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feather

El mirlo era demasiado grueso para la ramita. Se había posado en ella, pero comenzó a aletear asustado en cuanto sintió que se doblaba bajo su peso; se prendió de ella de nuevo y, dando tres afanosos aleteos hacia arriba, buscó un lugar más seguro. Al llegar ahí, inclinó la cabeza y me miró a través del cristal manchado de la ventana. Al siguiente instante había vuelto a levantar el vuelo hacia el cielo gris. Me quedé mirándolo.

Can you hear me, can you hear me through the dark night, far away…

(¿Me escuchas, me escuchas a través de la noche, allá lejos…?).

La voz llegó a mis oídos como a través de la niebla. Sonaba queda, ronca y un poquito irónica. Conocía aquella melodía y también la letra: Sailing (Navegando), de Rod Stewart. En segundo plano se escuchaban risitas. Penosamente, aparté la vista de la ventana y noté que la sangre me subía a la cabeza. El objeto de la diversión general era yo. Era Tyger quien cantaba esa canción, y me había convertido en el hazmerreír de toda la clase. No entendía que no lo hubiera captado de inmediato. Pero ¿dónde diablos se encontraba Tyger? No estaba en la tarima, tampoco en la ventana o en la pared junto a la puerta.

Can you hear me, can you hear me…?

Las risitas en el aula se transformaron en incontenibles risotadas. Todas las miradas estaban clavadas en mí, con excepción de la de Sebastian que, haciéndolo notar, estaba sumido en su libro. También Suse luchaba por contenerse. Presionaba su rodilla contra la mía y señalaba discretamente hacia atrás con el pulgar. Tyger se encontraba justo detrás de mí silla, tan cerca que con el codo rocé su traje gris claro al darme vuelta.

Hello there, Miss Wolff![45] —dijo con su irónica sonrisa—. ¿Ya hemos regresado de nuestro viaje en velero por las nubes? Más bien deberías haberte quedado en tierra con tus pensamientos. Para ser más exacto, en clase. Pero seguro que no quieres perderte nada, ¿verdad?

—No —le espeté irritada.

Very well[46]. Tyger me puso la mano en el hombro. Era un contacto que contrastaba con el frígido tono de su voz—. Entonces te recomiendo que te concentres en el aquí y ahora. Hay personas que, soñando, se lanzan contra un auto que viene en dirección contraria. Ensuciar la vida de otros de esta manera no es lo correcto.

Furiosa, traté de tomar aire, pero Tyger había vuelto a su mesa. Sorbió el té y pidió voluntarios que quisieran leer lo que habían redactado. Yo ni siquiera había comenzado mi escrito, y deseaba que Tyger me dejara en paz por el resto de la clase.

Para mi sorpresa, fue Sheila quien levantó la mano. Tyger elevó una ceja al verla. Sheila había escogido la primera frase de El retrato de Donan Grey, de Oscar Wilde. A cambio de nunca envejecer y seguir siendo siempre tan bello, el joven Donan Gray estaba dispuesto a sacrificar su alma.

La novela comenzaba con las palabras La fuerte fragancia de las rosas impregnaba el atelier[47], y Sheila, con su horrible acento, describió impecablemente cómo el escritor irlandés Oscar Wilde, ya en esta primera frase, dejaba claro que la belleza de la naturaleza es perecedera. El aroma que ahora era fuerte, desaparecería. Las rosas que todavía estaban lozanas, se marchitarían. No era intrascendente que esta fatalidad la volviera más bella y su dulce perfume fuera aún más intenso.

Excellent work![48] —señaló Tyger, al tiempo que Sheila concluía su ensayo.

Mas su mirada no se dirigió a Sheila, sino que se orientó hacia otro lado.

—¿Qué has sacado de esto, Sebastian? ¿Este encomio de la belleza que ha hecho Sheila ha sido suficiente para esta pequeña composición?

Otra vez las risitas reprimidas de la clase cobraron volumen. Tampoco yo pude aguantarme una. Que ese trabajo no había salido del cerebro de mierda de Sheila era evidente, pero que Tyger hubiera descubierto con tanto tino al verdadero autor, me sorprendió.

—No sé qué quiere usted decir —expresó Sebastian, esforzándose por lucir incólume. Pero Sheila se puso roja hasta la raíz de sus cabellos.

—¡Yo lo escribí! —se defendió ella.

—Esto no lo he dudado ni un segundo —la halagó Tyger benévolamente—. Hagamos lo siguiente: tú me das tu texto, y si el trabajo de Sebastian resulta sin faltas, añadiré a tu seis un plus como signo de mi espíritu deportivo. ¿De acuerdo?

Sin aguardar la respuesta, Tyger se apartó de una Sheila a punto de las lágrimas.

