EDWARD pensaba a menudo —mientras paseaba ceñudo por cubierta— que ésta era precisamente la vida que a él le convenía. ¡Qué suerte había tenido viniendo a parar aquí! A pesar del dictamen del Ratoncito Blanco (en quien había dejado de creer desde hacía tiempo), no le cabía la menor duda de que esto era un barco pirata; y tampoco dudaba de que cuando al capitán Jonsen lo mataran en alguna batalla sangrienta, los marineros le elegirían unánimemente a él como capitán.
Las chicas eran una lata. Un barco no es un sitio adecuado para ellas. Cuando fuera capitán las abandonaría en alguna isla desierta.
No obstante, hubo una época en que deseó haber sido una niña. «Cuando era pequeño», le confió una vez a su admirado Harry, «pensaba que las niñas eran mayores y más fuertes que los niños. Era tonto, ¿verdad?».
—Sí —dijo Harry.
Harry no se lo confesó a Edward, pero él también deseaba ahora haber sido una chica. Pero no por la misma razón: siendo menor que Edward, se hallaba aún en la edad amorosa; y, como encontraba un agrado casi mágico en compañía de las muchachitas, se complacía en imaginar que le resultaría mucho más agradable si él fuera también una niña. A cada momento se veía excluido de sus conciliábulos más secretos. Emily era desde luego demasiado mayor para figurar a sus ojos como una muchacha; pero a Rachel y a Laura las quería indistintamente con verdadera devoción. Cuando Edward fuera capitán, él sería su segundo; y sus hazañas futuras consistirían sobre todo en rescatar a Rachel —o a Laura, n’importe[11]— de inauditos y complicados peligros.
Por entonces se encontraban todos tan a gusto en la goleta como si se hallaran en Jamaica. En verdad, poco les había quedado de Ferndale a los más pequeños: sólo algunas imágenes muy brillantes de incidentes sin importancia. Emily, desde luego, lo recordaba casi todo y podía hilvanar casi cuanto les había sucedido allí. La muerte de Tabby, por ejemplo, no la olvidaría mientras viviese. También podía recordar que Ferndale se había derrumbado completamente. Y su terremoto: había estado en un terremoto, y se acordaba hasta de los menores detalles de aquello. ¿Se había derrumbado Ferndale a consecuencia del terremoto? Probablemente. También hubo por aquellos días un tremendo vendaval… Recordaba que todos se estaban bañando cuando el terremoto, y después fueron a algún sitio montados en las jacas. Pero cuando la casa se hundió estaban dentro de ella; de eso sí estaba segura. Se hacía un poco difícil coordinarlo todo… Y aquel pueblecito negro, ¿cuándo lo había encontrado? Rememoraba, con sorprendente claridad, haberse inclinado junto a aquel manantial, y haber tocado, entre los bambúes, el chorro burbujeante; después se había vuelto y había visto salir corriendo a los negritos a través del claro. Debía de hacer años que había ocurrido todo esto. Pero lo que tenía más grabado era cuando Tabby, aquella noche horrible, había rondado la mesa del comedor echando fuego por los ojos y con el pelo erizado, maullando trágica y melodiosamente, hasta que aquellos fantasmas negros cayeron en la habitación por el montante y lo persiguieron hasta la selva. El horror de la escena se había acentuado al aparecérsele en sueños una o dos veces, pues al soñarla presentaba modificaciones espantosas (aunque, por otra parte, parecía siempre la misma). Una noche (y aquello fue lo peor) en que se había lanzado a salvarlo, su querido y fiel Tabby se le apareció con el mismo gesto horroroso que tuvo el capitán aquel día que ella le mordió el pulgar, y la persiguió por interminables avenidas de palmeras, con la casa de Exeter al fondo, la cual no alcanzaba por mucho que corriese. De sobra sabía que aquél no era el verdadero Tabby, sino una especie de doble diabólico. Y Margaret estaba sentada en lo alto de un naranjo, haciéndole muecas y, por su aspecto parecía más negra que un negro.
Uno de los inconvenientes de la vida en el mar eran las cucarachas. Tenían alas. Infestaban la bodega de proa y despedían un olor espantoso. No había más remedio que acostumbrarse a ellas. Pero, como en alta mar no se lavaba uno mucho, era corriente encontrarse, al despertar por la mañana, con que los animalitos le habían mordido a uno la carne viva tras las uñas o roído la piel endurecida de las plantas de los pies, de modo que luego apenas si podía uno andar. Se instalaban dondequiera que hubiese grasa o suciedad, por poco que fuera. Los ojales constituían una delicia para ellas. Se lavaba uno poco; el agua potable era demasiado valiosa, y la salada casi de nada servía. A fuerza de manosear el cordaje alquitranado y los grasientos herrajes, sus manos hubieran avergonzado a un basurero. Hay un proverbio marinero que incluye una partícula de suciedad en las raciones mensuales de los marinos: pero en la goleta, los niños consumían a menudo mucho más.
