1
La noche del miércoles nos pertenecía a Janne, Spatz y a mí. Como yo era una niña pequeña pasábamos juntos ese momento de la semana, salvo las vacaciones, siempre en el mismo lugar: en casa, en la Terraza Rainville número 9, en Hamburgo.
La idea fue de Spatz, la compañera de toda la vida de Janne. Pronto, después de llegar a nuestra casa, Spatz llamó la noche del miércoles Ladies Night In y para esa ocasión preparó una corona. Era de plástico con cristalitos multicolores del departamento de juguetería de la tienda donde entonces trabajaba Spatz.
Era ella también quien había fijado las reglas para nuestras Ladies Nights. Siempre nos turnábamos para llevar la corona la noche del miércoles, y también para decidir cómo pasaríamos la velada. Las únicas condiciones eran: debía ser algo que hiciéramos juntas y no tenía que costar nada de dinero.
Yo tenía cuatro años cuando inauguramos nuestra primera Ladies Night In y fui también la primera que llevó la corona. Me sentí de veras toda una reina y nombré a Spatz y a Janne mis damas de honor. Janne tuvo que prepararme mi plato preferido: crepas con chocolate caliente, y a Spatz le pedí que dibujara animales fabulosos; dragones, unicornios y grifos, que luego las tres pintaríamos.
En determinado momento ya no estuvo la corona o ya no volvimos a ponérnosla, pero la Ladies Night continuó, y con los años se convirtió en un ritual al que solo renunciábamos cuando ocurría algo serio.
Primero fuimos Spatz y yo quienes suspiramos hondo cuando Janne abrió el enorme armario que había en nuestro desván y, tocando ligeramente la imaginaria corona, anunció: «Soltar un poco el pasado no puede perjudicarnos. ¡Así que ninguna protesta, Ladies! ¡A usar los trapos!».
Afuera arreciaba una tormenta otoñal. Golpeteaba en los cristales como con dedos de hielo; pero aquí arriba, bajo el tejado, se sentía caliente y hasta realmente cómodo. Janne había encendido unas velas, del tocadiscos se escuchaba la sonata Claro de luna, de Beethoven, el compositor favorito de Janne, y desde la cocina subía hasta nosotras el aroma de un fresco strudel de manzanas.
El desván ocupaba toda la mitad superior de nuestra casa, y una retorcida escalera de caracol lo separaba de las habitaciones de abajo. El viejo entarimado lo había pulido papá en otros tiempos.
Ese espacio nos encantaba a todos. Era nuestra sala familiar, pues las habitaciones oficiales las empleábamos propiamente solo cuando teníamos alguna visita. Aquí arriba se ocultaba algo de cada una de nosotras. Yo me había apropiado del inmenso sofá con sus muchos cojines, en el que habíamos pasado innumerables noches de miércoles viendo nuestras películas favoritas. La esparmanía, mientras, había crecido hasta donde comenzaba la inclinación del tejado, Janne la compró cuando nací y era apenas una diminuta plantita; también cada semana ponía flores nuevas en el jarrón junto a la ventana. A Spatz le pertenecía el viejo tocadiscos y la estantería con una gigantesca colección de acetatos. Nuestros muebles los encontraron Spatz y Janne en bazares, donde Janne se encargaba del regateo y Spatz de la subsecuente renovación.
El único mueble heredado era el secreter de mi bisabuela Moma, en el que antes Janne escribía sus cosas.
Junto al secreter colgaba una jaula de una cadena de latón. Ahí vivían los periquitos John Boy y Jim Bob, que un antiguo cliente le había regalado a mi madre. Con sus ya trece años era todos unos señores maduros y Janne les tenía unos cuidados que conmocionaban. A Spatz, por el contrario, no le gustaba tener animales tras las rejas y, por lo mismo, llamaba a nuestros pájaros los hermanos de cárcel, lo que le merecía cada vez una maligna mirada de reojo de mi madre.
Jim Bob había escondido el pico bajo el ala y había esponjado las plumas, mientras que John Boy miraba curioso cómo, en cuclillas frente a la montaña de viejos andrajos, peleábamos acerca de cuáles de ellos podíamos desprendernos o, mejor, cuáles no.