—¿Y qué libro has escogido para ti. Sebastian?

Sebastian carraspeó y se puso a leer su trabajo, de cuyo contenido me había comentado la semana anterior, poco antes de que intentara besarme.

Habían transcurrido cinco días desde el baile de máscaras. Cinco ácidos días durante los cuales estuve entregada a la enervante montaña rusa de mis sentimientos. Me sentí aturdida, desconcertada, triste, angustiada, impotente, perpleja. Pero ahora estaba frenética contra Dios y contra el mundo. Ese mundo serían: Tyger, con sus cínicas bromas y su mirada de rayos X; Suse, quien, arrepentida, buscaba mi cercanía; Sebastian, quien mostraba indiferencia para conmigo y actuaba como si yo fuera de aire; Janne, quien dada de alta el domingo, me saludó con fingida amabilidad, y Lucian, quien me había dejado llena de preguntas.

Pero, sobre todo, estaba furiosa conmigo misma. Aborrecía ese pensativo y distorsionado. Algo en el que había mutado: el vacío en mi pecho, ese mierdoso anhelo hacia un joven que estaba sumido en problemas hasta el cuello y solo representaba enigmas. Para decirlo con las palabras de Tyger; No, no tenía que correr contra otros autos para ensuciar vidas ajenas. ¡Quería recuperar mi vida! Deseaba divertirme, hacer tonterías. Como siempre, como antes.

En vez de eso, iba por el país como un solitario cangrejo blindado, sin dejar que nadie se me acercara, y no lograba concentrarme en nada, excepto cuando me lanzaba a la piscina.

Desde que Janne había levantado mi prohibición de salir, era ahí adonde huía cada tarde, pero igual que en los últimos días, hoy me sentía pesada e inerte, y cuando dos viejas con gorros de baño floreados obstruyeron mi carril en el momento en que ya había avanzado, bufé contra ellas convertida en una furia descontrolada.

Las dos tipas chillaron asustadas y huyeron al siguiente carril. «Sí, por favor, márchense», pensé, enfurecida. El camino quedó libre para mí.

¿El vestido que llevabas… era blanco? ¿Un vestido esponjado, azul cielo, con un pez de colores estampado? Tu mochila escolar, ¿era roja con puntos blancos?

Como fuese, mi memoria parecía tener su escala de valores. Mientras que no tenía la menor idea de lo que había llevado el primer día de escuela, sabía extrañamente y con toda precisión qué había comido aquel día; sopa de letra en Mama Leone, restaurante italiano de Altona, del que durante muchos años fuimos clientes asiduos. Me acordaba de papá, Janne y Spatz que estuvieron sentados a la mesa conmigo, junto al bar, y recuerdo al grupo mesero que todo el tiempo me llamaba signorina. Tenía pestañas como las de Liza Minelli (había constatado Spatz) y una sonrisa que me habría gustado llevarme a casa en una doggy bag[49], porque lo ponía a uno de buen humor. Pero todo lo demás se había desvanecido, hundido en alguna profundidad cuyo contenido tendría yo vedado.

Desde luego que existían fotos de ese día, y toda la noche del sábado me la había pasado revolviendo el desván en su búsqueda, pero no di con ellas. El álbum completo había desaparecido. Janne, Spatz y yo lo ordenamos durante una lluviosa Ladies Night, cuando yo tenía diez u once años. Vaciamos una caja de cartón llena de fotos, y Janne se rio cuando tuvo la ocurrencia de decir que aquello era un rompecabezas completo del pasado, revuelto por el azar. Escogimos las fotos, las pegamos y quedaron bien fijas en el orden correcto: Janne encinta, Janne en labor de parto en el hospital Barmbek, Janne conmigo como un diminuto paquete en sus brazos, y yo con los ojos fuertemente cerrados, como si el sueño fuera un trabajo duro en el que tenía que concentrarme. Bajo la foto estaba el poema de Rilke[50] que Janne y papá habían escogido como lema de mi nacimiento.

Geheimnisvolles Leben du, gewoben

aus mir und vielen unbekannten Stoffen,

geschieh mir nur.

Mein Sinn ist allem offen,

und meine Stimme ist bereit zu loben.

(¡Vida llena de misterio tú,

tejida de mí y de numerosas telas desconocidas!

¡Sucede solo para mí!

Mi sentido está abierto a todo

Y mi voz está lista para la alabanza).

Antes de que Spatz saliera rumbo al hospital para traer a Janne, le pregunté por el álbum, pero no sabía dónde estaba; y Janne, a quien le pregunté por la noche, solo meneó la cabeza sin decir palabra. Olía a sudor y a hospital. Con esfuerzo había logrado llegar a la puerta con muletas y cojeando, taciturna, nerviosa e infinitamente fatigada.

