¿Por quién me tomas?
—Pero… —estaba desconcertada por completo. Sebastian decía la verdad: él no podía saber cómo se llamaba Lucian. Yo no había mencionado su nombre nunca antes, ni siquiera a Suse. A nadie le había contado de mi encuentro junto al Elba.
—Pero mi madre —susurré—, sabe que lo vi en el baile de máscaras y que tú amenazaste con denunciarlo a la policía. Ella sabe su nombre. ¿De dónde sabe todo esto si no es por ti o por Suse?
—¿Soy acaso James Bond? —me miró de manera burlona—. No tengo idea de cómo lo sabe. Quizás hasta él mismo se lo dijo.
Esta última frase tenía que ser un chiste, una observación cínica, pero me sentí terriblemente mal. Cerré los ojos y pensé en las palabras de Lucian en la terraza del búnker: Hay alguien a quien le he contado de mí, y hay un par de cosas que he averiguado.
¿Podría ser? ¿Sería posible que ese alguien fuera Janne? ¿Mi madre?
Como en una serie de diapositivas, brotaron imágenes en mi interior, una tras otra: el bazar, el libro de Janne, el libro de los sueños que ella había obsequiado a alguien que tenía toda la pinta de no llevar un centavo en el bolsillo. La rara manera en la que Janne se había comportado las últimas semanas. Sus descontroladas orgías culinarias para transferirse a otros pensamientos. Sus extrañas miradas de soslayo, su exagerada preocupación, hasta abofetearme aquella noche en el Elba. El arresto domiciliario…
Cuadraba. De un modo absurdo pero, de golpe, todo encajaba. Tenía sentido, pero al mismo tiempo era impensable. ¿Lucian yendo a verse con mi madre? En tal caso, ella lo sabría todo; no solo lo que yo le había ocultado, sino hasta lo que él no me había contado: los problemas, las angustias de Lucian y hasta la respuesta a las preguntas que me había hecho en el baile de máscaras acerca de mi primer día de escuela.
—¡Dios mío! —murmuré. El álbum de fotos, ¿lo habría escondido Janne?
—¿Rebecca? —dijo Sebastian, tocándome ligeramente—. Estoy tremendamente molesto contigo, pero no dejo de preocuparme. ¿Quién es ese tipo? ¿Qué sabes de él?
Me quedé mirando a Sebastian. Sus ojos bailaban. De súbito, parecía indefenso, como si su armadura interior se hubiese deshecho. Me inundó una oleada de calidez. Con gusto me habría acurrucado con él bajo la cobija.
—No mucho —repuse—. Él… él perdió la memoria. No tiene idea de quién es, pero de alguna manera parece que yo le atraigo. Y él. —Bajé la cabeza—, y él a mí.
—Eso es lo que he observado —declaró Sebastian. Esbozó una sonrisa torcida; era un gesto de decepción, y su voz era baja—. ¿Entonces te viste con él en el Elba en la fiesta de Suse?
Asentí.
—Casi caí en sus brazos. Es todo un misterio, pero no logré resistirme. No quiero causarte dolor, Sebastian, de veras que no, pero es algo que no entiendo. Él… sabe cosas de mí —abracé el dije con los dedos—. Conoce detalles de mi niñez. Creo que ni él tiene idea de cómo lo sabe. Cuando nos vemos, entonces siento…
—¡Hey, alto! —Sebastian puso un dedo sobre mis labios, y su mirada estaba llena de decisión—. No pregunté acerca de tus sentimientos. Si los quieres expresar, que no sea conmigo, por favor. Para eso tienes a tu mejor amiga; si no la has ofendido ya.
Me mordí el labio. «¡Diste en el blanco!», pensé.
Nos quedamos callados un momento.
Sebastian apartó de su frente el cabello lleno de sudor y suspiró.
—Ok —prosiguió—. Supongo que lo que dices es así. ¿Cómo ha llegado tu madre a saber todo esto?
Le conté a Sebastian del libro, del bazar y de mis sospechas de que Lucian se hubiera confesado con ella.
Pero Sebastian movió la cabeza.
—¿Por qué habría de contarle que se ve contigo? Eso equivaldría a bloquearse el paso. ¿Janne no ha hablado de esto contigo?
—Calla como una tumba, pero ahora al menos puedo explicarme por qué está tan rara conmigo.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —se me quedó mirando.
—No sé —contesté al cabo de un rato.
Pero nada de esto tenía pies ni cabeza. Lo sabía yo de sobra.