—¡No! —exclamó Spatz con voz en grito.
De un salto de tigre, trató de quitarle a Janne un enano de goma, de sonrisa de conejo y gorro azul, que mi madre quería mandar a una caja que tenía el letrero Good Bye Ladies.
—¿Por qué no? —Janne se quedó mirando el enano de goma, desconcertada por el grito de Spatz.
—Porque el glotón de Antón fue la felicidad de mi niñez —gritó enojada Spatz—. ¡Solo sobre mi cadáver se va al bazar!
Tomó a Janne por la muñeca y comenzó a hacerle cosquillas hasta que mi madre, riendo, desistió y dejó caer el enano de plástico.
—Ven, Antón. —Spatz lo levantó y lo tomó en brazos con actitud protectora—. Apártate de esa reina del miércoles con su frío corazón. Desde hoy… —sonrió maliciosamente al enano—… quedarás entronizado sobre nuestro televisor.
—¿Sobre el televisor? ¿Qué va a hacer esa cosa sobre el televisor? —pregunté desanimada.
—¿Cosa? —de la nariz de Spatz salió volando un mota de polvo mientras me fulminaba como si me hubiera transformado en un enano de goma, y además malo—. ¡Lo que tu madre quiere vender en el bazar no es ninguna «cosa», se trata de un hito de la historia de la televisión alemana!
Me puso el enano de goma delante de la nariz.
—¿Puedo presentártelo? —preguntó, dejando que la cabeza del enano se tambaleara de un lado para otro—. Rebecca, este es el glotón Antón, compañero de los Enanitos Maguncitos[1] y estrella de los comerciales de TV de los años setenta. Antón, esta es Rebecca, la primogénita de Janne y mi segunda hija. Dile buenas noches.
—¡Bueeenas noooooches! —dijo el enano a través de la voz cambiada de Spatz y me eché a reír.
Suspirando, Janne se retiró el rubio fleco de la frente. Una banda negra con la que sujetaba el pelo se le cruzó por la cara, algo que para nada iba con ella. Mi linda mamá, con su cuerpo de corredora de maratón, podía despertarse a las tres de la madrugada de un profundo sueño y verse siempre perfecta.
—Entonces, bien, mientras los compañeros de Antón no espíen emboscados por algún lado, se puede quedar —dijo, y de nuevo se inclinó sobre su caja—. ¿Qué hay aquí?
Janne levantó una trompeta roja de plástico y gritó:
—Ohhhh, esta me la regaló mi papá, ¿no recuerdan? Luego de la fiesta en el jardín donde Sóren vomitó su salchicha sobre mi vestido. Apesté como un cerdo y pasé mucha vergüenza; por la noche mi papá me trajo la trompeta para consolarme. ¿Quieren que les toque algo?
—Tarará —sonó Spatz y me guiñó un ojo.
—¡Gente, así no avanzamos nada! —nos regañó Janne—. La actividad de la noche no se llama «Jugar», sino «Escombrar». Así que, ¿seguimos o no?
—No —dejé la trompeta a un lado y abrí la gran caja de libros.
Entre los libros profesionales de Janne, los tomos de arte de Spatz y un par de ejemplares de cocina manchados pesqué unas viejas obras ilustradas.
Mi madre se deslizó hasta mí y abrió Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak.
—Este era tu favorito —dijo—. Casi te vuelves loca de miedo con los monstruos que visitaban a Max en sus viajes durante el sueño. Pero siempre querías volver a oír el cuento —me sonrió Janne—. Cerrabas los ojos y en tu fantasía te ibas de viaje con Max en su velero. Querías que te describiera a esos monstruos, querías oír sus terribles rugidos y ver cómo mostraban sus horribles dientes, cómo revolvían sus temibles ojos y mostraban espantosas garras… hasta que Max decía estense quietos y los calmaba con su truco mágico. ¿No lo recuerdas, lobita? Te sabías de memorias el texto.
Recliné la cabeza sobre el hombro de Janne y miré el velero donde estaba sentado el pequeño Max con su abrigo. El papel estaba amarillento por el completo y despedida ese olor indefinido de los libros viejos.