Y no es que fuera éste un barco sucio; el castillo de proa quizá lo fuera, pero el nordicismo del capitán y del segundo hacía que el resto de la embarcación estuviese bastante limpio. Ahora bien, hasta el barco de aspecto más pulcro es muy raro que lo esté cuando se le toca. José les lavaba los vestidos de vez en cuando, aprovechando que tenía que lavar su camisa; y con aquel clima, por la mañana estaban secos.
Jamaica se había esfumado en el pasado. Inglaterra —adonde creían dirigirse, y de la cual se habían formado una imagen muy curiosa por las constantes referencias de sus padres a ella— se alejaba de nuevo en las brumas del mito. Vivían en el presente, se adaptaban a él, y al cabo de pocas semanas era como si hubieran nacido en una litera y los hubiesen bautizado en una bitácora. No tenían el miedo natural a las alturas; por el contrario, cuanto más se elevaban sobre cubierta, más felices eran. En los días de calma, Edward solía colgarse —por las corvas— de algún brazal para sentir cómo le afluía la sangre a la cabeza. El petifoque, casi siempre amainado, constituía un admirable capullo para jugar al escondite; uno se agarraba vigorosamente a las anillas y se envolvía en la lona. Cierta vez, sospechando que Edward estuviera allí, los demás niños, en vez de avanzar por el botalón para dar con él, tiraron todos juntos de las drizas y estuvieron a punto de arrojarlo al mar. Se exagera mucho el mito de los tiburones; no es cierto, por ejemplo, que puedan arrancar una pierna limpiamente de la cadera. Sus bocados desgarran, pero no cortan de un modo tajante; y un bañista experimentado puede mantenerlos a distancia con toda facilidad dándoles un puntapié en el hocico cada vez que se disponen a atacar[12]; pero, de todos modos, una vez entre el oleaje le hubieran quedado pocas esperanzas a un muchachito como Edward; y a todos ellos les costó una severa reprimenda su pesada broma.
Con frecuencia, aquellas voluminosas protuberancias —parecían de goma— seguían al velero durante horas y horas, quizá con la esperanza de conseguir alguna ganga.
Sin embargo, los tiburones no dejaban de tener su utilidad: es bien sabido que «quien coge un tiburón, coge una brisa», así que cuando se necesitaba una brisa, los marineros cebaban un gran anzuelo y al instante izaban un tiburón a bordo haciendo girar el malacate. Cuanto mayor fuese, mejor sería la brisa; y clavaban la cola al botalón. Un día cogieron un ejemplar enorme, y cuando le cortaron la quijada se le ocurrió a alguno meterla en la letrina del barco (nadie era tan comodón como para usarla para su función específica) y no volvió a acordarse de ella. Pero, una noche alocada, entró allí el viejo José y se sentó de lleno en aquel terrible cheval de frise[13]. Aulló como un loco; y la tripulación se divirtió como no se había divertido en todo el año. Hasta Emily pensó en lo graciosísimo que habría sido de no haber tenido ese cariz tan grosero. Si un arqueólogo hubiera tenido que estudiar la momia de José, le habría intrigado sobremanera de qué le habían quedado aquellas cicatrices tan raras.
El mono también contribuía mucho a la alegría del barco. Un día se habían adherido enérgicamente a la madera de cubierta unas lampreas, y el mono se propuso desalojarlas de allí. Después de unos tirones preliminares, buscó unos puntos de apoyo más firmes y sacudió los peces como un loco. Pero no se movían ni pizca. La tripulación formaba corro a su alrededor y el animal sintió que su honor estaba comprometido en la empresa; de un modo o de otro, tenía que quitarlos de allí. Así, por muy repugnantes que pudieran saber al paladar de un vegetariano, se los comió hasta la ventosa, por lo que fue muy aplaudido.
Edward y Harry hablaban con frecuencia sobre cómo habrían de distinguirse en el próximo abordaje. Algunas veces lo ensayaban: irrumpían en la cocina con gritos feroces, o se encaramaban por las jarcias del palo mayor y ordenaban desde allí que arrojasen a todo el mundo al mar. Una vez en plena batalla, Edward exclamaba:
—¡Estoy armado con una espada y una pistola!
—¡Y yo voy armado con una llave y medio silbato! —replicaba la voz cantarina de Harry, que se atenía más a la realidad.