Por la noche le mandé un mail a papá diciéndole que tenía un par de preguntas que hacerle, pero solo recibí una respuesta automática de ausente.

Y hoy, cuatro días después, no había logrado avanzar más. Luego de la natación vine a casa y traté de hacer la tarea, pero eché pestes porque no pude concentrarme ni una sola vez.

Mi madre estaba extrañamente eufórica. Testaruda, y a pesar de las muletas y el tobillo roto, subió por la escalera de caracol y anunció (hoy le tocaba a ella ser la reina del miércoles) que deseaba una noche de juegos. Jugamos canasta[51] y scrabble. Me reí histéricamente por lo bajo cuando vi que con las letras que me habían tocado podía formar L, U, C, I, A, N. Traté todo un cuarto de hora de formar un anagrama[52] con ellas, pero no lo logré; así que separé las letras formando Luchs (lince) y Anis (anís). Escuchamos a Mozart. John Boy y Jim Bob gorjearon al compás de la música, y cuando Spatz formó la palabra Kalender, supe de inmediato que podría avanzar con mis preguntas. Ya no tenía que esperar a que mi madre y Spatz se fueran a dormir.

Definitivamente, esta vez Janne no tenía para cuándo acabar. Eran casi las once y media cuando bostezó en la quinta ronda del scrabble.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

Lo que Spatz reforzó con otra pregunta.

—¿Aún no estás cansada?

—Todavía voy a ver las noticias —mentí—, por las elecciones en Estados Unidos.

Spatz asintió. Toda la noche se mantuvo eufórica porque en dos semanas ya estaría en el taller.

—Lo logrará —dijo—, Obama ganará. Apuesto cualquier cosa.

Sintonicé la NTV, donde habían venido presentando los pronósticos para las elecciones presidenciales. Parecía que Obama le iría bien. Todos creían en él, en el cambio, en su luminoso Yes, we can (Sí, podemos), pero en estos momentos me importaba un bledo si ganaba él u otro cualquiera. Solo necesitaba una excusa para poder quedarme allí arriba, sin que nadie me perturbara.

Cuando Janne y Spatz me gritaron buenas noches desde abajo, y John Boy y Jim Bob escondieron sus cabecitas bajo el ala, me dispuse a abrir el secreter de Janne, que antaño pertenecía a mi bisabuela. Janne sentía mucho afecto por Moma, pues ella le había dado algo que jamás recibió de su madre: reconocimiento, ternura, consejos. Cuando Janne se enamoró por primera vez de una chica, abrió su corazón a Moma y fue esta quien también la animó a que cumpliera su deseo de tener un bebé y estudiar psicología.

Moma vivía en Dusseldorf, en una pequeña mansarda[53] con balcón y vista al Rin. Si bien ya era muy anciana para subir tantas escaleras, se negó obstinadamente a mudarse a otro lugar. Janne y yo la visitábamos cada año durante las vacaciones de primavera. Me acuerdo de la dentadura postiza de Moma, que por la noche depositaba en un vaso de agua sobre su buró, y también recuerdo su debilidad por los Ko-diamanten, bombones de chocolate amargo, mazapán y trufa, que contenía ron jamaiquino. Janne los compraba en la dulcería de Otto Bittner, en la misma Dusseldorf. Mientras Moma, sentada en su floreado sofá (para mi fascinación, sin la dentadura), saboreaba los chocolates, me contaba historias de su niñez y me pedía que le hablara de mis cosas.

Poco después de mi décimo cumpleaños, Moma falleció de una neumonía. Un joven del edificio, que le traía el mandado y le subía el correo la encontró sin vida en la cama. Moma dejó unos dos mil euros, muchos libros y sus muebles, de los cuales mi madre solo quiso el secreter, que trasladamos hasta Hamburgo en la camioneta de Janne.

Yo sabía que en una de las gavetas estaba la caja floreada de cartón con las cartas que Janne le escribió a Moma. Debajo de todo lo que había en la caja, hallé lo que andaba buscando. Janne envió a Moma un calendario-álbum con fotos de cuando estuve en el kínder y en la primaria.

Fui hojeándome a lo largo de los meses. La foto de mi primer día de escuela primaria la encontré en agosto. Era una mañana soleada, sin nubes. Yo estaba frente a la escuela. Detrás se veía un fragmento de los banderines de tela en los que, con colores brillantes, estaban los nombres de los pichones de primer año. Llevaba trenzas y tenía la mirada concentrada en la cámara; abrazaba fuertemente mi mochila escolar, que era roja, roja con puntos blancos. Mi vestido de esponjosa tela azul cielo llevaba estampado en el pecho un pez de colores, y de mi cuello colgaba resplandeciente el pequeño sol.