—Sí, todavía me lo sé —dije y lancé una mirada a Spatz—, y hasta me pintaste la nave, pero allí no estaba Max sino Rebecca.
Y así seguían las cosas. Cada objeto que sacábamos de la caja traía consigo una historia. Allí estaba el delantal «mataniñas» que mi abuela me trajo de Munich cuando entré a la escuela. Directamente sobre el omóplato se escondía un alfiler de seguridad olvidado, y la primera y única vez que me puse esa maldita cosa se abrió el seguro y cuando a la hora del recreo, jugando, me empujaron, se me clavó hondo en la piel.
Allí estaba el Gato de la felicidad que abría y cerraba los ojos, de plástico dorado, un recuerdo que Spatz le trajo de Asia a Janne. Ese mismo día, Janne le compró un boleto de lotería instantánea y ganaron treinta euros.
—¿Saben? Fuimos con Rebecca a la Feria de Hamburgo y nos perdimos en la casa de los espejos…
Y allí estaba Sharky, mi colchón inflable. Me lo había regalado Spatz cuando tenía cuatro años y no sabía nadar. El colchón tenía una cabeza de tiburón con la boca abierta y enormes dientes de goma. A una anciana casi le dio un ataque cardíaco del susto cuando yo, con Sharky, en la piscina al descubierto, pataleé hasta ella.
En una caja donde Spatz había pintado una calavera se amontonaban los regalos de Navidad de su madre; en otra guardaba sus cajas de insectos. Saqué la de más arriba y observé su interior. El Algo exiliado detrás del cristal era uno de los primeros objetos de arte de Spatz: un «pólipo campanilla» hecho a ganchillo con hilaza rosa y verde.
Yo estaba ya en segundo grado cuando Spatz comenzó a trabajar en esa serie. La llamaba Estambre de los marineros y tejía a croché, durante meses, anémonas, corales, estrellas y pólipos campanilla que yo luego colocaba en la caja de los insectos, que tenía forma de dado, y los tapaba con la cubierta de cristal.
Más adelante, Spatz buscó una caja que decía Fruslerías. Colocó al lado un aparato de radio, de un amarillo chillón, que tenía un gancho para colgarse en la ducha, un espejo de mano, una mandíbula de vampiresa color rosa y luego sacó un marco.
—Mira, la sirenita de California —dijo, y sonrió, tendiéndome el marco.
En la foto yo tenía más o menos cinco años. Dos manos sostenían mi cuerpo estirado sobre la superficie del agua de un lago: tenía los brazos extendidos, como volando, y parecía que iba a reventar de felicidad.
—Esto fue en lago Nacimiento —dijo Janne. La voz sonó débil.
Me quitó el marco de la mano y limpió el polvo de cristal.
—Ese verano fue cuando aprendiste a nadar. Papá tenía que sostenerte en el aire para que saltaras al agua desde sus brazos.
Puse cara de niña risueña y recordé que esa fue la única visita al país de mi padre. En realidad me acordaba de todo aquello, aunque solo vagamente. A ese lago siempre lo llamé el lago de los Dragones.
—¿Y? —empujé ligeramente a mi madre y señalé la foto—. ¿Me vas a vender ahora en el bazar?
—No. Pienso que este trozo del pasado tiene que quedarse con nosotras —dijo Janne, resuelta, y dejó la foto a un lado.
De la cocina llegó el estridente sonido de una campanilla.
—Din-don —dijo Spatz—. Aquí un anuncio importante. El pequeño strudel de manzana desea que su mamá lo saque del paraíso del horno —y lanzó una inocente mirada a Janne.
Resoplé con toda mi fuerza, pero la risa de Spatz superó mi sonido sin esfuerzo. La compañera de toda la vida de Janne era muy pequeña y a todas vistas delicada. Tenía cabello corto, color gris ratón, que siempre estaba desgreñado, y sus ojos eran de un dorado pardo. Solo su risa estaba en exacta oposición a su aspecto: tintineaba como un saco lleno de latas vacías que alguien tirara escaleras abajo y, quisieras o no, siempre te arrastraba consigo.
—¡Ahora se hará el capricho de mamá! —dijo por fin Janne.