Cuidaban mucho de celebrar estos ensayos sólo cuando los piratas auténticos no se hallaban presentes; no tanto por temor al juicio crítico de los profesionales como por no saberse aún «oficialmente» lo que eran; y todos los chicos compartían la instintiva convicción de Emily: que era preferible hacerse los tontos… En el fondo, ésta era una especie de creencia mágica.
Aunque Laura y Rachel se pasaban juntas casi todo el tiempo, y eran una misma diosa para Harry, lo cierto es que diferían mucho en su vida interna. Era para ellas cuestión de principio —como ya habréis podido notar— discrepar en todo; pero también era cuestión de naturaleza. Rachel tenía sólo dos actividades. Una, doméstica. No podía ser dichosa si no estaba rodeada de todos los atributos caseros: dejaba casitas y familias por dondequiera que iba. Reunía pedazos de estopa y jirones de lampazos y, arropándolos en unos andrajos, los ponía a dormir por todos los huecos y rincones. ¡Y guai[14] de quien despertase a alguno de sus veinte o treinta bebés! ¡Y, lo que era mucho más grave, si se atrevía alguien a hacerlos a un lado! Llegaba incluso a manifestar sentimientos maternales por un pasador[15] y solía sentarse en la arboladura con uno entre los brazos, acunándolo y cantándole la nana. Los marineros evitaban cuidadosamente pasar por debajo, pues un bebé de éstos, si se caía desde cierta altura, podía abrirse camino a través del cráneo más duro (accidente que suele ocurrir a los capitanes impopulares).
Apenas si había algún instrumento o aparejo en el velero que Rachel no hubiese metamorfoseado en mueble: una mesa, una cama, o una lámpara, o bien un servicio de té… Y a todo ponía la marca de su propiedad, y lo que ella había señalado como suyo nadie debía tocarlo… si ella podía evitarlo. Parodiando a Hobbes, reivindicaba como suyo todo aquello en que se hubiera posado su imaginación; y se pasaba la mayor parte del tiempo en airadas o llorosas reivindicaciones de sus derechos de propiedad.
Su otro interés era moral. Aquella chiquilla poseía un sentido extraordinariamente agudo y simple del bien y el mal… casi hasta el punto de ser un genio precoz de la ética. Cada acto, suyo o de cualquier otra persona, lo clasificaba inmediatamente como bueno o como malo, y de acuerdo con ello lo condenaba o lo alababa con la mayor ecuanimidad. Nunca dudaba.
Para Emily, la conciencia significaba algo muy diferente. Sólo muy confusamente podía darse cuenta de ese criterio secreto existente en lo profundo de su ser; pero la aterraba. No poseía la clara decisión de Rachel en los juicios morales: nunca sabía cuándo iba a ofender involuntariamente a esa harpía de su interior, la conciencia; y vivía en un pánico continuo de aquellas garras despiadadas por si alguna vez las dejaba romper el cascarón que las ocultaba. Cada vez que sentía moverse dentro de su ser la fuerza latente de su conciencia, en ese estado prenatal, se obligaba a pensar en otras cosas y ni siquiera se permitía reconocer el miedo que le tenía. Pero sabía —lo sabía en el fondo de su alma— que algún día aquella fuerza amenazadora saltaría por algún acto que realizase; algo horroroso que cometiese sin pensar la desencadenaría y devastaría su alma como un torbellino. Podía pasarse semanas enteras en una feliz inconsciencia, podía experimentar destellos visionarios en que se creía un ser omnipotente; pero al mismo tiempo, en lo más profundo de su alma sabía con absoluta certeza que estaba condenada, que no había existido alguien tan malvado como ella desde el principio del mundo.
En cambio, para Rachel la conciencia no representaba algo depresivo; era sencillamente uno de los resortes primordiales de su vida, que funcionaba suave y agradable como un sano apetito. Por ejemplo, ya había admitido tácitamente que todos aquellos hombres eran piratas. O sea, que eran malos. Por tanto, le correspondía a ella convertirlos; y se dispuso a realizar sus planes sin el menor recelo o repugnancia. Su conciencia no le molestaba lo más mínimo porque a Rachel no se le había ocurrido nunca que estuviera en su poder oponerse a los designios de aquélla, ni dejaba de verlos con toda claridad. Primero intentaría convertir a esta gente; probablemente se reformarían, pero, en caso contrario, llamaría a la policía. Como ambas soluciones eran justas, importaba poco cuál de ellas impusieran las circunstancias.