Sacudió el polvo de sus jeans y miró todo el desorden que habíamos sembrado a nuestro entorno en la última hora.
Spatz necesitaba su caos personal, que sobre todo reinaba en su cuarto de trabajo. Cosas diarias, como las declaraciones de impuestos o el manejo de la computadora, la abrumaban por completo, mientras que Janne era el talento organizativo en persona y nada podía perturbarla.
Única excepción: el orden en la casa. Las cosas dejadas aquí y allá, los trastes de cocina fuera de su lugar o una superficie de trabajo que no estuviera lisa, transformaban a mi apacible madre en una nerviosa ruina.
—Que no cunda el pánico —dije, al notar el aspecto desencajado que se asomaba en su rostro—. Mientras sacas el strudel ordenaremos las cosas. ¡Prometido!
Janne asintió agradecida y se abrió camino hacia abajo, entre las cajas. Poco después regresó con una bandeja cargada.
—¡Huelan bien, Ladies! —dijo, y distribuyó los platos en la gran mesa de bambú—. Pero después ya no habrás más charla. Vamos a arreglar todo este basurero, como que me llamo Janne Wolff[2] —y blandió el cuchillo en el aire—. En una hora tiene que estar para el bazar.
Comimos todo el strudel de manzana con salsa de vainilla. Yo me apropié de la mitad, mientras que Janne y Spatz se repartieron el resto. Luego coronamos a Janne como la reina del strudel de la Ladies Night y, al final, fracasamos lastimosamente en cuanto a eliminar aquel desbarajuste. Mientras la caja para vender reunió un modesto montoncito de libros profesionales, juegos de mesa y CD de Janne, los montículos con las cosas que queríamos conservar se volvían cada vez más altos.
Spatz apiló, toda felicidad, sus videocasetes sobre Goddard y las películas de Hitchcock. («Tenemos que comprar, sin falta, una videograbadora antes de que sea demasiado tarde»). Yo había deslizado los viejos libros ilustrados, como si fueran un taburete, bajo mi trasero, y Janne sacó una cosa pequeña y blanca de la última caja, cuando, de repente, sentí algo. Lo sentí como un tirón, sutil cual soplido, en mi interior. Fue apenas perceptible, como si alguien con unas pinzas me arrancara un pelillo que hubiera crecido hacia dentro. Un corto tirón y todo pasó. Lo que quedó fue una particular sensación de vacío que no podía explicar. Lo atribuí a la avanzada hora —ya pasaba de la media noche— y lo reprimí en el momento en que Janne me colocaba en el regazo un osito de peluche.
—Este fue tu primer regalo de cumpleaños —me dijo.
Era de lana de oveja, estaba bastante sucio y no era más grande que la mano de Janne. Los ojos, de color castaño oscuro, eran dos trozos redondos de fieltro; la diminuta nariz era una bolita de hilo negro y en sus blancas mejillas se notaba una mancha de chocolate.
—Seguro que no te acuerdas —prosiguió Janne—. Fue Moma quien te lo obsequió cuando te trajimos a casa luego de que naciste. Solía vigilar tu sueño, pero ni de día lo soltabas. Lo arrastrabas contigo a todas partes, y un día que lo dejamos con el Griego hiciste un berrinche tan largo que tuve que despertar al señor Papatrechas por teléfono y te envió tu osito en un taxi. Le habías puesto un nombre. ¿Cómo era…? ¿Li o La? —Janne arrugó la frente.
—Lu —susurré. No supe cómo el nombre me vino a los labios. Ya no me acordaba en absoluto del osito aquel.
De la jaula de los periquitos se escuchó algo como un rechinido. Era de John Boy. Estaba afilando diligentemente el piquito en un pedazo de concha de calamar gigante. Me quedé mirando al verde periquito sin fijarme realmente en él, y cuando me causó un estremecimiento.
—Hey. —Janne me miró preocupada—. Te ves muy pálida. ¿Te sientes bien, lobita?
Asentí, pero algo no marchaba bien. De golpe me percaté de que estaba agotada del todo.
—Creo que mejor me voy a la cama —musité—. Tengo inglés a primera hora mañana.
Spatz me miró compasivamente.