Esto, por lo que respecta a Rachel. El interior de Laura ofrecía una contextura muy distinta: algo muy espacioso, muy complicado y de gran nebulosidad, dificilísimo de explicar con palabras. Empleando una metáfora basada en los renacuajos, podría decirse que aunque le estaban creciendo las patas, aún no se le habían caído las membranas. Con sus cuatro años —o cerca— era una niña, claro está; y los niños son seres humanos (si damos al término «humano» un sentido amplio). Pero no había dejado aún de ser un bebé, y los bebés, naturalmente, no son humanos… son animales y poseen una cultura antiquísima y muy ramificada, como los gatos, los peces e incluso las serpientes. Los bebés son como ellos, pero mucho más complicados y vivos, ya que después de todo constituyen una de las especies más desarrolladas de los vertebrados.
En resumen: los bebés poseen una mentalidad que actúa con términos y categorías propios intraducibles a los términos y a las categorías de la mente humana.
Es verdad que parecen humanos… Pero no tan humanos —hemos de admitirlo lealmente— como muchos monos.
Subconscientemente, todo el mundo reconoce que son animales. ¿Por qué, si no, se ríe siempre la gente cuando un bebé realiza algún acto que recuerde a los del hombre, como lo hace una mantis religiosa? Si el bebé fuera sólo un hombre en un estado inferior de desarrollo seguramente nada divertido se vería en él.
Quizá alguien me argumente que los niños tampoco son humanos; pero yo no lo aceptaría. Concedo que no es que la mentalidad de éstos sea más ignorante y estúpida que la nuestra, sino que difieren por su género de pensamiento (en realidad, están locos); pero nos es posible, mediante un esfuerzo de la voluntad y la imaginación, pensar como un niño, por lo menos parcialmente. Y, aunque el resultado conseguido sea infinitesimal, basta para invalidar ese argumento. En cambio, es tan imposible pensar como un bebé en cualquier aspecto como lo sería pensar igual que una abeja.
¿Cómo podremos, pues, abordar la descripción del interior de Laura, en la cual habitaba la mentalidad infantil entre los restos de un espíritu de bebé?
Cuando buceamos nos quedamos muy serios al darnos repentinamente de cara con un pulpo. Esto jamás se olvida: un sentimiento de respeto unido a la desesperanza ante la imposibilidad de cualquier relación intelectual. Nos vemos reducidos a una admiración, física tan sólo —como cualquier pintor estúpido—, de la ternura bovina de su ojo, de la belleza y movilidad infinitesimal de aquella boca enorme y desdentada, que acepta sin darle importancia esa misma agua contra la cual tenéis que debatiros, conteniendo la respiración, si queréis conservar la vida… Allí reposa en un repliegue de la roca, ingrávido en apariencia en el claro elemento verdoso, pero de un volumen extraordinario, con los largos brazos —suaves como seda— pegados al cuerpo y en reposo, o agitándose ligeramente al descubrir vuestra presencia. Arriba, a una gran altura, lo limita todo la superficie del aire, como un reluciente cristal de ventana. Al establecer contacto con un bebé, sentirán un eco —por lo menos— de esa sensación todos aquellos cuyo cerebro no se halle ofuscado por envolventes sentimientos maternales.
Desde luego, esto no suele presentarse con caracteres tan tajantes; pero a menudo el único medio de expresar la verdad es presentarla, como un castillo de naipes, construida con una baraja de mentiras.
Pero esos vestigios de espíritu-bebé sólo se manifestaban en el fuero interno de Laura; por fuera tenía todo el aspecto de una niña, una chica más bien reservada, extraña y bastante atractiva. Su cara no era bonita, con sus pobladas cejas y su reducida barbilla, pero poseía una habilidad sorprendente para moverse de modo adecuado, para adoptar en cada momento la actitud más apropiada. Una niña que puede manifestaros el afecto que os tiene sólo por la manera de colocar su piececito en el suelo, puede considerarse dotada en abundancia de ese genio corporal llamado encanto. Por entonces no prodigaba sus atenciones, pues las nueve décimas partes de su vida las pasaba en el interior de su cabeza y apenas le quedaba tiempo para alimentar sentimientos favorables o desfavorables hacia los demás. Los sentimientos que llegaba a expresar eran de un género más impersonal y hubieran fascinado a un entusiasta del ballet; por eso resultaba mucho más notable que se hubiera desarrollado en ella aquel cariño perruno hacia el capitán de los piratas, un hombre tan reservado y rudo de apariencia.
Nadie puede sostener que los niños tengan ninguna facultad de penetrar en los caracteres: sus preferencias son sobre todo imaginativas, no intuitivas. «¿Qué te imaginas que soy yo?», le había preguntado el rufián, exasperado, en una ocasión famosa. Y por mucho que nos preguntemos cómo Laura se lo figuraba, no habrá modo de averiguarlo.