—Entonces salúdame a míster Tyger, y la próxima vez que te tenga en la mira, me presentaré durante su clase y le haré tarará con la vieja trompeta para que comience a marchar como un soldado.
—Buena idea —masculló Janne—. Deberíamos haberlo hecho desde hace tiempo.
Mi profesor de inglés no era el tema favorito de conversación entre nosotras. A Janne y Spatz les sacaba de quicio que alguien me hiciera la vida de cuadritos, en especial cuando no había ningún motivo para ello. Me levanté del suelo con esfuerzo y lancé a Janne una compungida mirada:
—¿Te parece que deje todo mi enredo hasta mañana?
Era una pregunta retórica. Para mí estaba claro que mañana no encontraríamos ni un vestigio de nuestra acción. No importaba lo tarde que fuera, no importaba lo temprano que amaneciera en la mañana, Janne no se iría jamás a la cama sin haber dejado lista la embarcación. Cuando nosotras no cumplíamos con nuestra parte del deber casero, mi madre llegaba a ponerse bastante insoportable. Hoy me sorprendió.
—Lo haré yo —dijo—. Pondré tus cosas ante tu puerta, ¿ok? —Gracias.
Le di un beso a Janne y le hice una señal a Spatz, quien de nuevo se había puesto a revisar sus videojuegos. En ese momento, de hecho, tenía en la mano un vídeo con el título de Orfeo negro.
—Admirable película —susurró—. Tenemos que comprar una video-casetera. Los videocasetes tienen algo de romántico.
—Buenas noches, Spatz —dije y volteé hacia la jaula.
Mientras, John Boy también había escondido el pico bajo el ala. Sus blandas plumas se habían esponjado y su pechito subía y bajaba con acompasado ritmo.
—Buenas noches, John Boy. Buenas noches, Jim Bob.
Spatz me contestó la despedida, como ausente, y Janne me sonrió.
—Buenas noches, lobita. Que sueñes bonito.
‡ ‡ ‡
Cuando, ya en mi alcoba, me quité la ropa, me di cuenta de que seguía teniendo en la mano el osito. Lo puse en la cama y apagué la luz. La extraña sensación en el pecho seguía allí. No sabía a qué atribuirla exactamente; lo único que sabía era que me había llegado de manera imprevista.
Mi alcoba se encontraba en el primer piso. Escuché pisadas que sonaban a Janne y los pasitos de Spatz. La lluvia no había amainado. Golpeteaba contra los cristales. Me encantaba ese tamborileo, igual que el momento de dormirme. Siempre he sentido como algo especial esos mágicos segundos en que nos cambiamos a la otra realidad. Muchas veces se me antojaban como un caer y otra más como un hundirse, pero hoy me pareció como si el sueño me desgarrara con rudos y despiadados dedos.
En alguna parte, allá a lo lejos, retumbaba la sirena de un barco; luego, yo estaba lejos. El sueño se apoderó de mí como la acción de una fuerte droga.
‡ ‡ ‡
Me encontraba en una habitación con una alfombra de felpa verde oscuro. Las paredes estaban recubiertas de madera. Había una cama con un cobertor floreado. Encima se veía un cuadro de un paisaje de montañas horrendamente cursi. Sobre mi cabeza oscilaba una araña de luces y junto a mí había pedazos de tiestos. Estaban por todas partes: sobre mi vientre, en las manos… Despedían un olor metálico dulce y, desconcertada, caí en la cuenta de que era sangre.
¿Mi sangre? Necesitaba aire, pero en el cuarto aquel no había aire, o quizá yo no tenía aire. Jadeé, gemí, quise moverme, pero no podía y los dedos no me obedecían.
¿Dónde me encontraba? No conocía esa habitación. ¿Qué hacía aquí? ¿Estaba sola? No. Había alguien, yo lo sentía, pero no lograba reconocer su rostro. Por favor, por favor, no… no me dejes…
Incluso las palabras se sentían como cascajo, frías y agudas, e infundían angustia. Solo ahora noté que estaba mendigando por mi vida. El cuarto, ajeno, feo e impersonal, se extendió y luego se encogió: cada vez más cerca, las paredes presionaban sobre mi vientre. Sentía frío y olía a sudor. Me despertó mi propio grito.
Ante mí se encontraba sentada mi madre. Me tenía en brazos y, con un roce, me retiró el cabello de la frente. Me encontraba completamente sudada. Como a través de una pared de niebla, oía murmurar a Janne.
—Lobita, todo ha sido un sueño. Hey, todo está bien. Ya pasó.
Necesitaba aire. ¡No, no! No había pasado. Miré en torno a la habitación, mi cuarto, que me era tan familiar. Como para asegurarse, mis ojos lo tocaban todo. El puff negro. Los trofeos de los concursos de natación sobre los estantes. El dispensador de bombones color rojo encendido que Sebastian había llenado de Smarties. Mi escritorio con la vieja manzana de papá, en la pared el gran cuadro de hoja de lata en el que una mujer cincuentona se sube las mangas de su overol azul. Con grandes letras se leía: We can do it (Podemos hacerlo).
Ok. Esto de aquí era realmente mi cuarto y junto a mí estaba sentada mi madre, que me hablaba para tranquilizarme, como si fuera yo una niña chiquita. Olía su perfume, que se mezclaba con el calor de su piel. Pero ¿por qué no escuchaba mi corazón ir a toda velocidad? Casi me asqueaba el olor de mi propio sudor. Algo en mi pecho se había desgarrado. Se sentía como una mano de hierro que me quitaba el aire. La angustia de no poder respirar era tan agobiante que cada vez buscaba el aire con mayor agitación. Ya no sentía las manos, y el rostro de Janne estaba tan estrambóticamente lejos, aun cuando permanecía sentada justo frente a mí.
—¿Rebecca? ¡Rebecca!…
Yo me esforzaba por concentrarme en la voz de Janne, pero incluso sus palabras sonaban en mis oídos como venidas de lejos.
—… Tesoro, escúchame…
Me esforzaba entre convulsiones, abría la boca, pero no podía responder.
—Ok, Rebecca —la voz de Janne se había vuelto más fuerte, más profesional, pero siempre tranquila—. Trata de sacar el aire.
Colocó la mano sobre mi pecho.
—¿Sientes mi mano? Deja que el aliento fluya. Así. Otro poco, exhala el aire, empuja el aire hacia abajo. Ahí va, ¿ves? Una vez más. Así, así está bien.
—Yo. —Por fin había encontrado de nuevo mi voz. Era un lastimoso graznidito—. Soñé que moría. Había un cuarto, mamá, con una alfombra verde. Había una cama. Un candil de brazos. Todo era… tan nítido…
De nuevo busqué el aire. Me quedé mirando fijamente a Janne.
—Había cascajo por todas partes y junto a mí había alguien, justo a mi lado. Él… aquello… yo no podía.
Me detuve. El hablar no me ayudaba. Por el contrario, mi respiración se volvía aún más frenética. Janne me apretó la mano y entonces hizo ademán de levantarse. Oí que me preguntaba si quería que abriera la ventana, pero negué con la cabeza y me así fuerte de su brazo. La mano de Janne se puso de nuevo sobre mi pecho, pero ya no la sentía bien. Su mano era demasiado pesada.
—Tesoro mío, no era más que un sueño, ¿me oyes?
Oí lo que decía, pero no lo sentí.
—Rebecca —la voz de Janne sonaba ahora delicada y conmovedora—. ¿Te agobia algo? ¿Lo de Sebastian? ¿O algo que tenga que ver con papá y Michelle? Los sueños significan algo, y a veces ayuda adivinar el significado.
«¡No!», gritó algo dentro de mí. No era nada de eso. De lo de Sebastian habían pasado ya seis semanas, y con papá las cosas no podían ir mejor. ¡Maldita sea, a mí no podía irme mejor!
Janne me examinaba. Su mirada escudriñadora estaba ahora llena de preocupación y, de golpe, yo hubiera querido que dejara de mirarme.
Mi madre era psicóloga y, en lo que se refiere a los sueños, la especialista ad hoc; aunque a mí su costumbre de ir hasta el fondo de todo muchas veces me sacaba de quicio, sabía que indefectiblemente estaba allí para mí, no en el sentido de «soy tu mejor amiga», sino en el mejor sentido maternal. Quería preguntarle si era normal soñar la propia muerte y si un sueño podía parecer tan real. Pero no pronuncié nada de eso, porque algo me dio, de súbito, la certeza de que mi madre no me podía ayudar. Por primera vez en la vida sentí que estaba sola.
—Ya está bien, mamá —logré decir con esfuerzo—. Ya estoy bien de nuevo… gracias. Creo que debo tratar de volver a dormir.
Con todas mis fuerzas, me concentré en respirar con más tranquilidad y, muy lentamente, lo logré.
—Estoy bien —dije finalmente con voz firme—. De verdad.
—Entonces, bueno —repuso Janne, titubeando—, voy a dejar la puerta de mi cuarto abierta. Si te pasa algo no tienes más que llamarme. ¿De acuerdo?
—Gracias, mamá. Que duermas bien. —Tú también.
Janne se quedó todavía un par de segundos en la puerta, y luego sentí suavemente el clic del picaporte que fijaba la cerradura. Cerré los puños. ¡Para nada estaba bien! El pánico acechaba muy cerca bajo la superficie, como una bestia, lista para el ataque. Meditaba desesperada sobre qué tenía que hacer ahora. Janne había dejado prendida la luz de mi alcoba.
Yo nunca había podido dormir con luz, pero el solo pensamiento de quedarme a oscuras hacía que la angustia sacara sus garras.
De un golpe retiré las cobijas para ir a abrir la ventana. Al menos, el aire nocturno se llevaría ese repugnando olor a sudor. Al salir de la cama, pisé algo blando. Era el osito. Se habría caído de la cama mientras dormía. Lo levanté, lo apreté contra el pecho y fui tambaleándome hacia la ventana.
La tormenta había amainado. No soplaba viento. En vez de eso había subido la niebla. El aire era débil y húmedo. Nuestra casa se hallaba al final de la calle. Desde mi ventana podía ver enfrente el río Elba.
En lontananza distinguí las luces del Queen Mary, el gran trasatlántico que el día anterior había atracado en el puerto de Hamburgo. Yo había ido a verlo, con Suse y unos mil curiosos más. Habíamos comido panecillos con pescado, bebido chocolate caliente y casi me había desternillado de risa con el tonto chiste de Suse. Lo que más me habría gustado en este momento hubiera sido llamar a mi mejor amiga. O a Sebastian. De repente lo añoré.
Abajo, la casa estaba como muerta. Debía ser tarde. Todas las ventanas de las viviendas estaban oscuras y la niebla subía hasta por debajo de los autos estacionado. Solo el farol de la calle, frente a nuestra casa, enviaba una turbia luz fluctuante.
Entonces lo vi.
Se apoyaba en el farol. Era como una figura sombría, y durante un absurdo segundo pensé que quizá fuera Sebastian. Pero no encajaba. Era un extraño; no podía distinguir si era hombre mayor o un joven, pero estaba segura de que era un ser masculino.
Pequeño y oscuro, se apoyaba en el farol y entonces miró hacia arriba, hacia mí. Su rostro era poco más que una mancha pálida y su cabello más negro que la noche. Su largo abrigo se antojaba demasiado grande para sus angostos hombros.
Estaba allí como congelado. Lo único que se movía era la vacilante luz del farol, que iba y regresaba, se prendía y se apagaba. Incluso cuando se cruzaron nuestras miradas, el extraño no se movió, sino que continuaba mirando directamente a mi ventana, como si hubiera estaba esperándome.
Era una figura sumamente inquietante pero, por asombroso que parezca, yo no sentía miedo en absoluto. Por el contrario, me puse a mirar aquella extraña figura y sentí como si volviera a mí la calma.
El pánico retiró las garras y se apartó, y de repente me sentí muy cansada. Inmóvil, me quedé allí, sin hacer nada, sin pensar en nada, solo mirando al extraño. Y luego regresé a la cama, me arropé bajo las cobijas y cerré los ojos.
Esta vez el sueño regresó con toda suavidad. Me envolvió con suaves dedos de sombras. La ventana estaba abierta de par en par, y lo último que percibí fue la lluvia que comenzaba de nuevo, como el susurro de una canción de cuna.